martes, 6 de septiembre de 2016

El cuento del pequeño mendigo que halló un Tesoro



Aho­ra, un cuen­to. El del niño mendi­go que a los si­ete años de edad soñó hal­lar una ciu­dad y trein­ta y nueve años de­spués se marchó, muy lejos, bus­can­do y bus­can­do, y no só­lo en­con­tró la ciu­dad sino tam­bién un tesoro, un tesoro tan mar­avil­loso co­mo el mun­do en­tero.
No se había vis­to na­da igual des­de los hal­laz­gos de los con­quis­ta­dores del Nue­vo Con­ti­nente.
El cuen­to es la vi­da de Hein­rich Schlie­mann, una de las fig­uras más asom­brosas no só­lo en­tre los ar­queól­ogos, sino en­tre los hom­bres.

La his­to­ria comen­zó así. Érase un niño pe­queño que se hal­la­ba ante una sepul­tura del ce­mente­rio de su pueblo na­tal, al norte de Ale­ma­nia, en Meck­lem­bur­go. Al­lí yacía, en­ter­ra­do, el mal­va­do Hen­nig, lla­ma­do Bradenkierl, del que se con­ta­ba que había asa­do vi­vo a un pas­tor, y además, cuan­do ya es­ta­ba asa­do, to­davía le había da­do una pata­da. Y para pur­gar tal deli­to decíase que, to­dos los años, el pie izquier­do de Bradenkierl, calza­do con fi­na me­dia de se­da, aparecía fuera de la tum­ba.
El niño es­per­aba ver tal prodi­gio, pero al­lí no sucedía na­da. En­tonces rogó a su padre que cavase, que bus­case dónde se qued­aba aquel año el famoso pie.

No muy lejos de al­lí había una col­ina de la cual se decía, tam­bién, que tenía en­ter­ra­da una cu­na do­ra­da. El sac­ristán y su mad­ri­na se lo habían di­cho. Y el niño pre­gun­tó al padre, un pas­tor po­bre y mal vesti­do: «Ya que no tienes dinero, ¿por qué no de­sen­ter­ramos la cu­na?»
El padre ex­pli­ca­ba al niño mu­chos cuen­tos y leyen­das. Le con­ta­ba tam­bién, cual viejo hu­man­ista, la lucha de los héroes de Home­ro, de Paris y He­le­na, de Aquiles y de Héc­tor, de la fuerte Troya, in­cen­di­ada y de­stru­ida. En la Navi­dad del año 1829, le re­galó la «His­to­ria uni­ver­sal ilustra­da», de Jer­rers, donde había una lámi­na en la que se veía a Eneas ll­evan­do a su hi­jo de la mano y a su an­ciano padre en su es­pal­da, mien­tras huía del castil­lo ar­di­en­do. El niño con­tem­pla­ba aque­lla lámi­na, y ob­serv­aba los re­cios muros y la gi­gan­tesca puer­ta Es­cea. -¿Así era Troya?

El padre asen­tía con la cabeza. -¿Y to­do es­to se ha de­stru­ido, de­stru­ido com­ple­ta­mente? ¿Y nadie sabe dónde es­ta­ba em­plaza­da?
- Cier­to -con­testa­ba el padre.
- No lo creo -co­menta­ba el niño Hein­rich Schlie­mann-. ¡Cuan­do sea may­or, yo hal­laré Troya, y en­con­traré el tesoro del rey!
Y el padre se reía.

Es­to no es ningún cuen­to, ni siquiera es una bi­ografía sen­ti­men­tal­mente nov­el­ada, co­mo sue­len fab­ri­carse cuan­do los hom­bres lle­gan a ser famosos. Lo que Schlie­mann se pro­ponía hac­er a los si­ete años se con­vir­tió en re­al­idad. To­davía a los sesen­ta y uno de edad, cuan­do ya era un ex­cavador mundial­mente famoso, pens­aba si no ten­dría que ex­am­inar la tum­ba del mal­va­do Hen­nig, una vez que por azar volvió a su pueblo na­ti­vo.
Y en el pról­ogo de su li­bro so­bre Íta­ca es­cribía:

«En el año 1832, a los diez años, re­galé a mi padre, con mo­ti­vo de la Navi­dad, una com­posi­ción so­bre los acon­tec­imien­tos prin­ci­pales de la guer­ra de Troya y las aven­turas de Ulis­es y Aga­menón, sin sospechar aún que trein­ta y seis años de­spués ofre­cería al públi­co to­do un trata­do so­bre el mis­mo tema, de­spués de haber tenido la dicha de ver con mis pro­pios ojos el teatro de aque­lla famosa guer­ra y la pa­tria de los héroes cuyo nom­bre in­mor­tal­izó Home­ro.»
«Las primeras im­pre­siones que recibe un niño le quedan grabadas para to­da la vi­da.»

Pero és­ta se en­car­gó de ale­jar de su án­imo es­tas im­pre­siones sus­ci­tadas con re­latos de haz­añas clási­cas. A los catorce años de edad ter­minó su in­struc­ción es­co­lar y en­tró de apren­diz en una tien­da de ul­tra­mari­nos de la pe­queña ciu­dad de Fürsten­berg. Du­rante cin­co años y medio vendió aren­ques, aguar­di­ente, leche y sal al por menor, molía patatas para la des­ti­lación y fre­ga­ba el sue­lo de la tien­da. Y así, des­de las cin­co de la mañana has­ta las once de la noche, to­dos los días.
Olvidó cuan­to había apren­di­do y lo que su padre le había con­ta­do. Pero un día en­tró en la tien­da un mo­linero bor­ra­cho que, ac­er­cán­dose al mostrador, se pu­so a recitar en­fáti­ca­mente un reme­do de epopeya.

Schlie­mann le es­cuch­aba em­boba­do. No en­tendía una pal­abra, pero cuan­do se en­teró de que aque­llo er­an na­da menos que ver­sos de Home­ro, de la Ilía­da, re­cur­rió a sus ahor­ros y dio al bor­ra­cho una co­pa de aguar­di­ente por ca­da «recital».
En­tonces comen­zó para él una vi­da aven­tur­era. En 1841 marchó a Ham­bur­go y al­lí em­bar­có co­mo grumete en un navío que zarpa­ba rum­bo a Venezuela. Tras un vi­aje de quince días, se des­en­ca­denó una ter­ri­ble tem­pes­tad y, ante la is­la de Tex­el, el bar­co naufragó, y nue­stro hom­bre, com­ple­ta­mente ex­ten­ua­do, dio con sus hue­sos en un hos­pi­tal. Por re­comen­dación de un ami­go de su fa­mil­ia, con­sigu­ió un puesto de es­cri­bi­ente en Ám­ster­dam.
Y aunque no había lo­gra­do recor­rer vas­tas re­giones ge­ográ­fi­cas lo­gró, sin em­bar­go, la con­quista de am­plios ter­renos del es­píritu.

En una po­bre y fría buhardil­la em­pezó a es­tu­di­ar id­iomas mod­er­nos. Sigu­ien­do un méto­do com­ple­ta­mente de­sacos­tum­bra­do, idea­do por él mis­mo, en un año aprendió el in­glés y el francés.
«Aque­llos pe­sa­dos y ex­trema­dos es­tu­dios for­talecieron mi memo­ria de tal mo­do, que en un año me pare­ció luego muy fá­cil el es­tu­dio del holandés, el es­pañol, el ital­iano y el por­tugués, y no nece­sita­ba ocu­parme más de seis se­manas con ca­da uno de es­tos id­iomas para hablar­los y es­cribir­los con soltura.»

As­cendió fá­cil­mente en su em­pleo y en­tonces le en­car­garon de la cor­re­spon­den­cia y la tene­duría de li­bros; la em­pre­sa donde tra­ba­ja­ba tenía rela­ciones com­er­ciales con Ru­sia, por lo cual, en 1844, a los vein­tidós años, em­pezó a apren­der tam­bién el ru­so. Nadie, en Ám­ster­dam, habla­ba en­tonces aquel id­ioma tan difí­cil, y lo úni­co que pu­do hal­lar para tal es­tu­dio fue una vie­ja gramáti­ca, un dic­cionario y una mala tra­duc­ción del «Telé­ma­co».

Así em­pez­aba sus es­tu­dios. Habla­ba tan al­to y declam­aba con voz tan ten­ante su «Telé­ma­co» ru­so que se había apren­di­do de memo­ria, lanzán­dose­lo a las desnudas pare­des de su habitación, que los demás in­quili­nos se que­jaron y tu­vo que cam­biar de casa por dos ve­ces.
Por úl­ti­mo, se le ocur­rió pen­sar que un «oyente», al menos, le sen­taría bi­en, y por cu­atro fran­cos a la se­mana re­quir­ió los ser­vi­cios de un po­bre judío cuya mis­ión con­sistía en sen­tarse en una sil­la y es­cucharle el «Telé­ma­co» en ru­so, aunque de to­do el­lo no en­tendiera una pal­abra.
Por úl­ti­mo, al cabo de seis se­manas de in­au­di­tos es­fuer­zos, Schlie­mann se hacía en­ten­der bas­tante bi­en por los mer­caderes ru­sos que acud­ían a la sub­as­ta de índi­go en Ám­ster­dam.

El mis­mo éx­ito que en los es­tu­dios, tenía en sus ne­go­cios. Des­de luego, tu­vo suerte; pero pre­ciso es con­fe­sar que era de los pocos que saben aprovechar la ocasión que la for­tu­na nos brin­da a to­dos al­gu­na vez en la vi­da. Aquel hi­jo de un pas­tor, luego apren­diz de ten­dero, náufra­go y es­cri­bi­ente, pero ya joven polí­glota con ocho id­iomas, se con­vir­tió pron­to en un com­er­ciante, primero, y luego, en rápi­do as­cen­so, en un hom­bre de por­venir que iba dere­cho por el camino de la for­tu­na y de la fama. En 1846, a los vein­tic­ua­tro años, marchó co­mo agente de su em­pre­sa a San Pe­ters­bur­go, y un año de­spués fund­aba una casa por su cuen­ta.

To­do es­to no se hacía sin tra­ba­jo ni tiem­po. Por es­to, nue­stro buen Schlie­mann se lamen­ta:
«Has­ta el año 1854 no me fue posi­ble dedi­carme al es­tu­dio del sue­co y el po­la­co.»
Re­al­izó más vi­ajes. En 1850 es­ta­ba en Améri­ca del Norte, y cuan­do Cal­ifor­nia se unió a los Es­ta­dos Unidos adquir­ió la na­cional­idad norteam­er­icana. La pasión por el oro, que se había apoder­ado de él co­mo de tan­tos otros, hi­zo que fun­dara un ban­co para el com­er­cio au­rífero. Pero en­tonces ya era un gran señor a quien recibía el pres­idente de los Es­ta­dos Unidos.

«A las si­ete -nos cuen­ta- fui a ver al pres­idente de los Es­ta­dos Unidos y le di­je que el de­seo de vis­itar este país mag­ní­fi­co y de cono­cer a sus grandes diri­gentes me había an­ima­do a hac­er el vi­aje des­de Ru­sia; por eso con­sid­er­aba mi primer y más al­to de­ber salu­dar­le. Me recibió muy cor­dial­mente, me pre­sen­tó a su es­posa, a su hi­jo y a su padre, y se en­tre­tu­vo ho­ra y me­dia char­lan­do con­mi­go.»
Pero poco de­spués sufrió unas fiebres, y, además, su peli­grosa clien­tela le an­gustió, y re­gresó a San Pe­ters­bur­go. Ya hemos di­cho que an­du­vo bus­can­do oro por es­tos años, co­mo Lud­wig cuen­ta en la bi­ografía de nue­stro hom­bre.

Pero de las car­tas que es­cribió en aque­lla época, de sus mis­mos autó­grafos, se de­sprende que siem­pre, y en to­das partes, seguía acari­cian­do el sueño de su ju­ven­tud de ver al­gún día los le­janos para­jes de las haz­añas homéri­cas y dedi­carse a su ex­plo­ración. Es­ta pasión llegó a co­hibir­le de tal mo­do, que sen­tía una vergüen­za ex­traña; él, que prob­able­mente era el may­or ge­nio polí­glota en su época, sen­tía siem­pre miedo de ac­er­carse a la lengua gr­ie­ga, por temor a perder­se en su en­can­to y aban­donar sus ne­go­cios antes de haber lo­gra­do la base in­dis­pens­able para un tra­ba­jo cien­tí­fi­co li­bre. Y así, lo iba di­la­tan­do. Por fin, en 1856 comen­zó el es­tu­dio del griego mod­er­no, que lo­gró dom­inar en seis se­manas. Y en otros tres meses, vencía las di­fi­cul­tades del hexámetro homéri­co. Pero, ¡con qué ím­petu lo hi­zo!

- Es­toy es­tu­dian­do a Platón tan a fon­do -decía-, que si el filó­so­fo griego pud­iese recibir una car­ta mía den­tro de seis se­manas sin du­da me en­ten­dería.

Por dos ve­ces, en los años que sigu­ieron, es­tu­vo a pun­to de pis­ar el sue­lo de los héroes homéri­cos. En un vi­aje que hi­zo has­ta la se­gun­da catara­ta del Ni­lo, a través de Palesti­na, Siria y Gre­cia, una re­penti­na en­fer­medad le im­pidió vis­itar tam­bién la is­la de Íta­ca. Dig­amos de pa­so que, co­mo cosa com­ple­men­taria, en este vi­aje aprendió tam­bién el latín y el árabe. Su di­ario só­lo pueden leer­lo los grandes polí­glotas, pues es­cribía siem­pre en el id­ioma del país donde se hal­la­ba.
En 1864, a pun­to de vis­itar la lla­nu­ra troy­ana, se de­cidió a em­pren­der un vi­aje alrede­dor del mun­do, que re­al­izó en dos años, y cuyo fru­to fue su primer li­bro, es­crito en francés.

En­tonces era un hom­bre li­bre. En aquel hi­jo de un pas­tor del Meck­lem­bur­go se había de­sar­rol­la­do el ex­traor­di­nario sen­ti­do com­er­cial de un self made man (hom­bre he­cho a sí mis­mo), del tipo de los «pi­oneros» amer­icanos. En una car­ta habla­ba de «su corazón duro», cuan­do en 1853 obtenía grandes ben­efi­cios com­er­ciales de la guer­ra de Crimea y de la guer­ra civ­il amer­icana, y lo mis­mo un año de­spués con la im­portación de té. Siem­pre le acom­pañó la diosa For­tu­na. Du­rante la guer­ra de Crimea, y mien­tras hacía apresurada­mente dos trans­bor­dos de carga­men­to en Memel, en los tinglados de di­cho puer­to declaróse un in­cen­dio y to­da la mer­cancía de­posi­ta­da quedó de­stru­ida. Úni­ca­mente se salvó la de Hein­rich Schlie­mann, que por fal­ta de es­pa­cio había si­do al­ma­ce­na­da aparte en un cober­ti­zo de madera.

En­tonces pu­do es­cribir, con una mod­es­tia de ex­pre­sión que rev­ela­ba mu­cho orgul­lo:
«El cielo había ben­de­ci­do de mo­do mi­la­groso mis em­pre­sas com­er­ciales, de mo­do que a fi­nales del año 1863 poseía una for­tu­na que ni mi am­bi­ción más ex­ager­ada hu­biera po­di­do soñar.» Luego, tras es­tas líneas, viene un pár­rafo que por su nat­ural­idad nos parece in­creíble, con­se­cuen­cia com­ple­ta­mente in­verosímil, pues obe­decía a una lóg­ica que so­la­mente Hein­rich Schlie­mann com­prendía. «Por lo tan­to -decía sen­cil­la­mente-, me re­tiré del com­er­cio para dedi­carme úni­ca­mente a los es­tu­dios que más me ilu­sion­aban.»
En 1868 se trasladó a Íta­ca, por el Pelo­pone­so y por la Tróade. En 31 de di­ciem­bre del mis­mo año es­tá fecha­do el pról­ogo de su li­bro «Íta­ca», cuyo sub­tí­tu­lo reza: «In­ves­ti­ga­ciones ar­que­ológ­icas de Hein­rich Schlie­mann.»

Se con­ser­va una fo­tografía suya, hecha du­rante su es­tancia en San Pe­ters­bur­go. En el­la se ve a un señor vesti­do con un pe­sa­do abri­go de pieles. Al dor­so ll­eva la jac­tan­ciosa ded­ica­to­ria con que se la mandó a la mu­jer de un guard­abosques que había cono­ci­do de niño:
«Fo­tografía de Hen­ry Schlie­mann, antes apren­diz del señor Hück­staedt, en Fürsten­berg, y hoy com­er­ciante de primera cat­egoría en San Pe­ters­bur­go, ciu­dadano hon­orario ru­so, juez en los tri­bunales com­er­ciales de San Pe­ters­bur­go y di­rec­tor del Ban­co Im­pe­ri­al del Es­ta­do de San Pe­ters­bur­go». ¿No parece un cuen­to el que un hom­bre que tiene en su mano los may­ores tri­un­fos com­er­ciales aban­done sus ne­go­cios para em­pren­der el camino soña­do en su ju­ven­tud? ¿Que un hom­bre -y con el­lo lleg­amos al nue­vo episo­dio de aque­lla gran vi­da- se atre­va, con el úni­co baga­je de su Home­ro, a de­safi­ar al mun­do cien­tí­fi­co que no creía en Home­ro y, ha­cien­do ca­so omiso de las plumas de los más famosos filól­ogos, pre­fiera aclarar con la pi­que­ta lo que cien­tos de li­bros apare­ci­dos has­ta en­tonces habían en­maraña­do?

Home­ro, en efec­to, era con­sid­er­ado en los días de Schlie­mann co­mo el sim­ple can­tor de un mun­do an­tiquísi­mo de­sa­pare­ci­do, pero se dud­aba de su ex­is­ten­cia y de cuan­to re­lata­ba, y a los sabios de la época no les cabía en la cabeza el con­cep­to que se ha ex­pre­sa­do más tarde cuan­do au­daz­mente se le ha lla­ma­do «el primer cor­re­spon­sal de guer­ra». El val­or históri­co de su re­la­to de la lucha en torno al castil­lo de Príamo se con­sid­er­aba igual al de las an­tiguas ges­tas e in­clu­so se creía perteneciente al mun­do tene­broso de la mi­tología. ¿No em­pieza di­cien­do la Ilía­da que «Apo­lo, que da en el blan­co des­de lejos», en­vía una en­fer­medad mor­tal a las fi­las de los aque­os? ¿Es que Zeus mis­mo no in­ter­viene en la lucha, así co­mo Hera, «la de los bra­zos de lirio»? ¿Aca­so los dios­es no se con­vierten en per­sonas y son vul­ner­ables co­mo és­tas, e in­clu­so la diosa Afrodi­ta sufre una heri­da de lan­za?
Mi­tología o leyen­da, des­de luego, llena del destel­lo di­vi­no de uno de los más grandes po­et­as; pero poesía y leyen­da, fan­tasía, na­da más.

Sig­amos aún. La Gre­cia de la Ilía­da tu­vo que haber si­do un país de gran cul­tura. Pero en la época en que los grie­gos en­tran a la luz de nues­tra His­to­ria se nos pre­sen­tan co­mo un pueblo in­signif­icante que no se dis­tingue ni por el es­plen­dor de sus pala­cios, ni por el poderío de los reyes, ni por las flotas com­pues­tas por mil­lares de naves. To­do el­lo con­tribuía, pues, a afir­mar la creen­cia en una in­spiración fan­tás­ti­ca del hom­bre Home­ro, al imag­inar una época de el­eva­da civ­ilización a la que habría segui­do otra de de­scen­so a la bar­barie, y de és­ta se hu­biera re­mon­ta­do de nue­vo a la cima de la cul­tura clási­ca que cono­ce­mos. Mas por lóg­icas y bi­en fun­da­men­tadas que es­tu­vier­an tales ideas, el­las no le hicieron de­si­stir de su fe en el mun­do homéri­co. Para él, cuan­to leía en su Home­ro era pu­ra re­al­idad; lo mis­mo a los cuarenta y seis años de edad que cuan­do era un niño y soña­ba ante la in­gen­ua re­pro­duc­ción del Eneas fugi­ti­vo.

Al leer en la de­scrip­ción del es­cu­do gorgóni­co de Aga­menón que la cor­rea del es­cu­do tenía el as­pec­to de una ser­pi­ente de tres cabezas, y al saber có­mo er­an los car­ros de com­bate, las ar­mas y demás uten­sil­ios que al­lí se de­scribían con to­dos sus de­talles, para él no cabía la menor du­da de que tenía ante sí la de­scrip­ción de una autén­ti­ca re­al­idad de la his­to­ria gr­ie­ga.
To­dos aque­llos héroes, Aquiles y Pa­tro­clo, Héc­tor y Eneas, sus haz­añas, sus amis­tades, su odio y su amor, ¿podían ser so­la­mente in­ven­ciones?
Creía en la ex­is­ten­cia re­al de to­do aque­llo y su creen­cia com­prendía to­da la antigüedad heléni­ca y los grandes his­to­ri­adores Heró­do­to y Tucí­dides, que siem­pre habían opina­do que la guer­ra de Troya había si­do un acon­tec­imien­to históri­co, y a to­dos cuan­tos habían par­tic­ipa­do en el­la los con­sid­er­aba co­mo per­son­al­idades históri­cas.
Pro­vis­to de este con­vencimien­to el ya mil­lonario Hein­rich Schlie­mann, a los cuarenta y seis años, no se trasladó a la Gre­cia Mod­er­na, sino que fue di­rec­ta­mente al reino de los aque­os. Recorde­mos la anéc­do­ta de que para afir­mar­le en su fe y para evi­tar su en­tu­si­as­mo, en su primer en­cuen­tro con un her­rador de Íta­ca, éste le pre­sen­tó a su mu­jer, que se llam­aba Pené­lope, y a sus dos hi­jos, Ulis­es y Telé­ma­co.

Parece in­verosímil, pero aque­llo sucedió así: En la plaza del pueblo es­ta­ba sen­ta­do, una noche, aquel ex­tran­jero ri­co y ex­traño que leía a los de­scen­di­entes de los que habían muer­to hacía tres mil años el can­to XXI­II de la Odis­ea. Ven­cióle la emo­ción y lloró; y con él llo­raron los pre­sentes, hom­bres y mu­jeres.
A pe­sar de to­do, es asom­broso lo que en­tonces sucedió. Pues ¿en qué otros ca­sos de la His­to­ria el sim­ple en­tu­si­as­mo ha con­duci­do al éx­ito?
El azar, que a la larga so­la­mente son­ríe al que más vale, no es apli­ca­ble aquí. Pues Schlie­mann, en el es­tric­to sen­ti­do de la ar­que­ología co­mo cien­cia, no era un ex­per­to, es de­cir, un hom­bre de grandes conocimien­tos, al menos en los primeros años de su la­bor in­ves­ti­gado­ra. Y, sin em­bar­go, la suerte le fa­vore­ció co­mo a ningún otro.

La may­oría de los sabios con­tem­porá­neos des­igna­ban co­mo pre­sun­to lu­gar donde se había lev­an­ta­do Troya, en ca­so de que hu­biera real­mente ex­is­ti­do, al pe­queño pueblo de Bunar­bashi, que so­la­mente se dis­tin­guía, in­clu­so hoy día, por ten­er en ca­da una de sus casas has­ta doce nidos de cigüeña. Pero tam­bién había dos fuentes que im­pulsa­ban a los au­daces ar­queól­ogos a creer en la posi­bil­idad de que al­lí hu­biera ex­is­ti­do real­mente Troya.

«Al­lí brotan dos fuente ru­mor­osas de las que na­cen dos ri­achue­los aflu­entes del tur­bu­len­to Es­ca­man­dro. La una mana siem­pre agua caliente, co­mo el hu­mo del fuego ar­di­ente; la otra es­tá siem­pre fría co­mo el grani­zo, in­clu­so en ve­ra­no, y en in­vier­no ar­ras­tra tro­zos de hielo.»
Datos que nos de­jó es­critos Home­ro en el can­to XXII de la Ilía­da, ver­sos 147 a 152.
Schlie­mann con­trató un guía por cuarenta y cin­co pi­as­tras, mon­tó en un rocín sin rien­das ni sil­la y echó el primer vis­ta­zo al país de sus ju­ve­niles en­sueños.

«Con­fieso que me costó tra­ba­jo dom­inar mi emo­ción cuan­do vi ante mi la in­men­sa lla­nu­ra de Troya, cuyo as­pec­to ya había soña­do en mi primera in­fan­cia.»
Pero es­ta primera ojea­da le decía, sin em­bar­go, que aquél no podía ser el lu­gar de la an­tigua Troya, ale­ja­do co­mo es­ta­ba, a tres ho­ras de la cos­ta, mien­tras que los héroes de Home­ro er­an ca­paces de cor­rer a di­ario varias ve­ces de sus bar­cos al castil­lo. Y en aque­lla col­ina, ¿podía haber es­ta­do el castil­lo de Príamo con sus sesen­ta y dos es­tancias, sus ci­cló­peas mu­ral­las y el camino por donde el famoso ca­bal­lo de madera del as­tu­to Ulis­es había si­do ll­eva­do a la ciu­dad?

Schlie­mann es­tudió el em­plaza­mien­to de las fuentes y movió la cabeza. En un es­pa­cio de quinien­tos met­ros no con­tó dos co­mo decía Home­ro, sino trein­ta y cu­atro. Y su guía pre­tendía aún que había con­ta­do mal, ya que er­an cuarenta, por lo cual aquel lu­gar era de­nom­ina­do «Kirk Gios», es de­cir, «los cuarenta ojos». ¿Aca­so Home­ro no había habla­do de una fuente caliente y otra fría? Schlie­mann, que in­ter­preta­ba a su Home­ro lit­eral­mente, saca­ba el ter­mómetro del bol­sil­lo, lo hundía en ca­da una de las trein­ta y cu­atro fuentes y en to­das hal­la­ba la mis­ma tem­per­atu­ra de diecisi­ete gra­dos y medio.

Vis­lum­bra­ba aún más. Abría la Ilía­da y leía los ver­sos donde se nar­ra la lucha ter­ri­ble de Aquiles con­tra Héc­tor; có­mo Héc­tor huía del «corre­dor au­daz» y có­mo da­ba la vuelta a la for­taleza de Príamo, por tres ve­ces, mien­tras los dios­es le con­tem­pla­ban.
Schlie­mann recor­rió el camino de­scrito y hal­ló una pen­di­ente tan emp­ina­da que se vio obli­ga­do a trepar por el­la an­dan­do a gatas. Es­to le con­firma­ba en su con­vic­ción de que Home­ro, cuya de­scrip­ción del país le parecía una autén­ti­ca to­pografía mil­itar, nun­ca pudiera haber pen­sa­do en hac­er trepar a sus héroes por tres ve­ces cues­ta ar­ri­ba y, además,
«cor­rien­do».

Y con el reloj en una mano y el li­bro de Home­ro en la otra, and­aba y de­sand­aba el camino en­tre la col­ina donde suponía haberse hal­la­do Troya y los mon­tícu­los de la cos­ta, jun­to a los cuales se decía que se habían guare­ci­do los bar­cos aque­os. Recordó el primer día de com­bate de la lucha troy­ana, tal co­mo lo de­scriben los can­tos se­gun­do al sép­ti­mo de la Ilía­da, y ob­servó que si Troya hu­biera es­ta­do situ­ada en Bunar­bashi, los aque­os, en nueve ho­ras de com­bate, habrían recor­ri­do ochen­ta y cu­atro kilómet­ros.

La com­ple­ta jus­ti­fi­cación de sus du­das so­bre la tesis de que al­lí hu­biera es­ta­do Troya la hal­ló en la caren­cia de to­da huel­la de ru­inas, in­clu­so de es­os tro­zos de cerámi­ca por cuya fre­cuen­cia al­guien ha man­ifes­ta­do:

«De los hal­laz­gos de tum­bas he­chos por los ar­queól­ogos parece a primera vista de­ducirse que los pueb­los an­tigu­os só­lo se pre­ocu­pa­ban de la pro­duc­ción de va­sos, y poco antes de su deca­den­cia se ded­ica­ban a romper­los to­dos, con­vir­tien­do las más her­mosas piezas en una es­pecie de rompecabezas.»

«Mi­ce­nas y Tir­in­to -es­cribía Schlie­mann en 1868- han si­do de­stru­idas hace 2.335 años, y a pe­sar de el­lo las ru­inas que se han en­con­tra­do son de tal ín­dole que se­gu­ra­mente aún du­rarán un­os 10.000 años.» Troya fue de­stru­ida 722 años antes. No es posi­ble que mu­ral­las ci­cló­peas de­sa­parez­can sin de­jar huel­las, y, a pe­sar de to­do, al­lí no ex­istía el menor resto de mu­ral­la.
Al­lí sí; pero no en otro lu­gar, y es­tos bus­ca­dos restos se pre­sen­taron a la vista del ex­plo­rador en­tre las ru­inas de Nue­va Il­ion, pueblo aho­ra lla­ma­do Hissar­lik, que sig­nifi­ca pala­cio, situ­ado a dos ho­ras y me­dia de camino al norte de Bunar­bashi, y só­lo a una ho­ra de dis­tan­cia de la cos­ta. Por dos ve­ces, Schlie­mann se quedó ad­mi­ran­do la cima de aque­lla col­ina que pre­senta­ba el as­pec­to de una mese­ta cuad­ran­gu­lar y llana, de 233 met­ros de la­do.

En­tonces sí quedó con­ven­ci­do de haber hal­la­do Troya. Fue re­unien­do prue­bas. Y de­scubrió que no era só­lo él quien tenía tal con­vic­ción, aunque la com­partían muy pocos. Por ejem­plo, uno de el­los era Frank Cal­ven, vicecón­sul amer­icano, in­glés de nacimien­to, dueño de una parte de la col­ina de Hissar­lik, donde poseía una vil­la, y había re­al­iza­do al­gu­nas ex­cava­ciones que le habían ll­eva­do a la mis­ma teoría de Schlie­mann, pero sin lle­gar a otras con­se­cuen­cias.
Otros er­an tam­bién el in­ves­ti­gador es­cocés C. Ma­cLaren y el alemán Eck­en­brech­er, cuyas vo­ces nadie es­cuch­aba.

Pero, ¿dónde hemos de­ja­do las famosas fuentes de Home­ro, ar­gu­men­to prin­ci­pal de la teoría de Bunar­bashi? Schlie­mann tu­vo un in­stante de vac­ilación al ver que al­lí sucedía lo con­trario que en Bunar­bashi, pues en este nue­vo lu­gar no en­con­tró fuente al­gu­na, mien­tras que al­lí había hal­la­do trein­ta y cu­atro. Re­cur­rió a la ob­ser­vación de Calvert: con el tran­scur­so del tiem­po, en sue­lo vol­cáni­co sue­len de­sa­pare­cer las fuentes de agua caliente y otras ve­ces apare­cen de nue­vo. Otra ob­ser­vación se­cun­daria elim­inó en­tonces las du­das que has­ta aquel mo­men­to los sabios habían con­sid­er­ado tan im­por­tantes. Y, además, lo que al­lí le había servi­do de ar­gu­men­to neg­ati­vo, aquí le servía de prue­ba. La lucha de per­se­cu­ción en­tre Héc­tor y Aquiles ya no tenía na­da de in­verosímil, pues en este lu­gar se ex­tendían suave­mente las pen­di­entes de la col­ina. Aquí habrían tenido que recor­rer quince kilómet­ros para dar tres ve­ces la vuelta a la ciu­dad, y es­to, por su propia ex­pe­ri­en­cia, ya no le parecía de­masi­ado para un guer­rero an­ima­do por el ar­dor de un com­bate en­car­niza­do.
Otra vez la opinión de los an­tigu­os fue para él más valiosa que la cien­cia del día.

Heró­do­to había di­cho que Jer­jes se había pre­sen­ta­do en Nue­va Il­ion, había in­spec­ciona­do los restos de la «Pérg­amo de Pri­amo» y había sac­ri­fi­ca­do mil terneros a la Min­er­va ilía­ca.
Según Jeno­fonte, el caudil­lo mil­itar de Lacede­mo­nia, Mín­daro, hi­zo lo mis­mo. Así co­mo, según Ar­ri­ano, Ale­jan­dro Mag­no, no sat­is­fe­cho con los sac­ri­fi­cios, tomó tam­bién ar­mas de Troya y se las hi­zo ll­evar por su guardia per­son­al al com­bate co­mo mági­co sím­bo­lo de for­tu­na. Y César mis­mo, ¿no se pre­ocupó por Il­ium Novum, en parte porque ad­mira­ba a Ale­jan­dro, y en parte tam­bién porque se creía de­scen­di­ente de los troy­anos? ¿Es posi­ble que to­dos el­los hu­bier­an persegui­do so­la­mente un sueño, o fal­sas noti­cias de su época?

Pero al fi­nal de este capí­tu­lo, en el que Schlie­mann iba acu­mu­lan­do las prue­bas, de­jó aparte to­da eru­di­ción, con­tem­pló mar­avil­la­do el paisaje y es­cribió tal co­mo había ex­cla­ma­do sin du­da de niño: «…así, puedo añadir que ape­nas pisa uno la lla­nu­ra de Troya, que­da asom­bra­do al pun­to por la vista de la her­mosa col­ina de Hissar­lik, que por su nat­uraleza es­taría pre­des­ti­na­da a sosten­er una gran ciu­dad con su ciu­dadela. En efec­to, es­ta posi­ción, hal­lán­dose for­ti­fi­ca­da, dom­inaría to­da la lla­nu­ra de Troya y en to­do el paisaje no hay un so­lo pun­to que se pue­da com­parar con éste. »Des­de Hissar­lik se ve tam­bién el monte Ida, des­de cuya cima Júpiter dom­ina­ba la ciu­dad de Troya».
Así, pues, em­prendió su tra­ba­jo con el em­peño de quien es­tá ab­sorto en su tarea.
To­da la en­ergía que había con­ver­tido al apren­diz de ten­dero en mil­lonario, se apli­ca­ba aho­ra a la re­al­ización de un le­jano sueño.

E in­cans­able, em­pleó to­dos sus medios ma­te­ri­ales y sus propias en­ergías.
En 1869 se casó con la gr­ie­ga Sofía En­gas­tró­menos, her­mosa co­mo la im­agen que él tenía de He­le­na, que pron­to se en­tregó por com­ple­to, co­mo él, a la gran tarea de hal­lar el país de Home­ro; jun­tos com­partían las fati­gas, las pe­nal­idades y las ad­ver­si­dades, que no fal­taron.
En abril de 1870 em­pezaron sus ex­cava­ciones, que en 1871 du­raron dos meses, y en los dos años sigu­ientes cu­atro meses y medio en ca­da uno. Tenía un­os cien obreros a su dis­posi­ción. Es­ta­ba in­tran­qui­lo, im­pa­ciente y na­da le de­tenía; ni las ma­lig­nas fiebres palúdi­cas que los mosquitos trans­porta­ban de los pan­tanos, ni la caren­cia de agua, ni la re­beldía de los obreros, ni la lenti­tud de las au­tori­dades y la fal­ta de com­pren­sión de los cien­tí­fi­cos del mun­do en­tero, que le con­sid­er­aban co­mo un lo­co o cosa pe­or.

En lo al­to de la ciu­dad se había er­gui­do el tem­plo de Ate­nea; Po­sei­dón y Apo­lo habían con­stru­ido la mu­ral­la de Pérg­amo. Así decía Home­ro.

Por con­sigu­iente, en medio de la col­ina de­bía de lev­an­tarse el tem­plo, y a su alrede­dor, con sus cimien­tos bi­en clava­dos en tier­ra, la mu­ral­la de los dios­es. Em­pezó a ex­cavar en la col­ina y hal­ló re­sisten­cia de muros que le parecían in­signif­icantes; y, en efec­to, ven­ció tal re­sisten­cia der­ribán­do­los. Hal­ló ar­mas, uten­sil­ios domés­ti­cos, joyas y va­sos, tes­ti­mo­nio ir­refutable de que al­lí había ex­is­ti­do una ri­ca ciu­dad; pero hal­laría aún otra cosa que por primera vez haría sonar el nom­bre de Hein­rich Schlie­mann por el mun­do en­tero. Ba­jo las ru­inas de la Nue­va Il­ion hal­ló otras ru­inas, y de­ba­jo de és­tas, otras más, pues aque­lla mág­ica col­ina parecía una in­men­sa ce­bol­la cuyas ca­pas habría que ir desho­jan­do una tras otra.

Y ca­da una de es­tas ca­pas parecía haber si­do habita­da en épocas muy dis­tin­tas; en el­las vivieron pueb­los que luego habían de­sa­pare­ci­do; al­lí se habían con­stru­ido ciu­dades y se habían der­rum­ba­do, habían dom­ina­do la es­pa­da y el in­cen­dio, pero una civ­ilización había suce­di­do a otra, y ca­da vez se había vuel­to a el­evar una nue­va ciu­dad de seres vivos so­bre la an­tigua ciu­dad de los muer­tos.
Ca­da día traía una nue­va sor­pre­sa. Schlie­mann había ido para hal­lar la Troya homéri­ca; pero en el cur­so de los años, él y sus co­lab­oradores hal­laron si­ete ciu­dades sepul­tadas, y más tarde ¡otras dos! Nueve mi­radas a un mun­do in­sospecha­do y del que nadie tenía noti­cia.

Pero, ¿cuál de es­tas nueve ciu­dades era la Troya de Home­ro, la Troya de los héroes y de la lucha hero­ica? Es­ta­ba claro que la ca­pa más pro­fun­da era la pre­históri­ca, la más an­tigua, tan an­tigua que sus habi­tantes aún no conocían el em­pleo del met­al, y que la ca­pa más a flor de tier­ra tenía que ser la más re­ciente, guardan­do los restos de la Nue­va Il­ion, donde Jer­jes y Ale­jan­dro habían sac­ri­fi­ca­do a los dios­es.

Schlie­mann ex­cav­aba y bus­ca­ba. Y en la penúl­ti­ma y an­te­penúl­ti­ma ca­pas hal­ló huel­las de in­cen­dio, ru­inas de for­ti­fi­ca­ciones poderosas y restos de una puer­ta gi­gan­tesca.
En­tonces es­tu­vo se­guro: aque­llas for­ti­fi­ca­ciones er­an las que rode­aban el pala­cio de Príamo, y aquél­la era la famosa puer­ta Es­cea.

Y fue hal­lan­do tesoros, tesoros, des­de el pun­to de vista cien­tí­fi­co. Por lo que re­mitía a su casa y lo que da­ba a los ex­per­tos para su val­oración, íbase per­fi­lan­do la im­agen de una época le­jana, de un cuadro acaba­do en el cual se dis­tin­guían to­dos los de­talles.
Aque­llo con­sti­tuía el tri­un­fo de Hein­rich Schlie­mann, pero tam­bién lo era de Home­ro.
Lo que había si­do leyen­da y mi­tología, atribui­do a la fan­tasía del po­eta, aca­so una anón­ima la­bor per­son­ifi­ca­da en un ser in­ex­is­tente, co­bra­ba vig­orosa re­al­idad al quedar de­mostra­da su ex­is­ten­cia.

Una olea­da de en­tu­si­as­mo recor­rió el mun­do en­tero. Y a Schlie­mann, que con sus obreros había re­movi­do más de 25.000 met­ros cúbi­cos de tier­ra, le pare­ció que tenía dere­cho a res­pi­rar un poco. Em­pezó a di­ri­gir su mi­ra­da a otras tar­eas. Y señaló la fecha del 15 de ju­nio de 1873 co­mo penúl­ti­mo día para las ex­cava­ciones. Y luego, un día antes de dar el úl­ti­mo golpe de pi­co, hal­ló lo que coro­naría su tra­ba­jo con legí­ti­mo bril­lo do­ra­do, in­un­dan­do al mun­do de ad­miración.
El suce­so fue en ex­tremo dramáti­co, tan­to, que aún hoy día hace aso­mar la in­credul­idad a cuan­tos leen tal de­scubrim­ien­to. Era en las primeras ho­ras de un día caluroso.
Schlie­mann, co­mo de cos­tum­bre, in­spec­ciona­ba con su es­posa las ex­cava­ciones, con­ven­ci­do de que ya no hal­laría na­da im­por­tante, mas a pe­sar de to­do sigu­ió los tra­ba­jos, lleno de aten­ción. Había lle­ga­do a un­os vein­ti­ocho met­ros de aque­llos muros que Schlie­mann atribuía al pala­cio de Príamo, cuan­do su mi­ra­da se fi­jó re­penti­na­mente en un pun­to que an­imó de tal mo­do su fan­tasía que se vio in­medi­ata­mente im­pul­sa­do a obrar co­mo ba­jo una sen­sación vi­olen­ta. Y, ¡quién sabe lo que aque­llos obreros hu­bier­an he­cho si hu­biesen si­do los primeros en ver lo que vio Schlie­mann! Tomó a su mu­jer del bra­zo, y le mur­muró: -¡Oro!

El­la lo miró, asom­bra­da. -¡Pron­to! -di­jo-, man­da a casa a los obreros, in­medi­ata­mente.
- Pero… -em­pezó la her­mosa gr­ie­ga.

- Na­da de per­os; diles lo que te parez­ca; que es mi cumpleaños, que te has acor­da­do de pron­to… y que to­dos tienen que cel­ebrar­lo con un día li­bre. Pero pron­to, muy pron­to.
Los obreros se ale­jaron. -¡Aprisa! Vete en bus­ca de tu pañue­lo en­car­na­do -gritó Schlie­mann mien­tras salta­ba a la fosa y con un cuchil­lo es­carba­ba co­mo un lo­co. Enormes moles de piedra, es­com­bros de mil­lares de años, qued­aban sus­pendi­dos de mo­do ca­da vez más ame­nazador so­bre su cabeza. Pero no le pre­ocu­pa­ba el peli­gro.

Con la may­or presteza, sep­aró el tesoro con un cuchil­lo, cosa que no era fá­cil sin gran es­fuer­zo y may­or peli­gro de la vi­da, ya que la gran mu­ral­la de la for­ti­fi­cación ba­jo la cual tenía que cavar ame­naz­aba en­ter­rar­le a ca­da mo­men­to. «Pero a la vista de tan­tos ob­je­tos, ca­da uno de los cuales tenía un val­or in­men­so, me volvía au­daz y no pen­sé en peli­gro al­guno», cuen­ta él mis­mo.
El marfil bril­la­ba disc­re­ta­mente; el oro tin­tine­aba. Su mu­jer tendió el pañue­lo, y éste se fue cubrien­do de tesoros de val­or in­cal­cu­la­ble. ¡El tesoro de Príamo! ¡El do­ra­do tesoro de uno de los reyes más poderosos de los tiem­pos más re­mo­tos, amasa­do con san­gre y lá­gri­mas; las joyas de per­sonas se­me­jantes a los dios­es, un tesoro en­ter­ra­do du­rante tres mil años y saca­do a la luz de un nue­vo día ba­jo las mu­ral­las de si­ete reinos olvi­da­dos! Schlie­mann no dudó ni un in­stante de que había hal­la­do el tesoro. Pero poco antes de su muerte se de­mostró que se había de­ja­do ll­evar por la em­briaguez de su en­tu­si­as­mo, y que la Troya homéri­ca no cor­re­spondía a la se­gun­da ni a la ter­cera ca­pa, sino a la sex­ta, con­tan­do des­de la más an­tigua, y que aquel tesoro pertenecía a un sober­ano mil años más an­tiguo que Príamo.

Los es­posos ocul­taron aque­llas riquezas en una choza, cual si fue­sen ladrones. Y luego, llegó el mo­men­to en que so­bre una mesa de tosca madera se der­ramó aquel tesoro.
Había di­ade­mas y braza­letes, ca­de­nas, broches y botones, fíbu­las, ser­pi­entes e hi­los.
Prob­able­mente, al­gún miem­bro de la fa­mil­ia de Príamo guardó este tesoro en una ca­ja, apresurada­mente, sin tiem­po para echar la llave, y en la mu­ral­la de­bió ser al­can­za­do por al­gu­na mano en­emi­ga o por el fuego, y se vería obli­ga­do a aban­donar la ca­ja, que quedó en el ac­to cu­bier­ta por cin­co o seis pies de ceniza ar­di­ente y piedras del pala­cio que se der­rum­ba­ba.
Y Schlie­mann, el soñador, toma un­os zarcil­los y un col­lar y se los pone a su joven es­posa. ¡Joyas de tres mil años para aque­lla mu­jer gr­ie­ga que no pasa de los veinte!

Hechiza­do, la con­tem­pla. -¡He­le­na! -mur­mu­ra.
Pero ¿adonde di­ri­girse con aquel tesoro? Schlie­mann no puede ocul­tar­lo, y la noti­cia del hal­laz­go se hace públi­ca. Re­cur­rien­do a medios azarosos, saca el tesoro con ayu­da de un­os pari­entes de su mu­jer y lo ll­eva a Ate­nas, y de al­lí a otra parte. Cuan­do, por or­den del gob­er­nador tur­co, se in­cau­tan de la casa de Schlie­mann, los fun­cionar­ios ya no en­cuen­tran huel­la al­gu­na de oro en la mis­ma. ¿Es un ladrón? La leg­is­lación tur­ca re­spec­to de los hal­laz­gos an­tigu­os se presta­ba a muchas in­ter­preta­ciones. Al­lí rein­aba el capri­cho. ¿Es mo­ti­vo para mar­avil­larse o sor­pren­der­se que aquel hom­bre que había en­tre­ga­do su vi­da a un sueño, al verse coro­na­do por el tri­un­fo, in­ten­tara sal­var para sí y para la cien­cia de Eu­ropa aquel tesoro?

Se­ten­ta años antes, Thomas Bruce, conde de El­gin y de Kin­car­dine, ¿no había obra­do de mo­do pare­ci­do con un tesoro muy difer­ente? Ate­nas, en­tonces, era to­davía tur­ca. Lord El­gin había recibido un fir­mán que con­tenía la ob­ser­vación de «que nadie le im­pi­diera sacar de la Acrópo­lis piedra al­gu­na con in­scrip­ciones o fig­uras». El­gin in­ter­preta­ba es­ta frase con mucha am­pli­tud, y do­scien­tos ca­jones re­ple­tos del tesoro del Partenón fueron en­vi­ados a Lon­dres. Du­rante años en­teros se dis­cu­tió el dere­cho de pos­esión de es­tos mar­avil­losos ejem­plares del arte griego. La adquisi­ción había costa­do a lord El­gin 74.240 li­bras. Cuan­do, en 1816, por una res­olu­ción del Par­la­men­to, fue com­pra­da es­ta colec­ción, no se le paga­ba ni siquiera la mi­tad, o sea ¡35.000 li­bras!
Cuan­do Schlie­mann sacó el «tesoro de Príamo» se sen­tía en la cima de su vi­da. ¿Po­dría ser su­per­ado aún tan res­onante tri­un­fo?


C. W. Ceram



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