domingo, 9 de junio de 2019

EL LIBRO DE LA SABIDURÍA CELTA - LA MUERTE: EL HORIZONTE ESTÁ EN EL POZO




El compañero desconocido

Hay una presencia que recorre contigo el camino de la vida. Jamás te abandona. A solas o acompañado, siempre la tienes contigo. Cuando naciste, salió contigo del útero, pero con la conmoción de tu llegada nadie lo advirtió. Aunque te rodea, tal vez no seas consciente de su compa­ñía. Esta presencia es la Muerte.

Nos equivocamos al creer que la muerte sólo llega al fi­nal de la vida. Tu muerte física no es sino la consumación de un proceso iniciado por tu acompañante secreto en el momento en que naciste. Tu vida es la de tu cuerpo y tu alma, pero la muerte rodea a ambos. ¿Cómo se manifiesta en nuestra experiencia cotidiana? La vemos en distintos disfraces en las zonas de nuestra vida en que somos vulne­rables, débiles, negativos o estamos heridos. Uno de los rostros de la muerte es la negatividad. En cada uno hay una herida de negatividad; es como una llaga en tu vida. Puedes ser cruel y destructivo contigo mismo incluso cuando los tiempos son buenos. Algunas personas están viviendo mo­mentos maravillosos en este preciso instante, pero no se dan cuenta de ello. Tal vez, más adelante, en épocas duras o destructivas, uno recordará esos tiempos y dirá: «Era feliz entonces, pero lamentablemente no me daba cuenta».

Las caras de la muerte en la vida cotidiana

En nuestro interior hay una fuerza de gravedad que pesa sobre nosotros y nos aleja de la luz. El negativismo es una adicción a la sombra tétrica que revolotea alrededor de cada forma humana. En una poética de desarrollo o de vida espiritual, una de nuestras actividades constantes es la transfiguración de este negativismo, la fuerza y la cara de tu muerte que roe tu permanencia en el mundo. Quiere transformarte en un forastero en tu propia vida. Este nega­tivismo te condena a un exilio frío, lejos de tu propio amor y calor. Si te ocupas consecuentemente de esta tendencia, puedes transfigurarla al volverla hacia la luz de tu alma. Esta luz espiritual le resta gradualmente gravedad, peso y poder destructivo al negativismo. Poco a poco, lo que lla­mas tu lado negativo puede convertirse en tu interior en una gran fuerza de renovación, creatividad y desarrollo. Todos debemos hacerlo. El sabio es el que sabe dónde resi­de su negativismo pero no se vuelve adicto a él. Detrás de tu negativismo hay una presencia mayor y más generosa.

Con su transfiguración, vas hacia la luz que se oculta en esa presencia mayor. Al transfigurar constantemente los ros­tros de tu propia muerte te aseguras de que al final de tu vida la muerte física no vendrá como un extraño a robarte esa vida que tenías; conocerás perfectamente su rostro. Por haber superado el miedo, tu muerte será un encuentro con un amigo de toda la vida proveniente de lo más profundo de tu propia naturaleza.
Otro de los rostros de la muerte, otra de sus expresio­nes en la vida cotidiana, es el miedo. Ningún alma está libre de esta sombra. El valiente es el que puede identificar sus miedos y los aprovecha como fuerza de creatividad y desa­rrollo. 

Hay distintos niveles de miedo en nuestro interior. Uno de sus aspectos más poderosos es su increíble habili­dad para falsificar las realidades de tu vida. No conozco otra fuerza capaz de destruir la felicidad y tranquilidad de tu vida con tanta rapidez. Puede volver tu alma irreal y des­truir tus vínculos de arraigo.

Hay distintos niveles de miedo. 
A muchas personas les aterra la idea de perder el control y lo utilizan como meca­nismo para estructurar su vida. Quieren controlar lo que sucede a su alrededor y a ellos mismos. Pero el exceso de control es destructivo. Es quedar atrapado en una trama protectora que uno mismo teje en torno de su vida. Así uno puede quedar marginado de muchas bendiciones que le están destinadas. El control siempre debe ser parcial y tran­sitorio. En momentos de dolor, y sobre todo en el de la muer­te, tal vez no puedas conservar este control. La vida mística siempre ha reconocido que el distanciamiento del yo es ne­cesario para llegar a la presencia divina en el interior de uno mismo. Cuando dejes de controlar, te asombrarás al ver hasta qué punto se enriquece tu vida. Las cosas falsas a las que te habías aferrado se alejan rápidamente. Lo verdadero, lo que amas profundamente, lo que es verdaderamente tuyo, penetran en tu interior. Ahora nadie podrá quitártelos.

La muerte como raíz del miedo

Otros temen ser sí mismos. Muchas personas permiten que ese miedo limite su vida. Fingen constantemente, se forjan cuidadosamente una personalidad que creen el mundo aceptará o admirará. Incluso en su propia soledad temen el encuentro consigo mismas. Uno de los deberes más sagrados del propio destino es el de ser uno mismo. Cuando aprendes a aceptarte y amarte, dejas de temer a tu propia naturaleza. En ese momento, entras en consonan­cia con el ritmo de tu alma y entonces te paras sobre tu pro­pio terreno. Te sientes seguro y firme. Estás en equilibrio. Agotarás tu vida en vano si caes en la política de forjarte una máscara acorde con las expectativas ajenas. La vida es muy breve y un destino especial nos aguarda para desarro­llarse. A veces el miedo a ser nosotros mismos nos aparta de ese destino y terminamos famélicos y empobrecidos, víctimas de la hambruna que hemos provocado.

La mejor historia que conozco sobre la presencia del miedo, un cuento de la India, trata de un hombre conde­nado a pasar la noche en una celda con una serpiente vene­nosa. Con el menor movimiento, ésta lo mataría. Durante toda la noche el hombre permaneció de pie, inmóvil en un rincón, temeroso de que su misma respiración pudiera in­citar a la serpiente. A la primera luz del alba vio el reptil en el rincón opuesto de la celda y sintió un gran alivio porque no la había despertado. Pero cuando la luz penetró en la celda, advirtió que no era una serpiente sino una cuerda. La moraleja sugiere que en muchas divisiones de nuestras mentes hay objetos inofensivos como la cuerda, pero nues­tra ansiedad los convierte en monstruos que nos dominan e inmovilizan en la pequeña celda de nuestra vida.

Una forma de transfigurar el poder y la presencia de tu muerte es transfigurar tu miedo. Cuando siento angustia o miedo, me es útil preguntarme cuál es la razón de mi miedo. Es una pregunta liberadora. El miedo es como la niebla; se extiende y distorsiona la forma de todo. Cuando la cir­cunscribes con esa pregunta, se reduce a proporciones manejables. Cuando descubres qué te asusta, recuperas el poder que le habías entregado al miedo. Al mismo tiempo apartas a éste de la noche de lo desconocido, que le da vida. El miedo se multiplica en el anonimato, rehúye los nom­bres. Cuando le pones un nombre, el miedo se encoge.

La muerte es la raíz de todos los miedos. En toda vida hay una época en que uno siente terror de morir. Vivimos en el tiempo, y éste es fugaz. Nadie puede decir con certeza qué le sucederá esta noche, mañana o la semana entran­te. El tiempo puede llevar cualquier cosa a la puerta de tu vida. Uno de los aspectos más aterradores de la vida es justamente su imprevisibilidad. Cualquier cosa puede sucederte. Ahora, mientras lees estas líneas, hay personas en el mundo que sufren la irrupción brutal de lo inespera­do. Suceden cosas que alterarán su vida para siempre. El nido de su comunión es destruido, su vida no volverá a ser la misma. Alguien recibe una mala noticia en el consulto­rio del médico; alguien sufre un accidente de tránsito y jamás volverá a caminar; alguien es abandonado por su amante, que jamás volverá. Cuando contemplamos el futuro de nuestra vida, no podemos prever lo que sucederá. No podemos te­ner certezas. Sin embargo, hay una certeza: llegará un día, por la mañana, la tarde o la noche, en que serás llamado de este mundo, un momento en que deberás morir. Aunque el hecho es seguro, su naturaleza es completamente con­tingente. Dicho de otra manera, no sabes dónde, ni cómo, ni cuándo morirás, ni quién estará contigo, ni qué sentirás. Estos hechos sobre la naturaleza de tu muerte, el suceso más decisivo de tu vida, siguen siendo totalmente oscuros.

Aunque la muerte es la experiencia más poderosa de la vida, nuestra cultura hace enormes esfuerzos para negar su presencia. En cierto sentido, los medios de comunicación, la imagen y la publicidad tratan de crear un culto a la in­mortalidad; es raro que se reconozca el ritmo de la muerte en la vida. Como ha dicho Emmanuel Levinas: «Mi muerte llega en un momento sobre el que no tengo ningún poder».

La muerte en la tradición celta

La tradición celta entendía de un modo sutil el milagro de la muerte y creó bellas oraciones para la ocasión. Para los celtas el mundo eterno estaba tan próximo al mundo natu­ral que la muerte no parecía un suceso excepcionalmente destructivo o amenazador. Al entrar en el mundo eterno, llegas a un lugar donde la sombra, el dolor y las tinieblas ja­más volverán a tocarte. Una bella oración dice:

Voy a casa contigo, a tu casa, a tu casa, Voy a casa contigo, a tu casa de invierno. Voy a casa contigo, a tu casa, a tu casa, Voy a casa contigo, a tu casa de otoño, de primavera y verano. Voy a casa contigo, hijo de mi amor, a tu cama eterna, a tu sueño eterno.

En esta oración el mundo natural y las estaciones están bellamente enlazados con la presencia de la vida eterna.
Jamás comprenderás la muerte ni reconocerás su sole­dad hasta que llame a tu puerta. En Connamara la gente dice: Ni thuigfidh td an bs go dtiocfaidh sf ag do dhors flin, o sea, «jamás comprenderás la muerte hasta que llame a tu puerta». También dicen que Is fear direach J an bs ni cui-reann sj scJal ar bith roimhe, «la muerte es un individuo muy directo que jamás se hace anunciar». Asimismo, Ni fjidir dul i bhfolach ar an mbs, «no hay lugar donde ocultar­se de la muerte». O sea que cuando la muerte te busca, siempre sabrá dónde encontrarte.

Cuando la muerte llega...

La muerte es un visitante solitario. Cuando pasa por tu casa, nada vuelve a ser igual que antes. Hay un lugar vacío en la mesa, una ausencia en la casa. La muerte de un ser querido es una experiencia increíblemente extraña y desoladora. Algo se rompe en tu interior y las piezas jamás vol­verán a unirse. Se ha ido un ser amado, cuya cara, manos y cuerpo conocías tan bien. Por primera vez, este cuerpo queda totalmente vacío. Es aterrador y extraño. Después de la muerte, muchas preguntas acuden a tu mente: dónde se ha ido, qué ve, qué siente. La muerte de un ser amado trae una amarga soledad. Cuando amas de verdad a al­guien, quisieras morir en su lugar. Pero cuando llega el momento, nadie puede ocupar el lugar de otro. Cada uno debe afrontarlo solo. Lo extraño de la muerte es que al­guien desaparece. La experiencia humana comprende toda clase de continuidades y discontinuidades, acercamientos y distanciamientos. En la muerte se alcanza la última fron­tera de las vivencias. El fallecido desaparece del mundo vi­sible de la forma y la presencia. Al nacer, vienes de ninguna parte; al morir, te vas a ninguna parte. Si riñes con la perso­na amada y ella se va, y si estás desesperado por volver a en­contrarla, recorrerás cualquier distancia con tal de hacerlo. El momento de dolor más terrible es cuando comprendes que jamás volverás a ver al muerto. La ausencia de su vida, la au­sencia de su voz, rostro y presencia se vuelve algo que, como dice Sylvia Plath, empieza a crecer a tu lado como un árbol.

Caoineadh:
el duelo en la tradición irlandesa

Una de las bellezas de la tradición irlandesa es la gran hos­pitalidad con que recibe la muerte. Cuando muere un al­deano, todos acuden al funeral. Primero, todos van a la casa a ofrecer sus condolencias. Los vecinos se reúnen para dar sostén a la familia y ayudarla. Es un don hermoso. En los momentos de gran desesperación y soledad, necesitas la ayuda de tus vecinos para superar ese tiempo de fragmen­tación. En Irlanda existía una tradición llamada Caoi­neadh. Eran personas, principalmente mujeres, que lloraban al muerto con una suerte de lamento agudo, penetrante, increíblemente desolado. La historia de Caoineadh era la de la vida de la persona tal como la habían conocido esas mujeres. La triste liturgia tejida con bellas historias ocupa­ba el lugar de la persona que acababa de ausentarse del mundo. Se contaban los sucesos más importantes de su vida. Sin duda era de una desolación desgarradora, pero creaba un espacio ritual acogedor para el duelo y la tristeza de la familia que había sufrido la pérdida. El Caoineadh ayudaba a las personas a permitir que los sentimientos de desolación y dolor los embargaran de manera natural.
En Irlanda tenemos la tradición del velatorio, que ase­gura que el fallecido no estará solo la noche después de su muerte: Vecinos, familiares y amigos lo acompañan du­rante las primeras horas de la transición a la eternidad. Se ofrece bebidas alcohólicas y tabaco. Nuevamente, la con­versación de los amigos teje una trama de recuerdos de los sucesos en la vida de la persona.

El alma que besó el cuerpo

La consumación de la muerte tarda su tiempo. En algunos es muy rápida, pero la forma en que el alma abandona el cuerpo es distinta en cada individuo. En algunos el proceso puede tardar varios días. Una hermosa historia celta de la región de Munster habla de un hombre que murió. El alma salió del cuerpo y me a la puerta de la casa para iniciar su regreso al lugar eterno. Pero se volvió para mirar una vez más el cuerpo exánime. Lo besó y le habló. El alma dio gracias al cuerpo por la hospitalidad que le había dado en vida y recordó las muchas atenciones que había tenido con ella.

Según la tradición celta, los muertos no se alejan. En Irlanda hay lugares, campos y ruinas donde se ha visto fan­tasmas de distintas personas. Esta memoria popular reco­noce que una persona permanece apegada al lugar donde vivió aun después de pasar a la forma invisible. Una leyen­da habla del coiste bodhar, el coche indiferente. Mi tía, que en su juventud vivió en una aldea en la falda de una monta­ña, oyó una noche el coche de caballos. La aldea era peque­ña y todas las casas estaban apiñadas. Una noche, estando sola en su casa, oyó un estruendo como de barriles que ro­daban. El coche fantasmal pasó por delante de su casa y si­guió por un sendero de la montaña. Todos los perros de la aldea oyeron el estrépito y lo siguieron. Esta anécdota su­giere que el mundo invisible tiene caminos secretos por donde van los cortejos fúnebres.

La Bean Sí

Otra leyenda interesante de la tradición irlandesa es la Bean Sí. Sí significa «genio del bosque» y Bean Sí «genio de sexo femenino», es decir, hada. Se trata de un espíritu que llora cuando alguien está a punto de morir. Una noche mi padre oyó su llanto. Dos días después murió un vecino, miembro de una familia por la que siempre lloraba la Bean Sí. La tradición celta irlandesa reconoce que el mundo eterno y el temporal están entrelazados. En el momento de la muerte, los habitantes del mundo eterno suelen pasar al mundo visible. La agonía de una persona puede prolon­garse durante días u horas, pero en el momento anterior a la muerte suele aparecérsele su madre, su abuela, su abue­lo, algún pariente, el cónyuge o una amistad. Cuando la persona está al borde de la muerte, el velo entre los dos mundos es muy tenue. A veces incluso se desvanece y en­tonces puedes vislumbrar el mundo eterno. Los amigos que ya viven en él van a tu encuentro para llevarte a casa. Los moribundos suelen recibir gran fortaleza y aliento al ver a sus amigos. Esta percepción elevada revela la gran energía que rodea el momento de la muerte. La tradición irlandesa acoge las potencialidades del momento. Cuando muere una persona, se rocía con agua bendita y se traza un círculo a su alrededor para mantener alejadas las fuerzas tenebrosas y asegurar la presencia de la luz en el viaje final del muerto.

A veces las personas se angustian por la idea de la muerte. No hay nada que temer. Cuando llegue el momento, recibirás todo lo que necesitas para hacer ese viaje de ma­nera digna, elegante y confiada.
   


Una muerte bella

Una vez presencié la muerte de una amiga. Era una joven encantadora, madre de dos niños. El sacerdote que la asis­tía también era un amigo. Conocía su alma y su espíritu. Al adquirir conciencia de que moriría esa noche, la mujer se asustó. Él le cogió la mano y rezó desesperadamente en su corazón para recibir las palabras que le permitieran cons­truir un puente para el viaje. Como conocedor profundo de su vida, empezó a exponer sus recuerdos. Habló de su bondad y belleza. Era una mujer que nunca había hecho mal a nadie. Ayudaba a todos. El sacerdote recordó los mo­mentos más importantes de su vida. Le dijo que no debía tener miedo. Se iba a casa, donde la esperaban para recibir­la. Dios, que la había llamado, la abrazaría, la recibiría con ternura y amor. Podía estar plenamente segura de ello. Poco a poco la inundó una gran serenidad y placidez. Su pánico se transfiguró en un sosiego como pocas veces he visto en este mundo. La angustia y el miedo desaparecieron por completo. Estaba en consonancia con su ritmo, total­mente serena. Al sacerdote le dijo que debía realizar el acto más difícil de su vida: despedirse de su familia. Era un mo­mento de gran desolación.

Salió del cuarto y reunió a los familiares. Les dijo que cada uno podía entrar y quedarse unos cinco o diez minu­tos. Debían hablar con ella, decirle cuánto la amaban y va­loraban. Nadie debía llorar ni angustiarla. Ya llegaría el momento de llorar, por ahora debían concentrarse en faci­litar su tránsito. Entraron, le hablaron, la consolaron y la bendijeron. Y todos salieron del cuarto con el ánimo destrozado, pero después de haberle dado reconocimiento y amor, los mejores regalos para su viaje. Ella misma se ha­llaba maravillosamente bien. El sacerdote la ungió con los óleos sagrados y todos rezamos. Sonriente, serena, inició con toda felicidad ese viaje que debía hacer sola. Fue un gran privilegio para mí estar presente. Por primera vez se transfiguró mi propio miedo a morir. Descubrí que si uno vive en este mundo con bondad, si no aumenta las cargas ajenas, sino que trata de servir con amor, cuando llegue el momento del viaje recibirá una paz, una serenidad y una li­beración que le permitirán partir hacia el otro mundo con elegancia, gracia y resignación.

Es un privilegio increíble acompañar a quien viaja al mundo eterno. Cuando estás presente en el sacramento de la muerte, debes ser muy consciente de la situación. Dicho de otra manera, no debes concentrarte en tu propia pena. Antes bien debes esforzarte por estar presente con y para la persona que está a punto de partir. Se debe hacer todo lo posible para facilitarle la transición, a fin de que esté cómo­da y serena.

Amo la tradición irlandesa del velatorio. El ritual le da al alma el tiempo que necesita para despedirse. El alma no abandona el cuerpo bruscamente; la despedida es lenta. Observarás cómo cambia el cuerpo en los primeros esta­dios de la muerte. Durante un tiempo la persona no aban­dona realmente la vida. Es importante no dejarla sola. Las casas de velatorios son lugares fríos y asépticos. Si es posi­ble, conviene que el muerto quede en un lugar conocido para que realice su transición de manera cómoda, serena y confiada. Las primeras semanas después de la muerte, hay que atender y proteger el alma y la memoria de la persona. Hay que rezar mucho para ayudarle en el viaje a casa. La muerte es un tránsito a lo desconocido para el que hace fal­ta mucha protección.

La vida moderna margina la muerte. Los funerales y entierros suelen ser espectaculares, pero eso es externo y su­perficial. La sociedad de consumo ha perdido el sentido de la ceremonia y la sabiduría necesarias para el rito de la tran­sición. Durante el viaje de la muerte, la persona necesita cuidados profundos.

Los muertos son nuestros vecinos más próximos

Los muertos no están lejos; por el contrario, están muy, muy cerca. Cada uno de nosotros deberá enfrentar algún día su cita con la muerte. Me complace pensar en ella como un encuentro con lo más profundo de la propia naturaleza, lo más oculto del yo. Es un viaje hacia nuevos horizontes. De niño, cuando miraba una montaña, soñaba con el día en que tendría edad suficiente para llegar a la cima con mi tío. Pensaba que desde el horizonte podría ver el mundo entero. Cuando llegó el gran día, yo estaba muy excitado. Mi tío cruzaría la montaña con su majada y me dijo que podía acompañarlo. Cuando llegamos a donde yo pensaba que hallaría el horizonte, éste había desaparecido. No sólo no veía todo, sino que había otro horizonte más adelante. Aunque estaba decepcionado, sentía una emoción desco­nocida. Cada nuevo nivel revelaba un mundo hasta entonces desconocido. 

El extraordinario filósofo alemán Hans Georg Gadamer dice en una bella frase: «Un horizonte es algo hacia lo cual viajamos, pero también es algo que viaja con nosotros». Esta metáfora esclarecedora te permite comprender los horizontes de tu propio desarrollo. Si quieres estar a la altura de tu destino y ser digno de las po­tencialidades ocultas en la arcilla de tu corazón, debes bus­car constantemente nuevos horizontes. Más allá te espera el pozo más profundo de tu identidad. En ese pozo con­templarás la belleza y la luz de tu rostro eterno.

El amor propio y el alma

En la guerra contra ese compañero callado y secreto, la muerte, la batalla crucial es la que libran el amor propio y el alma. El amor propio es el cascarón defensivo con que ro­deamos nuestra vida. Es temeroso; es aprensivo y codicio­so. Es hiperprotector y competitivo. En cambio, el alma no conoce barreras. Como dijo el gran filósofo griego Heráclito, «el alma no tiene límites». Es un peregrino en pos de ho­rizontes ilimitados. No hay zonas que la excluyan; todo lo impregna. Además el alma está en contacto con la dimen­sión eterna del tiempo y jamás teme lo por venir. En cierto sentido, los encuentros con tu propia muerte bajo las for­mas cotidianas de fracaso, patetismo, negativismo, miedo o espíritu destructivo son oportunidades para transfigurar el amor propio. Te invitan a desechar esa forma de ser pro­tectora, controladora, para practicar un arte del ser que ad­mite la franqueza y la generosidad. Cuando practicas este arte entras en armonía con el ritmo de tu alma. Si esto su­cede, el encuentro final con la muerte no tiene por qué ser amenazador o destructivo. Será un encuentro con tu pro­pia identidad más profunda, es decir, tu alma.

Por consiguiente, la muerte física no es la proximidad de un monstruo tenebroso y destructivo que interrumpe tu vida y te arrastra hacia lo desconocido. Detrás del rostro de tu muerte física se ocultan la imagen y la presencia de tu yo más profundo, que esperan encontrarte y abrazarte. En lo más profundo de ti estás ávido de conocer tu alma. Du­rante toda nuestra vida bregamos por alcanzarnos a noso­tros mismos. Estamos tan atareados, ocupados y distraídos que no podemos dedicar el tiempo o el reconocimiento su­ficientes a lo más profundo de nuestro ser. Tratamos de ver­nos y conocernos; pero tal es nuestra complejidad interior y el corazón humano tiene tantas capas, que rara vez nos encontramos. 

El filósofo Husserl ha dicho cosas muy acer­tadas al respecto. Habla de la Ur-Prasenz, la «protopresencia» o presencia prístina de una cosa, objeto o persona. En nuestra experiencia cotidiana apenas podemos vislumbrar la plenitud de esa presencia en nosotros; jamás la vemos cara a cara. En el momento de la muerte caen todas las ba­rreras defensivas que nos separan y excluyen de nuestra presencia; el alma nos recoge plenamente en su abrazo. Por eso, la muerte no tiene que ser necesariamente negativa o destructiva. Puede ser un suceso maravillosamente crea­tivo que te permite abrazar la divinidad que vive secreta­mente en ti desde siempre. ... -

La muerte como invitación a la libertad

Si los piensas bien, no debes permitir que te presione la vida. No debes ceder tu poder a un sistema ni a terceros. Debes conservar en tu interior la seguridad, el equilibrio y el poder de tu alma. Puesto que nadie puede apartarte de la muerte, nadie tiene un poder definitivo sobre ti. El poder es pretensión. Nadie evita la muerte. Por eso, que el mun­do jamás te convenza de que tiene poder sobre ti, ya que no tiene el menor poder para alejar la muerte. En cambio, tú tie­nes el poder de transfigurar tu miedo a la muerte. Si apren­des a no temer la muerte, comprenderás que no debes temer a nada.
Vislumbrar el rostro de tu muerte puede dar a tu vida una gran libertad. Puede darte conciencia de que estás apremiado por el tiempo que tienes aquí. El derroche del tiempo es una de las mayores pérdidas en la vida. Como dice Patrick Kavanagh, mucha gente «se prepara para la vida en lugar de vivirla». Tienes una sola oportunidad. Tie­nes un solo viaje por la vida; no puedes repetir un instante ni retroceder un paso. Parece que estamos destinados a ha­bitar y vivir todo lo que viene a nuestro encuentro. En la otra cara de la vida está la muerte. Si vives plenamente, la muerte jamás tendrá poder sobre ti. Nunca parecerá un suceso destructivo o negativo. Puede convertirse en una li­beración para que accedas a los tesoros más recónditos de tu naturaleza, al templo de tu alma. Si eres capaz de des­prenderte de las cosas, aprenderás a morir espiritualmen­te de distintas maneras a lo largo de tu vida. Cuando apren­des a desprenderte, tu vida gana en generosidad, amplitud y aliento. Imagina que eso se multiplique mil veces en el momento de tu muerte. Esa liberación puede llevarte a una comunión divina completamente nueva.
La Nada: una cara de la muerte

Todo lo que hacemos en el mundo está rodeado por la Nada. Esta Nada es una de las apariencias de la muerte, una de sus caras. La esencia de la vida del alma es la transfigura­ción de la Nada. En cierto sentido, nada nuevo puede apa­recer si no hay espacio para ello. Ese espacio vacío es lo que llamamos la Nada. R.D. Laing, el psiquiatra escocés, solía decir: «No hay Nada que temer». Esto significa que no es necesario tener miedo pero a la vez que no se debe temer la Nada, es decir, que la Nada nos rodea. Hurtamos el cuerpo a este terreno y por eso restamos valor al vacío y a la Nada, que desde una perspectiva espiritual pueden considerarse presencias de lo eterno. Para decirlo de otra manera, lo eterno viene a nosotros principalmente en términos de Nada y vacío. Donde no hay espacio, no se puede despertar lo eterno ni el alma. El poeta escocés Norman MacCaig lo resume en un hermoso poema:
Dones
Te doy un vacío
te doy una plenitud
desenvuélvelos con cuidado
—uno es tan frágil como el otro—
y cuando me des las gracias
fingiré no advertir la duda en tu voz
cuando digas que es lo que deseabas.
Déjalos en la mesa que tienes junto a la cama.
Cuando despiertes por la mañana
habrán penetrado en tu cabeza
por la puerta del sueño. Dondequiera que vayas
irán contigo y
dondequiera que estés te maravillarás
sonriente de la plenitud
a la que nada puedes sumar y el vacío
que puedes colmar.

Este hermoso poema sugiere el ritmo dual del vacío y la plenitud en el corazón de la vida del alma. La Nada es la hermana de la posibilidad. Crea un espacio urgente para lo nuevo, sorprendente e inesperado. Cuando sientas que la Nada y el vacío roen tu vida, no debes desesperar. Es tu alma la que te llama, te advierte sobre nuevas posibilidades en tu vida. También es una señal de que tu alma anhela transfigurar la Nada de tu muerte en la plenitud de una vida eterna que ninguna muerte puede tocar.
La muerte no es el fin; es un renacer. Nuestra presencia en el mundo es muy patética. La estrecha franja de claridad que llamamos «vida» se extiende entre las tinieblas de lo des­conocido por ambos extremos. Está la oscuridad de lo desconocido en nuestro origen. Irrumpimos bruscamente de lo desconocido y así comenzó la franja de claridad lla­mada «vida». Luego está la otra oscuridad cuando volvemos a lo desconocido. Samuel Beckett es un autor maravilloso que ha meditado profundamente sobre el misterio de la muerte. Su obra teatral Aliento dura unos minutos. Prime­ro se oye el llanto al nacer, luego el aliento y por último el suspiro de la muerte. Este drama resume lo que sucede en nuestra vida. Todas las obras teatrales de Beckett, en parti­cular Esperando a Godot, tratan sobre la muerte. En otras palabras, puesto que la muerte existe, el tiempo está drásti­camente relativizado. Lo único que hacemos es inventar juegos para pasar el tiempo.

Espera y ausencia

Un amigo mío me contó la siguiente anécdota sobre un ve­cino. Los alumnos de la escuela local iban a la ciudad a ver Esperando a Godot, y el hombre fue con ellos en el autobús. Su intención era reunirse con sus compañeros de jarana. Fue a dos o tres bares donde esperaba encontrar a sus amigos, pero no estaban allí. Como no tenía dinero, finalmente fue a ver Esperando a Godot. Así la describió a mi amigo: «Nunca había visto una obra tan extraña; por lo visto, el protago­nista no se presentó y los demás actores tuvieron que im­provisar durante toda la función».

Me pareció un buen análisis de Esperando a Godot. Creo que Samuel Beckett hubiera estado encantado con esa reseña. En cierto sentido, siempre estamos a la espera del gran momento de la cosecha o el arraigo, y siempre nos elude. Nos acosa una sensación profunda de ausencia. Algo falta en nuestra vida. Esperamos que lo llene cierta persona, objeto o proyecto. Nos afanamos por llenar ese vacío, pero el alma nos dice, si queremos escucharla, que jamás se puede colmar la ausencia.

La muerte es la gran herida del universo y de cada vida. Sin embargo, paradójicamente, la misma herida que puede conducir a un nuevo desarrollo espiritual. Meditar sobre tu muerte puede ayudarte a modificar drásticamente tu percepción habitual y rutinaria. En lugar de vivir de acuerdo con lo que se puede ver o poseer en el reino material de la vida, empiezas a afinar tu sensibilidad y adquieres concien­cia de los tesoros ocultos en el lado invisible de tu vida. Una persona verdaderamente espiritual desarrolla un sentido de la profundidad de su naturaleza invisible. Ésta posee cualidades y tesoros que el tiempo jamás puede dañar. Son absolutamente tuyos. No necesitas aferrarte a ellos, ganar­los ni protegerlos. Estos tesoros son tuyos; nadie puede quitártelos.

El nacimiento como muerte

Imaginaos si pudiera hablar con un feto en el útero y expli­carle su unidad con la madre. Cómo ese cordón de unión le da vida. Y decirle a continuación que esa situación estaba a punto de finalizar. Que iba a ser expulsado del útero para atravesar un pasaje muy estrecho y caer en un vacío lumi­noso. El cordón que lo unía al útero materno sería cortado;
desde entonces y para siempre, llevaría una vida propia. Si el feto pudiera responder, sin duda diría que iba a morir. Para el feto, nacer parecería una forma de morir. Estos problemas tan importantes son difíciles de dilucidar porque los vemos desde un solo lado. Nadie ha tenido esa ex­periencia. Los muertos permanecen alejados; jamás vuel­ven. Por eso, no podemos ver el otro lado del círculo abierto por la muerte. Wittgenstein lo resumió muy bien cuando dijo que «la muerte no es una experiencia de la propia vida». No puede serlo porque es el fin de la vida en y a tra­vés de la cual uno tuvo todas sus experiencias.

Me gusta pensar en la muerte como en un renacer. El alma es libre en un mundo donde no hay más separación, sombra ni lágrimas. Una amiga mía sufrió la muerte de su hijo de veintiséis años. Yo asistí al entierro. Sus demás hijos la rodeaban cuando el ataúd bajó a la fosa, y se alzó un coro desgarrador de lamentos. Ella los abrazó y les dijo: N bigi ag caoineadh, nil tada dho thios ansin ach amhin an clddach a bhi air. «No lloréis porque no queda nada de él aquí, sola­mente la envoltura que lo cubría en esta vida». Es una her­mosa idea, un reconocimiento de que el cuerpo era sólo una envoltura y el alma ha sido liberada para lo eterno.

La muerte transfigura nuestra separación

En Conamara, las tumbas están cerca del mar, donde el suelo es arenoso. Al cavar una tumba, se corta una sección de césped y se la aparta cuidadosamente, sin dañarla. Se co­loca el ataúd en la fosa. Se dicen las oraciones, se bendice la tumba y se la llena de tierra. Finalmente se coloca sobre ella la sección de césped, que se adapta perfectamente. Un ami­go mío dice que es una «cesárea al revés». Es como si el úte­ro de la Tierra, sin romperse, recibiera nuevamente al individuo que una vez tomó forma de arcilla para vivir sobre la superficie. Es una hermosa idea: un regreso a casa, donde a uno lo reciben íntegramente.
Es un hecho extraño y maravilloso estar aquí, caminar dentro de un cuerpo, tener un mundo en el interior y un mundo al alcance de los dedos. 

Es un privilegio enorme y es increíble que los humanos olviden el milagro de estar aquí. Dijo Rilke: «Estar aquí es mucho». Es desconcertante comprobar cómo la realidad social nos aturde e insensibi­liza hasta el punto de que el portento místico de nuestra vida pasa totalmente inadvertido. Estamos aquí. Somos salvaje, peligrosamente libres. El aspecto más desolado de estar aquí es nuestra separación en el mundo. Cuando vi­ves en un cuerpo, estás separado de todos los demás obje­tos y personas. Muchas veces, cuando tratamos de rezar, de amar, de crear, en realidad queremos transfigurar esa sepa­ración, construir puentes para que otros puedan llegar a no­sotros y nosotros a ellos. En el momento de la muerte se rompe esa separación física. El alma se libera del aloja­miento particular y exclusivo en este cuerpo. Entra en un universo libre y vaporoso de comunión espiritual.

¿Son distintos el espacio y el tiempo en el mundo eterno?

El espacio y el tiempo son los cimientos de la identidad y la percepción humanas. Jamás tenemos una percepción que no incluya esos elementos. El elemento espacio significa que siempre estamos en estado de separación. Yo estoy aquí.

Tú estás allá. La persona más entrañable para ti, tu ser ama­do, es un mundo distinto del tuyo. Es el aspecto patético del amor. Dos personas muy unidas quieren ser una, pero sus espacios no les permiten franquear esa distancia que los se­para. En el espacio, siempre estamos separados. El otro componente de la percepción y la identidad es el tiempo. Éste también nos separa. El tiempo es ante todo lineal, dis­continuo, fragmentado. Tus días pasados han desapareci­do; se han desvanecido. El futuro aún no ha llegado. Sólo te queda el pequeño peldaño del presente, que es un momento.

Al abandonar el cuerpo, el alma se libera del peso y el dominio del espacio y el tiempo. Es libre de ir donde quie­ra. Los muertos son nuestros vecinos más próximos. El Maestro Eckhart se preguntó: «¿Adonde va el alma de una persona cuando muere?». Y respondió: «A ninguna parte». ¿A qué otro lugar podría ir el alma? ¿En qué otro lugar está el mundo eterno? Sólo puede estar aquí. Lo hemos desfigu­rado al espacializarlo. Hemos expulsado lo eterno hacia una suerte de galaxia remota. Sin embargo, el mundo eter­no no parece ser un lugar, sino un estado del ser distinto. El alma de la persona no va a ningún lugar porque no hay un lugar donde ir. Esto sugiere que los muertos están con no­sotros, en el aire que atravesamos constantemente. La úni­ca diferencia entre nosotros y los muertos es que ellos ocupan una forma invisible. No puedes verlos con el ojo humano. Pero puedes intuir la presencia de tus seres amados que han muerto. El sentido sensible de tu alma los percibe. Sientes su presencia cercana.

Mi padre contaba una historia sobre cierto vecino, que era muy amigo del sacerdote de la localidad. En Irlanda hay toda una mitología sobre los poderes especiales de los sa­cerdotes y los druidas. El vecino y el sacerdote solían pasear juntos. Un día el vecino le preguntó: ¿Dónde están los muertos? El sacerdote respondió que no debía hacer esa clase de preguntas. Pero el hombre insistió hasta que el sacerdote dijo: Te lo mostraré, pero no se lo debes revelar a nadie. De más está decir que el hombre no cumplió su pa­labra. El sacerdote alzó su mano derecha; detrás de ella el hombre vio las almas de los muertos, abundantes como las gotas de rocío sobre la hierba. Con frecuencia nuestra sole­dad y aislamiento se deben a una falta de imaginación espi­ritual. Olvidamos que no existe el espacio vacío. Todo el espacio está colmado de presencia, en especial la de aque­llos que ocupan una forma eterna, invisible.

Para los muertos también cambia el mundo del tiem­po. Aquí estamos atrapados en el tiempo lineal. Hemos ol­vidado el pasado; se ha perdido. No conocemos el futuro. Para los muertos, el tiempo debe ser totalmente distinto porque viven en un círculo de eternidad. Al principio de este libro hablé del paisaje y cómo el de Irlanda resiste la linealidad. Dije que el intelecto celta siempre rechazaba la línea recta a la vez que amaba la forma del círculo. En éste, el comienzo y el fin son hermanos que permanecen guare­cidos en la unidad del año y de la Tierra que ofrece lo eter­no. Yo imagino que en el mundo eterno el tiempo se ha convertido en el círculo de la eternidad. Tal vez cuando una persona entra en ese mundo puede echar una mirada a lo que aquí llamamos tiempo pasado. Tal vez pueda ver el tiempo futuro. Para los muertos el tiempo presente es pre­sencia total. Esto sugiere que nuestros amigos muertos nos conocen mejor de lo que pudieron conocernos en vida. Saben todo sobre nosotros, incluso cosas que tal vez los decepcionen. Pero en su estado transfigurado, su com­prensión y caridad son proporcionales a todo lo que saben sobre nosotros.
Los muertos nos bendicen
Yo creo que nuestros amigos entre los muertos se ocupan de nosotros y nos cuidan. Muchas veces en el camino de la vida podría haber una gran piedra de desdichas a punto de caer sobre ti, pero tus amigos entre los muertos la sostie­nen hasta que pasas. Uno de los procesos estimulantes de la evolución y la conciencia humana en los próximos siglos podría ser una nueva relación con el mundo eterno invisi­ble. Podríamos buscar un vínculo muy creativo con nues­tros amigos en ese mundo. La verdad es que no tenemos por qué llorar a los muertos. ¿Por qué habríamos de hacer­lo? Están en un lugar donde no hay sombras, oscuridad, soledad, aislamiento ni dolor. Están en casa. Están con Dios, de donde vinieron. Han regresado al nido de su iden­tidad dentro del gran círculo de Dios. Él es el círculo más grande de todos, el que abarca el universo entero, que con­tiene lo visible y lo invisible, lo temporal y lo eterno, como un todo.

La tradición irlandesa tiene bellas historias sobre per­sonas que mueren y se encuentran con sus viejos amigos. Mairtin Cadhain escribió una hermosa novela, Crj na Cille, sobre la vida en un cementerio y lo que sucede entre las personas enterradas en él. En el mundo eterno, todo es uno. En el espacio espiritual no hay distancia. En el tiempo eterno no hay separación entre el hoy, el ayer o el maña­na. En el tiempo eterno, todo es hoy; el tiempo es pre­sencia. Creo que éste es el significado de la vida eterna: una vida donde todo lo que buscamos: bondad, unidad, be­lleza, verdad y amor, no están lejos de nosotros, sino presentes en toda su plenitud. R.S. Thomas escribió un hermoso poema sobre la concepción de la eternidad. Es deliberadamente minimalista en su forma, pero muy poderosa:

Creo que tal vez
estaré un poco más seguro
de estar un poco más cerca.
Eso es todo. La eternidad
es comprender
que ese poco es más que suficiente.

Kahlil Gibran explica que la unidad en la amistad que llamamos anam cara derrota incluso a la muerte:
«Nacisteis juntos y juntos estaréis por siempre. Estaréis juntos cuando las alas blancas de la muerte esparzan vues­tros días. Oh, sí, estaréis juntos incluso en el silencioso re­cuerdo de Dios».

Me gustaría terminar este capítulo con una bella ple­garia escrita en Persia en el siglo XIII.

Algunas noches quédate despierto
como suele hacer la Luna para el Sol.
Sé un cubo lleno, alzado
del fondo oscuro del pozo.
Algo abre nuestras alas, disipa el dolor.
Llenan la copa que tenemos delante,
sólo probamos lo sagrado.

Bendición para la muerte

Ruego que tengas la bendición del consuelo y la seguridad sobre tu propia muerte.
Que conozcas en tu alma que no debes temer.
Cuando llegue tu tiempo, que recibas todas las bendiciones y protección que necesites.
Que recibas una maravillosa acogida en la casa adonde vas.
No vas a un lugar extraño. Vuelves a la casa que nunca abando­naste.
Que sientas un maravilloso apremio de vivir plenamente tu vida.
Que vivas en comprensión y creatividad y transfigures todo lo negativo dentro de ti y a tu alrededor.
Cuando mueras, que sea después de una larga vida.
Que estés en paz y felicidad y en presencia de quienes verdadera­mente te aman.
Que tu partida sea protegida y tu bienvenida asegurada.

JOHN O´DONOHUE


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