miércoles, 31 de julio de 2019

El mito del eterno retorno - ARQUETIPOS Y REPETICIÓN


EL PROBLEMA 

En la mentalidad “primitiva” o arcaica, los objetos del mundo exterior, tanto, por lo demás, como los actos humanos propiamente dichos, no tienen valor intrínseco autónomo. Una piedra será sagrada por el hecho de que su forma acusa una participación en un símbolo determinado, o también porque constituye una hierofanía, posee mana, conmemora un acto mítico, etcétera. 
El objeto aparece entonces como un receptáculo de una fuerza extraña que lo diferencia de su medio y le confiere sentido y valor. Esa fuerza puede estar en su substancia o en su forma; transmisible por medio de hierofanía o de ritual. Esta roca se hará sagrada porque su propia existencia es una hierofanía: incomprensible, invulnerable, es lo que el hombre no es. Resiste al tiempo, su realidad se ve duplicada por la perennidad. He aquí una piedra de las más vulgares: será convertida en “preciosa”, es decir, se la impregnará de una fuerza mágica o religiosa en virtud de su sola forma simbólica o de su origen: “piedra de rayo”, que se supone caída del cielo; perla, porque viene del fondo del océano. Será sagrada porque es morada de los antepasados (India, Indonesia) o porque otrora fue el teatro de una teofanía (así, el bethel que sirvió de lecho a Jacob) o porque un sacrificio, un juramento, la consagraron. Pasemos ahora a los actos humanos, naturalmente a los que no dependen del puro automatismo; su significación, su valor, no están vinculados a su magnitud física bruta, sino a la calidad que les da el ser reproducción de un acto primordial, repetición de un ejemplo mítico. 
La nutrición no es una simple operación fisiológica; renueva una comunión. 

El casamiento y la orgía colectiva nos remiten a prototipos míticos; se reiteran porque fueron consagrados en el origen (“en aquellos tiempos”, aborigine) por dioses, “antepasados” o héroes. 
En el detalle de su comportamiento consciente, el “primitivo”, el hombre arcaico, no conoce ningún acto que no haya sido planteado y vivido anteriormente por otro, otro que no era un hombre. 
Lo que él hace, ya se hizo. Su vida es la repetición ininterrumpida de gestas inauguradas por otros. Esa repetición consciente de hazañas paradigmáticas determinadas denuncia una ontología original. El producto bruto de la Naturaleza, el objeto hecho por la industria del hombre, no hallan su realidad, su identidad, sino en la medida en que participan en una realidad trascendente. 
El acto no obtiene sentido, realidad, sino en la medida en que renueva una acción primordial. Grupos de hechos tomados a través de las culturas diversas nos ayudarán a reconocer mejor la estructura de esa ontología arcaica. Los agruparemos bajo tres grandes títulos: 

1°, los elementos cuya realidad es función de la repetición, de la imitación de un arquetipo celeste; 

2°, los elementos: ciudades, templos, casas, cuya realidad es tributaria del simbolismo del Centro supraterrestre que los asimila a sí mismo y los transforma en “centros del mundo”; 

3°, por último los rituales y los actos profanos significativos, que sólo poseen el sentido que se les da porque repiten deliberadamente tales hechos planteados ab origine por dioses, héroes o antepasados. La revista misma de esos hechos iniciará el estudio de la concepción ontológica subyacente que luego propondremos desentrañar, y que sólo ella puede fundar. 

ARQUETIPOS CELESTES DE LOS TERRITORIOS, DE LOS TEMPLOS Y DE LAS CIUDADES 

Según las creencias mesopotámicas, el Tigris tiene su modelo en la estrella Anunit, y el Eufrates en la estrella de la Golondrina. Un texto súmero habla de la “morada de las formas de los dioses”, donde se hallan “(la divinidad) de los rebaños y las de los cereales”. Para los pueblos altaicos, asimismo, las montañas tienen un prototipo ideal en el cielo. Los nombres de los lugares y de los nomos egipcios se daban según los “campos” celestes: empezaban por conocer los “campos celestes”, y luego los identificaban en la geografía terrestre. En la cosmología irania de tradición zervanita, “cada fenómeno terrestre, ya abstracto, ya concreto, corresponde a un término celestial, trascendental, invisible, una ‘idea’ en el sentido platónico. Cada cosa, cada noción, se presenta en un doble aspecto: el de menok y el de getik. Hay un cielo visible. Nuestra tierra corresponde a una tierra celestial. Cada virtud practicada aquí abajo, en el getah, posee una contrapartida... El año, la plegaria..., en fin, todo lo que se manifiesta en el getah, es al mismo tiempo menok. 

La creación es simplemente desdoblada. Desde el punto de vista cosmogónico, el estadio cósmico calificado de menok es anterior al estadio getik.” En particular, el templo —lugar sagrado por excelencia— tenía un prototipo celeste. En el monte Sinaí, Jehová muestra a Moisés la “forma” del santuario que deberá construirle: “Y me harán un santuario, y moraré en medio de ellos: conforme en todo al diseño del tabernáculo que te mostraré, y de todas las vasijas para su servicio...”8 “Mira y hazlo según el modelo que te ha sido mostrado en el monte.” Y cuando David entrega a su hijo Salomón el plano de los edificios del templo, del tabernáculo y de todos los utensilios, le asegura que “todas estas cosas me vinieron a mí escritas de la mano del Señor, para que entendiese todas las obras del diseño”. Por consiguiente, vio el modelo celestial. 

El más antiguo documento referente al arquetipo de un santuario es la inscripción de Gudea relacionada con el templo levantado por él en Lagash. El Rey ve en sueños a la diosa Nidaba que le muestra un panel en el cual se mencionan las estrellas benéficas, y a un dios que le revela el plano del templo.” También las ciudades tienen su prototipo divino. Todas las ciudades babilónicas tenían sus arquetipos en constelaciones: Sippar, en el Cáncer; Nínive, en la Osa Mayor; Azur, en Arturo, etcétera. Senaquerib manda edificar Nínive según el “proyecto establecido desde tiempos remotos en la configuración del cielo”. No sólo hay un modelo que precede a la arquitectura terrestre, sino que además éste se halla en una “región” ideal (celeste) de la eternidad. Es lo que proclama Salomón: “Y dijiste que yo edificaría un templo en tu santo monte y un altar en la ciudad de tu morada, a semejanza de tu santo tabernáculo, que tú preparaste desde el principio”.

 Una Jerusalén celestial fue creada por Dios antes que la ciudad de Jerusalén fuese construida por mano del hombre: a ella se refiere el profeta, en el libro de Baruch, II, 42, 2-7: “¿Crees tú que ésa es la ciudad de la cual yo dije: ‘Te he edificado en la palma de mis manos’? La construcción que actualmente se halla en medio de vosotros no es la que se reveló en Mí, la que estaba lista ya en el momento en que decidí crear el Paraíso y que mostré a Adán antes de su pecado...” La Jerusalén celeste enardeció la inspiración de todos los profetas hebreos: Tobías, xiii, 16: Isaías LIX, 11 y siguientes: Ezequiel, LX, etcétera. Para mostrarle la ciudad de Jerusalén, Dios transporta a Ezequiel en una visión extática, y lo lleva a una montaña muy elevada (LX, 6 y siguientes). 

Y los Oráculos Sibilinos conservan el recuerdo de la Nueva Jerusalén, en el centro de la cual resplandece “un templo con una torre gigante que toca las nubes y todos la ven”. Pero la más hermosa descripción de la Jerusalén celestial se halla en el Apocalipsis (xxi, 2 y siguientes): “Y yo, Juan, vi la ciudad santa, la Jerusalén nueva, que de parte de Dios descendía del cielo, y estaba aderezada como una novia ataviada para su esposo”. Volvemos a encontrar la misma teoría en la India: todas las ciudades reales hindúes, aun las modernas, están construidas según el modelo mítico de la ciudad celestial en que habitaba en la Edad de Oro (in illo tempore) el Soberano Universal. 

Y, como éste, el rey se esfuerza por hacer revivir la Edad de Oro, por hacer actual un reino perfecto, idea que volveremos a encontrar en el curso del presente estudio. Así, por ejemplo, el palacio fortaleza de Sihagiri, en Ceilán, está edificado según el modelo de la ciudad celeste de Alakamanda, y es “de muy difícil acceso para los seres humanos”. Asimismo, la ciudad ideal de Platón tiene también un arquetipo celeste. Las “formas” platónicas no son astrales; pero la región mítica de ésta se coloca, sin embargo, en planos supraterrestres. Así, pues, el mundo que nos rodea, en el cual sentimos la presencia y la obra del hombre —las montañas a que éste trepa, las regiones pobladas y cultivadas, los ríos navegables, las ciudades, los santuarios—, tiene un arquetipo extraterrestre, concebido, ya como un “plano”, ya como una “forma”, ya pura y simplemente en un nivel cósmico superior. Pero todo en el “mundo que nos rodea” no tiene un prototipo de esa especie. 

Por ejemplo, las regiones desiertas habitadas por monstruos, los territorios incultos, los mares desconocidos donde ningún navegante osó aventurarse, etcétera, no comparten con la ciudad de Babilonia o el nomo egipcio el privilegio de un prototipo diferenciado. Corresponden a un modelo mítico, pero de otra naturaleza: todas esas regiones salvajes, incultas, etcétera, están asimiladas al Caos: participan todavía de la modalidad indiferenciada, informe, de antes de la Creación. Por eso, cuando se toma posesión de un territorio así, es decir, cuando se lo empieza a explotar, se realizan ritos que repiten simbólicamente el acto de la Creación’, la zona inculta es primeramente “cosmizada”, luego habitada. Pronto volveremos sobre el sentido de los ceremoniales de toma de posesión de las regiones de reciente descubrimiento. Por el momento, lo que queremos subrayar es que el mundo que nos rodea, civilizado por la mano del hombre, no adquiere más validez que la que debe al prototipo extraterrestre que le sirvió de modelo. 

El hombre construye según un arquetipo. No sólo su ciudad o su templo tienen modelos celestes, sino que así ocurre con toda la región en que mora, con los ríos que la riegan, los campos que le procuran su alimento, etcétera. El mapa de Babilonia muestra la ciudad en el centro de un vasto territorio circular orillado por el río Amargo, exactamente como los súmeros se representaban el Paraíso. 
Esa participación de las culturas urbanas en un modelo arquetípico es lo que les confiere su realidad y su validez. El establecimiento en una región nueva, desconocida e inculta, equivale a un acto de creación. Cuando los colonos escandinavos tomaron posesión de Islandia, land-náma, y la rozaron, no consideraron ese acto ni como una obra original, ni como un trabajo humano y profano. La empresa era para ellos la repetición de un acto primordial: la transformación del caos en Cosmos por el acto divino de la Creación. Al trabajar la tierra desierta repetían de hecho el acto de los dioses, que organizaban el caos dándole formas y normas. 

Aun más: una conquista territorial sólo se convierte en real después del (más exactamente: por el) ritual de toma de posesión, el cual no es sino una copia del acto primordial de la Creación del Mundo. En la India védica, se tomaba legalmente posesión de un territorio mediante la erección de un altar dedicado a Agni. “Se dice que se han instalado (avasyatí) cuando han construido un gar-hapatya, y todos los que construyen el altar del fuego se han establecido (avasitáh). Pero la erección de un altar dedicado a Agni no es más que la imitación microcósmica de la Creación. Además, un sacrificio cualquiera es, a su vez, la repetición del acto de la Creación, como nos lo afirman explícitamente los textos hindúes. Los “conquistadores” españoles y portugueses tomaban posesión, en nombre de Jesucristo, de las islas y de los continentes que descubrían y conquistaban. 

La instalación de la Cruz equivalía a una “justificación” y a la “consagración” de la religión, a un “nuevo nacimiento”, repitiendo así el bautismo (acto de creación). A su vez, los navegantes británicos tomaban posesión de las regiones conquistadas en nombre del rey de Inglaterra, nuevo Cosmocrátor. La importancia de los ceremoniales védicos, escandinavos o romanos, se nos presentará más claramente cuando examinemos por sí mismo el sentido de la repetición de la Creación, acto divino por excelencia. Por el momento, retengamos sólo un hecho: todo territorio que se ocupa con el fin de habilitarlo o de utilizarlo como “espacio vital” es previamente transformado de “caos” en “cosmos”; es decir, que, por efecto del ritual, se le confiere una “forma” que lo convierte en real. Evidentemente, la realidad se manifiesta, para la mentalidad arcaica, como fuerza, eficacia y duración. Por ese hecho, lo real por excelencia es lo sagrado; pues sólo lo sagrado es de un modo absoluto, obra eficazmente, crea y hace durar las cosas. Los innumerables actos de consagración —de los espacios, de los objetos, de los hombres, etcétera— revelan la obsesión de lo real, la sed del primitivo por el ser. 

 EL SIMBOLISMO DEL “ CENTRO”

Paralelamente a la creación arcaica en los arquetipos celestes de las ciudades y de los templos, encontramos otra serie de creencias más copiosamente atestiguadas aún por documentos, y que se refieren a la investidura del prestigio del “Centro”. Hemos examinado este problema en una obra anterior;  aquí nos contentaremos con recordar los resultados a que hemos llegado.
El simbolismo arquitectónico del Centro puede formularse así:

a) la Montaña Sagrada —donde se reúnen el Cielo y la Tierra— se halla en el centro del Mundo;
b) todo templo o palacio —y, por extensión, toda ciudad sagrada o residencia real— es una “montaña sagrada”, debido a lo cual se transforma en Centro;
 c) siendo un Axis mundi, la ciudad o el templo sagrado es considerado como punto de encuentro del Cielo con la Tierra y el Infierno. Algunos ejemplos ilustrarán los símbolos precedentes:

A) En las creencias hindúes, el monte Meru se levanta en el centro del mundo, y debajo de él brilla la estrella polar. Los pueblos uraloaltaicos conocen también un monte central, Sumeru, en cuya cima está colgada la estrella polar. Según las creencias iranias, la montaña sagrada, Haraberezaiti (Elburz) se halla en medio de la Tierra y está unida al Cielo.
Las poblaciones budistas de Laos, en el norte de (Tailandia), Siam, conocen el monte Zinnalo, en el centro del mundo.

En el Edda, Himingbjörg es, como su nombre lo indica, una “montaña celeste”, es ahí donde el arco iris (Bifröst) alcanza la cúpula de los cielos. Análogas creencias se encuentran entre los finlandeses, los japoneses, etc. Recordemos que para los semang de la península de Malaca, en el centro del mundo se alza una enorme roca, Batu-Ribn; encima se halla el Infierno. Antaño, sobre Batu-Ribn, un tronco de árbol se elevaba hacia el cielo. El infierno, el centro de la tierra y la “puerta” del cielo se hallan, pues, sobre el mismo eje, y por ese eje se hacía el pasaje de una región cósmica a otra.
Se vacilaría en creer en la autenticidad de esta teoría cosmológica entre los pigmeos semang si no hubiese razones para admitir que la misma teoría ya estaba esbozada en la época prehistórica.30 En las creencias mesopotámicas, una montaña central reúne el Cielo y la Tierra; es la “Montaña de los Países”, que une entre sí los territorios.

El ziqqurat era propiamente hablando una montaña cósmica, es decir, una imagen simbólica del Cosmos; los siete pisos representaban los siete cielos planetarios (como en Borsippa) o los siete colores del mundo (como en Ur). El monte Thabor, en Palestina, podría significar tahbür es decir, “ombligo”, omphalos. El monte Ge-rizim, en el centro de Palestina, estaba sin duda alguna investido del prestigio del Centro, pues se lo llama “ombligo de la tierra” (tabbúr eres; cf. Jueces, IX, 37: “... Mira qué de gente desciende de en medio de la tierra”).* Una tradición recogida por Peter Comestor dice que, en el momento del solsticio de verano, el sol no hace sombra a la “Fuente de Jacob” (cerca de Geri-zim). En efecto, precisa Comestor, sunt qui dicunt lo-cum illum esse umbilicum terrea nostrae habitabilis.
La Palestina, por constituir el país más elevado —puesto que estaba cerca de la cima de la montaña cósmica —, no fue sumergida por el Diluvio. Un texto rabínico dice: “La tierra de Israel no fue anegada por el diluvio”.  Para los cristianos, el Gólgota se hallaba en el centro del mundo, pues era la cima de la montaña cósmica y a un mismo tiempo el lugar donde Adán fue creado y enterrado. Y así, la sangre del Salvador cae encima del cráneo de Adán, inhumado al pie mismo de la Cruz, y lo rescata.” La creencia según la cual el Gólgota se encuentra en el centro del Mundo se ha conservado hasta en el folclore de los cristianos de Oriente (por ejemplo entre los de Rusia Menor).

B) Los nombres de los templos y de las torres sagradas babilónicos son testimonio de su asimilación a la montaña cósmica: “Monte de la Casa”, “Casa del Monte de todas las tierras”, “Monte de las Tempestades”, “Lazos entre el Cielo y la Tierra”, etcétera.37 Un cilindro del tiempo del rey Gudea dice que “la cámara (del dios) que él (el Rey) construyó era igual al monte cósmico”. Cada ciudad oriental se hallaba en el centro del mundo. Babilonia era una Bab-ilani, una “puerta de los dioses”, pues ahí era donde los dioses bajaban a la tierra. En la capital del soberano chino perfecto, el gnomon no debe hacer sombra el día del * Una nota en la traducción de La Vulgata del P. Ció aclara: "a la letra: del ombligo de la tierra". (N. del T.) solsticio de verano a mediodía. Dicha capital se halla, en efecto, en el Centro del Universo, cerca del árbol milagroso “Palo enhiesto” (kien mu), donde se entrecruzan las tres zonas cósmicas: Cielo, Tierra e Infierno.

El templo de Barabudur es también una imagen del Cosmos, y está construido como una montaña artificial (como lo eran los ziqqurat). Al escalarlo, el peregrino se acerca al Centro del Mundo y, en la azotea superior, realiza una ruptura de nivel, trascendiendo el espacio profano, heterogéneo, y penetrando en una “región pura”. Las ciudades y los lugares santos están asimilados a las cimas de las montañas cósmicas. Por eso Jerusalén y Sión no fueron sumergidas por el Diluvio. Por otro lado, según la tradición islámica, el lugar más elevado de la tierra es la Kaaba, porque “la estrella polar testimonia que se halla frente al centro del Cielo”.

C) En fin, como consecuencia de su situación en el centro del Cosmos, el templo o la ciudad sagrada son siempre el punto de encuentro de las tres regiones cósmicas: Cielo, Tierra e Infierno. Dur-anki, “lazo entre el Cielo y la Tierra”, era el nombre de los santuarios de Nippur, Larsa y sin duda Sippar. Babilonia tenía multitud de nombres, entre los cuales se cuentan: “Casa de la base del Cielo y de la Tierra”, “Lazo entre el Cielo y la Tierra”. Pero siempre era en Babilonia donde se cumplía el enlace entre la Tierra y las regiones inferiores, pues la ciudad había sido construida sobre bab-apso, la “Puerta de apsu”;” apsu designa las aguas del Caos anterior a la Creación. Encontramos esa misma tradición entre los hebreos. La roca de Jerusalén penetraba profundamente en las aguas subterráneas (tehom). En la misma se dice que el Templo se encuentra justo encima de tehom (equivalente hebraico de apsu). Y así como Babilonia tenía la “puerta de apsu”, la roca del Templo de Jerusalén cerraba la “boca de tehom”. Concepciones similares se encuentran en el mundo indoeuropeo.

Entre los romanos, por ejemplo, el mundus —es decir, el surco que se trazaba en torno al lugar donde había de fundarse una ciudad— constituía el punto de encuentro entre las regiones inferiores y el mundo terrestre. “Cuando el mundus está abierto, es la puerta de las tristes divinidades infernales la que está abierta”, manifiesta Varrón. El templo itálico era la zona de intersección de los mundos superiores (divino), terrestre y subterráneo. “El Santísimo creó el mundo como un embrión. Así como el embrión crece a partir del ombligo, así Dios empezó a crear el mundo por el ombligo y de ahí se difundió en todas direcciones.” Yoma afirma: “el mundo fue creado comenzando por Sión”.

En el Rig-Veda (por ejemplo, x, 149), el Universo está concebido como si hubiera comenzado a extenderse de un punto central La creación del hombre ocurre igualmente en un punto central. Según la tradición mesopotámica, el hombre fue hecho en el “ombligo de la tierra”, en UZU (carne) SAR (lazo) KI (lugar, tierra), donde se encuentra también Dur-an-ki, el “lazo entre el Cielo y la Tierra”. Ormuz crea el buey primordial, Evagdath, así como el hombre primordial, Gajomard, en el centro del mundo. El Paraíso era el “ombligo de la Tierra” y, según una tradición siria, se hallaba “en una montaña más alta que todas las demás”. Según el libro sirio La Caverna, de los Tesoros, Adán fue creado en el centro de la tierra, en el lugar mismo donde había de levantarse más tarde la cruz de Jesús. Las mismas tradiciones han sido conservadas por el judaismo.

El apocalipsis judaico y la midrash precisan que Adán fue hecho en Jerusalén. Como Adán fue inhumado en el mismo lugar en que fue creado, es decir, en el centro del mundo, en el Gólgota, la sangre del Salvador —como ya lo hemos visto— lo rescatará también.

 REPETICIÓN DE LA COSMOGONÍA 

El “Centro” es, pues, la zona de lo sagrado por excelencia, la de la realidad absoluta. 
Todos los demás símbolos de la realidad absoluta (Árboles de Vida y de la Inmortalidad, Fuente de Juvencia, etcétera) se hallan igualmente en un Centro. El camino que lleva al centro es un “camino difícil” (durohana), y esto se verifica en todos los niveles de lo real: circunvoluciones dificultosas de un templo (como el de Barabudur); peregrinación a los lugares santos (La Meca, Hardward, Jerusalén, etcétera); peregrinaciones cargadas de peligros de las expediciones heroicas del Vellocino de Oro, de las Manzanas de Oro, de la Hierba de Vida, etcétera; extravíos en el laberinto; dificultades del que busca el camino hacia el yo, hacia el “centro” de su ser, etcétera. 

El camino es arduo, está sembrado de peligros, porque, de hecho, es un rito del paso de lo profano a lo sagrado; de lo efímero y lo ilusorio a la realidad y la eternidad; de la muerte a la vida; del hombre a la divinidad. El acceso al “centro” equivale a una consagración, a una iniciación; a una existencia ayer profana e ilusoria, sucede ahora una nueva existencia real, duradera y eficaz. Si mediante el acto de la Creación se cumple el paso de lo no manifestado a lo manifestado o, hablando en términos cosmológicos, del Caos al Cosmos; si la Creación, en toda la extensión de su objeto, se efectuó a partir de un “centro”; si, en consecuencia, todas las variedades del ser, de lo inanimado a lo viviente, sólo pueden alcanzar la existencia en un área sagrada por excelencia, entonces se aclaran maravillosamente para nosotros el simbolismo de las ciudades sagradas (“centros del mundo”), las teorías geománticas que presiden la fundación de las ciudades, las concepciones que justifican los ritos de su construcción. 

Al estudio de esos ritos de construcción y de las teorías que ellos implican hemos consagrado una obra anterior:* a ella remitimos al lector. Sólo recordaremos dos proposiciones importantes: 

1a, toda creación repite el acto cosmogónico por excelencia: la Creación del Mundo; 

2a, en consecuencia, todo lo que es fundado lo es en el Centro del Mundo (puesto que, como sabemos, la Creación misma se efectuó a partir de un centro). 

Entre la multitud de ejemplos que tenemos a mano elegiremos uno solo, interesante también por otras razones que volverán a traerlo en nuestra exposición. En la India, “antes de colocar una sola piedra... el astrólogo indica el punto de los cimientos que se halla encima de la serpiente que sostiene al mundo. El maestro alba-ñil labra una estatua de madera de un árbol jadira, y la hunde en el suelo, golpeándola con un coco, exactamente en el punto designado, para fijar bien la cabeza de la serpiente”. Encima de la estaca es colocada una piedra de busepadmacila). La piedra de ángulo se halla así exactamente en el “centro del mundo”. Pero el acto de fundación repite a un mismo tiempo el acto cosmogónico, pues “fijar”, clavar la estatua en la cabeza de la serpiente, es imitar la hazaña primordial de Soma56 o de Indra, cuando este último “hirió a la Serpiente en la cueva”,57 cuando su rayo le “cortó la cabeza”. 

La serpiente simboliza el caos, lo amorfo no manifestado. Indra encuentra a Vritra no dividida (aparvan), no despierta (abudhyam), dormida (adudhyamánam), sumida en el sueño más profundo (suskupánam), tendida (agayanam). Fulminarla y decapitarla equivale al acto de creación, con el paso de lo no manifestado a lo manifestado, de lo amorfo a lo formal. Vritra había confiscado las Aguas y las guardaba en la cavidad de las montañas. Esto quiere decir: 

1°, o que Vritra era el Señor absoluto —como lo era Tiamat o cualquier otra divinidad ofidia— de todo el caos anterior a la Creación; 

2°, o bien que la gran Serpiente, al guardar las Aguas para ella sola, había dejado al mundo entero asolado por la sequía. El sentido no se altera ya sea que esa confiscación ocurriera antes del acto de la Creación o después de la formación del mundo: Vritra “impide” que el mundo se haga, o dure. Símbolo de lo no manifestado, de lo latente o de lo amorfo, Vritra representa al Caos anterior a la Creación.  

En otra obra, Commentaires a la Légende du Mai-tre Manóle, hemos intentado explicar los ritos de construcciones como imitaciones del acto cosmogónico. La teoría que esos ritos implican se resume así: nada puede durar si no está “animado”, si no está dotado, por un sacrificio, de un “alma”; el prototipo del rito de construcción es el sacrificio que se hizo al fundar el mundo. A decir verdad, en ciertas cosmogonías arcaicas el mundo nació por el sacrificio de un monstruo primordial, símbolo del Caos (Tiamat), por el de un macroántropo cósmico (Ymir, Pan’Ku, Purusha). Para asegurar la realidad y la duración de una construcción se repite el acto divino de la construcción ejemplar: la Creación de los mundos y del hombre. Previamente se obtiene la “realidad” del lugar mediante la consagración del terreno, es decir, por su transformación en un “centro”; luego, la validez del acto de construcción se confirma mediante la repetición del sacrificio divino. Naturalmente, la consagración del “centro” se hace en un espacio cualitativamente distinto del espacio profano. Por la paradoja del rito, todo espacio consagrado coincide con el Centro del Mundo, así como el tiempo de un ritual cualquiera coincide con el tiempo mítico del “principio”. 

Por la repetición del acto cosmológico, el tiempo concreto, en el cual se efectúa la construcción, se proyecta en el tiempo mítico, in illo tem-pore en que se produjo la fundación del mundo. Así quedan aseguradas la realidad y la duración de una construcción, no sólo por la transformación del espacio profano en un espacio trascendente (“el Centro”), sino también por la transformación del tiempo concreto en tiempo mítico. Un ritual cualquiera, como ya tendremos ocasión de ver, se desarrolla no sólo en un espacio consagrado, es decir, esencialmente distinto del espacio profano, sino además en un “tiempo sagrado”, “en aquel tiempo” (in illo tempore, ab origine), es decir, cuando el ritual fue llevado a cabo por ver primera por un dios, un antepasado o un héroe. 

 MODELOS DIVINOS DE LOS RITUALES 

Todo ritual tiene un modelo divino, un arquetipo; el hecho es suficientemente conocido para que nos baste con recordar algunos ejemplos: “Debemos hacer lo que los dioses hicieron al principio”. “Así hicieron los dioses; así hacen los hombres.” Este adagio hindú resume toda la teoría subyacente en los ritos de todos los países. Encontramos esta teoría tanto en los pueblos llamados “primitivos” como en las culturas evolucionadas. Los aborígenes del sudeste de Australia, por ejemplo, practican la circuncisión con un cuchillo de piedra, porque así se lo enseñaron sus antepasados míticos;62 los negros amazulúes hacen lo mismo, porque Unkulunkulu (héroe civilizador) decretó in illo tempore: “Los hombres deben estar circuncisos para no ser semejantes a los niños”.

La ceremonia Hako de los indios paunis, tan admirablemente estudiada por Alice Fletcher, fue revelada a los sacerdotes por Tirawa, el Dios supremo, al principio de los tiempos. Entre los salvajes de Madagascar, “todas las costumbres y ceremonias familiares, sociales, nacionales, religiosas, deben ser observadas conforme al lilin-draza, es decir, a las costumbres establecidas y a las leyes no escritas heredadas de los antepasados...”. Es inútil multiplicar los ejemplos: se considera que los actos religiosos han sido fundados por los dioses, héroes civilizados o antepasados míticos. Dicho sea de paso, entre los “primitivos” no sólo los rituales tienen su modelo mítico, sino que cualquier acción humana adquiere su eficacia en la medida en que repite exactamente una acción llevada a cabo en el comienzo de los tiempos por un dios, un héroe o un antepasado. 

Al final del presente capítulo volveremos sobre esas acciones ejemplares que los hombres no hacen más que repetir sin cesar. Decíamos, no obstante, que semejante “teoría” no justifica el ritual solamente en las culturas “primitivas”. En el Egipto de los últimos siglos, por ejemplo, el poder del rito y del verbo que poseían los sacerdotes se debía a que aquéllos eran imitación de la hazaña primordial del dios Thot, que había creado el mundo por la fuerza de su Verbo. La tradición irania sabe que las fiestas religiosas fueron instauradas por Ormuz para conmemorar los actos de la Creación del Cosmos, la cual duró un año. Al final de cada período, que representaba respectivamente la creación del cielo, de las aguas, de la tierra, de las plantas, de los animales y del hombre, Ormuz descansaba cinco días, instaurando así las principales fiestas mazdeanas. 

El hombre no hace más que repetir el acto de la Creación; su calendario religioso conmemora, en el espacio de un año, todas las fases cosmogónicas que ocurrieron ab origine. De hecho, el año sagrado repite sin cesar la Creación, el hombre es contemporáneo de la cosmogonía y de la antropogonía, porque el ritual lo proyecta a la época mítica del comienzo. Una bacante imita mediante sus ritos orgiásticos el drama patético de Dionisos: un órfico repite a través de su ceremonial de iniciación las hazañas originales de Orfeo, etcétera. El sabat judeocristiano es también una imitatio Dei. 
El descanso del sabat reproduce el acto primordial del Señor, pues el séptimo día de la Creación fue cuando Dios “reposó de todas las obras que había hecho”. 

El mensaje del Salvador es en primer lugar un ejemplo que debe ser imitado. Después de lavar los pies a sus apóstoles, Jesús les dice: “Porque ejemplo os he dado para que como yo he hecho a vosotros, vosotros también hagáis”. La humildad no es sino una virtud; pero la humildad que se ejerce siguiendo el ejemplo del Salvador es un acto religioso y un medio de salvación: “...Que os améis, los unos a los otros, así como yo os he amado...” Ese amor cristiano está consagrado por el ejemplo de Jesús. Su práctica actual anula el pecado de la condición humana y diviniza al hombre. 

El que cree en Jesús puede hacer lo que El hizo; sus límites y sus impotencias quedan abolidos. “...El que en mí cree, él también hará las obras que yo hago.”
 La liturgia es precisamente una conmemoración de la vida y de la Pasión del Salvador. Más adelante veremos que esa conmemoración es de hecho una reactualización de “aquel tiempo”. Los ritos matrimoniales tienen también un modelo divino, y el casamiento humano reproduce la hie-rogamia, más particularmente la unión entre el Cielo y la Tierra. En el Atharva Veda (xiv, 2, 71) el casado y la casada se asimilan al Cielo y a la Tierra, mientras que en otro himno cada acción nupcial está justificada por un prototipo de los tiempos místicos: “Como Agni tomó la mano derecha de esta tierra, así te tomo la mano... que el dios Savitar te coja de la mano... Tvas-htar ha dispuesto su ropa, para estar hermosa, según la instrucción de Brhaspati y de los Poetas. ¡Quieran Savitar y Bhaga adornar a esta mujer de hijos, como hicieron con la Hija del Sol!”. 

Dido celebra su casamiento con Eneas en medio de una violenta tempestad; la unión de éstos coincide con la de los elementos; el Cielo abraza a su esposa, dispensando la lluvia fertilizante. 
En Grecia los ritos matrimoniales imitaban el ejemplo de Zeus que se unió secretamente con Hera. Diodoro de Sicilia (v, 72,4) nos asegura que la hierogamia cretense era imitada por los habitantes de la isla; en otros términos, la unión matrimonial hallaba justificación en un acontecimiento primordial que ocurrió “en aquel tiempo”. Deméter se unió a Jasón sobre la tierra recientemente sembrada, al principio de la primavera. El sentido de esa unión es claro: contribuye a promover la fertilidad del suelo, el prodigioso impulso de las fuerzas de creación telúrica. Ésta era una costumbre bastante frecuente, hasta el siglo pasado, en el Norte y el Centro de Europa (testigo de ello son las costumbres de unión simbólica de las parejas en los campos). 

En China, las jóvenes parejas iban en primavera a unirse sobre el césped, para estimular la “regeneración cósmica” y la “germinación universal”. En efecto, toda unión humana encuentra su modelo y su justificación en la hierogamia, la unión cósmica de los elementos. El Yue Ling (Libro de las prescripciones mensuales) establece que las esposas deben presentarse al Emperador para cohabitar con él el primer mes de la primavera, cuando se oye el trueno. El ejemplo cósmico es seguido también por el soberano y por todo el pueblo. La unión marital es un rito incorporado al ritmo cósmico, que adquiere su validez gracias a dicha integración. Todo el simbolismo paleooriental del casamiento puede explicarse por medio de modelos celestes. Los súmeros celebraban la unión de los elementos del día de Año Nuevo; en todo el Oriente antiguo, ese mismo día es señalado tanto por el mito de la hierogamia como por los ritos de la unión del rey con la diosa. 

Es en el día de Año Nuevo cuando Ishtar se acuesta en compañía de Tammuz, y cuando el rey reproduce esa hierogamia mítica cumpliendo la unión ritual con la diosa (es decir con la hieródula que la representa en la tierra) en una cámara secreta del templo, en la que se halla el lecho nupcial de la diosa. La unión divina asegura la fecundidad terrestre; cuando Ninlil se une con Enlil, la lluvia empieza a caer. Esa misma fecundidad queda asegurada por la unión ceremonial del rey, la de las parejas en la tierra, etcétera. El mundo se regenera cada vez que imita la hierogamia, es decir, cada vez que se lleva a cabo la unión matrimonial. El término alemán “Hochzeit” deriva de “Hochgezit”, fiesta del Año Nuevo. El casamiento regenera el “año” y por consiguiente confiere la fecundidad, la opulencia y la felicidad. La asimilación del acto sexual y del trabajo de los campos es frecuentemente en numerosas culturas.* En Çatapatha Brahmana, vii, 2, 2, 5, se asimila la tierra al órgano generador femenino (yoní) y la semilla al semen virile. “Vuestras mujeres son vuestras como la tierra.”

La mayoría de las orgías colectivas encuentra justificación ritual en la promoción de las fuerzas de la vegetación: se verifican en ciertas épocas críticas del año, cuando las simientes germinan o cuando las cosechas maduran, etcétera, y siempre tienen una hierogamia por modelo mítico. Tal es, por ejemplo, la orgía practicada por la tribu ewe (África Occidental) en el momento en que la cebada comienza a germinar; la orgía se legitima por una hierogamia (las jóvenes son ofrecidas al dios Pitón).80 Volvemos a encontrar esa misma legitimación entre los pueblos Oraon: la orgía de éstos se efectúa en mayo, en el momento de la unión del dios Sol con la diosa Tierra. Todos esos excesos orgiásticos hallan de uno u otro modo su justificación en un acto cósmico o biocósmico: regeneración del Año, época crítica de la cosecha, etcétera. 

Los mozos que desfilaban desnudos por las calles de Roma durante las Floralias (27 de abril), o tocaban a las mujeres en ocasión de las Lupercales, con el fin de conjurar la esterilidad de éstas, las libertades permitidas con motivo de la fiesta Holi en toda la India, el libertinaje que era de regla en Europa central y septentrional cuando se celebraban las fiestas de la cosecha, y que tanto dio que hacer a las autoridades eclesiásticas; todas esas manifestaciones tenían también un prototipo suprahumano y tendían a instaurar la fertilidad y la opulencia universales. (Para la significación cosmológica de la “orgía” véase el cap. II.) Es indiferente, para el fin que perseguimos con el presente estudio, saber en qué medida los ritos matrimoniales y la orgía crearon los mitos que los justifican. Lo que importa es el hecho de que tanto la orgía como el casamiento constituían rituales que imitaban actos divinos o ciertos episodios del drama sagrado del Cosmos; lo que importa es dicha legitimación de los actos humanos por un modelo extrahumano. 

El hecho de que comprobemos que el mito ha seguido algunas veces al rito —por ejemplo, las uniones ceremoniales pre-conyugales fueron anteriores a la aparición del mito de las relaciones preconyugales entre Hera y Zeus, mito que les sirvió de justificación— no hace disminuir en nada al carácter sagrado del ritual. El mito sólo es tardío en cuanto fórmula: pero en contenido es arcaico y se refiere a sacramentos, es decir, a actos que presuponen una realidad absoluta, extrahumana. 

ARQUETIPOS DE LAS ACTIVIDADES PROFANAS 

Pasemos ahora a otro ejemplo, el de la danza. Todas las danzas han sido sagradas en su origen; en otros términos, han tenido un modelo extrahumano. Podemos excusarnos de discutir aquí los detalles como que ese modelo haya sido a veces un animal totémico o emblemático; que sus movimientos fueran reproducidos con el fin de conjurar por la magia su presencia concreta, de multiplicarlo en número, de obtener para el hombre la incorporación al animal; que en otros casos el modelo haya sido revelado por la divinidad (por ejemplo, la pírrica, danza armada, creada por Atenea, etcétera) o por un héroe (la danza de Teseo en el Laberinto); que la danza fuera ejecutada con el fin de adquirir alimentos, honrar a los muertos o asegurar el buen orden del Cosmos; que se realizara en el momento de las iniciaciones, de las ceremonias mágicorreligiosas, de los casamientos, etcétera. 
Lo que nos interesa es su origen extrahumano presupuesto (pues toda danza fue creada in illo tempore, en la época mítica, por un “antepasado”, un animal totémico, un dios o un héroe). 

Los ritmos coreográficos tienen su modelo fuera de la vida profana del hombre; ya reproduzcan los movimientos del animal totémico o emblemático, o los de los astros, ya constituyan rituales por sí mismos (pasos laberínticos, saltos, ademanes efectuados por medio de los instrumentos ceremoniales, etcétera), una danza imita siempre un acto arquetípico o conmemora un momento mítico. En una palabra, es una repetición, y por consiguiente una reactualización de “aquel tiempo”.
 Luchas, conflictos, guerras, tienen la mayor parte de las veces una causa y una función rituales. 
Es una oposición estimulante entre las dos mitades del clan, o una lucha entre los representantes de dos divinidades (por ejemplo, en Egipto, el combate entre dos grupos que representaban a Osiris y a Seth), pero siempre conmemora un episodio del drama cósmico y divino. En ningún caso pueden explicarse la guerra o el duelo por motivos racionalistas. 

Hocart señaló muy justamente el papel ritual de las hostilidades.83 Cada vez que el conflicto se repite, hay imitación de un modelo arquetípico. En la tradición nórdica, el primer duelo ocurrió cuando Thor, provocado por el gigante Hrugner, encontró a éste en la “frontera” y lo venció en combate singular. Vuelve a encontrarse el mismo motivo en la mitología indoeuropea, y Georges Dumézil84 tiene razón al considerarlo como una versión tardía, pero sin embargo auténtica, del escenario muy antiguo de una iniciación militar. El joven guerrero había de reproducir el combate entre Thor y Hrugner; en efecto, la iniciación militar consiste en un acto de valentía cuyo prototipo mítico es dar muerte a un monstruo tricéfalo. Los frenéticos berserkires, guerreros feroces, repetían con toda exactitud el estado de furia sagrada (wut, menos, furor) del modelo primordial. 

La ceremonia hindú de la consagración de un rey, el rajasuya, “no es más que la reproducción terrestre de la antigua consagración que Varuna, el primer Soberano, hizo en su provecho: los Brahmana lo repiten hasta la saciedad... A lo largo de las explicaciones rituales vuelve, fastidiosa pero instructiva, la afirmación de que, si el rey cumple tal o cual acción, es porque en el alba de los tiempos, el día de su consagración, Varuna la llevó a cabo. Y ese mismo mecanismo puede descubrirse en todas las demás tradiciones, en la medida en que la documentación que poseemos nos lo permite (cf. las obras clásicas de Moret sobre el carácter sagrado de la realeza egipcia, y de Labat sobre la realeza asiriobabilónica). Los rituales de construcción repiten el acto primordial de la construcción cosmogónica. El sacrificio que se ejecuta cuando se edifica una casa (una iglesia, un puente, etcétera) no es sino la imitación en el plano humano del sacrificio primordial celebrado in illo tempore para dar nacimiento al mundo (véase cap. ii). 

El valor mágico y farmacéutico de ciertas hierbas se debe también a un prototipo de la planta, o al hecho de que ésta fue cogida por vez primera por un dios. Ninguna planta es preciosa en sí misma, sino solamente por su participación en un arquetipo o por la repetición de ciertos ademanes y palabras que, aislando a la planta de la especie profana, la consagra. Así, dos fórmulas de encantamiento anglosajonas del siglo xvi, que era costumbre pronunciar cuando se recogían las hierbas medicinales, precisan el origen de su virtud terapéutica: crecieron por primera vez (es decir, ab origine) en el monte sagrado del Calvario (en el “centro” de la Tierra): “Salve, oh hierba santa que crece en la tierra, primero te encontraste en el monte del Calvario, eres buena para toda clase de heridas; en el nombre del dulce Jesús, te cojo”, (1584). “Eres santa, Verbena, porque creces en la tierra, pues primero te encontraron en el monte del Calvario. 

Curaste a nuestro Redentor Jesucristo y cerraste sus heridas sangrantes; en el nombre (del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo) te cojo.” Se atribuye la eficacia de esas hierbas al hecho de que su prototipo fue descubierto en un momento cósmico decisivo (“en aquel tiempo”) en el monte Calvario. Recibieron su consagración por haber curado las heridas del Redentor. La eficacia de las hierbas recogidas sólo vale en cuanto quien las coge repite ese acto primordial de la curación. Por eso una antigua fórmula de encantamiento dice: “Vamos a coger hierbas para ponerlas sobre las heridas del Salvador”. Esas fórmulas de magia popular cristiana siguen una antigua tradición. En la India, por ejemplo, la hierba Kapitthaka (Feronia elephantum) cura la impotencia sexual, pues, ab origine, el Gandharva la utilizó para devolver a Varuna su virilidad. 

Por consiguiente, la recolección ritual de la hierba es, efectivamente, una repetición del acto del Gandharva. “A ti, hierba que el Gandharva arrancó para Varuna cuando éste perdió su virilidad, a ti te arrancamos.”Una larga invocación que figura en el Papiro de París89 indica el estatuto excepcional de la hierba recogida: “Has sido sembrada por Cronos, recibida por Hera, conservada por Amón, parida por Isis, alimentada por Zeus lluvioso; has crecido gracias al Sol y al rocío...”. Para los cristianos, las hierbas medicinales debían su eficiencia al hecho de haber sido halladas por vez primera en el monte Calvario. Para los antiguos, las hierbas debían su virtud a que habían sido descubiertas por primera vez por los dioses. “Betónica, tú que fuiste descubierta por primera vez por Esculapio, o por el centauro Quirón...”, tal es la invocación recomendada por un tratado de her-borística.90 Sería fastidioso —y hasta inútil para el designio de este ensayo— recordar los prototipos míticos de todas las actividades humanas. 

El hecho de que la justicia humana, por ejemplo, que está fundada en la idea de “ley”, tiene un modelo celeste y trascendente en las normas cósmicas (tao, artha, rta, tzedek, themis, etcétera) es demasiado conocido para que insistamos en él. También es una característica de las estéticas arcaicas el que “las obras del arte humano sean imitaciones de las del arte divino”, y los estudios de Anan-da K. Coomaraswamy lo han puesto en evidencia admirablemente. Es interesante observar que aun el estado de beatitud, la eudaimonia, es una imitación de la condición divina, para no hablar de las diversas suertes de entusiasmos creados en el alma del hombre por la repetición de ciertos actos realizados por los dioses in illo tempore (orgía dionisíaca, etcétera): “La actividad de Dios, cuya beatitud supera todo, es puramente contemplativa, y entre las actividades humanas la más venturosa de todas es la que más se acerca a la actividad divina”; “hacerse tan parecido a Dios como posible sea”; haec hominis est perfectio, similitudo Dei (Santo Tomás de Aquino). 

Debemos agregar que, para la “mentalidad primitiva”, cuya estructura ha sido recientemente estudiada por Van der Leeuw con tanta penetración, todos los actos importantes de la vida corriente han sido revelados ab origine por dioses o héroes. Los hombres no hacen sino repetir infinitamente esos gestos ejemplares y paradigmáticos. La tribu australiana yuin sabe que Daramulun, “All Father”, inventó, especialmente para ella, todos los instrumentos y todas las armas que ella ha utilizado hasta ahora.96 Asimismo, la tribu kurnai sabe que Munganngaua, el Ser Supremo, vivió cerca de ella, en la Tierra, al principio de los tiempos, a fin de enseñarle cómo fabricar los instrumentos de trabajo, las barcas, las armas, “en una palabra, todos los oficios que conoce”. 

En Nueva Guinea, numerosos mitos hablan de largos viajes por mar, proveyendo así “modelos a los navegantes actuales”, y también modelos para todas las demás actividades, “ya se trate de amor, de guerra, de pesca, de producir la lluvia, o de cualquier otra cosa... El relato suministra precedentes para los diferentes momentos de la construcción de un barco, para los tabúes sexuales que ésta implica, etcétera”.98 Cuando un capitán se hace a la mar, personifica al héroe mítico Aori. “Lleva el traje que Aori vestía según el mito; como él, tiene la cara ennegrecida, y en los cabellos un love semejante al que Aori quitó de la cabeza de Ivi. Baila en la cubierta, y abre los brazos como Aori desplegaba sus alas... Un pescador me dice que cuando iba a cazar peces (con su arco) se consideraba el propio Kivavia. No imploraba el favor y la ayuda de ese héroe mítico: se identificaba con él.”

Ese simbolismo de los precedentes míticos se encuentra igualmente en otras culturas primitivas. Respecto de los karuks de California, J.P. Harrington escribe: “El karuk hacía lo que hacía porque se creía que los ikxareyavs habían dado el ejemplo en los tiempos míticos. Esos ikxareyavs eran la gente que vivía en América antes de la llegada de los indios. Los karuks modernos, como no saben de qué modo explicar esa palabra, proponen traducciones como ‘los príncipes’, ‘los jefes’, ‘los ángeles’... No quedaron con ellos más que el tiempo necesario para dar a conocer y poner en ejecución todas las costumbres, diciendo cada vez a los karuks: ‘Así harán los humanos’. Sus actos y sus palabras son aún hoy referidas y citadas en las fórmulas mágicas de los karuks.” 

El potlach, ese curioso sistema de comercio ritual que se halla en el Noroeste de América, al que Marcel Mauss consagró un estudio célebre (Essai sur le don, forme archaique de l’échange), no es más que la repetición de una costumbre introducida por los antepasados en la época mítica. 
Los ejemplos podrían multiplicarse fácilmente.

 LOS MITOS Y LA HISTORIA 

Cada uno de los ejemplos citados en el presente capítulo nos revela la misma concepción ontológica “primitiva”; un objeto o un acto no es teoría real más que en la medida en que imita o repite un arquetipo. Así, la realidad se adquiere exclusivamente por repetición o participación:, todo lo que no tiene un modelo ejemplar está “desprovisto de sentido”, es decir, carece de realidad. Los hombres tendrán, pues, la tendencia a hacerse arquetípicos y paradigmáticos. 

Esta tendencia puede parecer paradójica, en el sentido de que el hombre de las culturas tradicionales no se reconoce como real sino en la medida en que deja de ser él mismo (para un observador moderno) y se contenta con imitar y repetir los actos de otro. En otros términos, no se reconoce como real, es decir, como “verdaderamente él mismo” sino en la medida en que deja precisamente de serlo. Sería, pues, posible decir que esa ontología “primitiva” tiene una estructura platónica, y Platón podría ser considerado en este caso como el filósofo por excelencia de la “mentalidad primitiva”, o sea como el pensador que consiguió valorar filosóficamente los modos de existencia y de comportamiento de la humanidad arcaica. 

Evidentemente, la “originalidad” de su genio filosófico no desmerece por ello; pues el gran mérito de Platón sigue siendo su esfuerzo por justificar teóricamente esa visión de la humanidad arcaica, empleando los medios dialécticos que la espiritualidad de su tiempo ponía a su disposición. Pero nuestro interés no se dirige a ese aspecto de la filosofía platónica; apunta a la ontología arcaica. Reconocer la estructura platónica de esa ontología no nos llevará muy lejos. Mucho más importante es la segunda conclusión que se desprende del análisis de los hechos citados en las páginas precedentes, a saber, la abolición del tiempo por la imitación de los arquetipos y por la repetición de las hazañas paradigmáticas. Un sacrificio, por ejemplo, no sólo reproduce exactamente el sacrificio inicial revelado por un dios ab origine, al principio, sino que sucede en ese mismo momento mítico primordial; en otras palabras: todo sacrificio repite el sacrificio inicial y coincide con él. 

Todos los sacrificios se cumplen en el mismo instante mítico del Comienzo; por la paradoja del rito, el tiempo profano y la duración quedan suspendidos. Y lo mismo ocurre con todas las repeticiones, es decir, con todas las imitaciones de los arquetipos; por esa imitación el hombre es proyectado a la época mítica en que los arquetipos fueron revelados por vez primera. Percibimos, pues, un segundo aspecto de la ontología primitiva; en la medida en que un acto (o un objeto) adquiere cierta realidad por la repetición de los gestos paradigmáticos, y solamente por eso, hay abolición implícita del tiempo profano, de la duración, de la “historia”, y el que reproduce el hecho ejemplar se ve así transportado a la época mítica en que sobrevino la revelación de esa acción ejemplar. 

La abolición del tiempo profano y la proyección del hombre en el tiempo mítico no se producen naturalmente, sino en los intervalos esenciales, es decir, aquellos en que el hombre es verdaderamente él mismo: en el momento de los rituales o de los actos importantes (alimentación, generación, ceremonia, caza, pesca, guerra, etcétera). El resto de su vida se pasa en el tiempo profano y desprovisto de significación: en el “devenir”. Los textos brahmánicos ponen muy claramente de manifiesto la heterogeneidad de los dos tiempos, el sagrado y el profano, de la modalidad de los dioses ligada a la “inmortalidad” y de la del hombre ligada a la “muerte”. En la medida en que repite el sacrificio arquetípico, el sacrificante en plena operación ceremonial abandona el mundo profano de los mortales y se incorpora al mundo divino de los inmortales. Por lo demás, lo declara en estos términos: “He alcanzado el Cielo, los dioses; ¡me he hecho inmortal!”

Si entonces bajara sin cierta preparación al mundo profano, que abandonó durante el rito, moriría de golpe; por eso son indispensables ciertos ritos de desconsagración para reintegrar al sacrificante al tiempo profano. Lo mismo sucede durante la unión sexual ceremonial; el hombre deja de vivir en el tiempo profano y desprovisto de sentido, puesto que imita a un arquetipo divino. 
El pescador melanesio, cuando sale al mar, se convierte en el héroe Aori y se encuentra proyectado en el tiempo mítico, en el momento en que acontece el viaje paradigmático. Así como el espacio profano es abolido por el simbolismo del Centro que proyecta cualquier templo, palacio o edificio en el mismo punto central del espacio mítico, del mismo modo cualquier acción dotada de sentido llevada a cabo por el hombre arcaico, una acción real cualquiera, es decir, una repetición cualquiera de un gesto arquetípico, suspende la duración, excluye el tiempo profano y participa del tiempo mítico. 

En el capítulo venidero, cuando examinemos una serie de concepciones paralelas en relación con la regeneración del tiempo y el simbolismo del Año Nuevo, tendremos ocasión de comprobar que esa suspensión del tiempo profano corresponde a una necesidad profunda del hombre arcaico. Comprenderemos entonces la significación de esa necesidad, y veremos en primer término que el hombre de las culturas arcaicas soporta difícilmente la “historia” y que se esfuerza por anularla en forma periódica. Los hechos que hemos examinado en el presente capítulo adquirirán entonces otras significaciones. Pero, antes de abordar el problema de la regeneración del tiempo, conviene considerar desde un punto de vista diferente el mecanismo de la transformación del hombre en arquetipo mediante la repetición. Examinaremos un caso preciso: ¿en qué medida la memoria colectiva conserva el recuerdo de un acontecimiento “histórico”? 

Hemos visto que el guerrero, sea cual fuere, imita a un “héroe” y trata de acercarse lo más posible a ese modelo arquetípico. Veamos ahora lo que el pueblo recuerda de un personaje histórico cuyos actos están bien atestiguados por documentos. Atacando el problema desde este ángulo damos un paso adelante, puesto que ahora se trata de una sociedad a la que, pese a ser “popular”, no se la puede calificar de “primitiva”. Refirámonos, para dar un solo ejemplo, al conocido mito paradigmático del combate entre el Héroe y una serpiente gigantesca, a menudo tricéfala que a veces es reemplazada por un monstruo marino (In-dra, Heracles, etcétera; Marduk). Allí donde la tradición goza todavía de cierta actualidad, los grandes soberanos se consideran como los imitadores del héroe primordial: Darío se juzgaba como un nuevo Thraetaona, héroe mítico iranio de quien se decía que había dado muerte a un monstruo tricéfalo; para él —y por él— la historia era regenerada, pues de hecho la historia se convertía en la reactualización de un mito heroico primordial. 

Los adversarios del faraón eran considerados como “hijos de la ruina, de los lobos, de los perros”, etcétera. En el texto llamado Libro de Apofis, los enemigos a quienes combate el faraón son identificados con el dragón Apofis, mientras que el faraón era asimilado al dios Ra, vencedor del dragón.104 La misma transfiguración de la historia en mito, pero por otro medio, se halla en las visiones de los poetas hebreos. Para poder “soportar la historia”, es decir, las derrotas militares y las humillaciones políticas, los hebreos interpretaban los acontecimientos contemporáneos por medio del antiquísimo mito cosmogó-nico-heroico que implicaba, evidentemente, la victoria provisional del dragón, pero sobre todo su muerte final a manos de un Rey-Mesías. Por tal causa la imaginación da a los reyes paganos los rasgos del dragón;105 tal es el Pompeo descrito en los Salmos de Salomón (ix, 29), el Nabucodonosor presentado por Jeremías (51, 34). 

Y en el Testamento de Asher (vii, 3) el Mesías mata al dragón bajo el agua. En los casos de Darío y del faraón, como en el de la tradición mesiánica de los hebreos, nos hallamos frente a la concepción de una “élite” que interpreta la historia contemporánea por medio de un mito. Se trata, pues, de una serie de acontecimientos contemporáneos que están articulados e interpretados conforme al modelo atemporal del mito heroico. Para un moderno, hipercrítico, la pretensión de Darío podría significar jactancia o propaganda política, y la transformación mítica de los reyes paganos en dragones consistiría en la laboriosa invención de una minoría hebrea incapaz de soportar la “realidad histórica” y deseosa de consolarse a toda costa refugiándose en el mito y el wishful-thinking. Lo erróneo de una interpretación tal —puesto que para nada tiene en cuenta la estructura de la mentalidad arcaica— se relaciona, entre otras cosas, con el hecho de que la memoria popular aplica una articulación y una interpretación completamente análogas a los acontecimientos y a los personajes históricos. 

Si bien se puede sospechar que la transformación en mito de la biografía de Alejandro Magno tiene un origen literario, y por consiguiente se la puede acusar de ser artificial, esa objeción carece de todo valor en cuanto a los documentos que más adelante mencionaremos. Dieudonné de Gozon, tercer Gran Maestre de los caballeros de San Juan de Rodas, se hizo célebre por haber dado muerte al dragón de Malpasso. Como era natural, en la leyenda el príncipe de Gozon ha sido dotado de los atributos de San Jorge, conocido por su lucha victoriosa contra el monstruo. Es inútil precisar que el combate del príncipe de Gozon no se menciona en los documentos de su tiempo y que sólo comienza a hablarse de él unos dos siglos después del nacimiento del héroe. En otros términos: por el simple hecho de haber sido considerado como un héroe, el príncipe de Gozon fue elevado a una categoría, a la de arquetipo, en la cual ya no se han tenido en cuenta sus hazañas auténticas, históricas, sino que se le ha conferido una biografía mítica en la que era imposible omitir el combate con un monstruo reptil. M. P. Caraman, en un estudio muy documentado sobre la génesis de la balada histórica, nos dice que de un acontecimiento histórico bien determinado (un invierno particularmente riguroso, mencionado en la crónica de Leunclavio, así como en otras fuentes polacas, durante el cual todo un ejército turco halló la muerte en Moldavia) no ha quedado casi nada en la balada rumana que relata esa expedición catastrófica de los turcos, pues el acontecimiento histórico ha sido transformado en un hecho mítico (Malkosch Bajá combatiendo al rey Invierno, etcétera). 

Esa “mitificación” de las personalidades históricas se observa de modo completamente análogo en la poesía heroica yugoslava. Marko Krajilevic, protagonista de la epopeya yugoslava, se distinguió por su valentía durante la segunda mitad del siglo xiv. Su existencia histórica no puede ponerse en duda, y hasta se conoce la fecha de su muerte (1394). Pero, una vez que ha entrado en la memoria popular, la personalidad histórica de Marko es anulada y su biografía reconstituida según normas míticas. Su madre es una Vila, un hada, del mismo modo que los héroes griegos eran hijos de una ninfa o de una náyade. También su esposa es una Vila, a la que conquista con artimañas, cuidando de disimular bien sus alas por temor a que las encuentre, alce el vuelo y lo abandone (lo que, por lo demás, ocurre en ciertas variantes de la balada, después del nacimiento de su primer hijo: cf. el mito del héroe maorí Tawhaki, a quien su mujer, un hada bajada del Cielo, abandona luego de darle un hijo). Marko combate con un dragón de tres cabezas y lo mata, por analogía con el modelo arquetípico de Indra, Thraetaona, Heracles, etcétera.* Conforme al mito de los “hermanos enemigos”, él también lucha con su hermano Andrija y lo mata. Los anacronismos abundan en el ciclo de Marko, como en los demás ciclos épicos arcaicos. Muerto en 1394, Marko era ya el amigo, ya el enemigo de Juan Huniadi, que se distinguió en las guerras con los turcos alrededor de 1450. (Es interesante observar que la comparación de esos dos héroes están atestiguadas en los manuscritos de las baladas épicas del siglo xvii, es decir, doscientos años después de la muerte de Huniadi. 

En los poemas épicos modernos los anacronismos son mucho más raros. Los personajes que en ellos se celebran no han tenido tiempo todavía de ser transformados en héroes míticos.) El mismo prestigio mítico aureola a otros héroes de la poesía épica yugoslava. Vukashin y Novak desposan unas Vila. Vuk (el “Dragón déspota”) combate con el dragón de Jastrebac, y puede transformarse en dragón. Vuk, que reinó en el Srijem entre 1471 y 1485, acude en ayuda de Lázaro y Milica, muertos alrededor de medio siglo antes. En los poemas cuya acción gravita alrededor de la primera batalla de Kosovo (1389) se habla de personajes fallecidos hacía veinte años (por ejemplo Vikashin) o que sólo debían morir un siglo después (Erceg Stejepan). Las hadas (Vila) curan a los héroes heridos, los resucitan, les predicen el porvenir, los informan de los peligros inminentes, etcétera, tal como, en el mito, un ser femenino ayuda y protege al Héroe. Ninguna “prueba” heroica falta: clavar una manzana en el tiro con flecha y arcos, saltar por encima de varios caballos, reconocer a una joven en medio de un grupo de muchachos vestidos todos del mismo modo, etcétera. 

Todo ello, naturalmente, no invalida en absoluto el carácter histórico de los personajes cantados por la poesía épica. “Mith is the last —not the first— stage in the development of a hero.” 
Pero viene a confirmar la conclusión a que han llegado numerosos investigadores:112 el recuerdo de un acontecimiento histórico o de un personaje auténtico no subsiste más de dos o tres siglos en la memoria popular. Esto se debe al hecho de que la memoria popular retiene difícilmente acontecimientos “individuales” y figuras “auténticas”. Funciona por medio de estructuras diferentes; categorías en lugar de acontecimientos, arquetipos en vez de personajes históricos. El personaje histórico es asimilado a su modelo mítico (héroe, etcétera), mientras que el acontecimiento se incluye en la categoría de las acciones míticas (lucha contra el monstruo, hermanos enemigos, etcétera). 

Si ciertos poemas épicos conservan lo que se llama “verdad histórica”, esa “verdad” no concierne casi nunca a personajes y acontecimientos precisos, sino a instituciones, costumbres, paisajes. Así, por ejemplo, como observa M. Murko, los poemas épicos servios describen de manera suficientemente exacta la vida en la frontera austroturca y turcoveneciana antes de la paz de Carlovitch en 1699.* Pero tales “verdades históricas” no se refieren a “personalidades” o a “acontecimientos”, sino a formas tradicionales de la vida social y política (cuyo “devenir” es más lento que el “devenir” individual), en una palabra, a arquetipos. La memoria colectiva es ahistórica. Esta afirmación no implica establecer un “origen popular” para el folclore ni defender la teoría de la “creación colectiva” respecto de la poesía épica. Murko, Chadwick y otros sabios han puesto en evidencia el papel de la personalidad creadora, del “artista”, en la invención y el desarrollo de la poesía épica. Sólo queremos decir que —independientemente del origen de los temas folclóricos y del talento más o menos grande del creador de la poesía épica— el recuerdo de los acontecimientos históricos y de los personajes auténticos es modificado al cabo de dos o tres siglos a fin de que pueda entrar en el molde de la mentalidad arcaica, que no puede aceptar lo individual y sólo conserva lo ejemplar. Esa reducción de los acontecimientos a las categorías y de los individuos a los arquetipos, realizada por la conciencia de las capas populares europeas casi hasta nuestros días, se efectúa de conformidad con la ontología arcaica. 

Podría decirse que la memoria popular restituye al personaje histórico de los tiempos modernos su significación de imitador del arquetipo y de reproductor de las acciones arquetípicas, significación de la cual los miembros de las sociedades arcaicas han sido y continúan siendo conscientes (como lo demuestran los ejemplos citados en este capítulo), pero que ha sido olvidada, por ejemplo, por personajes como Dieudonné de Gozon o Marko Krajlevic. El carácter ahistórico de la memoria popular, la impotencia de la memoria colectiva para retener los acontecimientos y las individualidades históricas sino en la medida en que los transforma en arquetipos, es decir, en la medida en que anula todas sus particularidades “históricas” y “personales”, plantean una serie de problemas nuevos cuya indagación nos vemos obligados a postergar por el momento. Pero a esta altura tenemos el derecho a preguntarnos si la importancia de los arquetipos para la conciencia del hombre arcaico y la incapacidad para la memoria popular de retener lo que no sean arquetipos no nos revelan algo más que la resistencia de la espiritualidad tradicional frente a la historia; si no nos revela la caducidad, o en todo caso el carácter secundario, de la individualidad humana en cuanto tal, individualidad cuya espontaneidad creadora constituye, en último análisis, la autenticidad y la irreversibilidad de la historia. 

En todo caso es notable que por un lado la memoria popular se niegue a conservar los elementos personales, “históricos”, de la biografía de un héroe, mientras que por el otro las experiencias míticas superiores implican una elevación última del Dios personal al Dios transpersonal. También sería instructivo comparar desde ese punto de vista las concepciones de la existencia después de la muerte, tal cual han sido elaboradas por las diversas tradiciones. 
La transformación del difunto en “antepasado” corresponde a la fusión del individuo en una categoría de arquetipo. En numerosas tradiciones (en Grecia, por ejemplo) las almas de los muertos ordinarios no tienen “memoria”, es decir, pierden lo que puede llamarse su individualidad histórica. 
La transformación de los muertos en larvas, etcétera, significa en cierto sentido su reintegración al arquetipo impersonal del “antepasado”. El hecho de que en la tradición griega sólo los héroes conservan su personalidad (es decir, su memoria) después de la muerte es de fácil comprensión: como durante su vida terrestre sólo realizó actos ejemplares, el héroe conserva el recuerdo de éstos, puesto que, desde cierto punto de vista, esos actos fueron impersonales. 

Dejando a un lado las concepciones de la transformación de los muertos en “antepasados” y considerando el hecho de la muerte como una conclusión de la “historia” del individuo, no deja de ser muy natural que el recuerdo post-mortem de esa “historia” sea limitado o, en otros términos, que el recuerdo de las pasiones, de los acontecimientos, de todo lo que se vincula con la individualidad propiamente dicha, cese en un momento dado de la existencia después de la muerte. En cuanto a la objeción según la cual una supervivencia impersonal equivale a una muerte verdadera (en la medida en que sólo la personalidad y la memoria vinculada a la duración y a la historia pueden considerarse supervivencia), únicamente es valedera desde el punto de vista de una “conciencia histórica”, en otras palabras, desde el punto de vista del hombre moderno, pues la conciencia arcaica no concede importancia alguna a los recuerdos “personales”. 

No es fácil precisar qué podría significar semejante “supervivencia de la conciencia impersonal”, aun cuando ciertas experiencias espirituales puedan dejarlo entrever; ¿qué hay de “personal” y de “histórico” en la emoción que se experimenta escuchando música de Bach, en la atención necesaria para la resolución de un problema de matemática, en la lucidez concentrada que presupone el examen de una cuestión filosófica cualquiera? En la medida en que se deja sugestionar por la “historia”, el hombre moderno se siente menoscabado por la posibilidad de esa supervivencia impersonal. Pero el interés por la reversibilidad y la “novedad” de la historia es un descubrimiento reciente en la vida de la humanidad. En cambio, como vamos a verlo al instante, la humanidad arcaica se defendía como podía de todo lo que la historia comportaba de nuevo y de irreversible.

Mircea Eliade
 ___________________________________________ 

* Éste no es lugar para acometer el problema del combate entre el monstruo y el héroe (cf. Schweitzer, Heracles, 1922; A. Lods, Comptes Rendus de l'Académie des Inscriptions, 1943, pág. 283 y sig.). Es muy probable, como lo sugiere G. Dumézil (Horace et les Curiaces, especialmente pág. 126 y sig.), que el combate del héroe con un monstruo tricéfalo sea una transformación en mito de un ritual de iniciación arcaica. Esa iniciación no siempre pertenece al tipo "heroico", como se desprende, entre otros, de los paralelos notados por Dumézil (págs. 129-130) en la Colombia británica, donde también se trata de iniciación camánica. 

Si en la mitología cristiana San Jorge lucha "heroicamente" con el dragón y lo mata, otros santos alcanzan el mismo resultado sin combate (cf. Las leyendas francesas de San Samson, San Julián, Santa Margarita, San Bié, etcétera; P. Sébillot, Le Folklore de la Franee, 1,1904, pág. 468; III, 1906, 298, 299). Por otro lado, no debe olvidarse que, fuera de su papel eventual en los ritos y los mitos de iniciación heroica, el dragón representa en muchas otras tradiciones (austroasiática, hindú, africana, etcétera) un simbolismo cósmico: simboliza la involución, la modalidad preformal del Universo, el "Uno" no fragmentado de antes de la Creación (cf. Ananda Coomaraswamy, The darker side of the dawn, Washington, 1938; Sir Gawain and the Green knight: Indra and Namuci, "Speculum", enero de 1944, págs. 1-25). Por eso serpientes y dragones son en casi todas partes identificados con los "señores del lugar", con los "autóctonos", contra quienes habían de luchar los recién llegados, los "conquistadores", los que deben "formar" (es decir, "crear") los territorios ocupados. (Sobre la asimilación de las serpientes y de los "autóctonos", cf. Ch. Autran, L'Épopée indoue, París, 1946, pág. 66 y sig.)

No hay comentarios:

Publicar un comentario