martes, 3 de septiembre de 2019

EL MITO DEL ETERNO RETORNO - LA REGENERACIÓN DEL TIEMPO “AÑO”, AÑO NUEVO, COSMOGONÍA - PARTE II



REGENERACIÓN CONTINUA DEL TIEMPO 

No hay razón para dejarse desconcertar por la heterogeneidad de los materiales que hemos examinado en las página anteriores. Nuestra intención no es extraer de una rápida exposición una conclusión histórico-etnográfica cualquiera. Hemos apuntado únicamente a un análisis fenomenológico sumario de los ritos periódicos de purificación (expulsión de los demonios, enfermedades y pecados) y de los ceremoniales de fin y principio de año. Somos los primeros en reconocer que en el interior de cada grupo de creencias análogas existen matices, diferencias, incompatibilidades, que el origen y difusión de esos ceremoniales plantean una cantidad de problemas insuficientemente estudiados todavía. Por eso precisamente hemos evitado toda interpretación sociológica o etnográfica, y nos hemos conformado con una simple exégesis del sentido general que se desprende de todos esos ceremoniales. 

En definitiva, nuestra ambición es comprender su sentido, esforzarnos por ver lo que nos muestran, aun cuando reservemos para investigaciones futuras el examen particular —genético o histórico— de cada conjunto mítico-ritual. Cae de su peso que existen, y estaríamos tentados de escribir que deben existir, diferencias bastante considerables entre los diversos grupos de ceremonias periódicas, aunque sólo fuera por la sencilla razón de que se trata de pueblos o de capas “históricas” y “ahistóricas”, de lo que generalmente se llaman civilizados y “primitivos”. 

Además es interesante observar que los escenarios de Año Nuevo en los cuales se repite la Creación son más particularmente explícitos en los pueblos históricos, aquéllos con los cuales comienza la historia propiamente dicha, es decir, los babilonios, egipcios hebreos, iranios. Diríase que esos pueblos, conscientes de que eran los primeros en edificar la “historia”, registraron sus propios actos para uso de sus sucesores (empero, no sin transfiguraciones inevitables en las categorías y los arquetipos, como lo hemos visto en el capítulo precedente). Esos mismos pueblos parecen, por lo demás, haber sentido de modo más profundo la necesidad de regenerarse periódicamente aboliendo el tiempo pasado y reactualizando la cosmogonía. 

En cuanto a las sociedades “primitivas” que aún viven en el paraíso de los arquetipos (para las cuales el tiempo sólo está registrado biológicamente, sin que se le permita transformarse en “historia”, es decir, sin que se le deje ejercer sobre la conciencia su corrosiva acción consistente en la revelación de la irreversibilidad de los acontecimientos), se regeneran periódicamente por la expulsión de los “males” y la confesión de los pecados; hasta podríamos decir que ciertos pueblos expresan los momentos cosmogónicos en términos vegetales. La necesidad que esas sociedades sienten también de una regeneración periódica es una prueba de que ellas tampoco pueden mantenerse sin cesar en lo que anteriormente llamábamos el “paraíso de los arquetipos”, y de que su memoria consigue hallar (mucho menos interesante, sin duda, que la de un hombre moderno) la irreversibilidad de los acontecimientos, es decir, registrar la “historia”. Así, pues, también para esos pueblos primitivos la existencia del hombre en el Cosmos se considera como una caída. 

La morfología inmensa y monótona de la confesión de los pecados, magistral-mente estudiada por R. Pettazzoni en La confessione dei peccati, nos muestra, que aun en las más simples sociedades humanas, la memoria “histórica”, es decir, el recuerdo de acontecimientos que no derivan de ningún arquetipo, el de los acontecimientos “personales” (“pecados” en la mayor parte de los casos), es insoportable. Sabemos que en el origen de la confesión de los pecados se halla una concepción mágica de la eliminación de la falta por un medio físico (sangre, palabra, etcétera). 
Pero lo que nos interesa no es el procedimiento de la confesión en sí —es de estructura mágica— sino la necesidad del hombre primitivo de librarse del recuerdo del “pecado”, es decir, de una secuencia de acontecimientos “personales” cuyo conjunto constituye la “historia”. 
Está relacionada con ello la inmensa importancia adquirida por la regeneración colectiva por medio de la repetición del acto cosmogónico en los pueblos creadores de la historia. 
Podríamos recordar que, por razones diferentes, claro está, pero también debido a la estructura metafísica y antihistórica de la espiritualidad hindú, los hindúes no han elaborado un escenario cosmológico de Año Nuevo de las proporciones de los que se encuentran en el Cercano Oriente. 

También podríamos recordar ahora que un pueblo histórico por excelencia, el pueblo romano, vivió sin cesar con la obsesión del “fin de Roma” y buscó innumerables sistemas de renovatio. 
Pero no quisiéramos, por el momento, llevar al lector por esa vía. Nos contentaremos, pues, con recordar que fuera de esas ceremonias periódicas de abolición de la “historia”, las sociedades tradicionales (es decir, todas la sociedades hasta la de hoy) conocían y aplicaban otros métodos diversos para lograr la regeneración del tiempo. Por lo demás, hemos mostrado (Comentarii la legenda Mesterului Manóle; véase también el capítulo precedente) que los rituales de construcción presuponen asimismo la imitación más o menos explícita del acto cosmogónico. 

Para el hombre tradicional, la imitación de un modelo arquetípico es una reactualización del momento mítico en que el arquetipo fue revelado por vez primera. Por consiguiente, también esos ceremoniales, que no son ni periódicos ni colectivos, suspenden el transcurso del tiempo profano, la duración, y proyectan al que los celebra in illo tempore. Hemos visto que todos los rituales imitan un arquetipo divino y que su actualización continua ocurre en el mismo instante mítico atemporal. 
Sin embargo, los ritos de construcción nos descubren algo más: la imitación, y por ende la reactualización, de la cosmogonía. Una “era nueva” se abre con la construcción de cada casa. Toda construcción es un principio absoluto, es decir, tiende a restaurar el instante inicial, la plenitud de un presente que no contiene traza alguna de “historia”. 

Claro está que los rituales de construcción que encontramos en nuestros días son en buena parte supervivencias, y es difícil precisar en qué medida les corresponde una experiencia en la conciencia de quienes las observan. Pero esta objeción racionalista es desdeñable. Lo que importa es que el hombre sintió la necesidad de reproducir la cosmogonía en sus construcciones, fuesen de la especie que fuesen; que esa reproducción lo hacía contemporáneo del momento mítico del principio del Mundo, y que sentía la necesidad de volver con toda la frecuencia que fuera posible a ese momento mítico para regenerarse. Muy perspicaz sería quien pudiera decir en qué medida los que en la actualidad observan los rituales de construcción están capacitados todavía para participar en su misterio. Sin duda sus experiencias son más bien profanas: la “nueva era” marcada por una construcción se traduce en una “etapa nueva” de la vida de quienes van a habitar la casa. 
Pero la estructura del mito y del rito no deja de permanecer inmutable, pese a que las experiencias provocadas por su actualización no tengan ya más que un carácter profano: una construcción es una organización nueva del mundo y de la vida. Para encontrar la experiencia de la renovación, a un hombre moderno, de sensibilidad menos cerrada al milagro de la vida, le bastaría el momento en que construye una casa o penetra en ella (exactamente como el Año Nuevo conserva todavía el prestigio del final de un pasado y del comienzo de una “vida nueva”). 
   


La Luna es el primer muerto, pero también el primer muerto que resucita. En otro lugar hemos mostrado  la importancia de los mitos lunares en la organización de las primeras “teorías” coherentes respecto de la muerte y a la resurrección, la fertilidad y la regeneración, las iniciaciones, etcétera. Aquí bastará que recordemos que si la Luna sirve de hecho para “medir” el tiempo (en las lenguas indoeuropeas la mayor parte de los términos que designan los meses y la Luna derivan de la raíz me-, que ha dado en latín tanto mensis como metior, “medir”), si sus fases revelan — mucho antes que el año solar y de manera mucho más concreta— una unidad de tiempo (el mes), a la par revela el “eterno retorno”. 

Las fases de la Luna —aparición, crecimiento, mengua, desaparición seguida de reaparición al cabo de tres noches de tinieblas— han desempeñado un papel importantísimo en la elaboración de las concepciones cíclicas. Encontramos sobre todo concepciones análogas en los apocalipsis y las antropogonías arcaicas; el diluvio o la inundación ponen fin a una humanidad agotada y pecadora, y una nueva humanidad regenerada nace, habitualmente de un “antepasado” mítico, salvado de la catástrofe, o de un animal lunar. El análisis estratigráfico de esos grupos de mitos pone de manifiesto su carácter lunar. Esto significa que el ritmo lunar no sólo revela intervalos cortos (semana, mes), sino que sirve también de arquetipo para duraciones considerables; de hecho, el “nacimiento” de una humanidad, su crecimiento, su decrepitud (su “desgaste”) y su desaparición son asimilados al ciclo lunar. Y esta asimilación no es sólo importante porque nos revela la estructura “lunar” del devenir universal, sino también por sus consecuencias optimistas: pues así como la desaparición de la Luna nunca es definitiva, puesto que necesariamente va seguida de una luna nueva, la desaparición del hombre no lo es mucho más y especialmente la desaparición incluso de toda una humanidad (diluvio, inundación, sumersión de un continente, etcétera) nunca es total, pues una humanidad renace de una pareja de sobrevivientes. Esta concepción cíclica de la desaparición y de la reaparición de la humanidad se ha conservado igualmente en las culturas históricas. 

En el siglo iii a. de C. Beroso vulgarizaba en todo el mundo helénico —de donde había de difundirse luego entre los romanos y los bizantinos— la doctrina caldea del “Año Magno”. En ella se considera el Universo como eterno, pero es aniquilado y reconstruido periódicamente cada “Año Magno” (el correspondiente número de milenios varía de una a otra escuela); cuando los siete planetas se reúnen en el signo de Cáncer (“Invierno Grande”) se producirá un diluvio; cuando se encuentren en el signo de Capricornio (es decir, en el solsticio de verano del “Año Magno”) el Universo entero será consumido por el fuego. Es probable que esta doctrina de conflagraciones universales periódicas fuese igualmente compartida por Heráclito (por ejemplo, fragmento 26B=66 D). 

En todo caso domina el pensamiento de Zenón y toda la cosmología estoica. El mito de la combustión universal (ekpyrosis) gozó de verdadero crédito entre el siglo I a. de C. y el III d. de C. en todo el mundo romanooriental; pasando sucesivamente a formar parte de considerable número de gnosis derivadas del sincretismo greco-iranio-judaico. Ideas similares se encuentran en la India y en Irán (influidas sin duda —al menos en sus fórmulas astronómicas— por Babilonia) y también entre los mayas del Yucatán y los aztecas de México. Habremos de volver sobre estas cuestiones, pero es conveniente destacar ya lo que anteriormente hemos llamado su “carácter optimista”. De hecho, ese optimismo se limita a la conciencia de la normalidad de la catástrofe cíclica, a la certeza de que tiene un sentido y, sobre todo, de que jamás es definitiva. 

 En la “perspectiva lunar”, tanto la muerte del hombre, como la muerte periódica de la humanidad, son necesarias, del mismo modo que lo son los tres días de tinieblas que preceden el “renacimiento” de la luna. La muerte del hombre y de la humanidad son indispensables para que éstos se regeneren. Una forma sea cual fuere, por el hecho de que existe como tal y dura, se debilita y se gasta; para retomar vigor le es menester ser resorbida en lo amorfo, aunque sólo fuera un instante; ser reintegrada en la unidad primordial de la que salió; en otros términos, volver al “caos” (en el plano cósmico), a la “orgía” (en el plano social), a las “tinieblas” (para las simientes), al “agua” (bautismos en el plano humano, “Atlántida” en el plano histórico, etcétera). Adviértase que lo que domina en todas esas concepciones cósmicomitológicas lunares es el retorno cíclico de lo que antes fue, el “eterno retorno”, en una palabra. Aquí también volvemos a encontrar el motivo de la repetición de un hecho arquetípico, proyectado en todos los planos: cósmico, biológico, histórico, humano, etcétera. Pero descubrimos al mismo tiempo la estructura cíclica del tiempo, que se regenera a cada nuevo “nacimiento”, cualquiera que sea el plano que se produzca. 

Ese “eterno retorno” delata una ontología no contaminada por el tiempo y el devenir. Así como los griegos, en el mito del eterno retorno, buscaban satisfacer su sed metafísica de lo “óntico” y de lo estático (pues, desde el punto de vista de lo infinito, el devenir de las cosas que vuelven sin cesar en el mismo estado es por consiguiente implícitamente anulado y hasta puede afirmarse que “el mundo queda en su lugar”), del mismo modo el “primitivo”, al conferir al tiempo una dirección cíclica, anula su irreversibilidad. Todo recomienza por su principio a cada instante. 
El pasado no es sino la prefiguración del futuro. Ningún acontecimiento es irreversible y ninguna transformación es definitiva. En cierto sentido, hasta puede decirse que nada nuevo se produce en el mundo, pues todo no es más que la repetición de los mismos arquetipos primordiales; esa repetición, que actualiza el momento mítico en que la hazaña arquetípica fue revelada, mantiene sin cesar al mundo en el mismo instante auroral de los comienzos. 

El tiempo se limita a hacer posible la aparición y la existencia de las cosas. No tiene ninguna influencia decisiva sobre esa existencia, puesto que también él se regenera sin cesar. 
Hegel afirmaba que en la Naturaleza las cosas se repiten hasta lo infinito y que “no hay nada nuevo bajo el sol”. Todo lo referido hasta ahora confirma la existencia de idéntica visión en el horizonte de la conciencia arcaica: las cosas se repiten hasta lo infinito y en realidad nada nuevo ocurre bajo el sol. Pero esa repetición tiene un sentido, como lo hemos visto en el capítulo precedente: sólo ella confiere una realidad a los acontecimientos. Además, a causa de la repetición, el tiempo está suspendido, o por lo menos está atenuado en su virulencia. Pero la observación de Hegel es significativa por otra razón: Hegel se esfuerza por fundar una filosofía de la historia en la cual el acontecimiento histórico, aunque irreversible y autónomo, podría sin embargo encuadrarse en una dialéctica aun abierta. 

Para Hegel, la historia es “libre” y siempre “nueva”, no se repite; pero a pesar de todo se conforma a los planes de la Providencia; tiene, pues, un modelo (ideal, pero no deja de ser un modelo) aun en la dialéctica del Espíritu. A esa historia que no se repite, Hegel opone la “Naturaleza”, en la que las cosas se reproducen hasta el infinito. Pero hemos visto que, durante un lapso bastante extenso, la humanidad se opuso por todos los medios a la “historia”. ¿Podemos sacar en conclusión de todo eso que durante todo ese período la humanidad permaneció en la Naturaleza, sin apartarse de ella? “Sólo el animal es verdaderamente inocente”, escribió Hegel al principio de sus Lecciones sobre la Filosofía de la Historia. Los primitivos no siempre se sentían inocentes, pero intentaban volver a serlo por la confesión periódica de sus faltas. 

¿Es lícito ver, en esa tendencia a la purificación, la nostalgia del paraíso perdido de la animalidad? 
¿O es más bien menester percibir en ese deseo de no tener “memoria”, de no registrar el tiempo y de contentarse sólo con soportarlo como una dimensión de la existencia —pero sin “interiorizarlo”, sin transformarlo en conciencia— la sed del primitivo por lo “óntico”, su voluntad de ser, como son los seres arquetípicos cuyas acciones reproduce sin cesar?

Mircea Eliade

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