Ahora, un cuento. El del
niño mendigo que a los siete años de edad soñó hallar una ciudad y treinta
y nueve años después se marchó, muy lejos, buscando y buscando, y no sólo
encontró la ciudad sino también un tesoro, un tesoro tan maravilloso como
el mundo entero.
No se había visto nada
igual desde los hallazgos de los conquistadores del Nuevo Continente.
El cuento es la vida de Heinrich Schliemann, una de las figuras
más asombrosas no sólo entre los arqueólogos, sino entre los hombres.
La historia comenzó
así. Érase un niño pequeño que se hallaba ante una sepultura del cementerio
de su pueblo natal, al norte de Alemania, en Mecklemburgo. Allí yacía,
enterrado, el malvado Hennig, llamado Bradenkierl, del que se contaba
que había asado vivo a un pastor, y además, cuando ya estaba asado, todavía
le había dado una patada. Y para purgar tal delito decíase que, todos los
años, el pie izquierdo de Bradenkierl, calzado con fina media de seda,
aparecía fuera de la tumba.
El niño esperaba ver tal
prodigio, pero allí no sucedía nada. Entonces rogó a su padre que cavase,
que buscase dónde se quedaba aquel año el famoso pie.
No muy lejos de allí
había una colina de la cual se decía, también, que tenía enterrada una cuna
dorada. El sacristán y su madrina se lo habían dicho. Y el niño preguntó
al padre, un pastor pobre y mal vestido: «Ya que no tienes dinero, ¿por qué
no desenterramos la cuna?»
El padre explicaba al
niño muchos cuentos y leyendas. Le contaba también, cual viejo humanista,
la lucha de los héroes de Homero, de Paris y Helena, de Aquiles y de Héctor,
de la fuerte Troya, incendiada y destruida. En la Navidad del año 1829,
le regaló la «Historia universal ilustrada», de Jerrers, donde había una
lámina en la que se veía a Eneas llevando a su hijo de la mano y a su anciano
padre en su espalda, mientras huía del castillo ardiendo. El niño contemplaba
aquella lámina, y observaba los recios muros y la gigantesca puerta Escea.
-¿Así era Troya?
El padre asentía con la
cabeza. -¿Y todo esto se ha destruido, destruido completamente? ¿Y
nadie sabe dónde estaba emplazada?
- Cierto -contestaba
el padre.
- No lo creo -comentaba
el niño Heinrich Schliemann-. ¡Cuando sea mayor, yo hallaré Troya, y encontraré
el tesoro del rey!
Y el padre se reía.
Esto no es ningún cuento,
ni siquiera es una biografía sentimentalmente novelada, como suelen
fabricarse cuando los hombres llegan a ser famosos. Lo que Schliemann se
proponía hacer a los siete años se convirtió en realidad. Todavía a los
sesenta y uno de edad, cuando ya era un excavador mundialmente famoso, pensaba
si no tendría que examinar la tumba del malvado Hennig, una vez que por
azar volvió a su pueblo nativo.
Y en el prólogo de su libro
sobre Ítaca escribía:
«En el año 1832, a los
diez años, regalé a mi padre, con motivo de la Navidad, una composición
sobre los acontecimientos principales de la guerra de Troya y las aventuras
de Ulises y Agamenón, sin sospechar aún que treinta y seis años después
ofrecería al público todo un tratado sobre el mismo tema, después de
haber tenido la dicha de ver con mis propios ojos el teatro de aquella famosa
guerra y la patria de los héroes cuyo nombre inmortalizó Homero.»
«Las primeras impresiones
que recibe un niño le quedan grabadas para toda la vida.»
Pero ésta se encargó de
alejar de su ánimo estas impresiones suscitadas con relatos de hazañas
clásicas. A los catorce años de edad terminó su instrucción escolar y entró
de aprendiz en una tienda de ultramarinos de la pequeña ciudad de
Fürstenberg. Durante cinco años y medio vendió arenques, aguardiente,
leche y sal al por menor, molía patatas para la destilación y fregaba el
suelo de la tienda. Y así, desde las cinco de la mañana hasta las once de
la noche, todos los días.
Olvidó cuanto había aprendido
y lo que su padre le había contado. Pero un día entró en la tienda un molinero
borracho que, acercándose al mostrador, se puso a recitar enfáticamente
un remedo de epopeya.
Schliemann le escuchaba
embobado. No entendía una palabra, pero cuando se enteró de que aquello
eran nada menos que versos de Homero, de la Ilíada, recurrió a sus ahorros
y dio al borracho una copa de aguardiente por cada «recital».
Entonces comenzó para él
una vida aventurera. En 1841 marchó a Hamburgo y allí embarcó como
grumete en un navío que zarpaba rumbo a Venezuela. Tras un viaje de quince
días, se desencadenó una terrible tempestad y, ante la isla de Texel,
el barco naufragó, y nuestro hombre, completamente extenuado, dio con
sus huesos en un hospital. Por recomendación de un amigo de su familia,
consiguió un puesto de escribiente en Ámsterdam.
Y aunque no había logrado
recorrer vastas regiones geográficas logró, sin embargo, la conquista
de amplios terrenos del espíritu.
En una pobre y fría
buhardilla empezó a estudiar idiomas modernos. Siguiendo un método
completamente desacostumbrado, ideado por él mismo, en un año aprendió
el inglés y el francés.
«Aquellos pesados y extremados
estudios fortalecieron mi memoria de tal modo, que en un año me pareció
luego muy fácil el estudio del holandés, el español, el italiano y el portugués,
y no necesitaba ocuparme más de seis semanas con cada uno de estos idiomas
para hablarlos y escribirlos con soltura.»
Ascendió fácilmente en
su empleo y entonces le encargaron de la correspondencia y la teneduría
de libros; la empresa donde trabajaba tenía relaciones comerciales con
Rusia, por lo cual, en 1844, a los veintidós años, empezó a aprender también
el ruso. Nadie, en Ámsterdam, hablaba entonces aquel idioma tan difícil,
y lo único que pudo hallar para tal estudio fue una vieja gramática, un
diccionario y una mala traducción del «Telémaco».
Así empezaba sus estudios.
Hablaba tan alto y declamaba con voz tan tenante su «Telémaco» ruso que
se había aprendido de memoria, lanzándoselo a las desnudas paredes de su
habitación, que los demás inquilinos se quejaron y tuvo que cambiar de
casa por dos veces.
Por último, se le ocurrió
pensar que un «oyente», al menos, le sentaría bien, y por cuatro francos a
la semana requirió los servicios de un pobre judío cuya misión consistía
en sentarse en una silla y escucharle el «Telémaco» en ruso, aunque de todo
ello no entendiera una palabra.
Por último, al cabo de
seis semanas de inauditos esfuerzos, Schliemann se hacía entender bastante
bien por los mercaderes rusos que acudían a la subasta de índigo en Ámsterdam.
El mismo éxito que en
los estudios, tenía en sus negocios. Desde luego, tuvo suerte; pero preciso
es confesar que era de los pocos que saben aprovechar la ocasión que la fortuna
nos brinda a todos alguna vez en la vida. Aquel hijo de un pastor, luego
aprendiz de tendero, náufrago y escribiente, pero ya joven políglota con
ocho idiomas, se convirtió pronto en un comerciante, primero, y luego, en
rápido ascenso, en un hombre de porvenir que iba derecho por el camino de
la fortuna y de la fama. En 1846, a los veinticuatro años, marchó como agente
de su empresa a San Petersburgo, y un año después fundaba una casa por
su cuenta.
Todo esto no se hacía
sin trabajo ni tiempo. Por esto, nuestro buen Schliemann se lamenta:
«Hasta el año 1854 no me
fue posible dedicarme al estudio del sueco y el polaco.»
Realizó más viajes. En
1850 estaba en América del Norte, y cuando California se unió a los Estados
Unidos adquirió la nacionalidad norteamericana. La pasión por el oro, que
se había apoderado de él como de tantos otros, hizo que fundara un banco
para el comercio aurífero. Pero entonces ya era un gran señor a quien
recibía el presidente de los Estados Unidos.
«A las siete -nos cuenta-
fui a ver al presidente de los Estados Unidos y le dije que el deseo de
visitar este país magnífico y de conocer a sus grandes dirigentes me
había animado a hacer el viaje desde Rusia; por eso consideraba mi
primer y más alto deber saludarle. Me recibió muy cordialmente, me presentó
a su esposa, a su hijo y a su padre, y se entretuvo hora y media charlando
conmigo.»
Pero poco después sufrió
unas fiebres, y, además, su peligrosa clientela le angustió, y regresó a
San Petersburgo. Ya hemos dicho que anduvo buscando oro por estos
años, como Ludwig cuenta en la biografía de nuestro hombre.
Pero de las cartas que escribió
en aquella época, de sus mismos autógrafos, se desprende que siempre, y en
todas partes, seguía acariciando el sueño de su juventud de ver algún día
los lejanos parajes de las hazañas homéricas y dedicarse a su exploración.
Esta pasión llegó a cohibirle de tal modo, que sentía una vergüenza extraña;
él, que probablemente era el mayor genio políglota en su época, sentía
siempre miedo de acercarse a la lengua griega, por temor a perderse en su
encanto y abandonar sus negocios antes de haber logrado la base indispensable
para un trabajo científico libre. Y así, lo iba dilatando. Por fin, en
1856 comenzó el estudio del griego moderno, que logró dominar en seis semanas.
Y en otros tres meses, vencía las dificultades del hexámetro homérico.
Pero, ¡con qué ímpetu lo hizo!
- Estoy estudiando
a Platón tan a fondo -decía-, que si el filósofo griego pudiese recibir una
carta mía dentro de seis semanas sin duda me entendería.
Por dos veces, en los
años que siguieron, estuvo a punto de pisar el suelo de los héroes homéricos.
En un viaje que hizo hasta la segunda catarata del Nilo, a través de
Palestina, Siria y Grecia, una repentina enfermedad le impidió visitar
también la isla de Ítaca. Digamos de paso que, como cosa complementaria,
en este viaje aprendió también el latín y el árabe. Su diario sólo pueden
leerlo los grandes políglotas, pues escribía siempre en el idioma del país
donde se hallaba.
En 1864, a punto de visitar
la llanura troyana, se decidió a emprender un viaje alrededor del mundo,
que realizó en dos años, y cuyo fruto fue su primer libro, escrito en
francés.
Entonces era un hombre
libre. En aquel hijo de un pastor del Mecklemburgo se había desarrollado
el extraordinario sentido comercial de un self made man (hombre hecho
a sí mismo), del tipo de los «pioneros» americanos. En una carta hablaba
de «su corazón duro», cuando en 1853 obtenía grandes beneficios comerciales
de la guerra de Crimea y de la guerra civil americana, y lo mismo un año
después con la importación de té. Siempre le acompañó la diosa Fortuna.
Durante la guerra de Crimea, y mientras hacía apresuradamente dos transbordos
de cargamento en Memel, en los tinglados de dicho puerto declaróse un incendio
y toda la mercancía depositada quedó destruida. Únicamente se salvó la
de Heinrich Schliemann, que por falta de espacio había sido almacenada
aparte en un cobertizo de madera.
Entonces pudo escribir,
con una modestia de expresión que revelaba mucho orgullo:
«El cielo había bendecido
de modo milagroso mis empresas comerciales, de modo que a finales del
año 1863 poseía una fortuna que ni mi ambición más exagerada hubiera podido
soñar.» Luego, tras estas líneas, viene un párrafo que por su naturalidad
nos parece increíble, consecuencia completamente inverosímil, pues obedecía
a una lógica que solamente Heinrich Schliemann comprendía. «Por lo tanto
-decía sencillamente-, me retiré del comercio para dedicarme únicamente
a los estudios que más me ilusionaban.»
En 1868 se trasladó a Ítaca,
por el Peloponeso y por la Tróade. En 31 de diciembre del mismo año está
fechado el prólogo de su libro «Ítaca», cuyo subtítulo reza: «Investigaciones
arqueológicas de Heinrich Schliemann.»
Se conserva una fotografía
suya, hecha durante su estancia en San Petersburgo. En ella se ve a un
señor vestido con un pesado abrigo de pieles. Al dorso lleva la jactanciosa
dedicatoria con que se la mandó a la mujer de un guardabosques que había
conocido de niño:
«Fotografía de Henry
Schliemann, antes aprendiz del señor Hückstaedt, en Fürstenberg, y hoy comerciante
de primera categoría en San Petersburgo, ciudadano honorario ruso, juez
en los tribunales comerciales de San Petersburgo y director del Banco
Imperial del Estado de San Petersburgo». ¿No parece un cuento el que
un hombre que tiene en su mano los mayores triunfos comerciales abandone
sus negocios para emprender el camino soñado en su juventud? ¿Que un hombre
-y con ello llegamos al nuevo episodio de aquella gran vida- se atreva,
con el único bagaje de su Homero, a desafiar al mundo científico que
no creía en Homero y, haciendo caso omiso de las plumas de los más famosos
filólogos, prefiera aclarar con la piqueta lo que cientos de libros aparecidos
hasta entonces habían enmarañado?
Homero, en efecto, era
considerado en los días de Schliemann como el simple cantor de un mundo
antiquísimo desaparecido, pero se dudaba de su existencia y de cuanto
relataba, y a los sabios de la época no les cabía en la cabeza el concepto
que se ha expresado más tarde cuando audazmente se le ha llamado «el
primer corresponsal de guerra». El valor histórico de su relato de la
lucha en torno al castillo de Príamo se consideraba igual al de las antiguas
gestas e incluso se creía perteneciente al mundo tenebroso de la mitología.
¿No empieza diciendo la Ilíada que «Apolo, que da en el blanco desde
lejos», envía una enfermedad mortal a las filas de los aqueos? ¿Es que
Zeus mismo no interviene en la lucha, así como Hera, «la de los brazos de
lirio»? ¿Acaso los dioses no se convierten en personas y son vulnerables
como éstas, e incluso la diosa Afrodita sufre una herida de lanza?
Mitología o leyenda, desde
luego, llena del destello divino de uno de los más grandes poetas; pero
poesía y leyenda, fantasía, nada más.
Sigamos aún. La Grecia
de la Ilíada tuvo que haber sido un país de gran cultura. Pero en la época
en que los griegos entran a la luz de nuestra Historia se nos presentan
como un pueblo insignificante que no se distingue ni por el esplendor de
sus palacios, ni por el poderío de los reyes, ni por las flotas compuestas
por millares de naves. Todo ello contribuía, pues, a afirmar la creencia
en una inspiración fantástica del hombre Homero, al imaginar una época
de elevada civilización a la que habría seguido otra de descenso a la barbarie,
y de ésta se hubiera remontado de nuevo a la cima de la cultura clásica
que conocemos. Mas por lógicas y bien fundamentadas que estuvieran
tales ideas, ellas no le hicieron desistir de su fe en el mundo homérico.
Para él, cuanto leía en su Homero era pura realidad; lo mismo a los
cuarenta y seis años de edad que cuando era un niño y soñaba ante la ingenua
reproducción del Eneas fugitivo.
Al leer en la descripción
del escudo gorgónico de Agamenón que la correa del escudo tenía el aspecto
de una serpiente de tres cabezas, y al saber cómo eran los carros de combate,
las armas y demás utensilios que allí se describían con todos sus detalles,
para él no cabía la menor duda de que tenía ante sí la descripción de una
auténtica realidad de la historia griega.
Todos aquellos héroes,
Aquiles y Patroclo, Héctor y Eneas, sus hazañas, sus amistades, su odio y
su amor, ¿podían ser solamente invenciones?
Creía en la existencia
real de todo aquello y su creencia comprendía toda la antigüedad helénica
y los grandes historiadores Heródoto y Tucídides, que siempre habían
opinado que la guerra de Troya había sido un acontecimiento histórico, y
a todos cuantos habían participado en ella los consideraba como personalidades
históricas.
Provisto de este convencimiento
el ya millonario Heinrich Schliemann, a los cuarenta y seis años, no se
trasladó a la Grecia Moderna, sino que fue directamente al reino de los
aqueos. Recordemos la anécdota de que para afirmarle en su fe y para evitar
su entusiasmo, en su primer encuentro con un herrador de Ítaca, éste le
presentó a su mujer, que se llamaba Penélope, y a sus dos hijos, Ulises
y Telémaco.
Parece inverosímil, pero
aquello sucedió así: En la plaza del pueblo estaba sentado, una noche,
aquel extranjero rico y extraño que leía a los descendientes de los que
habían muerto hacía tres mil años el canto XXIII de la Odisea. Vencióle la
emoción y lloró; y con él lloraron los presentes, hombres y mujeres.
A pesar de todo, es asombroso
lo que entonces sucedió. Pues ¿en qué otros casos de la Historia el simple
entusiasmo ha conducido al éxito?
El azar, que a la larga solamente
sonríe al que más vale, no es aplicable aquí. Pues Schliemann, en el estricto
sentido de la arqueología como ciencia, no era un experto, es decir,
un hombre de grandes conocimientos, al menos en los primeros años de su labor
investigadora. Y, sin embargo, la suerte le favoreció como a ningún
otro.
La mayoría de los sabios
contemporáneos designaban como presunto lugar donde se había levantado
Troya, en caso de que hubiera realmente existido, al pequeño pueblo de
Bunarbashi, que solamente se distinguía, incluso hoy día, por tener en
cada una de sus casas hasta doce nidos de cigüeña. Pero también había dos
fuentes que impulsaban a los audaces arqueólogos a creer en la posibilidad
de que allí hubiera existido realmente Troya.
«Allí brotan dos fuente
rumorosas de las que nacen dos riachuelos afluentes del turbulento Escamandro.
La una mana siempre agua caliente, como el humo del fuego ardiente; la
otra está siempre fría como el granizo, incluso en verano, y en invierno
arrastra trozos de hielo.»
Datos que nos dejó escritos
Homero en el canto XXII de la Ilíada, versos 147 a 152.
Schliemann contrató un
guía por cuarenta y cinco piastras, montó en un rocín sin riendas ni silla
y echó el primer vistazo al país de sus juveniles ensueños.
«Confieso que me costó
trabajo dominar mi emoción cuando vi ante mi la inmensa llanura de
Troya, cuyo aspecto ya había soñado en mi primera infancia.»
Pero esta primera ojeada
le decía, sin embargo, que aquél no podía ser el lugar de la antigua Troya,
alejado como estaba, a tres horas de la costa, mientras que los héroes
de Homero eran capaces de correr a diario varias veces de sus barcos al
castillo. Y en aquella colina, ¿podía haber estado el castillo de Príamo
con sus sesenta y dos estancias, sus ciclópeas murallas y el camino por
donde el famoso caballo de madera del astuto Ulises había sido llevado
a la ciudad?
Schliemann estudió el emplazamiento
de las fuentes y movió la cabeza. En un espacio de quinientos metros no contó
dos como decía Homero, sino treinta y cuatro. Y su guía pretendía aún que
había contado mal, ya que eran cuarenta, por lo cual aquel lugar era denominado
«Kirk Gios», es decir, «los cuarenta ojos». ¿Acaso Homero no había hablado
de una fuente caliente y otra fría? Schliemann, que interpretaba a su Homero
literalmente, sacaba el termómetro del bolsillo, lo hundía en cada una
de las treinta y cuatro fuentes y en todas hallaba la misma temperatura
de diecisiete grados y medio.
Vislumbraba aún más.
Abría la Ilíada y leía los versos donde se narra la lucha terrible de
Aquiles contra Héctor; cómo Héctor huía del «corredor audaz» y cómo daba
la vuelta a la fortaleza de Príamo, por tres veces, mientras los dioses le
contemplaban.
Schliemann recorrió el
camino descrito y halló una pendiente tan empinada que se vio obligado
a trepar por ella andando a gatas. Esto le confirmaba en su convicción
de que Homero, cuya descripción del país le parecía una auténtica topografía
militar, nunca pudiera haber pensado en hacer trepar a sus héroes por tres
veces cuesta arriba y, además,
«corriendo».
Y con el reloj en una mano
y el libro de Homero en la otra, andaba y desandaba el camino entre la
colina donde suponía haberse hallado Troya y los montículos de la costa,
junto a los cuales se decía que se habían guarecido los barcos aqueos.
Recordó el primer día de combate de la lucha troyana, tal como lo describen
los cantos segundo al séptimo de la Ilíada, y observó que si Troya hubiera
estado situada en Bunarbashi, los aqueos, en nueve horas de combate,
habrían recorrido ochenta y cuatro kilómetros.
La completa justificación
de sus dudas sobre la tesis de que allí hubiera estado Troya la halló en
la carencia de toda huella de ruinas, incluso de esos trozos de cerámica
por cuya frecuencia alguien ha manifestado:
«De los hallazgos de tumbas
hechos por los arqueólogos parece a primera vista deducirse que los pueblos
antiguos sólo se preocupaban de la producción de vasos, y poco antes
de su decadencia se dedicaban a romperlos todos, convirtiendo las más
hermosas piezas en una especie de rompecabezas.»
«Micenas y Tirinto -escribía
Schliemann en 1868- han sido destruidas hace 2.335 años, y a pesar de ello
las ruinas que se han encontrado son de tal índole que seguramente aún
durarán unos 10.000 años.» Troya fue destruida 722 años antes. No es posible
que murallas ciclópeas desaparezcan sin dejar huellas, y, a pesar de
todo, allí no existía el menor resto de muralla.
Allí sí; pero no en otro
lugar, y estos buscados restos se presentaron a la vista del explorador
entre las ruinas de Nueva Ilion, pueblo ahora llamado Hissarlik, que
significa palacio, situado a dos horas y media de camino al norte de
Bunarbashi, y sólo a una hora de distancia de la costa. Por dos veces,
Schliemann se quedó admirando la cima de aquella colina que presentaba
el aspecto de una meseta cuadrangular y llana, de 233 metros de lado.
Entonces sí quedó convencido
de haber hallado Troya. Fue reuniendo pruebas. Y descubrió que no era sólo
él quien tenía tal convicción, aunque la compartían muy pocos. Por ejemplo,
uno de ellos era Frank Calven, vicecónsul americano, inglés de nacimiento,
dueño de una parte de la colina de Hissarlik, donde poseía una villa, y
había realizado algunas excavaciones que le habían llevado a la misma
teoría de Schliemann, pero sin llegar a otras consecuencias.
Otros eran también el investigador
escocés C. MacLaren y el alemán Eckenbrecher, cuyas voces nadie escuchaba.
Pero, ¿dónde hemos dejado
las famosas fuentes de Homero, argumento principal de la teoría de Bunarbashi?
Schliemann tuvo un instante de vacilación al ver que allí sucedía lo contrario
que en Bunarbashi, pues en este nuevo lugar no encontró fuente alguna,
mientras que allí había hallado treinta y cuatro. Recurrió a la observación
de Calvert: con el transcurso del tiempo, en suelo volcánico suelen desaparecer
las fuentes de agua caliente y otras veces aparecen de nuevo. Otra observación
secundaria eliminó entonces las dudas que hasta aquel momento los
sabios habían considerado tan importantes. Y, además, lo que allí le
había servido de argumento negativo, aquí le servía de prueba. La lucha
de persecución entre Héctor y Aquiles ya no tenía nada de inverosímil,
pues en este lugar se extendían suavemente las pendientes de la colina.
Aquí habrían tenido que recorrer quince kilómetros para dar tres veces la
vuelta a la ciudad, y esto, por su propia experiencia, ya no le parecía
demasiado para un guerrero animado por el ardor de un combate encarnizado.
Otra vez la opinión de los
antiguos fue para él más valiosa que la ciencia del día.
Heródoto había dicho
que Jerjes se había presentado en Nueva Ilion, había inspeccionado los
restos de la «Pérgamo de Priamo» y había sacrificado mil terneros a la
Minerva ilíaca.
Según Jenofonte, el
caudillo militar de Lacedemonia, Míndaro, hizo lo mismo. Así como,
según Arriano, Alejandro Magno, no satisfecho con los sacrificios,
tomó también armas de Troya y se las hizo llevar por su guardia personal
al combate como mágico símbolo de fortuna. Y César mismo, ¿no se preocupó
por Ilium Novum, en parte porque admiraba a Alejandro, y en parte también
porque se creía descendiente de los troyanos? ¿Es posible que todos ellos
hubieran perseguido solamente un sueño, o falsas noticias de su época?
Pero al final de este
capítulo, en el que Schliemann iba acumulando las pruebas, dejó aparte
toda erudición, contempló maravillado el paisaje y escribió tal como
había exclamado sin duda de niño: «…así, puedo añadir que apenas pisa uno
la llanura de Troya, queda asombrado al punto por la vista de la hermosa
colina de Hissarlik, que por su naturaleza estaría predestinada a
sostener una gran ciudad con su ciudadela. En efecto, esta posición, hallándose
fortificada, dominaría toda la llanura de Troya y en todo el paisaje
no hay un solo punto que se pueda comparar con éste. »Desde Hissarlik se
ve también el monte Ida, desde cuya cima Júpiter dominaba la ciudad de
Troya».
Así, pues, emprendió su
trabajo con el empeño de quien está absorto en su tarea.
Toda la energía que
había convertido al aprendiz de tendero en millonario, se aplicaba ahora
a la realización de un lejano sueño.
E incansable, empleó todos
sus medios materiales y sus propias energías.
En 1869 se casó con la griega
Sofía Engastrómenos, hermosa como la imagen que él tenía de Helena, que
pronto se entregó por completo, como él, a la gran tarea de hallar el
país de Homero; juntos compartían las fatigas, las penalidades y las adversidades,
que no faltaron.
En abril de 1870 empezaron
sus excavaciones, que en 1871 duraron dos meses, y en los dos años siguientes
cuatro meses y medio en cada uno. Tenía unos cien obreros a su disposición.
Estaba intranquilo, impaciente y nada le detenía; ni las malignas
fiebres palúdicas que los mosquitos transportaban de los pantanos, ni la
carencia de agua, ni la rebeldía de los obreros, ni la lentitud de las autoridades
y la falta de comprensión de los científicos del mundo entero, que le
consideraban como un loco o cosa peor.
En lo alto de la ciudad
se había erguido el templo de Atenea; Poseidón y Apolo habían construido
la muralla de Pérgamo. Así decía Homero.
Por consiguiente, en
medio de la colina debía de levantarse el templo, y a su alrededor, con
sus cimientos bien clavados en tierra, la muralla de los dioses. Empezó
a excavar en la colina y halló resistencia de muros que le parecían insignificantes;
y, en efecto, venció tal resistencia derribándolos. Halló armas, utensilios
domésticos, joyas y vasos, testimonio irrefutable de que allí había existido
una rica ciudad; pero hallaría aún otra cosa que por primera vez haría sonar
el nombre de Heinrich Schliemann por el mundo entero. Bajo las ruinas de
la Nueva Ilion halló otras ruinas, y debajo de éstas, otras más, pues
aquella mágica colina parecía una inmensa cebolla cuyas capas habría
que ir deshojando una tras otra.
Y cada una de estas capas
parecía haber sido habitada en épocas muy distintas; en ellas vivieron
pueblos que luego habían desaparecido; allí se habían construido ciudades
y se habían derrumbado, habían dominado la espada y el incendio, pero
una civilización había sucedido a otra, y cada vez se había vuelto a elevar
una nueva ciudad de seres vivos sobre la antigua ciudad de los muertos.
Cada día traía una nueva
sorpresa. Schliemann había ido para hallar la Troya homérica; pero en el
curso de los años, él y sus colaboradores hallaron siete ciudades sepultadas,
y más tarde ¡otras dos! Nueve miradas a un mundo insospechado y del que
nadie tenía noticia.
Pero, ¿cuál de estas nueve
ciudades era la Troya de Homero, la Troya de los héroes y de la lucha heroica?
Estaba claro que la capa más profunda era la prehistórica, la más antigua,
tan antigua que sus habitantes aún no conocían el empleo del metal, y que
la capa más a flor de tierra tenía que ser la más reciente, guardando los
restos de la Nueva Ilion, donde Jerjes y Alejandro habían sacrificado
a los dioses.
Schliemann excavaba y
buscaba. Y en la penúltima y antepenúltima capas halló huellas de incendio,
ruinas de fortificaciones poderosas y restos de una puerta gigantesca.
Entonces estuvo seguro:
aquellas fortificaciones eran las que rodeaban el palacio de Príamo, y
aquélla era la famosa puerta Escea.
Y fue hallando tesoros,
tesoros, desde el punto de vista científico. Por lo que remitía a su casa
y lo que daba a los expertos para su valoración, íbase perfilando la imagen
de una época lejana, de un cuadro acabado en el cual se distinguían todos
los detalles.
Aquello constituía el
triunfo de Heinrich Schliemann, pero también lo era de Homero.
Lo que había sido leyenda
y mitología, atribuido a la fantasía del poeta, acaso una anónima labor
personificada en un ser inexistente, cobraba vigorosa realidad al
quedar demostrada su existencia.
Una oleada de entusiasmo
recorrió el mundo entero. Y a Schliemann, que con sus obreros había removido
más de 25.000 metros cúbicos de tierra, le pareció que tenía derecho a respirar
un poco. Empezó a dirigir su mirada a otras tareas. Y señaló la fecha del
15 de junio de 1873 como penúltimo día para las excavaciones. Y luego, un
día antes de dar el último golpe de pico, halló lo que coronaría su trabajo
con legítimo brillo dorado, inundando al mundo de admiración.
El suceso fue en extremo
dramático, tanto, que aún hoy día hace asomar la incredulidad a cuantos
leen tal descubrimiento. Era en las primeras horas de un día caluroso.
Schliemann, como de costumbre,
inspeccionaba con su esposa las excavaciones, convencido de que ya no
hallaría nada importante, mas a pesar de todo siguió los trabajos,
lleno de atención. Había llegado a unos veintiocho metros de aquellos
muros que Schliemann atribuía al palacio de Príamo, cuando su mirada se fijó
repentinamente en un punto que animó de tal modo su fantasía que se vio
inmediatamente impulsado a obrar como bajo una sensación violenta.
Y, ¡quién sabe lo que aquellos obreros hubieran hecho si hubiesen sido
los primeros en ver lo que vio Schliemann! Tomó a su mujer del brazo, y le
murmuró: -¡Oro!
Ella lo miró, asombrada.
-¡Pronto! -dijo-, manda a casa a los obreros, inmediatamente.
- Pero… -empezó la
hermosa griega.
- Nada de peros;
diles lo que te parezca; que es mi cumpleaños, que te has acordado de pronto…
y que todos tienen que celebrarlo con un día libre. Pero pronto, muy pronto.
Los obreros se alejaron.
-¡Aprisa! Vete en busca de tu pañuelo encarnado -gritó Schliemann mientras
saltaba a la fosa y con un cuchillo escarbaba como un loco. Enormes moles
de piedra, escombros de millares de años, quedaban suspendidos de modo
cada vez más amenazador sobre su cabeza. Pero no le preocupaba el peligro.
Con la mayor presteza,
separó el tesoro con un cuchillo, cosa que no era fácil sin gran esfuerzo
y mayor peligro de la vida, ya que la gran muralla de la fortificación
bajo la cual tenía que cavar amenazaba enterrarle a cada momento.
«Pero a la vista de tantos objetos, cada uno de los cuales tenía un valor
inmenso, me volvía audaz y no pensé en peligro alguno», cuenta él mismo.
El marfil brillaba discretamente;
el oro tintineaba. Su mujer tendió el pañuelo, y éste se fue cubriendo de
tesoros de valor incalculable. ¡El tesoro de Príamo! ¡El dorado tesoro
de uno de los reyes más poderosos de los tiempos más remotos, amasado con
sangre y lágrimas; las joyas de personas semejantes a los dioses, un
tesoro enterrado durante tres mil años y sacado a la luz de un nuevo día
bajo las murallas de siete reinos olvidados! Schliemann no dudó ni un instante
de que había hallado el tesoro. Pero poco antes de su muerte se demostró que
se había dejado llevar por la embriaguez de su entusiasmo, y que la
Troya homérica no correspondía a la segunda ni a la tercera capa, sino a
la sexta, contando desde la más antigua, y que aquel tesoro pertenecía a
un soberano mil años más antiguo que Príamo.
Los esposos ocultaron
aquellas riquezas en una choza, cual si fuesen ladrones. Y luego, llegó el momento
en que sobre una mesa de tosca madera se derramó aquel tesoro.
Había diademas y brazaletes,
cadenas, broches y botones, fíbulas, serpientes e hilos.
Probablemente, algún
miembro de la familia de Príamo guardó este tesoro en una caja, apresuradamente,
sin tiempo para echar la llave, y en la muralla debió ser alcanzado por
alguna mano enemiga o por el fuego, y se vería obligado a abandonar la
caja, que quedó en el acto cubierta por cinco o seis pies de ceniza ardiente
y piedras del palacio que se derrumbaba.
Y Schliemann, el soñador,
toma unos zarcillos y un collar y se los pone a su joven esposa. ¡Joyas de
tres mil años para aquella mujer griega que no pasa de los veinte!
Hechizado, la contempla.
-¡Helena! -murmura.
Pero ¿adonde dirigirse
con aquel tesoro? Schliemann no puede ocultarlo, y la noticia del hallazgo
se hace pública. Recurriendo a medios azarosos, saca el tesoro con ayuda
de unos parientes de su mujer y lo lleva a Atenas, y de allí a otra
parte. Cuando, por orden del gobernador turco, se incautan de la casa de
Schliemann, los funcionarios ya no encuentran huella alguna de oro en
la misma. ¿Es un ladrón? La legislación turca respecto de los hallazgos
antiguos se prestaba a muchas interpretaciones. Allí reinaba el capricho.
¿Es motivo para maravillarse o sorprenderse que aquel hombre que había
entregado su vida a un sueño, al verse coronado por el triunfo, intentara
salvar para sí y para la ciencia de Europa aquel tesoro?
Setenta años antes,
Thomas Bruce, conde de Elgin y de Kincardine, ¿no había obrado de modo
parecido con un tesoro muy diferente? Atenas, entonces, era todavía turca.
Lord Elgin había recibido un firmán que contenía la observación de «que nadie
le impidiera sacar de la Acrópolis piedra alguna con inscripciones o figuras».
Elgin interpretaba esta frase con mucha amplitud, y doscientos cajones
repletos del tesoro del Partenón fueron enviados a Londres. Durante años
enteros se discutió el derecho de posesión de estos maravillosos ejemplares
del arte griego. La adquisición había costado a lord Elgin 74.240 libras.
Cuando, en 1816, por una resolución del Parlamento, fue comprada esta
colección, no se le pagaba ni siquiera la mitad, o sea ¡35.000 libras!
Cuando Schliemann sacó
el «tesoro de Príamo» se sentía en la cima de su vida. ¿Podría ser superado
aún tan resonante triunfo?
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