viernes, 9 de octubre de 2015

BRAHMA


Capitulo IV  
Franz Hartmann


Ahora que hemos bosquejado ligeramente los rasgos principales de la doctrina  del Bhagavad  Gîtâ,  permítasenos  considerar  más  detenidamente algunos puntos especiales de la misma. Muchos fieles cristianos tratan los libros de los indos de la misma manera que los incrédulos tratan la Biblia. Se rechaza lo que no se conoce, porque se  forma de ello un concepto erróneo; pero si se llega a conocer la verdad  que hay en  una  cosa,  ésta es entonces comprensible. La duda tiene siempre su origen en la ignorancia, y es el mayor obstáculo para el conocimiento de la Verdad. Es una protección contra el error,  pero es también  el  enemigo  del  Conocimiento.  «Para el hombre entregado a la duda, no existe la felicidad, ni en este mundo, ni en el próximo, ni en otro alguno». (Bhagavad Gîtâ, IV, 40).  

El que quiere conocer una cosa, tiene que abandonar toda fe ciega y toda duda, y penetrar en el espíritu de la cosa; pero no aferrarse a la letra muerta. Entonces, criando ha aprendido a conocer la cosa de que se trata por medio de una investigación exenta de toda preocupación, estará en estado, según el grado de su percepción, de juzgar de dicha cosa. Las enseñanzas contenidas en el Bhagavad Gîtâ y las que en los Vedas se refieren a ellas, han procedido del conocimiento de sí mismo de los Sabios. Mas sólo los que han alcanzado este conocimiento de sí tienen el derecho  de juzgar  de  su  existencia.  El  camino  a  este  conocimiento  está señalado en el Bhagavad tâ, y cienficamente explicado por Sankaracharya.

(Sankaracharya, «Atma Bodha» y «Tattva Bodha»). Si hay, además de la fuente ordinaria de la investigación, la cual descansa en las deducciones y en las  observaciones  exteriores,  otra  fuente mejor para conocer la Verdad, a saber, el conocimiento directo de la misma por su manifestación propia en la naturaleza humana superior, sólo pueden saber algo preciso acerca de ello aquellos en quienes esta naturaleza superior ha llegado a la conciencia y al conocimiento de la Verdad.  

Si el ideal se realiza en el hombre, puede el hombre dar testimonio de él. El testimonio de los ignorantes respecto a una cosa  de  que  nada  saben,  no  tiene  ningún  valor,  porque  no  procede  del Conocimiento (Sattwa). ¿Cómo podría probarse a un hombre que Dios se halla en su naturaleza interior, si él no es capaz de percibirlo?. Si se lograse hacerle creer esto, no se haría más que aumentarle su presunción,  porque no sabría distinguir entre el yo inferior ilusorio y el verdadero Yo de todas las cosas. Por tanto, se dice también: «Grdese el hombre sabio de perturbar el ánimo de los ignorantes que obran únicamente por el fruto de sus acciones. (Bhagavad Gîtâ, III, 26). El que no ama más que su personalidad no hallará la Verdad».

Del  examen  de  la  constitución  del  hombre,  resulta  que  tiene  una inteligencia espiritual superior (Buddhi Manas) y otra animal, inferior (Kama- Manas). En los escritos ocultos, éstas  son comparadas al Sol y a la Luna(Bhagavad Gîtâ, VIII, 25). 

Del mismo modo que la Luna no produce ninguna luz propia, sino que su luz es sólo una reflexión de la luz del Sol, así la luz de la inteligencia  del hombre terrestre no es más que una reflexión de la Luz divina de la Sabiduría, la cual desciende del Hombre celestial; y del mismo modo que la luz del sol produce sombras fantásticas entre las montañas, los cráteres y los valles de la luna, así en la parte terrenal de la mente, cuya parte está extraviada por las pasiones perversas y sujeta a deseos personales, la reflexión de la luz de la verdadera  Razón causa ideas fantásticas, quimeras cienficas  y  errores  de  toda  especie.  Supongamos,  empero, que  haya  un hombre que esté despierto sólo de noche y que duerma de día; para él la luz de la luna será la mejor del mundo, y sería tan difícil convencerle de la existencia del sol, como lo es probar a la inteligencia animal del hombre la existencia de la luz del verdadero Conocimiento.

En la mística cristiana, la verdadera luz celestial es el Redentor, el Hijo espiritual de la Sabiduría; la inteligencia humana iluminada de lo superior, es Lucifer, el Iluminador; y la mente que se adhiere a lo terrestre, es la Tierra u Oscuridad, en la cual se produce la reflexión de la luz de la Sabiduría por mediación del Iluminador (la Intuición). Así como la luna alumbra a la tierra, del mismo modo vuelve a reflejarse la luz de la tierra sobre la luna. Por esta mezcla de la luz del pensamiento terrestre con la Intuición (cuya mezcla se efectúa también en  el microcosmo) se oscurece la percepción clara. De la parte ligada a la tierra se alzan unas nubes que cubren el cielo.  

La fantasía, lo mismo que el águila, se eleva sobre las  nubes y goza de la luz, mientras la tierra es en la oscuridad; pero no encuentra allí ningún punto en que pararse. Por el contrario, el hombre perspicaz, cuya mirada libre no está ofuscada por el egoísmo, recibe su instrucción por medio de la luz de la intuición. Más hay también algunos otros hombres que, por grandeza espiritual, se elevan  muy por encima del error y de la ilusión y perciben la Verdad, porque ha salido en ellos  el  sol  de  la percepción.  Tales  hombres son  llamados  «Sabio  o «Mahatmas» (de maha, grandes, y atma, Alma).

La doctrina de estos Sabios, la que se dice, con razón, que procede de Dios, como que se origina en el conocimiento de que se ha despertado en ellos, se llama Ciencia de la Sabiduría (Filosofía) y forma la base de todos los grandes sistemas religiosos del mundo. Se llama también «Doctrina Secreta», no tanto porque no se quiera comunicar a todo el mundo, sino porque no es comprensible  para  todos.  La  Luz espiritual  no  se  puede  percibir  con  la lámpara del estudiante ni con una vela de iglesia: se percibe tan sólo con su propia luz.

Esta doctrina es tan antigua como la especie humana. Cuando «los Hijos del Cielo vieron que las Hijas de la tierra eran hermosas, se casaron con ellas»; es decir, cuando las formas humanas terrestres estaban suficientemente desarrolladas para  servir  de  moradas  a  los  Hombres  celestiales,  éstos  les trajeron como regalo de bodas la Ciencia divina «Brahm (el Divino) la enseñó a Vivaswat (el «Sol», mbolo de la Sabiduría); Vivaswat la enseñó a Manú (el Pensador); Manú la enseñó a Ikshwaka (el antecesor de la raza humana). (Bhagavad tâ, IV, 1). Pero en el transcurso de los siglos se fue perdiendo,   a      medida   que   el  pensamiento   inferior   iba   adquiriendo preponderancia y desaparecía la Percepción superior.

Esta doctrina nos informa, entre otras cosas, de que en la evolución espiritual del mundo, imperan leyes analógicas a las del mundo material. Así como en lo exterior todo se mueve en círculo, o mejor dicho, en espiral sin fin, así como la tierra gira alrededor del sol, y por el movimiento de éste, es llevada siempre en movimiento espiral por el espacio universal; así como se siguen el  sueño y la vigilia, el día y la noche, el verano y el invierno, del mismo modo en el progreso de la humanidad por el camino del conocimiento de la Verdad hay períodos de iluminación y períodos de oscuridad.  

En cerca de 25.000 años, el sol, con los planetas que lo acompañan, pasa por los signos del zodiaco; los mundos aparecen y desaparecen y la duración de semejante periodo se calcula en 4.320.000.000 de años. Los hombres, las naciones, y también, partes enteras del mundo, tienen su nacimiento, niñez, juventud, edad madura,  vejez  y  muerte.  Los  periodos  de  ruina  siguen  a  los  periodos  de desarrollo, así como al flujo sigue el reflujo. Pero si en su descenso espiritual los hombres llegan a cierto punto, entonces aparece un salvador (Avatar) entre los hombres para conducirlos de nuevo al verdadero camino.   

«Siempre y cuando languidece el Dharma (la rectitud) y reinan triunfantes el desorden y la injusticia, me doy nacimiento a mismo, encarnándome de esta suerte de edad en edad para la defensa de los justos, para la destrucción de los malvados y para el restablecimiento de la Sagrada Ley». (Bhagavad Gîtâ, IV, 7, 8).


«Los   hombres   insensatos,   desconociendo   mi   naturaleza   suprema,   Me desprecian, con todo y ser, el Soberano Señor de todas las criaturas, cuando estoy revestido de una forma humana. Faltos de esperanza, faltos de acciones y  privados  de  sabiduría  y  de  sentimiento,  tales  hombres  participan  de  la engañosa   naturaleza  de los Rakshasas   (demonios)   y   de   los  Asuras (elementales)».  (Bhagavad tâ, IX, 11, 12). Siendo así que los impíos no perciben lo divino  en semejante salvador, se sigue que sólo  aquello que es divino en el hombre puede percibir lo divino en otro. El hombre ha de tener amor para saber lo que es el amor, y de igual modo ha de tener santidad en sí mismo para saber lo que es la santidad.

Semejante Avatar fue Krishna. La narración de su nacimiento, etc., se halla repetida en la del Nuevo Testamento, se encuentra descrita también en otras alegorías  religiosas  con  más  o  menos variaciones. No  es  nuestro propósito investigar hasta qué grado es histórico el hecho en que se basa esto, sino señalar el hecho de que tenemos que distinguir en Krishna, lo mismo que en cada hombre, entre el Hombre divino y el hombre  terrestre, entre el Ser celestial y la persona en la cual está encarnado y a la cual cobija. Krishna (o Cristo) como Verbo (Logos) es otra cosa de lo que es cuando se considera sólo su apariencia personal, y en esto está la clave para explicar el misterio que es incomprensible para todos los que no  han aprendido a distinguir entre lo eterno  y  lo  transitorio,  y  de  cuya  ignorancia  han  procedido  innumerables disputas teológicas.

No podemos medir lo que pertenece  al supramundo con la medida de nuestro pequeño mundo. Es preciso que distingamos al Hombre-Dios de la apariencia personal en que se manifiesta, del mismo modo que distinguimos la luz del sol de la planta que ella construye con la ayuda de los elementos materiales. La luz del sol es tan sólo una, pero las plantas son muchas, y según las cualidades de las mismas, producen diferentes flores, da el color blanco al lirio y el rojo a la rosa, y actúa sobre cada una con todas sus fuerzas, sin que por esto toda la luz del sol en el mundo esté encerrada en una sola planta. Así también puede  el  gran  Espíritu  del  universo  manifestarse  con  todos  sus poderes en un Buddha, un Avatar o un Iluminado, sin que por esto el Dios del Universo se oculte en una persona y prive a todo el resto del universo de su omnipresencia. El Adepto o Mahatma es como otra planta de la humanidad, sólo que es un escimen muy raro. Es la encarnación de un rayo de la Luz eterna en el cual se hallan todas las fuerzas de la Luz. «Una eterna porción de Mí mismo, emanada de Mí, anima el mundo de los seres vivientes, y atrae la mente y los otros cinco sentidos que residen en la Naturaleza (Prakriti)».(Bhagavad Gîtâ, XV, 7).


Es, por tanto, algo totalmente diferente el considerar la historia de una personalidad que ha aparecido en la tierra, y el considerar la historia del ser celestial encarnado en tal personalidad. La apariencia exterior es tan sólo el símbolo del ser, al cual sirve de instrumento.

Los sucesos interiores y espirituales se hallan reflejados y representados en la naturaleza visible. El sol que vemos es el mbolo visible del invisible Sol espiritual en el reino del Espíritu, el símbolo de la Deidad que sale todos los días para los hombres y en la tarde vuelve a desaparecer. El sol permanece siempre el mismo, pero nosotros cambiamos nuestra posición respecto a él. No nace ni muere, pero nos aproximamos a él durante una parte del año y nos alejamos de él durante la otra. Nuestro alejamiento nos trae el invierno con sus sufrimientos; nuestra aproximación, la primavera con su alegría. Así la mitad invernal del  año simboliza la vida  en lo material, y la mitad estival la vida espiritual.  Cuando  llega  el  solsticio  de  invierno,  y  comienza  la  tierra  a acercarse de nuevo al sol,  se celebra la alegre fiesta de Navidad, y se dice:

«Cristo ha vuelto a nacer Pero cuando en la primavera, la fuerza del sol ha dominado al invierno, se celebra en la Pascua la fiesta de la Resurrección, la victoria del Espíritu sobre la Materia.

Los símbolos no son invenciones caprichosas de la fantasía. No tendrían ninguna significación si no existieran los hechos que representan. También en la vida espiritual del mundo hay día y noche, periodos en que se aproxima el espíritu de la Tierra al Sol de la Sabiduría; y otros durante los cuales se aleja de él. Hay días de creación durante los cuales el Espíritu del mundo trabaja con sus fuerzas en la naturaleza, y noches en que descansa retirado en sí mismo. 

 En la Doctrina Secreta, se  llama «Manvántaras» a estos días, y la duración de uno de éstos con su cresculo correspondiente, lo mismo que el de la noche, es, según se declara, de 4.320.000.000 de nuestros años. (H. P. Blavatsky, La Doctrina Secreta, Vol. II). Pero dentro del gran movimiento circular tienen lugar otros movimientos pequeños circulares o espirales, y cuando  se  va  perdiendo  la  Sabiduría  entre  los  hombres,  entonces,  para salvarlos,  aparece  una  de  esas  flores  raras,  un Maestro  de  Sabiduría,  un Salvador del mundo. Todos proceden de Dios, y en cierto sentido, Dios es el que está encarnado en ellos y el que enseña por ellos. Su doctrina no es como las de nuestros sabios, una aglomeración de conjeturas y opiniones, ni ha sido inventada por ellos. Es la Verdad misma, que, habiendo  llegado en ellos al conocimiento, habla por medio de ellos. 

Por lo mismo, dice también Jesús de Nazareth en la Biblia:  
 «La palabra que habéis do no es mía, sino del Padrque me envió». (San Juan, XIV, 24). 

 Los judíos de aquel tiempo le entendían tan poco como los «judíos» le entienden hoy en día; porque la razón que se apega a lo  material, no puede discernir entre el «Yo» celestial y el «yo» terrenal. Por lo tanto, esta doctrina es también secreta para todos los que no son «cristianos», es decir, para todos los que no se han elevado por encima del mar del error a la Luz del Conocimiento.

El hombre, tal como le vemos todos los días, puede ser comparado a un pez cuyo elemento es el agua. Puede saltar en el aire, mas no puede vivir en él: vuelve inmediatamente a caer en el agua. Así también el hombre terrenal tiene momentos en que la iluminación divina le penetra como un relámpago, y en la cual puede levantar la cabeza hasta la luz de la Verdad; pero muy pronto vuelve a caer en el reino de la ilusión, y sólo los Hombres divinos que han dominado este reino pueden respirar y vivir en dicha luz. Ellos viven en Dios y Dios vive en ellos. Ellos y el Padre son Uno. (San Juan, XIV, 2). «Aquellos que, unidos mentalmente conmigo, Me conocen como  Adhibhûta (Señor de los  seres),  Adhidaiva  (Señor  de  los  Dioses),  y Adhiyajna  (el  Supremo Sacrificio), Me conocen en realidad  cuando suena la hora de su muerte». (Bhagavad Gîtâ, VII, 30).  


s, ¿Qué es lo que el hombre alcanza con esto?. Ciertamente no es la conciencia de un ser diferente de él, sino que se despierta a la conciencia de su propia existencia divina, del mismo modo que un hombre que ha languidecido muchos años en un calabozo oscuro, tiene, al ser puesto en libertad, plena conciencia de ella. No sólo está libre, sino que se encuentra en la libertad y la libertad es en él. Cuando llegamos al conocimiento de Brahma, encontramos que nosotros mismos somos Brahma. Nosotros estamos en Todo y Todo está en nosotros, y allí cesa el concepto de la «personalidad», de la «separación» o de la «limitación». «Sankaracharya llama esta condición Satchitanandam», es decir,  la condición de la santidad, que consiste en el  conocimiento de la verdadera existencia divina. Así como un zapatero es zapatero mientras sigue su  profesión,  y  sin  embargo,  es  también  hombre,  y  cuando abandona  su profesión cesa de ser zapatero, mas no de ser hombre, del mismo modo el hombre en su interior es Brahma, y cuando ha llegado a este conocimiento, ya no se dice a mismo: «Yo soy este o aquel hombre», sino que desaparece en su conciencia el «yo» y el «tú», lo «tuyo», y lo «mío». Es todo y reconoce a todo en sí mismo. 

Ha vencido a la ilusión de la existencia, y es libre. Como que él ha alcanzado el conocimiento del Todo, las distinciones no le sirven de nada. Las distinciones procedende la ignorancia y  sirven para alcanzar el conocimiento de las cualidades del Todo. Donde se reconoce uno como unido al Todo con sus cualidades, no queda ya nada que distinguir en la esencia de la Unidad.  
El es el «Espectador tranquilo» que no es afectado por el mundo de los  fenómenos,  que  se  mueve  en su  naturaleza.  Los  mundos  aparecen  y desaparecen en él, mas esto no le afecta a él. «Aquel que conoce la naturaleza espiritual  y  la  material  juntamente  con  sus  cualidades,  sea  cual  fuere  la condición en que viva, deja de estar sujeto al renacimiento». (Bhagavad Gîtâ, XIII, 23).

«Deja de estar sujeto al renacimiento», es decir, no está ya sujeto a la ley de necesidad, que obliga, al que no ha llegado al verdadero conocimiento divino, a volver siempre al teatro de la vida a fin de aprender más; pero no está excluido de reencarnarse libremente para el bien de la humanidad, a fin de enseñar a los hombres el camino perdido de la salvación.

Uno de tales salvadores fue Gautama Buddha, es decir, «el Iluminado», y el describe la situación en que se encontró al alcanzar la iluminación,  del modo que sigue: «Dirigí la mente hacia el conocimiento de formas anteriores de  existencia.  Recordé  muchas  diferentes  formas  de  existencia:  una  vida, luego  dos vidas,  luego  tres,  cuatro,  cinco,  diez,  veinte,  treinta,  cincuenta, ciento, luego mil, luego cien mil vidas; luego la evolución y la disolución de muchos  mundos. Allí estaba yo, aquel nombre tenía yo, a aquella familia pertenecía yo; aquél era mi estado, aquélla mi profesión, tal bien y tal dolor he experimentado, así fue el fin de mi vida; allí diferentemente volví en otra parte a la existencia. 
Así recordé más  formas diversas de existencia, ya con los caracteres peculiares, ya con las relaciones peculiares. Este conocimiento yo lo había obtenido con esfuerzo en la primera hora de la noche; había apartado la ignorancia y ganado el conocimiento, había apartado la oscuridad y ganado la luz, mientras proseguía en estos ejercicios tan serios» Y cuando obtuvo el completo dominio de la ilusión de la personalidad, dijo: «En el que es salvo está la salvación; brotó este conocimiento. Agotada está la vida, completa la santidad, hecha la obra; ya no exista este  mundo».  (K. E. Neumaun:  «Die Reden Gotamo Buddha’s»).

Cristo muere constantemente  por nosotros, a fin de que recibamos la vida por él, pues cuando en la tumba de lo material baja el Espíritu inmortal a fin de incorporarse como persona, pierde como persona el más alto grado de conciencia divina que posee como espíritu, y tiene que volver a elevarse al mismo. Krishna  mismo  tiene,  como  Arjuna,  que  emprender  de  nuevo  el combate con las pasiones, a fin de volverse consciente de su Yo supremo y reconocer que él mismo es Krishna.  

Pero este Yo supremo es también su instructor y su guía, y cuando el hombre ha llegado en una vida anterior al conocimiento  de    mismo,  vuelve  a  alcanzarlo  fácilmente  en  una  nueva encarnación, o, hablando en términos cristianos, «muere la muerte mística, y Cristo celebra su resurrección en él, y este Cristo es el mismo».


Para el que no tiene conocimiento propio ni fe alguna, sería un asunto muy difícil probarle que ha habido semejantes iluminados y salvadores de la humanidad, o que los hay todavía; pero debería bastar la información de que es posible que tales sabios hayan vivido y de que hayan dejado doctrinas, para inducir a todo aquel que concibe la gran importancia de esto, a procurar aprender estas doctrinas y comprenderlas. Además, el estudio de las mismas no tiene por objeto el que uno se imagine que son verdaderas, sin interesarse más en ellas, ni existen  para satisfacer la curiosidad científica y ser dejadas después a un lado; ni tampoco para el mezquino objeto de poner a algún literato en estado de ofrecer una «contribución a la historia de la civilización» y alcanzar así la «fama»; sino que el  objeto de éstas es  dar al  hombre los medios de obtener la existencia inmortal en Dios.

Hay millares de hombres que están satisfechos con leer o predicar las doctrinas  de  los  Sabios,  sin  que  ellos  las  oigan;  pues  «entre  millares  de mortales, uno sólo, quizá, se esfuerza en lograr la perfección: y entre aquellos que se esfuerzan en conseguirla y la consiguen, apenas se encuentra uno que Me conozca en esencia». (Bhagavad Gîtâ, VII, 3). «Los hombres de escaso discernimiento espiritual,  enorgullecidos  con  las  alabanzas  que  los  Vedas dedican a aquellos que cumplen las ceremonias prescritas en dichos libros, dicen: «Ya hay bastante con es y repiten incesantemente algunos textos que halagan su vanidad.  

Estos hombres, estando encenagados en sus groseros y mundanos deseos, desempeñan los actos de esta vida con la esperanza de verlos  recompensados  en  un  futuro nacimiento;  practican  un  sin  fin de ceremonias diversas con el objeto de adquirir el poder y los bienes materiales, y por fin, consideran como la suprema bienaventuranza el goce transitorio de los  cielos,  prefiriendo  este  goce  a  la  eterna  absorción en  la  Divinidad». (Bhagavad  Gîtâ,  II,  42,  43).  Pero  la  teoría  y  la  práctica  se  condicionan mutuamente: la una procede de la otra. «Opuestamente al sabio, el ignorante habla de la renuncia de los actos y del recto cumplimiento de ellos, como de dos cosas distintas.  


Aquel que practica puntualmente cualquiera de estos medios, recibe el fruto de ambos». (Bhagavad Gîtâ, V, 4). Ningún teólogo ha obtenido aún la unión con Dios por medio de la polimatía. Esta unión con el Yo supremo se efectúa sólo uniéndose uno mismo con El. Lo inferior se une con Lo Superior, cuando crece hacia ello y la fuerza que facilita a este crecimiento viene darriba.  

 Toda  bendición  viene  de  arriba.  «El  hombre  que  disfruta  de  los beneficios de los dioses sin ofrecer a estos la parte que les corresponde, es un ladrón. Aquellos que se contentan con comer los restos de la ofrenda, serán purificados  de  todas  sus  culpas;  pero  aquellos  que  preparan  su  alimento exclusivamente para mismos, comen el pan del pecado, siendo ellos, a su vez, la encarnación del pecado». (Bhagavad Gîtâ, III, 13).

En la religión cristiana (al menos en la  iglesia católica),  tampoco se considera el estudio de la teología ni el comer y beber en común, como lo más santo y lo mas esencial; sino la «santa comunión», el mbolo de la unión del hombre con Dios, aunque los ignorantes, como sucede generalmente en otras cosas entre los sabios, toman al símbolo por la  esencia de la cosa, y no conocen  su  significación  interna. «Mediante  el  sacrificio,  alimentad  a  los Dioses, a fin de que los Dioses, a su vez, os proporcionen vuestro alimento, y auxilndoos   así   mutuamente,   podáis   vosotros alcanzar   la   suprema bienaventuranza». (Bhagavad Gîtâ, III, 11).

Lo  Divino  nos  alimenta  cuando  recibimos  en  nosotros  al  Espíritu divino, y alimentamos a lo Divino cuando nos entregamos a él. Dice Tomás de Kempis: «Sacrifícate a Mí, y entrégate por completo a Dios (el que es dentro y fuera de ti); así tu sacrificio será agradable a Dios». Cuanto más el hombre con su voluntad se entrega a su Yo  supremo, tanto más este Yo supremo puede encarnarse en él, comunicarle su propia naturaleza y manifestarse en él. La Reencarnación divina no se efectúa  sólo al nacimiento del hombre, sino que dura toda su vida y sólo queda  completa cuando el hombre se halla enteramente  penetrado  del  Espíritu  de  Dios  y  ha  llegado  al  verdadero conocimiento   divino. Nos   atraemos   esta   Esencia   divina   cuando   nos entregamos a ella.

Mas aquel que, a pesar de la influencia divina de su Yo supremo que actúa constantemente sobre él, no quiere creer en la presencia de Dios, sino que en su presunción no ve más que a «sí mismo», y niega la existencia de aquella fuerza única que abarca a todo el universo y a todas las criaturas, y, en su propia ilusión, estima a su yo transitorio sobre todas las cosas; aquel que esto hace, decimos, no puede llegar a unirse con su Yo superior, con el Yo infinito, al cual ni ama ni conoce. Su origen está en la oscuridad, y permanece preso en ella ligado por su propia voluntad.
«En este  mundo  hay  dos  órdenes  de  criaturas:  las  divinas  y  las demoníacas. Los hombres de naturaleza demoníaca no conocen la acción y la inacción; en ellos no se encuentra ni fuerza, ni buena conducta, ni verdad.   «En el Universo, - dicen ellos -,no hay Verdad, ni base moral, ni Dios alguno que lo gobierne; todos los seres son el producto de la unión sexual, y no reconocen otra cosa que el placer».


 Penetrados de tales ideas, estos hombres protervos y desenfrenados, de escaso discernimiento y de actos brutales, aparecen como enemigos  para la destrucción del mundo. Esclavos de insaciables apetitos y llenos  de  hipocresía,  presunción  y  soberbia,  el  error  los  arrastra  a  falsas nociones, y todos sus actos son sugeridos por designios  impuros. Egoístas, violentos, sensuales,  insolentes  e  iracundos,  estos  hombres  malévolos  Me odian en su propio cuerpo y en el de los demás. Pero a estos enemigos depravados, crueles, impuros y sumidos en la abyección más profunda, Yo los condeno a las miserias  mundanas arrojándolos indefinidamente en un seno demoníaco». (Bhagavad Gîtâ, XVI, 6, 10, 18, 19).

Ellos  se  arrojan  a   mismos.  Van  allí  donde  pertenecen,  según  la esencia que han hecho suya: vuelven, lo mismo que todas las demás cosas, al origen de la naturaleza de la cual han nacido. Ya que esta esencia, de la cual han procedido, es el reverso de la Verdad - la falsedad y la ilusión -, así son estos seres en su propia naturaleza  - esritus de falsedad y productos de la ilusión -, y no pueden entrar en nada, sino en su propio principio.

Empero, Brahma es la verdadera esencia de todas las cosas, y aquel que lo reconoce como la base de su propia naturaleza, entra en él. Aquel que ha llegado a ser completamente semejante a Dios y que está lleno del Bien, no puede ser por nada desviado del Bien absoluto, porque en su naturaleza nada hay que sea congenial con otras formas de conciencia por las cuales pueda ser apartado de Brahma. 
Por medio del Conocimiento de la Verdad no pierde su individualidad,  sino  que  desaparece  la  ilusión de  la  separación,  cuando reconoce lo Verdadero como base de su propio ser. Pierde el error por el cual tomaba  por  su  verdadero Yo  a  una  cosa  que  no  era  su  verdadero  ser,  y encuentra en su lugar a su verdadero Yo infinito, que abarca a todo. «Viéndole verdaderamente idéntico en todas partes, y presente por igual en todas las cosas, no se destruye a mismo, y de esta suerte alcanza la meta suprema». (Bhagavad Gîtâ, XIII, 2, 8)

 




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