Capitulo IV
Franz Hartmann
Ahora que hemos bosquejado
ligeramente los rasgos principales de la doctrina del Bhagavad Gîtâ, permítasenos considerar más detenidamente
algunos puntos especiales de la misma. Muchos fieles cristianos tratan los
libros de los indos de la misma manera que los incrédulos tratan la Biblia. Se rechaza lo que no se conoce, porque
se forma de ello un concepto erróneo;
pero si se llega a conocer la verdad que
hay en una cosa, ésta es entonces
comprensible. La duda tiene siempre su origen en la ignorancia, y es el mayor
obstáculo para el conocimiento de la Verdad. Es una protección
contra el error, pero es también el enemigo del Conocimiento. «Para el hombre
entregado a la duda, no existe la felicidad, ni en este mundo, ni en el próximo,
ni en otro alguno». (Bhagavad Gîtâ, IV, 40).
El
que quiere conocer
una cosa, tiene que abandonar toda fe ciega y toda duda, y penetrar en el espíritu de la
cosa; pero no aferrarse a la letra muerta. Entonces, criando ha aprendido a
conocer la cosa de que se trata por medio de una investigación exenta de toda
preocupación, estará en estado, según el grado de su percepción, de juzgar de dicha
cosa. Las enseñanzas contenidas en el Bhagavad Gîtâ y las que en los Vedas
se refieren a ellas, han procedido del conocimiento de sí mismo de los Sabios. Mas sólo los que han alcanzado este conocimiento de sí tienen el derecho de juzgar de su existencia. El camino a este conocimiento está señalado en el Bhagavad
Gîtâ, y científicamente explicado por Sankaracharya.
(Sankaracharya, «Atma Bodha» y «Tattva Bodha»). Si hay, además de la fuente ordinaria de la investigación, la cual descansa en las deducciones y en las observaciones exteriores, otra fuente mejor para conocer la Verdad, a saber, el conocimiento directo de la misma por su manifestación propia en la naturaleza humana superior, sólo pueden saber algo preciso acerca de ello aquellos en quienes esta naturaleza superior ha llegado a la conciencia y al conocimiento de la Verdad.
Si el ideal se realiza en el hombre, puede el hombre dar testimonio de él. El testimonio de los ignorantes respecto a una cosa de que nada saben, no tiene ningún valor, porque no procede del Conocimiento (Sattwa). ¿Cómo podría probarse a un hombre que Dios se halla en su naturaleza interior, si él no es capaz de percibirlo?. Si se lograse hacerle creer esto, no se haría más que aumentarle su presunción, porque no sabría distinguir entre el yo inferior ilusorio y el verdadero Yo de todas las cosas. Por tanto, se dice también: «Guárdese el hombre sabio de perturbar el ánimo de los ignorantes que obran únicamente por el fruto de sus acciones. (Bhagavad Gîtâ, III, 26). El que no ama más que su personalidad no hallará la Verdad».
Del examen de la constitución
del hombre, resulta que tiene una
inteligencia espiritual superior
(Buddhi Manas) y otra animal, inferior (Kama- Manas). En los escritos ocultos, éstas son comparadas al Sol y a la Luna. (Bhagavad Gîtâ, VIII, 25).
Del mismo modo que la Luna no produce ninguna luz propia, sino que su luz es sólo una reflexión de la luz del Sol, así la luz de la inteligencia del hombre terrestre no es más que una reflexión de la Luz divina de la Sabiduría, la cual desciende del Hombre celestial; y del mismo modo que la luz del sol produce sombras fantásticas entre las montañas, los cráteres y los valles de la luna, así en la parte terrenal de la mente, cuya parte está extraviada por las pasiones perversas y sujeta a deseos personales, la reflexión de la luz de la verdadera Razón causa ideas fantásticas, quimeras científicas y errores de toda especie. Supongamos, empero, que haya un hombre que esté despierto sólo de noche y que duerma de día; para él la luz de la luna será la mejor del mundo, y sería tan difícil convencerle de la existencia del sol, como lo es probar a la inteligencia animal del hombre la existencia de la luz del verdadero Conocimiento.
En la mística cristiana,
la verdadera luz celestial es el Redentor, el Hijo espiritual de la Sabiduría; la inteligencia humana iluminada de lo superior, es Lucifer, el Iluminador; y la mente que se adhiere a lo terrestre, es la Tierra u Oscuridad, en la cual se produce
la reflexión de la luz de la Sabiduría por
mediación del Iluminador (la Intuición). Así como la luna alumbra a la tierra, del mismo modo vuelve a reflejarse la luz de la tierra sobre la luna. Por esta mezcla de la luz del pensamiento terrestre con la Intuición (cuya mezcla
se efectúa también en
el microcosmo) se oscurece
la percepción clara. De la parte ligada a la tierra se alzan unas nubes que cubren el cielo.
La fantasía, lo mismo que el águila, se eleva sobre las nubes y goza de la luz, mientras la tierra está en la oscuridad; pero no encuentra allí ningún punto en que pararse. Por el contrario, el hombre perspicaz, cuya mirada libre no está ofuscada por el egoísmo, recibe su instrucción por medio de la luz de la intuición. Más hay también algunos otros hombres que, por grandeza espiritual, se elevan muy por encima del error y de la ilusión y perciben la Verdad, porque ha salido en ellos el sol de la percepción. Tales hombres son llamados «Sabios» o «Mahatmas» (de maha, grandes, y atma, Alma).
La doctrina de estos Sabios,
la que se dice, con razón, que procede
de Dios, como que se origina
en el conocimiento de sí que se ha despertado en
ellos, se llama Ciencia de la Sabiduría (Filosofía) y forma la base de todos los grandes sistemas religiosos del mundo. Se llama también «Doctrina Secreta», no
tanto porque no se quiera comunicar a todo el mundo,
sino porque no es
comprensible para todos. La Luz espiritual no se puede percibir con la lámpara del estudiante ni con una vela de iglesia: se percibe
tan sólo con su propia
luz.
Esta doctrina es tan antigua como la especie humana. Cuando «los Hijos
del Cielo vieron que las Hijas de la tierra eran hermosas, se casaron con ellas»; es decir, cuando las formas humanas terrestres estaban suficientemente
desarrolladas para
servir de moradas a los Hombres celestiales, éstos les trajeron como regalo de bodas la Ciencia divina «Brahma» (el Divino) la enseñó a Vivaswat (el «Sol», Símbolo de la Sabiduría); Vivaswat la enseñó a
Manú (el Pensador); Manú la enseñó a Ikshwaka (el antecesor de la raza humana). (Bhagavad Gîtâ, IV, 1).
Pero en el transcurso de los siglos se fue perdiendo, a medida que el pensamiento inferior iba adquiriendo preponderancia y desaparecía la
Percepción superior.
Esta doctrina nos informa, entre otras cosas, de que en la evolución espiritual del mundo, imperan leyes analógicas a las del mundo material. Así como
en lo exterior todo se mueve en círculo, o mejor dicho, en espiral
sin fin, así como la tierra gira alrededor del sol, y por el movimiento de éste, es llevada siempre en movimiento espiral
por el espacio
universal; así como se siguen
el sueño
y la vigilia, el día y la noche, el verano y el invierno, del mismo modo en el progreso de la humanidad por el camino del conocimiento de la Verdad hay períodos de iluminación y períodos de oscuridad.
En cerca de 25.000 años, el sol, con los planetas que lo acompañan, pasa por los signos
del zodiaco; los mundos aparecen
y desaparecen y la duración de semejante
periodo se calcula en 4.320.000.000 de años. Los hombres, las naciones, y también, partes enteras del mundo, tienen su
nacimiento, niñez,
juventud, edad madura, vejez y muerte. Los periodos de ruina siguen a los periodos
de
desarrollo, así como al flujo sigue el reflujo. Pero si en su descenso espiritual los hombres llegan a cierto punto, entonces aparece un salvador (Avatar) entre
los hombres para conducirlos de nuevo al verdadero camino.
«Siempre y cuando languidece el Dharma (la rectitud) y reinan triunfantes el desorden y la injusticia, me doy nacimiento a Mí mismo, encarnándome de esta suerte de edad en edad para la defensa de los justos, para la destrucción de los malvados y para el restablecimiento de la Sagrada Ley». (Bhagavad Gîtâ, IV, 7, 8).
«Siempre y cuando languidece el Dharma (la rectitud) y reinan triunfantes el desorden y la injusticia, me doy nacimiento a Mí mismo, encarnándome de esta suerte de edad en edad para la defensa de los justos, para la destrucción de los malvados y para el restablecimiento de la Sagrada Ley». (Bhagavad Gîtâ, IV, 7, 8).
«Los hombres insensatos, desconociendo mi naturaleza suprema, Me desprecian, con todo y ser, el Soberano Señor
de todas las criaturas, cuando
estoy revestido de una forma humana. Faltos de esperanza,
faltos de acciones y
privados de sabiduría y de sentimiento, tales hombres participan de la
engañosa naturaleza de los Rakshasas
(demonios) y de los Asuras (elementales)». (Bhagavad Gîtâ, IX, 11, 12).
Siendo así que los impíos no
perciben lo divino en semejante
salvador, se sigue que sólo
aquello que es divino en el hombre puede
percibir lo divino en otro. El hombre ha de tener amor para saber lo que es el amor, y de igual modo ha de tener santidad en sí
mismo
para saber lo que es la
santidad.
Semejante Avatar fue Krishna. La narración de su nacimiento,
etc., se halla repetida en la del Nuevo Testamento, se encuentra descrita también en otras alegorías religiosas con más o menos variaciones. No es nuestro propósito investigar hasta qué grado es histórico el hecho en que se basa esto, sino señalar el hecho de que tenemos que distinguir en Krishna, lo mismo que en
cada hombre, entre el Hombre
divino y el hombre terrestre, entre
el Ser celestial y la persona en la cual está encarnado y a la cual cobija. Krishna (o
Cristo) como Verbo
(Logos) es otra cosa de lo
que es
cuando
se considera sólo su apariencia personal, y en esto está la clave para explicar el misterio que es
incomprensible para todos los que no han
aprendido a distinguir entre lo eterno y lo transitorio, y de cuya ignorancia
han procedido innumerables disputas teológicas.
No podemos medir lo que pertenece
al supramundo con la medida de
nuestro pequeño mundo. Es preciso que distingamos al Hombre-Dios de la apariencia
personal en que se manifiesta, del mismo modo que distinguimos la
luz del sol de la planta que ella construye con la ayuda de los elementos materiales. La luz del sol es tan sólo una, pero las plantas son muchas, y según
las cualidades de las mismas, producen diferentes
flores, da el color blanco al lirio
y el rojo a la rosa, y actúa sobre cada una con todas sus fuerzas, sin que
por esto toda la luz del sol en el mundo esté encerrada
en una sola planta. Así
también puede el gran Espíritu del universo manifestarse
con todos sus
poderes en un Buddha, un Avatar o un Iluminado, sin que por esto el Dios del Universo se oculte en una persona y prive a todo el resto del universo de su
omnipresencia. El Adepto o Mahatma es como otra planta de la humanidad, sólo
que es un espécimen muy raro. Es la encarnación de un rayo de la Luz eterna en el cual se hallan todas las fuerzas de la Luz. «Una eterna porción de Mí mismo, emanada de Mí, anima el mundo de los seres vivientes, y atrae la
mente y los otros cinco sentidos que residen en la Naturaleza (Prakriti)».(Bhagavad Gîtâ, XV, 7).
Es, por tanto, algo totalmente diferente
el considerar la historia de una
personalidad que ha aparecido
en la tierra, y el considerar la historia del ser celestial encarnado en tal personalidad. La apariencia exterior es tan sólo el
símbolo del ser, al cual sirve de instrumento.
Los sucesos interiores
y espirituales se hallan reflejados
y representados en la naturaleza visible. El sol que vemos es el símbolo visible del invisible
Sol espiritual en el reino del Espíritu,
el símbolo de la Deidad que sale todos los
días para los hombres y en la tarde vuelve a desaparecer. El sol permanece
siempre el mismo, pero nosotros cambiamos nuestra posición respecto a él. No nace ni muere, pero nos aproximamos a él durante una parte del año y nos
alejamos de él durante la otra. Nuestro alejamiento nos trae el invierno con sus sufrimientos; nuestra aproximación, la primavera con su alegría. Así la mitad
invernal del año simboliza la vida
en lo material,
y la mitad estival
la vida espiritual. Cuando llega el solsticio de invierno, y comienza la tierra a acercarse
de nuevo al sol, se celebra la alegre fiesta de Navidad, y se dice:
«Cristo ha vuelto a nacer.» Pero cuando en la primavera, la fuerza del sol ha
dominado al invierno, se celebra en la Pascua la fiesta de la Resurrección, la
victoria del Espíritu sobre la Materia.
Los
símbolos no son invenciones
caprichosas de la fantasía. No tendrían ninguna significación si no existieran los hechos que representan. También en la vida espiritual del mundo hay día y noche, periodos en que se aproxima el espíritu de la Tierra al Sol de la Sabiduría;
y otros durante los cuales se aleja
de él. Hay días de creación durante los cuales el Espíritu del mundo trabaja
con sus fuerzas en la naturaleza, y noches en que descansa
retirado en sí
mismo.
En la Doctrina Secreta, se llama «Manvántaras» a estos días, y la duración de uno de éstos con su crepúsculo correspondiente, lo mismo que el de la noche, es, según se declara, de 4.320.000.000 de nuestros
años. (H. P. Blavatsky, La Doctrina Secreta,
Vol. II). Pero dentro del gran movimiento
circular tienen lugar otros movimientos pequeños circulares o espirales, y cuando se va perdiendo la Sabiduría entre
los hombres, entonces, para salvarlos, aparece una de esas flores raras,
un
Maestro de Sabiduría, un Salvador del mundo. Todos proceden de Dios, y en cierto sentido, Dios es el
que está encarnado en ellos y el que enseña por ellos. Su doctrina no es como las de nuestros sabios, una aglomeración
de conjeturas y opiniones, ni ha sido
inventada por ellos. Es la Verdad misma, que, habiendo llegado en ellos al
conocimiento, habla por medio de ellos.
Por lo mismo, dice también Jesús de Nazareth en la Biblia:
«La palabra que habéis oído no es mía, sino del Padre que me envió». (San Juan, XIV, 24).
Los judíos de aquel tiempo le entendían
tan poco como los «judíos» le entienden
hoy en día; porque la razón que se
apega a lo material, no puede discernir entre el «Yo» celestial y el «yo» terrenal. Por lo tanto, esta doctrina es también secreta
para todos los que no
son «cristianos», es decir, para todos
los
que no se han elevado por encima del mar
del error a la Luz del Conocimiento.
El hombre, tal como le vemos todos los días, puede ser comparado a un pez cuyo
elemento es el agua. Puede saltar en el aire, mas no
puede vivir en él: vuelve inmediatamente a caer en el agua. Así también el hombre terrenal tiene momentos en que la iluminación divina le penetra como un relámpago, y en la
cual puede levantar la cabeza hasta la luz de la Verdad; pero muy pronto vuelve a caer en el reino de la ilusión, y sólo los Hombres divinos
que han dominado este reino pueden respirar y vivir en dicha luz. Ellos viven en Dios
y Dios vive en ellos. Ellos y el Padre son Uno. (San Juan, XIV, 2). «Aquellos
que,
unidos mentalmente conmigo, Me conocen como
Adhibhûta (Señor de
los
seres),
Adhidaiva (Señor de los Dioses), y Adhiyajna
(el Supremo
Sacrificio), Me conocen en realidad
cuando suena la hora de su muerte». (Bhagavad Gîtâ, VII, 30).
Más, ¿Qué es lo que el hombre alcanza con esto?. Ciertamente no es la
conciencia de un ser diferente de él, sino que se despierta a la conciencia de su propia existencia divina, del mismo modo que un hombre que ha languidecido
muchos años en un calabozo oscuro, tiene, al ser puesto en libertad, plena
conciencia de ella. No sólo está libre, sino que se encuentra en la libertad y la libertad está en él. Cuando llegamos al conocimiento de Brahma, encontramos que nosotros mismos somos Brahma. Nosotros estamos en Todo y Todo está en nosotros, y allí cesa el concepto
de la «personalidad», de la «separación» o de la «limitación». «Sankaracharya llama esta condición Satchitanandam», es decir, la condición de la santidad, que consiste en el conocimiento de la verdadera existencia divina.
Así como un zapatero es zapatero mientras sigue su profesión, y sin embargo, es también hombre, y cuando abandona su profesión cesa de ser zapatero, mas no de ser hombre, del mismo modo el hombre en su interior es Brahma, y cuando ha llegado a este conocimiento, ya no se dice a sí mismo: «Yo soy este o aquel hombre», sino que desaparece en su conciencia el «yo» y el «tú», lo «tuyo», y lo «mío». Es todo y reconoce a
todo en sí mismo.
Ha vencido a la ilusión de la existencia, y está libre. Como que él ha alcanzado el conocimiento del Todo, las distinciones no le sirven de nada. Las distinciones procedende la ignorancia y sirven para alcanzar el conocimiento de las cualidades del Todo. Donde se reconoce uno como unido al Todo con sus cualidades, no queda ya nada que distinguir en la esencia de la Unidad.
El es el «Espectador tranquilo» que no es afectado
por el mundo de los fenómenos, que se mueve en su naturaleza. Los mundos aparecen y desaparecen en él, mas esto no le afecta a él. «Aquel que conoce la naturaleza espiritual y la material juntamente
con sus cualidades, sea cual fuere la condición en que viva, deja de estar sujeto al renacimiento». (Bhagavad Gîtâ,
XIII, 23).
«Deja de estar sujeto al renacimiento», es decir,
no está ya sujeto a la ley de necesidad, que obliga, al que no ha llegado al verdadero conocimiento
divino, a volver siempre al teatro de la vida a fin de aprender
más; pero no está excluido de
reencarnarse libremente
para el bien de la humanidad,
a fin de enseñar a los hombres
el camino perdido de la salvación.
Uno de tales salvadores fue Gautama Buddha, es decir, «el Iluminado», y
el describe la situación en que se encontró al alcanzar la iluminación,
del
modo que sigue: «Dirigí la mente hacia el conocimiento de formas anteriores de existencia. Recordé muchas diferentes formas de existencia: una vida, luego
dos vidas, luego tres,
cuatro, cinco,
diez, veinte, treinta,
cincuenta, ciento, luego mil, luego cien mil vidas;
luego la evolución y la disolución de
muchos mundos. Allí estaba yo, aquel nombre tenía
yo, a aquella familia
pertenecía yo; aquél era mi estado, aquélla mi profesión, tal bien y tal dolor he experimentado, así fue el fin de mi vida; allí diferentemente volví en otra parte
a la existencia.
Así recordé más formas diversas de existencia, ya con los caracteres peculiares, ya con las relaciones peculiares. Este conocimiento yo lo había obtenido con esfuerzo en la primera hora de la noche; había apartado la ignorancia y ganado el conocimiento, había apartado la oscuridad y ganado la luz, mientras proseguía en estos ejercicios tan serios» Y cuando obtuvo el completo dominio de la ilusión de la personalidad, dijo: «En el que es salvo está la salvación; brotó este conocimiento. Agotada está la vida, completa la santidad, hecha la obra; ya no exista este mundo». (K. E. Neumaun: «Die Reden Gotamo Buddha’s»).
Así recordé más formas diversas de existencia, ya con los caracteres peculiares, ya con las relaciones peculiares. Este conocimiento yo lo había obtenido con esfuerzo en la primera hora de la noche; había apartado la ignorancia y ganado el conocimiento, había apartado la oscuridad y ganado la luz, mientras proseguía en estos ejercicios tan serios» Y cuando obtuvo el completo dominio de la ilusión de la personalidad, dijo: «En el que es salvo está la salvación; brotó este conocimiento. Agotada está la vida, completa la santidad, hecha la obra; ya no exista este mundo». (K. E. Neumaun: «Die Reden Gotamo Buddha’s»).
Cristo muere constantemente por nosotros, a fin de que recibamos la vida
por él, pues cuando en la tumba de lo material baja el Espíritu inmortal a
fin
de incorporarse como persona, pierde como persona el más alto grado de conciencia divina que posee como espíritu, y tiene que volver a elevarse
al mismo. Krishna mismo tiene, como Arjuna, que emprender de nuevo el combate con las pasiones, a fin de volverse
consciente de su Yo supremo y
reconocer que él mismo es Krishna.
Pero este Yo supremo es también su instructor y su guía, y cuando el hombre ha llegado en una vida anterior al conocimiento de sí mismo, vuelve a alcanzarlo fácilmente en una nueva encarnación, o, hablando en términos cristianos, «muere la muerte mística, y Cristo celebra su resurrección en él, y este Cristo es el mismo».
Para el que no tiene conocimiento propio ni fe alguna, sería un asunto muy difícil probarle
que ha habido semejantes iluminados y salvadores de la humanidad, o que los hay todavía; pero debería bastar la información de que es posible que tales sabios hayan vivido y de que hayan dejado doctrinas, para inducir
a todo aquel que concibe la gran importancia de esto, a procurar
aprender estas doctrinas y comprenderlas. Además, el estudio
de las mismas
no tiene por objeto el que uno se imagine que son verdaderas, sin interesarse
más
en ellas, ni existen
para satisfacer la curiosidad científica y ser dejadas después a un lado; ni tampoco para el mezquino objeto de poner a algún
literato en estado de ofrecer una «contribución a la historia de la civilización» y
alcanzar así la «fama»; sino que el
objeto de éstas es
dar al hombre los medios
de obtener la existencia inmortal en
Dios.
Hay millares de hombres que están satisfechos con leer o predicar
las doctrinas de los Sabios, sin que ellos las oigan; pues «entre millares de mortales,
uno sólo, quizá, se esfuerza en lograr la perfección: y entre aquellos
que
se esfuerzan en conseguirla y la consiguen,
apenas se encuentra uno que Me conozca en esencia».
(Bhagavad Gîtâ, VII, 3). «Los hombres de escaso discernimiento espiritual, enorgullecidos con las alabanzas que los Vedas dedican a aquellos que cumplen las ceremonias prescritas en dichos libros,
dicen: «Ya hay bastante con eso» y repiten incesantemente algunos textos que halagan su vanidad.
Estos hombres, estando encenagados en sus groseros y
mundanos deseos, desempeñan los actos
de esta vida con la esperanza de verlos recompensados
en un futuro nacimiento; practican un sin fin de ceremonias diversas con el objeto de adquirir el poder y los bienes materiales, y por fin, consideran como la suprema bienaventuranza el goce transitorio de los cielos, prefiriendo este goce a la eterna absorción en la Divinidad». (Bhagavad Gîtâ, II, 42, 43).
Pero la teoría y la práctica se condicionan mutuamente: la una procede de la otra. «Opuestamente al sabio, el ignorante habla de la renuncia de los actos y del recto cumplimiento de ellos, como de dos
cosas distintas.
Aquel que practica puntualmente cualquiera
de estos medios, recibe el fruto de ambos». (Bhagavad Gîtâ, V, 4). Ningún teólogo
ha obtenido aún la unión
con Dios por medio de la polimatía.
Esta unión con el Yo supremo se efectúa sólo uniéndose uno mismo con El. Lo inferior se une con Lo Superior, cuando crece hacia ello y la fuerza que facilita a este crecimiento
viene de arriba.
Toda bendición viene de arriba. «El hombre que disfruta de los beneficios de los dioses sin ofrecer a estos la parte que les corresponde, es un ladrón. Aquellos que se contentan con comer los restos de la ofrenda, serán purificados de todas sus culpas; pero aquellos que preparan su alimento exclusivamente para sí mismos,
comen el pan del pecado, siendo ellos, a su
vez, la encarnación del pecado». (Bhagavad Gîtâ,
III,
13).
En la religión cristiana
(al menos en la
iglesia católica), tampoco se considera el estudio de la teología ni el comer y beber en común, como lo más santo
y lo mas esencial; sino la «santa comunión»,
el símbolo de la unión del hombre con Dios, aunque los ignorantes, como sucede generalmente en otras cosas entre los sabios, toman al símbolo por la esencia de la cosa, y no
conocen su significación interna. «Mediante el sacrificio, alimentad a los
Dioses, a fin de que los Dioses, a su vez, os proporcionen vuestro
alimento, y auxiliándoos así mutuamente, podáis vosotros alcanzar la suprema bienaventuranza». (Bhagavad Gîtâ, III, 11).
Lo Divino nos alimenta cuando recibimos en nosotros al Espíritu
divino, y alimentamos a lo Divino cuando
nos entregamos
a él. Dice Tomás de Kempis: «Sacrifícate a Mí, y entrégate
por completo a Dios (el que está dentro y fuera de ti); así tu sacrificio será agradable a Dios». Cuanto más el hombre
con su voluntad se entrega a su Yo supremo, tanto más este Yo supremo puede
encarnarse en él, comunicarle su propia naturaleza y manifestarse en él.
La Reencarnación divina
no se efectúa sólo al nacimiento del hombre, sino
que dura toda su vida y sólo queda completa cuando el hombre se halla enteramente penetrado del Espíritu de Dios y ha llegado
al verdadero conocimiento divino. Nos atraemos esta Esencia divina cuando nos entregamos a ella.
Mas aquel que, a pesar de la influencia divina
de su Yo supremo que
actúa constantemente sobre él, no quiere creer en la presencia de Dios, sino
que en su presunción no ve más que a «sí mismo», y niega la existencia de
aquella fuerza única que abarca a todo el universo y a todas las criaturas, y, en su propia
ilusión, estima a su yo transitorio
sobre todas las cosas; aquel que
esto hace, decimos, no puede llegar a unirse con su Yo superior, con el Yo infinito, al cual ni ama ni conoce. Su origen está en la oscuridad, y permanece preso en
ella ligado por su propia voluntad.
«En este mundo hay dos órdenes de criaturas: las divinas y las
demoníacas. Los hombres de naturaleza
demoníaca no conocen la acción y la
inacción; en ellos no se encuentra ni fuerza,
ni buena conducta, ni verdad. «En el Universo, - dicen ellos -,no hay Verdad, ni base moral, ni Dios alguno que lo gobierne; todos los seres son el producto de la unión sexual,
y no reconocen
otra
cosa que el placer».
Penetrados de tales ideas, estos hombres protervos y desenfrenados, de escaso discernimiento y de actos brutales, aparecen
como enemigos para la destrucción del mundo. Esclavos de insaciables apetitos y llenos
de hipocresía, presunción y soberbia, el error los arrastra a falsas nociones, y todos sus actos son sugeridos por designios impuros. Egoístas,
violentos, sensuales, insolentes e iracundos, estos hombres malévolos Me odian en su propio
cuerpo y en el de los demás. Pero a estos enemigos
depravados, crueles, impuros y sumidos
en la abyección más profunda, Yo los condeno a las miserias
mundanas arrojándolos indefinidamente en un seno
demoníaco». (Bhagavad Gîtâ,
XVI, 6, 10, 18, 19).
Ellos se arrojan a sí mismos. Van allí donde pertenecen, según la
esencia que han hecho suya: vuelven, lo mismo que todas las demás cosas, al origen
de la naturaleza de la cual han nacido.
Ya que esta esencia, de la cual
han procedido, es el reverso de la Verdad - la falsedad y la ilusión
-, así son estos seres en su propia naturaleza
- espíritus de falsedad y productos de la
ilusión -, y no pueden entrar en nada,
sino en su propio principio.
Empero, Brahma es la verdadera
esencia de todas las cosas, y aquel que lo reconoce como la base de su propia naturaleza, entra en él. Aquel
que ha llegado a ser completamente semejante a Dios y que está lleno del Bien, no puede
ser por nada desviado del Bien absoluto, porque en su naturaleza nada
hay que sea congenial con otras formas de conciencia por las cuales pueda ser apartado de Brahma.
Por medio del Conocimiento de la Verdad no pierde su individualidad, sino que desaparece la ilusión de la separación, cuando reconoce lo Verdadero como base de su propio ser. Pierde el error por el cual tomaba por su verdadero Yo a una cosa que no era su verdadero ser, y encuentra en su lugar a su verdadero Yo infinito, que abarca a todo. «Viéndole verdaderamente idéntico en todas partes, y presente por igual en todas las cosas, no se destruye a sí mismo, y de esta suerte alcanza la meta suprema». (Bhagavad Gîtâ, XIII, 2, 8)
Por medio del Conocimiento de la Verdad no pierde su individualidad, sino que desaparece la ilusión de la separación, cuando reconoce lo Verdadero como base de su propio ser. Pierde el error por el cual tomaba por su verdadero Yo a una cosa que no era su verdadero ser, y encuentra en su lugar a su verdadero Yo infinito, que abarca a todo. «Viéndole verdaderamente idéntico en todas partes, y presente por igual en todas las cosas, no se destruye a sí mismo, y de esta suerte alcanza la meta suprema». (Bhagavad Gîtâ, XIII, 2, 8)
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