miércoles, 7 de octubre de 2015

EL UNIVERSO



CAPÍTULO III


Franz Hartann


Si, como  nos enseña el Bhagavad  Gîtâ, el mundo entero es por su naturaleza uno, y en sus formas variado, debemos deducir que aun en la parte más pequeña, lo mismo que en cada forma, se hallan las fuerzas del todo, ora latentes,  ora  desarrolladas.  Por  consiguiente,  encontramos  la  constitución septenaria del Universo y del Hombre en la naturaleza entera y en cada ser de la  misma,  desde  un  sistema  solar  hasta  un  grano  de  arena  o  un  átomo. 

Ciertamente un guijarro no es capaz de pensar; pero con esto no se prueba otra cosa que el no haber llegado todavía a manifestarse en esta forma el principio pensante - el cual se halla en el guijarro lo mismo que en la naturaleza entera - porque no se encuentran allí lo mismo que en un hombre las condiciones necesarias para el desarrollo de la capacidad de pensar. Aunque no lo sepamos todavía espiritualmente, al menos nos indica la lógica que, si Dios (Brahma) es la Esencia de Todo, ha de estar en un pedazo de madera, en la piedra, en el aire, en una planta, en el animal, etc., lo mismo que en el hombre; y así sucede también con las fuerzas divinas que están contenidas en todos los organismos, si no activamente, por lo menos como el calor latente en un pedazo de hielo. Cada  principio  aparece,  pues,  cuando  el  organismo  está  suficientemente desarrollado para ello. 

El reino mineral tiene su especie de sensación: de otro modo no habría afinidades químicas en él; las plantas tienen sensación: de otro modo no reaccionarían con la atracción de la luz. Pero en los minerales y en las plantas la evolución de la forma no ha adelantado bastante para que pueda manifestarse en ellos la conciencia de sí, tal como la  conocemos. Además, cada cosa tiene su vida, y nada hay verdaderamente muerto en la naturaleza, porque esta misma, con todas sus formas, es una manifestación de la Vida de Dios en el Universo. Las plantas tienen sus instintos e inclinaciones, aunque estos tales no sean tan patentes como lo son entre los animales; lo que prueba que el principio Kama ha empezado a  desarrollarse en ellas. También cada cosa tiene su cuerpo etéreo o cuerpo astral, pues sin él no habría tampoco ningún cuerpo visible, siendo éste la imagen externa del cuerpo etéreo.


Por  consiguiente,  los  siete  principios  se  hallan  en  todas  las  cosas. Brahma es lo s Elevado en cada cosa; es el Alma que mora en el corazón de todos los seres (Bhagavad Gîtâ, X, 41); y cuando el sabio «ora», no ora a un Dios del que está lejos, sino que eleva su alma hacia el Yo superior que está en él y en todas partes; y como Dios es omnipotente, se manifiesta, por tanto, su munificencia, en todas partes de la naturaleza, en cada lugar, según el grado en que puede efectuarse esta manifestación de conformidad con las circunstancias de la forma. «Si una cosa es espléndida, excelente o poderosa, sabe que todo lo que en ella es distinguido, ha procedido de mi Poder». Empero, esta doctrina es inconcebible  para los que no conocen ni quieren conocer a Dios; sino que se adhieren a una baja y pervertida contemplación del mundo y a sus preocupaciones. «No  se ha destinado para los que no practican el dominio de mismo, ni me honran, ni quieren escuchar mi voz. Tampoco  es para los obstinados y los blasfemos».  (Bhagavad Gîtâ,  XVIII,67).

Los antiguos místicos designaban estos siete principios con los nombres de los siete planetas, en parte para  encubrir a los impíos y mofadores esa sublime doctrina, en parte porque en la constitución de los llamados cuerpos celestiales,  las fuerzas  designadas   con  los  nombres  de  dichos  cuerpos, desempeñan,  efectivamente,  un  papel  de  la  mayor  importancia.  Así,  por ejemplo, como lo afirma la «Doctrina Secreta», el planeta Marte es el mbolo del poder ígneo en la naturaleza lo mismo que en el hombre; Venus es el símbolo del amor, Mercurio el de la sabiduría, etc., y el grado en que se hallan los habitantes de un planeta, corresponde al grado de evolución del principio que predomina en dicho planeta. Actualmente en nuestro planeta, el elemento material, es decir, la inteligencia extraviada en la oscuridad, el intelecto que carece  de  espíritu  y  se  ocupa  de  cosas  superficiales,  hace  el  papel  más importante, mientras que el sol es el  símbolo y también el  manantial de la vida. 

Los planetas visibles de nuestro sistema solar, son, en cierta manera, los órganos del  mismo, y cada uno de ellos  tiene su objeto determinado. De la misma manera cada órgano representa en el cuerpo humano el asiento de un principio como centro de actividad del mismo. Así, por ejemplo, el cerebro es el asiento del principio pensante (Manas); el corazón, el centro de la actividad vital, etc.

Pero no nos corresponde entrar en este dominio de la ciencia secreta, dominio que es tan vasto que se podrían llenar volúmenes con una mera consideración superficial de él. Lo que ante todo es mucho más necesario, es llevar a la inteligencia  humana  más cerca del conocimiento divino, pues «el que conoce al Uno, la esencia de Todo, concibe al Todo; el que sólo conoce a muchos, no sabe nada».

Los  no  inteligentes  suelen  acusar  al  Bhagavad  Gîtâ  de  enseñar  el «panteísmo», y por tal entienden la creencia de que es Dios todo lo que vemos. No es así, sin embargo; todo lo que vemos no es Dios, sino tan sólo una  manifestación en la naturaleza de la Fuerza de Dios, la que procede primitivamente de la Esencia interior; y la naturaleza misma no es substancia, sino apariencia. Pero el que no puede en mismo distinguir entre el ser y la apariencia,  no  puede  tampoco  hacerlo  en  la  contemplación  de  naturaleza exterior. 
La naturaleza es, con respecto a Dios, como el sueño de un hombre es al hombre mismo. 

Sin embargo, el  sueño tiene lugar en el hombre y no fuera de su ser. De la misma manera se podría decir, comparativamente, que toda la creación es un sueño que Dios sueña y en el cual todo se representa según leyes eternas, leyes que son tan  grandes, que la inteligencia humana limitada  no  puede  comprenderlas.  

Cuando  el  Brahm  despiertadesaparece toda esta gran ilusión con todos sus fenómenos, y no queda nada sino Dios. La conciencia es el Espíritu, y por medio de la ideación creadora, el mundo de los fenómenos llega a la existencia. Las ideas del hombre no toman en él formas tangibles y visibles, porque a causa de su degradación y materialidad, ha perdido el poder creador de la voluntad, al cual tiene que volver a conquistar elevándose por encima de la materia. Para esto, el primer paso es la distinción del Espíritu y de la naturaleza. «El conocimiento de la Materia y del Espíritu es la verdadera sabiduría».  (Bhagavad Gîtâ,  XIII, 2). No son dos entidades separadas la una de la otra, según lo creen los partidarios del «dualismo», sino que el Espíritu (Brahm), es la Esencia y todo: la Fuerza, el imperio y la magnificencia; y la «Materia», el femeno, no es nada por sí misma.

La naturaleza está llena de símbolos y de manifestaciones de fuerzas que operan interiormente, y de acontecimientos invisibles. Lo temporal es un reflejo de lo Eterno. En el éter cerúleo del espacio celeste se forma un velo que se condensa en nubes y se resuelve finalmente en lluvia y en hielo. En el espacio universal se forman nieblas cósmicas que se condensan en soles y planetas  sobre  los  cuales  aparece  la  vida  en  formas  animadas.

De  la omniconciencia de Dios procede la idea del yo, el «Verbo»; de éste el mundo celeste con sus habitantes, los «dioses», (Devas) y las fuerzas celestiales; y de este  último,  finalmente,  el  espíritu  humano  que  se  encarna  en  cuerpos terrestres; y todo ello es nada sin Dios, pues Dios es el Ser de los dioses, el Ser del hombre, el Ser de todo. Las nubes y los cuerpos celestes son inimaginables sin el Espacio; ellos mismos son «espaci corpóreo, concebible y objetivo. De igual modo sería nada un hombre o un dios sin el Ser la Deidad; y como el espacio infinito, aunque nos encontramos en él, es algo incomprensible inimaginable, y sin embargo existe por  sí mismo, así también  el Dios del Universo es para el hombre nada mientras no toma forma en el hombre mismo y penetra en su existencia y en su conciencia. Sin la luz, el espacio es nada para nosotros; sin la Luz del Conocimiento, la Deidad en el Universo es nada para el hombre. Para manifestarse ambos necesitan la forma; pero la forma no es el Espíritu, sino el vehículo para su manifestación. Por  ello se dice en el Bhagavad Gí: «Estos cuerpos son llamados vehículos. La conciencia en ellos es el Espíritu. Sabe que Yo, el Espíritu, estoy en todas las formas de materia

El conocimiento de la Materia y del  Espíritu es la verdadera Sabiduría».
(Bhagavad Gîtâ, XIII, 1,2).


Pero es preciso observar que no se ha de entender por «Materia» l«materia»  que  los  sentidos  perciben,  y  por  «Conciencia»,  la  actividad espiritual producida en el hombre al volverse consciente. 

Esto sería tomar el efecto por la causa. El Espíritu es la Conciencia de Dios en sí, la Conciencia Absoluta, o, en otros términos, la Sabiduría Divina. La Materia es el resultado de la idea del Yo producida por la Ideación. De la acción del Espíritu en la materialidad,  procede  la actividad  intelectual,  la  conciencia  particular,  la facultad de percepción, los órganos de sensación, etc., etc. Podría decirse: La «Materia» es la Voluntad, el «Espíritu» es la Sabiduría. 

El deseo de separación concebido en la Voluntad eterna, produce una fuerza concentradora por la cual se  forma  la  entidad  material.  El  zapatero  y  teósofo alemán  que  no  tenía conocimiento  de  la  filosofía  india,  pero  que  poseía,  sin embargo,  una inteligencia iluminada, describe todo esto a su manera, la cual concuerda con las doctrinas de los Upanishads:

«Crear quiere decir concebir en la voluntad lo que simbólicamente está en la voluntad, y así, cuando un carpintero quiere construir una casa, tiene que fijar  en  su voluntad  el  modelo  según  el  cual  quiere  construirla;  entonces construye de acuerdo con ese modelo de su voluntad». (Mysterium Mágnum, X, 30).

Así, pues, si Brahma es todo, no hay nada fuera de lo cual pueda crear un mundo o un hombre, sino Él mismo; y crea por su Voluntad en su propia Idea. «Ha creado todas las cosas por su Voluntad en su eterna Sabiduría.» Por consiguiente, creó también la naturaleza; primero el mundo del Pensamiento (el  Cielo)  y  luego  el  mundo  material  (la  Tierra),  y  sólo  después  que  la naturaleza llegó a la existencia, pudo empezar en ella la obra de la Evolución (la creación de la fuerza omnipresente del Espíritu en  la naturaleza), como sucede todavía hoy en todas partes y a cada momento.


«La  primera  cualidad  es  el  Deseo  (de  la  existencia  propia);  como comprensión de la Voluntad, es semejante a un imán; ya que la Voluntad quiere ser algo, y, sin embargo, nada  tiene de que se pueda hacer  algo, se comprime a sí misma en un Algo (en el «Yo»), y con todo, el Algo no es nada sino tan sólo un apetito magnético, una amargura semejante a una dureza, de la  cual  proceden  también  la dureza,  el  frío  y  la  substancia.  (J.  Boehme,«Clavis»).

Esta  Cosa  que  da  a  las  cosas  su   materialidad,  es  la  idea  de  la personalidad, la cual, aun en cosas que no tienen ninguna conciencia de sí ni inteligencia alguna,  se halla, no obstante, en la «voluntad» de dichas cosas; pues hay una cualidad fundamental de la Voluntad en la naturaleza, y la Voluntad para la existencia, aunque inconsciente de sí misma, es la base de la Vida en la naturaleza.

En esto se halla la clave para  comprender la Reencarnación. La base misma de cada ser, es la Voluntad. Mientras existe en la Voluntad el Deseo de vivir  en  el fenómeno  (la  personalidad),  aunque  inconsciente,  este  deseo conduce siempre a la construcción de una nueva forma, cuando la vieja se ha vuelto  inservible.  «Del mismo  modo  que  el  hombre  desecha  sus  viejas vestiduras  para  ponerse  otras nuevas,  así  también  el  Espíritu,  después  de abandonar su gastado cuerpo mortal, toma posesión de otros nuevos cuerpos».
(Bhagavad tâ, II, 22). Pero lo Impersonal, el Espíritu, es eterno. «Nunca ha tenido nacimiento, ni tampoco está sujeto a la  muerte; porque no habiendo jamás sido llamado a la existencia, ¿Cómo puede dejar de existir?. Es eterno, indestructible, imperecedero,  sin  principio  ni  fin,  y  no  se  aniquila  ni experimenta  quebranto alguno  cuando  es  destruida  su  envoltura  mortal».
(Bhagavad Gîtâ, II, 19). El hombre queda completamente libre y salvo de la muerte, del renacimiento y de los sufrimientos que los acompañan cuando llega, como ya se ha dicho, al conocimiento de la Impersonalidad, es decir, a la Conciencia del Todo por la fuerza del amor impersonal.

Ahora, es difícil que haya un hombre que en una sola y corta existencia en la tierra, pueda elevarse del egoísmo animal al perfecto Conocimiento divino. La reencarnación es, por lo tanto, una necesidad natural, y cuando se la entiende correctamente, la lógica de la ciencia material nada puede objetar a ella. Lo que se reencarna  no es ni el Espíritu Divino (lo Absoluto), ni la personalidad del hombre, que reaparece en esta tierra o en otro planeta, sino la idea  de  la  personalidad,  que  es la  base  de  la  existencia  humana,  la  cual reaparece en nuevas formas personales, hasta que al fin sea dominada por el desarrollo del verdadero Conocimiento  divino. Aquello que en nosotros es impersonal  y  ha  dominado  a  estas  ilusiones  de  la personalidad,  no  está encerrado o encarnado en nosotros; está en nosotros, fuera de nosotros y arriba de  nosotros.  

Es  nuestro  Yo  supremo,  el  cual  es  el  «No  Yo»,  y  cuando logramos unir nuestra conciencia con este «Yo supremo», o más bien, elevar nuestra conciencia propia ilusoria a la verdadera Conciencia, esta Conciencia divina es nuestra y no dependemos ya de la vida del cuerpo con su sensación y pensamiento. Semejante unión con el Yo Supremo se llama «Yoga» (de Yoga en sánscrito,  unir,  atar).  

Esta  «Impersonalidad»,  o,      mejor  dicho,  esta Eminencia sobre el yo propio, no se alcanza sino venciendo al error, lo cual requiere muchas experiencias y para  lo que no basta una existencia única. Tampoco se alcanza con fantasías y desvaríos: la eminencia sobre el yo no se realiza sino por la acción superior a todo egoísmo. Sin esta realización, toda impersonalidad no es más que un sueño, un ideal no realizado.

Es inútil querer dar a los ignorantes que las piden, las pruebas de la reencarnación del alma humana, mientras no tengan un concepto de lo que es el «alm, ni de lo que se reencarna.  En primer lugar, no se trata de tener pruebas de una doctrina, sino de comprenderla. Si se concibe la acción de una ley, se comprende ésta desde luego. El conocimiento de la Verdad es su propia prueba.

El «alm del hombre es la vida del mismo. La parte mortal de su alma forma  su  vida  material;  la  parte  inmortal  su  vida  espiritual,  que  es  una emanación  de  la  Divinidad.  Mientras  haya  en  su  alma  el  deseo  de  la personalidad, será atraída repetidas veces a la existencia terrenal, y por tanto vuelve a tomar lo que le pertenece. Sabemos que al fin todas las cosas vuelven a su origen: la tierra a la tierra; las pasiones procedentes del plano astral, al reino del Deseo; los pensamientos que no pudieron elevarse por encima de lo material,  al  mundo  del  Pensamiento;  lo  celestial,  al  cielo  (Devachán);  lo divino, a Dios. 

Cuando el alma (el Hombre) vuelve a bajar del reino superior al material, reúne en derredor de sí  lo que pertenece a la naturaleza. Las fuerzas que ha adquirido en vidas anteriores, forman ahora sus talentos para la nueva   vida;   aun   las   mismas   pasiones   para   las   cuales   se   ha   hecho especialmente susceptible, vuelven a encontrar en él un terreno fértil; sólo aquello que pertenecía a su cuerpo terrestre no vuelve a él, ya que ha pasado a otras  formas,  como  lo  hace  constantemente  durante  su  existencia,  por  el cambio de substancias.

Sin  embargo,  las  condiciones  bajo  las  cuales  un  hombre  vuelve  a aparecer en el teatro de  la existencia en la tierra, son determinadas por su Karma.  «Karma»,  quiere  decir  «acción».  Por  medio  de  sus  acciones,  el hombre se apropia ciertas cualidades,  virtuosas o viciosas, que forman, por consiguiente, una parte de su ser; y ya que cada cosa es atraída por lo que le es semejante y se reúne a ello, del mismo modo será atraído el hombre a donde pertenea por  su  naturaleza. En virtud de esta ley, un gran sabio, pero sin espiritualidad  alguna,  puede  renacer  la  próxima  vez  como  idiota;  un  rico avaro, en una familia de mendigos; un generoso mendigo, como noble, etc. 

Si a la hora de la muerte predomina en un hombre el amor a la Verdad, va a las regiones de los buenos, de los que se esfuerzan en alcanzar lo Supremo. Si su cuerpo muere cuando predomina en él la naturaleza pasional, volverá a nacer entre gentes egoístas. s si en su naturaleza predomina la ignorancia, vuelve a nacer entre los necios. (Bhagavad Gîtâ, XIV, 14, 15). Y en verdad, bien se puede imaginar que un hombre puede embrutecerse cada vez  más, de modo que, al morir, ya no haya en él nada divino,  y sólo sus elementos animales vuelven a aparecer en el reino animal. Esta posibilidad, al menos, se halla indicada  en  un  versículo  del  Bhagavad  Gîtâ:  «Pero  a  estos  enemigos depravados, crueles, impuros y sumidos en la abyección más profunda, Yo los condeno a las miserias mundanas, arrojándolos indefinidamente en su seno demoníaco. Cayendo en tales senos y extraviándose gradualmente su razón en los renacimientos sucesivos, estos infelices nunca Me alcanzan, Oh hijo de Kunti, y de este modo descienden hasta la más ínfima condición». (Bhagavad Gîtâ, XVI, 19,20).
«Si en su hora postrera (un hombre) abandona su cuerpo, teniendo el pensamiento ocupado en algún otro ser, a este ser se dirige, Oh hijo de Kunti, porque a él se ha amoldado su naturaleza. Por lo tanto, piensa siempre en Mí exclusivamente, y lucha. Estando tu mente y tu discernimiento fijos en Mí, tú vendrás a con toda seguridad». (Bhagavad tâ, VIII, 6). «Aquellos que tienen devoción a los dioses, van a los dioses; aquellos que rinden culto a los Pitris, van a los Pitris; aquellos que sacrifican a los Bhutas, van a los Bhutas; mas aquellos que Me adoran a Mí, vienen a Mí». (Bhagavad Gîtâ, IX, 25). Pero aun el mejor hombre, mientras hay en él la voluntariedad y la ilusión del yo, tiene que volver a la tierra. «Después de haber entrado en la mansión de los justos y de permanecer allí durante años sin cuento, aquel que no ha prosperado en el Yoga, renace en un hogar puro y dichoso». (Bhagavad tâ, VI, 41).


Como vemos, el único modo de alcanzar la Libertad, es librarse de la
«personalidad»; por medio de la acción se realiza la impersonalidad, la cual se ha de alcanzar elevándose por encima de la personalidad. Pero una acción que procede de nuestra propia voluntad personal, no puede ser impersonal. Sólo aquello  que  practicamos  como  instrumentos  del  Poder  del  Bien  que  en nosotros ha llegado al Conocimiento, o (expresándonos en términos cristianos)
«en nombre de Dios», es impersonal y bueno. En este punto estriba una gran parte de la doctrina del Bhagavad Gîtâ, y es uno de los  más difíciles, pues mientras el hombre no conoce a Dios, no puede tampoco distinguir entre lo que quiere Dios en él y lo que él mismo quiere y piensa. 

En un hombre en quien no se ha despertado aún la conciencia divina, Dios no sabe, ni quiere, ni piensa nada; en él sólo la Naturaleza quiere y obra. El hombre que no percibe, es súbdito de la Naturaleza; va acompañado de lo que la Naturaleza en él piensa y desea. En el hombre que percibe, Dios (el Yo supremo) es el Rey de su  naturaleza.  Los  místicos,  Rosacruces  e  Iluminados  de  la  Edad  Media, reconocían esto, y su divisa, la que  todavía hoy día se halla expresada por medio de las letras  INRI en las imágenes del Crucificado, era  «In Nobis Regnat Iesus», es decir, en nosotros reina Jes, el Hombre-Dios, nuestro Yo superior.

Cuando  se  dice  que  el  hombre  no  debe  hacer  nada  por  su  propia voluntad y que, debe entregarse por completo al servicio de Dios, no se da a entender que debe estar mano sobre mano y esperar hasta que un Dios, que él no conoce, se encargue por él del trabajo; sino que lo que se expresa es esto:
«Haz el bien por amor al Bien, porque es el Bien, y no te inquietes por lo que te trajere». «Haz que el móvil de tus actos sea el acto mismo y no las ventajas que de él puedas sacar; no te incite a la acción el aliciente de la recompensa, ni permitas tampoco que tu vida se disipe en la inacción». «El cumplimiento de las obras está muy por debajo de la devoción mental. Busca, pues, tu refugio en la meditación y en el conocimiento. Dignos de stima son aquellos ciegos de espíritu que no obran en virtud de  otro incentivo que el premio de sus acciones». (Bhagavad Gîtâ, II, 47, 49).

«El hombre no se sustrae a la ley de la acción simplemente por dejar de cumplir las obras, ni puede tampoco alcanzar su fin supremo por el mero abandono  de  las mismas.  Es  más  apreciado  aquel  que,  después  de  haber subyugado sus órganos y sentidos por la fuerza de la mente, se consagra a la devoción mediante el ejercicio de sus facultades activas, sin interesarse por el resultado  de  sus  acciones.  Sabe  que  la acción  dimana  de  Brahma,  y  que Brahma procede del Espíritu supremo e indivisible (Brahma), y, por lo tanto, el Espíritu que sin cesar es presente en todos los lugares y en todas las cosas, también está presente en el sacrificio». (Bhagavad Gîtâ, III, 4, 7, 15).

Esta doctrina ha sido erróneamente comprendida entre los cristianos, y ha causado los trastocamientos de los «Quietistas», que veneran a Miguel de Molinos como su maestro, mas no le comprenden. Dice Molinos: «Tú debes saber que tu alma es el centro, la morada y el reino de Dios, y que, para que pueda descansar el Señor excelso en el trono de tu alma, debes conservarlo puro, tranquilo, libre y pacífico. Libre de temor, libre de inclinaciones, deseos y pensamientos personales, pacífico en las tentaciones y en las tribulaciones». Sólo cuando la voluntad propia se inclina ante la Voluntad de Dios, puede manifestarse en el hombre la voluntad  divina. En la oración del cristiano se dice: «¡Señor, hágase tu voluntad!». Mas para aquel que no sabe nada de Dios y no percibe su presencia, el «Señor» es una nada, y la «Voluntad del Señor» carece de poder. En él, la necedad, el egoísmo o la obstinación impiden que se haga la Voluntad del Señor.


Lo mismo que todas las cosas en el mundo, así proceden las acciones del hombre de las tres cualidades fundamentales (Gunas) de la naturaleza, a saber: de Sattwa, o sea del Conocimiento de la Verdad; de Rajas, o del Deseo o Pasión; o de Tamas,  de la Presunción, de la Estolidez o Ignorancia. El hombre juicioso obra bien porque reconoce que su acción es buena y justa; el ávido obra por el deseo de alcanzar algún provecho para sí mismo o para otro; el estólido obra o deja de obrar por la estolidez; pero el Sabio (Yogui), que se une con su Yo supremo (con Dios), ha abandonado su «personalidad», y no obra el mismo; él no es sino el instrumento de la Conciencia y de la Voluntad divina en él. «El vive, y, sin embargo, no vive, sino que Dios vive en él» (II Corintios, IV, 11), y esto es también el sentido de la Biblia, en la cual se dice:

«Dios (el Yo impersonal) es el que obra en nosotros, así el querer como el obrar lo que es de su beneplácito». (Filipenses, II, 13). El que no reconoce a Dios, no ve más que a sí mismo, y se tiene a  mismo  por el que  obra, mientras que no es más que su naturaleza la que le incita a obrar. «Aquellos que están ofuscados no perciben al Señor cuando se halla presente o ausente del cuerpo, ni cuando experimenta los  efectos de las cualidades; pero Le perciben aquellos que están dotados del ojo de la sabiduría. Los hombres de corazón puro y asiduos en la meditación, Le ven instalado en ellos mismos; pero aquellos que carecen de discernimiento, no pueden percibirle aunque se esfuercen, porque su mente no está dispuesta». (Bhagavad Gîtâ, XV, 10, 11).

La  doctrina  de  las  tres  Gunas,  o  cualidades  fundamentales  de  la naturaleza, es de la mayor importancia, y el conocimiento y observación de las mismas  tendría  un  gran  valor  en  la  vida  usual.  La  mayor  parte  de  las contiendas en la vida humana, tienen  por causa las diferencias de opiniones respecto a palabras, de las cuales cada partido se forma un concepto particular; y nadie considera que cada cosa, según su origen en una de las tres cualidades fundamentales de la naturaleza, puede tener tres aspectos diferentes. Así, por ejemplo, uno no quiere saber nada de «fe», otro se aferra a ella, y otro no sabe en qué tener fe. Se tiran de las greñas, y no consideran que hay tres especies de fe, según el origen de ésta sea el Conocimiento, el Deseo o la Estolidez. La fe que procede del Conocimiento, no necesita prueba: es la convicción íntima, el  mismo  poder  del  Conocimiento.  La  fe  que  procede  del  Deseo,  está caracterizada por el propio deseo, pues el hombre se aferra a lo que desea y se imagina que es verdad la falsedad que quiere con ternura. 

La fe que procede de la estolidez, no puede ser otra cosa que estolidez. El amor que se origina en el Conocimiento, es verdadero; si procede del deseo de poseer, es codicia; si procede de la estupidez, es un amor  para lo que es nocivo o inútil. En el mundo, lo mismo sucede con todas las cosas, y por tanto, deberíase, ante todo, determinar su origen. Una oración que procede del verdadero Conocimiento, es una elevación hacia Dios, y cuanto más se eleva uno hacia Dios, tanto más alcanza el poder de ejecutar lo que desea. Una oración que procede del deseo de poseer algo, es fanatismo cuando se dirige al Dios del Universo, pues nadie puede afectar ni aconsejar a Dios: semejante oración no puede ser eficaz sino en cuanto incita a otras criaturas, ya visibles, ya invisibles, a prestar ayuda.

Una oración que procede de la estolidez, es una petición por aquello que, si se consiguiese, sería inútil o nocivo. De esta manera se pueden aplicar a cada cosa estas tres formas de origen.

Estas tres cualidades, empero, se  hallan generalmente mezcladas en cada  cosa,  y  por  tanto,  la  cuestión  es  conocer  qué  cualidad  predomina.
«Cuando Rajas y Tamas han sido vencidos (es decir, cuando la codicia y la ignorancia han sido subyugadas), prevalece  Sattwa (el conocimiento de la Verdad); cuando lo han sido  Rajas  y  Sattwapredomina  Tamas  y  Rajas cuando  Tamas y  Sattwa han sido subyugados».  (Bhagavad Gîtâ, XIV, 10). Tamas es la oscuridad espiritual;  Rajas es el fuego del deseo. «Cuando la brillante luz del conocimiento resplandece  en todas las puertas del cuerpo, entonces puede conocerse que  Sattwa está en su apogeo».  (Bhagavad tâ, XIV, 11).













No hay comentarios:

Publicar un comentario