CAPÍTULO III
Franz Hartann
Si, como nos enseña el Bhagavad Gîtâ, el mundo entero es por su
naturaleza uno, y en sus formas variado, debemos deducir que aun en la parte
más pequeña, lo mismo que en cada forma, se hallan las fuerzas del todo, ora latentes, ora desarrolladas. Por consiguiente, encontramos la constitución
septenaria del Universo y del Hombre en la naturaleza entera y en cada ser de
la misma, desde un sistema solar hasta un grano de arena o un átomo.
Ciertamente un guijarro no
es capaz de pensar; pero con esto no se prueba otra cosa que el no haber llegado
todavía a manifestarse en esta forma el principio
pensante - el cual se halla en el guijarro lo mismo que en la naturaleza entera - porque
no se encuentran allí lo mismo que en un hombre las condiciones
necesarias para el desarrollo de la capacidad
de pensar. Aunque no lo sepamos todavía espiritualmente, al menos nos indica la lógica
que, si Dios (Brahma) es la Esencia de Todo, ha de estar en un pedazo de madera, en la piedra, en el
aire, en una planta, en el animal, etc., lo mismo que en el hombre; y así sucede también con las fuerzas divinas
que están contenidas en todos los organismos,
si no activamente, por lo menos como el calor latente en un pedazo de hielo. Cada principio aparece, pues, cuando el organismo está suficientemente desarrollado para ello.
El reino mineral tiene su especie de sensación: de otro
modo no habría afinidades
químicas en él; las plantas tienen sensación: de otro modo no reaccionarían con la atracción de la luz. Pero en los minerales y en
las plantas la evolución
de la forma no ha adelantado bastante para que pueda manifestarse en ellos la conciencia de sí, tal como la conocemos. Además,
cada cosa tiene su vida, y nada hay verdaderamente muerto en la naturaleza, porque esta misma, con todas sus formas, es una manifestación de la Vida de
Dios en el Universo. Las plantas tienen sus instintos e inclinaciones, aunque estos tales no sean tan patentes como lo son entre los animales; lo que prueba que
el principio Kama ha empezado a
desarrollarse en ellas. También cada cosa tiene su cuerpo
etéreo o cuerpo astral, pues sin él no habría tampoco
ningún cuerpo visible, siendo éste la imagen externa del cuerpo etéreo.
Los antiguos místicos designaban estos siete principios con los nombres de
los siete planetas, en parte para
encubrir a los impíos y mofadores esa
sublime doctrina, en parte
porque en la constitución de los llamados cuerpos celestiales, las fuerzas designadas
con los nombres de dichos cuerpos,
desempeñan, efectivamente, un papel
de la mayor importancia. Así, por ejemplo, como lo afirma la «Doctrina Secreta», el planeta Marte es el símbolo
del poder ígneo en la naturaleza lo mismo que en el hombre; Venus es el símbolo del amor, Mercurio el de la sabiduría, etc., y el grado en que se hallan
los habitantes de un planeta, corresponde al grado de evolución del principio
que predomina en dicho planeta. Actualmente en nuestro planeta, el elemento
material, es decir, la inteligencia
extraviada en la oscuridad, el intelecto que
carece de espíritu y se ocupa de cosas superficiales, hace el papel más importante, mientras que el sol es el
símbolo y también el
manantial de la
vida.
Los planetas visibles de nuestro sistema solar, son, en cierta manera, los órganos
del mismo, y cada uno de ellos tiene
su objeto determinado. De la
misma manera cada órgano representa en el cuerpo humano el asiento de un principio como centro de actividad del mismo. Así, por ejemplo, el cerebro es el asiento del principio pensante (Manas); el corazón, el centro de la actividad vital, etc.
Los no inteligentes suelen acusar
al Bhagavad Gîtâ de enseñar el «panteísmo», y por tal entienden la creencia de que es Dios todo lo que vemos. No es así, sin embargo; todo lo que vemos no es Dios, sino tan sólo una manifestación en la naturaleza de la Fuerza de Dios, la que procede
primitivamente de la Esencia interior; y la naturaleza misma no es substancia,
sino apariencia. Pero el que no puede en sí mismo distinguir entre el ser y la apariencia, no puede tampoco hacerlo
en la contemplación de naturaleza exterior.
La naturaleza es, con respecto a Dios, como el sueño de un hombre es al hombre mismo.
Sin embargo,
el sueño
tiene lugar en el hombre y no
fuera de su ser. De la misma manera se podría decir, comparativamente, que
toda la creación es un sueño que Dios sueña y en el cual todo se representa
según leyes eternas, leyes que son tan
grandes, que la inteligencia humana
limitada no
puede comprenderlas.
Cuando
el Brahm despierta, desaparece toda esta gran ilusión con todos sus fenómenos, y no queda nada sino Dios. La
conciencia es el Espíritu, y por medio de la ideación creadora, el mundo de los
fenómenos llega a la existencia. Las ideas del hombre no toman en él formas
tangibles y visibles, porque a causa de su degradación y materialidad, ha
perdido el poder creador
de la voluntad, al cual tiene que volver a conquistar elevándose por encima de la materia.
Para esto, el primer paso es la distinción del Espíritu y de la naturaleza. «El conocimiento de la Materia y del Espíritu
es la verdadera sabiduría».
(Bhagavad Gîtâ, XIII,
2). No son dos entidades
separadas la una de la otra, según lo creen los partidarios del «dualismo», sino que
el Espíritu (Brahm), es la Esencia y todo: la Fuerza, el imperio y la
magnificencia; y la «Materia», el fenómeno, no es nada por sí misma.
De la
omniconciencia de Dios procede la idea del yo, el «Verbo»; de éste el mundo celeste con sus habitantes, los «dioses», (Devas) y las fuerzas celestiales; y de este último, finalmente, el espíritu humano que se encarna en cuerpos
terrestres; y todo ello
es nada sin Dios, pues Dios es el Ser de los dioses, el Ser del hombre, el Ser de todo. Las nubes y los cuerpos celestes son inimaginables
sin el Espacio; ellos mismos son «espacio» corpóreo,
concebible y objetivo.
De igual modo sería nada un hombre o un dios sin el Ser la Deidad; y como el espacio
infinito, aunque nos encontramos en él, es algo incomprensible e inimaginable, y sin embargo existe por sí mismo, así también
el Dios del
Universo es para el hombre nada mientras
no toma forma en el hombre mismo
y penetra en su existencia y en su conciencia. Sin la luz, el espacio es nada para nosotros; sin la Luz del Conocimiento, la Deidad en el Universo es nada para el hombre. Para manifestarse ambos necesitan la forma; pero la forma no es el Espíritu, sino el vehículo para su manifestación. Por ello
se dice en el
Bhagavad Gítá: «Estos cuerpos son llamados vehículos. La conciencia
en ellos es el Espíritu. Sabe que Yo, el Espíritu, estoy en todas las formas de materia.
El conocimiento de la Materia y del
Espíritu es la verdadera Sabiduría».
(Bhagavad Gîtâ, XIII, 1,2).
Pero es preciso
observar que no se ha de entender por «Materia» la «materia» que los sentidos perciben,
y por «Conciencia», la actividad espiritual producida en el hombre al volverse consciente.
Esto sería tomar el
efecto por la causa. El Espíritu es la Conciencia de Dios en sí, la Conciencia
Absoluta, o, en otros términos, la Sabiduría Divina. La Materia es el resultado de la idea del Yo producida por la Ideación. De la acción del Espíritu en la
materialidad, procede la actividad intelectual,
la conciencia particular, la facultad
de percepción, los órganos de sensación, etc., etc. Podría decirse: La «Materia» es la Voluntad, el
«Espíritu» es la Sabiduría.
El deseo de separación
concebido en la Voluntad eterna, produce una fuerza concentradora por la cual
se forma la entidad material. El zapatero y teósofo alemán que no tenía conocimiento de la filosofía india, pero que poseía, sin embargo, una inteligencia iluminada, describe todo esto a su manera, la cual concuerda con las doctrinas de los Upanishads:
«Crear quiere decir concebir en la voluntad lo que simbólicamente está
en la voluntad, y así, cuando un carpintero quiere construir una casa, tiene que fijar en su voluntad el modelo según
el cual quiere construirla; entonces construye de acuerdo con ese modelo de su voluntad». (Mysterium Mágnum, X, 30).
Así, pues, si Brahma es todo, no hay nada fuera de lo cual pueda crear
un mundo o un hombre, sino Él mismo; y crea por su Voluntad
en su propia Idea.
«Ha creado todas las cosas por su Voluntad en su eterna Sabiduría.» Por consiguiente, creó también la naturaleza; primero el mundo del Pensamiento (el Cielo) y luego el mundo material (la Tierra), y sólo después que la naturaleza
llegó a la existencia, pudo empezar en ella la obra de la Evolución (la creación de la fuerza omnipresente del Espíritu
en la naturaleza), como
sucede todavía hoy en todas partes y a cada momento.
Esta Cosa que da a las cosas su materialidad, es la idea de la
personalidad, la cual, aun en cosas que no tienen ninguna conciencia de sí ni inteligencia alguna,
se halla, no obstante, en la «voluntad» de dichas cosas; pues hay una cualidad fundamental
de la Voluntad en la naturaleza, y la Voluntad para la existencia, aunque inconsciente de sí misma, es la base de la Vida
en la naturaleza.
En esto se halla la clave para
comprender la Reencarnación. La base misma de cada ser, es la Voluntad. Mientras existe en la Voluntad el Deseo de vivir
en el fenómeno (la personalidad), aunque inconsciente, este deseo conduce siempre a la construcción de una nueva forma, cuando la vieja se ha
vuelto inservible. «Del mismo modo que
el hombre desecha sus viejas
vestiduras para
ponerse otras nuevas, así también el Espíritu, después de abandonar su gastado cuerpo mortal, toma posesión de otros nuevos cuerpos».
(Bhagavad Gîtâ, II, 22). Pero lo Impersonal, el Espíritu,
es eterno. «Nunca ha
tenido nacimiento, ni tampoco está sujeto a la muerte; porque no habiendo jamás sido llamado a la existencia, ¿Cómo puede dejar de existir?. Es eterno, indestructible, imperecedero, sin principio ni fin, y no se aniquila ni
experimenta quebranto alguno cuando es destruida su envoltura mortal».
(Bhagavad Gîtâ, II, 19). El hombre queda completamente libre y salvo de la muerte, del renacimiento y de los sufrimientos que los acompañan cuando llega, como ya se ha dicho, al conocimiento de la Impersonalidad, es decir, a la Conciencia del Todo por la fuerza del amor impersonal.
Es nuestro Yo supremo, el cual es el «No Yo», y cuando logramos unir nuestra conciencia con este «Yo supremo», o más bien, elevar
nuestra conciencia propia ilusoria a la verdadera Conciencia, esta Conciencia divina
es nuestra y no dependemos ya de la vida del cuerpo con su sensación y pensamiento. Semejante unión con el Yo Supremo se llama «Yoga» (de Yoga en sánscrito, unir, atar).
Esta «Impersonalidad», o, mejor dicho, esta
Eminencia sobre el yo propio, no se alcanza sino venciendo al error, lo cual requiere muchas experiencias y para
lo que no basta una existencia única. Tampoco se alcanza con fantasías
y desvaríos: la eminencia sobre el yo no se realiza sino por la acción superior a todo egoísmo. Sin esta realización, toda
impersonalidad no es más
que un sueño, un ideal no realizado.
Sin embargo, las condiciones bajo las cuales un hombre vuelve a
aparecer en el teatro de
la existencia en la tierra,
son determinadas por su Karma. «Karma», quiere decir «acción». Por medio de sus acciones, el hombre se apropia ciertas cualidades,
virtuosas o viciosas, que forman, por consiguiente, una parte de su ser; y ya que cada cosa es atraída por lo que le
es semejante y se reúne a ello, del mismo modo será atraído el hombre a donde
pertenecía por su
naturaleza. En virtud de esta ley, un gran sabio, pero sin
espiritualidad alguna, puede
renacer la próxima vez
como idiota; un rico avaro, en una familia de mendigos; un generoso mendigo, como noble, etc.
Esta doctrina ha sido erróneamente comprendida
entre los cristianos, y ha causado los trastocamientos de los «Quietistas», que veneran a Miguel de Molinos como su maestro,
mas no le comprenden. Dice Molinos: «Tú debes saber que tu alma es el centro, la morada y el reino de Dios, y que, para que
pueda descansar el Señor excelso en el trono de tu alma, tú debes conservarlo puro, tranquilo, libre y pacífico. Libre de temor, libre de inclinaciones, deseos y pensamientos personales, pacífico en las tentaciones y en las tribulaciones».
Sólo cuando la voluntad propia se inclina ante la Voluntad
de Dios, puede manifestarse en el hombre la voluntad divina. En la oración del cristiano se dice: «¡Señor, hágase tu voluntad!». Mas para aquel que no sabe nada de Dios
y no percibe
su presencia, el «Señor»
es una nada, y la «Voluntad del Señor»
carece de poder. En él, la necedad, el egoísmo o la obstinación impiden que se haga la Voluntad del Señor.
La doctrina de las tres Gunas, o cualidades fundamentales
de la naturaleza, es de la mayor importancia, y el conocimiento y observación de las mismas tendría un gran valor en la vida
usual. La mayor parte de las contiendas en la vida humana, tienen por causa las diferencias
de opiniones respecto a palabras, de las cuales cada partido se forma un concepto
particular; y nadie considera que cada cosa, según su origen en una de las tres cualidades fundamentales de la naturaleza, puede tener tres aspectos
diferentes. Así, por ejemplo, uno no quiere saber nada de «fe», otro se aferra a ella, y otro no sabe
en qué tener fe. Se tiran de las greñas, y no consideran que hay tres especies
de fe, según el origen de ésta sea el Conocimiento, el Deseo o la Estolidez. La fe que procede
del Conocimiento, no necesita prueba: es la convicción íntima,
el mismo poder del Conocimiento. La fe que procede del Deseo, está
caracterizada por el propio deseo, pues el hombre se aferra a lo que desea y se
imagina que es verdad la falsedad que quiere con ternura.
Es inútil querer dar a los ignorantes que las piden, las pruebas de la reencarnación del alma humana, mientras no tengan un concepto de lo que es el «alma», ni de lo que se reencarna.
En primer lugar, no se trata de tener pruebas de una doctrina, sino de comprenderla. Si se concibe la acción de una ley, se
comprende ésta desde luego. El conocimiento de la Verdad es
su propia prueba.
El «alma» del hombre es la vida del mismo. La parte mortal de su alma
forma su vida material; la parte inmortal su vida espiritual, que es una emanación de la Divinidad. Mientras haya
en su alma el deseo de la
personalidad, será atraída repetidas veces a la existencia terrenal, y por tanto
vuelve a tomar lo que le pertenece. Sabemos que al fin todas las cosas vuelven a
su origen: la tierra a la tierra; las pasiones procedentes del plano astral, al reino
del Deseo; los pensamientos que no pudieron elevarse por encima de lo material, al mundo del Pensamiento; lo celestial, al cielo (Devachán); lo divino,
a Dios.
Cuando el alma (el Hombre) vuelve a bajar del reino superior
al material, reúne en derredor de sí lo que pertenece a la naturaleza. Las fuerzas que ha adquirido en vidas anteriores, forman ahora sus talentos para la
nueva vida; aun las mismas pasiones para las cuales se ha hecho especialmente susceptible, vuelven a encontrar en él un terreno fértil; sólo aquello que pertenecía a su cuerpo terrestre no vuelve a él, ya que ha pasado a otras formas, como lo hace constantemente durante su existencia, por el cambio de substancias.
Si
a la
hora de la muerte predomina en un hombre el amor a la Verdad, va a las regiones de los buenos, de los que se esfuerzan en alcanzar lo Supremo. Si su cuerpo
muere cuando predomina en él la naturaleza pasional, volverá a nacer
entre gentes egoístas.
Más si en su naturaleza predomina la ignorancia, vuelve
a nacer entre los necios. (Bhagavad Gîtâ, XIV, 14, 15). Y en verdad, bien se puede
imaginar que un hombre puede embrutecerse cada vez más, de modo
que,
al morir, ya no haya en él nada divino,
y sólo sus elementos animales vuelven a aparecer en el reino animal. Esta posibilidad, al menos, se halla indicada en un versículo del Bhagavad Gîtâ: «Pero a estos enemigos
depravados, crueles, impuros y sumidos
en la abyección más profunda, Yo los condeno a las miserias mundanas, arrojándolos indefinidamente en su seno demoníaco. Cayendo en tales senos y extraviándose gradualmente su razón en
los renacimientos sucesivos, estos infelices nunca Me alcanzan, Oh hijo de Kunti, y de este modo descienden hasta la más ínfima condición». (Bhagavad
Gîtâ, XVI, 19,20).
«Si en su hora postrera (un hombre) abandona
su cuerpo, teniendo
el pensamiento ocupado en algún otro ser, a este ser se dirige,
Oh hijo de Kunti, porque a él se ha amoldado su naturaleza. Por lo tanto, piensa siempre en Mí exclusivamente, y lucha. Estando
tu mente y tu discernimiento fijos en Mí, tú vendrás a Mí con toda seguridad». (Bhagavad Gîtâ, VIII, 6). «Aquellos que
tienen devoción a los dioses, van a los dioses; aquellos que rinden culto a los Pitris, van a los Pitris; aquellos que sacrifican a los Bhutas, van a los Bhutas; mas aquellos
que Me adoran a Mí, vienen a Mí». (Bhagavad Gîtâ, IX, 25).
Pero aun el mejor hombre, mientras hay en él la voluntariedad y la ilusión del yo,
tiene que volver a la tierra. «Después
de haber entrado en la mansión de los
justos y de permanecer
allí durante años sin cuento, aquel
que no ha prosperado en el Yoga, renace en un hogar puro y dichoso». (Bhagavad Gîtâ, VI,
41).
Como vemos, el único modo de alcanzar la Libertad, es librarse
de la
«personalidad»; por medio de la acción se realiza la impersonalidad, la cual se
ha de alcanzar elevándose por encima de la personalidad. Pero una acción que
procede de nuestra propia voluntad personal, no puede
ser impersonal.
Sólo aquello que practicamos
como instrumentos del Poder del Bien que en nosotros
ha llegado al Conocimiento, o
(expresándonos en términos
cristianos)
«en nombre de Dios», es impersonal y bueno. En este punto estriba una gran parte de la doctrina del Bhagavad Gîtâ, y es uno de los más difíciles, pues mientras el hombre no conoce
a Dios, no puede tampoco distinguir entre lo que
quiere Dios en él y lo que él mismo quiere y piensa.
En un hombre en
quien no se ha despertado aún la conciencia divina, Dios no sabe, ni quiere, ni
piensa nada; en él sólo la Naturaleza
quiere y obra. El hombre que no percibe,
es súbdito de la Naturaleza; va acompañado
de lo que la Naturaleza en él piensa y desea. En el hombre que percibe, Dios (el Yo supremo) es el Rey de su naturaleza. Los místicos, Rosacruces e Iluminados de la Edad Media,
reconocían esto, y su divisa, la que
todavía hoy día se halla expresada por
medio de las letras
INRI en las imágenes del Crucificado, era «In Nobis Regnat Iesus», es decir, en nosotros reina Jesús, el Hombre-Dios,
nuestro Yo superior.
Cuando se dice que el hombre no debe hacer nada por su propia
voluntad y que, debe entregarse por completo al servicio de Dios, no se da a
entender que debe estar mano sobre mano y esperar hasta que un Dios, que él no conoce, se encargue por él del trabajo; sino que lo que se expresa es esto:
«Haz el bien por amor al Bien, porque es el Bien, y no te inquietes
por lo que te trajere». «Haz que el móvil de tus actos sea el acto mismo y no las ventajas
que de él puedas sacar; no te incite a la acción el aliciente de la recompensa, ni permitas tampoco que tu vida se disipe en la inacción».
«El cumplimiento de las obras está muy por debajo de la devoción mental. Busca, pues, tu refugio en
la meditación y en el conocimiento. Dignos de lástima son aquellos ciegos
de espíritu que no obran en virtud de
otro incentivo que el premio de sus
acciones». (Bhagavad Gîtâ, II, 47, 49).
«El hombre no se sustrae a la ley de la acción simplemente por dejar de
cumplir las obras, ni puede tampoco alcanzar su fin supremo por el mero
abandono de las mismas.
Es más apreciado aquel que, después de haber
subyugado sus órganos y sentidos por la fuerza de la mente, se consagra a la devoción mediante el ejercicio de sus facultades activas, sin interesarse por el resultado de sus acciones. Sabe que la acción dimana de Brahma, y que
Brahma procede del Espíritu supremo e indivisible (Brahma), y, por lo tanto, el
Espíritu que sin cesar está presente en todos los lugares y en todas las cosas, también
está presente en el sacrificio». (Bhagavad Gîtâ, III, 4, 7, 15).
Lo mismo que todas
las cosas en el mundo, así proceden las acciones
del hombre de las tres cualidades fundamentales (Gunas) de la naturaleza, a
saber: de Sattwa, o sea del Conocimiento de la Verdad; de Rajas, o del Deseo o Pasión; o de
Tamas, de la Presunción, de la Estolidez o Ignorancia. El
hombre juicioso obra bien porque reconoce que su acción es buena y justa; el
ávido obra por el deseo de alcanzar algún provecho para sí mismo o para otro; el estólido obra o deja de obrar por la estolidez; pero el Sabio (Yogui), que se une con su Yo supremo (con Dios), ha abandonado su «personalidad», y no
obra
el mismo; él no es sino el instrumento de la Conciencia y de la Voluntad
divina en él. «El vive, y, sin embargo, no vive, sino que Dios vive en él» (II
Corintios, IV, 11), y esto es también el sentido de la Biblia, en la cual se dice:
«Dios (el Yo impersonal) es el que obra en nosotros, así el querer
como el obrar lo que es de su beneplácito». (Filipenses, II, 13). El que no reconoce a
Dios, no ve más que a sí mismo, y se tiene a sí
mismo
por el que
obra,
mientras que no es más que su naturaleza la que le incita a obrar. «Aquellos que
están ofuscados no perciben al Señor cuando se halla presente o ausente del
cuerpo, ni cuando experimenta los efectos de las cualidades;
pero Le perciben aquellos que están dotados del ojo de la sabiduría. Los hombres de corazón puro y asiduos en la meditación, Le ven instalado
en ellos mismos;
pero aquellos que carecen de discernimiento, no pueden percibirle aunque se
esfuercen, porque su mente no está dispuesta». (Bhagavad Gîtâ, XV, 10, 11).
La fe que procede de la estolidez, no puede ser otra cosa que estolidez.
El amor que se origina en
el Conocimiento, es verdadero; si procede del deseo de poseer, es codicia; si procede de la estupidez, es un amor
para lo que es nocivo o inútil. En el
mundo, lo mismo sucede con todas las cosas, y por tanto, deberíase, ante todo, determinar su origen.
Una oración que procede del verdadero
Conocimiento, es una elevación hacia Dios, y cuanto más se eleva uno hacia Dios, tanto más alcanza el poder de ejecutar lo que desea. Una oración que procede del deseo
de poseer algo, es fanatismo cuando se dirige al Dios del Universo, pues nadie puede
afectar ni aconsejar a Dios: semejante oración no puede ser eficaz sino en cuanto incita a otras criaturas,
ya visibles, ya invisibles,
a prestar
ayuda.
Una oración que procede de la estolidez, es una petición por aquello
que,
si se consiguiese, sería inútil o nocivo. De esta manera se pueden aplicar a cada cosa estas tres formas de origen.
Estas tres cualidades, empero, se
hallan generalmente mezcladas
en cada cosa, y por tanto, la cuestión
es conocer qué cualidad predomina.
«Cuando Rajas
y Tamas
han sido vencidos (es decir, cuando la codicia y la
ignorancia han sido subyugadas), prevalece
Sattwa (el conocimiento de la Verdad); cuando lo han sido
Rajas
y Sattwa, predomina
Tamas
y Rajas cuando Tamas y Sattwa han sido subyugados». (Bhagavad Gîtâ, XIV, 10). Tamas es la oscuridad espiritual; Rajas
es el fuego del deseo. «Cuando la brillante luz del conocimiento resplandece en todas las puertas del cuerpo, entonces puede conocerse que
Sattwa
está en su apogeo». (Bhagavad Gîtâ, XIV, 11).
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