Franz
Hartmann
Que ninguno sea semejante a otro, pero que cada uno sea semejante al Más Elevado.
¿Cómo ha de hacerse esto?. Haciéndose
cada uno completo en sí mismo.
No hay en el mundo un libro tan altamente apreciado por parte de los
que lo conocen como el Bhagavad Gîtâ (El Canto del Señor), el cual contiene la doctrina de la perfección humana en la existencia divina.
Cuanto más a
menudo lo leemos, tanto más nos sentimos elevados a las regiones de la Luz y de la Verdad; cuanto más penetramos en el espíritu de esta ciencia, tanto más nos aproximamos al conocimiento del principio
divino de toda existencia,
hasta una profundidad
que permanece impenetrable para la filosofía natural, la que es sólo superficial y no se ocupa más que de fenómenos. Considerado a la luz del
Bhagavad
Gîtâ, el mundo nos aparece
como algo muy diferente y mucho más sublime que cuando lo contemplamos desde un punto material y científico.
Entonces, en vez de un espacio inanimado, vemos un mundo lleno de luz
y de vida; entonces, no nos aparece ya la naturaleza como una obra imperfecta, construida con cosas animadas e inanimadas, sino como una Unidad, como un organismo que lo abraza todo y que tiene fuerzas invisibles, como un todo activo, penetrado por el Espíritu Divino, que se esfuerza en manifestarse en todas las cosas; y reconocemos al hombre mismo como un ser
supraterrestre, ligado a un cuerpo terrestre, cuya constitución se ha desarrollado hasta su perfección actual en el curso de la evolución, lo que era
necesario para facilitar en él un despertar del espíritu divino, y para prepararlo
a reconocer finalmente a la Divinidad misma como base de su propio
ser verdadero y como
causa interior de su existencia.
Cuando se consigue la vista espiritual por medio de la comprensión de las enseñanzas del Bhagavad Gîtâ, se descubre que así como el ser terrestre se halla en relación con todos los demás seres de la tierra, de la misma manera el ser íntimo puede comunicar con los habitantes del reino de los espíritus.
El hombre descubre que de hecho está ya en el cielo, porque el «cielo», o «supra-mundo», es la causa fundamental de los fenómenos de la naturaleza y de las criaturas; y descubre también que no
puede efectuarse ninguna manifestación de los mismos en formas visibles sin la presencia del alma.
Por medio del despertar del conocimiento interior se eleva por encima de los límites de la teoría y recibe instrucciones por propia experiencia; el espíritu divino, despierto a la conciencia de sí en él, reconoce su propio ser espiritual, y con éste, el mundo suprasensible del espíritu, en el que habita.
Por medio del despertar del conocimiento interior se eleva por encima de los límites de la teoría y recibe instrucciones por propia experiencia; el espíritu divino, despierto a la conciencia de sí en él, reconoce su propio ser espiritual, y con éste, el mundo suprasensible del espíritu, en el que habita.
Empero, tal despertar no se consigue sin combates reñidos. En realidad, la
divina luz de la
Verdad penetra en el alma del hombre sin que él pueda ayudar
a la luz; pero esta penetración se halla
estorbada por una multitud
de obstáculos en forma de deseos y pasiones, conceptos falsos, e intuiciones
pervertidas, y el Bhagavad
Gîtâ enseña quiénes son estos enemigos y cómo se ha de vencerlos. En él se describe el combate entre la parte inmortal y la parte
mortal del hombre, y se indica el camino a la victoria
de lo divino sobre lo animal en el hombre.
Arjuna (el hombre) se halla en el campo de batalla (el campo de acción) entre los dos ejércitos enemigos, compuestos el uno de los poderes superiores del
alma (los Pandavas), y el otro de los poderes inferiores (los Kurus).
Allí está el hijo de Kunti (del alma) enfrente de sus parientes, hijos de Dhritarâshtra (la existencia terrestre) y se encuentra amenazado por el egoísmo, la obstinación, la presunción, la ilusión de sí mismo y sus pasiones, el deseo, la emoción, el odio, la ira, etc.; pero también de su lado hay valientes guerreros.
Primero, está Él mismo, la voluntad para el bien, la resignación (Indhistira), el amor a la verdad, la conciencia superior (la confianza en Dios), el poder de la convicción (la fe), la sublimidad, el sentimiento del deber, la perseverancia, la sinceridad, el sentimiento de la justicia, el imperio de sí mismo, etc. Arjuna reconoce que los enemigos con quienes tiene que luchar, aunque no son su propio Yo, son, sin embargo, sus más próximos parientes, sus amigos y sus preceptores (pues también las pasiones enseñan al hombre), y por tanto, son como parte de su Yo.
Entonces le falta el valor para pelear, y deja caer su arco (la voluntad).
Allí está el hijo de Kunti (del alma) enfrente de sus parientes, hijos de Dhritarâshtra (la existencia terrestre) y se encuentra amenazado por el egoísmo, la obstinación, la presunción, la ilusión de sí mismo y sus pasiones, el deseo, la emoción, el odio, la ira, etc.; pero también de su lado hay valientes guerreros.
Primero, está Él mismo, la voluntad para el bien, la resignación (Indhistira), el amor a la verdad, la conciencia superior (la confianza en Dios), el poder de la convicción (la fe), la sublimidad, el sentimiento del deber, la perseverancia, la sinceridad, el sentimiento de la justicia, el imperio de sí mismo, etc. Arjuna reconoce que los enemigos con quienes tiene que luchar, aunque no son su propio Yo, son, sin embargo, sus más próximos parientes, sus amigos y sus preceptores (pues también las pasiones enseñan al hombre), y por tanto, son como parte de su Yo.
Entonces le falta el valor para pelear, y deja caer su arco (la voluntad).
Al mismo tiempo aparece Krishna, el hombre divino (Cristo) que mora en el hombre, y da instrucción a Arjuna acerca de la verdadera naturaleza de éste y de su situación respecto de Dios. Le explica cómo aquello que el hombre personal tiene por su «yo», no es más que una ilusión; cómo todas las condiciones, pasiones y emociones que resultan de esta ilusión, no son sino fenómenos pasajeros; cómo por medio de ellas el hombre alcanza la redención; cómo las domina y se une con Dios, el Yo inmortal de todos los seres.
El Bhagavad Gîtâ enseña, por consiguiente, la más sublime de todas las ciencias, la Unión del hombre con Dios (Yoga) y camino de la inmortalidad.
Lo que sucede a todas las cosas santas y verdaderamente religiosas, cuando se consideran desde el punto de vista de la inteligencia común, animal y limitada, y se juzgan superficialmente, y así son degradadas y mal comprendidas en el dominio de la vulgaridad, de la irreflexión y del error, eso mismo sucedió de diversas maneras al Bhagavad Gîtâ en las manos de los filósofos y literatos. Considerado exterior y superficialmente, ofrece un episodio de una batalla que se halla descrita en el Mahabharata, el cual es una parte de los Vedas. La edad de la doctrina expuesta en éstos, se estima, según los datos astrológicos en ellos contenidos, en 25.000 años por lo menos, y los sabios entre los Brahmanes se hallan tan poco de acuerdo acerca de la época en que tuvo lugar la batalla entre los Kurus y los Pandavas, como lo estaban los teólogos de la edad media acerca de la época en que Adán comió la «manzana», del lugar en que había estado el «paraíso», etc.
Bien podemos dejar
a los filólogos, teólogos e investigadores de
la historia, la tarea
de ponerse de acuerdo
acerca de este asunto tan poco interesante para nosotros; nada
tenemos que hacer con palabras y formas vacías, sino con el espíritu de las doctrinas contenidas en los Vedas, el cual es el espíritu de
la Verdad, y, por tanto, del verdadero
Cristianismo. Empiézase
ahora en Europa a reconocer con
alguna generalidad lo sublime de estas doctrinas. Ellas llegaron a arrebatar hasta el entusiasmo al regañón y áspero A. Schopenhauer, pues, habiendo
conseguido conocerlas en parte en una
traducción persolatina, llamada el «Oupnekat»,
es decir, «el secreto que
se ha de guardar», escribió lo que sigue:
«¡Cuan poderosamente se halla embargado interiormente por aquel
espíritu (de los Vedas) el hombre que, por medio de una lectura asidua, ha llegado a comprender perfectamente el persolatín de este libro incomparable!.
¡Cuánto rebosa cada línea de significación seria, precisa y universalmente
Es la
más instructiva y arrebatadora
lectura (con
excepción del texto
original) que haya en el
mundo; ha sido el consuelo de mi vida y será el de mi muerte».
(Parerga II. S. 427).
Guillermo
de Humboldt dice, por su parte, que da gracias a Dios de que le haya dejado vivir bastante para
llegar a conocer esta obra.
La circunstancia de que la larga conversación entre Krishna y Arjuna al
principio del combate, tenga lugar en el campo de batalla, el cual, a la verdad, no es un lugar a propósito para extensas discusiones filosóficas, y la de que la«capital Hastinapura» quiere decir el reino de los cielos, habría podido muy
bien sugerir a ciertos sabios intérpretes del Bhagavad Gîtâ, la idea de que en esta
obra, lo mismo que
en la Biblia
y en otras escrituras de
naturaleza mística, se
habla de cosas
espirituales y
no de algunos acontecimientos
históricos particulares, aunque esas cosas se hallan presentadas en forma de narraciones a
fin de hacer más comprensible la verdad que contienen.
No se trata, pues, de cosas que acontecieron en otro tiempo y que ahora pertenecen al pasado, sino
de la acción continua de la Ley del Espíritu en la naturaleza.
Así como un árbol
no ha crecido sólo una vez, sino que los árboles
crecen continuamente, del mismo modo se repite constantemente la
batalla
entre los Kurus y los Pandavas en cada hombre que se esfuerza en desarrollarse espiritualmente, y también en la vida de la humanidad considerada como un todo, cuya evolución es el resultado de la suma de la evolución
de todos los individuos.
De igual manera se efectúa
continuamente la gran obra de la Redención, la
cual tiene que ser interior si ha de salvar al hombre interior.
Ahora, lo mismo
que millares de años ha, al hallarse
suficientemente evolucionada la forma humana para recibir la luz del Pensamiento divino, la luz espiritual penetra en él, y cada vez que el hombre obtiene la conciencia de ello, nace en él el
Redentor, la percepción de su existencia divina.
Esto lo han sabido y conocido también los santos y místicos cristianos, y la doctrina cristiana del renacimiento espiritual del hombre, no es otra cosa que la doctrina del despertar de la conciencia de Dios en él, así como está representado alegóricamente en el «Nuevo Testamento». Cada uno es Arjuna; cada uno tiene su carro militar, es decir, su naturaleza dotada de poderes místicos, y en él se halla también su guía espiritual (Krishna), el cual da consejos al hombre terrenal. Si el hombre, en su conciencia, se vuelve uno con el Salvador que mora en él, Arjuna y Krishna, Adán y Cristo convienen en esta unión, y el carro se convierte en templo de Dios, quien mora en nosotros; entonces Arjuna es el hombre terrenal que piensa, Cristo el Hombre Dios que sabe, «el otro Hombre que desciende del cielo», el que habita en el hombre terrenal y encima de él, y sólo por la reunión con el Hombre Dios, quien es la Verdad, puede el hombre terrenal alcanzar la perfección y la redención del error y del pecado.
Esta batalla entre la naturaleza divina del hombre
y su naturaleza animal intelectual se halla representada alegóricamente en todos los grandes sistemas
religiosos. Por ejemplo, en el cristianismo, es el combate entre el arcángel
Miguel (el Yo superior) y el dragón (el que representa al yo aparente), cuya boca es la codicia, cuyo aliento es la pasión, y cuyas alas son la obstinación y la gran ilusión. En cada ser la luz lucha con la oscuridad; en cada forma el
espíritu de Dios en la naturaleza procura manifestarse; mas sólo en el hombre
encuentra un cooperador que puede ayudarle, con conciencia e inteligencia, a
vencer la oscuridad y el
error.
No podemos tener de las cosas exteriores que
nunca hemos visto, sino un conocimiento teórico que existe nada más que en nuestra propia concepción, y este conocimiento queda incompleto mientras no lo confirma la percepción propia.
Lo mismo sucede con las cosas espirituales. El verdadero conocimiento
no consiste en saber lo que hay en el Bhagavad Gîtâ o en la Biblia, sino en un despertamiento del espíritu, por medio del cual la Verdad misma se manifiesta en el hombre y viene a ser parte de su ser. Sólo por este medio llega a tener conciencia de sí misma. En cada hombre hay una
chispa de la divina conciencia
de sí; esta chispa es «la semilla de la existencia
inmortal» (Bhagavad Gîtâ, VII, 10), la que, cogida por la llama del amor
divino, se convierte en luz en la que desaparece todo lo variable
(apariencias, fantasías e intenciones), y en cuyo esplendor se manifiesta la eterna realidad.
Cada cual tiene que ser un Arjuna y trabar batalla con su propia ilusión, su propia presunción, sus propias preocupaciones, deseos, pasiones y errores, a
fin
de saber lo que significa esta batalla; tiene que percibir
en sí mismo la
presencia de Krishna para poder presentir lo que es la reunión de Dios con el
Hombre.
¿De que me sirve el leer en la
Biblia que alguno dijo: «Yo soy el
camino, la verdad y la vida»,
o saber que en el Bhagavad
Gîtâ se dice: «Yo soy
lo Más Elevado en todas las cosas, Yo soy la Luz en todas las cosas que tienen luz, Yo soy el origen de todo, Yo soy el principio, el medio y el fin», etc., si no sé qué significa este Yo, que es en todas las cosas, y por tanto en mí también, la Luz y lo Más Elevado, mi principio y mi fin, y lo considero como algo para mi extraño e inaccesible?. Por supuesto, no encontraré jamás a este
Yo divino en tanto que lo busque sólo fuera de mí y no en mí mismo; pues no
se puede encontrar a Dios ni con el telescopio ni con el microscopio;
pero el que ha encontrado en sí mismo a su verdadero
Yo divino, el Yo de todos los seres, lo reconoce también en todos. «Aquel que ve a Dios en sí mismo y en los
demás, es el verdadero vidente» (Bhagavad Gîtâ, XIII, 27). El camino que
conduce a este conocimiento se enseña en el Bhagavad
Gîtâ. Es el camino de
la Verdad, y nos lleva
del abismo de ilusiones en que nos encontramos, a la existencia inmortal en la imperecedera Realidad. Nos lleva a la meta, supuesto
que la encontramos verdaderamente, y que no recorremos el camino tan sólo en
nuestra fantasía.
La Verdad es la Realidad. Todo lo
demás es apariencia pasajera. La Verdad es imperecedera, y por tanto
no puede perecer
tampoco lo que en nosotros es verdadero; mientras que la destrucción es el fin de todo lo que en
nosotros no es ni verdadero ni eterno. Aun lo que tenemos de eterno e inmortal alcanza
para nosotros un verdadero valor sólo cuando lo percibimos,
porque es inmortal también la materia
de que se compone una piedra o un
pedazo de madera; nada se pierde en el universo; pero una inmortalidad de la cual no se tuviera conciencia, sería tan absurda como la posesión de un reino acerca del cual nada se supiera.
No
despreciamos la Biblia, sino que la
estimamos tanto más cuanto que ella, hasta donde está bien traducida, contiene en gran parte una versión de las enseñanzas que se hallan en los
Vedas indos; únicamente que en ella falta la base científica que se encuentra
en éstos.
La Biblia fue escrita originalmente para los iniciados, es decir, para
los que percibían y reconocían en sí la
omnipresencia del Espíritu
Divino, y no necesitaban, por consiguiente, ninguna prueba de su existencia. Pero a medida que se convirtió en propiedad común, y se fue perdiendo la clave de sus secretos sagrados entre los profanos,
se apoderó de ella la indiscreción; la
oscuridad de la letra sucedió a la percepción del Espíritu y produjo las
pervertidas interpretaciones, que, como es sabido, fueron causa de los más grandes errores.
Por consiguiente, vemos todavía que, no obstante
toda la llamada instrucción
religiosa, la «religión» carece de base razonable, y que a menudo degenera en fanatismo y en superstición;
mientras que la filosofía, y
especialmente la ciencia médica, carecen del apoyo de un conocimiento
verdadero que se origine en el conocimiento propio de la Verdad eterna, no
pudiéndose alcanzar sino por el poder del Amor, el cual es superior a todo egoísmo y lo abarca todo; sin esta elevación,
la ciencia no puede salir del círculo de su limitación
ni desarrollarse hasta aquella grandeza espiritual
que es necesaria para alcanzar esa contemplación superior del mundo, la que reconoce
al universo como un todo, distingue
la unidad del Ser de todas
las cosas, y percibe la dependencia íntima de las criaturas entre sí.
Dichoso
aquel que conoce tales enemigos y su origen. Es fácil
predicar: «Refrena tus pasiones, ama a Dios,
domínate a ti mismo»; pero es
difícil seguir este consejo para el que no conoce la naturaleza de sus pasiones y
no sabe por qué no debe satisfacerlas,
que no sabe dónde puede encontrar a Dios y no conoce la naturaleza de la personalidad a la que tiene que subyugar. Para dominarse a sí mismo y a su naturaleza es conveniente, en primer lugar, aprender a conocerla.
Si se llega en
verdad a reconocer como ilusión
a la personalidad, ésta queda entonces subyugada.
Para amar a Dios, es preciso reconocerle; porque ¿Quién puede en verdad amar aquello de cuya existencia no concibe ni sabe cosa alguna?. Para dominar la propia naturaleza y servirse
de ella, es conveniente aprender a conocer
sus leyes y saber qué lugar del universo puede y debe ocupar el hombre. Esta ciencia sagrada es la que se halla en el Bhagavad Gîtâ y le da superioridad sobre otras "escrituras sagradas", en las cuales dicha ciencia no se puede
encontrar sino en fragmentos y oculta bajo un velo de parábolas y
alegorías.
Importa, pues, ante todo, adquirir un recto concepto de la esencia interior del hombre y de la naturaleza; y ocioso es decir que esto no se puede
alcanzar por el camino de la observación exterior.
No se pueden percibir las verdades interiores por medio de los sentidos exteriores, y las conclusiones de semejantes observaciones son siempre de una naturaleza dudosa. La Verdad, por el contrario, no necesita otra prueba que el conocimiento que de ella se tenga, y mientras no alcancemos nosotros mismos tal conocimiento, es de gran valor el considerar las doctrinas de los sabios que han percibido la verdad, tanto más cuanto éstas nos enseñan el camino por el cual nosotros mismos podemos obtener este conocimiento que es el objeto final de la existencia humana.
No se pueden percibir las verdades interiores por medio de los sentidos exteriores, y las conclusiones de semejantes observaciones son siempre de una naturaleza dudosa. La Verdad, por el contrario, no necesita otra prueba que el conocimiento que de ella se tenga, y mientras no alcancemos nosotros mismos tal conocimiento, es de gran valor el considerar las doctrinas de los sabios que han percibido la verdad, tanto más cuanto éstas nos enseñan el camino por el cual nosotros mismos podemos obtener este conocimiento que es el objeto final de la existencia humana.
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