domingo, 4 de octubre de 2015

DOCTRINA DEL CONOCIMIENTO SEGÚN EL BHAGAVAD GÎTÂ


                                             

Capitulo I

                                             Franz Hartmann


Que ninguno sea semejante a otro, pero que cada uno sea semejante al Más Elevado.
¿Cómo ha de hacerse esto?. Haciéndose cada uno completo en mismo.
No hay en el mundo un libro tan altamente apreciado por parte de los que lo conocen como el Bhagavad tâ (El Canto del Señor), el cual contiene la doctrina de la perfección humana en la existencia divina. Cuanto más a menudo lo leemos, tanto más nos sentimos elevados a las regiones de la Luz y de la Verdad; cuanto más penetramos en el espíritu de esta ciencia, tanto más nos aproximamos al conocimiento del principio divino de toda existencia, hasta una profundidad que permanece impenetrable para la filosofía natural, la que es sólo superficial y no se ocupa más que de fenómenos. Considerado a la luz del  Bhagavad Gîtâ, el mundo nos aparece como algo muy diferente y mucho más sublime que cuando lo contemplamos desde un punto material y cienfico.

Entonces, en vez de un espacio inanimado, vemos un mundo lleno de luz  y  de  vida;  entonces,  no  nos  aparece  ya  la  naturaleza  como  una  obra imperfecta, construida  con  cosas  animadas  e  inanimadas,  sino  como  una Unidad, como un organismo que lo abraza todo y que tiene fuerzas invisibles, como un todo activo, penetrado por el  Espíritu Divino, que se esfuerza en manifestarse en todas las cosas; y reconocemos al hombre mismo como un ser supraterrestre,   ligado   a   un   cuerpo terrestre,   cuya   constitución   se   ha desarrollado hasta su perfección actual en el curso de la evolución, lo que era necesario para facilitar en él un despertar del espíritu divino, y para prepararlo a reconocer finalmente a la Divinidad misma como base de su propio ser verdadero y como causa interior de su existencia.


Con el despertar de esta conciencia su vida misma llega a tener un objetivo enteramente nuevo y hasta entonces inconcebible. Encuentra que el verdadero objeto de su existencia no es ni la posesión de cosas exteriores, ni los placeres de sus sentidos, ni la satisfacción de su curiosidad científica; sino el  conocimiento  de  su propia  existencia  divina  y  la  consecución  de  la conciencia de su inmortalidad. 
Cuando  se consigue la  vista espiritual por medio de la comprensión de las ensanzas del Bhagavad Gîtâ, se descubre que así como el ser terrestre se halla en relación con todos los demás seres de la tierra, de la misma manera el ser íntimo puede comunicar con los habitantes del reino de los espíritus. 

El hombre descubre que de hecho está ya en el cielo, porque  el  «cielo»,  o  «supra-mundo»,  es  la  causa  fundamental  de  los fenómenos de la naturaleza y de las  criaturas; y descubre también que no puede efectuarse ninguna manifestación de los mismos en formas visibles sin la presencia del alma. 
Por medio del despertar del conocimiento interior se eleva por encima de los mites de la teoría y recibe instrucciones por propia experiencia; el espíritu divino, despierto a la conciencia de sí en él, reconoce su propio ser espiritual, y con éste, el mundo suprasensible del espíritu, en el que habita.

Empero, tal despertar no se consigue sin combates reñidos. En realidad, la divina luz de la  Verdad penetra en el alma del hombre sin que él pueda ayudar a la luz; pero esta penetración se halla estorbada por una multitud de obstáculos en forma de deseos y pasiones, conceptos falsos, e intuiciones pervertidas, y el Bhagavad tâ enseña quiénes son estos enemigos y mo se ha de vencerlos. En él se describe el combate entre la parte inmortal y la parte mortal del hombre, y se indica el camino a la victoria de lo divino sobre lo animal en el hombre.


Arjuna (el hombre) se halla en el campo de batalla (el campo de acción) entre los dos ejércitos enemigos, compuestos el uno de los poderes superiores del alma (los Pandavas), y el otro de los poderes inferiores (los Kurus). 
Allí está  el  hijo  de    Kunti  (del  alma)  enfrente  de  sus  parientes,  hijos  de Dhritarâshtra  (la existencia terrestre)  y  se  encuentra   amenazado  por  el egoísmo, la obstinación, la presunción, la ilusión de mismo y sus pasiones, el deseo, la emoción, el odio, la ira, etc.; pero también de su lado hay valientes guerreros. 
Primero, es Él mismo, la  voluntad para el bien, la resignación  (Indhistira), el amor a la verdad, la conciencia superior (la confianza en Dios), el poder de la convicción (la fe), la sublimidad, el sentimiento del  deber, la perseverancia, la sinceridad, el sentimiento de la justicia, el imperio de mismo, etc. Arjuna reconoce que los enemigos con quienes tiene que luchar, aunque no son su propio Yo, son, sin embargo, sus más próximos parientes, sus amigos y sus preceptores (pues también las pasiones enseñan al hombre), y por tanto, son como parte de su Yo. 
Entonces le falta el valor para pelear, y deja caer su arco (la voluntad).

Al mismo tiempo aparece Krishna, el hombre divino (Cristo) que mora en el hombre, y da instrucción a Arjuna acerca de la verdadera naturaleza de éste y de su situación respecto de  Dios. Le explica mo aquello que el hombre personal tiene por su «yo», no es más que una ilusión; mo todas las condiciones, pasiones y emociones que resultan de esta ilusión, no son sino fenómenos  pasajeros;  cómo  por  medio  de ellas  el  hombre  alcanza  la redención; mo las domina y se une con Dios, el Yo inmortal de todos los seres. 

El Bhagavad Gîtâ enseña, por consiguiente, la más sublime de todas las ciencias,  la Unión  del  hombre  con Dios  (Yoga)  y camino  de  la inmortalidad.

Lo que sucede a todas las cosas santas y verdaderamente religiosas, cuando se consideran desde el punto de vista de la inteligencia común, animal y  limitada,  y  se juzgan  superficialmente,  y  así  son  degradadas  y  mal comprendidas en el dominio de la vulgaridad, de la irreflexión y del error, eso mismo sucedió de diversas maneras al  Bhagavad Gî en las manos de los filósofos  y  literatos. Considerado  exterior  y  superficialmente,  ofrece  un episodio de una batalla que se halla descrita en el Mahabharata, el cual es una parte de los Vedas. La edad de la doctrina expuesta en éstos, se estima, según los datos astrológicos en ellos contenidos, en 25.000 años por lo menos, y los sabios entre los Brahmanes se hallan tan poco de acuerdo acerca de la época en que tuvo lugar la batalla entre los Kurus y los Pandavas, como lo estaban los teólogos de la edad media acerca  de la época en que Adán com la «manzana», del lugar en que había estado el «paraíso», etc. 

Bien podemos dejar  a  los  filólogos,  teólogos  e  investigadores  de  la  historiala  tarea  de ponerse de acuerdo acerca de este asunto tan poco interesante para nosotros; nada tenemos que hacer con palabras y formas vacías, sino con el esritu de las doctrinas contenidas en los Vedas, el cual es el espíritu de la Verdad, y, por tanto, del verdadero Cristianismo. Empiézase ahora en Europa a reconocer con alguna generalidad lo sublime de estas doctrinas. Ellas llegaron a arrebatar hasta el entusiasmo al regañón y áspero A. Schopenhauer, pues, habiendo conseguido  conocerlas  en  parte  en  una  traducción  persolatina,  llamada  el «Oupnekat», es decir, «el secreto que se ha de guardar», escribió lo que sigue:

«¡Cuan  poderosamente  se  halla  embargado  interiormente  por  aquel espíritu (de los Vedas) el hombre que, por medio de una lectura asidua, ha llegado a comprender perfectamente el persolatín de este libro incomparable!.

¡Cuánto rebosa cada línea de significación seria, precisa y universalmente armoniosa!. A cada renglón encontramos pensamientos profundos, originales y sublimes, mientras que una noble y santa austeridad ondean por encima del todo. Allí, todo respira aire indo y existencia congenial. ¡Oh, cuánto leyéndolo se purifica aquí el espíritu de las supersticiones judaicas inoculadas en la niñez, y de toda esta filosofía servil!. 
Es la  más instructiva y arrebatadora lectura  (con excepción del texto original) que haya en el  mundo; ha sido el consuelo de mi vida y será el de mi muerte». 
(Parerga II. S. 427). 

Guillermo de Humboldt dice, por su parte, que da gracias a Dios de que le haya dejado vivir bastante para llegar a conocer esta obra.

La circunstancia de que la larga conversación entre Krishna y Arjuna al principio del combate, tenga lugar en el campo de batalla, el cual, a la verdad, no es un lugar a propósito para extensas discusiones filosóficas, y la de que la«capital Hastinapura» quiere decir el reino de los cielos, habría podido  muy bien sugerir a ciertos sabios intérpretes del Bhagavad Gîtâ, la idea de que en esta obra, lo mismo que en la Biblia y en otras escrituras de naturaleza mística, se  habla  de  cosas  espirituales  y  no  de algunos acontecimientos históricos particulares, aunque esas cosas se hallan presentadas en forma de narraciones a fin de hacer más comprensible la verdad que contienen. No se trata, pues, de cosas que acontecieron en otro tiempo y que ahora pertenecen al pasado, sino de la acción continua de la Ley del Espíritu en la naturaleza. 

Así como un árbol no ha crecido sólo una vez, sino que los árboles crecen continuamente, del mismo modo se repite  constantemente la  batalla entre los Kurus y los Pandavas en cada hombre que se esfuerza en desarrollarse espiritualmente, y también  en  la  vida  de  la  humanidad  considerada  como un  todo,  cuya evolución es el resultado de la suma de la evolución de todos los individuos. De igual manera se efectúa continuamente la gran obra de la Redención, la cual tiene que ser interior si ha de salvar al hombre interior. Ahora, lo mismo que millares de os ha, al hallarse  suficientemente evolucionada la forma humana para recibir la luz del Pensamiento divino, la luz espiritual penetra en él, y cada vez que el hombre obtiene la conciencia de ello, nace en él el Redentor, la percepción de su existencia divina. 

Esto lo han sabido y conocido también   los   santos   y   místicos   cristianos,   y la doctrina   cristiana  del renacimiento  espiritual  del  hombre,  no  es  otra  cosa  que la  doctrina  del despertar  de  la  conciencia de  Dios  en  él,  así  como  está representado alegóricamente en el «Nuevo Testamento». Cada uno es Arjuna; cada uno tiene su carro militar, es decir, su naturaleza dotada de poderes místicos, y en él se halla también su guía espiritual (Krishna), el cual da consejos al hombre terrenal. Si el hombre, en su conciencia, se vuelve uno con el Salvador qumora en él, Arjuna y Krishna, Adán y  Cristo convienen en esta unión, y el carro  se  convierte  en  templo de  Dios,  quien  mora  en  nosotros;  entonces Arjuna es el hombre terrenal que piensa, Cristo el Hombre Dios que sabe, «el otro Hombre que desciende del cielo», el que habita en el hombre terrenal y encima de él, y sólo por la reunión con el Hombre Dios, quien es la Verdad, puede el hombre terrenal alcanzar la perfección y la redención del error y del pecado.

Esta batalla entre la naturaleza divina del hombre y su naturaleza animal intelectual se halla representada alegóricamente en todos los grandes sistemas religiosos. Por ejemplo, en el cristianismo, es el combate entre el arcángel Miguel (el Yo superior) y el dragón (el que representa al yo aparente), cuya boca es la codicia, cuyo aliento es la pasión, y cuyas alas son la obstinación y la gran ilusión. En cada ser la luz lucha con la oscuridad; en cada forma el espíritu de Dios en la naturaleza procura manifestarse; mas sólo en el hombre encuentra un cooperador que puede ayudarle, con conciencia e inteligencia, a vencer la oscuridad y el error.


La clave para comprender el Bhagavad Gîtâ, lo mismo que la Biblia y otras escrituras  teosóficas,  es el conocimiento  de  la doble  naturaleza  del hombre,  y  la capacidad  para  distinguir  en él  lo  inmortal de lo mortal, enseñándonos  aquél mo  pueden alcanzarse  este  conocimiento  y  este discernimiento. No sirven de mucho el conocimiento únicamente teórico o la creencia ciega acerca de la doble naturaleza del hombre, porque ni en el uno ni en la otra consiste aquella verdadera percepción a la que no se llega sino por la experiencia. Sin duda no carece de valor un conocimiento meramente teórico de esta ciencia, porque puede inducir  al hombre a buscar por mismo el poder superior que reside en él; pero así como el estudio de un camino en el mapa tiene un verdadero objeto sólo cuando se sirve uno de él, y del mismo modo que llegamos a conocer perfectamente un camino sólo cuando andamos personalmente por él; o como  el  estudio de una lista de manjares no puede saciarnos si no se nos da a comer ninguno de dichos manjares, de igual manera el Bhagavad Gîtâ llena su objeto real cuando se practican en la vida usual las doctrinas que contiene. 

No podemos tener de las cosas exteriores que nunca hemos visto, sino un conocimiento teórico que existe nada más que en nuestra propia concepción, y este conocimiento queda incompleto mientras no lo confirma la percepción propia. 

Lo mismo sucede con las cosas espirituales. El verdadero conocimiento  no consiste en saber lo que hay en el Bhagavad Gîtâ o en la Biblia, sino en un despertamiento del espíritu, por medio del cual la Verdad misma se manifiesta en el hombre y viene a ser parte de su ser. Sólo por este medio llega a tener conciencia de sí misma. En cada hombre hay una chispa de la divina conciencia de sí; esta chispa es «la semilla de la existencia inmortal»  (Bhagavad tâ, VII, 10), la que, cogida por la llama del amor divino, se convierte en luz en la que desaparece todo lo variable (apariencias, fantasías e intenciones), y en cuyo esplendor se manifiesta la eterna realidad. Cada cual tiene que ser un Arjuna y trabar batalla con su propia ilusión, su propia presunción, sus propias preocupaciones, deseos, pasiones y errores, a fin de saber lo que significa esta batalla; tiene que percibir en mismo la presencia de Krishna para poder presentir lo que es la reunión de Dios con el Hombre.

¿De que me sirve el leer en la  Biblia que alguno dijo: «Yo soy el camino, la verdad y la vida», o saber que en el Bhagavad Gî se dice: «Yo soy lo Más Elevado en todas las cosas, Yo soy la Luz en todas las cosas que tienen luz, Yo soy el origen de todo, Yo soy el principio, el medio y el fin», etc., si no sé qué significa este Yo, que es en todas las cosas, y por tanto en mí también, la Luz y lo Más Elevado, mi principio y mi fin, y lo considero como algo para mi extraño e inaccesible?. Por supuesto, no encontra jamás a este Yo divino en tanto que lo busque sólo fuera de mí y no en mí mismo; pues no se puede encontrar a Dios ni con el telescopio ni con el microscopio; pero el que ha encontrado en sí mismo a su verdadero Yo divino, el Yo de todos los seres, lo reconoce también en todos. «Aquel que ve a Dios en sí mismo y en los demás, es el verdadero vidente» (Bhagavad Gîtâ, XIII, 27). El camino que conduce a este conocimiento se enseña en el Bhagavad Gîtâ. Es el camino de la Verdad, y nos lleva del abismo de ilusiones en que nos encontramos, a la existencia inmortal en la imperecedera Realidad. Nos lleva a la meta, supuesto que la encontramos verdaderamente, y que no recorremos el camino tan sólo en nuestra fantasía.

La Verdad es la Realidad. Todo lo  demás es apariencia pasajera. La Verdad es imperecedera,  y por tanto no puede perecer tampoco lo que en nosotros es verdadero; mientras que la destrucción es el fin de todo lo que en nosotros  no  es  ni verdadero  ni  eterno.  Aun  lo  que  tenemos  de  eterno  e inmortal alcanza para nosotros un verdadero valor sólo cuando lo percibimos, porque es inmortal también la materia  de que se compone una piedra o un pedazo de madera; nada se pierde en el universo; pero una inmortalidad de la cual no se tuviera conciencia, sería tan absurda como la posesión de un reino acerca del cual nada se supiera.

«Pero,  -  dirán  muchos  -,  encontramos  ya  expuesto  en  la  Biblia  el camino de la Salvación.  ¿Para qué necesitamos las escrituras de los sabios indos?». El que entiende el significado secreto de la Biblia, no necesita ya ni la Biblia ni el Bhagavad Gîtâ; más al que no lo entiende, le sirve precisamente el Bhagavad tâ para aprenderlo. 

No  despreciamos la Biblia, sino que la estimamos  tanto  más  cuanto  que ella, hasta  donde  está  bien  traducida, contiene en gran parte una versión de las enseñanzas que se hallan en los Vedas indos; únicamente que en ella falta la base científica que se encuentra en éstos. 

La Biblia fue escrita originalmente para los iniciados, es decir, para los que percibían y reconocían en sí la omnipresencia del Esritu Divino, y no necesitaban, por consiguiente, ninguna prueba de su existencia. Pero a medida que se convirt en propiedad común, y se fue perdiendo la clave de sus secretos sagrados entre los profanos, se apoderó de ella la indiscreción; la oscuridad  de  la  letra  sucedió  a  la percepción  del  Esritu  y  produjo  las pervertidas interpretaciones, que, como es sabido, fueron  causa de los más grandes errores. 

Por consiguiente, vemos todavía que, no obstante toda la llamada instrucción religiosa, la «religión» carece de base razonable, y que a menudo degenera en fanatismo y en superstición; mientras que la  filosofía, y especialmente  la  ciencia médica,  carecen  del  apoyo  de  un conocimiento verdadero que se origine en el conocimiento propio de la Verdad eterna, no pudiéndose alcanzar sino por el  poder del Amor, el cual es superior  a todo egoísmo y lo abarca todo; sin esta elevación, la  ciencia  no puede salir del círculo de su limitación ni desarrollarse hasta aquella grandeza espiritual que es necesaria  para alcanzar  esa  contemplación  superior  del mundo,  la  que reconoce al universo como un todo, distingue la unidad del Ser de todas las cosas, y percibe la dependencia íntima de las criaturas entre sí.

El iluminado místico Tomás Kempis, dice: «Dichoso aquel a quien la sabiduría misma enseña, no por medio de obras transitorias, sino tal como es por su naturaleza». «Pero hay muchos que son  capaces de conocimiento, y que, sin embargo, no pueden alcanzarlo a causa de que los ha cegado el mundo del error y no pueden ya abrir los  ojos». Para tales es escrito el Bhagavad Gîtâ. Dichoso es aquel que se encuentra ya tan penetrado del poder de la fe, y cuya alma se ha arraigado tan firmemente en el conocimiento de la Verdad,  que  no  precisa  ningún  apoyo  científico  en  que  sostenerse;  pero muchos necesitan semejante apoyo a fin de no ser derribados por la tempestad. Son de muchas especies los enemigos que impiden el despertar del alma del hombre.

Dichoso  aquel  que  conoce  tales  enemigos  y  su  origen.  Es  fácil predicar: «Refrena tus pasiones, ama a Dios, domínate a ti mismo»; pero es difícil seguir este consejo para el que no conoce la naturaleza de sus pasiones y no sabe por qué no debe satisfacerlas, que no sabe dónde puede encontrar Dios y no conoce la naturaleza de la personalidad a la que tiene que subyugar. Para dominarse a mismo y a su naturaleza es conveniente, en primer lugar, aprender a conocerla. 

Si se llega en  verdad a reconocer como ilusión a la personalidad, ésta queda entonces subyugada. Para amar a  Dios, es preciso reconocerle; porque ¿Quién puede en verdad amar aquello de cuya existencia no concibe ni sabe cosa alguna?. Para dominar la propia naturaleza y servirse de ella, es conveniente aprender a conocer sus leyes y saber qué lugar del universo puede y debe ocupar el hombre. Esta ciencia sagrada es la que se halla  en  el  Bhagavad  Gîtâ  y  le  da  superioridad  sobre  otras "escrituras sagradas", en  las  cuales  dicha  ciencia  no  se   puede  encontrar  sino  en fragmentos y oculta bajo un velo de parábolas y alegorías.

Importa,  pues,  ante  todo,  adquirir  un  recto  concepto  de  la  esencia interior del hombre y de la naturaleza; y ocioso es decir que esto no se puede alcanzar por el camino de la observación exterior. 
No se pueden percibir las verdades interiores por medio de los sentidos exteriores, y las conclusiones de semejantes observaciones son siempre de una naturaleza dudosa. La Verdad, por el contrario, no necesita otra prueba que el conocimiento que de ella se tenga, y mientras no alcancemos nosotros mismos tal conocimiento, es de gran valor el considerar las doctrinas de los sabios que han percibido la verdad, tanto más cuanto éstas nos enseñan el camino por el cual nosotros mismos podemos obtener este conocimiento que es el objeto final de la existencia humana.




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