Eliphas Levi
El sueño es una muerte incompleta: la muerte es el perfecto sueño.
La naturaleza nos somete al sueño para habituamos a la idea de la muerte y, mediante los sueños, nos advierte sobre la existencia de otra vida. La luz astral en la cual nos sumergimos en el sueño es como un océano donde flotan innumerables imágenes, restos de vidas pasadas, reflejos y espejismos de las que transcurren, presentimientos de aquellas que aún no han comenzado.
Nuestra disposición nerviosa atrae hacia nosotros entre todas estas imágenes, aquellas que más se adaptan a nuestra agitación y a nuestro particular modo de actuar, en la misma forma en que un imán, al ser colocado entre residuos metálicos de diversa índole, atraerá y escogerá, sobre todo, las limaduras de hierro.
Los sueños nos revelan la salud o la enfermedad, la calma o la agitación de nuestro cuerpo astral y, por consiguiente, de todo nuestro sistema nervioso. Ellos formulan nuestros presentimientos mediante la analogía de las imágenes. Pues todas las ideas tienen un doble sentido para nosotros, en relación a nuestra doble vida. .
Existe un lenguaje del sueño, que nos es imposible transcribir en estado de vigilia, e incluso recordar las palabras. . El lenguaje del sueño es similar al de la naturaleza, jeroglífico en sus símbolos y enormemente
rítmico en sus sonidos. El sueño puede ser lúcido o vertiginoso. La locura es un estado permanente de sonambulismo vertiginoso.
Así, una violenta conmoción puede despertar a un loco, pero también puede matarle. Las alucinaciones, en cuanto ellas arrastran momentáneamente a la inteligencia, son accesos pasajeros de locura. Toda fatiga de la mente induce al sueño; pero si esta fatiga va acompañada de excitación nerviosa, el sueño puede ser incompleto o tomar las características del sonambulismo. Muchas veces nos adormecemos sin damos cuenta en medio de la vida real y entonces, en lugar de pensar, soñamos.
¿Por qué si no tenemos reminiscencias de cosas que nunca hemos realizado? Es que las hemos soñado estando despiertos.
Este fenómeno del sueño involuntario e inconsciente, que se instala de golpe dentro de la vida real, se produce con frecuencia en aquellos que sobreexcitan su organismo nervioso por excesos, bien sea de trabajo, de falta de sueño, de bebida o de cualquier exaltación. Así, algunos enfermos de monomanía están dormidos mientras que realizan sus actos sin razón, y luego al despertar no tienen conciencia de nada.
Al ser arrestado por los gendarmes, Papavoine les dijo tranquilamente estas palabras memorables: Habéis tomado al otro en mi lugar. Era así el sonámbulo quien hablaba.
Edgar Allan Poe, ese desdichado hombre de genio que tenía el hábito de la embriaguez, ha descrito en forma terrible el sonambulismo propio de la monomanía. Tan pronto nos muestra un asesino que escucha y cree que todo el mundo puede oír a través de las paredes de la tumba latir el corazón de su víctima, como un envenenador que, a fuerza de decirse: No temo, estoy seguro, ya que nunca me denunciaré a mí mismo, termina por soñar en voz alta que se denuncia y, en efecto, así sucede. El mismo Poe no ha inventado los hechos ni los personajes de sus extrañas novelas: él los ha soñado estando despierto y es por esto que logra darles el color de la más espantosa realidad.
El doctor Briere de Boismont, en su importante obra sobre las Alucinaciones, relata la historia de un inglés, muy razonable desde pequeño, que cree haber encontrado un hombre con el cual entabla conocimiento, que le lleva a comer a su taberna y luego, al invitarle a visitar en su compañía la iglesia de san Pablo, intenta pretipitarle desde lo alto de la torre, donde han subido juntos. .
Desde ese momento, el inglés vivía obsesionado por ese desconocido, a quien sólo él podía ver y siempre encontraba cuando estaba solo y acababa de cenar. Los abismos atraen; la embriaguez llama a la embriaguez; la locura posee atractivos invencibles para la locura. Cuando un ser humano sucumbe al sueño, experimenta horror por todo aquello que podría despertarle. Lo mismo ocurre con los alucinados, los sonámbulos estáticos, los maníacos y epilépticos, y todos aquellos que se abandonan al delirio de una pasión. Ellos han escuchado la música fatal, han penetrado en la danza macabra y se ven arrastrados por el torbellino del vértigo. Les hablamos y nada entienden, les advertimos y nada comprenden, pero nuestra voz les importuna; ellos han soñado el sueño de la muerte.
La muerte es como una corriente que arrastra, un remolino que absorbe, pero desde su fondo, el menor movimiento puede hacemos remontar. La fuerza de repulsión es igual a la de atracción, y es frecuente que en el momento mismo de expirar se adhiera el moribundo a la vida con desesperación. También a menudo, y quizá en razón de la misma ley de equilibrio, se pasa del sueño a la muerte: en este caso, por complacencia extrema con el sueño.
Una pequeña nave se balancea cerca de las riberas del lago. Un niño entra en ella. El agua danza con el brillo de mil reflejos en su entorno y le llama; la cadena que aguanta el barco se tensa y parece romperse; un pájaro maravilloso alza su vuelo desde la ribera y planea cantando sobre las enjoyadas olas; el niño quiere seguirle, lleva su mano a la cadena y desata el eslabón... La antigüedad adivinó ya el misterio de la atracción de la muerte y lo representó en la fábula de Hylás. Fatigado luego de una larga navegación, Hylás atraca en una isla llena de flores y al acercarse a una fuente para beber un poco de agua, un espejismo gracioso se le presenta: ve una ninfa que le tiende los brazos, los suyos se enervan y no son capaces de levantar el cántaro que se ha vuelto muy pesado. La frescura de la fuente le adormece, los perfumes de la ribera le embriagan y se siente suspendido sobre el agua como un loto, como un niño que jugara destrozando un madero; el cántaro lleno de agua se precipita hacia el fondo e Hylás le sigue, para morir soñando en las ninfas que le acarician, sin escuchar la voz de Hércules que le recuerda los trabajos de la vida y que recorre la ribera gritando mil veces: ¡Hylás! ¡Hilás!
Otra fábula concerniente a esto nos llega desde las sombras de la iniciación órfica, y es la de Eurídice, vuelta a la vida por los milagros de la armonía y el amor. Eurídice, con su enorme sensibilidad, herida en el día mismo de su boda, se refugia en la tumba, estremecida de pudor.
Pronto escucha la lira de arreo, y lentamente retorna hacia la luz; pero las terribles divinidades del Erebus le cierran el paso. Ella quiere seguir al poeta o, mejor, a la poesía que adora..., pero, para desgracia de su amante, la corriente magnética cambia y puede percibir de una sola mirada aquello que ella únicamente debe esperar, el amor sagrado, el amor virginal, el amor más fuerte que la tumba que sólo busca la devoción y huye perdido frente al egoísmo del deseo. arreo lo, sabe, pero por un instante lo olvida. Eurídice, con su blanca vestidura de novia, se encuentra tendida sobre el lecho nupcial, y él está investido con su traje de gran hierofante, de pie, con la lira en su mano, la cabeza coronada por el laurel sagrado, y canta, con los ojos vueltos hacia el Oriente. El canta, y las luminosas flechas de su amor atraviesan las sombras del antiguo caos, y las olas de dulce claridad fluyen desde el negro pecho de la madre de los dioses, al cual se afianzan dos hermanos, Eros y Auteros... Adonis vuelve a la vida al escuchar el llanto de Venus y se reanima como una flor regada por el brillante rocío de sus lágrimas; Castor y Pólux, a quienes ni la muerte ha podido desunir, se aman a su turno en la tierra y en los abismos infernales... Entonces, arreo llama dulcemente a su Eurídice, su dulce y bienamada Eurídice:
¡Ah! miseram Euridicem anima fugiente vocabat,
¡Euridicem! toto referebant flumine ripae.
Y mientras canta, la pálida estatua que la muerte había esculpido se colorea con los primeros matices de la vida, y sus blancos labios empiezan a enrojecer como la aurora... arreo la ve, tiembla, balbucea, el himno va a expirar en sus labios, pero ella palidece de nuevo; entonces, el gran hierofante saca de su lira acentos desgarradores y sublimes, no mira más que hacia el cielo, llora, implora, y Euódice abre los ojos... ¡Desgraciado!
¡No la mires, canta sin cesar, no espantes la mariposa de Psique que quiere posarse sobre esta flor!... Pero el insensato ha visto la mirada de la resucitada, el gran hierofante cede ante la embriaguez del amante, su lira cae de sus manos, mira a Eurídice y se lanza hacia ella..., la toma entre sus brazos sólo para encontrarla helada, sus ojos se han cerrado de nuevo, sus labios están más pálidos y fríos que nunca, su sensibilidad la ha resquebrajado y el delicado lazo del alma se ha roto de nuevo y para siempre... Eurídice está muerta, y los himnos de arreo no podrán volverla más a la vida.
En nuestra obra Dogma y Ritual de la Alta Magia. nos hemos atrevido a afirmar que la resurrección de los muertos no es un fenómeno imposible en el orden mismo de la naturaleza, y con ello no hemos pretendido negar ni contradecir en manera alguna la ley fatal de la muerte. Una muerte que puede ser interrumpida no es sino una letargia y un adormecimiento, pero es por estos estados que la muerte comienza siempre. El estado de profunda quietud que sobreviene entonces a la agitación de la vida conduce al alma adormecida y relajada, y no podemos hacerla regresar, forzarla a sumergirse de nuevo en la vida, sino mediante la violenta excitación de todos sus afectos y sus deseos. Cuando Jesús, el Salvador del mundo, vivía sobre la tierra, la tierra se hizo más bella y deseable que el cielo y, no obstante, fue preciso que Jesús lanzara un grito y diera una sacudida para volver a la vida a la hija de Jairo. Es con lágrimas y estremecimientos como logra sacar de la tumba a su amigo Lázaro. ¡Tan difícil es interrumpir a un alma fatigada que duerme su sueño pri mordial!
De cualquier forma, el rostro de la muerte no presenta la misma serenidad para todas aquellas almas que lo contemplan, bien sea porque consideran inalcanzada la meta de su vida o por llevar consigo la codicia desenfrenada o el odio insatisfecho, y la eternidad aparece frente al alma ignorante o culpable tan infinita en su proporción de penuria, que ella intenta regresar a la vida mortal. ¡Cuántas almas agitadas de esta forma por la pe_adilla del infierno se habrán refugiado en sus cuerpos helados y cubiertos ya por el mármol de la tumba! Se han encontrado esqueletos retorcidos, convulsionados, y se ha dicho: he aquí a hombres que fueron enterrados vivos. A menudo, esto es una equivocación, y casi siempre se trata de aquellos espantados ante la muerte, resucitados en su sepultura, para quienes el abandono a la angustia frente a la eternidad ha significado la repetición de su agonía.
Un famoso magnetizador, el barón Dupotet, nos cuenta en su secreto libro acerca de la Magia que es posible matar por magnetismo, igual que por la electricidad. Esta revelación no suena extraña al conocedor de las analogías de la naturaleza. Es cierto que la dilatación o la contracción extrema del cuerpo astral de un individuo puede producir la separación entre el alma y el cuerpo. A veces basta con provocar en alguien una violenta cólera o un gran temor para causar su muerte instantánea. Ha llegado a nosotros una historia de la que no podemos garantizar sus visos de autenticidad. La narraremos aquí, teniendo en cuenta que puede haber algo de cierto en ella. Gentes que dudaban al mismo tiempo de la religión y del magnetismo, del tipo de los incrédulos que están abiertos a la superstición y al fanatismo, habían conseguido por dinero que una pobre chica se prestara para sus experiencias. Esta era de naturaleza nerviosa e impresionable, fatigada de antemano por los excesos de una vida más que irregular, y había perdido el gusto por la existencia. Así, se la duerme y se le ordena ver; ella llora y se debate. Se le habla de Dios, y todo su cuerpo tiembla...
-No -dice ella-, no; me da miedo, no quiero mirarle.
-Mírale, así lo quiero.
Entonces ella abre los ojos; sus pupilas se dilatan, ella se estremece.
-¿Qué ves?
-No sabría decirlo. ¡Oh, por piedad!, ¡por piedad!, ¡despertadme!
-No. Mira y dinos lo que ves.
-Veo una negra noche en la que se mueven como llevadas por un torbellino centellas de todos
los colores, en torno a dos ojos inmensos que giran sin cesar. De estos ojos salen rayos que caen
girando vertiginosamente y llenan todo el espacio... ¡ Oh! ¡Esto me hace daño! ¡Despertadme!
-No. Mira bien.
-¿Qué queréis que mire ahora? -Mira hacia el Paraíso.
-No, no me está permitido llegar allí; la gran noche me detiene y me abate siempre.
-Bien, entonces mira hacia el infierno.
Aquí la sonámbula se agita convulsivamente.
-¡No!, ¡no!, grita entre sollozos, ¡no quiero; siento vértigo, caeré, ¡oh!, ¡retenedme!, jretenedme!
-No, desciende.
-¿Adónde queréis que descienda?
-Al infierno.
-¡Pero es horrible! ¡No!, ¡no!, ¡no quiero ir allí!
-Ve.
-¡Piedad!
-Ve. Así lo ordeno.
Los gestos de la sonámbula se tornan impresionantes a la vista; sus cabellos se crispan sobre su cabeza; sus ojos, completamente abiertos, están completame.nte blancos; su pecho se contrae y deja escapar una especie de estertor.
-Ve allí, yo lo quiero así, repite el magnetizador.
-Allí estoy, dice entre dientes la desgraciada, cayendo agotada; luego, ella ya no responde.
Su cabeza inerte cuelga sobre su espalda, sus brazos caen a lo largo de su cuerpo; se acercan a ella, la tocan; demasiado tarde, intentan revivirla, el crimen está hecho, la mujer ha muerto, y los autores de esta experiencia sacrílega sólo pueden agradecer a la incredulidad pública en materia de magnetismo el hecho de no ser perseguidos. La autoridad constata su muerte, atribuyéndola a la ruptura de un aneurisma. El cuerpo no presenta huella alguna de violencia, se le hace enterrar y todo se ha acabado.
He aquí otra anécdota, que nos han transmitido los compañeros de la vuelta a Francia:
Dos compañeros se alojaron en la misma posada y compartían el mismo cuarto. Uno de ellos tenía el hábito de hablar dormido y respondía en tal estado a las preguntas que su camarada le dirigía. Una noche, lanza de imprevisto tales gritos que su compañero despierta y le pregunta qué sucede.
-¿Pero acaso no lo ves? -dice el durmiente-. ¿No ves aquella piedra inmensa que se está
desprendiendo de la montaña? Va a caer sobre mí y me va a destrozar...
-¡Y bien, sálvate!
-Imposible; tengo los pies atrapados entre zarzas que se estrechan de continuo... ¡Ah!, ¡socorro! He aquí la gran piedra que cae ahora sobre mí.
-Toma, pues, esto -dice su compañero-, arrojando a su cabeza su almohada con intención de despertarle.
Un grito terrible, extrañamente estrangulado en la garganta, una convulsión, un suspiro,
luego... nada. El bromista se levanta, tira de los brazos a su amigo, le llama, se llena a su turno de temor, grita, acuden de la casa... el desgraciado sonámbulo ha muerto.
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