jueves, 31 de enero de 2019

MICROCOSMOS



Por ley natural desea el hombre examinar el mundo exterior por medio de los órganos de los sentidos. El ojo no puede menos de ver y el oído de oír y los demás sentidos de percibir las sensaciones del mundo exterior cuyas bellezas cautivaron desde un principio la atención del hombre, por lo que al mundo exterior se referían las primeras preguntas que al contemplarlo brotaron de la mente humana. Buscaron los hombres primitivos la solución del misterio en los astros, en los ríos, mares y montañas; y en todas las religiones antiguas hallamos huellas de la investigación del mundo externo a que a tientas se entregó en un principio la mente humana. Forjó el hombre en su imaginación dioses representativos de cuanto sin comprender la causa veía en el mundo, exterior, y así hubo dios de las aguas, de los vientos, de los mares, de los ríos, de las montañas, de la tierra y del cielo, del sol y de la luna, de suerte que todas las hoy conocidas fuerzas de la Naturaleza estaban representadas en simbólicas divinidades, que para las gentes eran entonces entidades tan antropomórficas como para el vulgo del día lo es el único Dios. Según adelantó la humanidad en su evolución, ya no le satisficieron estas divinidades, pues la observación y la experiencia demostraron la naturalidad y descubrieron la causa de lo que un tiempo le pareció obra de los dioses. 

En consecuencia, los pensadores apartaron la atención del macrocosmos y la convirtieron al microcosmos, la abstrajeron de lo externo y la concentraron en lo interno. 
No hay problema cuya solución tan de cerca interese al hombre como la de su verdadera naturaleza, y en toda época y país, sabios y reyes, ricos y pobres, justos y pecadores se preguntaron unos a otros si había o no, de haber algo permanente en esta transitoria vida, algo que no muriese al morir el cuerpo. Completaban la mutua pregunta que si en efecto había en el hombre algo inmortal, de dónde dimanaba y cuál era su destino. Esta pregunta se ha ido repitiendo de generación en generación y volverá a repetirse mientras haya un cerebro que piense. 

Sin embargo, no se reitera la pregunta porque haya quedado incontestada ni porque sea incontestable, sino porque las respuestas dadas en las diversas épocas de la historia del pensamiento humano no han satisfecho a todas las mentes, aunque la que los antiguos sabios dieron hace millares de años se va corroborando y esclareciendo a medida que transcurre el tiempo; y por tanto, no hemos de hacer otra cosa que reafirmar aquella antiquísima respuesta. 

No pretendemos iluminar con nueva luz tan interesante problema, sino tan solo exponer la antigua verdad en lenguaje moderno, y traducir al pobre idioma humano el pensamiento divino, porque la esencia de este pensamiento late en la mente humana, que por lo mismo será capaz de comprenderlo. Para ver son necesarias varias cosas. Primeramente, los ojos, porque si uno está normalmente constituido en todo lo demás y carece de ojos, no podrá ver. 
En segundo lugar se necesita el verdadero órgano de la visión, que aunque parezca extraño no es el ojo sino el correspondiente centro nervioso del cerebro. El aparato visual no es más que el instrumento de la visión. 
Si el centro nervioso está dañado, el hombre no verá por muy sanos y hermosos que tenga los ojos. 

Lo mismo sucede con los otros cuatro sentidos, cada uno de los cuales tiene además de su instrumento de sensación, el correspondiente centro nervioso de recepción. 
Así el aparato auditivo no es más que el instrumento que transmite las vibraciones acústicas al centro nervioso del oído. Sin embargo, no bastan ni el instrumento de sensación ni el centro de recepción, pues ni uno ni otro perciben el objeto externo. 

Si, un individuo está leyendo atentamente un libro, enfrascado en la lectura no oirá el toque del reloj al dar las horas; y sin embargo, las vibraciones sonoras se habrán deslizado por los repliegues de la oreja, y puesto en vibración el tímpano y afectado al nervio acústico que las habrá transmitido al correspondiente centro cerebral. ¿Por qué no oye el individuo a pesar de que no falta ningún elemento fisiológico de la audición? Porque quien ve no es el ojo ni quien oye es el oído ni quien huele es la nariz ni quien gusta es la lengua ni quien toca es la mano ni tampoco los correspondientes centros cerebrales, sino algo que no es el cuerpo, y este algo ha de ser forzosamente el verdadero ser del hombre, denominado por los psicólogos con los nombres de alma, ego, jiva, espíritu y Yo, según la escuela o sistema, pero que designan una misma entidad. 

Pero el alma o ego dispone de un instrumento peculiar para recibir todas las sensaciones que le transmiten los centros cerebrales. A este instrumento le llamamos mente, y cuando el ego lo concentra en determinado objeto externo, no percibe aunque las reciba, las sensaciones transmitidas por los demás órganos a que no aplica la mente. Por otra parte, la mente es un vórtice establecido en el organismo invisible del hombre, de un estado de materia incomparablemente sutil respecto de la física, llamada materia mental, que vibra por la ación del ego, y las modalidades de vibración corresponden al funcionamiento de las diversas facultades intelectuales, cuyo conjunto se llama intelecto. 

Por lo tanto, el ego es el perceptor y todos los demás elementos son medios transmisores dispuestos en serie, a saber: 
1) El órgano externo o instrumento de sensación. 
2) El órgano interno o centro cerebral. 
3) La mente. 
4) El intelecto. 
5) El Perceptor, el Ego, el Alma o verdadero ser humano. 

Al percibir el ego la transmitida sensación responde a ella, y la respuesta pasa por los primos elementos sensorios, el intelecto, la mente, el centro cerebral y el instrumento de sensación. 
Todas estas operaciones se efectúan instantáneamente. El cuerpo de carne y huesos con sus instrumentos de sensación se desintegra al término de la vida física, y cualquier accidente arriesga destruirlo. El cuerpo sutil no perece con el físico, sino que sirve de instrumento al ego en la vida ultraterrena, pero también se desintegra al término de esta otra vida, cuando el ego ha de reencarnar en un nuevo cuerpo físico y renacer en este mundo con también un nuevo cuerpo sutil según la ley de causación. Sin embargo, también el cuerpo sutil tiene su proceso de vigor y decadencia mientras está unido al físico, pues vemos que en la vejez se debilitan las facultades intelectuales, aunque no por sí mismas, sino porque se han debilitado sus instrumentos físicos de manifestación y expresión; pero el ego no se debilita ni decae, ya que es inmortal. 

El cuerpo físico y el cuerpo sutil no son más que instrumentos del ego. Mientras estos instrumentos son eficaces, el ego puede manifestarse por su medio; pero cuando los instrumentos se desgastan, porque son combinaciones de materia y todo lo combinado y compuesto ha de descomponerse y perecer, el ego ha de renovar sus instrumentos para seguir manifestándose y pasar por las experiencias necesarias para su evolución, El ego no puede evolucionar esencialmente, esto es, que no puede acrecentarse ni disminuirse porque es divino, ni adquirir conocimientos porque es el conocimiento ni tener existencia porque ya es la existencia ni lograr la felicidad porque es la felicidad. Así vemos que al hablar de la evolución del ego, no significamos que haya de adquirir lo que todavía no posee, sino que ha de ir manifestando etapa por etapa, vida tras vida lo que esencialmente ya posee por su divina naturaleza, lo que de toda eternidad posee. 

Las cualidades, atributos y poderes esenciales del ego se reflejan con mayor o menor intensidad en la mente, que a su vez los refleja en el cuerpo físico, de suerte que la diferencia entre todos los seres vivientes no es esencial sino tan sólo de grado de manifestación. Otro problema se ofrece ahora a nuestro examen. Si el ego humano es de por sí existente, eterno, omnisciente y feliz, no puede haber sido creado y mucho menos de la nada sino que debe ser de la misma esencia que el Ser absoluto e increado, pues de la nada no puede salir algo. Si como afirman los teólogos cristianos que por incomprensión han tergiversado las enseñanzas del Fundador de su religión, creara Dios de la nada una alma para que animase a cada cuerpo fisiológicamente nacido, estaría creando sin cesar almas, pues a cada instante nacen en este mundo cuerpos humanos. 

Añaden los teólogos que Dios crea las almas a su imagen y semejanza, como si cada alma fuese una proyección cinematográfica de Dios. Pero la experiencia y la observación demuestran evidentemente que desde los primeros días de la vida física, se manifiestan las almas de muy distinta manera, aun las de los o nacidos en la misma cuna, criados por la misma madre en el mismo ambiente e influidos por iguales ejemplos, y no es posible que hasta de Dios tan diversas y aun contrarias imágenes y semejanzas. Lo más lógico y natural, lo más congruente con la razón y la intuición es que el alma humana sea esencialmente divina, no imagen y semejanza sino real identidad de naturaleza con Dios, aunque distinta de Dios, ya que la distinción no supone diferencia. 

El oxígeno que en el acto de la inspiración penetra en los pulmones, en las branquias o tráqueas de cuantos seres alientan en el mundo es esencialmente el mismo oxígeno, pero distinta no diferente, la porción de oxígeno que cada cual absorbe. Así el infinito espíritu de Dios puede sin menoscabo de su indivisible unidad, animar, esto es, ser el alma de cada forma corporal, pero ajustada en su manifestación a las condiciones orgánicas de cada forma. Por lo tanto, pueden ser y son las almas humanas esencialmente idénticas entre sí e idénticas a Dios; y sin embargo, ser distintas unas de otras y distintas de Dios por la diversidad del grado de manifestación. Estas consideraciones nos conducen a la del tan debatido tema de la reencarnación del ego. Hay quienes encastillados en los prejuicios dogmáticos de un tergiversado exoterismo religioso, afirman apriorísticamente que la reencarnación es imposible; y sin embargo, admiten la notoria imposibilidad de la creación de las almas de la nada y la inmortalidad de estas mismas almas en una vida ultraterrena sin fin. Evidentemente, si algo pudiera salir de la nada, a la nada habría de volver ; pero el alma humana no salió de la nada ni ha de volver a la nada. El alma humana, considerada como substancia espiritual, simple e indivisible, existe desde toda eternidad y nunca cesará de existir. Dice el Bhagavad Gita: "Ni Yo ni tú ni esos príncipes de hombres, en tiempo alguno hemos dejado de ser ni dejaremos de ser en adelante. "Lo que no existe no tiene ser, y lo que existe jamás dejará de ser. Los videntes de la esencia de las cosas han percibido esta verdad." 

La verdad de la reencarnación no sólo no tiene nada de espeluznante sino que es esencialísima para el bienestar moral de la humanidad. Es la única conclusión lógica a que puede llegar todo pensador reflexivo. Si hemos de existir eternamente después de esta vida, forzoso es que hayamos existido también eternamente antes de esta vida. Trataré de refutar las más frecuentes objeciones levantadas contra la verdad de la reencarnación, aunque a los convencidos de ella les parezcan pueriles, pues a veces suelen los hombres de mucho talento en su especialidad, soltar puerilidades en asuntos que no son de su intelectual competencia, y con acierto se ha dicho que no hay absurdo sin filósofo que lo defienda. La objeción al parecer más grave es que no nos acordamos de nuestras vidas pasadas. Dicho esto con relación a la masa general de la humanidad es innegable, pues si la inmensa mayoría las recordara, no hubiera motivo de discusión; pero dicho con respeto a toda la humanidad sin excepción y en absoluto es una falacia, pues hay quienes recuerdan completamente sus vidas pasadas, y también quienes pueden escrutar las de cuantos se sometan a un examen clarividente. 

Por otra parte, nadie recuerda distintamente todos los sucesos, circunstancias, vicisitudes y pormenores de esta misma vida terrena que está pasando, ni cuanto hizo en su infancia; y si de la memoria dependiese la existencia, habríamos de admitir el absurdo de que no existimos en la niñez. Por otra parte, los instrumentos de manifestación y expresión de que el ego dispone en esta su presente vida no son los mismos que los de que dispuso en una vida anterior, y por tanto no están impresas en el nuevo cerebro físico las sensaciones que se imprimieron en el ya desaparecido cerebro del cuerpo en que actuó el ego en una vida anterior. 

En el nuevo cerebro, órgano de la mente, sólo está impreso el resultado, el fruto, la suma algébrica de las experiencias adquiridas por el ego en vidas anteriores, porque en cada vida se manifiesta el ego como el resultado de sus pasadas acciones. Cuando Krishna, Buda, Cristo y algún otro divino instructor nos hablan implícita o explícitamente de la reencarnación, los positivistas por una parte y los teólogos de bajo vuelo por otra se revuelven contra la verdad diciendo que es locura; pero cuando Huxley o Tyndall afirman algo, se acepta cuanto dicen como si fuera verdad inconcusa, de suerte que junto a la infalibilidad del pontífice romano han declarado dogmáticamente la infalibilidad de los pontífices científicos. Vemos que no tiene valor alguno la objeción basada en la carencia del recuerdo de pasadas vidas, máxime sin consideramos que según demuestra la experiencia de cuantos por ella pasaron, se recuerdan todas las vidas cuando el hombre alcanza la liberación de la rueda de muertes y nacimientos, esto es, cuando ya no necesita reencarnar. 

Entonces reconocemos que las vidas terrenas son como sueños por lo transitorias, que el mundo es a manera de escuela experimental de perfeccionamiento o como escenario en que actuamos cada vez con diferente personalidad en el drama de la vida, y fuimos padres y madres, hijos e hijas, maridos y esposas, parientes y amigos, ricos y pobres, y veremos cuántas veces estuvimos en la cumbre de la terrena exaltación y cuántas en la cima del abatimiento. Entonces se desvanecerá el deseo de vida senciente y habremos vencido a la muerte. Después de refutar las objeciones contra la reencarnación, conviene exponer los argumentos que la justifican. Ninguna otra teoría como la de reencarnación explica racionalmente las profundas diferencias que se observan entre las aptitudes y posibilidades de los seres humanos para adquirir conocimiento. Ante todo consideremos el proceso de adquisición del conocimiento. Supongamos que voy por la calle y veo un perro.

 ¿ Cómo sé que es un perro ? Lo refiero a mi mente, en la que hay varios grupos de mis pasadas experiencias encasilladas como si dijéramos. Tan pronto como recibo una nueva impresión, la refiero a una de las casillas, y al notar que ya existe en la mente un grupo de las mismas impresiones, coloco en aquella casilla la nueva impresión y quedo satisfecho. Sé que he visto un perro porque coincide con las impresiones ya existentes en la mente. Cuando no encuentro en la mente análogas impresiones a la recibida, no me quedo satisfecho y me hallo en el estado mental que llamamos ignorancia, mientras que si la nueva impresión tiene ya sus análogas en la mente, me quedo satisfecho y me hallo en el estado mental que llamamos conocimiento. Cuando el hombre vio caer por vez primera una manzana del árbol, le extrañó el fenómeno, porque no tenía análogos precedentes; pero conforme se fue repitiendo el fenómeno, agrupó todas las impresiones análogas en una casilla de su mente, y Newton infirió de estas impresiones la ley de la gravitación. 

Por lo tanto, vemos que sin un acopio de experiencias e impresiones ya existentes, no sería posible el conocimiento de ninguna nueva impresión; y si según decía Aristóteles, el niño naciera con la mente como una tabla rasa, no podría adquirir conocimiento alguno porque nada habría en su mente a que referir las nuevas impresiones. Por otra parte, es evidente que la facultad de adquirir conocimiento varía en cada individuo, y esto demuestra que hemos venido a este mundo con nuestro peculiar acopio de conocimentos. Sólo es posible adquirir conocimiento por medio de la experiencia, y lo que conocemos sin haberlo experimentado en esta vida debimos experimentarlo en una vida anterior . ¿Cómo es innato el instinto de conservación y el temor a la muerte ? Rompe el polluelo el cascarón, y si viene un águila, se refugia instintivamente el polluelo bajo las alas de su madre. Pero el instinto es una palabra con que los naturalistas encubren su ignorancia de la causa originaria del temor que tiene a la muerte un polluelo recién salido del cascarón. Tampoco explica el instinto por qué cuando una gallina empolla huevos de pato, se zambullen derechamente los polluelos en el agua apenas rompen el cascarón. Nunca nadaron antes de entonces ni nadie les ha enseñado a nadar. 

Cuando un niño empieza a aprender a tocar el piano ha de atender con sumo cuidado a la tecla que pulsa, pero cuando ya ha aprendido, es instintiva la digitación. Lo que al principio había de hacer conscientemente no requiere más tarde el menor esfuerzo de voluntad. Sin embargo, casi todas las acciones que ahora son instintivas pueden someterse al imperio de la voluntad. Pueden regirse todos los músculos del cuerpo y las funciones de digestión y respiración que ahora en la mayoría de la humanidad son involuntarias, aunque esta voluntaria regulación fuera en el hombre ordinario un retroceso y no un adelanto. Este doble método prueba completamente que lo que llamamos instinto es la degeneración en hábito inconsciente de acciones que un tiempo fueron voluntarias. 

De conformidad con la ley de que la evolución y la involución son correlativas, vemos que el instinto ha de ser la razón involucionada. Lo que llamamos instinto en el hombre y en los animales es, por lo tanto, el resultado de pasadas experiencias. Los investigadores científicos ya admiten que el hombre y los animales nacen con determinado caudal de experiencias, pero no las atribuyen al alma sino a la transmisión hereditaria. La ley de herencia es innegable, aunque no rige sin excepciones, y en modo alguno se opone a la reencarnación. Por el contrario, la confirma, porque cada ser humano viene a este mundo con el fruto de sus pasadas acciones, para dar en la vida terrena. un nuevo paso en el sendero de su evolución, y al efecto ha de asumir un cuerpo físico adecuado a las condiciones de su karma. Este cuerpo físico se lo proporcionan los padres, y en consecuencia ha de participar de las condiciones fisiológicas de los cuerpos de los padres o de los ascendientes o de los colaterales. Ha de tener los caracteres de familia. 

Si el ego re encarna en tal cuerpo es porque mayormente le conviene como instrumento físico de manifestación y expresión; pero en cuanto a las cualidades mentales y morales no rige la ley de herencia, pues vemos que de padres buenos nacen hijos malos y de padres malos hijos buenos. 
Las cualidades y atributos que el ego ha de manifestar en determinada vida terrena no se heredan, son propias del ego, quien obediente a la ley de causación asume los vehículos, envolturas o cuerpos mejor adecuados al cumplimiento de su karma en aquella etapa de su evolución. 

Además, si admitimos la verdad de la reencarnación, quedan resueltos muchos puntos nudosos que no pueden resolverse a la turbia luz de las vulgares escatologías. Según la reencarnación, indisolublemente ligada con la ley de causa y efecto, pues una no puede regir sin la otra, cada cual es hijo de sus obras y el artífice de su propia ventura o desventura, sin que haya de culpar a nadie de lo que le suceda. Cada cual cosecha de lo que siembra. Cuando el viento sopla, las naves veleras que despliegan sus velas reciben el favorable impulso del viento; pero las que no las despliegan no pueden recibirlo. ¿Tiene la culpa el viento? Tampoco es culpa de Dios que unos , sean dichosos y otros desgraciados en este mundo, pues cada cual por sus obras es el autor de su dicha o de su infortunio. El infinito futuro está ante nosotros y hemos de tener presente que nuestros pensamientos, palabras y obras determinarán según su índole la de nuestro porvenir.

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