San Clemente de Alejandría nos
dice que toda la filosofía religiosa –es decir, la sabiduría, la disciplina y
las diversas artes y ciencias– del sacerdocio egipcio se contenía en los Libros
de Hermes, o lo que es lo mismo, de Thot. Más adelante nos dice que estos
libros estaban clasificados en cuarenta y dos capítulos, y divididos en cierto
número de grupos en función de los distintos linajes o divisiones de los
sacerdotes.
En la descripción de una
ceremonia sagrada determinada –una procesión de sacerdotes con sus diversas
órdenes–, Clemente nos cuenta que iba encabezada por un representante de la
orden de los Cantores, que se distinguían de los demás por los símbolos
musicales que llevaban, algunos de los cuales eran portadas según parece en las
manos, mientras que otros iban bordados en las togas. Estos
Cantores tenían que hacerse maestros de, es decir, tenían que aprender de
memoria, dos de las divisiones de los Libros de Hermes, a saber, aquellas que
contenían el conjunto de Himnos en Honor de los Dioses o del Dios, y los
Encomia o Himnos de Alabanza a los Reyes (III, 222).
Muchos
ejemplares parecidos de himnos de alabanza a los Dioses han llegado hasta
nosotros en inscripciones egipcias y papiros, y algunos de ellos conforman las
más nobles efusiones del alma en alabanza a la majestad y trascendencia del
Supremo, en el sentido de que no desmerecen en absoluto si los comparamos con
otros cantos de alabanza de otras grandes escrituras. Pero, ¡ay!, los libros de
himnos de Thot, a los cuales se refería San Clemente, se perdieron. Claro está
que pudo equivocarse al designarlos de un modo tan definido, del mismo modo que
anduvo indudablemente equivocado al pensar que eran una recopilación de himnos
compuestos por un individuo, Hermes.
La grandiosa
concepción de Thot como inspirador de todas las escrituras sagradas y maestro
de todas las religiones y filosofías era egipcia y no griega; y no fue más que
un equivalente lamentable el que los griegos encontraron en su propio panteón
cuando, en el intercambio de nombres de Dioses, se vieron obligados a
«traducir» Thot por Hermes.
Thot, como
inspirador de todas las escrituras sagradas y presidente de toda disciplina
sacerdotal, era, como nos cuenta Jámblico, un nombre que utilizaban los
egipcios como algo «común a todos los sacerdotes» –es decir, todo sacerdote, en
tanto que sacerdote, era un Thot, porque exhibía en su oficio sagrado una u
otra característica del Gran Sacerdote o Hierofante Maestro entre los Dioses,
cuyo nombre terrenal era Thot-Tehuti.
Thot era, de
este modo, la Superalma de todos los sacerdotes; y cuando algunos griegos
llegaron a conocer mejor las connotaciones que tenía la disciplina interna de
los verdaderos misterios sacerdotales, se dieron cuenta de hasta qué punto era
inadecuado el simple Hermes como equivalente del nombre egipcio que designaba a
tan gran ideal, por lo que calificaron al «Hermes Egipcio» con el epíteto
honorífico de «El tres veces grande».
Es de los
Himnos de este Tres-veces-grande Hermes de lo que voy a tratar en este pequeño
volumen, himnos que fueron inspirados por la tradición aún viva de lo que hubo
de mejor en la sabiduría del antiguo Egipto, tal como fueron «filosofados» a
través de mentalidades entrenadas en el pensamiento griego, y plasmados en la
hermosa lengua de la dorada Hélade.
Pero una vez
más, desgraciadamente, no ha llegado hasta nosotros una recopilación de tales himnos, de modo que
lo más que podemos hacer es reunir los fragmentos que quedan, esparcidos por
las páginas de la literatura trismegística que escapó a los celos de una
bibliolatría exclusivista.
El principal Evangelio de la
Gnosis Trismegística se encuentra en un sermón sagrado que lleva el título
griego de «Poimandres». Quizás fuera en su origen la transliteración de un
nombre egipcio, pero en el mismo tratado queda manifiesto que los griegos que
seguían la Gnosis lo entendieron como «El Pastor de Hombres» o «El Pastor».
Este Pastor no era un hombre, sino más bien la Divina Humanidad o el Gran
Hombre o Mente, el inspirador de toda sabiduría y hierofante
de toda iniciación espiritual.
Esta majestuosa Realidad o
Esencia de Certeza se concibió como una Presencia, o Persona, ilimitada de Luz,
Vida y Bondad, que envolvía la mente contemplativa del piadoso adorador de Dios
o del Bien, del fiel amante de la Belleza y
del
incansable buscador de la Verdad.
Y de
este modo, en Sus indicaciones a uno que estaba luchando por alcanzar el grado
de un verdadero Hermes autoconsciente, Poimandres declara:
«Yo, Mente,
por Mí mismo estoy presente en los santos y buenos, en los puros y los
misericordiosos que viven piadosamente.»
Para ellos
Mi Presencia se convierte en una ayuda, con lo que obtienen la Gnosis de todas
las cosas y alcanzan el amor del Padre por la pureza de sus vidas, y Le dan
gracias, invocando bendiciones sobre Él y entonando himnos, extasiados en Él
con una amor ardiente» (II, 14).
Y prácticamente se repite la
misma indicación en el sermón llamado «La Llave», en donde leemos:
«Pero la
Mente eleva al alma piadosa y la guía a la Luz de la Gnosis. Y esta alma ya
nunca cesa de cantar sus alabanzas a Dios y de derramar bendiciones sobre todos
los hombres, y de hacer el bien a todos en palabra y obra, a imagen de su
Señor» (II, 155).
Las únicas condiciones para
alcanzar esta consumación, tan devotamente como para ser deseada, son las que
siguen:
1)Sólo el bueno puede
conocer el Bien; aún cuando una de las invocaciones a Hermes como la Mente del
Bien, conservada en los Papiros Mágicos Griegos, dice:
«¡A Ti te
invoco! ¡Ven sobre mí, oh Bien, todo Tú bueno, ven a lo buenol» (I, 86).
2)Sólo el puro
puede conocer lo Puro; y por «Puro» considero que Hermes, en ocasiones, quería
decir bastante más de lo que se entiende generalmente por este término. «Puro»
es lo que permanece en sí mismo, y ni es excesivo ni deficiente; es el
equilibrio, la situación de balance, ese algo misterioso que reconcilia todos
los opuestos, siendo simultáneamente el origen y el fin de éstos –la Justicia
Divina.
3)Sólo el
misericordioso puede conocer la Misericordia, el origen de la infinita
diversidad del Amor Divino.
Para éstos,
la Presencia Divina se convierte en una ayuda; es sólo en el campo de esta
«Tierra del Bien», en el terreno autocultivado de la naturaleza espiritual –la
naturaleza buena, pura y misericordiosa– del hombre, en donde la Presencia
Divina puede sembrar las semillas de la autoconsciencia de la Gnosis celeste,
para que, desde esta Matriz Virginal de Virtud, pueda nacer el verdadero
Hombre, el hijo de la Libertad, de la Correcta Voluntad o Buena Voluntad.
Para los
demás, para aquellos que se encuentran todavía en la ignorancia de las cosas
del espíritu, la Presencia Divina es una ayuda también, pero desconocida; pues
manifestándose les de forma invertida, por medio de las limitaciones del
Destino, la mayoría la considera un obstáculo, como de hecho así es –un
obstáculo a su caída en una mayor ignorancia y limitación. La tierra tiene que
ser desbrozada y arada, antes de que pueda ser sembrada.
Pero cuando
por voluntad propia el hombre da marcha atrás en su forma de vida y gira con el
movimiento de las esferas celestes en vez de dar vueltas en sentido contrario,
el contacto consciente con la Presencia Divina que tiene lugar entonces lleva a
responder a toda la naturaleza; la luz del sol se derrama en el verdadero
corazón del hombre desde todas partes, y su corazón responde, despierta desde
las profundidades y empieza a hablar con palabras de verdad. El Gran Dios le
habla al corazón en lo Invisible, aún cuando le habla al Osirificado sin vida;
y esa palabra no pronunciada es un canto de alabanza continuo de acciones
justas. También hay una palabra hablada que se articula en palabras humanas con
la forma himnos de alabanza y gratitud a Dios –la liturgia de una piedad que
responde a la Divinidad haciéndose así responsable.
Ciertamente,
ésta es la base de toda liturgia y culto, incluso en sus formas o reflexiones
más crudas –en los sueños de los corazones dormidos de los hombres. Pero las
escrituras trismegísticas tratan de la realización autoconsciente de la
verdadera Pasión Gnóstica, en donde el sentimiento tiene que ser transmutado
conscientemente en conocimiento.
El canto de
himnos sobre la Tierra es el reflejo de un misterio celestial. Antes de que el
hombre pueda cantar realmente con la afinación adecuada tiene que armonizar su
naturaleza inferior y transformada en cosmos o adecuarse al orden. Hasta ahora
ha estado cantando fuera de tono, de forma caótica, aullando, vociferando,
gritando, blasfemando, más que cantar de forma articulada, ofreciendo así «una
oblación razonable» a Dios.
La
articulación de los «miembros» de este «cuerpo» o «corazón» real aún no se ha
llevado a término, aún no se ha perfeccionado; están todavía, utilizando el
lenguaje del antiguo mito egipcio, esparcidos por todas partes, a causa de sus
pasiones tifónicas; las extremidades de su cuerpo de vida están esparcidas en
su cuerpo de muerte. La Isis de su naturaleza espiritual está llorando y
lamentándose todavía, reuniéndolas, esperando el día de la Nueva Aurora, cuando
el último de los miembros, el órgano de Gnosis, complete el taxis, orden o agrupación de sus pedazos, y el Hombre Nuevo se
eleve de entre los muertos.
Sólo cuando
estas «extremidades» suyas estén armonizadas y articuladas correctamente,
tendrá un instrumento para la música cósmica. No importa si el antiguo mito nos
habla de los catorce «miembros» del muerto Osiris, o si las últimas
indicaciones nos hablan de las siete esferas de la Armonía creadora que forja
los «miembros» de cada hombre, y los ve a todos como dadores de energía en dos
modos, en función de si la voluntad individual del hombre va con ellos o contra
ellos; todo hace referencia al mismo misterio. El hombre en la limitación es
doble, al igual que lo son sus extremidades físicas; el hombre en la libertad,
configurado cósmicamente, es dos en uno en todo.
Y por
consiguiente, cuando se forja este «cambio de tendencia gnóstica» tiene lugar
una transmutación maravillosa de toda la naturaleza. El hombre abandona sus
pasiones tifónicas, los energetizadores de la naturaleza que ha estado
batallando con Dios, con el fin de que se precipite lo que el autor anónimo de El Sueño de
Raván, una obra maestra de la mística, denominó la «Catástrofe
Divina», y el Titán en él sea destruido con rapidez o, mejor aún, transmutado
en el Dios.
Pues aunque
estas pasiones se nos antojan ahora como del «Demonio», y aunque las vemos como
hijas de los poderes que luchan contra Dios, en realidad no son malignas; son
las experiencias en nuestra naturaleza de las energías naturales de la Armonía
Divina, ese misterioso Motor del Destino, séptuple medio de manifestación,
según nuestra tradición trismegística. Pues la Armonía Divina es el
instrumento de la Energía Divina, que constantemente genera formas en sustancia
para la consciencia, con el fin de perfeccionar poco a poco una forma que sea
capaz de crear a través de la imaginación al Hombre Perfecto.
Las energías naturales, que hasta
ese momento habían estado trabajando inconscientemente a través de él para que,
a través de la forma, pudiera nacer la autoconsciencia, son contempladas no
obstante por el neófito como hostiles durante las primeras fases de su
nacimiento gnóstico; éstas han entretejido para él los ropajes que le han
proporcionado la experiencia, pero que ahora se le antojan harapos que habría
que quitarse para poder ponerse las nuevas vestiduras de poder y majestad, y
cambiar así la arpillera del esclavo por las galas del Rey. Aunque las nuevas
vestiduras están hechas del mismo hilo y tejidas por las mismas energías en el
mismo telar, el tejedor está trabajando ahora para cambiar la textura y el
diseño; ahora está aprendiendo alegremente, con su gnosticismo, a seguir el
plan del Gran Tejedor, para así desenmarañar cuidadosamente los hilos de los
harapos de sus imperfecciones pasadas para retejedos con la hechura de «lino
fino» para el Rey Osiris.
Este cambio gnóstico está
descrito en nuestro tratado cuando la Gran Mente le enseña a la mente pequeña
después de haberse desprendido de los vicios del alma que, según dicen, surgen
del aspecto descendente de las energías de las siete esferas de la Armonía del
Destino. La beatificación posterior se expresa gráficamente en la siguiente
declaración:
«Y entonces, con toda la fuerza de la Armonía de la que se ha desprendido, alcanza la naturaleza que pertenece a la Ogdoada, y allí mora, con los que entonan himnos al Padre.»
Allí le
dan la bienvenida con alegría, y él, al igual que los que allí tienen su
morada, escucha los cantos de alabanza a Dios de las Potencias que se
encuentran por encima de la naturaleza que pertenece a la Ogdoada.
Y después,
todos ellos, en grupo, van a la casa del Padre; entregan sus propios yoes a las
Potencias y, convirtiéndose así en Potencias, se sumergen en Dios.
Ésta es la gozosa
meta de aquellos que han alcanzado la Gnosis: hacerse uno con Dios» (II, 16).
Éste es el cambio de tendencia
gnóstica que sobreviene en la naturaleza de aquel que pasa desde el estadio del
hombre ordinario, que Hermes define como una «procesión del Destino», hasta el
de la verdadera madurez, que lleva finalmente a la Divinidad.
Los antiguos egipcios dividían al
hombre en al menos nueve formas de manifestación, modos de existencia, esferas
de ser o cualquier otra frase que elijamos para dar nombre a las distintas
categorías de sus naturalezas.
Las palabras «vestido con su
propio Poder» se refiere, según creo, a una de estas naturalezas del hombre.
Ahora bien, sekhem normalmente se traduce por «poder», pero no tenemos
ninguna descripción según la cual podamos comprobar la traducción de forma
satisfactoria; de modo que yo sugeriría que el khaibit, aunque normalmente traducido por
«sombra» (I 89),
es
posiblemente el misterio al cual se refiere nuestro texto, pues, «en las
enseñanzas de Egipto, alrededor del ser radiante (quizás el ren o nombre), que en su
vida regenerada podría asimilarse a la gloria de la Divinidad, se formó el khaibit, o atmósfera
luminosa, consistente en una serie de envoltorios etéreos, que ensombrecían y
difundían a la vez su flamígero lustre, del mismo modo que la atmósfera de la
Tierra ensombrece y difunde los rayos del Sol» (I, 76).
Esto se tipificó con las bandas
de lino de la momia, pues «Thot, la Sabiduría Divina, envuelve el espíritu de
los Justificados un millón de veces en una vestidura de lino fino», al igual
que Jesús, que en cierto acto sagrado se puso un «ropaje de lino» que
Tertuliano define como «la perfecta vestidura de Osiris» (I, 71). Y Plutarco
nos cuenta que el lino era el tejido que llevaban los sacerdotes «debido a que
el color de las flores del lino se parece mucho a la radiación etérea que
inunda el cosmos» (I, 265).
El mismo misterio se nos muestra
en el maravilloso pasaje en el que se describe la transfiguración de Jesús en
el evangelio gnóstico conocido como la Pistis Sophia, que es de la más
pura tradición egipcia. Es la descripción mística de una maravillosa
metamorfosis o transformación que tuvo lugar en la naturaleza interna del
Maestro, que había ascendido para ponerse la Vestidura de Gloria, y que volvía a la consciencia de
sus potencias inferiores, o discípulos, ataviado con esta Vestidura de Poder.
«Vieron a
Jesús descender brillando intensamente; la luz que le rodeaba era inenarrable,
pues brillaba con más intensidad que cuando había ascendido a los cielos, de
modo que resultaba imposible para nadie de este mundo describir la luz en la
que se encontraba.
Irradiaba luz con una intensa brillantez; sus rayos no
tenían medida, ni eran rayos de luz iguales entre sí, sino que los había de
todo tipo y figura, siendo unos más admirables que otros hasta el infinito. Y todos eran de luz pura en
todas sus partes y al mismo tiempo.
Los había de tres grados, sobrepasándose
unos a otros de un modo infinito.
El segundo, que era el que estaba en medio,
sobresalía sobre el primero que estaba por debajo de él, y el tercero, el más
admirable de todos, sobrepasaba a los dos inferiores.
Esta primera gloria se
situaba por debajo de todo, como la luz que había caído sobre Jesús antes de
ascender a los cielos, y era muy regular en cuanto a su propia luz» (pp. 7, 8).
Esta triple
gloria, según creo, era el «cuerpo de luz» de la naturaleza de la octava,
novena y décima esferas de gloria en la escala de las diez perfectas. En
nuestro texto, el «vestido en su perfecto Poder» debe referirse, según creo, a
los poderes de las siete esferas unificadas en una, la octava, que era el
vehículo de la mente pura, según la tradición platónica, basada originalmente,
con toda probabilidad, en la tradición egipcia. Este «vehículo» era «atómico» y
no «molecular», por utilizar los términos de la ciencia de hoy, simple y no
compuesto, él mismo y no otro –«muy regular en cuanto a su propia luz».
De este modo,
cuando el cambio gnóstico tiene lugar en la naturaleza interna del hombre, se
da también otro cambio que le acompaña y que se lleva a cabo sobre la sustancia
de su verdadero «cuerpo», y el hombre se pone a cantar en sintonía con las
esferas, «con los que entonan himnos al Padre».
Ahora conoce
el lenguaje de la naturaleza, y con él canta sus alabanzas ininterrumpidamente,
plenamente consciente de la alegría de vivir. Entona el canto de la alegría, y
mientras canta escucha los gozosos cantos de los Hijos de Dios que forman el
primero de los coros invisibles. Éstos le devuelven el canto y le dan la
bienvenida; y lo que cantan lo puede leer el amante de tales cosas en la misma Pistis
Sophia (p. 17), en el Himno de las
Potencias «Ven
a Nosotros» –cuando son recibidos a la vuelta del exilio en el Gran
Día de ese nombre.
Pero esto no
es todo pues, cada vez más arriba y cada vez más allá, hay otros coros de
Potencias de una trascendencia aún mayor. Sin embargo, de momento, el recién
nacido no puede comprender o guardar la canción de estas Potencias, pues cantan
en su propio lenguaje, habiendo muchas lenguas de ángeles y arcángeles, de
daimones y dioses en sus múltiples grados.
Pero, al
menos, el hombre ya ha comenzado a percatarse de la libertad del cosmos, ha
comenzado a sentirse un verdadero cosmopolita o ciudadano del mundo, y a
estremecerse en armonía con las Potencias. Experimenta una unión inefable que
elimina todo temor y le hace desear ardientemente la consumación del Sagrado
Matrimonio final, cuando lleve a cabo el gran sacrificio y rinda gozosamente
todo lo que de él ha sido separación, para convertirse, a través de la unión
con Aquellos únicos que verdaderamente son, en todo lo que siempre fue, es y
será –y así uno con Dios, el Todo y el Uno.
Así pues, es
evidente que nuestros Himnos de Hermes están en contacto directo con una
tradición que veía la vida espiritual como un servicio perpetuo de canto, y
esto coincide mucho con la creencia egipcia de que el hombre fue creado con el
único propósito de adorar a los Dioses y prestarles piadoso servicio. Todo lo
que tenía que hacer el hombre así concebido era pronunciar las «verdaderas
palabras» o cantar incesantemente una canción armoniosa de pensamiento, palabra
y obra, según la cual el hombre crecía a semejanza de los Dioses para así, al
fin, convertirse en un Dios con el Gran Dios en la «Nave de los millones de
Años» o «Barca de los Eones», en otras palabras, salvarse por toda la
eternidad.
Y volvamos ahora a los cuatro himnos que han llegado hasta
nuestros días en griego, cánticos que provienen del libro de los himnos de esta
liturgia tan sagrada.
El primero es
un añadido al tratado de «Poimandres», y evidentemente pretendía dar una idea,
en términos humanos, de la naturaleza de las alabanzas dadas por las Potencias
a las que nos acabamos de referir. Pues, como veremos más adelante, los menos
instruidos de la comunidad deseaban ferviente mente que les fueran revelados
los textos de este Canto, creyendo en su ignorancia que sería un himno parecido
a los de la Tierra, sin darse cuenta de que era un himno celestial de alabanza
de toda la Tierra, expresado tanto por hombres como por animales, por árboles o
piedras.
La primera
parte de nuestro himno consiste en nueve líneas, divididas por temática en tres
grupos, y comenzando cada sentencia con «¡Santo seas Tú!» Quedando así, en su
forma triple «¡Santo, Santo, Santo!» –por lo que podemos de decir de este himno
que es El Triple Trisagio...Continuará...
G.R.S.
Mead
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