jueves, 28 de febrero de 2019

Los Himnos de Hermes





San Clemente de Alejandría nos dice que toda la filosofía religiosa –es decir, la sabiduría, la disciplina y las diversas artes y ciencias– del sacerdocio egipcio se contenía en los Libros de Hermes, o lo que es lo mismo, de Thot. Más adelante nos dice que estos libros estaban clasificados en cuarenta y dos capítulos, y divididos en cierto número de grupos en función de los distintos linajes o divisiones de los sacerdotes.

En la descripción de una ceremonia sagrada determinada –una procesión de sacerdotes con sus diversas órdenes–, Clemente nos cuenta que iba encabezada por un representante de la orden de los Cantores, que se distinguían de los demás por los símbolos musicales que llevaban, algunos de los cuales eran portadas según parece en las manos, mientras que otros iban bordados en las togas. Estos Cantores tenían que hacerse maestros de, es decir, tenían que aprender de memoria, dos de las divisiones de los Libros de Hermes, a saber, aquellas que contenían el conjunto de Himnos en Honor de los Dioses o del Dios, y los Encomia o Himnos de Alabanza a los Reyes (III, 222).

Muchos ejemplares parecidos de himnos de alabanza a los Dioses han llegado hasta nosotros en inscripciones egipcias y papiros, y algunos de ellos conforman las más nobles efusiones del alma en alabanza a la majestad y trascendencia del Supremo, en el sentido de que no desmerecen en absoluto si los comparamos con otros cantos de alabanza de otras grandes escrituras. Pero, ¡ay!, los libros de himnos de Thot, a los cuales se refería San Clemente, se perdieron.  Claro está que pudo equivocarse al designarlos de un modo tan definido, del mismo modo que anduvo indudablemente equivocado al pensar que eran una recopilación de himnos compuestos por un individuo, Hermes.

La grandiosa concepción de Thot como inspirador de todas las escrituras sagradas y maestro de todas las religiones y filosofías era egipcia y no griega; y no fue más que un equivalente lamentable el que los griegos encontraron en su propio panteón cuando, en el intercambio de nombres de Dioses, se vieron obligados a «traducir» Thot por Hermes.

Thot, como inspirador de todas las escrituras sagradas y presidente de toda disciplina sacerdotal, era, como nos cuenta Jámblico, un nombre que utilizaban los egipcios como algo «común a todos los sacerdotes» –es decir, todo sacerdote, en tanto que sacerdote, era un Thot, porque exhibía en su oficio sagrado una u otra característica del Gran Sacerdote o Hierofante Maestro entre los Dioses, cuyo nombre terrenal era Thot-Tehuti.

Thot era, de este modo, la Superalma de todos los sacerdotes; y cuando algunos griegos llegaron a conocer mejor las connotaciones que tenía la disciplina interna de los verdaderos misterios sacerdotales, se dieron cuenta de hasta qué punto era inadecuado el simple Hermes como equivalente del nombre egipcio que designaba a tan gran ideal, por lo que calificaron al «Hermes Egipcio» con el epíteto honorífico de «El tres veces grande».

Es de los Himnos de este Tres-veces-grande Hermes de lo que voy a tratar en este pequeño volumen, himnos que fueron inspirados por la tradición aún viva de lo que hubo de mejor en la sabiduría del antiguo Egipto, tal como fueron «filosofados» a través de mentalidades entrenadas en el pensamiento griego, y plasmados en la hermosa lengua de la dorada Hélade.
Pero una vez más, desgraciadamente, no ha llegado hasta nosotros una recopilación de tales himnos, de modo que lo más que podemos hacer es reunir los fragmentos que quedan, esparcidos por las páginas de la literatura trismegística que escapó a los celos de una bibliolatría exclusivista.

El principal Evangelio de la Gnosis Trismegística se encuentra en un sermón sagrado que lleva el título griego de «Poimandres». Quizás fuera en su origen la transliteración de un nombre egipcio, pero en el mismo tratado queda manifiesto que los griegos que seguían la Gnosis lo entendieron como «El Pastor de Hombres» o «El Pastor». Este Pastor no era un hombre, sino más bien la Divina Humanidad o el Gran Hombre o Mente, el inspirador de toda sabiduría y hierofante de toda iniciación espiritual.

Esta majestuosa Realidad o Esencia de Certeza se concibió como una Presencia, o Persona, ilimitada de Luz, Vida y Bondad, que envolvía la mente contemplativa del piadoso adorador de Dios o del Bien, del fiel amante de la Belleza y del incansable buscador de la Verdad.
Y de este modo, en Sus indicaciones a uno que estaba luchando por alcanzar el grado de un verdadero Hermes autoconsciente, Poimandres declara:

«Yo, Mente, por Mí mismo estoy presente en los santos y buenos, en los puros y los misericordiosos que viven piadosamente.»
Para ellos Mi Presencia se convierte en una ayuda, con lo que obtienen la Gnosis de todas las cosas y alcanzan el amor del Padre por la pureza de sus vidas, y Le dan gracias, invocando bendiciones sobre Él y entonando himnos, extasiados en Él con una amor ardiente» (II, 14).

Y prácticamente se repite la misma indicación en el sermón llamado «La Llave», en donde leemos:

«Pero la Mente eleva al alma piadosa y la guía a la Luz de la Gnosis. Y esta alma ya nunca cesa de cantar sus alabanzas a Dios y de derramar bendiciones sobre todos los hombres, y de hacer el bien a todos en palabra y obra, a imagen de su Señor» (II, 155).

Las únicas condiciones para alcanzar esta consumación, tan devotamente como para ser deseada, son las que siguen:

1)Sólo el bueno puede conocer el Bien; aún cuando una de las invocaciones a Hermes como la Mente del Bien, conservada en los Papiros Mágicos Griegos, dice:
«¡A Ti te invoco! ¡Ven sobre mí, oh Bien, todo Tú bueno, ven a lo buenol» (I, 86).


2)Sólo el puro puede conocer lo Puro; y por «Puro» considero que Hermes, en ocasiones, quería decir bastante más de lo que se entiende generalmente por este término. «Puro» es lo que permanece en sí mismo, y ni es excesivo ni deficiente; es el equilibrio, la situación de balance, ese algo misterioso que reconcilia todos los opuestos, siendo simultáneamente el origen y el fin de éstos –la Justicia Divina.

3)Sólo el misericordioso puede conocer la Misericordia, el origen de la infinita diversidad del Amor Divino.

Para éstos, la Presencia Divina se convierte en una ayuda; es sólo en el campo de esta «Tierra del Bien», en el terreno autocultivado de la naturaleza espiritual –la naturaleza buena, pura y misericordiosa– del hombre, en donde la Presencia Divina puede sembrar las semillas de la autoconsciencia de la Gnosis celeste, para que, desde esta Matriz Virginal de Virtud, pueda nacer el verdadero Hombre, el hijo de la Libertad, de la Correcta Voluntad o Buena Voluntad.

Para los demás, para aquellos que se encuentran todavía en la ignorancia de las cosas del espíritu, la Presencia Divina es una ayuda también, pero desconocida; pues manifestándose les de forma invertida, por medio de las limitaciones del Destino, la mayoría la considera un obstáculo, como de hecho así es –un obstáculo a su caída en una mayor ignorancia y limitación. La tierra tiene que ser desbrozada y arada, antes de que pueda ser sembrada.

Pero cuando por voluntad propia el hombre da marcha atrás en su forma de vida y gira con el movimiento de las esferas celestes en vez de dar vueltas en sentido contrario, el contacto consciente con la Presencia Divina que tiene lugar entonces lleva a responder a toda la naturaleza; la luz del sol se derrama en el verdadero corazón del hombre desde todas partes, y su corazón responde, despierta desde las profundidades y empieza a hablar con palabras de verdad. El Gran Dios le habla al corazón en lo Invisible, aún cuando le habla al Osirificado sin vida; y esa palabra no pronunciada es un canto de alabanza continuo de acciones justas. También hay una palabra hablada que se articula en palabras humanas con la forma himnos de alabanza y gratitud a Dios –la liturgia de una piedad que responde a la Divinidad haciéndose así responsable.

Ciertamente, ésta es la base de toda liturgia y culto, incluso en sus formas o reflexiones más crudas –en los sueños de los corazones dormidos de los hombres. Pero las escrituras trismegísticas tratan de la realización autoconsciente de la verdadera Pasión Gnóstica, en donde el sentimiento tiene que ser transmutado conscientemente en conocimiento.

El canto de himnos sobre la Tierra es el reflejo de un misterio celestial. Antes de que el hombre pueda cantar realmente con la afinación adecuada tiene que armonizar su naturaleza inferior y transformada en cosmos o adecuarse al orden. Hasta ahora ha estado cantando fuera de tono, de forma caótica, aullando, vociferando, gritando, blasfemando, más que cantar de forma articulada, ofreciendo así «una oblación razonable» a Dios.

La articulación de los «miembros» de este «cuerpo» o «corazón» real aún no se ha llevado a término, aún no se ha perfeccionado; están todavía, utilizando el lenguaje del antiguo mito egipcio, esparcidos por todas partes, a causa de sus pasiones tifónicas; las extremidades de su cuerpo de vida están esparcidas en su cuerpo de muerte. La Isis de su naturaleza espiritual está llorando y lamentándose todavía, reuniéndolas, esperando el día de la Nueva Aurora, cuando el último de los miembros, el órgano de Gnosis, complete el taxis, orden o agrupación de sus pedazos, y el Hombre Nuevo se eleve de entre los muertos.

Sólo cuando estas «extremidades» suyas estén armonizadas y articuladas correctamente, tendrá un instrumento para la música cósmica. No importa si el antiguo mito nos habla de los catorce «miembros» del muerto Osiris, o si las últimas indicaciones nos hablan de las siete esferas de la Armonía creadora que forja los «miembros» de cada hombre, y los ve a todos como dadores de energía en dos modos, en función de si la voluntad individual del hombre va con ellos o contra ellos; todo hace referencia al mismo misterio. El hombre en la limitación es doble, al igual que lo son sus extremidades físicas; el hombre en la libertad, configurado cósmicamente, es dos en uno en todo.

Y por consiguiente, cuando se forja este «cambio de tendencia gnóstica» tiene lugar una transmutación maravillosa de toda la naturaleza. El hombre abandona sus pasiones tifónicas, los energetizadores de la naturaleza que ha estado batallando con Dios, con el fin de que se precipite lo que el autor anónimo de El Sueño de Raván, una obra maestra de la mística, denominó la «Catástrofe Divina», y el Titán en él sea destruido con rapidez o, mejor aún, transmutado en el Dios.

Pues aunque estas pasiones se nos antojan ahora como del «Demonio», y aunque las vemos como hijas de los poderes que luchan contra Dios, en realidad no son malignas; son las experiencias en nuestra naturaleza de las energías naturales de la Armonía Divina, ese misterioso Motor del Destino, séptuple medio de manifestación, según nuestra tradición trismegística. Pues la Armonía Divina es el instrumento de la Energía Divina, que constantemente genera formas en sustancia para la consciencia, con el fin de perfeccionar poco a poco una forma que sea capaz de crear a través de la imaginación al Hombre Perfecto.

Las energías naturales, que hasta ese momento habían estado trabajando inconscientemente a través de él para que, a través de la forma, pudiera nacer la autoconsciencia, son contempladas no obstante por el neófito como hostiles durante las primeras fases de su nacimiento gnóstico; éstas han entretejido para él los ropajes que le han proporcionado la experiencia, pero que ahora se le antojan harapos que habría que quitarse para poder ponerse las nuevas vestiduras de poder y majestad, y cambiar así la arpillera del esclavo por las galas del Rey. Aunque las nuevas vestiduras están hechas del mismo hilo y tejidas por las mismas energías en el mismo telar, el tejedor está trabajando ahora para cambiar la textura y el diseño; ahora está aprendiendo alegremente, con su gnosticismo, a seguir el plan del Gran Tejedor, para así desenmarañar cuidadosamente los hilos de los harapos de sus imperfecciones pasadas para retejedos con la hechura de «lino fino» para el Rey Osiris.

Este cambio gnóstico está descrito en nuestro tratado cuando la Gran Mente le enseña a la mente pequeña después de haberse desprendido de los vicios del alma que, según dicen, surgen del aspecto descendente de las energías de las siete esferas de la Armonía del Destino. La beatificación posterior se expresa gráficamente en la siguiente declaración:

«Y entonces, con toda la fuerza de la Armonía de la que se ha desprendido, alcanza la naturaleza que pertenece a la Ogdoada, y allí mora, con los que entonan himnos al Padre.»
Allí le dan la bienvenida con alegría, y él, al igual que los que allí tienen su morada, escucha los cantos de alabanza a Dios de las Potencias que se encuentran por encima de la naturaleza que pertenece a la Ogdoada.
Y después, todos ellos, en grupo, van a la casa del Padre; entregan sus propios yoes a las Potencias y, convirtiéndose así en Potencias, se sumergen en Dios. 
Ésta es la gozosa meta de aquellos que han alcanzado la Gnosis: hacerse uno con Dios» (II, 16).

Éste es el cambio de tendencia gnóstica que sobreviene en la naturaleza de aquel que pasa desde el estadio del hombre ordinario, que Hermes define como una «procesión del Destino», hasta el de la verdadera madurez, que lleva finalmente a la Divinidad.
Los antiguos egipcios dividían al hombre en al menos nueve formas de manifestación, modos de existencia, esferas de ser o cualquier otra frase que elijamos para dar nombre a las distintas categorías de sus naturalezas.

Las palabras «vestido con su propio Poder» se refiere, según creo, a una de estas naturalezas del hombre. Ahora bien, sekhem normalmente se traduce por «poder», pero no tenemos ninguna descripción según la cual podamos comprobar la traducción de forma satisfactoria; de modo que yo sugeriría que el khaibit, aunque normalmente traducido por «sombra» (I 89), es posiblemente el misterio al cual se refiere nuestro texto, pues, «en las enseñanzas de Egipto, alrededor del ser radiante (quizás el ren o nombre), que en su vida regenerada podría asimilarse a la gloria de la Divinidad, se formó el khaibit, o atmósfera luminosa, consistente en una serie de envoltorios etéreos, que ensombrecían y difundían a la vez su flamígero lustre, del mismo modo que la atmósfera de la Tierra ensombrece y difunde los rayos del Sol» (I, 76).

Esto se tipificó con las bandas de lino de la momia, pues «Thot, la Sabiduría Divina, envuelve el espíritu de los Justificados un millón de veces en una vestidura de lino fino», al igual que Jesús, que en cierto acto sagrado se puso un «ropaje de lino» que Tertuliano define como «la perfecta vestidura de Osiris» (I, 71). Y Plutarco nos cuenta que el lino era el tejido que llevaban los sacerdotes «debido a que el color de las flores del lino se parece mucho a la radiación etérea que inunda el cosmos» (I, 265).

El mismo misterio se nos muestra en el maravilloso pasaje en el que se describe la transfiguración de Jesús en el evangelio gnóstico conocido como la Pistis Sophia, que es de la más pura tradición egipcia. Es la descripción mística de una maravillosa metamorfosis o transformación que tuvo lugar en la naturaleza interna del Maestro, que había ascendido para ponerse la Vestidura de Gloria, y que volvía a la consciencia de sus potencias inferiores, o discípulos, ataviado con esta Vestidura de Poder.

«Vieron a Jesús descender brillando intensamente; la luz que le rodeaba era inenarrable, pues brillaba con más intensidad que cuando había ascendido a los cielos, de modo que resultaba imposible para nadie de este mundo describir la luz en la que se encontraba. 

Irradiaba luz con una intensa brillantez; sus rayos no tenían medida, ni eran rayos de luz iguales entre sí, sino que los había de todo tipo y figura, siendo unos más admirables que otros hasta el infinito. Y todos eran de luz pura en todas sus partes y al mismo tiempo. 
Los había de tres grados, sobrepasándose unos a otros de un modo infinito. 

El segundo, que era el que estaba en medio, sobresalía sobre el primero que estaba por debajo de él, y el tercero, el más admirable de todos, sobrepasaba a los dos inferiores. 
Esta primera gloria se situaba por debajo de todo, como la luz que había caído sobre Jesús antes de ascender a los cielos, y era muy regular en cuanto a su propia luz» (pp. 7, 8).

Esta triple gloria, según creo, era el «cuerpo de luz» de la naturaleza de la octava, novena y décima esferas de gloria en la escala de las diez perfectas. En nuestro texto, el «vestido en su perfecto Poder» debe referirse, según creo, a los poderes de las siete esferas unificadas en una, la octava, que era el vehículo de la mente pura, según la tradición platónica, basada originalmente, con toda probabilidad, en la tradición egipcia. Este «vehículo» era «atómico» y no «molecular», por utilizar los términos de la ciencia de hoy, simple y no compuesto, él mismo y no otro –«muy regular en cuanto a su propia luz».

De este modo, cuando el cambio gnóstico tiene lugar en la naturaleza interna del hombre, se da también otro cambio que le acompaña y que se lleva a cabo sobre la sustancia de su verdadero «cuerpo», y el hombre se pone a cantar en sintonía con las esferas, «con los que entonan himnos al Padre».

Ahora conoce el lenguaje de la naturaleza, y con él canta sus alabanzas ininterrumpidamente, plenamente consciente de la alegría de vivir. Entona el canto de la alegría, y mientras canta escucha los gozosos cantos de los Hijos de Dios que forman el primero de los coros invisibles. Éstos le devuelven el canto y le dan la bienvenida; y lo que cantan lo puede leer el amante de tales cosas en la misma Pistis Sophia (p. 17), en el Himno de las Potencias «Ven a Nosotros» –cuando son recibidos a la vuelta del exilio en el Gran Día de ese nombre.

Pero esto no es todo pues, cada vez más arriba y cada vez más allá, hay otros coros de Potencias de una trascendencia aún mayor. Sin embargo, de momento, el recién nacido no puede comprender o guardar la canción de estas Potencias, pues cantan en su propio lenguaje, habiendo muchas lenguas de ángeles y arcángeles, de daimones y dioses en sus múltiples grados.

Pero, al menos, el hombre ya ha comenzado a percatarse de la libertad del cosmos, ha comenzado a sentirse un verdadero cosmopolita o ciudadano del mundo, y a estremecerse en armonía con las Potencias. Experimenta una unión inefable que elimina todo temor y le hace desear ardientemente la consumación del Sagrado Matrimonio final, cuando lleve a cabo el gran sacrificio y rinda gozosamente todo lo que de él ha sido separación, para convertirse, a través de la unión con Aquellos únicos que verdaderamente son, en todo lo que siempre fue, es y será –y así uno con Dios, el Todo y el Uno.

Así pues, es evidente que nuestros Himnos de Hermes están en contacto directo con una tradición que veía la vida espiritual como un servicio perpetuo de canto, y esto coincide mucho con la creencia egipcia de que el hombre fue creado con el único propósito de adorar a los Dioses y prestarles piadoso servicio. Todo lo que tenía que hacer el hombre así concebido era pronunciar las «verdaderas palabras» o cantar incesantemente una canción armoniosa de pensamiento, palabra y obra, según la cual el hombre crecía a semejanza de los Dioses para así, al fin, convertirse en un Dios con el Gran Dios en la «Nave de los millones de Años» o «Barca de los Eones», en otras palabras, salvarse por toda la eternidad.

Y volvamos ahora a los cuatro himnos que han llegado hasta nuestros días en griego, cánticos que provienen del libro de los himnos de esta liturgia tan sagrada.

El primero es un añadido al tratado de «Poimandres», y evidentemente pretendía dar una idea, en términos humanos, de la naturaleza de las alabanzas dadas por las Potencias a las que nos acabamos de referir. Pues, como veremos más adelante, los menos instruidos de la comunidad deseaban ferviente mente que les fueran revelados los textos de este Canto, creyendo en su ignorancia que sería un himno parecido a los de la Tierra, sin darse cuenta de que era un himno celestial de alabanza de toda la Tierra, expresado tanto por hombres como por animales, por árboles o piedras.

La primera parte de nuestro himno consiste en nueve líneas, divididas por temática en tres grupos, y comenzando cada sentencia con «¡Santo seas Tú!» Quedando así, en su forma triple «¡Santo, Santo, Santo!» –por lo que podemos de decir de este himno que es El Triple Trisagio...Continuará...



G.R.S. Mead


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