Santo seas Tú, Oh Dios, pues Tu Voluntad
se perfecciona por medio de sus propias
Potencias.
Santo seas Tú, Oh Dios, que quisiste
ser conocido y
eres
conocido por Ti mismo.
Santo seas Tú, que por la Palabra
hiciste consistente todo lo que existe.
Santo seas Tú, de Quien
Toda naturaleza se ha hecho a Imagen.
Santo seas Tú, pues Tu
Naturaleza
de Forma nunca fue creada.
Santo seas Tú, más poderoso que todo poder.
Santo seas Tú, que trasciendes toda
preeminencia.
Santo seas Tú, Tú mejor que toda alabanza.
¡Acepta las ofrendas puras de mi razón, desde el
alma y el corazón por siempre elevadas hasta Ti,
Oh Tú impronunciable, incalificable, cuyo Nombre nada, salvo el
Silencio, puede expresar!
¡Escúchame a mí, te lo ruego, para que nunca
fracase en la Gnosis –Gnosis que es nuestra naturaleza de ser común– y lléname
con Tu Poder y con esta Gracia Tuya, para que pueda darles la Luz a aquellos
que se encuentran en la ignorancia del decurso de la Vida, mis Hermanos y Tus
Hijos!
Por esta causa creo y doy fe. Voy a la Vida y
a la Luz. Bendito seas Tú, Oh Padre. Tu Hombre será santo como Tú eres santo,
puesto que Tú le diste plena autoridad para serio.
* * *
«Santo seas Tú, Oh Dios, Padre de los
Universos.»
«Santo seas Tú, Oh Dios, pues Tu Voluntad se perfecciona por medio de
sus propias Potencias.»
Después se le da alabanza a Dios como el Poder o Potencia de todas las cosas, pues la Voluntad es vista por nuestros gnósticos como el medio por el cual la Deidad se revela a Sí Misma por el Gran Acto de la perpetua Autocreación de Sí Misma en Sí Misma. «De Ti» provienen todas las cosas –cuando a Dios se le ve como a una Divinidad Paternal; y «A través de Ti» existen todas las cosas –cuando se ve a Dios como una Divinidad Maternal. Pues esta Voluntad es el Divino Amor, que es el medio de la Autoperfección, la fuente de toda consumación y satisfacción, de certeza y dicha.
La Deidad se inicia a Sí Misma para siempre en Sus propios Misterios.
«Santo seas Tú, Oh Dios, que quisiste ser conocido y eres conocido por Ti mismo.»
La Voluntad
de Dios es gnóstica; Él desea ser conocido. El Propósito Divino se consuma en
el conocimiento de Sí Mismo. Dios es cognoscible, pero
solamente por «Sí Mismo», es decir, por la Divina Filiación, como le llamó
Basílides, el gnóstico cristiano, o por la Estirpe de los Hijos de Dios, como
Filón, nuestros gnósticos y otros del mismo período dieron en nombrarla.
La Filiación
es una Estirpe, y no una individualidad, porque los que pertenecen a la
Filiación han cesado en su separación y «han entregado sus propios yoes a las
Potencias y, convirtiéndose así en Potencias, se han sumergido en Dios». Son
uno con los demás, ya nunca más separados unos de otros ni utilizando sentidos
ni órganos diferentes, pues constituyen la Palabra Inteligible o Razón (el
Logos), que es también el Mundo Inteligible (Cosmos) u Orden de todas las cosas.
Las tres
siguientes expresiones de alabanza celebran la misma trinidad que, por falta de
términos apropiados, llamaremos Ser, Dicha e Inteligencia, pero ahora de otra
forma: según el modo de manifestación o conformación en el espacio, el tiempo y
la sustancia del Universo Sensible, o Cosmos de formas y especies.
Las tres
hypostases, hyparxes o subsistencias de este modo de la auto manifestación
Divina se sugieren por medio de los términos Palabra, Toda naturaleza y Forma.
La Palabra es la vice-regente del Ser, porque es esta Palabra o Razón la que
dio el ser a todas las cosas, lo que hay en ellas que les hace ser lo que son,
la razón esencial de su ser; Toda naturaleza es el terreno o sustancia de su
ser, la Toda-receptiva o Ama de Cría –como la llama Platón– que las nutre, la
Dadora de Dicha, el constante Devenir que es la Imagen de la Eternidad;
mientras que la Forma es la impresión de la Inteligencia Divina, la fuente de
toda transformación y metamorfosis.
El trisagio
final canta las alabanzas de la trascendencia de Dios, declarando la
incapacidad del habla humana para ensalzar adecuadamente a Dios.
La oración es
para la Gnosis, para la realización del estado de Filiación, es decir, la toma
de consciencia del ser común que el Hijo tiene con el Padre. Esto se ha de
consumar a través del desempeño de toda la naturaleza del hombre, al
completarse su influencia o imperfección (hysterema), de forma que se convierta
en Plenitud o Totalidad (Pleroma), el. Eón o la Eternidad. Esto se tiene que
alcanzar mediante el descenso del Gran Poder sobre él, mediante la Bendición de
la Buena Voluntad de Dios, ese Carisma, Gracia o Amor que ha sido siempre su
Divina Esposa, Complemento o Syzygy.
La oración no
es para el yo sino para los demás, pues así el hombre se puedee convertir en el
medio de iluminación de aquellos que aún están en la oscuridad, de aquellos que
todavía no conocen las Gozosas Nuevas de la Filiación Divina, que no saben nada
de la Estirpe de la Sabiduría, pero que no obstante son, como lo son todos los
hombres, hermanos del Cristo e hijos de Dios.
Y así, en
este éxtasis de alabanza, el viajero, mientras canta por el Sendero de lo
Divino, siente en su interior la certeza de que realmente está en el Camino de
Regreso, con el rostro dirigido hacia la Verdadera Meta; está yendo hacia la
Luz y la Vida, la paternidad y la maternidad eternas que siempre estuvieron
unidas en el Bien, el Único Deseable o Padre-Madre Divino, dos en uno y tres en
uno.
Por último,
dado que Dios ha sido alabado por todo en Su naturaleza de santidad –es decir,
como lo más venerable, conocido para ser adorado, digno de alabanza y objeto de
toda admiración–, aquel que procede de Él, Su Hombre, o lo Divino en el hombre,
desea ahora ardientemente y con plena conciencia convertirse en una naturaleza
semejante con Él, según el Propósito y el Mandamiento del Padre que le ha
destinado para este preciso final, y le ha concedido poder sobre todas las
cosas.
Realmente, es
un hermoso salmo este Himno de Hermes, es decir, el canto de alabanza de un
amante de esta Gnosis que, tal como lo expresa, había «alcanzado
el Plano de la Verdad» (I, 19), o lo que es lo mismo, había entrado en contacto
consciente con la realidad de su propia naturaleza Divina, convirtiéndose así
en un Hermes, capaz de interpretar el significado profundo de la religión y de
traer de vuelta a las almas desde la Muerte a la Vida –un verdadero psicagogo.
Poco importa quien lo escribió; su cuerpo pudo haber sido egipcio, griego o
sirio, pudo nacer con este nombre o con aquel, pudo vivir precisamente desde
este año hasta aquél, o desde algún otro hasta algún otro año; todo esto es de
escasa importancia salvo para los historiadores de los cuerpos de los hombres.
Lo que nos importa aquí realmente es la efusión de un alma; tenemos aquí
a un hombre derramando manifiestamente desde la plenitud
de su corazón las experiencias más profundas de su vida interior. Nos está
contando cómo puede un hombre conocer a Dios aprendiendo en primer lugar a
conocerse a sí mismo, abriendo así la flor de su naturaleza espiritual y
desenvolviendo las fajas de su corazón inmemorial, que había sido momificado y
depositado en la tumba a lo largo de tantas vidas como había estado
experimentando la muerte.
Y ahora podemos pasar a nuestro siguiente himno. Se encuentra
en un pequeño y hermoso tratado que lleva por título la enunciación de su tema,
«Aún Cuando el Dios no Manifestado es muy Manifiesto», y es un discurso del
«padre» Hermes al «hijo» Tat. El tema de este sermón es esa misteriosa
manifestación de la Energía Divina tan bien conocida ahora por el término
sánscrito de Mâyâ, y tan mal traducido al inglés como «Ilusión» –a menos que
nos aventuremos a tomar esta ilusión en su significado radical de
Entre-tenimiento y Juego, pues en su sentido más elevado Mâyâ es el Juego de la
Voluntad Creativa, el Teatro del Mundo o Dios en actividad.
El
equivalente griego de mâyâ es phantasia, que,
a falta de un término simple en inglés para representarla adecuadamente, he
traducido por «manifestación del pensamiento». La Fantasía de Dios es, de este
modo, el Poder (Shakti en
sánscrito) de la perpetua automanifestación o autoimaginación, y es el medio
por el cual todo «Esto» viene a la existencia desde lo no manifestado
«Aquello»; o como lo expresa el tratado al que hacemos alusión:
«Él es Él Mismo, tanto
lo que existe como lo que no existe. Lo que existe, Él lo ha hecho manifiesto,
y ha guardado lo que no existe en Sí Mismo.
ȃl es el Dios que se
encuentra más allá de todo nombre –es lo no manifestado y lo más manifiesto; Él, a quien la mente sólo puede contemplar. Él, visible a
los ojos también. Él es el único sin cuerpo, el único de muchos cuerpos, y no
sólo eso, pues más bien es el de todo cuerpo. »
No hay nada en lo
cual no esté Él, pues todos son Él y Él es todo» (II, 104)
Él es tanto
las cosas que existen «aquí» en nuestra consciencia presente, como todo lo que
no existe en nuestra consciencia, o más bien, memoria –«allí» en nuestra
naturaleza eterna. Él es tanto lo Manifiesto como lo Oculto –oculto en lo
manifiesto y manifiesto en lo oculto, manifiesto en todo lo que hemos sido y
oculto en todo lo que seremos.
De lo que no
existe Él hace lo que existe, y así se puede decir de Él que lo crea todo de la
nada; realmente, lo crea todo de la nada salvo a Sí Mismo.
Él es tanto
lo que la mente sólo puede contemplar –es decir, el Universo Inteligible o lo
que está constituido en Su Divino Ser y que los sentidos divididos no pueden
percibir– como todo lo que los sentidos, tanto físicos como suprafísicos,
pueden percibir –la totalidad del Universo Sensible.
Él ha de ser
concebido simultáneamente desde puntos de vista monoteístas, politeístas y
panteístas, así como desde muchos otros puntos de vista –ciertamente, desde
tantos puntos de vista como la mente del hombre pueda concebir, y ni qué hablar
de la infinidad de los que ni siquiera puede imaginar. Él es corporalidad y
no-corporalidad en perpetua unión. No está en ningún cuerpo, pues ningún cuerpo
puede contenerle, y sin embargo Él está en cada cuerpo y cada cuerpo está en Él.
«No hay nada en lo cual no esté Él, pues todos son Él y Él es todo».
Ciertamente
resulta difícil de entender por qué a tanta gente en Occidente le aterroriza
tanto la idea de dar entrada en su concepción de Dios a los planteamientos
panteístas. Este temor es en realidad una audacia desmedida o bien una
presunción precipitada, pues no demuestra otra cosa más que la osadía que
tienen al limitar a la Divinidad en función de sus mezquinas nociones de cómo
les
gustaría a
ellos que fuese Dios, de manera que muestran cierta acritud cuando alguien
trastorna su autocomplacencia al apuntar que Dios no se adapta a la miserable y
estrecha cruz sobre la que pretenden crucificarlo.
¿Qué derecho
nos atribuimos nosotros, que en nuestra ignorancia no somos más que raquíticas
criaturas de un solo día, para excluir a Dios de cualquier persona o cualquier
cosa? Pero esas personas responderán: no es a Dios a quien excluimos; nos
excluimos nosotros mismos de Dios.
Ciertamente,
hagamos lo que hagamos, no podemos excluirnos. Es imposible, pues no podemos
excluirnos nosotros mismos de nosotros mismos. ¿Y quienes somos nosotros aparte
de Dios? ¿Nos hemos creado a nosotros mismos? Y si lo hicimos, entonces somos
Dios, pues la autocreación es sólo una prerrogativa de la Divinidad.
Pero el alma
piadosa aún objetara que sólo Dios es bueno. Asienta si lo desea pero, ¿qué es
lo Bueno? ¿Es Bueno sólo lo bueno nuestro, o lo Bueno de todas las criaturas? Y
si Dios es lo Bueno de todas las criaturas, también será Él lo Malo de todas
las criaturas; pues lo bueno de una criatura es lo malo de otra, y lo malo de
una es lo bueno de otra –y así se mantiene el Equilibrio. Decir que Dios es
sólo bueno demuestra un punto de vista limitado, así como intentar definirlo
como una forma especial de bondad que nos imaginamos para nuestro provecho y no algo que
sea realmente bueno para todos; pues es bueno que exista en el universo algo
aparentemente malo como el panteísmo, y que las nociones del hombre sobre el bien aparente caigan
tan lejos, al borde de la realidad. El hombre sabio, o mejor aún, el hombre que
se esfuerza por alcanzar la Gnosis, es el que puede ver en el Bien y en el Mal,
tal como lo concibe el hombre, un bien en cada mal, y un mal o una insuficiencia en cada bien.
Pero si, junto con Hermes, decimos «todos son Él y Él es todo», no afirmamos saber lo que esto significa realmente; sólo decimos que, con esta afirmación, nos ponemos cara a cara con el último de los misterios de todas las cosas, misterio ante el cual lo único que podemos hacer es bajar la cabeza con un silencio reverente, pues no existe palabra que sirva aquí.
Y así, el místico que escribió estas sentencias continúa su
meditación con un magnífico himno, expresión de la incapacidad de la mente del
aprendiz para cantar correctamente las alabanzas a Dios, que a falta de un
título mejor, podríamos llamar «Himno al Sumo Padre Dios».
G.R.S.
Mead
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