¿QUIÉN, pues, puede cantar
Tus himnos o alabarte?
¿ADÓNDE, una vez más,
debo volver mis ojos para cantar
Tus alabanzas; arriba, abajo, dentro o
fuera?
No existe camino, ni lugar hay sobre Ti,
ni ninguna otra cosa de las cosas que hay.
Todas están en Ti,' todas vienen de Ti;
Oh Tú que lo das todo y no tomas nada,
pues Tú lo tienes todo y nada hay que no
tengas.
¿Y CUANDO, Oh Padre, entonaré mi himno para
Ti?
Pues nadie puede tomar Tu hora
o tiempo.
¿POR QUÉ, una vez más,
cantaré?
¿Por las cosas que has hecho,
o por las que no hiciste?
¿Por las que hiciste
manifiestas, o por las que ocultaste?
¿CÓMO, además, Te cantaré?
¿Como si fuera yo mismo?
¿Como si hubiera algo de mí mismo?
¿Como si fuera otro?
Pues Tú eres cualquier cosa que yo
pueda ser;
Tú eres cualquier cosa que yo pueda hacer;
Tú eres cualquier cosa que yo pueda
decir.
Pues Tú lo eres todo, y no hay
absolutamente
nada que Tú no lo seas.
Tú eres todo lo que existe,
y eres también lo que no existe, –
Mente cuando piensas, Padre cuando
creas,
Dios cuando das fuerza,
y Bueno y Hacedor de todas las cosas. (II, 105).
¿Quién es
capaz de cantar las alabanzas de Dios, cuando lo requiere la totalidad del
universo del Ser y los incontables universos de todos los seres que son, cantar
las alabanzas de Dios de algún modo que resulte adecuado?
¿Quién, pues,
qué hombre tiene el conocimiento que le permita alabar a Dios correctamente,
aún cuando en su consciencia de separación sabe que no sabe quién es, y aún
empieza a darse cuenta de que «sea quien sea realmente» no puede ser otro que
Dios? ¿De qué modo puede la Divinidad cantarse alabanzas a Sí Misma como si de
algún otro se tratara, cuando «Yo» y «Tú» deben ser esencialmente uno, y
expresar la alabanza como de algún otro le parece a uno el abandono de ese
estado bienaventurado de intuición Divina?
¿Hay que
limitar a Dios, una vez más, con el espacio y las consideraciones espaciales?
¿Existe un «dónde» con respecto a Dios? Ciertamente, no puede haber ningún
lugar especial donde se pueda decir que se encuentra la Divinidad, pues Él está
en todas partes, y en todos los sitios y espacios se encuentra Él. No se puede
decir que esté en el corazón más que en cualquier otro órgano o extremidad del
cuerpo, pues Él está en todas las cosas y todas las cosas están en Él. Y, del
mismo modo, no hay una dirección especial hacia la que se puedan volver los
ojos de la mente, pues Él debe ser visto en todas las direcciones del
pensamiento hacia las que se pueda dirigir la mente; y si decimos que existen
malos giros de la mente o malos pensamientos, el que ha experimentado este
«cambio de tendencia gnóstica» responderá que el único mal que conoce ahora es
no ser consciente de que Dios está en todas las cosas, y que, con la aurora de
esta verdadera autoconsciencia, el lado correcto de cada pensamiento se
presenta junto con el lado erróneo en el gozo del pensamiento puro.
La idea del
siguiente párrafo de este canto de alabanza es quizás un poco más difícil de
seguir, pues parece haber una contradicción en los términos. Pero en estas
sublimes alturas del pensamiento humano todo parece contradicción y paradoja,
porque es éste el estado de reconciliación de los opuestos.
Se podría
decir que si Dios es el que da todas las cosas, del mismo modo debe de ser Él
el que recibe todas las cosas; pero igualmente se puede enunciar la antítesis
mediante la idea de todo y nada, al igual que la de dar y recibir, pues Dios no
toma nada manifiestamente, no tiene necesidad de nada, por cuanto ya tiene
todas las cosas.
Y si Dios no puede estar limitado por el espacio, tampoco es
posible que esté condicionado por el tiempo. Por tanto, el verdadero Te Deum gnóstico
no se puede cantar en un momento específico, sino que se debe de entonar
eternamente; el hombre debe transformarse en un canto de alabanza perpetuo con
cada pensamiento, palabra y obra.
Ni se le
pueden cantar himnos a la Deidad por una cosa más que por otra, pues todas las
cosas son igualmente de Dios, y el que se haga a sí mismo como Dios no tendrá
preferencias, sino que lo verá todo con el mismo ojo y lo abrazará todo con el
mismo amor.
¿A cuenta de
qué, otra vez, por lo que se refiere a sí mismo a diferencia del mundo, cantará
sus alabanzas el gnóstico a Dios? ¿Le cantará a la Divinidad por el mero hecho
de su propia existencia? ¿Lo hará por los poderes, facultades y posesiones que
tiene? ¿O por ser presumiblemente diferente a otros muchos que no están en la
Gnosis? La inutilidad de todas estas distinciones se hace evidente ante la duda
que despierta la mera formulación de estas preguntas, y el devoto de la
Sabiduría las aparta a un lado en un espléndido arranque: «Pues Tú eres
cualquier cosa que yo pueda ser; Tú eres cualquier cosa que yo pueda hacer; Tú
eres cualquier cosa que yo pueda decir.» No existe separación en la realidad de
las cosas. Sea lo que sea el hombre en su éxtasis, es el Ser de Dios en él;
haga lo que haga el hombre, es el Trabajo de Dios en él; diga lo que diga el
hombre, es la Palabra de Dios en él.
Y lo que es más, para tal consciencia, Dios está en verdad
en todas las cosas, tanto las manifiestas como las ocultas. Dios es Mente
cuando pensamos en Él como pensamiento, diseño y planificación; Dios es Padre
cuando Le concebimos como volición, creación y formación de todas las cosas a
la existencia; y Dios es el Bien cuando le vemos como el que da fuerza y
aliento a todas las cosas para darles la Luz y la Vida. Él es el Bien y el Fin
de todas las cosas, del mismo modo que es el Principio y el Hacedor de todo.
Nuestro
siguiente himno se encuentra en el maravilloso ritual de iniciación que lleva
por título «El Sermón Secreto de la Montaña», con el subtítulo de «Relativo al
Renacimiento y a la Promesa de Silencio», pero que muy bien podríamos llamar «La
Iniciación de Tat».
Este
Renacimiento o Regeneración era, y es, el misterio del Nacimiento Espiritual o
Nacimiento de Arriba, el objeto de los misterios mayores, del mismo modo que en
los misterios menores, el tema de las instrucciones se refería al Nacimiento de
Abajo, el secreto de la génesis, o cómo un hombre viene a nacer físicamente.
Uno era el nacimiento o génesis en la materia; el otro, el nacimiento esencial
o palingénesis, el medio para reconvertirse en un ser espiritual puro.
Éste es el
rito místico de la «imposición de manos», el rito de invocación de Hermes, el
hierofante o padre en la tierra, según el cual las Manos de la Bendición del
Gran Iniciador, la Mente del Bien, se imponían sobre la cabeza de Tat, el
candidato, su hijo. Estas Manos de la Bendición no eran unas manos físicas,
sino Potencias, Rayos del Sol espiritual, tal como se mostraban simbólicamente
en los conocidos frescos egipcios. Cada Rayo es una Potencia gnóstica que,
mediante su luz y su virtud, extrae la oscuridad de los vicios del alma y
prepara el camino para transformar el cuerpo carnal en el cuerpo luminoso o
estelar de un Dios –el augoeides o astroeides, al que nos referimos con su
término equivalente egipcio al comienzo de este pequeño volumen.
Este rito
místico de iniciación gnóstica lleva al nacimiento del Dios en el hombre que,
no obstante, al principio, no es más que un Dios bebé que aún no oye ni ve, tan
sólo siente. Y así,
cuando el rito se lleva a cabo de la forma debida, Tat suplica como un gran
privilegio que se le cante el maravilloso Canto de las Potencias que había
leído a lo largo de sus estudios, y del cual se decía que Hermes, su padre, lo
había escuchado cuando llegó a la Octava Esfera o Estadio en su ascenso de la
Montaña o Escalera Sagrada.
«Me gustaría, Oh
padre, escuchar el canto de alabanza que dices que escuchaste cuando llegaste
al Octavo.»
En respuesta
a la petición de Tat, Hermes contesta que es bien cierto que el Pastor, la
Mente Divina, en su propia iniciación, una iniciación aún más elevada, en el
primer grado de maestría, predijo que escucharía este Canto Celestial; y le
recomienda a Tat que se apresure en «desmontar su tienda» ahora que ha sido
purificado. Es decir, el rito final de purificación se ha operado en Tat, los
poderes de las virtudes catárticas o purificadoras han descendido sobre él, de
manera que ahora tiene el poder para «desmontar su tienda», o lo que es lo
mismo, liberarse de las trabas del cuerpo del vicio, y así levantarse de la
tumba que hasta ese momento tenía prisionera su «alma daimónica», como el
Oráculo Pitio dice de Plotino.
Pero añade Hermes que las cosas
no son como supone Tat. No hay ningún Canto de las Potencias escrito en lengua
humana y guardado en secreto; ninguna tradición oral de ningún himno expresado
en forma física.
«El Pastor, Mente de toda maestría, no me ha
transmitido más de lo que ha sido escrito, pues muy bien sabía Él que sería
capaz por mí mismo de aprenderlo todo, y verlo todo.
»Él me dejó la composición de las cosas perfectas.
De ahí que las Potencias en mí interior, al igual que están en todo, rompieran
a cantar.»
El Canto se puede entonar de
muchos modos y en muchas lenguas, según la inspiración del cantor iluminado. El
hombre que ha renacido se convierte en salmista y poeta, pues ahora está
sintonizado con la Gran Armonía, y no puede hacer otra cosa que cantar las
alabanzas de Dios. Se convierte en un compositor de himnos y deja de ser un
repetidor de los himnos compuestos por otros.
Pero Tat insiste; su alma anhela
fervientemente escuchar algún eco del Gran Canto. «¡Padre, deseo escuchado;
anhelo conocer estas cosas!»
Y así,
persuade por fin a Hermes, que pasa a darle una muestra de ese canto de
alabanza, canto que ahora puede utilizar en sustitución de las oraciones que
empleaba antes, que es lo más adecuado para alguien que se encuentra en un
estado de fe.
Hermes invita a Tat a que se
calme y a que espere, con un silencio reverente, la audición de la potente
efusión teúrgica de toda la naturaleza del hombre alabando a Dios, con la cual
se abrirá un sendero que cruzando toda la Naturaleza irá directamente hasta la
Divinidad. No es éste un himno normal de alabanza, sino una operación teúrgica
o acto gnóstico. Así pues, Hermes ordena:
«¡Estate tranquilo, hijo mío! Escucha el canto de
alabanza que mantiene al alma en sintonía, el Himno del Renacimiento –un himno
que no pensaba mostrarte hasta que no hubieras alcanzado el fin de todo.»
Claro está que no se refiere al
fin de toda la Gnosis, sino al fin del sendero probacionista de purificación y
fe, que es el comienzo de la Gnosis. Tales himnos se enseñaban sólo a aquellos
que habían sido purificados, no a los que eran esclavos del mundo o a los que
aún forcejeaban con sus vicios inferiores, sino sólo a los que se habían preparado y «se habían hecho extranjeros para el mundo de la ilusión» (II, 220).
«Por eso,»
dice Hermes, «esto no se puede enseñar, sino que se guarda oculto en el
silencio.» Es un himno que se debe utilizar ceremonialmente al amanecer y al ocaso.
«Así pues, hijo mío, ponte de pie en un lugar que esté al
descubierto bajo el cielo, de cara al oeste, cuando esté a punto de ponerse el
sol, y lleva a cabo tu adoración; y también del mismo modo, al amanecer, de cara al
este.»
Y para aquellos que no pueden perfeccionar el rito en todos
los planos, que permanezcan en pie desnudos, despojados de todas las prendas
del falso juicio, desnudos en medio de la clara esfera del Cielo Superior, de
cara al Sol Espiritual, al Ojo de la Mente que ilumina la Gran Esfera de nuestra
naturaleza espiritual en la tranquilidad de la inteligencia purificada.
Y así, Hermes, antes de cantar la llamada «Himnodia
Secreta», pronuncia una vez más el solemne requerimiento:
«Ahora, hijo, estate tranquilo.»
G.R.S.
Mead
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