En muchos casos las ceremonias de iniciación tenían lugar en las épocas en que se celebraban
las grandes festividades.
Las festividades se originaban en la idea y la necesidad de que el hombre concordara práctica y
ritualmente con los tiempos, las estaciones y los ritmos de la naturaleza.
Esto se daba
especialmente en los países donde el clima variaba de un extremo a otro en el curso de las
estaciones. Algunos dioses eran asociados con el Sol y la vegetación: sus poderes declinaban
hasta desaparecer al finalizar el año, pero recuperaban la vida y el vigor cuando llegaba el nuevo
año y los días volvían a ser más largos.
El solsticio de invierno era el punto divisorio entre esta
muerte y el renacimiento, y el 25 de diciembre era la fecha elegida en casi todas partes para
celebrar el renacimiento del Dios Mortal.
Esto representaba el ciclo de la naturaleza que muere y se renueva eternamente; la joven
primavera crece y madura a lo largo del verano y muere con la cosecha otoñal, permaneciendo
inerte, hasta renacer con el nuevo año, que no solo trae luz y calor al suelo y a la vegetación,
sino también, simbólicamente, renovada luz y sabiduría de vida a la mente del hombre.
Como hemos visto, todos los dioses mortales de la vegetación son muertos, a veces por
desmembramiento, en cuyo caso el dios vuelve a la vida por obra de su contraparte femenina o
de sus fieles, pero era más común que la muerte lo esperase en un árbol. Osiris, Tammuz,
Dionisio, Baal, Mitra, Atis, Balder y Wotan/Odín eran dioses mortales que combinaban en sí los
principios masculino y femenino: por consiguiente, se los representaba generalmente como
hermosos jóvenes que no alcanzaban nunca la madurez, o como andróginos. Además de las
características enumeradas, Eurípides decía que el dios mortal es servido por mujeres y se
somete paciente a su destino, ya que se ha encarnado para aleccionar a la humanidad.
Las Saturnales
Las Saturnales eran fiestas que se celebraban en Roma en honor de Saturno, quien después de
haber sido Dios de la Agricultura y las cosechas, Soberano de la Edad de Oro y del Séptimo
Cielo, había pasado a simbolizar el solsticio de invierno y, por lo tanto, la muerte, simbolismo
que se reflejó más tarde en la figura con que se lo presentaba: la de un anciano con la hoz o la
guadaña, el Segador, la Muerte, el Destructor. Se supone que los muertos volvían a la tierra
durante las doce noches de las Saturnales, que se celebraban después del nacimiento del Dios
Mortal. Eran doce días de caos durante los cuales todo se volcaba en un crisol y se trastocaba.
Presidía las fiestas un hombre, Señor del Desgobierno, o una pareja constituida por el Rey y la
Reina de la Vaina y el Guisante, elegidos para que reinaran durante ese período festivo y
dirigieran las diversiones, ceremonias y juegos.
Este período de caos simbolizaba el re-ingreso
al estado primordial que existía antes de la creación y del nacimiento del mundo y de la
humanidad. Todos los símbolos del caos se introducían en esta festividad, tales como el
travestismo, el “traje de fantasía”, el antifaz y otros disfraces que enmascaraban la naturaleza
normal, suscitando toda clase de confusiones y la pérdida de la identidad; representaban, por lo
tanto, la unicidad primigenia indiferenciada, una suerte de remembranza de esa antigua y
dichosa Edad de Oro donde, como en los carnavales, todos los hombres eran iguales.
En esos días los templos y casas se ornamentaban con ramas de pino y otras plantas siempre
verdes, se encendían lámparas, se intercambiaban regalos, los panaderos preparaban bizcochos
con forma humana, y las golosinas, confituras y velas encendidas simbolizaban los deseos de
prosperidad, felicidad y buena suerte para el año venidero. Amos y esclavos intercambiaban sus
lugares; los esclavos podían usar sombrero y zapatos, que eran normalmente símbolos de
libertad y una prerrogativa exclusiva de los ciudadanos y los miembros de la nobleza.
El Rey, o
Señor del Desgobierno, desempeñaba el papel de Saturno, y el desenfreno, el regocijo y el
jolgorio reinaban por doquier.
Los sumerios tenían también una festividad de doce días de duración, caracterizada por el caos,
la licencia y el desorden; se relacionaba con el culto de Marduk, el dios del sol que había dado
muerte a Tiamat, el monstruo del caos y las tinieblas que habitaba en las aguas y el mundo
subterráneo. Los doce días se festejaban con pantomimas, diversiones e intercambio de
presentes. Se encendían hogueras como una suerte de estímulo mágico para que los rayos del sol
brillaran y calentaran con más fuerza.
Para las decoraciones se utilizaban ramas de pino y de
otros árboles que conservan su follaje durante el invierno y son, por lo tanto, el símbolo natural
de la perpetua vitalidad, la juventud, el vigor y la inmortalidad.
El cristianismo adoptó al principio el 6 de enero –el último de los doce días de festejo, cuando
en el hemisferio norte las mañanas y las tardes empiezan a alargarse nuevamente- como fecha
destinada a celebrar el nacimiento y el bautismo de Cristo, pero más tarde esa fecha fue
sustituida en Europa por el 25 de diciembre, ya que coincidía con las Saturnales, precisamente la
época del año en que los romanos se dedicaban con alma y vida a festejar su bullicioso y
desenfrenado carnaval, y no prestaban atención a la persecución de los cristianos, que de ese
modo podían celebrar libremente su fiesta religiosa sin ser molestados. Quinientos años después,
la Iglesia fijó definitivamente los doce días correspondientes a la festividad de Navidad, desde el
25 de diciembre hasta el 6 de enero, día de la Epifanía.
La Natividad o Pascua de Navidad
Es evidente que casi todas las ceremonias en honor del Dios Mortal pasaron al cristianismo,
pero también sufrieron otras fuertes influencias provenientes de las tradiciones gálica, teutónica,
escandinava y céltica. En los países de habla inglesa, la fiesta de la Natividad se conoce también
con el nombre de Yuletide y según algunas autoridades, “yule” deriva del vocablo gálico “gule”,
que significa rueda y representaba probablemente el movimiento del disco solar, y el paso de lo
viejo a lo nuevo. Al igual que en las ceremonias de otros países, “yule” simbolizaba también el
necesario retorno desde el caos y la oscuridad primigenia que deben preceder al nacimiento del
nuevo año; la oscuridad informe representaba también la vida en la matriz antes del nacimiento.
Es el regresus ad uterum de los ritos míticos e iniciáticos.
Los cultos de Tammuz, Atis, Dionisio, Wotan/Odín y Tor se ponen claramente de manifiesto en
las celebraciones de la Pascua de la Natividad. Los tres primeros dioses mencionados tenían
como símbolo el nochebueno, el gran leño que se quemaba ritualmente al finalizar el año viejo
para significar la muerte del invierno y la creciente fuerza e intensidad de los rayos solares. El
fuego ahuyenta la oscuridad y el frío es una fuerza creadora; destruye lo viejo y da nuevo
impulso a la vida, tanto vegetal como humana, mientras que las cenizas, esparcidas sobre la
tierra, contribuyen a fertilizar la nueva vida que habrá de emerger del suelo. El leño navideño se
llevaba a la casa ceremoniosamente, adornado con ramas de plantas siempre verdes y cintas de
brillantes colores; las plantas siempre verdes más usadas eran la hiedra, la “corona de Dionisio”
y la “planta de Osiris”.
El leño provenía del roble, el Árbol Cósmico de los Druidas.
El pino de Atis y el abeto de Wotan son los antecesores de nuestro Árbol de Navidad. Venerado
generalmente en los cultos teutónicos, el pino fue llevado en fecha reciente a Inglaterra por el
príncipe Alberto, quien lo convirtió en la característica distintiva de la Navidad real en la época
victoriana, y de aquí pasó a formar parte de la celebración navideña en casi todos los países. El
pino de Atis se incorporó al cristianismo a través de la leyenda de San Bonifacio quien, según se
cuenta, había impedido el sacrificio de un muchacho durante la ceremonia pagana del roble
talando ese árbol sagrado de raíz.
Al ver un pequeño pino que había crecido a la sombra del
roble, consideró que era un símbolo de la vida que nunca muere. Además del árbol, el
cristianismo incorporó también a la celebración navideña las luces y esferas luminosas, las
cuales representan el sol, la luna y las estrellas en las ramas del Árbol Cósmico, que forman la
bóveda del universo, pero representan también a Cristo como símbolo de la Luz del Mundo. Los
templos eran iluminados con árboles de cuyas ramas pendían lámparas en forma de flores y
frutos. Las lámparas podían representar el alma de los muertos.
En los Misterios medievales, el
pino simbolizaba el Paraíso con sus ramas cargadas de manzanas, el fruto mágico, símbolo de la
Edad de Oro y de la inmortalidad.
Los regalos que colgaban de los árboles tenían significados diferentes: en los árboles sagrados
de Atis, Dionisio, Atargatis y Cibeles, los presentes eran donados por los devotos como una
ofrenda a las divinidades, pero el abeto de Wotan colmaba de regalos a todos aquellos que
veneraban el árbol sagrado. Para los cristianos, los regalos navideños representaban
alegóricaente los presentes ofrecidos al niño Dios por los Reyes Magos. Estos presentes
simbolizaban en sí mismos la misión de Cristo en la Tierra: el oro de un rey, el incienso de un
sacerdote y la mirra, señal de sacrificio.
El “hada” que se colocaba en lo alto del árbol era
originariamente el ángel que anunciaba a los pastores el nacimiento de Cristo. La estrella que
reemplazó más tarde al hada simbolizaba la estrella que guió a los tres Reyes Magos hasta
Belén.
En la Natividad se revelan fuertes influencias nórdico-teutónicas: al parecer hay cierta relación
entre Papá Noel, Santa Claus, San Nicolás y Wotan/Odín, dios de la mitología teutónica y
escandinava. Este aparece a comienzos del solsticio de invierno, y su día es el 6 de diciembre,
que coincide con el de San Nicolás, obispo de Myra, en torno al cual se tejían muchas leyendas
sobre su bondad y generosidad. Según se cuenta, quería mucho a los niños, y se complacía en
sorprenderlos con hermosos regalos.
Tradicionalmente se dice que Santa Claus o Papá Noel
bajaban por la chimenea con los presentes navideños, puesto que es un ser mágico y, por lo
tanto, no puede pisar el suelo.
La chimenea tiene una significación especial: es una apertura
hacia el cielo y los poderes celestiales.
Varios otros asuntos están vinculados con las festividades de la luz que se celebran en el mes de
diciembre.
El 13 de diciembre se celebra en Suecia la Fiesta de Santa Lucía, personificada por la
hija mayor de la familia. Ese día, a primera hora de la mañana, la joven, coronada la cabeza con
una guirnalda de hojas de hiedra y llevando en la mano velas encendidas que anuncian el fin de
la oscuridad invernal y la llegada de la luz, coincidente con el alargamiento de los días y el
derretimiento del hielo, va despertando a los miembros de la familia, mientras entona el
siguiente canto:
El día de Santa Lucía ha llegado
La oscuridad no puede prolongarse
El frío, pronto ahuyentado por el sol,
Levanta su dedo helado.
En Holanda, San Nicolás llega en barco desde España, cargado de regalos. Los suizos también
tienen a San Nicolás y los niños franceses ponen los zuecos junto a la chimenea para que Papá
Noel los llene de regalos.
El roble y el muérdago eran plantas sagradas para los druidas porque representaban los poderes
masculino y femenino que existen en la naturaleza, ya que el muérdago era la Rama Dorada de
los druidas. El roble proporcionaba el gran leño navideño, llamado nochebueno, y el muérdago
se colgaba del techo durante la festividad.
El muérdago que brota de las ramas del roble
simbolizaba la fuerza vital o esencia del roble; era, por lo tanto, una sustancia divina. Se creía
que al caer el rayo sobre la rama del roble daba nacimiento al muérdago. Este hecho le confería
cualidades espirituales especiales, puesto que todo lo que era alcanzado por un rayo gozaba del
favor de los dioses. Debido a estas cualidades y a su naturaleza mágica, el muérdago no podía
estar en contacto con el suelo sino colgarse.
Cuando los druidas cortaban las ramitas de
muérdago, con una hoz dorada, las sostenían entre sábanas blancas para que no cayeran al suelo.
Como el muérdago no es ni árbol ni arbusto, participa de la ambigüedad de todo aquello que no
es ni una cosa ni la otra, lo cual lo coloca, por analogía, dentro de la esfera de lo que está libre
de limitaciones.
De este modo, la persona que se detiene debajo del muérdago no está sujeta a
las restricciones normales y entra en el mundo del caos donde todo puede suceder; pero como en
esta situación la libertad de acción es absoluta, la persona carece de toda protección. Esta
circunstancia, y el hecho de que el muérdago también es un símbolo del amor, da lugar a la
costumbre de besar a la mujer que se coloca debajo del muérdago. Cuando concluye la fiesta de
la Natividad, a veces se quema el muérdago en la duodécima noche, víspera del día de Reyes, o
se lo guarda hasta el Martes de Carnaval, otra fiesta que celebra la llegada de la luz, como
cuando se enciende la llama con que se cocinan los panqueques.
El muérdago de la tradición
escandinava era asociado con el dios mortal Balder o Baldur, en el conocido mito en que el
muérdago causaba la muerte de esa deidad.
La vid y la hiedra estaban consagradas al dios mortal Dionisio/Baco. Dionisio llevaba en la
cabeza una corona de hojas de hiedra, símbolo de la inmortalidad y la vida eterna, que también
se enroscaban alrededor de su tirso y del leño que lo representaba. Las bulliciosas fiestas que se
celebraban en honor de Dionisio eran famosas por sus orgían. La hiedra también estaba
consagrada al dios frigio Atis y al egipcio Osiris. La hoja de hiedra tenía carácter fálico, lo que
explica su discreto uso en las estatuas que representaban desnudos masculinos. La hoja de
higuera tenía el mismo significado.
El acebo estaba consagrado a Saturno y era una de las plantas de follaje perenne empleado para
decorar sus templos durante las Saturnales. Era también un atributo de los dioses solares y
significaba gozo, buena voluntad, salud y felicidad. El cristianismo lo incorporó como símbolo
de la crucifixión. La madera del acebo representaba alegóricamente el Árbol de la cruz (al igual
que el roble y el tiemblo); sus hojas puntiagudas eran la corona de espinas y la pasión, y sus
bayas rojas la sangre de Cristo. El petirrojo se une al acebo en este simbolismo: el pecho rojo
representa la sangre derramada en la cruz, símbolos expresados gráficamente en nuestras tarjetas
de Navidad.
Las tarjetas son, sin embargo, una innovación moderna y no tienen significado
simbólico, salvo como recuerdo de la antigua costumbre de intercambiar presentes.
En tiempos primitivos se mataban animales de granja al comienzo del invierno, cuando el
forraje escaseaba. La carne se salaba, o conservaba para su uso durante los meses de invierno.
La carne más utilizada era la de cerdo, y muchas viejas cocinas de granjas y casas de campo
tienen aún en sus techos grandes ganchos de hierro de los cuales colgaban los jamones y las
lonjas de tocino.
Como el cerdo era la comida principal durante el invierno, no debe sorprender que la cabeza de
jabalí o chancho salvaje fuera el plato central de la festividad de la Pascua navideña, pues la
cabeza simbolizaba el asiento de la fuerza y la vitalidad. Se traía la cabeza de jabalí con gran
ceremonia, adornadas sus orejas con ramitos de romero, una planta siempre verde, y también
una planta funeraria, y una manzana en la boca. Pero aparte de proporcionar carne para el
invierno, el jabalí, símbolo de fertilidad, procreación, protección, valor y hospitalidad, estaba
consagrado a Wotan/Odín y a Frey, deidades nórdicas de la fertilidad, y en Navidad se lo
sacrificaba en honor de estos dioses.
Otras comidas de Navidad son el pudding de ciruelas y el pastel de carne y frutas. El pudding de
ciruelas fue originariamente un potaje de frutas y especias, y el pastel de carne se hacía antes
con carne picada, generalmente de cordero.
En las navidades cristianas, los recipientes para los
pasteles de carne tenían forma de cuna para representar el pesebre donde nació el niño Jesús. En
cada uno de los doce días de Navidad se comía un pastel de carne para tener buena suerte
durante cada uno de los doce meses del nuevo año. Entre paréntesis, se suponía que estos doce
días indicaban las alternativas del tiempo en los próximos meses.
El ganso de Navidad era, como hemos visto, un ave solar, y constituía la comida típica de las
fiestas de San Miguel y Navidad; representaba la declinación y luego el creciente poder del sol.
El pavo, al cual ya nos hemos referido, se incorporó en fecha relativamente tardía a las
festividades navideñas, introducido desde América.
El “wassail”, una bebida caliente compuesta de vino, cerveza y especial, se convirtió más tarde
en el ponche. Los lugareños iban de casa en casa cantando villancicos y brindando con
“wassail” a la salud de los vecinos.
En las regiones donde se bebía sidra, ésta compartía el
mismo simbolismo mágico de la manzana de los celtas, el fruto de la Rama de Plata.
Los juegos, pantomimas y danzas con que los antiguos sumerios celebraban esos doce días de
diversión, jolgorio y caos se transmitieron a lo largo de los siglos. En la época medieval, los
carnavales europeos, con sus máscaras, disfraces y travestismo, continuaron la tradición; en
pueblos y aldeas, los jóvenes de ambos sexos iban de casa en casa, representando piezas
teatrales o dramas tradicionales, que siempre versaban sobre el tema del triunfo de la luz sobre
la oscuridad, y, por lo tanto, del bien sobre el mal.
El triunfo de San Jorge sobre el dragón era un
tema típico, así como la muerte del Año Viejo, ya sea en una pieza dramática o en una danza
simbólica. Los villancicos navideños eran acompañados originariamente por danzas que se
realizaban alrededor de un pesebre, levantado en una iglesia o en la casa familiar. La mayoría de
los villancicos perpetuaban los casi agonizantes símbolos divinos de la estrella, el nacimiento de
la Virgen, los tres Reyes Magos y el Sacrificio del Dios-Rey.
En nuestra época, sólo se
conservan vestigios de esa simbología en los villancicos, que ya no cuentan con el
acompañamiento de la danza. El retablo navideño teatralizado aún se representa en algunos
lugares, pero ha degenerado al nivel de la pantomima, en la cual la escena de la transformación
aún describe, inconscientemente, el antiguo caos y los símbolos del renacimiento, aún cuando
los cuentos de hadas sobre los cuales se basan las pantomimas tenían un carácter altamente
simbólico.
La Cenicienta, por ejemplo, simboliza el viaje del alma desde el estado de
bienaventuranza celestial (el cuento debería comenzar con la historia de Cenicienta, quien era
completamente feliz en su hogar hasta que al morir la madre, el padre vuelve a casarse y sus
horribles hermanas, símbolos de las maldades de este mundo, la reducen a la penosa situación de
una pobre sirvienta) hasta las pruebas y tribulaciones por las que ha de pasar en la encarnación
terrena, en la que es ayudada o perseguida por fuerzas benéficas o maléficas, hasta que
finalmente sale vencedora y alcanza la perfección y la unidad.
Año Nuevo y Pascua de Resurrección
Después de la fiesta de Navidad llega el Año Nuevo que en los países de Occidente empieza en
enero, aunque el antiguo año céltico se iniciaba con el Samhain, o Samhuinn, la Festividad de
los Muertos, que señalaba el comienzo del invierno y la separación de los dos mundos. Este fue
el origen de la fiesta de Halloween, o víspera de Todos los Santos, que se celebra a principios de
noviembre y representa el caos y el retorno de los muertos. El cristianismo incorporó esta
festividad con el nombre de Día de los Fieles Difuntos y de Todos los Santos.
El mes de enero toma su nombre de Jano, el mítico dios romano de las llaves y las puertas,
símbolos del poder de apertura y de cierre. Jano era representado sosteniendo una llave en la
mano izquierda y un báculo en la derecha. Las dos caras con que se lo representa no solo
sugieren el doble papel de apertura y cierre, de libertad y atadura, sino también las dos
naturalezas del hombre, que pueden estar en pugna hasta que finalmente el hombre se integra, y
alcanza la perfección mental y espiritual. Las llaves de oro y plata significan el poder temporal y
espiritual.
Jano controla las dos puertas: la Janua inferni (la “puerta de los hombres”), en
Cáncer, el cuarto signo del zodíaco, cuando el sol inicia su trayectoria descendente, y la Janua
coeli (la “puerta de los dioses”), en Capricornio, cuando llega el Nuevo Año y el sol empieza a
adquirir nuevas fuerzas.
La segunda puerta conduce a los cielos; la primera, a las regiones
subterráneas. La puerta del cielo abre nuevas posibilidades y trae el renacer de todas las cosas.
De aquí la costumbre de hacer planes y tomar decisiones cuando llega el Año Nuevo.
Antiguamente no se comían huevos durante la Cuaresma, aunque más tarde pasaron a formar
parte de la comida de la Pascua de Resurrección, pero el Huevo de Pascua, así como la Liebre y
el Conejo o “Conejito” de Pascua son todos símbolos pre-cristianos de la fertilidad, el
renacimiento y la resurrección, y de la reaparición de la vida en el equinoccio vernal.
La Pascua es una fiesta lunar que se celebra el primer día de luna llena después del equinoccio:
probablemente tomó su nombre (en inglés, Easter) de Eastre, u Ostara, diosa teutónica de la
primavera y la aurora, a quien le era ofrendada la liebre en los ritos sacrificiales. Fue la liebre la
que puso el Huevo de Pasuca, en torno al cual surgieron toda clase de costumbres, demasiado
numerosas para detallarlas en estas páginas.
En el cristianismo, el cirio pascual, hecho de cera pura con granos de incienso en forma de
clavos, representa el cuerpo del Dios Encarnado que trae al mundo la luz de los cielos, y los
clavos son, por supuesto, los de la crucifixión. El cirio arde durante cuarenta días, desde la
Pascua hasta la Ascensión, y simboliza la presencia de Cristo con los Discípulos durante los
cuarenta días posteriores a la resurrección. Se extingue el Día de la Ascensión, símbolo de
partida de Cristo. El cirio representa también la luz de Cristo que asciende a los cielos, así como
la columna de fuego que guió a los israelitas durante cuarenta años.
Las fiestas de primavera
Las fiestas de primavera y del Primero de Año, que frecuentemente eran acompañadas por
orgías, tipificaban el matrimonio del Dios Sol, o Padre del Cielo, con la Madre Tierra, la unión
necesaria para dar nacimiento a las fuerzas de la naturaleza. Las orgías estimulaban esos poderes
por medio de ritos mágicos en los que se reproducía o imitaba el acto de fertilización, una
práctica que a la luz de las modernas investigaciones sobre la sensibilidad y las reacciones de las
plantas, parece haber tenido alguna base más seria que la de una simple superstición o un efecto
mágico.
El poste o vara alta de mayo, que se clavaba en el centro del lugar donde se celebraban las
fiestas de Mayo, era uno de los símbolos de la fertilidad, tanto por su estructura, como por las
danzas que tenían lugar a su alrededor. Originariamente era el pino sagrado de Atis, que era
llevado en procesión, con un séquito de hombres, mujeres y niños, hasta el templo de Cibeles,
consorte de Atis.
Una vez instalado en el centro del recinto, las bailarinas danzaban a su
alrededor. La ceremonia fue incorporada más tarde a la Hilaria romana, fiesta de la primavera.
La vara de mayo representa también el eje en torno al cual gira la tierra. Tiene carácter fálico,
mientras que el disco que se coloca como adorno en lo alto de la vara es el principio femenino, y
los dos juntos simbolizan naturalmente la fertilidad. Las siete cintas de colores que cuelgan de la
vara representan los cordones de lana que sujetan a Atis al árbol. Son también los colores del
arco iris, símbolo de transformación, de transfiguración, y de reunión del cielo y la tierra, que
forma un puente entre los dominios del Dios Celestial y la Madre Tierra.
Las fiestas de otoño
La eclosión estival es seguida por la madurez del otoño, cuando la vida, tras haber llegado a su
punto álgido, declina y empieza a morir en la época de la recolección de los frutos de la tierra.
La finalización de la siega ha sido siempre motivo de regocijo en las comunidades rurales.
La
Fiesta de los Segadores empezaba con una ceremonia en la que se traía en triunfo la última
gavilla de cereal, y era seguida de alegres bailes, juegos y festines. Se daba siempre particular
importancia al último remanente, porque se creía que en él se concentraba toda la fuerza de la
naturaleza: la última gavilla del cereal, la semilla de las plantas, los restos de masa con que se
preparaban las tortas de Navidad, todos encerraban una potencia especial. La Muñequita de
Harina, que se preparaba en la época de la recolección, no solo representaba a la Diosa del
cereal, sino también a la semilla, la forma y el desarrollo potencial de la futura cosecha.
La
fiesta del día Primero de Agosto, cuando se cocinaba pan con el trigo de la primera cosecha,
recibía en inglés el nombre de Lammas, que significa hogaza, y era la fiesta de los primeros
frutos que se llevaba a cabo para celebrar y agradecer la feliz recolección de la cosecha. La
hogaza de pan solía tener la forma de una gavilla de trigo, costumbre que todavía se conserva en
las iglesias, donde se exhiben productos agrícolas durante las festividades de otoño.
Cooper J.C
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