sábado, 30 de marzo de 2019

EL ORIGEN DEL HOMBRE Y EL ALMA HUMANA




a) Adán era de barro. Darwin y la fe católica. Opinión de Aristóteles y los Escolásticos. Conclusiones sobre la evo­lución de las formas vivas.
b) El alma humana. Conclusiones del catolicismo. Espíritu, alma y cuerpo. Distintas concep­ciones del más allá. Transmigración de los espíritus. El alma en el mineral, la planta y el animal. Metempsicosis. Consti­tución metafísica común a los seres. Los tres ".Yoes" y el alma individual. Reencarnación. Memoria de las vidas ante­riores. Las nupcias de "Psiquis y Eros".
a)      La Predesti­nación. El Juicio Final.


a)      EL ORIGEN DEL HOMBRE

El texto hebreo del Génesis dice literalmente: "Y formó Jeho­vá Dios a Adán polvo de la tierra". Y la Vulgata de San Jerónimo lo traduce: "Formó Dios al hombre del barro de la tierra". Es de­cir, de los elementos químicos del suelo y el agua; cosa que no tie­ne refutación científica posible.

El Padre Arriaga en su trabajo De opere sex dierum sostiene la opinión de que el cuerpo humano haya podido ser hecho pasando por otros grados organizados de vida vegetativa o sensitiva. De cu­ya opinión participaron también San Agustín, San Crisóstomo, el Tostado y Alfonso de Castro.

El Padre Suárez abraza, como más probable, la opinión de que el cuerpo de Adán haya sido producido inmediatamente del barro de la tierra.


El Padre Mendive dice que la Biblia "se limita a afirmar que el cuerpo del hombre fue hecho por Dios, no de la nada, sino de la materia preexistente, sin indicar el estado en que se hallaba esta materia antes de ser informada por el alma de Adán. Que haya Dios formado al hombre próximamente del barro de la tierra, o bien de una substancia terrestre cualquiera, dotada de una cierta organiza­ción, la verdad teológica siempre quedará intacta".

Santo Tomás afirma que "el hombre en el misma momento de ser producido por Dios, fue perfecto así en el alma como en el cuer­po"

Mivart, el ilustre anatómico que trató de conciliar la evolución darwinista con la fe católica, sostuvo la hipótesis de que el cuerpo de nuestro padre Adán, ya dispuesto para albergar el alma racional, pudo proceder de un mono antropoide por el simple juego de las fuerzas naturales. El Padre Mendive se resuelve contra el aserto di­ciendo: "Semejante manera de formar al primer hombre desdice por completo de la infinita sabiduría del Creador; y así, no puede por menos de ser rechazada por todo el que conserve todavía algún rastro del buen sentido común impreso por Dios en el ánimo de los mortales". Esto, como se ve, no es un argumento sino una exclama­ción apasionada. Para juzgar del camino elegido por la infinita sa­biduría del Creador, hace falta tener, por lo menos, una sabiduría como la Suya. El citado biólogo, como todos los demás hombres de ciencia, en lugar de poner condiciones a la sabiduría de Dios, se limitó a exponer una hipótesis con arreglo a los principios de razón y discernimiento que el propio Dios le había dado.

Pero es que el mismo padre Mendive va más allá y nos sor­prende con la siguiente argumentación:

"¿No pudo Dios haber intervenido sobrenaturalmente en la formación del feto de algún mono, de suerte que, recibiendo este por virtud sobrenatural en el seno de su madre, al tiempo de ser concebido, la forma orgánica de un hombre perfectísimo, quedase, sin embargo, verdadero mono hasta que Dios, por otro acto sobre­natural de su omnipotencia, introdujese en el cuerpo así formado el alma de Adán?

Y sigue diciendo el citado religioso:

"O bien, si se quiere evitar la multiplicidad de actos sobrena­turales, ¿no pudo Dios haber transformado de repente el cuerpo de un mono adulto, haciéndole adquirir en un instante, con la virtud maravillosa de su palabra creadora, la organización del hombre, e introduciendo en él inmediatamente el alma racional creada al efec­to? Aun resuelta la cuestión en sentido afirmativo, no por eso sufri­rá el más mínimo detrimento la doctrina católica en orden al origen sobrenatural del género humano. La cuestión, pues, estará reducida a saber si el Señor formó a Adán inmediatamente del barro de la tierra, o se sirvió de un organismo cualquiera, inferior en perfección al que por la esencia misma de las cosas corresponde al cuerpo del hombre, disponiéndolo con su infinito poder en la forma convenien­te a la naturaleza de nuestra alma".

Darwin no hubiera podido desear más. La discrepancia queda limitada a que, sea cualquiera el origen inmediato del género hu­mano, la religión se aferra a que tiene que ser sobrenatural y los biólogos a que tiene que ser natural[2].

La biología moderna con sus admirables descubrimientos sobre la herencia, está tan lejos del transformismo darwiniano como del transformismo sobrenatural.

Ya se adelantó Cuvier diciéndonos: "Entre los diversos sistemas relativos al origen de los seres organizados, no hay ninguno menos verosímil que el que hace nacer de la variabilidad dicha, uno tras otro, los diferentes géneros por vía de desenvolvimiento y de metamórfosis graduables'". (Cuvier. "Recherches sur les osemens fossiles". T. III; pág. 297, 3ª edición) .

Santo Tomás dice también: "Todos y cada uno de los seres, llevan en si mismos el deseo natural de conservar su propio ser, lo cual no podrían conseguir si fuesen transformados en otra subs­tancia". Darwin mismo reconoce que la transformación no  se reali­za en los seres que poseen ya sus caracteres perfectamente determi­nados, sino en los que no lograron aun sino un cierto estado de tran­sición. Kollmann agrega: "La tenacidad de la sangre de la forma originaria rebrota de nuevo siempre a pesar de todas las anomalías, a pesar de todas las influencias del ambiente y de todos los cruza­mientos. El cruzamiento de las razas humanas no produce ninguna nueva variedad y ningún tipo nuevo. Las razas humanas son tipos duraderos variables pero no mudables".

La hibridación infecunda es otro argumento contra el trans­formismo, ya que el cruzamiento de especies distintas sería el modo más sencillo de transformación específica. Sin embargo, el híbrido, o es infecundo, o se propaga durante tres o cuatro generaciones, tras de las cuales la descendencia vuelve a acoplarse en una de las especies de los padres.

Aristóteles y los Escolásticos opinaban que "la materia no lle­ga al último grado de perfección que puede adquirir bajo el influ­jo de las diversas formas substanciales ("entelequias", "arquetipos" o "almas vegetativas") sin haber pasado primero ordenadamente por todos los otros inferiores; y que, por consiguiente, en la gene­ración humana, el feto, antes de adquirir definitivamente la vida in­telectiva del hombre, ha vivido algún tiempo con sola la vida de las plantas, y más tarde con sola la vida de los animales". Esto, en una palabra, es admitir una evolución especigenética, pero no un trans­formismo específico[3].

A esto mismo ha llegado la biología contemporánea. Y como final y resumen, transcribimos las conclusiones de una memoria nuestra hecha a raíz de tres conferencias sobre tan debatido tema.

Conclusiones sobre la evolución de las formas vivas y deduc­ciones subsiguientes.

Iº Es un hecho que toda forma organizada, es el resultado de la evolución de la materia viva, bajo el influjo y dirección de un arquetipo especifico o "entelequia" que se plasma en ella. (Evo­lución filogénica).

IIº Es un hecho que, dicha forma orgánica, recibe por heren­cia los caracteres genotípicos de la especie y los fenotípicos de la adaptación al medio.

IIIº Es un hecho que, las modificaciones que pueda aportar la adaptación al medio y la lucha por la existencia, pueden contribuir a la perfección de la especie, pero no pueden cambiar ésta en otra especie. (La herencia mendeliana no crea caracteres si no que los combina).

IVº, La observación de la escala gradual de los seres vivos, nos demuestra que faltan eslabones que permitan asegurar que ciertas especies hayan surgido por transformación de otras; y menos aún que un reino pueda transformarse en otro. Además las especies pri­mordiales son casi tan perfectas como las de ahora.

Deducción 1ª La transformación de una especie en otra, exige el cambio del arquetipo.

Vº La ontogénesis es transformación hacia un fin específico. O sea sucesión de formas para llegar a plasmar un arquetipo previo. (Ejemplo, la evolución del óvulo fecundado de cada individuo).

VIº Las mutaciones específicas, producidas por modificación substancial de los genes, proceden de modificación, no de sustitu­ción, del arquetipo[4].

VIIº Una acción externa continuada y profunda, puede llegar a modificar, no a sustituir, el arquetipo. (Como toda idea puede mo­dificarse al roce con la realidad tangible).

Deducción 2º. La mutación en último caso, puede suponerse dentro de ciertos limites.

Deducción 3º Se puede admitir una evolución especigenética por mutación de especies originarias más o menos perfectas, que han servido de punto de partida a distintas vías de evolución.

CONCLUSION :

Fueron creadas en un principio, mediante evolución filogénica, de la primera masa viviente, y gracias al influjo plasmogénico de "entelequias" o arquetipos preformados, varias especies originarias, entre ellas el hombre.

De estas especies, por mutaciones genotípicas, pueden haberse derivado otras especies dentro del mismo arquetipo de género, fa­milia o clase[5].

Los genes son los elementos de las células generativas, portadoras de los caracteres de la especie, localizados en los cromosomas del núcleo.


a)      EL ALMA HUMANA

El alma (llamada psiquis y éidolon por los griegos, ba por los egipcios, mens y ánima por los latinos y manas por los orientales) cuya expresión castellana deriva del ánima latina y del anemos (viento o soplo) helénico, es el elemento metafísico, animador e in­mortal, de nuestro ser.

Sócrates murió disertando sobre la inmortalidad del alma. Pi­tágoras, Platón, Tomás de Kempis, Kant... y otros innumerables hombres ilustres por su mentalidad, creyeron también en la existencia autónoma del alma. ¿Pretenderán los materialistas del día, que niegan la existencia e inmortalidad del alma, tener más capacidad intelectual, más facultades adquisitivas y más razón que aquellos ilustres varones?

A estos materialistas les contestaremos -combatiéndoles con sus propias armas- con la célebre poesía de Bartrina:

                                     ALGO. .
Todo lo sé: del mundo los arcanos
ya no son para mí
lo que llama misterios sobrehumanos
 el vulgo baladí.
Solo la ciencia a mi ansiedad responde
 y por la ciencia sé
que no existe ese Dios que siempre esconde
 el último por qué.
Sé que soy un mamífero bimano,
¡qué no es poco saber!
y sé lo que es el átomo, ese arcano
 del ser y del no ser.
Sé que el rubor que encienden las pasiones
 es sangre arterial
y que las lágrimas son las secreciones
del saco lagrimal;
que el bien y el mal que al hombre al vicio inclina
solo son
partículas de albúmina y fibrina
en corta proporción;
que el genio no es de Dios sagrado emblema,
¡no señores, no tal!
el genio es el producto del sistema
nervioso-cerebral.
Y sus creaciones de sin par belleza
 solo están en razón
del fósforo que encierra la cabeza,
no de la inspiración.
Amor, deseo indefinido,
sentimientos, placer,
son palabras vacías de sentido
y sin razón de ser.
Gozar es tener siempre electrizada
 la médula espinal;
y en sí el placer es nada o casi nada;
un óxido, una sal.
¡Y aún dirán de la ciencia que es prosaica!
¿Hay nada -¡vive Dios!- bello como la fórmula algebraica
C igual a pi erre dos?
Más ¡ay! que cuando exclamo satisfecho ¡todo lo sé!
noto dentro del pecho
un algo... un no sé qué.


Es indudable. que el hombre no ha creado palabras para ex­presar conceptos vanos; es decir, para expresar cosas que no exis­ten. Si tenemos una palabra, alma o ánima, es por que hay una rea­lidad que expresar con ella; sin prejuzgar la naturaleza de esta rea­lidad.

Alma o ánima es aquello que, coma dice la palabra, produce la animación del cuerpo. Y lo que anima al cuerpo es la vida, la pa­sión, la emoción, el deseo, el pensamiento. Cuando todo esto falta, se dice, que el cuerpo está inanimado, o sea sin alma. Un cadáver es un cuerpo al cual le falta aquello que le anima. La mens de los latinos identifica el alma con la mente (no olvidemos que man es la raíz sánscrita del verbo pensar y la raíz también de la palabra hombre en muchas lenguas como identificando lo humano con la facultad de pensar; mejor dicho, con el pensador).

Ahora bien, si puede existir el cuerpo integro durante un cier­to tiempo, sin aquello que le animaba (caso del cadáver) es por que el alma no es consubstancial con el cuerpo. Por que si fuera con­substancial, la existencia de la materia supondría también la de sus manifestaciones psíquicas.

Los materialistas nos aducen el siguiente argumento: El cuer­po muerto no produce manifestaciones psicológicas ni intelectuales, par que le falta la vida. Y es esta la causa de aquellas manifestacio­nes.

Admitamos provisional mente la hipótesis de que las manifestaciones del alma son consecuencia o efecto de la vida. Y pregun­témonos: ¿es la vida algo consubstancial con el cuerpo? Responda­mos negativamente, puesto que el cuerpo puede existir sin vida du­rante algún tiempo. Y además sabemos que la vida se caracteriza por la posibilidad de mantener la forma corporal a pesar del cambio de materia. Luego aquello que anima al cuerpo no dimana  del cuer­po mismo. Y esto lo hemos de razonar dentro del más estricto con­cepto de causa y efecto.

Efectivamente: ¿Es el cuerpo causa de la vida, o es la vida cau­sa del cuerpo? Si pensamos sobre el hecho evidente de que el cuer­po se desintegra cuando le falta la vida, hemos de admitir que es­ta es la causa de la forma corporal. 0 lo que es lo mismo, lo con­tingente (forma) no puede ser causa de lo persistente (materia, energía y vida, que continúan en otras formas). Un cuerpo inani­mado es una máquina parada. A la máquina parada no le falta más que el impulso o fuerza que la ponga en movimiento. Pero el im­pulso no es producido por la máquina, sino algo externa a ella, y por tanto, no consubstancial con ella.

Sin dejar la argumentación positivista (tan cara a la ciencia contemporánea) podemos continuar diciendo que, el impulso vital del cuerpo es producido por el cuerpo de los padres. Pero como la vida de los padres continúa después de habérsela dado a los hijos, deducimos que los padres, al procrear, no han dado todo su impulsa vital, sino parte de él solamente. Esto quiere decir, dentro del más es­tricto mecanicismo, que el impulso vital dado a los hijos es menor en cantidad que el que poseían ambos padres, puesto que éstas se han quedado con buena parte de él. Sin embargo vemos que esto no es rigurosamente cierto, ya que los hijos pueden tener el mismo impul­so vital que los padres, aun en familias numerosísimas; y aun más, que la sucesión indefinida de generaciones no disminuye ni agota el impulso vital, cosa que ocurriría si los hechos se diesen dentro de los más estrictos principios de mecánica. Luego deducimos que, al impulso vital dado por los padres (que es condición específica y cualitativa) se suma otro impulso vital cuantitativo, no inherente al cuerpo (por que es universal) que procede del exterior de la espe­cie y gracias al cual se mantiene el mismo tono vital de los indivi­duos. Si la vida fuese producto o efecto de la organización del cuer­po, esto no ocurriría así y se agotaría en pocas generaciones, por que cada vez sería menor la cantidad de impulso vital transmitido[6].

Pero aun hay más: La vida corporal surge de una célula (óvu­lo) según un plan específico, cuando se le ha dado el impulso vital por la fecundación. Este plan específico de desarrollo y organiza­ción, por el cual de un óvulo humano no puede salir más que un cuerpo humano, es algo que preexiste como elemento causal. Es el pensamiento generador que en vano ha querido localizarse en los pretendidos bióforos e idioblastos del protoplasma celular.

Impulso vital y plan organizador, son pues, antes que el or­ganismo. O lo que es igual, lo que anima al cuerpo es algo anterior al cuerpo mismo y causa de su formación. Buena prueba de ello es que en el embrión, las células que han de formar el corazón, laten antes de que se forme dicho órgano; que es tanto como decir que la función es antes que el órgano. 0 sea que, la finalidad es causa or­ganizadora.

Si pues estos tres factores: finalidad, plan organizador e im­pulso vital, son la causa de que el cuerpo se forme, desarrolle y persista, quiere decirse que dichos tres factores constituyen la fuer­za animadora específica o alma vegetativa. Lo mismo que en cual­quier máquina ideada por el hombre hay una finalidad que cumplir, un pensamiento científico según el cual ha sido construida, y un impulso, fuerza o movimiento que la hace funcionar, representado por el obrero que la maneja. El obrero que maneja la máquina de nuestro organismo es el alma. El cuerpo es el instrumento de esta. Nunca el instrumento puede ser causa del que lo hace o maneja. El obrero no ha sido construido por la máquina.

Pero vamos aun a admitir el absurdo materialista de que las manifestaciones psicológicas y mentales sean un producto del orga­nismo viviente, como la bilis es un producto del hígado o la tiroidi­na lo es de tiroides. ¿En qué parte del cuerpo --cabe preguntarse­ se segrega o produce el amor de la madre por el hijo o el sentimien­to educido por la audición de una sinfonía beethoveniana? Si el cuerpo viviente produce estos frutos de índole espiritual, que no pueden ser captados en un tubo de ensayo ni recogidos por la cá­mara fotográfica, hay que convenir en que hay cosas transcenden­tales causadas por un organismo contingente. ¿Pero esto es posi­ble?

Veámoslo. Hemos admitido que el alma especifica o vegetati­va es causa del organismo vivo; y que el alma (en todos sus aspec­tos) no es consubstancial con el cuerpo (como lo demuestra la muer­te y aun el sueño) [7]. Si la vida es condición precisa para que en el cuerpo se manifiesten fenómenos psicológicos e intelectuales, es­to se debe a que la condición viviente da cualidades de expresividad y persistencia al cuerpo. También una rotativa de imprenta necesita del impulso motor para expresar en repetidas páginas las ideas y pensamientos de la inteligencia. Pero estas ideas y pensamientos no los fabrica la máquina. Esta se limita a hacerlos asequibles a los sentidos.

Además, sí el organismo ha sido construido y organizado por una idea generatriz, claro es que él no puede producir a su vez ideas. Por que esto equivaldría a suponer que un efecto puede convertirse en causa de su propia causa. Y la realidad es que hay una subordi­nación de categorías, por la cual el efecto es siempre de inferior ca­tegoría que la causa, por la sencilla razón de ser parte de ella. Si un hombre tira una piedra, el movimiento de esta con todas sus con­secuencias, tiene por causa al hombre. Y aun puede persistir el efec­to de la pedrada aun cuando muera el hombre tirador. Pero también es cierto que puede persistir el hombre tirador sin tirar más piedras. Por que la pedrada es lo contingente y el tirador lo persistente, en su grado relativo.

Mas sucede que, el organismo no puede persistir más que bre­ve tiempo a la cesación de la vida en él. (¿Qué mejor prueba de que él no es el productor de su propia vida?). Se desintegra en sus elementos componentes. Pero como el impulso vital que le animó no era consubstancial con él, sino que colaboró en la función vida con aquella cantidad de materia organizada e individualizada, hay que admitir que dicho impulso vital, con su idea rectora y su fina­lidad o intención, persisten más allá de la manifestación física, co­mo también fueron anteriores a ella. Con harta razón se ha dicho que las ideas y sentimientos no mueren. Sería absurdo, pues, 


acep­tar que un organismo mortal sea causa de una idea inmortal. Re­pitamos que lo contingente no puede ser causa de lo trascendente.

Por consiguiente, las manifestaciones psicológicas individua­les (pasiones, emociones, pensamientos, sentimientos), que no hay que confundir con las manifestaciones del alma específica preexis­tente, se realizan en el plano de lo metafísico en función conjugada con el organismo corporal. El organismo se limita a ser instrumen­to de relación y de crecimiento anímico. El alma específica, al po­nerse en contacto, por medio de los sentidos, con lo contingente y tangible, va acrecentando el caudal de intelección y conciencia con aportaciones individuales que van, poco a poco, formando una in­dividualidad trascendente que es el Yo. De que este Yo se ponga a tono con el orden universal o no, depende lo que, en términos figu­rados, se ha llamado la salvación o la condenación, de cuyo proble­ma ya hemos tratado en el capítulo VI.

El organismo que es una unidad concreta, puesto que es forma tangible, se nos presenta como el único medio por el cual el alma especifica va creando un alma individual. Hace falta la separativi­dad de las formas, para experimentar las reacciones consiguientes con otras formas, y de este modo educir una conciencia individual. En resumen: Hay distintos factores que animan al organismo y que constituyen por tanto su alma:



Factores específicos            Finalidad (o voluntad de vida)
                                             Idea generatriz
                                             Impulso vital



Factores individuales                        Intenciones
                                                          Ideas
 Pensamientos
 Emociones
 Pasiones
 Sentimientos



Lo específico preexiste a la forma corporal puesto que perte­nece al plan universal de la creación. Lo individual subsiste o so­brevive a la destrucción de la forma corporal, en todo aquello que está acorde con el orden universal.

Esto último quiere decir (como ya hemos visto y aun volvere­mos a ver bajo otros puntos de vista) que hay un alma inmortal y un alma mortal. 0 por mejor decir, algo del alma que se conserva individualizado y algo que se disgrega tras de la muerte física. 5e disgrega todo aquello del alma que pertenece a la esfera de lo con­creto o personal (sentimientos, emociones, pasiones v pensamien­tos) en oposición a lo individual o abstracto (ideas, intenciones, es­tados de conciencia) que sobrevive como entidad trascendental en el mundo de las causas,  indefinidamente, puesto que no pertene­ciendo al mundo de las formas no está sometido a la ley de destruc­ción. (Cosa clara para el que ha meditado sobre el cuadro sinoptico del cap V).

Todas las cosas materiales (plantas, animales, hombres, pie­dras, astros... ), son contingentes; cambian, mudan, se transforman y desaparecen un día. Su existencia material es pura ilusión de los sentidos; por lo menos es una realidad efímera, tras de la cual que­da un vacío.

Pero detrás de esa máscara o apariencia de lo contingente y perecedero, está la "causa" que lo ha producido. Causa metafísica que ha producido el efecto físico, y que, por ser metafísica, no ve­mos.

Esa causa metafísica existe en nosotros, los seres humanos, igual que en los demás seres de la creación, y se nos muestra de una manera evidente y de la más incontrovertible realidad, como "conciencia" y "pensamiento". Igual podría decir una planta si fue­se capaz de hablar. La "potencia" metafísica que nos ha producido a todos los seres (idea o imagen y voluntad de existencia) está de­trás del "velo" de lo fenoménico.

Cuando desaparezca por la muerte el "fenómeno" de nuestra existencia física, nuestra conciencia se hallará en el plano de las "causas" con las "otras causas" que producen a los demás seres; con la misma certeza con que hoy estamos con los demás seres en el plano "de los efectos" y los percibimos en este plano.

Nuestras potencias objetivas (que pertenecen a la entidad me­tafísica que llamamos alma) perciben a través de nuestros ojos fí­sicos la existencia física de las cosas y de los seres que nos rodean. Cuando cese la existencia física, dichas potencias percibirán la exis­tencia metafísica que produce los fenómenos de la vida material.

Es necesario convencerse de que el ojo ve pero no percibe, parque solamente es un órgano o instrumento de que se valen las potencias cíe nuestra alma para captar imágenes del plano físico. Lo mismo podemos decir de los demás sentidos.

Pensar que pueda no sobrevivir algo de nuestro ser después de haber cesado el fenómeno de nuestra vida material, es suponer que nuestra vida ha sido "un efecto sin causa". ¿Es esto posible dentro de las determinantes de la vida universal y dentro de las le­yes lógicas del conocimiento? La contestación es de una evidencia imperiosa: ¡No!

En el esquema del capítulo V hemos expuesto y analizado la constitución del alma. En el capitulo VI hemos tratado de su des­tino. En este vamos a hacer una somera revisión comparada de las hipótesis religiosas que tratan de explicar su origen y la vida del más allá.

Por lo que respecta a la teología católica, es sabido que acep­ta la existencia de un alma espiritual inmortal que, tras de la muer­te del cuerpo, pasa al cielo siendo glorificada eternamente si ha sido en vida sabia y virtuosa, o pasa al infierno por toda la eternidad si fue débil, ignorante o perversa.

Esta hipótesis, en opinión de muchas gentes, pone en tela de juicio la justicia y la bondad de Dios, por cuanto cabe en su omni­potencia hacer a todas las almas con virtud y facultades suficientes para ganar el cielo. Algunos de los primeros padres de la Igle­sia católica, especialmente de la escuela neoplatónica, como San Clemente de Alejandría y Orígenes entre ellos, no opinaron de aquel modo; pero en el siglo VI, el quinto concilio universal católico, con­denó la doctrina pitagórica de la transmigración de las almas pro­fesada por los origenistas.

El IV concilio Lateranense colocó al hombre en una esfera in­termedia entre la substancia corporal y la angélica, atribuyendo al alma humana una aptitud natural para informar su cuerpo; propie­dad de que carecen los espíritus.

En el concilio Vienense se afirmó que el alma intelectiva o ra­cional informa el cuerpo en virtud de su propia naturaleza.

León X en la Bula Apostolici regiminis, afirmó que cada hom­bre posee un alma racional suya propia, y no común al alma de los demás, e inmortal por naturaleza; para combatir la hipótesis de Averroes, forjada sobre una idea de Aristóteles[8] por la cual "to­do el género humano piensa con una misma alma racional e inco­rruptible; pero las almas propias de cada uno de los hombres son naturalmente mortales y corruptibles". Cosa a la que no falta algo de razón, si se piensa en la destructibilidad del alma animal y por otra parte en la universalidad del conocimiento abstracto ad­quirido por la razón discursiva, como vimos en capítulos anteriores.

Sigue diciendo León X que, "el alma racional del hombre es forma substancial del cuerpo humano, multiplicable y multiplicada en cada uno de los individuos, y producida, por consiguiente, cada vez que viene a la existencia una persona particular".

El padre Mendive, interpretando la doctrina escolástica, dice por su parte: "El estado de separación es tan natural a nuestro es­píritu, como la unión con el cuerpo" ...     "Lo natural es que cada uno de los elementos que constituían al hombre antes de la unión, siga después de ella existiendo en el modo que le es propio"... "Lo que exige, si, la naturaleza del alma, por razón de ser una subs­tancia incompleta y verdadera forma substancial del cuerpo huma­no, es que no comience a existir sino cuando su unión es reclamada por las condiciones preexistentes de la materia generativa". . . "El estado de separación es en nuestra alma una consecuencia espontá­nea de la misma corruptibilidad del compuesto humano. Mas el al­ma no deja de animar al cuerpo por la fuerza de la misma natura­leza, sino a causa de impedimentos accidentales de los agentes del Universo, que originan la muerte". . . "No es conforme a la sabidu­ría divina poner desde un principio a las almas de los hombres en el estado que adquieren después de la disolución del cuerpo: por que la sabiduría dicta hacer que las cosas comiencen a ser por aquel modo que más les corresponde; y el alma, como parte que es de un todo, más le corresponde estar en el todo que fuera de él".

Este último argumento se basa en el error de confundir la "forma substancial" o "alma vegetativa" con el "alma individual" y tiene el vicio original de pretender interpretar la sabiduría de Dios; cuando lo único que podemos pretender los hombres es interpretar los hechos naturales con arreglo a nuestro propio y leal saber y en­tender.

He aquí, en fin, las conclusiones de los teólogos católicos en cuanto al alma humana se refieren:

1º) El alma humana no es una porción de la substancia divina


2º) El alma humana no es traspasada del padre al hijo por generación, sino que es producida por creación; ni puede perecer por corrupción, sino solamente por aniquilamiento

3°)    El alma humana con la separación del cuerpo no es ani­quilada, sino conservada en su ser para que viva perpetuamente.

4º) El alma humana no pasa por diversas reencarnaciones, si­no que permanece sola hasta el día de la resurrección universal.

Prohibida por el V concilio universal católico la doctrina de la metempsicosis, es natural que la teología católica se haya pro­nunciado con arreglo a las precedentes conclusiones. Pero nosotros vamos a discurrir con la misma libertad que lo hicieron Orígenes y San Clemente antes de dicho concilio. Para lo cual no está de más hacer reseña de estas últimas afirmaciones de la doctrina católica: "Otra cosa sería si se tratase de dar a las almas un cuerpo mejor acondicionado que el que poseemos en la actualidad: enton­ces la nueva unión no sería una simple repetición de lo pasado, sino un verdadero progreso en el camino de la vida. Un estado de esta especie ya es de suyo apetecible al alma separada; por que sin pri­varla de su libertad adquirida, la habilita para el ejercicio de sus potencias sensitivas, que cíe lo contrario habían de quedar inactivas en el estado cíe separación por toda la eternidad. De aquí el dog­ma de la resurrección universal profesado por la Religión Católica. Las almas entonces serán unidas a los mismos cuerpos que antes tuvieron; pero estos cuerpos se hallarán revestidos de las cualidades convenientes al estado de término que nos está reservado en la otra vida". "Las almas bienaventuradas recibirán un cuerpo glorioso. A las almas de los condenados será dado un cuerpo pasible e impere­cedero, conforme al estado de degradación en que ellos se coloca­ron en este mundo con su libre albedrío". (P. Mendive).

Hemos subrayado adrede, para hacerlo resaltar, lo que se re­fiere a la necesidad de que el alma adquiera un nuevo cuerpo, con objeto de que no queden inactivas sus potencias sensitivas. Como también las objetivas añadiremos nosotros. Y la solución verdade­ramente filosófica de este problema está vinculada a la finalidad que demos a dichas potencias.

Para esto hemos de establecer, siguiendo el concepto de San Pablo, que el hombre ¡lo se compone solamente de cuerpo y alma, sino de cuerpo, alma y espíritu, que varios a definir en conformidad con lo expuesto en el capitulo V, de la manera siguiente:

El Espíritu es aquel elemento, causa de manifestación, que ac­túa como fuerza proyectiva de la esencia (el YO) en la existencia por medio de intención y volición.

El alma es aquel elemento de nuestro ser, órgano del sentimien­to y de la inteligencia, donde asientan y se elaboran los medios de manifestación representados por pasiones, deseos, emociones, pen­samientos e ideas.

El cuerpo es la forma densa y tangible que obra como instru­mento de manifestación, por medio de actos en el mundo material. Ahora bien: Cada uno de estos tres elementos tiene un proceso de desarrollo o perfeccionamiento, de acuerdo con sus funciones, sus fines y su categoría; que podemos sintetizar de la siguiente ma­nera:

1º) Nuestra esencia espiritual tiene una evolución hacia la om­nisciencia y la voluntad divina, por asimilación de las posibilidades que la proporcionan el alma y el arquetipo específico, en forma de conocimiento abstracto y amor[9].

2º) El alma tiene una evolución por experiencias de conoci­miento, sentimiento y manifestación en las formas materiales, has­ta agotar las posibilidades de estas.

3º) El cuerpo, como ya dijimos, evoluciona dentro de ciertos límites por impulso especigenético o por adaptaciones fenotípicas. Existe una evolución conjugada de los tres elementos, cuya fi­nalidad es el incremento del Yo con todo el contenido, siempre acrecentable, del alma espiritual. La meditación del esquema del capí­tulo V y de su explicación, facilitará la comprensión de las prece­dentes afirmaciones.

Planteado así e1 problema, veamos el apoyo que pueden dar a nuestra tesis las distintas concepciones religiosas del más allá.

La religión católica, limita las posibilidades del alma a lo que puede conseguir en esta vida terrenal, concediendo a todas las que no caigan en los abismos infernales, la dicha de sentarse a la dies­tra del Padre para disfrutar de su gloria celestial.

El mahometismo participa de análoga opinión, con la diferen­cia de ofrecer un Paraíso, lleno de delicias casi terrenales, a las almas bienaventuradas.

Las mitologías populares de la antigua Grecia, Egipto, Caldea, Asiria, Persia, Escandinavia; etc., aparte de ligeros atisbos de me­tempsícosis, no pasan del mismo concepto. El infierno y el cielo son los dos extremos a que cabe optar. La virtud y la conducta  no tienen otros estímulos más que el castigo del infierno o el premio del cielo. ¿Es qué no cabe la religión del bien por el bien mismo? ¡Si qué cabe!:

No me mueve, mi Dios, para quererte,
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido,
para dejar por ello de ofenderte.
 uéveme tu, mi Dios, muéveme el verte,
clavado en esa Cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido,
 évenme tus afrentas y tu muerte.
Muéveme tu, mi Dios, de tal manera,
que aunque no hubiera cielo, yo te amara,
 que aunque no hubiera infierno, te temiera;
 no tienes que me dar por que te quiera;
que cuando lo que espero no esperara,
 lo mismo que te quiero, te quisiera.

escribió una pluma cristiana por un ideal de amor y de sacrificio. Y si esto escribiese por la vivencia del Cristo crucificado, ¡qué no sería por la vivencia del Cristo vivo en el propio corazón!

Y aquí está el problema: ¿No tiene el alma en sí y por sí mis­ma el impulso de lo superior? Evidentemente. Por esto pedimos un poco menos de mitología y un poco más de filosofía.

Las antiquísimas doctrinas esotéricas de los misterios hermé­ticos, órficos, délficos, eleusinos, etc., aparte las pitagóricas y plató­nicas recogidas más modernamente por los rosacruces, concibieron el problema de la vida del alma, más a fonda e integralmente. Lo natural en la vida del alma es su existencia celeste o metafísica. La vida terrenal no es más que un accidente transitorio, aunque impor­tante, en el que la divina "psiquis" desciende y se crucifica en las limitaciones de la materia, para cosechar experiencias objetivas y sensitivas, con las cuales ascender acrecentada para unirse con el radiante "Eros", el espíritu inmortal que la cobija.

Pero ninguna doctrina religiosa ha superado en filosofía, a las más antiguas aun, védicas, brahmánicas y buddhistas, de la India misteriosa, cuna del conocimiento filosófico y cuyo idioma, el sáns­krito, es la lengua más rica del mundo para expresar matices y con­ceptos de la vida espiritual.

Dice una máxima de la sabiduría oriental: "Dios duerme en el mineral, sueña en la planta, despierta en el animal y vive en el hom­bre". Esto no es más que una síntesis de la evolución del principio espiritual de los seres.

Si, como dice Santo Tomás, toda esencia proviene de Dios, con­viene meditar en que estriba la diferencia de la esencia en los dis­tintos seres. La mística de Oriente llega a identificar en un solo principio, llamado Atman, la esencia de todas las criaturas finitas y la del Ser Universal. La de aquellas no sería más que una "divina chispa" emanada de Este. Concepto que concuerda con el expuesto por San Pablo en la 1°~ Epístola a los Corintios (III, 16; VI, 20, etc.) cuando dice: "¿No sabéis que sois templo de Dios, y que el Espíritu de Dios mora en vosotros?" T. Glorificad pues, a Dios en vuestro cuerpo y en vuestro espíritu...".

Según esta concepción las "chispas divinas" o "Jivatmas" (“espíritus vírginales" de los rosacruces), pasarían primero por toda la gama del reino mineral, nutriendo su conciencia en los proteis­mos de la vida química y en las delicadas manifestaciones del elec­tro-magnetismo. Seguidamente pasarían al reino vegetal, es el cual se ampliaría el horizonte de su conciencia con las primeras mani­festaciones del desarrollo biológico, de las atracciones electivas y de la "psiquis" primaria[10], Luego discurrirían progresivamente por toda la Escala animal, en la cual habrían de captar todo el conocimiento que dimana de los deseos, las pasiones, la lucha por la existencia, la atracción sexual, los sentimientos de maternidad y afecto, el instinto y el pensamiento simple. Por fin entrarían en el reino humano, donde sus facultades de conciencia y senciencia os­cilarían entre las manifestaciones psicológicas casi animales del sal­vaje o del hombre rupestre, hasta las subliminales espirituales del sabio. Siempre en un impulso de ascenso infinito, de querer más, haciendo buena la frase de Gratry: "El deseo es la raíz del alma, su fuente, su primera fuerza... La búsqueda, el deseo, la inquie­tud, la esperanza, son aquí abajo el fundamento de nuestra vida".

En esta teoría de la "transmigración de los espíritus" (más bien que de las almas), encontramos el fundamento de un orden lógico original, fecundo en consecuencias.

Claro es que un mineral no tiene alma individual. Tampoco la tiene una planta. Pero no dejan de tener ambos el "arquetipo" o "forma substancial que es el pensamiento divino, atisbado por Aristóteles en su "entelequia", por virtud del cual cristaliza el pri­mero según forma y ley geométrica, y desarrolla la segunda sus flores y su tallo según modelo específico predeterminado y sus pri­mordiales facultades de reacción psíquica, que constituyen ya un atisbo del alma del reino vegetal.

En los animales existe ya con claridad manifiesta un "alma específica" o "alma grupo” donde reside el origen de sus senti­mientos y pensamientos. La cual no es confundible con el arquetipo susodicho o "alma vegetativa". En los animales superiores, como el perro, caballo, gato, etc., sobre todo si viven en contacto con el hombre, se observa ya un comienzo de individualización, que se ma­nifiesta por sentimientos y pensamientos propios, más o menos in­tensos, destacados sobre las reacciones psíquicas comunes a la es­pecie.

En el hombre, el alma está totalmente individualizada. No obs­tante, toda forma de agrupación humana, llámese tribu, familia, asociación ideológica, nación, región, etc., constituye una expresión de "afina colectiva" que se cierne como una limitación (a veces ventajosa) sobre la perfecta individualidad del hombre libre.

El conocimiento captado por los distintos seres, especies y reinos, se va sumando como un contenido abstracto a la conscien­cia espiritual, ampliando progresivamente sus capacidades de sa­ber, querer y sentir. (Véase la figura 10).

No son pues las almas las que transmigran. Las almas no cam­bian de reino o de especie. Transmigran en ese proceso llamado metempsicosis, las esencias, espíritus o principios de vida, con todo el bagaje que han podido asimilarse del alma que cobijaron durante la vida física.

Una vez que las esencias agotaron las posibilidades de cono­cimiento en el reino animal (pongamos por caso) se proyectan en el género humano, donde ya cuentan con la posibilidad de un alma espiritual de gran contenido gnóstico y sentimental. Pasan de los animales más Elevados a los hombres más salvajes o primitivos (cu­ya diferencia con los animales superiores es escasa aunque funda­mental); para elevarse en virtud y conocimiento hasta esas cumbres en que el hombre se hace consciente de su naturaleza divina.

Así pues el alma es un instrumento metafísica de la esencia; y el cuerpo es el instrumento físico del alma.

Esta última se va forjando por la acción de la esencia sobre el cuerpo a través del arquetipo y por las reacciones del cuerpo so­bre la esencia. En realidad el alma individual es el producto subli­mado de la vida del cuerpo, de acuerdo con el antiguo concepto de la "psiquis" griega y con el moderno de ciertos filósofos, como Maine de Biran cuando afirma que "el yo (individual) llega a ser por el esfuerzo ante el mundo exterior y no tiene el carácter de una "co­sa" ya hecha e independiente"; o el ya expuesto en la antes citada frase de Gratry.


Tal aserto, como lo que hasta aquí llevamos dicho a este res­pecto, quedará definitivamente aclarado con el siguiente esquema sintético: Todos los seres creados, desde el mineral hasta el hombre, tie­nen una constitución común, representada por una esencia, un ar­quetipo y una forma corporal (Atman, manas, y rupa, de los filóso­fos indostánicos; Nous, psique y soma, de los neoplatónicos; Es­píritu, forma substancial y cuerpo, de los escolásticos).

Fig. 11. - Esquema de la constitución general de los seres.



La diferencia fundamental entre unos seres y otros estriba pre­cisamente en el alma. Ya hemos visto que los minerales, vegetales y animales carecen de alma individualizada; pero que estos últimos tienen un alma específica.

Solamente el hombre tiene un alma individual que va nutriendo y formando de los contenidos de pensamiento y sentimiento expues­tos en nuestro esquema del capítulo V. Cuando este contenido logra, por la virtud y el recto pensar, incorporarse a la esencia inmor­tal, el alma se salva, como ya explicamos en el mismo capítulo. Este alma individual es el único tesoro propio de cada ser hu­mano. La esencia pertenece a Dios y el cuerpo vuelve a la tierra. ("Terra tegit carnem; tumulus circunvolat umbra; orcus habet ma­nes; spiritus, astra petit” que dice el ocultista verso latino). A lo que debemos agregar este simbólico párrafo de Plutarco: "Yerran grandemente las que confunden al Nous con la Psiquis. No menos yerran los que confunden asimismo la Psiquis con el Soma. De la unión del Nous con la Psiquis nace la Razón, y de la unión de la Psiquis con el Cuerpo nace la Pasión. De estos tres elementos, la Tierra nos ha dado el cuerpo„ la Luna nos ha dado el alma, y el Sol nos ha dado el espíritu, por lo cual bien puede decirse sin engaño que aun durante esta vida física el hombre verdaderamente puro es a la vez un habitante de la Tierra, de la Luna y del Sol, como uná­nimemente sostienen los que son verdaderos sabios".

Otro esquema completará nuestra idea:
Esencia = YO SUPERIOR




Alma individual = YO INDIVIDUAL




Forma corporal = YO INFERIOR O PERSONAL

Fig. 12. - Esquema de los tres Yoes.

El YO superior o substancial es nuestro elemento divino. El Yo o alma individual es el elemento auténticamente humano de nues­tro ser. El yo personal formado por el cuerpo, apetitos, deseos, ins­tintos y pasiones, es el factor egoísta: la personalidad o máscara tras de la cual se encubre la pepita de oro de nuestra espiritualidad; y contra la cual tenemos que sostener durante la vida ese duro com­bate, cuya victoria y cuyo premio es la conciencia celeste.

El alma individual es lo que reencarna; si admitimos la teoría de la reencarnación de las almas o de la "resurrección en la carne", fundamental en el credo de la religión buddhista. Y a la cual se re­firió Ricardo Wagner en carta a Augusto Roeckel, fechada en 1855, diciendo: "En las enseñanzas buddhistas puras y primitivas es de especial importancia 1a doctrina de la trasmigración de las almas, como base de una vida verdaderamente humana".

Como el alma no puede en una vida terrena agotar todas las posibilidades de perfección apetecibles, para adquirir la conciencia de todo 1o que la rodea, físico y metafísico, vuelve tras de un cierto tiempo a tomar cuerpo en una nueva personalidad, que la sirve de instrumento de nuevas experiencias.

Tras de la muerte del cuerpo y una vez desprendida de las es­corias del yo personal por esa operación de "catarsis" expuesta en el capítulo VI, el alma mora, durante un lapso variable, en el esta­do de conciencia abstracto o celestial, que los buddhistas llaman el Devakhan (o morada de los dioses), los griegos llamaron Campos Eliseos, los mahometanos el Paraíso, los egipcios el Amenti, los es­candinavos la Walhalla y el Gimle, y los cristianos, en fin, el Cielo. (Véase el cuadro sinoptico cap. V).

Durante esta existencia celeste„ la "entidad devakhánica" asi­mila el contenido esencial de las experiencias de la vida terrena, en forma de potencias objetivas y sensitivas que se han de manifestar en virtudes, vocaciones y aptitudes. Esto explica por que las almas que vienen a este mundo, presentan tan notables diferencias en el saber, querer y obrar. No es Dios quien crea para cada cuerpo un alma sabia o ignorante, perversa o virtuosa, puesto que según la Revelación dejó de crear al 7º día. No; cada alma es el resultado de una evolución natural, en la que se limita a recoger lo que ha sembrado. Si a la muerte se la representa con una guadaña y un reloj de arena, es como símbolo de esta verdad que se cumple con exactitud cronométrica a lo largo de dicha evolución[11].

Una vez que al alma le ha llegado el momento de realizar nue­va vida concreta, involuciona o desciende al plano físico, se sume otra vez en la manifestación de lo fenoménico, torna a la ilusión de lo cambiante y personal, infundiéndose en el cuerpo de tina criatu­ra que se desarrolla en el vientre de una madre. Y esto lo hace casi desde el momento mismo de la concepción[12].

El "noumeno" ha vuelto a ser "fenómeno". Ha comenzado pa­ra la "divina Psiquis" una nueva peregrinación por tierra extraña y va a olvidarse de su elevada condición por unos años, durante los cuales tendrá, indudablemente, destellos, ansias, luchas, dolores y arranques sublimes, añorando la felicidad perdida de los cielos jun­to a su excelso "Eros" que, en el fondo, será por siempre la meta oculta tras de la cual marchará por estas regiones inferiores (tantas veces infernales) de la vida terrenal.

La "Escala de Jacob" por donde subían y bajaban los ángeles, no es si no un símbolo de este ascenso y descenso, de esta involución y evolución en la que, cíclicamente, las almas van de lo material a lo espiritual y viceversa. Cada muerte es una evolución; cada nacimiento es una involución.

La doctrina de la reencarnación tiene, sobre otras, la superio­ridad filosófica de explicar los hechos siguientes:

1°) La diferencia intelectual, sentimental y espiritual de los hombres sin la intervención directa de Dios.
2º) La diferencia del Destino (o "Karma") de las criaturas, como justísimo resultado de sus obras, intenciones, pensamientos y palabras, en existencias físicas anteriores.
3º) El empleo de las potencias sensitivas y objetivas del alma, que no tendría efecto si fuese interrumpida su acción en un estado eterno de gloria o de infierno.
4°) La aparición en la humanidad de grandes talentos y ge­nios, como fruto sazonado de una larga evolución de las almas.
5º) La posibilidad de que toda alma pueda rectificar sus erro­res, dándola nuevas oportunidades de progreso para su "salvación". Lo cual es justo.

La ausencia del recuerda de vidas anteriores, ha sido explicada por la destrucción de toda clase de memoria concreta (cerebral, etérea y mental) de las cuales solamente perdura una reminiscencia o memoria abstracta, concretable en determinadas circunstancias, bien patente en muchas personas. Pero los magníficos experimentos modernos de "regresión de la memoria" expuestos por De Rochas en sus obras "Vidas sucesivas", "El alma humana" y "Tratado de hipnosis y magnetología", así como los de Lancelin mencionados en su obra "El alma humana", y los de otros investigadores, cons­tituyen hasta ahora la más decisiva prueba de la vida pasada del alma en distintas personalidades. El hecho es que, las "personali­dades yacentes" de Lancelin, al ser desdobladas del sujeto en esta­do de hipnosis profunda, presentan cada una sus caracteres y sus recuerdos bien diferenciados; y un sujeto al que se le produce la "regresión de memoria", olvida su vida actual y se expresa con recuerdos y carácter que revelan otra u otras personalidades yacen­tes perfectamente destacadas[13].

El término de la evolución del alma, según la religión buddhis­ta, sería la consecución del Nirvana (equivalente a la Gloria cristia­na y a la Apoteosis griega) tras de haber trascendido los —cielos de Necesidad" o de reencarnación, a los cuales se hallan atadas las almas mientras no hayan sido capaces de extirpar "el Deseo y toda raíz de egoísmo".

El Nirvana que, como la Gloria, no es más que el estado de conciencia divino, no supone el aniquilamiento, como tantas veces, por error o mala fe, se ha dicho; [14] sino la definitiva unión del al­ma con su esencia inmortal (el "yoga", "yugum" o "estado uniti­vo"), simbolizado por los griegos de la antigüedad en las nupcias sublimes de Psiquis y Eros (el Amor) a que tantas veces nos hemos referido, y recogida luego en la Edad Media por la leyenda de 'Tris­tán e Isolda cual se conserva en castellano un imperfecto pero expresivo romance, que estuvo de moda en el repertorio de cancio­nes de la corte de Isabel la Católica.

Juzgando sin prejuicios y desapasionadamente todas las teo­rías que se han expuesto para explicar los misterios del más allá, lo sensato y prudente en recta teoría del conocimiento, es quedarse con aquella que más cantidad de problemas puede resolvernos y de hechos puede explicarnos.

a)      LA PREDESTINACION Y EL JUICIO FINAL

El concepto de predestinación no puede ser absoluto. Cierta es que nuestro Destino no puede salirse del mecanismo de las leyes na­turales; y en este sentido, se halla confinado dentro de ciertos lími­tes estatuidos por el Creador. Pero también es cierto que nosotros poseemos la iniciativa de nuestros actos, aunque no el poder de de­terminar sus consecuencias. Estas las determina automáticamente la ley.

Así por ejemplo: Un hombre puede o no, por propia decisión, tirarse a un estanque. Pero si se tira, ya no está de su mano el im­pedir que su cuerpo reaccione (según ley de acción y reacción) al frío del agua y fluctúe, según ley de gravedad que le arrastra al fondo y según ley de flotación que le impulsa hacia la superficie, y se ahogue o no, según leyes fisiológicas de respiración, etc. Es de­cir que, el hombre causa un acto, y la ley determina sus efectos. Verdad que ha sido sintetizada sabiamente en aquella sentencia que dice: "El hombre propone y Dios dispone".

El hombre es libre coma agente causal e iniciador, pero los efectos de sus actos san necesarias según determinación de la ley; aunque estos efectos puedan ser conmutados dentro siempre del me­canismo de las leyes de la Naturaleza. No hay pues fatalismo ni pre­destinación, ni en ninguna parte está escrito él sino de las criaturas. Este se le van forjando ellas mismas de acuerdo con el determinis­mo consiguiente a la ley de Causa y Efecto.

Claro es que las criaturas, incluyendo al hombre, actúan según posibilidades limitadas, definidas par el orden universal de la Crea­ción; y en este sentido están predestinadas a vivir enmarcadas en un recinto de iniciativas. Un hombre quiere pero no puede ir a la estrella Sirio. O no es capaz de concebir nada que sea ajeno a las posibilidades de la mente humana. Esto es evidente. Sin duda puede considerarse como predestinación en un sentido muy relativo. Más bien como limitación del Destino.

Es más; la mayor parte de las veces, los hombres actúan, no con verdadera libertad de iniciativa, sino consecuentemente con los mecanismos psico-mentales propios de su contextura anímica e in­telectual, y aún de su temperamento y constitución física; que dan, en cada uno, un automatismo, todo lo elevado que se quiera, pero de un orden subconsciente. Nuestras supuestas iniciativas, son así, en general, reacciones individuales a los estímulos psico-físicos del mundo que nos rodea, de los cuales parte en realidad la iniciativa de nuestros actos. Es decir que, la mayor parte de las veces el hom­bre reacciona pero no acciona.

Por ejemplo: Un sujeto de mal genio se enfada ante cualquier molestia que se le origina. El día en que, a pesar de la molestia, reprima su enfado y responda con una actitud correcta y benévola, ese día podrá decirse que ha obrado con verdadera iniciativa; por que habrá obrado conscientemente, no automáticamente. Y en esto estriba el libre albedrío, en obrar en conciencia de lo que se hace, y no por el determinismo de nuestra constitución personal. Colígese de esto cuan pocas veces obramos con libertad de albedrío.

En realidad el libre albedrío supone el dominio de nuestra naturaleza inferior por motivos de nuestra naturaleza espiritual; y por eso se da en tan pocas personas, y dentro de éstas, en tan po­cos casos. Para obrar con libre albedrío hay que tener el espíritu a flor; es decir, poner a  contribución las facultades más elevadas: consciencia y razón. Solamente esto puede superar al determinismo subconsciente.

La vida en general discurre por el cómodo camino de nuestras reacciones instintivas y de nuestras habituales maneras de tomar las cosas. Todo es resultado de una educación, cuando no de un hábi­to o de una costumbre. O lo que es lo mismo, todo depende de un carácter forjado con más o menos elementos externos. Pero el móvil interno que impulsa a la acción libre, se da muy pocas veces.

Por esto se ve, que el Destino de cada uno no se hila con rígida fatalidad ni según un cliché preformado, sino que se forja con las determinantes generales que enlazan causas y efectos, salpicadas aquí y allá por chispazos de epigénesis o creación de nuevas cau­sas, que es donde se demuestra la libertad de iniciativa. Por esto se dice con harta razón que "El hombre es superior a su Destino".

Esto nos lleva irremisiblemente al tema del Juicio Final. La creencia en un juicio postrero, en el cual las almas reciban la san­ción que corresponde a sus aciertos o sus errores, es universal. Pe­ro las religiones admiten un "Juicio inmediato" o postmortem (Des­tino, Karma o Némesis) y un "Juicio Final" o de evolución. La exis­tencia de este último es la mejor prueba de que las sentencias con premio de cielo o pena de infierno, del juicio inmediato, no tienen nada de definitivas; por que si así fuese, sobraría el juicio final. Pero como todos los asuntos que tocan las religiones positivas, se nos ha transmitido convertido en un mito.



 paso por el puente, pesa Rashnu en la "balanza de oro" las acciones del muerto y es después juzga­do por Sraosha antes de pasar por el purgatorio; en el juicio de Ya­ma del "Rig-Veda", cuyos mensajeros en forma de perros (recor­dando al Anubis egipcio) van a buscar a los que mueren, y en el cual Varuna es el encargado de los castigos; en la justicia inmanen­te o Karma y la liberación o Nirvana de los textos búddhicos; y, en fin, tiene su consecuencia en el juicio final del mahometismo, por medio de la balanza, que no es otra sino la misma balanza del ar­cángel Miguel que nos muestra la figura adjunta, y en la cual obser­vamos la curiosa "coincidencia" de estar representado el corazón del difunto sobre el platillo que desciende, por medio de la figura de una vasija, que es la misma vasija con que los egipcios de, la an­tigüedad representaban en la escritura Jeroglífica el corazón (ab) del difunto a quien se juzgaba[13].

En cuanto al juicio Final, responde a un fondo común, atisba­do más filosóficamente por las religiones ele la India[14]. El resu­men es el siguiente: El Universo tiene un período de reabsorción o Pralaya, en el seno de Brahma. El periodo de manifestación, en el cual nos hallamos, se realiza mediante ciclos de ciclos (nebulares, estelares, solares, planetarios. . .) entre los cuales se verifican los ciclos de Necesidad de las almas, en sus distintas fases de vida, muerte y reencarnación. Al final del período de manifestación, cada alma ocupará el peldaño evolutivo correspondiente, según sus es­fuerzos y merecimientos, corriendo la suerte que corresponda a su grado. Todo el Universo será absorbido o aniquilado, salvándose lo que haya podido incorporarse a la Esencia Divina, eterna e in­mutable (idea sostenida también por Orígenes dentro de la Iglesia Católica). Las afinas rezagadas habrán perdido la oportunidad de gozar del Nirvana en el seno de Brahma.

He aquí el juicio Final. ¿Y después? La inteligencia humana no ha podido sondar un problema que excede al tiempo y al espa­cio. Pero se admite que la Divinidad después de este Maha-pralaya, vuelve a manifestarse en nuevos Manvantaras o ciclos de actividad.

          Dr Eduardo Alfonso




[1] Véanse las "Jerarquías angélicas creadoras" en nuestra obra "El origen del hombre y de las razas".
[2] Esto sin contar con que algunos teólogos católicos (el cardenal Wisernan, el P. Mendive, etc.) admitan la posibilidad de la existencia de una huma­nidad anterior a Adán, que justificaría la admisión de las razas "polar—, "hiperbórea" y "lemúrica" estudiadas por la filosofía teosófica
[3] Llamamos "arquetipo" de una especie a la "idea" o "forma substan­cial" por la que la potencia objetiva de Dios la trajo a la existencia. Ví­moslo referido al hombre en el capítulo V.
[4] Los genes son los elementos de las células generativas, portadoras de los caracteres de la especie, localizados en los cromosomas del núcleo.
[5] Puedo verse el desarrollo más extenso y profundo de estos problemas en mi obra "El Origen del Hombre y de las Razas”
[6] Esto nos lleva a hacer una distinción entre impulso vital y energía indivi­dual. El ejemplo del hombre que se columpia aclara la cuestión del modo más gráfico. El peso del hombre en el columpio, representado por la fuerza potencial de su masa como grave (fuerza centrípeta) es la energía indivi­dual cuantitativa. El impulso que le hace columpiarse es dicho impulso vital cualitativo (fuerza centrífuga). De la eficacia e integridad del im­pulso vital específico, depende la capacidad que tenga el organismo para aprovechar esa energía vital universal que se suma al primero para realizar el tono normal del individuo. Como del impulso dado al que se columpia, en función de su peso, depende el resultado dinámico del sistema.
[7] En el sueño, el organismo vivo no se manifiesta como instrumento expre­sivo del alma por razón única de su propia condición viviente. hay algo más que la vida, que durante el sueño no se manifiesta en él.
[8] Aristóteles estableció un cierto entendimiento universal común a todos los hombres, con el cual se hallan éstos unidos de una manera misteriosa. Idea que no solamente recoge Averroes, sino también en cierto modo Santo To­mas de Aquino.
[9] "Todas las substancias materiales y espirituales entran al fin del mundo en el seno de la Divinidad". (Orígenes. "De los Principios").
[10] Véanse, la monografía de R. H. Francé sobre la "Psicología de las Plan­tas", y la obra de Maeterlink sobre "La inteligencia de las flores”.
[11] )Dios creó Los cuerpos de las criaturas en un principio, delegando después, definitivamente en la facultad generativa de los padres la creación de los demás. No hay razón de peso para suponer que no hizo algo análogo con las almas, creándolas en un principio y delegando en las leyes evolutivas su incremento y perfección. Platón afirma que Dios, al crear el Universo, creó también las almas en un número igual al de los astros, asignando un astro a cada una de ellas. (Timeo). Lo que, aparte la metáfora de la "es­trella del Destino—, y en un genio de la categoría de Platón, cabe estimar como verdad revelada o de inspiración divina.
[12] Algunos autores demoran la intervención del alma en el cuerpo hasta los 27 días después de la concepción. Otros, como Santo Tomás, creen que Dios no infunde el alma en el cuerpo del embrión hasta los 40 días de desarro­llo; y su maestro Alberto Magno supone un plazo aún mayor. En fin; tam­bién hay filósofos que no admiten la intervención del elemento divino has­ta el momento mismo del nacimiento. Pero todo esto no está aún compro­bado experimental y positivamente.

[*] Véanse los más modernos trabajos publicados en las revistas del Instituto Metapsíquico de París y de la Sociedad de Investigaciones Psiquicas de Londres.
También, según el padre jesuita Juan Lindworsky ("Psicología experi­mental", pág. 307 de la traducción castellana), "sobre la permanencia del "yo substancial- puede darse -y de hecho se da en patología- el caso de una división doblo, triple, cuádruple y múltiple del "yo personal—, por adición de contenidos de conciencia nuevos y dificultando la reproducción del contenido consciente pasado. Cosa que también puede conseguirse por medio de la hipnosis—.
Estos contenidos de conciencia nuevos con respecto al estado de concien­cia de la vida presente, no pueden ser para nosotros más que el recuerdo concretado de personalidades pasadas, que quedan definitivamente incorpo­radas al "yo substancial", como en otra forma se nos dice en la antigua teoría indostánica de los "skandhas" y en las más moderna rosacruz de los "átomos simientes". Pero aunque así no fuese, bastaría la realidad de las vocaciones y las aptitudes, creadas con la actividad y experiencia de una vida, para justificar una existencia anterior. Las vocaciones y las aptitudes constituyen la memoria de pasadas existencias.
[*] Decir que el Nirvana supone aniquilación, es -según el Buddha- "una inicua Herejía". (Samvutta Nikaya, 3, l09).

[13] En la escritura jeroglífica egipcia, era representado el cora­zón por el signo  (ab) en su acepción de "sentimiento es­piritual" y por la palabra (hati-ab) en su acep­ción de "víscera cardiaca".
[14] Véase el texto de una estela egipcia, así como el del Evangelio cristiano,
referentes a este asunto, citados en el capII la máquina del orbe. Veía volar por el aire, llegando casi a tocar su cuerpo, gran cantidad de encen­didos arpones y garfios. Mas viendo que el puente, al paso que se iba avan­zando en él, se iba ensanchando más y más, cobraba más ánimo, fue prosiguiendo, hasta colocarse felizmente en la opuesta margen".






  




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