viernes, 17 de mayo de 2019

EL LIBRO DE LA SABIDURIA CELTA - El mundo del alma es secreto



Nací en un valle de piedra caliza. Vivir en un valle es tener un cielo secreto. La vida está enmarcada por el horizon­te. Éste protege la vida, pero a la vez remite constantemente al ojo a nuevas fronteras y posibilidades. La presencia del océano acentúa el misterio del paisaje. Durante millones de años se ha desarrollado una antigua conversación entre el coro del océano y el silencio de la piedra.

En este paisaje no hay dos piedras idénticas. Cada una tiene un rostro propio. Con frecuencia, la caricia de la luz destaca la presencia tímida de cada piedra. Se diría que un dios desenfrenado y surrealista creó este paisaje. Las pie­dras, siempre pacientes y mudas, celebran el silencio del tiempo. El paisaje irlandés está lleno de recuerdos; contie­ne las ruinas y. los rastros de civilizaciones antiguas. El pai­saje tiene una curvatura, un color y una forma desconcertantes para el ojo que anhela la simetría o la sencillez li­neal. 

El poeta W. B. Yeats se refirió a él en estos términos:

«... ese color austero y esa línea delicada son nuestra disci­plina secreta». 
Basta andar unos kilómetros para que cambie el paisaje, que ofrece constantemente vistas nuevas, sor­presas para el ojo, incitaciones para la imaginación. Posee una complejidad salvaje y a la vez serena. En cierto sentido, refleja la naturaleza de la conciencia celta.
El intelecto celta jamás se sintió atraído por la línea sencilla; siempre evitó las formas de mirar y de ser que bus­can satisfacción en la certeza. La mente celta profesaba gran respeto hacia el misterio del círculo y la espiral. 

El círculo es uno de los símbolos más antiguos y poderosos. El mun­do es un círculo; también lo son el Sol y la Luna. El tiempo mismo es de naturaleza circular; el día y el año se expresan con círculos. Lo mismo sucede con la vida de cada individuo en su nivel más íntimo. 
El círculo jamás se entrega total­mente al ojo o la mente, pero ofrece una confiada hospita­lidad a lo complejo y misterioso; abarca simultáneamente la profundidad y la altura. Jamás reduce el misterio a una sola dirección o preferencia. La paciencia con esta reserva es una de las intuiciones profundas de la mente celta. El mundo del alma es secreto. 
Lo secreto y lo sagrado son her­manos. Cuando no se respeta el secreto, se desvanece lo sa­grado. Por consiguiente, la reflexión no debe enfocar una luz excesivamente fuerte o agresiva sobre el mundo del alma. La luz de la conciencia celta es tenue como una pe­numbra.

El peligro de la visión de neón

Nuestro tiempo padece una sed espiritual sin precedentes. Cada vez hay más personas que despiertan al mundo inte­rior. El hambre y la sed de lo eterno cobran vida en su alma; es una nueva forma de conciencia. Pero uno de los aspec­tos dañinos de esta sed espiritual es que echa una luz severa e insistente sobre todo lo que ve. La luz de la conciencia moderna no es suave ni reverente; no demuestra magnani­midad en presencia del misterio; quiere desentrañar y con­trolar lo desconocido. La conciencia moderna es similar a la luz blanca fuerte y brillante de un quirófano. Esta luz de neón es demasiado directa y clara para ofrecer su amis­tad al mundo umbrío del alma. No acoge de buen grado lo que es discreto y oculto. La mente celta profesaba un respe­to extraordinario por el misterio y la hondura del alma in­dividual.

Los celtas que reconocían que cada alma tiene su pro­pia forma; la vestimenta espiritual de una persona jamás le cae bien al alma de otra. Obsérvese que la palabra revela­ción deriva de revelare, es decir, volver a velar. Vislumbra­mos el mundo del alma a través de una apertura en un velo que vuelve a cerrarse. No hay acceso directo, permanen­te o público a lo divino. Cada destino tiene una curvatura única que debe encontrar su propia comunión y orienta­ción espiritual. La individualidad es la única puerta hacia nuestro potencial y bendición espiritual.

Cuando la búsqueda espiritual es demasiado intensa y ávida, el alma permanece oculta. El alma jamás puede ser percibida en su integridad. Se encuentra más cómoda en una luz que admite la sombra. Antes de que existiera la electricidad, a la noche se encendían velas. Ésta es la luz ideal para acoger la oscuridad; ilumina suavemente las ca­vernas e incita a la imaginación. La vela permite que la os­curidad conserve sus secretos. En su llama hay sombras y color. La percepción a la luz de la vela es la forma de luz más apropiada y respetuosa para acercarse al mundo inte­rior. No impone al misterio nuestra torturada transparen­cia. La mirada fugaz es suficiente. La percepción a la luz de la vela demuestra la delicadeza y el respeto apropiados al misterio y la autonomía del alma. Semejante percepción se siente cómoda en el umbral. No necesita ni desea invadir el temenos donde reside lo divino.

En nuestro tiempo se utiliza el lenguaje de la psicología para abordar el alma. 
Es ésta una ciencia maravillosa. En muchos sentidos, ha sido el explorador lanzado a la aven­tura heroica de descubrir el mundo interior virgen. En nuestra cultura de inmediatez sensorial, la psicología ha abandonado en buena medida la fecundidad y la reveren­cia del mito y sufre la tensión de la conciencia de neón, que es impotente para recuperar o abrir el mundo del alma en toda su densidad y profundidad. El misticismo celta reco­noce que en lugar de descubrir el alma u ofrecerle nuestros débiles cuidados, debemos permitir que ella nos descubra y nos cuide. Su actitud es de ternura para con los senti­dos y carente de agresividad espiritual. 

Las historias, la poesía y la oración celtas se expresan en un lenguaje que evidente­mente antecede al discurso, un lenguaje de observación lí­rica y reverente. En ocasiones recuerda la pureza del haiku japonés. Sobrepasa el nudoso lenguaje narcisista de la autorreflexión para crear una forma lúcida de palabras a través de la cual resplandecen la naturaleza y la divinidad en su hondura sobrenatural. La espiritualidad celta reco­noce la sabiduría y la luz lenta que pueden cuidar y dar profundidad a tu vida. Cuando despierta el alma, tu desti­no se agita al impulso de la creatividad.


Aunque el destino se revela lenta y parcialmente, in­tuimos su intención en el rostro humano. Siempre me ha fascinado la presencia humana en un paisaje. Cuando uno camina por las montañas y se encuentra con otro, tiene una fuerte conciencia de que el rostro humano es como un icono proyectado contra la soledad de la naturaleza. La cara es un umbral donde un mundo contempla el exterior y otro mira su propio interior. Los dos mundos se reúnen en la cara. Detrás de cada una hay un mundo oculto que nadie puede ver. La belleza de lo espiritual reside en la pro­fundidad de una amistad interior que puede cambiar total­mente lo que se toca, ve y palpa. En cierto sentido, la cara es el lugar donde el alma se vuelve indirectamente visible. Pero el alma sigue siendo esquiva porque la cara no puede expresar directamente todo lo que se intuye y siente. No obstante, con la edad y la memoria la cara refleja gradual­mente la travesía del alma. Cuanto más anciano es el ros­tro, mayor la riqueza del reflejo.

Nacer es ser elegido

Nacer es ser elegido. Nadie está aquí por casualidad. Cada uno fue enviado a cumplir un destino particular. A veces el significado profundo de un suceso sale a la luz cuando se lo interpreta de manera espiritual. Considérese el momento de la concepción: las posibilidades son infinitas. Pero en la mayoría de los casos se concibe un solo niño. Esto parece sugerir la intervención de cierta selectividad. Ésta sugiere a su vez la presencia de una providencia protectora que te soñó, te creó y se ocupa de tí. Nadie te consultó acerca de los grandes problemas que forjan tu destino: cuándo ha­brías de nacer, dónde y de qué padres. Imagina la diferen­cia en tu vida si hubieras nacido en la casa vecina. No se te ofreció un destino para elegir. Dicho de otra manera. Se dispuso un destino especial para ti. Pero también se te dio libertad y creatividad para trascender los dones, crear un conjunto de nuevas relaciones y forjar una identidad cons­tantemente renovada, que incluye la vieja pero no se limita a ella. Éste es el ritmo secreto del crecimiento, que obra dis­cretamente detrás de la fachada exterior de tu vida. El des­tino crea el marco exterior de la experiencia y la vida; la li­bertad encuentra y llena su forma interior.

Millones de años antes de que llegaras, se preparó cui­dadosamente el sueño de tu individualidad. Se te envió a una forma de destino que te permitiría expresar el don singu­lar que traes al mundo. Cada persona tiene un destino sin­gular. Cada uno debe hacer algo que nadie más puede. Si otro pudiera cumplir tu destino, sería él quien ocuparía tu lugar y tú no estarías aquí. Es en lo más profundo de tu vida donde descubrirás la necesidad invisible que te trajo aquí. Cuando empiezas a desentrañarlo, tu don y la capacidad de emplearlo cobran vida. Tu corazón se acelera y la urgencia de vivir reaviva la llama de tu creatividad. Si puedes despertar este sentido del destino, entras en consonancia con el ritmo de tu vida. Pierdes esa consonancia cuando reniegas de tu potencial y tu talento, cuando te refugias en la mediocridad para desoír la llamada. Cuando eso sucede, tu vida se vuelve aburrida, rutinaria, o cae en el automatismo anónimo. El ritmo es la clave secreta del equilibrio y la co­munión. No caerá en la falsa satisfacción ni en la pasivi­dad. 

Es el ritmo de un equilibrio dinámico, de una buena disposición del espíritu, una ecuanimidad que no está con­centrada en sí misma. Este sentido del ritmo es antiguo. La vida nació en el océano; cada uno viene de las aguas del útero; el flujo y reflujo de las mareas vive en nuestra respi­ración. Cuando estás en consonancia con el ritmo de tu naturaleza, nada perjudicial puede alcanzarte. La Provi­dencia está en comunión contigo; te protege y te transpor­ta a tus nuevos horizontes. Ser espiritual es estar en conso­nancia con el propio ritmo.


El mundo subterráneo celta como resonancia

A menudo pienso que el mundo interior es como un paisa­je. Aquí, en nuestro mundo de piedra caliza, nunca se aca­ban las sorpresas. Es hermoso hallarse en la cima de una montaña y descubrir un manantial que sale de debajo de las grandes piedras. Viene del corazón de la montaña, allí donde jamás penetró ojo humano. La sorpresa del manan­tial sugiere fuentes arcaicas de conciencia que despiertan en nuestro interior. Con súbita frescura nacen nuevos ma­nantiales.
No es casual que en el mundo celta los manantiales fueran sagrados. Se veían como umbrales entre el mundo subterráneo oscuro e ignoto y el mundo exterior de la luz y la forma.
En tiempos antiguos se concebía la tierra de Irlanda como el cuerpo de una diosa. Se veneraba los manantiales como lugares por donde manaba la divinidad. Como dijo Manannan MacLir: «Quien no beba de la fuente no tendrá sabiduría». Aún hoy la gente visita los manantiales sagra­dos. Visitan varios, caminando en el sentido de las agujas del reloj, y con frecuencia dejan exvotos. En cada uno en­cuentran distintas clases de curación.
Cuando brota un manantial en la mente, surgen nue­vas posibilidades; uno encuentra en sí mismo una pro­fundidad y una vitalidad desconocidas. El irlandés James Stephens se refiere a este arte del despertar cuando dice:

«La única barrera es nuestra disposición». Con frecuencia permanecemos exiliados, marginados del mundo fecundo del alma simplemente porque no estamos dispuestos. De­bemos preparar el corazón y la mente. Son muchas las ben­diciones y la belleza próximas que nos están destinadas, pero no pueden entrar en nuestra vida porque no estamos preparados para recibirlas. El tirador está en el lado inte­rior de la puerta; sólo uno mismo puede abrirla. A veces nuestra falta de preparación se debe a la ceguera, el miedo, la deficiente autoestima. Cuando estemos preparados, se­remos bendecidos. En ese momento la puerta del corazón será la puerta del Cielo. Shakespeare lo dijo en El rey Lear. «Los hombres han de sobrellevar/su partida como sucedió con su llegada;/lo único que importa es la madurez».

Transfigurar el amor propio: liberar el alma

A veces nuestros proyectos espirituales nos alejan de nues­tra comunión interior. Nos volvemos adictos a los métodos y proyectos de la psicología y la religión. Estamos tan de­sesperados por aprender a ser que nuestra vida pasa y des­cuidamos la práctica de ser. Uno de los aspectos jubilosos del intelecto celta es su sentido de la espontaneidad. Ésta constituye uno de los mayores dones espirituales. Ser es­pontáneo es huir de la jaula del amor propio al confiar en aquello que lo trasciende. El amor propio es uno de los ma­yores enemigos de la comunión espiritual. Tiene poco que ver con la forma verdadera de la individualidad. Es un yo falso, nacido del miedo y una actitud defensiva, una coraza protectora que erigimos en torno de nuestros afectos. Es un producto de la timidez, de la incapacidad de confiar en el Otro y respetar la propia Alteridad. Uno de los mayores conflictos en la vida es el que se libra entre el amor propio y el alma. El amor propio, por sentirse amenazado, es competi­tivo y tenso; por el contrario, el alma se siente atraída por lo sorprendente, espontáneo, nuevo y fresco. Evita lo cansado, gastado o repetitivo. La imagen del manantial que brota de la costra dura del suelo revela la frescura que puede brotar súbi­tamente del corazón dispuesto a las nuevas vivencias.

No hay programas espirituales

En nuestra época hay una gran obsesión por los programas espirituales. Éstos tienden a ser muy lineales. Imaginan la vida espiritual como un viaje con una serie de etapas. Cada una tiene su propia metodología, negativismo y posibilida­des. Semejante plan suele convertirse en un fin en sí mis­mo. Arroja sobre uno el peso de su propia presencia natu­ral. Un plan así puede dividirnos y separarnos de lo más íntimo de nuestro ser. Se abandona el pasado por irredento, el presente se utiliza como punto de apoyo de un futuro que promete santidad, integración o perfección. 

El tiempo, al ser reducido a un progreso lineal, es despojado de pre­sencia. El místico del siglo XIV Juan Eckhart, llamado Maestro Eckhart, revisa drásticamente el concepto mismo de proyecto espiritual. Según él, no existe la travesía espiri­tual. Es una idea algo escandalosa, pero vivificante. Una travesía espiritual, si existiera, tendría unos centímetros de longitud y muchos kilómetros de profundidad. Estaría en consonancia con el ritmo de tu naturaleza profunda y tu presencia. Esta sabiduría nos reconforta. No tienes que ale­jarte de tu yo para entrar en conversación con tu alma y los misterios del mundo espiritual. Lo eterno tiene un lugar... dentro de ti.

Lo eterno no está en otra parte; no es remoto. No hay nada tan próximo como lo eterno. Lo dice la bella frase cel­ta: Tá tir na n-ógar chulán tí -tír álainn trina chéile-. «La tierra de la juventud eterna está detrás de la casa, una hermosa tierra contenida en sí misma». El mundo eterno y el mortal no son paralelos; están unidos. Así lo dice la hermosa ex­presión gaélica fighte fuaighte: «tejidos entretejidos».

Detrás de la fachada de nuestra vida normal, el destino eterno forja nuestros días y caminos. El despertar del espí­ritu humano es un regreso a casa. Sin embargo, irónicamente, nuestro sentido de lo conocido suele militar contra ese regreso. Hegel dijo que «una cosa sigue siendo desco­nocida precisamente porque nos es familiar». Es un con­cepto poderoso. Detrás de la fachada de lo familiar nos aguardan cosas extrañas. Así sucede en nuestras casas, donde vivimos, e incluso con las personas que viven con nosotros. El mecanismo de familiaridad introduce una gran insensibilidad en las amistades y otras relaciones. Re­ducimos la imprevisibilidad y el misterio de la persona y el paisaje a la imagen exterior conocida. Pero es una mera fa­chada. La familiaridad nos permite someter, controlar y en definitiva olvidar el misterio. Hacemos las paces con la imagen superficial a la vez que nos apartamos de la Alteridad y la fecunda turbulencia que ella disimula. La familia­ridad es una de las formas más sutiles y penetrantes de alie­nación humana.

En un libro de conversaciones con Pedro Mendoza, Gabriel García Márquez dijo acerca de su relación de trein­ta años con su esposa Mercedes: «La conozco tan bien que no tengo la menor idea de quién es en realidad.» Para Már­quez, la familiaridad incita a la aventura y el misterio. Por el contrario, las personas más próximas a nosotros a veces se vuelven tan familiares que se pierden en una distancia sin estímulo ni sorpresa. 

La familiaridad puede ser una muerte discreta, una rutina que se prolonga sin ofrecer nuevos desafíos ni aliento.
Esto sucede también con nuestra vivencia de los luga­res que conocemos. Recuerdo mi primera noche en Tu-binga. Pasaría cuatro años allí, estudiando a Hegel, pero esa primera noche la ciudad me era extraña y totalmente desconocida. «Mírala muy bien», pensé, «porque nunca volverás a verla así. Y así fue. Al cabo de una semana co­nocía el camino a las aulas, el comedor y la biblioteca. Una vez conocidas las rutas a través de esa tierra extraña, en poco tiempo se volvió familiar y dejé de verla tal como era.

Para muchos es difícil despertar al mundo ulterior, so­bre todo cuando su vida se ha vuelto excesivamente rutina­ria. Les resulta difícil encontrar algo nuevo, interesante o incitante en su existencia insensibilizada. Sin embargo, ya se nos ha dado codo lo que necesitamos para el viaje. Por consiguiente, hay mucho de insólito en la luz umbría del mundo espiritual. Debemos conocer mejor esa luz discre­ta. El primer paso para despertar a tu vida interior, a la pro­fundidad y la promesa de tu soledad, sería que te conside­raras momentáneamente un extraño en lo más profundo de tu ser. Visualizarte como un forastero, alguien que ha desembarcado en tu vida, es un ejercicio liberador. Esta meditación te ayuda a quebrar la llave de fuerza de la auto-satisfacción y la rutina. Poco a poco empiezas a intuir el misterio y la magia que hay en tí. Comprendes que no eres el dueño impotente de una vida insensible, sino un hués­ped de paso provisto de bendiciones y posibilidades que no pudiste inventar ni ganar.

El cuerpo es tu única casa

Es algo misterioso que el cuerpo humano sea arcilla. El in­dividuo es el lugar de encuentro de los cuatro elementos. La persona es una forma de arcilla que vive en el medio aéreo. Pero el fuego de la sangre, el pensamiento y el alma discurre por el cuerpo. Toda su vida y energía discurren por el círculo sutil del elemento acuático. Hemos surgido ¿e las profundidades de la Tierra. Piensa en los millones de continentes de arcilla que jamás tendrán la oportunidad de abandonar este mundo subterráneo. La arcilla jamás en­contrará una forma para ascender y expresarse en el mun­do de la luz, sino que vivirá eternamente en la tierra ignota de las sombras. Por este motivo, la idea celta que sostiene que el mundo subterráneo no es oscuro, sino un mundo de espíritus, es muy hermosa. 

En Irlanda se cree que Tuatha Dé Dannan, la tribu celta desterrada de la superficie de Ir­landa, vive en el mundo subterráneo. Desde allí gobiernan la fertilidad de la tierra. 
Por consiguiente, cuando un rey era coronado, se desposaba simbólicamente con la diosa. De esta manera su reinado ayudaría a su pueblo. Los celtas eran un pueblo agrícola y rural. Esto ha afectado en gran medida a nuestra visión inconsciente del paisaje irlandés. Éste no es sólo natural, sino que posee cierta luminosidad. Nos sentimos en comunión con él. Cada parcela tiene su nombre y ha sido escenario de algún suceso. Posee una memoria secreta y callada, una historia de presencias don­de nada se pierde ni se olvida. En la obra teatral The Gigli Concert, de Tom Murphy, un hombre anónimo pierde si­multáneamente el sentido del paisaje y la capacidad de co­municarse consigo mismo.

El misterio del paisaje irlandés está contado en histo­rias y leyendas de distintos lugares. Los cuentos de fantas­mas y espíritus son innumerables. Un gato mágico cuida un antiguo tesoro en un gran campo. Hay una fascinante red de cuentos sobre la independencia y la estructura del mundo espiritual. El cuerpo humano ha surgido de este mundo subterráneo. Por consiguiente, en tu cuerpo la ar­cilla adquiere una forma que nunca tuvo. Así como es un gran privilegio que tu arcilla haya salido a la luz, también es una gran responsabilidad.
En tu cuerpo de arcilla salen a la luz y se expresan cosas hasta ahora desconocidas, presencias que jamás tuvieron forma o luz en otro individuo. 

Parafraseando a Heidegger, que dijo que «el hombre es pastor del ser», podemos decir que el hombre es pastor de arcilla. Representas un mundo desconocido que te pide le prestes voz. A veces sientes una felicidad que no corresponde a tu biografía in­dividual, sino a la arcilla de la que fuiste hecho. En otras ocasiones, el pesar cae sobre ti como una bruma sobre el paisaje. Es tan sombría que puede paralizarte. No debes in­terferir con este desplazamiento de los sentimientos. Antes bien, deberías reconocer que esta emoción corresponde a tu arcilla más que a tu mente. Lo sabio es dejar que pase la tormenta, que va en camino hacia otra parte. Solemos olvi­dar que la arcilla posee una memoria anterior a nuestra mente, una vida propia que precedió a su forma actual. Po­demos parecer modernos, pero somos antiguos, hermanos y hermanas en la misma arcilla. En cada uno, una parte dis­tinta del misterio se vuelve luminosa. Para llegar a ser y de­venir tu yo, necesitas el resplandor antiguo de otros.

Nuestra esencia es un bello componente de la natura­leza. El cuerpo conoce esta comunión y la anhela. No nos destierra espiritual ni afectivamente. El cuerpo humano se siente a sus anchas en la Tierra. Se diría que una astilla clavada en la mente es la dolorosa raíz de tanto exilio. Esta tensión entre la arcilla y la mente es la fuente de toda creati­vidad. Es la tensión interior entre lo antiguo y lo nuevo, lo conocido y lo desconocido. Este ritmo sólo puede ser apre­hendido por la imaginación, la única capaz de navegar ese ínterin sublime donde se tocan las distintas fuerzas inte­riores. La imaginación está empeñada en la justicia de la integridad. En un conflicto interior, no escogerá un bando y reprimirá o desterrará al otro; tratará de iniciar una con­versación profunda entre ambos para que pueda nacer algo original. La imaginación ama los símbolos porque re­conoce que la divinidad interior sólo puede hallar expre­sión en forma simbólica. A través de la imaginación, el alma crea y construye su vivencia profunda. La imagina­ción es el espejo más reverente del mundo interior.

La individualidad no tiene por qué ser solitaria o estar aislada. Como dice la bella frase de Cicerón: Numquam minus solus quam cum solus. Uno puede armonizar con la propia individualidad si la ve como una expresión profun­da o sacramento de la arcilla antigua. Cuando se produce un despertar del amor y la amistad, se puede revelar esta arcilla interior. Si conocieras bien el cuerpo de la persona amada, sabrías dónde estuvo su arcilla antes de adquirir forma en ella. Podrías intuir las diversas tonalidades de su arcilla: acaso una parte venga de la orilla de un lago sereno, otra de lugares solitarios de la naturaleza, otras en fin de lu­gares ocultos y desconocidos. Nunca sabemos cuántos lu­gares de la naturaleza se encuentran en el cuerpo humano. No todo el paisaje es exterior, una parte se ha introducido en el alma. La presencia humana huele a paisaje.

El mundo celta había desarrollado un sentido profun­do de la complejidad del individuo. Con frecuencia surgen conflictos interiores allí donde coinciden distintas partes de la memoria de nuestra arcilla; puede reinar allí una energía bruta, irrefrenable. El reconocimiento de nuestra naturaleza de arcilla puede traernos una armonía más anti­gua. Puede devolvernos al ritmo antiguo que habitamos antes de que nos dividiera la conciencia. Uno de los aspec­tos más bellos del alma es que constituye el terreno de en­cuentro entre la separación del aire y la comunión de la tierra. El alma media entre el cuerpo y la mente; abriga y contiene a ambos. En este sentido primordial, el alma es imagina­tiva.

El cuerpo está en el alma

Debemos aprender a confiar en el aspecto indirecto de nuestro yo. Tu alma es el lado oblicuo de tu mente y cuer­po. El pensamiento occidental enseña que el alma está en el cuerpo. Sostiene que está encerrada en una región especial, pequeña y sutil de éste. Suele imaginarla de color blanco. Cuando muere la persona, parte el alma y el cuerpo se de­rrumba. Diría que es una versión falsa del alma. El criterio más antiguo enfoca el problema de la relación entre alma y cuerpo en sentido inverso. El cuerpo está en el alma. Tu alma es más extensa que tu cuerpo, abarca a éste y también la mente. Sus antenas son más perceptivas que las de la mente o el yo. Si confiamos en esta dimensión umbría, lle­gamos a nuevos lugares en la aventura humana. Pero para ser, debemos liberarnos; si no dejamos de forzarnos, jamás entraremos en comunión con nosotros mismos. Hay algo antiguo en nuestro interior que crea la novedad. En verdad, se necesita muy poco para desarrollar un auténtico sentido de la propia individualidad espiritual. Una de las cosas absolutamente esenciales para ello es el silencio, la otra es la soledad.

La soledad es una de las cosas más valiosas del espíritu humano. No es lo mismo que el abandono. Cuando te sientes abandonado, adquieres una conciencia punzante de tu separación. La soledad puede ser un regreso a tu co­munión más profunda. Uno de los aspectos más bellos que poseemos como individuos es la presencia de lo incon­mensurable en nosotros. En cada uno hay un punto de ab­soluta desconexión de todo y de todos. Es un tesoro, aun­que asusta reconocerlo. Significa que no podemos seguir buscando fuera las cosas que necesitamos dentro. Las ben­diciones que anhelamos no están en otros lugares o perso­nas. Sólo tu propio yo puede dártelas. Su patria es el fuego de tu alma.

Ser natural es ser santo

En Irlanda occidental hay muchas casas con fogón y chi­menea. En invierno, cuando visitas a alguien, atraviesas el paisaje frío y desolado hasta llegar al fogón, donde te aguardan el calor y la magia del fuego. El fuego de turba es una presencia antigua. La turba viene de la tierra, trae re­cuerdos de árboles, campos y tiempos antiguos. Es extraño quemar la tierra en la intimidad de la casa. Me fascina la imagen del fogón como lugar de regreso y calidez.
En la soledad interior de todos hay un fogón cálido y ful­gurante. La idea de inconsciente, aunque profunda y ma­ravillosa, hace que a veces se tenga miedo de volver a ese fogón particular. Mal interpretamos el inconsciente si pen­samos que es un sótano donde alojamos nuestras repre­siones y el daño que nos hacemos a nosotros mismos. 

El miedo a nosotros mismos nos hace imaginar que dentro tenemos monstruos. Dice Yeats: «El hombre necesita un valor temerario para descender al abismo de sí mismo». Pero lo cierto es que estos demonios no ocupan todo el in­consciente. La energía primordial del alma nos reserva un calor y una acogida maravillosos. Uno de los motivos por los que se nos puso en la Tierra fue para establecer esta re­lación con nosotros mismos, esta amistad interior. Los de­monios nos acosarán mientras tengamos miedo. Todas las aventuras mitológicas clásicas exteriorizan los demonios. Al presentar batalla, el héroe se engrandece, alcanza nuevos niveles de creatividad y equilibrio. 

Cada demonio interior es portador de una preciosa bendición que curará y libe­rará. Para recibir ese don, debes dejar a un lado tu miedo y afrontar el riesgo de pérdidas y cambios que trae consigo cada encuentro interior.

Los celtas poseían un maravilloso conocimiento intui­tivo de la complejidad de la psique. Creían en varias pre­sencias divinas. Lugh era el dios más venerado. Era un dios de luz y de los dones. El Luminoso. La antigua festividad de Lunasa lleva su nombre. La diosa de la Tierra era Anu, madre de la fecundidad. También reconocía el origen divino de la negatividad y la oscuridad. Había tres diosas madres de la guerra: Morrigan, Macha y Bodbh. Las tres cumplen un papel crucial en la antigua epopeya, Taín. Los dioses y las diosas siempre estaban vinculados con algún lugar. Las presencias divinas se manifestaban sobre todo en árbo­les, manantiales y ríos. Alentada por esa rica trama de pre­sencias divinas, la psique antigua jamás estuvo tan aislada y alienada como la moderna. Para remediar esa alienación de nuestro tiempo es vital que recuperemos el alma.

En términos teológicos o espirituales, podemos con­cebir esta desconexión absoluta con la totalidad como un vacío sagrado en el alma que nada exterior puede colmar. A veces tratamos desesperadamente de colmarlo con pose­siones, trabajo o creencias, pero éstas nunca se afirman. Siempre caen y nos dejan más inermes e indefensos que nunca. Llega el momento en que te das cuenta de que ya no puedes seguir disimulando ese vacío. Mientras no oigas su llamada, serás un fugitivo interior, huyendo de refugio en refugio, nada que se parezca a una casa. La naturalidad es santidad, pero es muy difícil ser natural, es decir, sentirse cómodo con la propia naturaleza. Si estás fuera de tu yo, si siempre buscas más allá de él, desconoces la llamada de tu propio misterio. Cuando reconoces la soledad de tu inte­gridad y te acoges a su misterio, tus relaciones con otros ad­quieren nuevo calor, aventura, asombro.

La espiritualidad es sospechosa cuando se emplea como anestésico para engañar la sed espiritual. Esa espiri­tualidad es producto del miedo a la soledad. Quien afronta la soledad con coraje aprende que no tiene motivos para temer. La expresión «no temas» aparece trescientas sesenta y seis veces en la Biblia. En el corazón de tu soledad hay un ali­vio. Cuando lo comprendes, pierdes la mayor parte del miedo que rige tu vida. Apenas se transfigura tu miedo, en­tras en consonancia con el ritmo de tu yo.

La mente bailarina

Hay muchas clases de soledad. La del sufrimiento cuando atraviesas la oscuridad es una sensación intensa y terrible de abandono. Las palabras son incapaces de expresar tu dolor; lo que transmiten a otros está muy alejado, es muy distinto de tu verdadero sufrimiento. Todos hemos conoci­do ese momento sombrío. La conciencia popular sabe que en esas ocasiones debes tratarte a ti mismo con extraordi­naria ternura. Amo la vista de un campo de maíz en el oto­ño. Cuando pasa el viento, el maíz no permanece erguido ni trata de resistir su fuerza, porque lo arrancaría de raíz. No. El maíz se mece con el viento, se inclina hasta el suelo y después se yergue para recuperar su posición y su equi­librio. Asimismo sucede con cierta araña depredadora, que jamás teje su tela entre dos objetos duros como piedras porque el viento la arrancaría. 

Instintivamente la teje entre dos hojas de hierba. Cuando pasa el viento, la tela se inclina con la hierba y después vuelve a su punto de equilibrio. És­tas son bellas imágenes de una mente en consonancia con su propio ritmo. Cuando endurecemos nuestra men­te, cuando nos aferramos a nuestras ideas o creencias, ejer­cemos una presión terrible sobre ella, perdemos la suavi­dad y la flexibilidad que hacen a la comunión, el refugio protector. A veces la mejor cura para tu alma es flexibilizar ciertas ideas que endurecen y cristalizan tu mente; porque éstas te alejan de tu propia profundidad y belleza. Se diría que la creatividad requiere una tensión flexible y moderada. Aquí es útil la imagen del violín. 
Las cuerdas excesivamente tensas o flojas se rompen. Cuando están debidamente afi­nadas, el violín puede soportar una fuerza tremenda y producir sonidos poderosos y tiernos.

La belleza ama los lugares abandonados

Sólo en la soledad puedes descubrir el sentido de tu propia belleza. El artista divino no envió a nadie aquí desprovisto de la hondura y la luz de la belleza divina. Ésta suele quedar oculta detrás de la fachada gris de la rutina. Tu belleza se te aparecerá en la soledad. En Conamara, donde abundan las aldeas de pescadores, tienen el siguiente dicho: Is fánach an áit a gheobfá gliomach, es decir, «En el lugar inesperado o descuidado encontrarás la langosta». En los rincones y re­covecos abandonados de tu esquiva soledad hallarás el te­soro que siempre has buscado en otra parte. Esto dijo Ezra Pound: «La belleza se complace en evitar el resplandor des­lumbrante. Prefiere los lugares abandonados, porque sabe que sólo allí encontrará la clase de luz que repite su forma, su dignidad y su naturaleza.» En cada persona reside una belleza profunda. La cultura moderna está obsesionada por la belleza artificial. Ha estandarizado la belleza y la ha convertido en un producto de venta más. En su sentido real, la belleza es la iluminación de tu alma.

El alma contiene una linterna que vuelve luminosa tu soledad. Ésta no tiene por qué ser abandono. Puede desper­tar a su tibia luminosidad. El alma redime y transfigura todo porque es espacio divino. Cuando habitas plenamente tu soledad y experimentas sus extremos de aislamiento y abandono, encontrarás que en su centro no hay abandono ni vacío, sino intimidad y refugio. En tu soledad sueles acercarte más a la comunión y la afinidad que en tu vida social o en el mundo público. En este nivel, la memoria es la gran amiga de la soledad. Cuando ésta madura, comienza la cosecha de la memoria. Wordsworth lo resume en su reac­ción al recuerdo de los narcisos: «A menudo, cuando estoy tendido en el sofá/con ánimo ausente o meditabundo/se aparecen al ojo interior, /que es la dicha de la soledad».

Tu personalidad, creencias y función son en realidad una técnica o una estrategia para atravesar la rutina diaria. Cuando estás librado a tus propios medios o cuando des­piertas durante la noche, puede aflorar el conocimiento verdadero. Puedes intuir el equilibrio secreto de tu alma. Cuando recorres la distancia interior hasta lo divino, la distancia exterior desaparece. Paradójicamente, la con­fianza en tu comunión interior altera drásticamente tu co­munión exterior. Si no encuentras comunión en tu sole­dad, tu anhelo exterior seguirá sediento y desesperado.

El interior nos reserva una maravillosa acogida. El Maestro Eckhart ilustra este concepto al decir que en el alma hay un lugar que no pueden tocar el espacio, el tiem­po ni la carne. Es el lugar eterno de nuestro seno. Te harías un precioso regalo si acudieras a él con frecuencia para nu­trirte, fortalecerte y remozarte. Las cosas más profundas que necesitas no están en otra parte. Están aquí y ahora, en el círculo de tu propia alma. La amistad y santidad verda­deras permiten a la persona visitar asiduamente el fogón de esta soledad; esta bendición incita a buscar otras en su san­tidad.


Los pensamientos son nuestros sentidos interiores

Nuestra vida en el mundo nos llega bajo la forma del tiem­po. Por consiguiente, nuestra expectativa es una fuerza creativa y a la vez constructiva. Si lo único que esperas ha­llar en tu interior son los elementos reprimidos, abandonados y vergonzosos de tu pasado o el acoso de Ja sed, sólo encontrarás vacío y desesperación. Si no vuelves el ojo be­nigno de la expectativa creadora a tu mundo interior, ja­más encontrarás nada allí. Tu manera de ver las cosas es la fuerza más poderosa que da forma a tu vida. En un sentido vital, la percepción es la realidad.

La fenomenología demuestra que toda conciencia es conciencia de algo. El mundo jamás está fuera de nosotros. Nuestra intencionalidad lo construye. En general cons­truimos nuestro mundo de manera tan natural que somos inconscientes de lo que estamos haciendo en este preciso instante. Se diría que el mismo ritmo de construcción obra hacia nuestro interior. Nuestra intencionalidad construye los paisajes de nuestro mundo interior. Tal vez ha llegado el momento de una fenomenología del alma. El alma crea, forma y puebla nuestra vida interior. La puerta a nuestra identidad más profunda no se encuentra en el análisis me­cánico. Debemos escuchar al alma, expresar su sabiduría de forma poética y mística. Es tentador emplearla como un receptáculo más para nuestras energías analíticas frustra­das y exhaustas. Conviene recordar que desde los tiempos antiguos el alma era profunda, peligrosa e imprevisible precisamente porque se la concebía como la presencia de lo divino en nuestro interior. Separada de la santidad, se vuelve una cifra inocua. Despertar el alma es viajar hacia la frontera donde la experiencia se inclina ante la alteridad en tremens et fascinans.

Existe una conexión íntima entre la manera que mira­mos las cosas y lo que llegamos a descubrir. Si puedes aprender a contemplar tu yo y tu vida con espíritu benig­no, creativo y aventurero, siempre hallarás algo que te sor­prenda. Dicho de otra manera, jamás percibimos nada de manera total y pura. Todo lo vemos a través de la lente del pensamiento. Tu manera de pensar determina lo que des­cubres. El Maestro Eckhart lo expresó con esta bella frase:
«Los pensamientos son nuestros sentidos interiores». Sabe­mos que cualquier deterioro que sufran nuestros sentidos exteriores reduce la presencia del mundo para nosotros:
Si eres miope, el mundo se vuelve borroso; si pierdes el oído, un silencio sordo reemplaza la música o la voz de tu amado. Asimismo, si tus pensamientos sufren deterioro, si son negativos o se ven disminuidos, jamás descubrirás nada fecundo o bello en tu alma. 
Si los pensamientos son nuestros sentidos interiores y permitimos que su­fran menoscabo, las riquezas de nuestro mundo interior jamás  vendrán a nuestro encuentro. 
Debemos imaginar con mayor coraje si hemos de acoger la creación en ma­yor plenitud.

El pensamiento te relaciona con tu mundo interior. Si los pensamientos no son tuyos, son de segunda mano. Cada uno debe aprender el lenguaje singular de su alma. En ese lenguaje hallarás una lente del pensamiento qué aclare e ilu­mine el mundo interior. Dostoievsky dice que muchas per­sonas llegan al final de la vida sin hallarse jamás a sí mismas en sí mismas. Si temes tu soledad o si vas a su encuentro con pensamientos arraigados o menoscabados, jamás lle­garás a lo profundo de ti. Cuando permitas que tu luz inte­rior te despierte, ése será un gran momento en tu vida. Tal vez sea la primera vez que contemplas tu yo tal como es. 

El misterio de tu presencia jamás se puede reducir a tu papel, tus actos, tu amor propio o tu imagen. Eres una esencia eterna; ésa es la razón antigua de tu presencia. Vislumbrar esta esencia es entrar en armonía con tu destino y con la providencia que siempre vela por tus días y tus caminos. El proceso de autodescubrimiento nunca es fácil; puede generar sufrimiento, dudas, desaliento. Pero no debemos evitar la integridad de nuestro ser para reducir el dolor.


Soledad ascética

La soledad ascética puede ser penosa. Te retiras del mundo para obtener una visión más clara de quién eres, qué haces y adonde te lleva la vida. La gente que se consagra a ello lle­va una vida contemplativa. Cuando visitas a alguien en su casa, ocupan la puerta y el umbral las tramas de presencia de todas las recepciones y despedidas que suceden en ellos. Si visitas un claustro o un convento de vida contemplativa, nadie vendrá a recibirte. Entras, haces sonar una campana y una persona aparece detrás de una ventana con barrotes. Son casas especiales que alojan a los supervivientes de la sole­dad. Se han desterrado de la adoración exterior de la tierra para aventurarse en el espacio interior donde los sentidos no tienen nada que celebrar.

La soledad ascética requiere silencio. Éste es una de las grandes víctimas de la cultura moderna. Vivimos una épo­ca intensa, visualmente agresiva; todo es incitado hacia el exterior, hacia la sensación de la imagen. En una cultura cada vez más homogeneizada y universalista es lógico que la imagen tenga semejante poder. A medida que todo entra en una red, ciertas imágenes acceden a la universalidad ins­tantánea. Existe una moderna industria de la dislocación, increíblemente sutil y poderosamente calculadora, en la cual se desconoce por completo todo aquello que es profundo y vive en silencio en nuestro interior. El poder de las imágenes seduce constantemente la superficie de nuestra mente. Se produce un desahucio siniestro; constantemente se arrastra la vida de la gente hacia el exterior. 
La publicidad y la reali­dad social exterior, implacables propietarios del mundo moderno, expulsan el alma del mundo interior. Este exilio exterior nos empobrece. Muchas personas sufren estrés, no porque hagan cosas estresantes, sino porque dejan muy poco tiempo para el silencio. La soledad fecunda es incon­cebible sin silencio ni espacio.

El silencio es uno de los grandes umbrales del mundo. Los celtas reconocían en el silencio y lo desconocido los compañeros entrañables de la travesía humana. Los salu­dos y despedidas que iniciaban y ponían fin a las conversa­ciones eran siempre bendiciones. La poesía y la oración celtas trasuntan la sensación de que las palabras emergen de un silencio profundo, reverente. En lo fundamental existe el gran silencio que va al encuentro del lenguaje; to­das las palabras provienen del silencio. Las palabras pro­fundas, resonantes, curativas y fecundas están cargadas de silencio ascético. 

El lenguaje que no reconoce su afinidad con la realidad es banal, denotativo, puramente discursivo. El lenguaje de la poesía viene del silencio y a él retoma. Una de las víctimas de la cultura moderna es la conversación. Cuando hablas con alguien, generalmente oyes una anéc­dota superficial o un catálogo de novedades terapéuticas. Es lamentable oír que una persona se describe según el proyecto en que está embarcada o el trabajo exterior que supone su función. Cada persona es destinataria cotidiana de nuevos pensamientos y sensaciones inesperadas. Pero éstos no encuentran acogida ni expresión en nuestra inte­racción social ni en la forma en que acostumbramos des­cribirnos. 

Esto es decepcionante en vista de que las cosas más profundas que heredamos nos vinieron por vía de las conversaciones significativas. En la verdadera conversación hay imprevisibilidad, peligro, resonancia; puede tomar cualquier cariz y roza constantemente lo inesperado, lo desconocido. No es una estructura imaginada por el solitario amor propio; crea comunidad. Buena parte de nuestra conversación recuerda a la araña que teje maniáticamente una tela de lenguaje fuera de sí misma. Nuestros monólo­gos paralelos con sus tartamudeos entrecortados sólo refuerzan el aislamiento. Hay poca paciencia para el silencio de donde surgen las palabras o el que se encuentra entre y dentro de ellas. Cuando lo olvidamos o descuidamos, va­ciamos nuestro mundo de sus presencias secretas y sutiles. Ya no podemos conversar con los muertos o ausentes.

El silencio es hermano de lo divino

El silencio es hermano de lo divino. Según el Maestro Eckhart, nada en el mundo se parece tanto a Dios como el silencio. Es un gran amigo íntimo que pone al descu­bierto los tesoros de la soledad. Esa cualidad de silencio in­terior es de muy difícil acceso. Debes crear un espacio para que obre en ti. En cierto sentido, el arsenal y el léxico de terapias, psicologías y proyectos espirituales son inne­cesarios. Si confías en tu soledad y tienes expectativas con ella, todo lo que necesitas saber te será revelado. El poeta francés René Char escribió unos versos maravillosos: «La intensidad es silenciosa, la imagen no lo es. Amo todo lo que me deslumbra y acentúa mi oscuridad interior». Es una imagen del silencio como fuerza que descubre las pro­fundidades ocultas.

Una de las obligaciones de la amistad verdadera es escuchar con sentimiento y creatividad los silencios ocultos. Con frecuencia los secretos no son revelados por las palabras; están ocultos en el silencio entre ellas o en la profundidad de lo inexpresable entre dos personas. En la vida moderna nos sentimos apremiados a expresarnos. La calidad de lo expresado suele ser superficial y repetitiva. Es deseable una mayor tolerancia del silencio, ese silencio fecundo que es la fuente de nuestro lenguaje más expresivo.
La profundidad y la esencia de una amistad se reflejan en la calidad y el amparo del silencio entre dos personas.

Cuando empiezas a hacerte amigo de tu silencio inte­rior, una de las primeras cosas que descubrirás es la cháchara superficial en tu mente. Una vez que la reconoces, el silencio se profundiza. Empieza a surgir una distinción en­tre las imágenes que te has hecho de tu yo y tu propia natu­raleza profunda. A veces el conflicto en nuestra espirituali­dad se debe mucho más a las imágenes superficiales que elaboramos que a nuestra naturaleza más profunda. Des­pués nos abocamos a elaborar una gramática y geometría de la relación entre las imágenes y posiciones superficiales, y descuidamos nuestra naturaleza profunda.

La multitud en el fogón del alma

La individualidad nunca es sencilla ni unidimensional. Con frecuencia parece haber una multitud dentro del co­razón individual. Los griegos creían que las figuras de los sueños eran personajes que abandonaban el cuerpo del sor ñador, salían al mundo a vivir sus aventuras y regresaban antes de que éste despertara. En lo más profundo del cora­zón humano no hay un yo singular sencillo, sino toda una galería de distintos yos. 

Cada figura expresa un aspecto de tu naturaleza. Aveces entran en contradicción y en conflicto. Si confrontas esas contradicciones a nivel superficial, puedes desatar una pelea interior que te acosaría hasta el fin de tus días. Es frecuente ver personas interiormente di­vididas. Viven en una zona de guerra permanente y jamás han penetrado hasta el fogón de la afinidad donde las dos fuerzas no son enemigas sino que son distintos aspectos de una sola comunión.

No podemos encarnar en la acción la multiplicidad de seres que encontramos en nuestras meditaciones más profundas. Pero nuestro desconocimiento de esos innu­merables yos empobrece gravemente nuestra existencia e impide el acceso al misterio. Hablamos de la imaginación y sus riquezas; con frecuencia la reducimos a una técnica para resolver problemas.

Debemos desarrollar un sentido nuevo de la maravi­llosa complejidad del yo. Necesitamos modelos o pautas de pensamiento justas y adecuadas a ella. La gente se asusta al descubrir su propia complejidad; a martillazos de pensa­mientos de segunda mano reducen el colorido paisaje in­terno a una lámina gris. Se obligan a ser conformistas. Se someten, dejan de ser presencias vividas, incluso para sí mismas. 

La contradicción como tesoro

Una de las formas más interesantes de la complejidad es la contradicción. Es necesario redescubrir la contradicción como fuerza creadora en el alma. A partir de Aristóteles, la tradición intelectual occidental ha tachado la contradic­ción como presencia de lo imposible y, por consiguiente, índice de lo falso y lo ilógico. Sólo Hegel tuvo la previsión, la sutileza y la generosidad de miras para reconocer en la contradicción la fuerza compleja del crecimiento que des­deña el desarrollo lineal para despertar las energías acumu­ladas de una vivencia. 

La turbulencia de su conversación interior genera una integridad de transfiguración, no ese cambio falso que significa el mero reemplazo de una ima­gen, superficie o sistema por otro. Esta perspectiva permite una concepción más compleja de la verdad. Exige una ética de la autenticidad que incorpora y trasciende las intencio­nes simplistas de la sola sinceridad.
Tenemos que ser más pacientes con nuestro sentido de la contradicción interior para permitir que sus distintas di­mensiones entablen conversación en nuestro seno. 

La con­tradicción posee una luz secreta y una energía vital. Donde hay energía, hay vida y crecimiento. Tu soledad ascética permitirá que tus contradicciones afloren con fuerza y cla­ridad. Si eres fiel a esa energía, llegarás a participar de una armonía más profunda que cualquier contradicción. Esta te infundirá valor para afrontar la profundidad, el peligro y la oscuridad de tu vida.

Asombra comprobar la desesperación con que nos aferramos a aquello que nos hace desdichados. Nuestra personalidad herida se vuelve una fuente de placer perver­so y consolida nuestra identidad. No queremos curarnos porque ello significaría aventurarnos a lo desconocido. Con frecuencia parecemos adictos destructivos a lo negativo. Eso que se llama negativo suele ser la forma superficial de la contradicción. Si mantenemos nuestra desdicha en este nivel superficial, alejamos esa transfiguración, en apa­riencia amenazante pero en última instancia redentora y curativa que resulta de asumir nuestra contradicción inte­rior. Debemos revalorar eso que consideramos negativo. Rilke decía que la dificultad es uno de los mejores amigos del alma. 

Enriqueceríamos nuestra vida si acordáramos a la negatividad la misma hospitalidad que damos a lo que nos da alegría y placer. Evitar lo negativo es incitar su recurrencia. Debemos buscar nuevas formas de comprenderlo e integrarlo. Es uno de los amigos más entrañables de tu des­tino. Contiene energías esenciales que necesitas y que no hallarás en otra parte. El arte puede iluminar el camino, porque contiene insinuaciones de lo negativo que permi­ten a tu imaginación participar de sus posibilidades. 

La vivencia del arte puede ayudarte a construir una amistad fe­cunda con lo negativo. Cuando te paras frente a un cuadro de Kandinsky, entras en una iglesia del color donde la litur­gia de la contradicción es elocuente y gloriosa. Cuando es­cuchas a Martha Argerich interpretar el tercer concierto para piano de Rachmaninof, experimentas la liberación de fuerzas contradictorias que amenazan y ponen a prueba a cada paso la magnífica simetría formal que las sustenta.

Sólo puedes hacerte amigo de lo negativo si reconoces que no es destructivo. A veces parece que la moral es ene­miga del crecimiento. Concebimos faIsamente las normas morales como descripciones de la orientación y los deberes del alma. Pero los mejores pensadores de la filosofía moral dicen que son meras señales indicadoras del conjunto de valores latente en nuestras decisiones o provocado por ellas. Las normas morales nos incitan a obrar con honor, comprensión y justicia. Cada persona y cada situación son tan distintas que jamás pueden ser meras descripciones.

Cuando advertimos una inmoralidad interior, tendemos a ser severos con nosotros mismos y a emplear la cirugía mo­ral para extirpar al culpable. Pero con ello sólo consegui­mos atraparlo en nuestro interior. Confirmamos nuestra visión negativa de nosotros mismos y desconocemos nues­tro potencial de crecimiento. Hay una paradoja extraña en el alma: cuanto más tratas de evitar o eliminar esta cualidad molesta, más te persigue. La única manera eficaz de poner fin al desasosiego consiste en transfigurarlo, dejar que se convierta en algo creativo y positivo que te enriquezca.

Un aspecto alentador de lo negativo es su sinceridad. No miente. Cuando trates de alentar la ausencia en lugar de habitar la presencia, te lo dirá claramente. Cuando en­tras en tu soledad, una de las primeras presencias que se anuncia es lo negativo. Nietzsche dijo que uno de los mejo­res días de su vida fue aquel en que decidió que sus cualida­des negativas eran las mejores que poseía. En esta suerte de bautismo, lejos de desterrar aquello que a primera vista pa­rece desagradable, uno lo integra en su vida. Ésta es la tarea lenta y difícil de la autorrecuperación. Todos tienen ciertas cualidades o presencias en el corazón que son molestas, perturbadoras y negativas. Ser generoso con ellas es un deber sagrado. 

En cierto sentido es el deber de ser padre afectuoso para esas cualidades extraviadas. La generosidad curará lentamente su negatividad, aliviará su miedo y les ayudará a comprender que el alma es un fogón donde no imperan el juzgamiento ni el deseo febril de poseer una identidad rígida y limitada. La amenaza de lo negativo es po­derosa precisamente porque incita a practicar la caridad y la autoliberación, un arte resistido con empeño por nuestro intelecto mezquino. Tu previsión es tu patria y como tal debe contener muchas moradas para albergar tu desen­frenada divinidad. Esta integración respeta la multiplici­dad de yos del interior. Lejos de obligarlos a formar una unidad artificial, les permite cohesionarse como un todo al que cada uno aporta sus características únicas.


Este ritmo de autorrecuperación exige tu generosidad y sentido del riesgo, no sólo en lo interior, sino también en el nivel interpersonal. Se trata probablemente del territorio incierto del que hablaba Jesús al exhortarte a amar a tu ene­migo. Debemos ser cuidadosos en la elección de «enemi­gos». Un alma despierta sólo debe tener «enemigos» dignos. 
Un enemigo digno puede revelar tu negatividad y poten­cialidad. Aprender a amar a tus enemigos es conquistar una libertad que trasciende el rencor y la amenaza.

JOHN O´DONOHUE


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