REGENERACIÓN CONTINUA DEL TIEMPO
No hay razón para dejarse desconcertar por la heterogeneidad de
los materiales que hemos examinado en las página anteriores. Nuestra
intención no es extraer de una rápida exposición una conclusión
histórico-etnográfica cualquiera. Hemos apuntado únicamente a un
análisis fenomenológico sumario de los ritos periódicos de purificación
(expulsión de los demonios, enfermedades y pecados) y de los
ceremoniales de fin y principio de año. Somos los primeros en reconocer
que en el interior de cada grupo de creencias análogas existen matices,
diferencias, incompatibilidades, que el origen y difusión de esos
ceremoniales plantean una cantidad de problemas insuficientemente
estudiados todavía. Por eso precisamente hemos evitado toda
interpretación sociológica o etnográfica, y nos hemos conformado con
una simple exégesis del sentido general que se desprende de todos esos
ceremoniales.
En definitiva, nuestra ambición es comprender su sentido,
esforzarnos por ver lo que nos muestran, aun cuando reservemos para
investigaciones futuras el examen particular —genético o histórico— de
cada conjunto mítico-ritual.
Cae de su peso que existen, y estaríamos tentados de escribir que
deben existir, diferencias bastante considerables entre los diversos grupos
de ceremonias periódicas, aunque sólo fuera por la sencilla razón de que
se trata de pueblos o de capas “históricas” y “ahistóricas”, de lo que
generalmente se llaman civilizados y “primitivos”.
Además es
interesante observar que los escenarios de Año Nuevo en los cuales se
repite la Creación son más particularmente explícitos en los pueblos
históricos, aquéllos con los cuales comienza la historia propiamente
dicha, es decir, los babilonios, egipcios hebreos, iranios. Diríase que esos
pueblos, conscientes de que eran los primeros en edificar la “historia”,
registraron sus propios actos para uso de sus sucesores (empero, no sin
transfiguraciones inevitables en las categorías y los arquetipos, como lo
hemos visto en el capítulo precedente). Esos mismos pueblos parecen,
por lo demás, haber sentido de modo más profundo la necesidad de
regenerarse periódicamente aboliendo el tiempo pasado y reactualizando la cosmogonía.
En cuanto a las sociedades “primitivas”
que aún viven en el paraíso de los arquetipos (para las cuales el tiempo
sólo está registrado biológicamente, sin que se le permita transformarse
en “historia”, es decir, sin que se le deje ejercer sobre la conciencia su
corrosiva acción consistente en la revelación de la irreversibilidad de los
acontecimientos), se regeneran periódicamente por la expulsión de los
“males” y la confesión de los pecados; hasta podríamos decir que ciertos
pueblos expresan los momentos cosmogónicos en términos vegetales. La
necesidad que esas sociedades sienten también de una regeneración
periódica es una prueba de que ellas tampoco pueden mantenerse sin
cesar en lo que anteriormente llamábamos el “paraíso de los arquetipos”,
y de que su memoria consigue hallar (mucho menos interesante, sin
duda, que la de un hombre moderno) la irreversibilidad de los
acontecimientos, es decir, registrar la “historia”. Así, pues, también para
esos pueblos primitivos la existencia del hombre en el Cosmos se
considera como una caída.
La morfología inmensa y monótona de la
confesión de los pecados, magistral-mente estudiada por R. Pettazzoni
en La confessione dei peccati, nos muestra, que aun en las más simples
sociedades humanas, la memoria “histórica”, es decir, el recuerdo de
acontecimientos que no derivan de ningún arquetipo, el de los
acontecimientos “personales” (“pecados” en la mayor parte de los casos),
es insoportable. Sabemos que en el origen de la confesión de los pecados
se halla una concepción mágica de la eliminación de la falta por un
medio físico (sangre, palabra, etcétera).
Pero lo que nos interesa no es el
procedimiento de la confesión en sí —es de estructura mágica— sino la
necesidad del hombre primitivo de librarse del recuerdo del “pecado”,
es decir, de una secuencia de acontecimientos “personales” cuyo
conjunto constituye la “historia”.
Está relacionada con ello la inmensa importancia adquirida por la
regeneración colectiva por medio de la repetición del acto cosmogónico
en los pueblos creadores de la historia.
Podríamos recordar que, por
razones diferentes, claro está, pero también debido a la estructura
metafísica y antihistórica de la espiritualidad hindú, los hindúes no han
elaborado un escenario cosmológico de Año Nuevo de las proporciones
de los que se encuentran en el Cercano Oriente.
También podríamos
recordar ahora que un pueblo histórico por excelencia, el pueblo romano,
vivió sin cesar con la obsesión del “fin de Roma” y buscó innumerables
sistemas de renovatio.
Pero no quisiéramos, por el momento, llevar al
lector por esa vía. Nos contentaremos, pues, con recordar que fuera de
esas ceremonias periódicas de abolición de la “historia”, las sociedades tradicionales (es decir, todas la sociedades hasta la de hoy) conocían y
aplicaban otros métodos diversos para lograr la regeneración del tiempo.
Por lo demás, hemos mostrado (Comentarii la legenda Mesterului
Manóle; véase también el capítulo precedente) que los rituales de
construcción presuponen asimismo la imitación más o menos explícita
del acto cosmogónico.
Para el hombre tradicional, la imitación de un
modelo arquetípico es una reactualización del momento mítico en que el
arquetipo fue revelado por vez primera. Por consiguiente, también esos
ceremoniales, que no son ni periódicos ni colectivos, suspenden el
transcurso del tiempo profano, la duración, y proyectan al que los
celebra in illo tempore. Hemos visto que todos los rituales imitan un
arquetipo divino y que su actualización continua ocurre en el mismo
instante mítico atemporal.
Sin embargo, los ritos de construcción nos
descubren algo más: la imitación, y por ende la reactualización, de la
cosmogonía. Una “era nueva” se abre con la construcción de cada casa.
Toda construcción es un principio absoluto, es decir, tiende a restaurar el
instante inicial, la plenitud de un presente que no contiene traza alguna
de “historia”.
Claro está que los rituales de construcción que
encontramos en nuestros días son en buena parte supervivencias, y es
difícil precisar en qué medida les corresponde una experiencia en la
conciencia de quienes las observan. Pero esta objeción racionalista es
desdeñable. Lo que importa es que el hombre sintió la necesidad de
reproducir la cosmogonía en sus construcciones, fuesen de la especie que
fuesen; que esa reproducción lo hacía contemporáneo del momento
mítico del principio del Mundo, y que sentía la necesidad de volver con
toda la frecuencia que fuera posible a ese momento mítico para
regenerarse. Muy perspicaz sería quien pudiera decir en qué medida los
que en la actualidad observan los rituales de construcción están
capacitados todavía para participar en su misterio. Sin duda sus
experiencias son más bien profanas: la “nueva era” marcada por una
construcción se traduce en una “etapa nueva” de la vida de quienes van
a habitar la casa.
Pero la estructura del mito y del rito no deja de
permanecer inmutable, pese a que las experiencias provocadas por su
actualización no tengan ya más que un carácter profano: una
construcción es una organización nueva del mundo y de la vida. Para
encontrar la experiencia de la renovación, a un hombre moderno, de
sensibilidad menos cerrada al milagro de la vida, le bastaría el momento
en que construye una casa o penetra en ella (exactamente como el Año
Nuevo conserva todavía el prestigio del final de un pasado y del
comienzo de una “vida nueva”).
La Luna
es el primer muerto, pero también el primer muerto que resucita. En otro
lugar hemos mostrado la importancia de los mitos lunares en la
organización de las primeras “teorías” coherentes respecto de la muerte
y a la resurrección, la fertilidad y la regeneración, las iniciaciones,
etcétera. Aquí bastará que recordemos que si la Luna sirve de hecho para
“medir” el tiempo (en las lenguas indoeuropeas la mayor parte de los
términos que designan los meses y la Luna derivan de la raíz me-, que ha
dado en latín tanto mensis como metior, “medir”), si sus fases revelan —
mucho antes que el año solar y de manera mucho más concreta— una
unidad de tiempo (el mes), a la par revela el “eterno retorno”.
Las fases de la Luna —aparición, crecimiento, mengua, desaparición
seguida de reaparición al cabo de tres noches de tinieblas— han
desempeñado un papel importantísimo en la elaboración de las
concepciones cíclicas. Encontramos sobre todo concepciones análogas en
los apocalipsis y las antropogonías arcaicas; el diluvio o la inundación
ponen fin a una humanidad agotada y pecadora, y una nueva humanidad regenerada nace, habitualmente de un “antepasado” mítico,
salvado de la catástrofe, o de un animal lunar. El análisis estratigráfico
de esos grupos de mitos pone de manifiesto su carácter lunar. Esto
significa que el ritmo lunar no sólo revela intervalos cortos (semana,
mes), sino que sirve también de arquetipo para duraciones
considerables; de hecho, el “nacimiento” de una humanidad, su
crecimiento, su decrepitud (su “desgaste”) y su desaparición son
asimilados al ciclo lunar. Y esta asimilación no es sólo importante porque
nos revela la estructura “lunar” del devenir universal, sino también por
sus consecuencias optimistas: pues así como la desaparición de la Luna
nunca es definitiva, puesto que necesariamente va seguida de una luna
nueva, la desaparición del hombre no lo es mucho más y especialmente
la desaparición incluso de toda una humanidad (diluvio, inundación,
sumersión de un continente, etcétera) nunca es total, pues una
humanidad renace de una pareja de sobrevivientes.
Esta concepción cíclica de la desaparición y de la reaparición de la
humanidad se ha conservado igualmente en las culturas históricas.
En el
siglo iii a. de C. Beroso vulgarizaba en todo el mundo helénico —de
donde había de difundirse luego entre los romanos y los bizantinos— la
doctrina caldea del “Año Magno”. En ella se considera el Universo como
eterno, pero es aniquilado y reconstruido periódicamente cada “Año
Magno” (el correspondiente número de milenios varía de una a otra
escuela); cuando los siete planetas se reúnen en el signo de Cáncer
(“Invierno Grande”) se producirá un diluvio; cuando se encuentren en el
signo de Capricornio (es decir, en el solsticio de verano del “Año
Magno”) el Universo entero será consumido por el fuego. Es probable
que esta doctrina de conflagraciones universales periódicas fuese
igualmente compartida por Heráclito (por ejemplo, fragmento 26B=66
D).
En todo caso domina el pensamiento de Zenón y toda la cosmología
estoica. El mito de la combustión universal (ekpyrosis) gozó de verdadero
crédito entre el siglo I a. de C. y el III d. de C. en todo el mundo romanooriental;
pasando sucesivamente a formar parte de considerable número
de gnosis derivadas del sincretismo greco-iranio-judaico. Ideas similares
se encuentran en la India y en Irán (influidas sin duda —al menos en sus
fórmulas astronómicas— por Babilonia) y también entre los mayas del
Yucatán y los aztecas de México. Habremos de volver sobre estas
cuestiones, pero es conveniente destacar ya lo que anteriormente hemos
llamado su “carácter optimista”. De hecho, ese optimismo se limita a la
conciencia de la normalidad de la catástrofe cíclica, a la certeza de que
tiene un sentido y, sobre todo, de que jamás es definitiva.
En la “perspectiva lunar”, tanto la muerte del hombre, como la
muerte periódica de la humanidad, son necesarias, del mismo modo que
lo son los tres días de tinieblas que preceden el “renacimiento” de la
luna. La muerte del hombre y de la humanidad son indispensables para
que éstos se regeneren.
Una forma sea cual fuere, por el hecho de que existe como tal y
dura, se debilita y se gasta; para retomar vigor le es menester ser
resorbida en lo amorfo, aunque sólo fuera un instante; ser reintegrada en
la unidad primordial de la que salió; en otros términos, volver al “caos”
(en el plano cósmico), a la “orgía” (en el plano social), a las “tinieblas”
(para las simientes), al “agua” (bautismos en el plano humano,
“Atlántida” en el plano histórico, etcétera).
Adviértase que lo que domina en todas esas concepciones cósmicomitológicas
lunares es el retorno cíclico de lo que antes fue, el “eterno
retorno”, en una palabra. Aquí también volvemos a encontrar el motivo
de la repetición de un hecho arquetípico, proyectado en todos los planos:
cósmico, biológico, histórico, humano, etcétera. Pero descubrimos al
mismo tiempo la estructura cíclica del tiempo, que se regenera a cada
nuevo “nacimiento”, cualquiera que sea el plano que se produzca.
Ese
“eterno retorno” delata una ontología no contaminada por el tiempo y el
devenir. Así como los griegos, en el mito del eterno retorno, buscaban
satisfacer su sed metafísica de lo “óntico” y de lo estático (pues, desde el
punto de vista de lo infinito, el devenir de las cosas que vuelven sin cesar
en el mismo estado es por consiguiente implícitamente anulado y hasta
puede afirmarse que “el mundo queda en su lugar”), del mismo modo el
“primitivo”, al conferir al tiempo una dirección cíclica, anula su
irreversibilidad. Todo recomienza por su principio a cada instante.
El
pasado no es sino la prefiguración del futuro. Ningún acontecimiento es
irreversible y ninguna transformación es definitiva. En cierto sentido,
hasta puede decirse que nada nuevo se produce en el mundo, pues todo
no es más que la repetición de los mismos arquetipos primordiales; esa
repetición, que actualiza el momento mítico en que la hazaña arquetípica
fue revelada, mantiene sin cesar al mundo en el mismo instante auroral
de los comienzos.
El tiempo se limita a hacer posible la aparición y la
existencia de las cosas. No tiene ninguna influencia decisiva sobre esa
existencia, puesto que también él se regenera sin cesar.
Hegel afirmaba que en la Naturaleza las cosas se repiten hasta lo
infinito y que “no hay nada nuevo bajo el sol”. Todo lo referido hasta
ahora confirma la existencia de idéntica visión en el horizonte de la
conciencia arcaica: las cosas se repiten hasta lo infinito y en realidad
nada nuevo ocurre bajo el sol. Pero esa repetición tiene un sentido, como lo hemos visto en el capítulo precedente: sólo ella confiere una realidad a los
acontecimientos. Además, a causa de la repetición, el tiempo está
suspendido, o por lo menos está atenuado en su virulencia. Pero la
observación de Hegel es significativa por otra razón: Hegel se esfuerza
por fundar una filosofía de la historia en la cual el acontecimiento
histórico, aunque irreversible y autónomo, podría sin embargo
encuadrarse en una dialéctica aun abierta.
Para Hegel, la historia es
“libre” y siempre “nueva”, no se repite; pero a pesar de todo se conforma
a los planes de la Providencia; tiene, pues, un modelo (ideal, pero no deja
de ser un modelo) aun en la dialéctica del Espíritu. A esa historia que no
se repite, Hegel opone la “Naturaleza”, en la que las cosas se reproducen
hasta el infinito. Pero hemos visto que, durante un lapso bastante
extenso, la humanidad se opuso por todos los medios a la “historia”.
¿Podemos sacar en conclusión de todo eso que durante todo ese período
la humanidad permaneció en la Naturaleza, sin apartarse de ella? “Sólo
el animal es verdaderamente inocente”, escribió Hegel al principio de
sus Lecciones sobre la Filosofía de la Historia. Los primitivos no siempre se
sentían inocentes, pero intentaban volver a serlo por la confesión
periódica de sus faltas.
¿Es lícito ver, en esa tendencia a la purificación, la
nostalgia del paraíso perdido de la animalidad?
¿O es más bien menester
percibir en ese deseo de no tener “memoria”, de no registrar el tiempo y
de contentarse sólo con soportarlo como una dimensión de la existencia
—pero sin “interiorizarlo”, sin transformarlo en conciencia— la sed del
primitivo por lo “óntico”, su voluntad de ser, como son los seres
arquetípicos cuyas acciones reproduce sin cesar?
Mircea Eliade
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