Con este capítulo quisiéramos abordar la vida humana y la
“existencia histórica” desde un nuevo punto de vista. El hombre arcaico
—ya lo hemos visto— intenta oponerse, por todos los medios a su
alcance, a la historia, considerada como una sucesión de acontecimientos
irreversibles, imprevisibles y de valor autónomo. Niégase a aceptarla y a
valorarla como tal, como historia, sin conseguir, no obstante, conjurarla
siempre; por ejemplo, nada puede contra las catástrofes cósmicas, los
desastres militares, las injusticias sociales vinculadas a la estructura
misma de la sociedad, a las desgracias personales, etcétera. Por eso sena
interesante saber cómo soportaba esa “historia” el hombre arcaico; es
decir, cómo sufría las calamidades, la mala suerte y los “padecimientos”
que tocaban a cada individuo y a cada colectividad.
¿Qué significa “vivir” para un hombre perteneciente a las culturas
tradicionales? Ante todo, vivir según modelos extrahumanos, conforme
a los arquetipos.
Por consiguiente, vivir en el corazón de lo real, puesto
que —en el capítulo i ha sido ello suficientemente subrayado— lo único
verdaderamente real son los arquetipos. Vivir de conformidad con los
arquetipos equivalía a respetar la “ley”, pues la ley no era sino una
hierofanía primordial, la revelación in illo tempore de las normas de la
existencia, hecha por una divinidad o un ser mítico. Y si por la repetición
de las acciones paradigmáticas y por medio de las ceremonias
periódicas, el hombre arcaico conseguía, como hemos visto, anular el
tiempo, no por eso dejaba de vivir en concordancia con los ritmos
cósmicos; incluso podríamos decir que se integraba a dichos ritmos
(recordemos sólo cuan “reales” son para él el día y la noche, las
estaciones, los ciclos lunares, los solsticios, etcétera).
¿Qué podrían significar en el cuadro de semejante existencia el
“padecimiento” y el “dolor”?
En ningún caso una experiencia
desprovista de sentido que el hombre no puede “soportar” en la medida en que es inevitable, como soporta, por ejemplo, los rigores del clima.
Cualesquiera fuesen la naturaleza y la causa aparente, su padecimiento
tenía un sentido; respondía, si no siempre a un prototipo, por lo menos a
un orden cuyo valor no era discutido. Se ha dicho que el gran mérito del
cristianismo, frente a la antigua moral mediterránea, fue haber valorado
el sufrimiento: haber transformado el dolor de estado negativo en
experiencia de contenido espiritual “positivo”.
La aserción vale en la
medida en que se trata de una valoración del sufrimiento y aun de buscar
el dolor por sus cualidades salvadoras. Pero si la humanidad precristiana
no buscó el sufrimiento y no lo valoró (fuera de unas raras excepciones)
como instrumento de purificación y de ascensión espiritual, jamás lo
consideró como desprovisto de significación.
Hablamos aquí,
evidentemente, del sufrimiento en cuanto acontecimiento, en cuanto hecho
histórico, del padecimiento provocado por una catástrofe cósmica (sequía,
inundación, tempestad, etcétera), una invasión (incendio, esclavitud,
humillación, etcétera) o las injusticias sociales, etcétera.
Si tales padecimientos pudieron ser soportados fue precisamente
porque no parecían gratuitos ni arbítranos. Los ejemplos serían
superfluos; están al alcance de la mano. El primitivo que ve su campo
devorado por la sequía, su ganado diezmado por la enfermedad, su hijo
enfermo, que se siente él también con fiebre, o que comprueba que es un
cazador demasiado a menudo sin suerte, etcétera, sabe que todas esas
circunstancias no incumben al azar, sino a ciertas influencias mágicas o
demoníacas, contra las cuales el brujo o el sacerdote disponen de armas.
Así, del mismo modo que la comunidad lo hace cuando se trata de una
catástrofe cósmica, se dirige al brujo para eliminar la acción mágica, o al
sacerdote para que los dioses le sean favorables. Si esas intervenciones
no dan resultado, los interesados recuerdan la existencia del Ser
Supremo, casi olvidado el resto del tiempo, y le ruegan mediante la
ofrenda de sacrificios.
“Tú, el Altísimo, no te me lleves a mi hijo; ¡todavía
es demasiado pequeño!”, imploran los nómadas selknam de Tierra del
Fuego. “ ¡ Oh Tsuni-goam —se lamentaban los hotentotes—, sólo tú
sabes que no soy culpable!” Durante la tempestad, los pigmeos semang
se arañan las pantorrillas con un cuchillo de bambú y esparcen por todos
lados gotitas de sangre, gritando: “¡Ta Pedon!
No estoy endurecido; pago
mi culpa. ¡Acepta mi deuda, al pago!”.1 Subrayemos de paso un punto
que hemos desarrollado en forma detallada en nuestro Traite d’Histoire
des Religions: en el culto de los pueblos llamados primitivos, los Seres
Supremos celestiales no intervienen sino en última instancia, cuando
todas las diligencias hechas ante los dioses, los demonios o los brujos,
con el fin de alejar un “sufrimiento” (sequía, exceso de lluvia, calamidad, enfermedad, etcétera) han fracasado. Los pigmeos semang, en esa
ocasión, confiesan las faltas de que se creen culpables, costumbre que
vuelve a encontrarse esporádicamente en otras partes, donde igualmente
acompaña el último recurso para eludir un padecimiento.
Sin embargo, cada momento del tratamiento mágico-religioso del
“sufrimiento” ilustra con limpidez el sentido de este último: proviene de
la acción mágica de un enemigo, de una infracción a un tabú, del paso
por una zona nefasta, de la cólera de un dios o —cuando las demás
hipótesis resultan inoperantes— de la voluntad o del enojo del Ser
Supremo.
El primitivo —y no sólo él, como al instante veremos— no
puede concebir un “sufrimiento”* no provocado; éste proviene de una
falta personal (si está convencido de que es una falta religiosa) o de la
maldad del vecino (caso que el brujo descubra que se trata de una acción
mágica), pero siempre hay una falta en la base; o por lo menos una causa,
identificada en la voluntad del Dios Supremo olvidado, a quien el hombre
se ve obligado a dirigirse en última instancia. En cada uno de los casos,
el “sufrimiento” se hace coherente y por consiguiente llevadero. El
primitivo lucha contra ese “sufrimiento” con todos los medios mágicoreligiosos
a su alcance, pero lo soporta moralmente, porque no es absurdo.
El momento crítico del “sufrimiento” es aquel en que aparece; el
padecimiento sólo perturba en la medida en que su causa permanece
todavía ignorada.
En cuanto el brujo o el sacerdote descubre la causa por
la cual los hijos o los animales mueren, la sequía se prolonga, las lluvias
arrecian, la casa desaparece, etcétera, el “sufrimiento” empieza a hacerse
soportable; tiene un sentido y una causa, y por consiguiente puede ser
incorporado a un sistema y explicado.
Lo que acabamos de decir del “primitivo” se aplica también en
buena parte al hombre de las culturas arcaicas. Ciertamente, los motivos
que sirven como justificación del sufrimiento y el dolor varían según los
pueblos, pero la justificación vuelve a encontrarse en todas partes. En
general puede decirse que el sufrimiento es considerado como la
consecuencia de un extravío con relación a la “norma”. Cae de su peso
que esa “norma” difiere de un pueblo a otro y de una civilización a otra.
Pero lo importante para nosotros es que el sufrimiento y el dolor no son
en parte alguna —en el cuadro de las civilizaciones arcaicas—
considerados como “ciegos” y desprovistos de sentido.
* Precisemos una vez más que, desde el punto de vista de los
pueblos o de las clases ahistóricas, el "sufrimiento" equivale a la
"historia".
Esta equivalencia puede verificarse aún en nuestros días en las
civilizaciones campesinas europeas.
Así, los hindúes elaboraron tempranamente una concepción de la
causalidad universal, el karma, que explica los acontecimientos y
padecimientos actuales del individuo, y a un mismo tiempo explica la
necesidad de las transmigraciones. A la luz de la ley del karma, los
sufrimientos no sólo hallan un sentido, sino que adquieren también un
valor positivo. Los sufrimientos de la existencia actual no sólo son
merecidos —puesto que son el efecto fatal de los crímenes y de las faltas
cometidos en el curso de las existencias anteriores—, sino además
bienvenidos, pues sólo de ese modo es posible recordar y liquidar una
parte de la deuda kármica que pesa sobre el individuo y decide el ciclo
de sus existencias futuras.
Según la concepción hindú, todo hombre nace
con una deuda, pero con la libertad de contraer otras nuevas. Su
existencia forma una larga serie de pagos y préstamos cuya contabilidad
no siempre es aparente. El que no está totalmente desprovisto de
inteligencia puede sobrellevar con serenidad los sufrimientos, los
dolores, los golpes que recibe, las injusticias de que se le hace objeto,
etcétera, porque por cada una de ellas resuelve una ecuación kármica
que en el curso de una existencia anterior quedó sin solución.
Evidentemente, la especulación hindú buscó y descubrió muy pronto
medios por los cuales el hombre puede librarse de la cadena sin fin,
causa-efecto-causa, etcétera, regida por la ley kármica. Pero semejantes
soluciones no invalidan en nada el sentido de los sufrimientos; al
contrario, lo refuerzan. Lo mismo que el yoga, el budismo parte del
principio de que la existencia entera es dolor, y ofrece la posibilidad de
superar de manera definitiva y concreta la sucesión ininterrumpida de
sufrimientos en que se resuelve toda existencia humana en último
análisis. Pero el budismo, como el yoga y como cualquier otro método
hindú de conquista de la libertad, no pone en duda un solo instante la
“normalidad” del dolor.
Para el Vedanta el sufrimiento sólo es “ilusorio”
en la medida en que lo es el Universo entero; ni la experiencia humana
del dolor ni el Universo, son realidades en el sentido ontológico del
término. Fuera de la excepción constituida por las escuelas materialistas
Lokayata y Charvaka —para las cuales no existe ni “alma” ni “Dios”, y
que consideran que rehuir el dolor y buscar el placer es el único fin
sensato que pueda proponerse el hombre—, toda la India concede a los
sufrimientos, sea cual fuere su naturaleza (cósmicos, psicológicos o
históricos), un sentido y una función bien determinados. El karma
garantiza que todo cuanto se produce en el mundo ocurre de
conformidad con la ley inmutable de la causa y del efecto.
Si bien en ningún otro caso del mundo arcaico hallamos una
fórmula tan explícita como la del karma para explicar la “normalidad” de los sufrimientos, no obstante en todas partes encontraremos igual
tendencia a conceder al dolor y a los acontecimientos históricos una
“significación normal”.
No se trata de mencionar aquí todas las
expresiones de esa tendencia. Un poco por todas partes encontramos la
concepción arcaica (que domina en los primitivos) según la cual el
sufrimiento es imputable a la voluntad divina, ya sea que intervenga ésta
directamente para producirlo, ya que permita a otras fuerzas,
demoníacas o divinas, que lo provoquen. La destrucción de una cosecha,
la sequía, el saqueo de una ciudad por el enemigo, la pérdida de la
libertad o de la vida, una calamidad sea cual fuere (epidemia, terremoto,
etcétera), nada deja de hallar, de uno u otro modo, su explicación y su
justificación en lo trascendente, en la economía divina. Ya sea porque el
dios de la ciudad vencida fuera menos poderoso que el del ejército
victorioso, ya porque hubiera una falta ritual de la comunidad entera o
solamente de una simple familia hacia una divinidad cualquiera, o
también porque entraran en juego sortilegios, demonios, negligencias,
maldiciones, la explicación responde siempre a un sufrimiento
individual o colectivo. Y por consiguiente es, puede ser, soportable.
Hay más: en el área mediterráneo-mesopotámica, los padecimientos
del hombre fueron muy tempranamente relacionados con los de un Dios.
Era dotarlos de un arquetipo que les confería a la vez realidad y
“normalidad”. El antiquísimo mito del sufrimiento, de la muerte y de la
resurrección de Tammuz tiene paralelos e imitaciones en casi todo el
mundo paleooriental, y se han conservado huellas de él hasta en la
gnosis poscristiana. Resultaría fuera de lugar abordar aquí los orígenes
cosmológico-agrícolas y la estructura escatológica de Tammuz. Nos
limitaremos a recordar que los sufrimientos y la resurrección de
Tammuz suministraron también modelo a los sufrimientos de otras
divinidades (Marduk por ejemplo), y sin duda fueron imitados (por
consiguiente repetidos) cada año por el rey.
Las lamentaciones y los
regocijos populares con que se conmemoraban los sufrimientos, la
muerte y la resurrección de Tammuz, o de cualquier otra divinidad
cósmico-agraria, tuvieron en la conciencia del Oriente arcaico una
resonancia cuya amplitud no se aprecia debidamente. Pues no se trataba
sólo de un presentimiento de la resurrección que seguirá a la muerte del
hombre, sino asimismo de la virtud consoladora de los sufrimientos de
Tammuz para, cada hombre en particular. Cualquier sufrimiento podía
soportarse con tal de rememorar el drama de Tammuz.
Pues ese drama mítico recordaba al hombre que el sufrimiento
nunca es definitivo, que la muerte es siempre seguida por la
resurrección, que toda derrota es anulada y superada por la victoria final. La analogía entre esos mitos y el drama lunar esbozado en el
capítulo anterior es evidente. Lo que ahora queremos hacer notar es que
Tammuz —o toda otra variante del mismo arquetipo— justifica o, en
otros términos, hace llevaderos, los sufrimientos del “justo”.
El Dios —
como tantas veces el “justo”, el “inocente”— sufría sin ser culpable. Se lo
humillaba, se lo golpeaba hasta sangrar, encerrado en un “pozo”, es
decir, en el Infierno. Ahí es donde la Gran Diosa (o, en las versiones
tardías y gnósticas, un “mensajero”) lo visitaba, le daba valor y lo
resucitaba. Ese mito tan consolador del sufrimiento del dios tardó mucho
en desaparecer de la conciencia de los pueblos orientales. El profesor
Geo Widengren, por ejemplo, cree volver a encontrarlo entre los
prototipos maniqueístas y mandeanos,2 pero seguramente con las
inevitables alteraciones y las valencias nuevas adquiridas en la época del
sincretismo grecooriental. En todo caso, un hecho se impone a nuestra
atención: que tales escenarios mitológicos presentan una estructura en
extremo arcaica, y derivan —si no “históricamente”, al menos
formalmente— de mitos lunares de cuya antigüedad no tenemos
derecho a dudar. Hemos comprobado que los mitos lunares permitían
una visión optimista de la vida en general; todo ocurre de modo cíclico,
la muerte es inevitablemente seguida por una resurrección, el cataclismo,
por una nueva creación.
El mito paradigmático de Tammuz (extendido
también a otras divinidades mesopotámicas) nos propone una nueva
validación de ese mismo optimismo: no es sólo la muerte del individuo
la que se “salva”, sino también sus sufrimientos. Por lo menos, las
resonancias gnósticas, mandeanas y maniqueístas del mito de Tammuz
así lo dejan entender. Para las sectas mencionadas, el hombre como tal
debe soportar la suerte que otrora cupo a Tammuz; caído en el “pozo”,
esclavo del “Príncipe de las Tinieblas”, despierta al hombre un
Mensajero que le anuncia la buena nueva de su próxima salvación, de su
“liberación”. Por más que estemos desprovistos de documentos que nos
permitan extender a Tammuz las mismas conclusiones, nos sentimos
inclinados a creer que su drama no era considerado como extraño al
drama humano. De ahí el gran “éxito” popular de los ritos relativos a las
divinidades llamadas de la vegetación.
MIRCEA ELIADE
No hay comentarios:
Publicar un comentario