Para los hebreos, toda nueva calamidad histórica era considerada
como un castigo infligido por Yahué, encolerizado por el exceso de pecados a que se entregaba el pueblo elegido. Ningún desastre militar
parecía absurdo, ningún sufrimiento era vano, pues más allá del
“acontecimiento” siempre podía entreverse la voluntad de Yahué. Aun
más: puede decirse que esas catástrofes eran necesarias, estaban previstas
por Dios para que el pueblo judío no fuese contra su propio destino
enajenando la herencia religiosa legada por Moisés. En efecto, cada vez
que la historia se lo permitía, cada vez que vivían una época de paz y de
prosperidad económica relativa, los hebreos se alejaban de Yahué y se
acercaban a los Baal y Astarté de sus vecinos. Únicamente las catástrofes
históricas los ponían de nuevo en el camino recto, les hacían volver por
fuerza sus miradas hacia el verdadero Dios. “Mas después clamaron al
Señor y dijeron: Hemos pecado, porque hemos dejado al Señor, y hemos
servido a los Baal y a Astaroth; líbranos, pues, ahora de las manos de
nuestros enemigos y te serviremos.”
Esa vuelta hacia el verdadero Dios
en la hora del desastre nos recuerda el acto desesperado del primitivo,
que necesita, para redescubrir la existencia del Ser Supremo, la extrema
gravedad de un peligro y el fracaso de todas las intervenciones ante otras
“formas” divinas (dioses, antepasados, demonios). Sin embargo, los
hebreos, inmediatamente después de la aparición de grandes imperios
militares asiriobabilónicos en su horizonte histórico, vivieron sin
interrupción bajo la amenaza anunciada por Yahué: “Mas si no oyereis la
voz del Señor, sino que fuereis rebeldes a sus palabras, será la mano del
Señor sobre vosotros, y sobre vuestros padres”.4
Los profetas no hicieron sino confiar y ampliar, mediante sus
visiones aterradoras, el ineluctable castigo de Yahué respecto de su
pueblo, que no había sabido conservar la fe. Y solamente en la medida en
que tales profecías eran validadas por catástrofes —como se produjo, por
lo demás, de Elias a Jeremías— los acontecimientos históricos obtenían
una significación religiosa, es decir, aparecían claramente como los
castigos infligidos por el Señor a cambio de las impiedades de Israel.
Gracias a los profetas, que interpretaban los acontecimientos
contemporáneos a la luz de una fe rigurosa, esos acontecimientos se
transformaban en “teofanías negativas”, en “ira” de Yahué.
De esa
manera, no sólo adquirían un sentido (pues hemos visto que cada
acontecimiento histórico tenía su significación propia, para todo el
mundo oriental) sino que también develaban su coherencia íntima,
afirmándose como la expresión concreta de una misma, única, voluntad
divina. Así, por vez primera, los profetas valoran la historia, consiguen
superar la visión tradicional del ciclo —concepción que asegura a todas
las cosas una eterna repetición— y descubren un tiempo de sentido
único. Este descubrimiento no será inmediata y totalmente aceptado por la conciencia de todo el pueblo judío, y las antiguas concepciones
sobrevivirán todavía mucho tiempo (véase el parágrafo siguiente).
Pero por vez primera se ve afirmarse y progresar la idea de que los
acontecimientos históricos tienen un valor en sí mismos, en la medida en
que son determinados por la voluntad de Dios. Ese Dios del pueblo judío
ya no es una divinidad oriental creadora de hazañas arquetípicas sino
una personalidad que interviene sin cesar en la historia, que revela su
voluntad a través de los acontecimientos (invasiones, asedios, batallas,
etcétera).
Los hechos históricos se convierten así en “situaciones” del
hombre frente a Dios, y como tales adquieren un valor religioso que
hasta entonces nada podía asegurarles. Por eso es posible afirmar que los
hebreos fueron los primeros en descubrir la significación de la historia
como epifanía de Dios, y esta concepción, como era de esperar, fue
seguida y ampliada por el cristianismo.
Podemos incluso preguntarnos si el monoteísmo, fundado en la
revelación directa y personal de la divinidad, no trae necesariamente
consigo la “salvación” del tiempo, su “valoración” en el cuadro de la
historia. Sin duda la noción de revelación se encuentra, bajo formas
desigualmente transparentes, en todas las religiones y llegaríamos a
decir que en todas las culturas.
En efecto —véase el capítulo i—, los
hechos arquetípicos —ulteriormente reproducidos sin cesar por los
hombres— eran a un tiempo hierofanías o teofanías. La primera danza,
el primer duelo, la primera expedición de pesca, así como la primera
ceremonia nupcial o el primer ritual, se convertían en ejemplos para la
humanidad, porque revelaban un modo de existencia de la divinidad,
del hombre primordial, del civilizador, etcétera. Pero esas revelaciones
se verificaron en el tiempo mítico, en el instante extratemporal del
comienzo; por eso, como hemos visto en el capítulo i, todo coincidía en
cierto sentido con el principio del mundo, con la cosmogonía. Todo
ocurrió y fue revelado en ese momento, in illo tempore: la creación del
mundo, y la del hombre, y su establecimiento en la situación prevista
para él en el Cosmos, hasta en sus menores detalles (fisiología,
sociología, cultura, etcétera).
Muy distinto sucede en el caso de la revelación monoteísta. Ésta se
efectúa en el tiempo, en la duración histórica. Moisés recibe la “Ley” en
cierto “lugar” y en cierta “fecha”.
Ciertamente, aquí también intervienen
arquetipos, en el sentido de que esos acontecimientos, promovidos a
ejemplares, serán repetidos, pero no lo serán sino cuando les llegue su
tiempo, es decir, en un nuevo in illo tempore. Por ejemplo, como lo
profetiza Isaías (xi, 15-16), los milagros del pasaje del mar Rojo y del
Jordán se repetirán “ese día”. Pero el momento de la revelación hecha a Moisés por Dios no deja de ser un momento limitado y bien determinado
en el tiempo. Y como asimismo representa una teofanía, adquiere así una
nueva dimensión: se hace preciso en la medida en que ya no es reversible,
en que es un acontecimiento histórico.
Sin embargo, el mesianismo no llega a superar la valoración
escatológica del tiempo: el futuro regenerará al tiempo, es decir, le
devolverá su pureza y su integridad originales. In illo tempore se coloca
así no sólo en el comienzo, sino también al final de los tiempos. Es fácil
descubrir también en esas amplias visiones me-siánicas, la antiquísima
estructura de la regeneración anual del Cosmos por la repetición de la
creación y por el drama patético del Rey. El Mesías asume —en un plano
superior, evidentemente— el papel escatoló-gico del Rey-dios o del Reyrepresentante
de la divinidad en la Tierra, cuya principal misión era
regenerar periódicamente la Naturaleza entera. Sus sufrimientos
recuerdan los del Rey, pero, como en los antiguos escenarios, la victoria
siempre era, al cabo, del Rey.
La única diferencia es que esa victoria
sobre las fuerzas de las tinieblas y del caos ya no se produce
regularmente cada año, sino que es proyectada en un in illo tempore
futuro y mesiánico.
Bajo la “presión de la historia” y sostenida por la experiencia
profética y mesiánica, una nueva interpretación de los acontecimientos
históricos se abre paso en el seno del pueblo de Israel. Sin renunciar
definitivamente a la concepción tradicional de los arquetipos y de las
repeticiones, Israel intenta “salvar” los acontecimientos históricos
considerándolos como manifestaciones activas de Yahué. Mientras que,
por ejemplo, para las poblaciones mesopotámicas los “sufrimientos”
individuales o colectivos eran “soportados” en la medida en que se
debían al conflicto entre las fuerzas divinas y demoníacas, es decir, en
que formaban parte del drama cósmico (desde siempre y ad infinitum la
creación iba precedida por el Caos y tendía a resorberse en él; desde
siempre y ad infinitum un nuevo nacimiento implicaba sufrimientos y
pasiones, etcétera), para la Israel de los profetas mesiánicos, los
acontecimientos históricos podían ser soportados porque, por un lado,
eran queridos por Yahué, y por otro, eran necesarios para la salvación
definitiva del pueblo elegido. Volviendo a las antiguas expresiones (del
tipo Tam-muz) de la “pasión” del Dios, el mesianismo les confiere un
valor nuevo, aboliendo ante todo la posibilidad de su repetición ad
infinitum.
Cuando llegue el Mesías, el mundo se salvará de una vez por
todas y la historia dejará de existir. En este sentido se puede hablar no sólo
de una valoración escatológica del futuro, de “ese día”, sino también de la “salvación” del devenir histórico. La historia no aparece ya como un ciclo que se repite hasta lo infinito, como la presentaban los pueblos
primitivos (creación, agotamiento, destrucción, recreación anual del
Cosmos) y como la formulaban (según veremos en seguida) en las
teorías de origen babilónico (creación, destrucción, creación que se
extendía sobre intervalos de tiempo considerables: milenios, “Años
Magnos”, Eones); la historia, directamente fiscalizada por la voluntad de
Yahué, aparece como una sucesión de teofanías “negativas” o
“positivas” cada una de las cuales tiene un valor intrínseco. Ciertamente,
todas las derrotas militares pueden ser referidas a un arquetipo: la cólera
de Yahué. Pero cada una de esas derrotas, pese a ser en realidad la
repetición del mismo arquetipo, no deja de tener un coeficiente de
irreversi-bilidad: la intervención personal de Yahué. La caída de
Samaria, por ejemplo, aun cuando sea asimilable a la de Jerusalén, se
diferencia, sin embargo, por el hecho de que fue provocada por un
nuevo acto de Yahué, por una nueva intervención del Señor en la
historia.
Pero es menester no olvidar que dichas concepciones mesiánicas son
la creación exclusiva de una élite religiosa.
Durante una larga sucesión
de siglos, esa élite dirigió la educación religiosa del pueblo de Israel sin
conseguir nunca desarraigar las valoraciones pa-leoorientales
tradicionales de la vida y de la historia. Los retornos periódicos de los
hebreos a los Baal y Astarté se explican también, en buena parte, por su
negativa a valorar la historia, a considerarla como una teofanía. Para las
capas populares, en particular para las comunidades agrarias, la antigua
concepción religiosa (la de los Baal y Astarté) era preferible; los mantenía
más cerca de la “Vida” y los ayudaba, ya que no a ignorar, por lo menos
a soportar la historia. La voluntad inquebrantable de los profetas
mesiánicos de mirar la historia de frente y de aceptarla como un aterrador
diálogo con Yahué; su voluntad de hacer fructificar moral y
religiosamente las derrotas militares y de soportarlas porque eran
consideradas como necesarias para la reconciliación de Yahué con el
pueblo de Israel y para la salvación final —esa voluntad de considerar
cualquier momento como un momento decisivo y por consiguiente de
valorarlo religiosamente— exigía una tensión espiritual demasiado
fuerte, y la mayoría de la población israelita se rehusaba a someterse a
ella,* del mismo modo que la mayor parte de los cristianos —
especialmente de las clases pobres— se rehusan a vivir la vida auténtica
del cristianismo.
Era más consolador—y más cómodo— en la mala
suerte y la desdicha, seguir acusando a un “accidente” (sortilegio,
etcétera) o una negligencia (falta ritual, etcétera) fácilmente reparable por
medio de un sacrificio (aunque se tratase de sacrificar los recién nacidos
a Moloch).
Sobre ese particular, el ejemplo clásico del sacrificio de Abrahán
pone admirablemente en evidencia la diferencia entre la concepción
tradicional de la repetición de la hazaña arquetípica y la nueva
dimensión, la fe, adquirida por la experiencia religiosa.** Desde el punto
de vista formal, el sacrificio de Abrahán no es más que el sacrificio del
primogénito, uso frecuente en aquel mundo semita en el que se
desarrollaron los hebreos hasta la época de los profetas.
El primer hijo
era a menudo considerado como el del dios; en efecto, en todo el Oriente
arcaico, las jóvenes tenían la costumbre de pasar una noche en el templo
y así eran fecundadas por el dios (por su representante, el sacerdote, o
por su enviado, el “extranjero”). Mediante el sacrificio de ese primer hijo
se devolvía a la divinidad lo que le pertenecía. La sangre joven
aumentaba así la energía agotada del dios (pues las divinidades
llamadas de la fertilidad agotaban su propia substancia en el esfuerzo
desplegado para sostener al mundo y asegurar su opulencia; tenían,
pues, necesidad de ser regeneradas periódicamente). Y, en cierto sentido,
Isaac era un hijo de Dios, puesto que les había sido dado a Abrahán y a
Sara cuando ésta ya se hallaba muy lejos de la edad de concebir. Pero
Isaac les fue dado por la fe de éstos; era hijo de la promesa y de la fe. Su
sacrificio por Abrahán, aun cuando se parece formalmente a todos los
sacrificios de recién nacidos del mundo paleosemítico, se diferencia
fundamentalmente por el contenido.
En tanto que para todo el mundo
paleosemítico, semejante sacrificio, a pesar de su función religiosa, era
únicamente una costumbre, un rito cuya significación era perfectamente ** Quizá sea útil precisar que la llamada "fe" en el sentido
judeocristiano se diferencia, desde el punto de vista estructural, de las
demás experiencias religiosas arcaicas. La autenticidad y la validez
religiosas de estas últimas no deben ponerse en duda, pues se fundan en
una dialéctica de lo sagrado universalmente verificada. Pero la
experiencia de la "fe" se debe a una nueva teofanía, a una nueva
revelación que anuló, para las élites respectivas, la validez de las otras
hierofanías.
inteligible, en el caso de Abrahán es un acto de fe. Abrahán no comprende
por qué se le pide dicho sacrificio, y sin embargo lo lleva a cabo porque
se lo ha pedido el Señor. Por ese acto, en apariencia absurdo, Abrahán
funda una nueva experiencia religiosa, la fe. Los demás (todo el mundo
oriental) siguen moviéndose en una economía de lo sagrado que será
superada por Abrahán y sus sucesores.
Los sacrificios de aquéllos
pertenecían —para utilizar la terminología de Kierkegaard— a lo
“general”; es decir, estaban fundados en teorías arcaicas en las que sólo
se trataba de la circulación de la energía sagrada en el Cosmos (de la
divinidad a la naturaleza y al hombre, luego del hombre —por el
sacrificio— de nuevo a la divinidad, etcétera). Eran actos que hallaban su
justificación en sí mismos; encuadraban en un sistema lógico y
coherente: lo que había sido de Dios debía volver a Él. Para Abrahán,
Isaac era un don del Señor y no el producto de una concepción directa y
substancial. Entre Dios y Abrahán se abría un abismo, una ruptura
radical de continuidad. El acto religioso de Abrahán inaugura una nueva
dimensión religiosa: Dios se revela corno personal, como una existencia
“totalmente distinta” que ordena, gratifica, pide, sin ninguna
justificación racional (es decir, general y previsible) y para quien todo es
posible. Esa nueva dimensión religiosa hace posible la “fe” en el sentido
judeocristiano.
Hemos citado este ejemplo con el fin de señalar la novedad de la
religión judía respecto de las estructuras tradicionales.
Así como la
experiencia de Abrahán puede ser considerada como una nueva posición
religiosa del hombre en el cosmos, del mismo modo, a través del
profetismo y el mesianismo, los acontecimientos históricos se presentan
en la conciencia de las élites israelitas como una dimensión que éstas no
poseían hasta entonces: el acontecimiento histórico se convierte en
teofanía, en la cual se devela tanto la voluntad de Yahué como las
relaciones personales entre él y el pueblo que ha elegido. La misma
concepción enriquecida por la elaboración de la cristología, servirá de
base a la filosofía de la historia que el cristianismo, a partir de San
Agustín, se esforzará por construir. Pero, repitámoslo, tanto en el
cristianismo como en el judaismo, el descubrimiento de esa nueva
dimensión de la experiencia religiosa, la fe, no acarrea una modificación
radical de las concepciones tradicionales.
La fe solamente se hace posible
para cada cristiano en particular.
La gran mayoría de las poblaciones
llamadas cristianas continúa hasta nuestra época preservándose de la historia mediante los recursos de ignorarla y soportarla antes que
concederle la significación de una teofanía “negativa” o “positiva”.*
La aceptación y la valoración de la historia por las élites judaicas no
significa, sin embargo, que la actitud tradicional, que hemos examinado
en el capítulo precedente, esté superada. Las creencias mesiánicas en una
regeneración final del mundo denotan igualmente una actitud
antihistórica. Como ya no puede ignorar o abolir periódicamente la
historia, el hebreo la soporta con la esperanza de que cesará definitivamente
en un momento más o menos lejano. La irreversibilidad de los
acontecimientos históricos y del tiempo es compensada por la limitación
de la historia en el tiempo.
En el horizonte espiritual mesiánico, la
resistencia a la historia aparece como más firme que en el horizonte
tradicional de los arquetipos y de las repeticiones; si aquí la historia era
rechazada, ignorada o abolida por la repetición periódica de la Creación
y por la regeneración periódica del tiempo, en la concepción mesiánica la
historia debe ser soportada porque tiene una función escatológica, pero
sólo puede ser soportada porque se sabe que algún día cesará. La historia
es así abolida, no por la conciencia de vivir un eterno presente
(coincidencia con el instante atemporal de la revelación de los
arquetipos), ni por medio de un ritual periódicamente repetido (por
ejemplo los ritos del principio del año, etcétera), sino abolida en el futuro.
La regeneración periódica de la Creación es reemplazada por una
regeneración única que ocurrirá en un in illo tempore por venir. Pero la
voluntad de poner fin a la historia de manera definitiva es, al igual que
las otras concepciones tradicionales, una actitud antihistórica.
Mircea Eliade
______________________________________________________
* Sin las élites religiosas, y más particularmente sin los profetas, el judaismo no se hubiera diferenciado
demasiado de la religión de la colonia judía de Elefantina, que conservó hasta el siglo v a. de C. la religiosidad
palestiniana popular; cf. A. Vincent, La Religión des Judío-Araméens d'Éléphantine (París, 1937). La "historia"
había permitido a esos hebreos de la "diáspora" conservar junto a Yahué (laho), en un sincretismo cómodo, otras
divinidades (Bethel, Ha-rambethel, Ashumbethel) y hasta la diosa Anat. Es una confirmación más de la
importancia de la "historia" en el desarrollo de la experiencia religiosa judaica y de su permanente conservación
bajo tensiones elevadas. Pues no olvidemos que el profetismo y el mesianismo han sido validados ante todo por la presión de la historia contemporánea.
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