miércoles, 25 de marzo de 2020

EL MITO DEL ETERNO RETORNO ARQUETIPOS Y REPETICIÓN - LOS CICLOS CÓSMICOS Y LA HISTORIA

La significación adquirida por la “historia” en el cuadro de las diversas civilizaciones arcaicas no se nos revela en ninguna parte con más claridad que en las teorías del “Gran Tiempo”, es decir, de los grandes ciclos cósmicos, que hemos señalado al pasar en el capítulo precedente. Debemos volver sobre ello, porque es ahí donde se precisan por primera vez dos orientaciones distintas: una tradicional, presentida (sin que jamás fuera formulada con limpidez) en todas las culturas “primitivas”, la del tiempo-cíclico, que se regenera periódicamente ad infinitum; la otra “moderna”, del tiempo-finito, fragmento (aunque cíclico también) entre dos infinitos atemporales. Tales teorías del “Gran Tiempo” van casi siempre acompañadas por el mito de las edades sucesivas, encontrándose siempre la “edad de oro” al principio del ciclo, cerca del illud tempus paradigmático. 

En ambas doctrinas —la del tiempo-cíclico infinito y la del tiempo-cíclico limitado — esa edad de oro es recuperable; en otros términos, es repetihle, una infinidad de veces en la primera doctrina, una sola vez en la otra. No recordamos esos hechos por su interés intrínseco sino para aclarar el sentido de la “historia” desde el punto de vista de cada doctrina. Empezaremos por la tradición hindú, porque en ella es donde el mito de la repetición eterna halló su fórmula más audaz. La creencia en la destrucción y la creación periódica del Universo se encuentra ya en el Atbarva Veda (x, 8, 39-40). 

La conservación de ideas similares en la tradición germánica (conflagración universal, ragna-rók, seguida de una nueva creación) confirma la estructura indoaria de ese mito, la cual puede, por consiguiente, ser considerada como una de las numerosas variantes del arquetipo examinado en el capítulo precedente. (Las eventuales influencias orientales sobre la mitología germánica no atentan necesariamente contra la autenticidad y el carácter autóctono del mito del ragnarök. Por lo demás, sería difícil explicar por qué los indoarios no han dividido, ellos también, desde la época de su prehistoria común, la concepción del tiempo como los demás “primitivos”.) Sin embargo, la especulación hindú amplía y combina los ritmos que ordenan la periodicidad de las creaciones y de las destrucciones cósmicas. La unidad de medida del ciclo más pequeño es el yuga, la “edad”. 
Un yuga va precedido y seguido por una “aurora” y por un “crepúsculo” que enlazan las “edades” entre sí. Un ciclo completo o mahayuga se compone de cuatro “edades” de duración desigual, de las cuales la más larga aparece al principio del ciclo y la más corta al final. 

Así la primera “edad”, la Krita-yuga, dura 4.000 años, más 400 años de “aurora” y otro tanto de “crepúsculo”; le siguen Treta-yuga, de 3.000 años, Dvapara-yuga, de 2.000 años y Kali-yuga, de 1.000 años (más las “auroras” y “crepúsculos” correspondientes, como es natural). Por consiguiente, un mahayuga dura 12.000 años. A las disminuciones progresivas de la duración de cada nuevo yuga corresponde en el plano humano una disminución de la duración de la vida, acompañada de un relajamiento de las costumbres y de una declinación de la inteligencia. Esta decadencia continúa en todos los planos —biológicos, intelectuales, éticos, sociales, etcétera— y alcanza un relieve más destacado en los textos puránicos. El pasaje de un yuga al otro se produce, como hemos visto, en el curso de un “crepúsculo” que señala un decrescendo aun en el interior de cada yuga, terminando cada uno por una etapa de tinieblas. A medida que nos acercamos al final del ciclo, es decir al cuarto y último yuga, las “tinieblas” se espesan. El último yuga, aquel en que nos encontramos actualmente, se llama, por lo demás, la “edad de las tinieblas” (Kaliyuga). 

El ciclo completo termina por una “disolución”, unpralaya, que se repite de manera más radical (mahapralaya, la “gran disolución”) al final del milésimo ciclo. H. Jacobi cree con razón que, en la doctrina original, un yuga equivalía a un ciclo completo, comprendiendo el nacimiento, el “desgaste” y la destrucción del Universo. Semejante doctrina se acerca más al mito arquetípico, de estructura lunar, que hemos estudiado en el Traite d’Histoire des Religions. La especulación ulterior no hace sino ampliar y reproducir hasta lo infinito el ritmo primordial de “creacióndestrucción- creación”, proyectando la unidad de medida, el yuga, en ciclos cada vez más vastos. Los 12.000 años de un mabayuga han sido considerados como “años divinos”, durando cada uno de éstos 360 años, lo que da un total de 4.320.000 años para un solo ciclo cósmico. 

Un millar de semejantes mahayuga constituyen un kalpa; 14 kalpa hacen un manvantara. Un kalpa equivale a un día de la vida de Brahma; otro kalpa a una noche. Cien de esos “años” de Brahma constituyen su vida. Pero esa duración considerable de la vida de Brahma no llega siquiera a agotar el tiempo, pues los dioses no son eternos y las creaciones y destrucciones cósmicas prosiguen ad infinitum. (Por lo demás, otros sistemas de cálculos amplían, en proporción mucho mayor, las duraciones correspondientes.) Lo que conviene recordar de ese alud de números es el carácter cíclico del tiempo cósmico.* De hecho asistimos a la repetición infinita del mismo fenómeno (creación-destrucción-creación nueva) presentido por cada yuga (“aurora” y “crepúsculo”) pero completamente realizado por un mahayuga. La vida de Brahma comprende así 2.560.000 de esos mahayuga, cada uno de los cuales recorre las mismas etapas (krita, treta, dvapara, kalí) y termina con unpralaya, un ragnarök (la destrucción “definitiva”, en el sentido de una regresión de todas las formas a una masa amorfa, que se produce al final de cada kalpa en el momento de mahapralaya). Además de la depreciación metafísica de la historia —que,en proporción y por el solo hecho de su duración, provoca una erosión de todas las formas, y agota la substancia ontológica de éstas— y del mito de la perfección de los comienzos, que también hallamos aquí (mito del paraíso que se pierde gradualmente, por la simple causa de que se realiza, toma forma y dura), lo que merece ocupar nuestra atención en esa orgía de cifras es la eterna repetición del ritmo fundamental del Cosmos: su destrucción y su recreación periódicas. 

El hombre no puede apartarse de ese ciclo sin principios ni fin más que con un acto de libertad espiritual (pues todas las soluciones soteriológicas hindúes se limitan a la liberación previa de la ilusión cósmica y a la libertad espiritual). Las dos grandes heterodoxias, el budismo y el jainismo, aceptan en sus líneas generales la misma doctrina panhindú del tiempo cíclico, y comparan a éste con una rueda de doce radios (esa imagen es utilizada ya en los textos védicos). El budismo adopta como unidad de medida de los ciclos cósmicos el kalpa (en pali: kappa), dividido en un número variable de “incalculables” (asamkheya; en pali: asankheyya). Las fuentes palis hablan en general de cuatro asankkeyya y de cien mil kappa; en la literatura mahayánica el número de “incalculables” varía entre 3, 7 y 33, y están relacionados con la carrera del Boddhisattva en los diferentes Cosmos.
* La decadencia progresiva del hombre está señalada en la tradición budista por una disminución continua de la duración de la vida humana. Así, según Dighanikaya, II, 2-7, en la época del primer Buda, Vipassi, que hizo su aparición hace 91 kappa, la duración de la vida humana era de 80.000 años; en la del segundo Buda, Sikhi (hace 31 kappa), de 70.000 años, y así sucesivamente. 

El séptimo Buda, Gautama, hace su aparición cuando la vida humana ya no es sino de 100 años, es decir, cuando se reduce a su límite extremo. (Encontramos el mismo motivo en los apocalipsis iranios y cristianos.) Sin embargo, para el budismo, como para toda la especulación hindú, el tiempo es ilimitado; y el Boddhisattva se encarnará in aeternum, para anunciar la buena nueva de la salvación de todos los seres. La única posibilidad de salir del tiempo, de romper el círculo de hierro de las existencias, es la abolición de la condición humana y la conquista del Nirvana. Además, todos esos “incalculables” y todos esos eones sin número tienen también una función soteriológica; la simple contemplación del panorama de éstos aterroriza al hombre y lo obliga a considerar que ha de empezar miles de veces esa misma existencia evanescente y soportar los mismos padecimientos sin fin, lo cual tiene por objeto exacerbar su voluntad de evasión, es decir, incitarlo a trascender definitivamente su condición de “existente”. 

Las especulaciones hindúes sobre el tiempo cíclico ponen suficientemente de manifiesto el “rechazo de la historia”. Subrayemos, sin embargo, una diferencia fundamental entre ellas y las concepciones arcaicas; en tanto que el hombre de las culturas tradicionales rechaza la historia mediante la abolición periódica de la creación, reviviendo de ese modo sin cesar, en el instante atemporal de los comienzos, el espíritu hindú, en sus tensiones supremas, desprecia y rehusa esa misma reactualización del tiempo auroral, al que ya no considera como una solución eficaz del problema del sufrimiento. La diferencia entre la visión védica (por consiguiente, arcaica y “primitiva”) y la visión mahayánica del ciclo cósmico es, empleando una fórmula sumaria, la misma que distingue la posición antropológica arquetípica (tradicional) de la posición existencialista (histórica). 

El karma, ley de la causalidad universal, que, al justificar la condición humana y al explicar la experiencia histórica, podía ser generador de consuelo para la conciencia hindú prebudista, se convierte con el tiempo en el símbolo mismo de la “esclavitud” del hombre. Por eso, en la medida en que se proponen la liberación del hombre, todas las metafísicas y todas las técnicas hindúes buscan la aniquilación del karma. Pero si las doctrinas de los ciclos cósmicos sólo hubieran sido una ilustración de la teoría de la causalidad universal, nos hubiéramos eximido de mencionarla en este contexto. La concepción de los yuga aporta de hecho un elemento nuevo: la explicación (y, por lo tanto, la justificación) de las catástrofes históricas, de la decadencia progresiva de la biología, de la sociología, de la ética y de la espiritualidad humana. El tiempo, por el mero hecho de ser duración, agrava continuamente la condición cósmica e implícitamente la condición humana. Por el simple hecho de vivir actualmente en el kaliyuga, o sea en una “edad de tinieblas”, que progresa bajo el signo de la disgregación y ha de terminar en una catástrofe, nuestro destino es sufrir más que los hombres de “edades” precedentes. 

Ahora, en nuestro momento histórico, no podemos esperar otra cosa; a lo sumo (y en eso se entrevé la función soteriológica del kaliyuga y los privilegios que nos concede una historia crepuscular y catastrófica) podemos librarnos de la servidumbre cósmica. La teoría hindú de las cuatro edades es, por ende, vigorizante y consoladora para el hombre aterrorizado por la historia. En efecto: 

1°, por un lado, los sufrimientos que le han tocado en suerte por ser contemporáneos de la descomposición crepuscular, ayudan al hombre a comprender la precariedad de su condición humana y facilitan así su manumisión; 2°, por otro, la teoría valida y justifica los sufrimientos de quien no elige liberarse, sino que se resigna a soportar su existencia, y ello por el hecho mismo de que tiene conciencia de la estructura dramática y catastrófica de la época en que le ha tocado vivir (o, más exactamente, revivir). Nos interesa particularmente esta segunda posibilidad del hombre, de situarse en una “época de tinieblas” y de fin de ciclo. En efecto, la volvemos a encontrar en otras culturas y en otros momentos históricos. 

La actitud de soportar ser contemporáneo de una época desastrosa, tomando conciencia del lugar ocupado por esa época en la trayectoria descendente del ciclo cósmico, debía sobre todo demostrar su eficacia en el crepúsculo de la civilización grecooriental. No es menester que nos ocupemos aquí de los múltiples problemas que plantean las civilizaciones grecoorientales. El único aspecto de ellas que nos interesa es la situación en que el hombre de dichas civilizaciones se descubre frente a la historia, y más especialmente frente a la historia que le es contemporánea. Por eso no nos detendremos en el origen, la estructura y la evolución de los diversos sistemas cosmológicos en los que el mito antiguo de los ciclos cósmicos es vuelto a tomar y profundizado ni tampoco en sus consecuencias filosóficas. Sólo recordaremos esos sistemas cosmológicos —de los presocráticos a los neopitagóricos— en la medida en que respondan a la cuestión siguiente: ¿cuál es el sentido de la historia, es decir, de la totalidad de las experiencias humanas provocadas por las fatalidades geográficas, las estructuras sociales, las presunciones políticas, etcétera? Observemos ante todo que ese interrogante sólo tenía sentido para una minoría muy limitada en la época de las civilizaciones grecoorientales, es decir, sólo para aquellos que se hallaban disociados del horizonte de la espiritualidad arcaica. 

La inmensa mayoría de sus contemporáneos vivía todavía, en especial al principio, bajo el régimen de los arquetipos; no saldrían de él sino posteriormente (y quizá nunca de manera definitiva, como es el caso, por ejemplo, de las sociedades agrícolas), en el curso de las fuertes tensiones históricas provocadas por Alejandro y que terminan sólo con la caída de Roma. Pero los mitos filosóficos y las cosmologías más o menos científicas elaboradas por aquella minoría que comienza con los presocráticos logran con el tiempo inmensa difusión. 

Lo que en el siglo v a. de C. era una gnosis difícilmente accesible se transforma, cuatro siglos después, en una doctrina que consuela a centenares de miles de hombres (como ocurre, por ejemplo, con el neopitagorismo y el neoestoicismo en el mundo romano). Todas esas doctrinas griegas y grecoorientales “fundadas en el mito de los ciclos cósmicos” nos interesan evidentemente por el “éxito” que obtuvieron después y no por su mérito intrínseco. Ese mito era todavía claramente perceptible en las primeras especulaciones presocráticas. Anaximandro sabe que todas las cosas nacieron del apeiron y a él volverán. Empédocles explica por la supremacía alternante de los dos principios opuestos, philia y neikos, las eternas creaciones y destrucciones del Cosmos (ciclo en que se pueden distinguir cuatro fases” algo análogas a los cuatro “incalculables” de la doctrina budista). Ya hemos visto que la conflagración universal es aceptada también por Heráclito. 

En cuanto al “eterno retorno” —la recuperación periódica de la existencia anterior por todos los seres— es uno de los pocos dogmas de los que sabemos con certeza que pertenecían al pitagorismo primitivo. En fin, según investigaciones recientes, admirablemente aprovechadas y sintetizadas por J. Bidez,* parece cada vez más probable que por lo menos ciertos elementos del sistema platónico son de origen iranio-babilónico. Volveremos sobre esas eventuales influencias orientales. Por el momento detengámonos en la interpretación dada por Platón al mito del retorno cíclico, especialmente en el texto fundamental, la Política, 269, c y sig., Platón identifica la causa de la regresión y de las catástrofes cósmicas en un doble movimiento del Universo: “...En este Universo, que es el nuestro, ora la Divinidad guía el conjunto de su revolución circular, ora lo abandona a sí mismo, una vez que las revoluciones han alcanzado en duración la medida que conviene a este universo; y empieza de nuevo a dar vueltas en sentido opuesto al de su propio movimiento...”. 

El cambio de dirección va acompañado por gigantescos cataclismos: “las más considerables destrucciones, tanto entre los animales en general como en el género humano, del cual, como es justo, sólo queda un pequeño número de representantes” (270 c). Pero esa catástrofe va seguida de una “regeneración” paradójica. Los hombres comienzan a rejuvenecer; “los cabellos blancos de los ancianos volvían al negro”, etcétera, en tanto que los que eran púberes empezaban a disminuir de estatura día a día, para volver a las dimensiones del niño recién nacido, hasta que, “continuando luego en su consunción, se aniquilan totalmente”. 

Los cadáveres de los que morían entonces “desaparecían completamente, sin dejar huella visible, al cabo de unos pocos días” (270 e). Fue entonces cuando nació la raza de los “Hijos de la Tierra” (gegeneis) cuyo recuerdo fue conservado por nuestros antepasados (271 a). En esa época de Cronos no había ni animales salvajes, ni enemistad entre los animales (271 e). Los hombres de aquellos tiempos no tenían ni mujeres ni hijos: “Al salir de la tierra volvían todos a la vida, sin conservar recuerdo alguno de las condiciones de existencia anterior”. Los árboles les daban abundantes frutos y dormían desnudos en el suelo, sin necesidad de camas, pues entonces las estaciones eran templadas (272 a). El mito del paraíso primordial, evocado por Platón, perceptible en las creencias hindúes, es conocido tanto por los hebreos (por ejemplo, illud tempus mesiánico en Isaías, XI, 6, 8: LXV, 25) como por las tradiciones iranias” y grecolatinas.14 Por lo demás, encaja perfectamente en la concepción arcaica (y probablemente universal) de los “comienzos paradisíacos”, que volvemos a encontrar en todas las valoraciones del illud tempus primordial. 

No es extraño que Platón reprodujera semejantes visiones tradicionales en los diálogos de tiempos de su vejez; la misma evolución de su pensamiento filosófico lo obligaba a descubrir de nuevo las categorías míticas. Ciertamente tenía al alcance el recuerdo de la “edad de oro” de Cronos en la tradición helena. Por lo demás, esta comprobación de ningún modo nos impide reconocer en la Política ciertas influencias babilónicas; en el caso, por ejemplo, en que Platón imputa los cataclismos periódicos a las revoluciones planetarias, explicación que ciertas investigaciones recientes16 hacen derivar de las especulaciones astronómicas babilónicas, que fueron luego accesibles al mundo helénico gracias a las Babiloníacas de Beroso. Según el Timeo, las catástrofes parciales se deben a desviaciones planetarias,” mientras que el momento de la reunión de todos los planetas es el del “tiempo perfecto”, es decir, el final del “Año Magno”. Como observa J. Bidez (op. cit., pág. 83), “la idea de que basta que todos los planetas se pongan en conjunción para provocar una catástrofe universal es seguramente de origen caldeo”. 

Por otro lado, Platón parece haber tenido igualmente conocimiento de la concepción irania según la cual esas catástrofes tienen por finalidad la purificación del género humano. Los estoicos volvieron a tomar por su cuenta las especulaciones referentes a los ciclos cósmicos, insistiendo, ya en la eterna repetición (por ejemplo, Crispió, frg. 623-627), ya en el cataclismo, ekpyrosis, con el cual terminan los ciclos cósmicos (ya en Zenón, frg. 98 y 109, Von Armin). Inspirándose en Heráclito, o directamente en la gnosis oriental, el estoicismo vulgariza todas esas ideas relacionadas con el “Año Magno” y con el fuego cósmico (ekpyrosis) que pone fin periódicamente al universo para renovarlo. Con el tiempo, los motivos del “eterno retorno” y el “fin del mundo” acaban por dominar toda la cultura grecorromana. La renovación periódica del mundo (metácosmesis) era, por lo demás, una doctrina favorita del neopitagorismo, el cual, como lo ha mostrado]. Carcopino, compartía con el estoicismo los sufragios de la totalidad de la sociedad romana de los siglos II y I a. de C. 

Pero la adhesión al mito de la “eterna repetición”, y al de la apocatástasis (el término penetra en el mundo helénico después de Alejandro Magno), son dos posiciones filosóficas que dejan entrever una actitud antihistórica muy firme, así como una voluntad de defensa contra la historia. Nos detendremos en cada una de ellas. En el capítulo precedente observábamos que el mito de la repetición eterna, tal cual fue reinterpretado por la especulación griega, tiene el sentido de una suprema tentativa de “estatización” del devenir, de anulación de la irreversibilidad del tiempo. 
Al repetirse los momentos y todas las situaciones del Cosmos hasta lo infinito, su evanescencia resulta en último análisis aparente; en la perspectiva de lo infinito, cada momento y cada situación permanecen en su lugar y adquieren así el régimen ontológico del arquetipo. De modo que, entre todas las formas de devenir, el devenir histórico también está saturado de ser. 

Desde el punto de vista de la eterna repetición, los acontecimientos históricos se transforman en categorías y así vuelven a encontrar el régimen ontológico que poseían en el horizonte de la espiritualidad arcaica. En cierto sentido, hasta puede decirse que la teoría griega del eterno retorno es la variante última del mito arcaico de la repetición de un gesto arquetípico, así como la doctrina platónica de las ideas era la última versión de la concepción del arquetipo, y la más elaborada. Y vale la pena observar que ambas doctrinas encontraron su más acabada expresión en el apogeo del pensamiento filosófico griego. Pero es sobre todo el mito de la conflagración universal el que obtuvo considerable éxito en todo el mundo grecooriental. Parece cada vez más probable que el mito de un fin del mundo por el fuego, del que los buenos saldrán indemnes, es de origen iranio, por lo menos en la forma conocida por los “magos occidentales”, quienes, como lo mostró Cumont, lo difundieron en Occidente. 

El estoicismo, los Oráculos sibilinos (por ejemplo, II, 253) y la literatura judeo-cristiana hacen de ese mito la base misma de su apocalipsis y de su escatología. Por curioso que parezca, ese mito era reconfortante. En efecto, el fuego renueva al mundo; por él será restaurado un “mundo nuevo, sustraído a la vejez, a la muerte, a la descomposición y a la podredumbre, que viva eternamente, que crezca eternamente, mientras que los muertos se levantarán, la inmortalidad llegará a los vivientes y el mundo se renovará a pedir de boca”

 Se trata por consiguiente de una apocatástasis de la cual nada tienen que temer los buenos. 
La catástrofe final pondrá término a la historia, y reintegrará por lo tanto al hombre a la eternidad y la beatitud. Las investigaciones recientes de F. Cumont y H. S. Nyberg* han conseguido aclarar algo la oscuridad en que estaba envuelta la escatología irania y a precisar las influencias sobre el apocalipsis judeocristiano. Como la India (y, en cierto sentido, Grecia), Irán conocía el mito de las cuatro edades cósmicas. Un texto mazdeano perdido, el Sudkar-nask (cuyo contenido ha sido conservado en Dinkart, ix, 8) hablaba de cuatro edades: de oro, de plata, de acero, y de “mezclado de hierro”. 
Los mismos metales están mencionados al comienzo del Babman-yasht (i, 3), el cual describe sin embargo, algo más adelante (ii, 14), un árbol cósmico de siete ramas (de oro, de plata, de bronce, de cobre, de estaño, de acero y de una “mezcla de hierro”), que responde a la séptuple historia mítica de los persas. Esa hebdómada cósmica se constituyó sin duda en relación con las doctrinas astrológicas caldeas, “dominando” cada planeta un milenio. Pero el mazdeísmo había propuesto mucho antes una duración de 9.000 años (3 x 3.000) para el Universo, mientras que el zarvamsmo, como lo ha mostrado Nyberg, llevó el límite máximo de la duración de ese Universo a 12.000 años. 

En ambos sistemas iranios —como también en todas las doctrinas de los ciclos cósmicos— el mundo acabará por el fuego y el agua, per pyrosim et cataclysmum, como más tarde escribirá Fírmico Materno (iii, 1). No es menester que abordemos aquí los problemas que plantea el hecho de que en el sistema zervanita el “tiempo ilimitado”, srvan akarana, preceda y siga a los 12.000 años del “tiempo limitado” creado por Ormuzd: el de que en ese sistema “el Tiempo sea más poderoso que las dos Creaciones”,25 es decir, que las creaciones de Ormuzd y Ahriman; y el de que, por consiguiente, Zrvan akarana no fuera creado por Ormuzd y por lo tanto no le esté subordinado. Lo que queremos subrayar es que en la concepción irania, vaya o no seguida del tiempo infinito, la historia no es eterna; no se repite, pero terminará un día por una ekpyrosis y un cataclismo escatológicos. 

Pues la catástrofe final que pondrá término a la historia será al mismo tiempo un juicio de dicha historia. Será entonces —in illo tempore— cuando todos habrán de responder por todo lo que hubieren hecho “en la historia”, y sólo aquellos que no sean culpables conocerán la beatitud y la eternidad. (El simbolismo oriental y judeocristiano del pasaje a través del fuego ha sido recientemente estudiado por Carl Martin Edsman en Le Baptéme de feu, Upsala, 1940). Windisch ha expuesto la importancia que esas ideas mazdeanas tuvieron para el apologista cristiano Lactancio.26 El mundo fue creado por Dios en seis días, y el séptimo descansó; por ese hecho el mundo durará seis eones, durante los cuales “el mal vencerá y triunfará” en la tierra. 

En el curso del séptimo milenio el príncipe de los demonios será encadenado y la humanidad conocerá mil años de reposo y de justicia perfecta. Tras lo cual el demonio se escapará de sus cadenas y volverá a la guerra contra los justos; pero al cabo será vencido y al final del octavo milenio el mundo será creado para la eternidad. Evidentemente, esa división de la historia en tres actos y en ocho milenios era también conocida por los chiliastas cristianos pero no puede dudarse de su estructura irania, aun cuando semejante visión escatológica de la historia haya sido difundida en todo el oriente mediterráneo y en el imperio romano por las gnosis grecoorientales. Una sucesión de calamidades anunciará la proximidad del fin del mundo, y la primera de ellas será la caída de Roma y la destrucción del Imperio Romano: previsión frecuente en el apocalipsis judeocristiano, pero que también era conocida por los iranios. El síndrome apocalíptico es, por lo demás, común a todas esas tradiciones. Tanto Lactancio como el Bah-manyasht anuncian que el “año será acortado, el mes disminuirá y el día se contraerá” visión del deterioro cósmico y humano que también hemos encontrado en la India (donde la vida humana pasa de 80.000 años a 100) y que las doctrinas astrológicas han hecho popularen el mundo grecooriental. 

Entonces las montañas se derrumbarán y la tierra quedará llana, los hombres desearán la muerte y envidiarán a los muertos, y sólo sobrevivirá un décimo de ellos. “Es un tiempo —escribe Lactancio—30 en que la justicia será negada y la inocencia odiosa, en que los malvados ejercerán sus depredaciones hostiles contra los buenos, en que el orden, la ley y la disciplina militar ya no serán observados, en que nadie respetará las canas, no cumplirá con los deberes de piedad, no se apiadará de la mujer o del niño, etcétera”. Pero después de ese estadio precursor, descenderá el fuego purificador que aniquilará a los malos, y vendrá entonces el milenio de beatitud que también esperaban los chiliastas cristianos y que ya habían anunciado Isaías y los Oráculos sibilinos. 

Los hombres conocerán una nueva edad de oro que durará hasta la terminación del séptimo milenio, pues tras ese último combate una ekpyrosis universal resorberá al mundo entero en el fuego, lo que permitirá el nacimiento de un mundo nuevo, justo, eterno y feliz, no sometido a las influencias astrales y libre del reinado del tiempo. Los hebreos limitaban igualmente la duración del mundo a siete milenios,” pero los rabinos jamás fueron partidarios de la determinación del fin del mundo por el cálculo matemático. Se conformaron con precisar que una sucesión de calamidades cósmicas e históricas (hambre, sequías, guerras, etcétera) anunciarán el fin del mundo. Luego llegará el Mesías; los muertos resucitarán, Dios vencerá a la muerte y de ahí seguirá la renovación del mundo.” Aquí también volvemos a encontrar, como por doquier en las doctrinas apocalípticas antes recordadas, el motivo tradicional de la decadencia extrema, del triunfo del mal y de las tinieblas, que preceden al cambio de Eón y a la renovación del Cosmos. 

Un texto babilónico traducido por A. Jeremias  prevé así el apocalipsis: “Cuando esas cosas se produzcan en el Cielo, entonces lo que es límpido se hará opaco y lo que está limpio se pondrá sucio, la confusión se extenderá sobre las naciones, no se oirán más oraciones, los auspicios se mostrarán desfavorables...”. “En tal reinado los hombres se devorarán entre sí y venderán a sus hijos por dinero, el esposo abandonará a la esposa y la esposa al esposo, y la madre cerrará la puerta de su hija.” Otro himno anuncia que entonces el sol no se levantará más, que la luna no volverá a aparecer, etcétera. Pero en la concepción babilónica ese período crepuscular va siempre seguido de una nueva aurora paradisíaca. A menudo, como era de esperar, el período paradisíaco se abre con la entronización de un nuevo soberano. Asurbanipal se considera como un regenerador del Cosmos, pues “desde que los dioses, en su bondad, me han establecido en el trono de mis padres, Adad ha enviado su lluvia..., los rebaños se han multiplicado, etcétera...” 

Simplificando, podría decirse que, tanto entre los iranios como entre los judíos y los cristianos, la “historia” que se atribuye al Universo es limitada, y que el fin del mundo coincide con el aniquilamiento de los pecadores, la resurrección de los muertos y la victoria de la eternidad sobre el tiempo. Pero aun cuando esa doctrina se hizo cada vez más popular en el siglo i a. de C. y en los primeros siglos que siguieron, no consiguió eliminar definitivamente la doctrina tradicional de la regeneración periódica del tiempo por la repetición anual de la creación. En el capítulo anterior hemos visto que entre los iranios se conservaron vestigios de esa doctrina hasta una época muy avanzada de la Edad Media. Dominante también en el judaismo premesiánico, esa doctrina nunca fue, sin embargo, totalmente abolida, pues los círculos rabínicos vacilaban en precisar la duración fijada por Dios al Cosmos y se contentaban con declarar que el illud tempus llegaría ciertamente algún día. En el cristianismo, por otro lado, la tradición evangélica deja entender que βασi λεiα τον δέον está ya presente “entre” (έντς) los que creen, y que por consiguiente el illud tempus es eternamente actual y accesible a cualquiera, en cualquier momento, por metánoia. 

Como se trata de una experiencia religiosa totalmente diferente de una experiencia tradicional, puesto que se refiere a la “fe”, la regeneración periódica del mundo se traduce en el cristianismo en una regeneración de la persona humana. Mas para el que participa en ese eterno nunc del reino de Dios, la “historia” cesa de modo tan total como para el hombre de las culturas arcaicas que la anula periódicamente. Por consiguiente, también para el cristiano la historia puede ser regenerada, por cada creyente en particular y a través de él, aun antes de la segunda llegada del Salvador, en que cesará de manera absoluta para toda la Creación. Una discusión conveniente de la revolución introducida por el cristianismo en la dialéctica de la abolición de la historia y de la evasión fuera de la dominación del tiempo, nos llevaría fuera de los límites de este ensayo. Observemos solamente que, aun en el cuadro de las tres grandes religiones —irania, judaica y cristiana— que han limitado la duración del Cosmos a un número cualquiera de milenios y afirman que la historia cesará definitivamente in illo tempore, subsisten sin embargo huellas de la antigua doctrina de la regeneración periódica de la historia. En otros términos, la historia puede ser abolida, y por consiguiente renovada, un número considerable de veces antes de la realización del eschaton final. El año litúrgico cristiano está, por lo demás, fundado en una repetición periódica y real de la Natividad, de la Pasión, de la muerte y de la resurrección de Jesús, con todo lo que ese drama místico implica para un cristiano; es decir, la regeneración personal y cósmica por la reactualización in concreto del nacimiento, de la muerte y de la resurrección del Salvador.

MIRCEA ELIADE

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* Esto no implica la no religiosidad de dichas poblaciones (que en su mayor parte son de estructura agraria), sino solamente la revaloración "tradicional" (arquetípica) que han concedido a la experiencia cristiana.

 * Sin duda provocado por el aspecto astrológico del yuga, con respecto al establecimiento del cual no están excluidas las influencias astronómicas babilónicas; cf. A. Jeremías, Handbuch der Altorienta-lischen Geisteskultur (2a edic., Berlín, 1929), pág. 303. Véase también E. Abegg, Der Messiasglaube in Indien und Irán (1928), pág. 8 y sig.; D. R. Mankad, Manvantara Caturyuga Metod,passim; J.Schefletowitz, Die Zeit als Schicksalsgottheit in der indischen und iranischen Religión, passim.

 * Cf. Asanga, Mahayannasamgraha, V, 6; L. De La Vallée-Poussin, Vijñapttmatratasiddhi'(París, 1929), págs. 731-733, etcétera. Sobre el cálculo de los asankheyya, cf. las notas de La Vallée-Poussin en Abhidharmakosa, III, 188-189; IV, 224 y Mahaprakñaparamitasastra de Nagarjuna, trad. según versión china, por Éticnnc Lamotte, Le Traite de la Grande Vertu de Sagesse, vol. i (Louvain, 1944), pág. 247 y sig. Sobre las concepciones filosóficas del tiempo, cf. La Vallée-Poussin, Documents d'Abhidharma. La controverse du temps ("Mélangcs chinois et bouddhiques", v, Bruselas, 1937, págs. 1-158), y S. Schayer, Contributions to the problem of Time in Indian Philosophy (Cracovia, 1938).

 * Eos ou Platón et l'Orient (Bruselas, 1945), donde se tienen en cuenta en particular las investigaciones de Boll, Bezold, W. Gundel, W. Jäger, A. Götze, J. Stenzel y aun interpretaciones a veces muy controvertidas de Reitzenstem. * Véase también Scheftelowitz, Die Zeit als Schicksalsgottheit; R. C. Zachner, Zurvanica; H. H. Schaeder, Der Iranische Zeitgott.

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