La significación adquirida por la “historia” en el cuadro de las
diversas civilizaciones arcaicas no se nos revela en ninguna parte con
más claridad que en las teorías del “Gran Tiempo”, es decir, de los
grandes ciclos cósmicos, que hemos señalado al pasar en el capítulo
precedente. Debemos volver sobre ello, porque es ahí donde se precisan
por primera vez dos orientaciones distintas: una tradicional, presentida
(sin que jamás fuera formulada con limpidez) en todas las culturas “primitivas”, la del tiempo-cíclico, que se regenera periódicamente ad
infinitum; la otra “moderna”, del tiempo-finito, fragmento (aunque
cíclico también) entre dos infinitos atemporales.
Tales teorías del “Gran Tiempo” van casi siempre acompañadas por
el mito de las edades sucesivas, encontrándose siempre la “edad de oro”
al principio del ciclo, cerca del illud tempus paradigmático.
En ambas
doctrinas —la del tiempo-cíclico infinito y la del tiempo-cíclico limitado
— esa edad de oro es recuperable; en otros términos, es repetihle, una
infinidad de veces en la primera doctrina, una sola vez en la otra. No
recordamos esos hechos por su interés intrínseco sino para aclarar el
sentido de la “historia” desde el punto de vista de cada doctrina.
Empezaremos por la tradición hindú, porque en ella es donde el mito de
la repetición eterna halló su fórmula más audaz. La creencia en la
destrucción y la creación periódica del Universo se encuentra ya en el
Atbarva Veda (x, 8, 39-40).
La conservación de ideas similares en la
tradición germánica (conflagración universal, ragna-rók, seguida de una
nueva creación) confirma la estructura indoaria de ese mito, la cual
puede, por consiguiente, ser considerada como una de las numerosas
variantes del arquetipo examinado en el capítulo precedente. (Las
eventuales influencias orientales sobre la mitología germánica no atentan
necesariamente contra la autenticidad y el carácter autóctono del mito
del ragnarök. Por lo demás, sería difícil explicar por qué los indoarios no
han dividido, ellos también, desde la época de su prehistoria común, la
concepción del tiempo como los demás “primitivos”.)
Sin embargo, la especulación hindú amplía y combina los ritmos
que ordenan la periodicidad de las creaciones y de las destrucciones
cósmicas. La unidad de medida del ciclo más pequeño es el yuga, la
“edad”.
Un yuga va precedido y seguido por una “aurora” y por un
“crepúsculo” que enlazan las “edades” entre sí. Un ciclo completo o
mahayuga se compone de cuatro “edades” de duración desigual, de las
cuales la más larga aparece al principio del ciclo y la más corta al final.
Así la primera “edad”, la Krita-yuga, dura 4.000 años, más 400 años de
“aurora” y otro tanto de “crepúsculo”; le siguen Treta-yuga, de 3.000
años, Dvapara-yuga, de 2.000 años y Kali-yuga, de 1.000 años (más las
“auroras” y “crepúsculos” correspondientes, como es natural). Por
consiguiente, un mahayuga dura 12.000 años. A las disminuciones
progresivas de la duración de cada nuevo yuga corresponde en el plano
humano una disminución de la duración de la vida, acompañada de un
relajamiento de las costumbres y de una declinación de la inteligencia.
Esta decadencia continúa en todos los planos —biológicos, intelectuales,
éticos, sociales, etcétera— y alcanza un relieve más destacado en los textos puránicos. El pasaje de un yuga al otro se produce, como hemos
visto, en el curso de un “crepúsculo” que señala un decrescendo aun en
el interior de cada yuga, terminando cada uno por una etapa de tinieblas.
A medida que nos acercamos al final del ciclo, es decir al cuarto y último
yuga, las “tinieblas” se espesan. El último yuga, aquel en que nos
encontramos actualmente, se llama, por lo demás, la “edad de las
tinieblas” (Kaliyuga).
El ciclo completo termina por una “disolución”,
unpralaya, que se repite de manera más radical (mahapralaya, la “gran
disolución”) al final del milésimo ciclo.
H. Jacobi cree con razón que, en la doctrina original, un yuga
equivalía a un ciclo completo, comprendiendo el nacimiento, el
“desgaste” y la destrucción del Universo. Semejante doctrina se acerca
más al mito arquetípico, de estructura lunar, que hemos estudiado en el
Traite d’Histoire des Religions. La especulación ulterior no hace sino
ampliar y reproducir hasta lo infinito el ritmo primordial de “creacióndestrucción-
creación”, proyectando la unidad de medida, el yuga, en
ciclos cada vez más vastos. Los 12.000 años de un mabayuga han sido
considerados como “años divinos”, durando cada uno de éstos 360 años,
lo que da un total de 4.320.000 años para un solo ciclo cósmico.
Un millar
de semejantes mahayuga constituyen un kalpa; 14 kalpa hacen un
manvantara. Un kalpa equivale a un día de la vida de Brahma; otro kalpa a
una noche. Cien de esos “años” de Brahma constituyen su vida. Pero esa
duración considerable de la vida de Brahma no llega siquiera a agotar el
tiempo, pues los dioses no son eternos y las creaciones y destrucciones
cósmicas prosiguen ad infinitum. (Por lo demás, otros sistemas de
cálculos amplían, en proporción mucho mayor, las duraciones
correspondientes.)
Lo que conviene recordar de ese alud de números es el carácter
cíclico del tiempo cósmico.* De hecho asistimos a la repetición infinita del
mismo fenómeno (creación-destrucción-creación nueva) presentido por
cada yuga (“aurora” y “crepúsculo”) pero completamente realizado por
un mahayuga. La vida de Brahma comprende así 2.560.000 de esos
mahayuga, cada uno de los cuales recorre las mismas etapas (krita, treta,
dvapara, kalí) y termina con unpralaya, un ragnarök (la destrucción
“definitiva”, en el sentido de una regresión de todas las formas a una
masa amorfa, que se produce al final de cada kalpa en el momento de
mahapralaya). Además de la depreciación metafísica de la historia —que,en proporción y por el solo hecho de su duración, provoca una erosión de
todas las formas, y agota la substancia ontológica de éstas— y del mito de
la perfección de los comienzos, que también hallamos aquí (mito del paraíso
que se pierde gradualmente, por la simple causa de que se realiza, toma
forma y dura), lo que merece ocupar nuestra atención en esa orgía de
cifras es la eterna repetición del ritmo fundamental del Cosmos: su
destrucción y su recreación periódicas.
El hombre no puede apartarse de
ese ciclo sin principios ni fin más que con un acto de libertad espiritual
(pues todas las soluciones soteriológicas hindúes se limitan a la
liberación previa de la ilusión cósmica y a la libertad espiritual).
Las dos grandes heterodoxias, el budismo y el jainismo, aceptan en
sus líneas generales la misma doctrina panhindú del tiempo cíclico, y
comparan a éste con una rueda de doce radios (esa imagen es utilizada
ya en los textos védicos). El budismo adopta como unidad de medida de
los ciclos cósmicos el kalpa (en pali: kappa), dividido en un número
variable de “incalculables” (asamkheya; en pali: asankheyya). Las fuentes
palis hablan en general de cuatro asankkeyya y de cien mil kappa; en la
literatura mahayánica el número de “incalculables” varía entre 3, 7 y 33,
y están relacionados con la carrera del Boddhisattva en los diferentes
Cosmos.
* La decadencia progresiva del hombre está señalada en la
tradición budista por una disminución continua de la duración de la
vida humana. Así, según Dighanikaya, II, 2-7, en la época del primer
Buda, Vipassi, que hizo su aparición hace 91 kappa, la duración de la vida
humana era de 80.000 años; en la del segundo Buda, Sikhi (hace 31
kappa), de 70.000 años, y así sucesivamente.
El séptimo Buda, Gautama,
hace su aparición cuando la vida humana ya no es sino de 100 años, es
decir, cuando se reduce a su límite extremo. (Encontramos el mismo
motivo en los apocalipsis iranios y cristianos.) Sin embargo, para el
budismo, como para toda la especulación hindú, el tiempo es ilimitado; y el Boddhisattva se encarnará in aeternum, para anunciar la buena nueva
de la salvación de todos los seres. La única posibilidad de salir del
tiempo, de romper el círculo de hierro de las existencias, es la abolición
de la condición humana y la conquista del Nirvana. Además, todos esos
“incalculables” y todos esos eones sin número tienen también una
función soteriológica; la simple contemplación del panorama de éstos
aterroriza al hombre y lo obliga a considerar que ha de empezar miles de
veces esa misma existencia evanescente y soportar los mismos
padecimientos sin fin, lo cual tiene por objeto exacerbar su voluntad de
evasión, es decir, incitarlo a trascender definitivamente su condición de
“existente”.
Las especulaciones hindúes sobre el tiempo cíclico ponen
suficientemente de manifiesto el “rechazo de la historia”. Subrayemos,
sin embargo, una diferencia fundamental entre ellas y las concepciones
arcaicas; en tanto que el hombre de las culturas tradicionales rechaza la
historia mediante la abolición periódica de la creación, reviviendo de ese
modo sin cesar, en el instante atemporal de los comienzos, el espíritu
hindú, en sus tensiones supremas, desprecia y rehusa esa misma
reactualización del tiempo auroral, al que ya no considera como una
solución eficaz del problema del sufrimiento. La diferencia entre la
visión védica (por consiguiente, arcaica y “primitiva”) y la visión
mahayánica del ciclo cósmico es, empleando una fórmula sumaria, la
misma que distingue la posición antropológica arquetípica (tradicional)
de la posición existencialista (histórica).
El karma, ley de la causalidad
universal, que, al justificar la condición humana y al explicar la
experiencia histórica, podía ser generador de consuelo para la conciencia
hindú prebudista, se convierte con el tiempo en el símbolo mismo de la
“esclavitud” del hombre. Por eso, en la medida en que se proponen la
liberación del hombre, todas las metafísicas y todas las técnicas hindúes
buscan la aniquilación del karma. Pero si las doctrinas de los ciclos
cósmicos sólo hubieran sido una ilustración de la teoría de la causalidad
universal, nos hubiéramos eximido de mencionarla en este contexto. La
concepción de los yuga aporta de hecho un elemento nuevo: la
explicación (y, por lo tanto, la justificación) de las catástrofes históricas,
de la decadencia progresiva de la biología, de la sociología, de la ética y
de la espiritualidad humana. El tiempo, por el mero hecho de ser
duración, agrava continuamente la condición cósmica e implícitamente la
condición humana. Por el simple hecho de vivir actualmente en el kaliyuga,
o sea en una “edad de tinieblas”, que progresa bajo el signo de la
disgregación y ha de terminar en una catástrofe, nuestro destino es sufrir
más que los hombres de “edades” precedentes.
Ahora, en nuestro
momento histórico, no podemos esperar otra cosa; a lo sumo (y en eso se entrevé la función soteriológica del kaliyuga y los privilegios que nos
concede una historia crepuscular y catastrófica) podemos librarnos de la
servidumbre cósmica. La teoría hindú de las cuatro edades es, por ende,
vigorizante y consoladora para el hombre aterrorizado por la historia. En
efecto:
1°, por un lado, los sufrimientos que le han tocado en suerte por
ser contemporáneos de la descomposición crepuscular, ayudan al
hombre a comprender la precariedad de su condición humana y facilitan
así su manumisión; 2°, por otro, la teoría valida y justifica los sufrimientos
de quien no elige liberarse, sino que se resigna a soportar su existencia, y
ello por el hecho mismo de que tiene conciencia de la estructura
dramática y catastrófica de la época en que le ha tocado vivir (o, más
exactamente, revivir).
Nos interesa particularmente esta segunda posibilidad del hombre,
de situarse en una “época de tinieblas” y de fin de ciclo. En efecto, la
volvemos a encontrar en otras culturas y en otros momentos históricos.
La actitud de soportar ser contemporáneo de una época desastrosa,
tomando conciencia del lugar ocupado por esa época en la trayectoria
descendente del ciclo cósmico, debía sobre todo demostrar su eficacia en
el crepúsculo de la civilización grecooriental.
No es menester que nos ocupemos aquí de los múltiples problemas
que plantean las civilizaciones grecoorientales. El único aspecto de ellas
que nos interesa es la situación en que el hombre de dichas civilizaciones
se descubre frente a la historia, y más especialmente frente a la historia
que le es contemporánea. Por eso no nos detendremos en el origen, la
estructura y la evolución de los diversos sistemas cosmológicos en los
que el mito antiguo de los ciclos cósmicos es vuelto a tomar y
profundizado ni tampoco en sus consecuencias filosóficas. Sólo
recordaremos esos sistemas cosmológicos —de los presocráticos a los
neopitagóricos— en la medida en que respondan a la cuestión siguiente:
¿cuál es el sentido de la historia, es decir, de la totalidad de las
experiencias humanas provocadas por las fatalidades geográficas, las
estructuras sociales, las presunciones políticas, etcétera? Observemos
ante todo que ese interrogante sólo tenía sentido para una minoría muy
limitada en la época de las civilizaciones grecoorientales, es decir, sólo
para aquellos que se hallaban disociados del horizonte de la
espiritualidad arcaica.
La inmensa mayoría de sus contemporáneos vivía
todavía, en especial al principio, bajo el régimen de los arquetipos; no
saldrían de él sino posteriormente (y quizá nunca de manera definitiva,
como es el caso, por ejemplo, de las sociedades agrícolas), en el curso de
las fuertes tensiones históricas provocadas por Alejandro y que terminan
sólo con la caída de Roma. Pero los mitos filosóficos y las cosmologías más o menos científicas elaboradas por aquella minoría que comienza
con los presocráticos logran con el tiempo inmensa difusión.
Lo que en el
siglo v a. de C. era una gnosis difícilmente accesible se transforma,
cuatro siglos después, en una doctrina que consuela a centenares de
miles de hombres (como ocurre, por ejemplo, con el neopitagorismo y el
neoestoicismo en el mundo romano).
Todas esas doctrinas griegas y grecoorientales “fundadas en el mito
de los ciclos cósmicos” nos interesan evidentemente por el “éxito” que
obtuvieron después y no por su mérito intrínseco.
Ese mito era todavía claramente perceptible en las primeras
especulaciones presocráticas. Anaximandro sabe que todas las cosas
nacieron del apeiron y a él volverán. Empédocles explica por la
supremacía alternante de los dos principios opuestos, philia y neikos, las
eternas creaciones y destrucciones del Cosmos (ciclo en que se pueden
distinguir cuatro fases” algo análogas a los cuatro “incalculables” de la
doctrina budista). Ya hemos visto que la conflagración universal es
aceptada también por Heráclito.
En cuanto al “eterno retorno” —la
recuperación periódica de la existencia anterior por todos los seres— es
uno de los pocos dogmas de los que sabemos con certeza que
pertenecían al pitagorismo primitivo. En fin, según investigaciones
recientes, admirablemente aprovechadas y sintetizadas por J. Bidez,*
parece cada vez más probable que por lo menos ciertos elementos del
sistema platónico son de origen iranio-babilónico.
Volveremos sobre esas eventuales influencias orientales. Por el
momento detengámonos en la interpretación dada por Platón al mito del
retorno cíclico, especialmente en el texto fundamental, la Política, 269, c y
sig., Platón identifica la causa de la regresión y de las catástrofes
cósmicas en un doble movimiento del Universo: “...En este Universo, que
es el nuestro, ora la Divinidad guía el conjunto de su revolución circular,
ora lo abandona a sí mismo, una vez que las revoluciones han alcanzado
en duración la medida que conviene a este universo; y empieza de nuevo
a dar vueltas en sentido opuesto al de su propio movimiento...”.
El
cambio de dirección va acompañado por gigantescos cataclismos: “las
más considerables destrucciones, tanto entre los animales en general
como en el género humano, del cual, como es justo, sólo queda un pequeño número de representantes” (270 c). Pero esa catástrofe va
seguida de una “regeneración” paradójica. Los hombres comienzan a
rejuvenecer; “los cabellos blancos de los ancianos volvían al negro”,
etcétera, en tanto que los que eran púberes empezaban a disminuir de
estatura día a día, para volver a las dimensiones del niño recién nacido,
hasta que, “continuando luego en su consunción, se aniquilan
totalmente”.
Los cadáveres de los que morían entonces “desaparecían
completamente, sin dejar huella visible, al cabo de unos pocos días” (270
e). Fue entonces cuando nació la raza de los “Hijos de la Tierra” (gegeneis)
cuyo recuerdo fue conservado por nuestros antepasados (271 a).
En esa época de Cronos no había ni animales salvajes, ni enemistad entre
los animales (271 e). Los hombres de aquellos tiempos no tenían ni
mujeres ni hijos: “Al salir de la tierra volvían todos a la vida, sin
conservar recuerdo alguno de las condiciones de existencia anterior”.
Los árboles les daban abundantes frutos y dormían desnudos en el suelo,
sin necesidad de camas, pues entonces las estaciones eran templadas
(272 a).
El mito del paraíso primordial, evocado por Platón, perceptible en
las creencias hindúes, es conocido tanto por los hebreos (por ejemplo,
illud tempus mesiánico en Isaías, XI, 6, 8: LXV, 25) como por las
tradiciones iranias” y grecolatinas.14 Por lo demás, encaja perfectamente
en la concepción arcaica (y probablemente universal) de los “comienzos
paradisíacos”, que volvemos a encontrar en todas las valoraciones del
illud tempus primordial.
No es extraño que Platón reprodujera semejantes
visiones tradicionales en los diálogos de tiempos de su vejez; la misma
evolución de su pensamiento filosófico lo obligaba a descubrir de nuevo
las categorías míticas. Ciertamente tenía al alcance el recuerdo de la
“edad de oro” de Cronos en la tradición helena. Por lo demás, esta
comprobación de ningún modo nos impide reconocer en la Política
ciertas influencias babilónicas; en el caso, por ejemplo, en que Platón
imputa los cataclismos periódicos a las revoluciones planetarias,
explicación que ciertas investigaciones recientes16 hacen derivar de las
especulaciones astronómicas babilónicas, que fueron luego accesibles al
mundo helénico gracias a las Babiloníacas de Beroso. Según el Timeo, las
catástrofes parciales se deben a desviaciones planetarias,” mientras que
el momento de la reunión de todos los planetas es el del “tiempo
perfecto”, es decir, el final del “Año Magno”. Como observa J. Bidez
(op. cit., pág. 83), “la idea de que basta que todos los planetas se pongan
en conjunción para provocar una catástrofe universal es seguramente de
origen caldeo”.
Por otro lado, Platón parece haber tenido igualmente conocimiento de la concepción irania según la cual esas catástrofes
tienen por finalidad la purificación del género humano. Los estoicos volvieron a tomar por su cuenta las especulaciones
referentes a los ciclos cósmicos, insistiendo, ya en la eterna repetición
(por ejemplo, Crispió, frg. 623-627), ya en el cataclismo, ekpyrosis, con el
cual terminan los ciclos cósmicos (ya en Zenón, frg. 98 y 109, Von
Armin). Inspirándose en Heráclito, o directamente en la gnosis oriental,
el estoicismo vulgariza todas esas ideas relacionadas con el “Año
Magno” y con el fuego cósmico (ekpyrosis) que pone fin periódicamente
al universo para renovarlo. Con el tiempo, los motivos del “eterno
retorno” y el “fin del mundo” acaban por dominar toda la cultura
grecorromana. La renovación periódica del mundo (metácosmesis) era,
por lo demás, una doctrina favorita del neopitagorismo, el cual, como lo
ha mostrado]. Carcopino, compartía con el estoicismo los sufragios de la
totalidad de la sociedad romana de los siglos II y I a. de C.
Pero la
adhesión al mito de la “eterna repetición”, y al de la apocatástasis (el
término penetra en el mundo helénico después de Alejandro Magno),
son dos posiciones filosóficas que dejan entrever una actitud
antihistórica muy firme, así como una voluntad de defensa contra la
historia. Nos detendremos en cada una de ellas.
En el capítulo precedente observábamos que el mito de la repetición
eterna, tal cual fue reinterpretado por la especulación griega, tiene el
sentido de una suprema tentativa de “estatización” del devenir, de
anulación de la irreversibilidad del tiempo.
Al repetirse los momentos y
todas las situaciones del Cosmos hasta lo infinito, su evanescencia
resulta en último análisis aparente; en la perspectiva de lo infinito, cada
momento y cada situación permanecen en su lugar y adquieren así el
régimen ontológico del arquetipo. De modo que, entre todas las formas
de devenir, el devenir histórico también está saturado de ser.
Desde el
punto de vista de la eterna repetición, los acontecimientos históricos se
transforman en categorías y así vuelven a encontrar el régimen ontológico
que poseían en el horizonte de la espiritualidad arcaica. En cierto
sentido, hasta puede decirse que la teoría griega del eterno retorno es la
variante última del mito arcaico de la repetición de un gesto arquetípico,
así como la doctrina platónica de las ideas era la última versión de la
concepción del arquetipo, y la más elaborada. Y vale la pena observar
que ambas doctrinas encontraron su más acabada expresión en el apogeo
del pensamiento filosófico griego.
Pero es sobre todo el mito de la conflagración universal el que
obtuvo considerable éxito en todo el mundo grecooriental. Parece cada
vez más probable que el mito de un fin del mundo por el fuego, del que los buenos saldrán indemnes, es de origen iranio, por lo menos en la
forma conocida por los “magos occidentales”, quienes, como lo mostró
Cumont, lo difundieron en Occidente.
El estoicismo, los Oráculos
sibilinos (por ejemplo, II, 253) y la literatura judeo-cristiana hacen de ese
mito la base misma de su apocalipsis y de su escatología. Por curioso que
parezca, ese mito era reconfortante. En efecto, el fuego renueva al
mundo; por él será restaurado un “mundo nuevo, sustraído a la vejez, a
la muerte, a la descomposición y a la podredumbre, que viva
eternamente, que crezca eternamente, mientras que los muertos se
levantarán, la inmortalidad llegará a los vivientes y el mundo se
renovará a pedir de boca”
Se trata por consiguiente de una apocatástasis
de la cual nada tienen que temer los buenos.
La catástrofe final pondrá
término a la historia, y reintegrará por lo tanto al hombre a la eternidad y
la beatitud.
Las investigaciones recientes de F. Cumont y H. S. Nyberg* han
conseguido aclarar algo la oscuridad en que estaba envuelta la
escatología irania y a precisar las influencias sobre el apocalipsis
judeocristiano. Como la India (y, en cierto sentido, Grecia), Irán conocía
el mito de las cuatro edades cósmicas. Un texto mazdeano perdido, el
Sudkar-nask (cuyo contenido ha sido conservado en Dinkart, ix, 8)
hablaba de cuatro edades: de oro, de plata, de acero, y de “mezclado de
hierro”.
Los mismos metales están mencionados al comienzo del
Babman-yasht (i, 3), el cual describe sin embargo, algo más adelante (ii,
14), un árbol cósmico de siete ramas (de oro, de plata, de bronce, de
cobre, de estaño, de acero y de una “mezcla de hierro”), que responde a
la séptuple historia mítica de los persas. Esa hebdómada cósmica se
constituyó sin duda en relación con las doctrinas astrológicas caldeas,
“dominando” cada planeta un milenio. Pero el mazdeísmo había
propuesto mucho antes una duración de 9.000 años (3 x 3.000) para el
Universo, mientras que el zarvamsmo, como lo ha mostrado Nyberg, llevó el límite máximo de la duración de ese Universo a 12.000 años.
En
ambos sistemas iranios —como también en todas las doctrinas de los
ciclos cósmicos— el mundo acabará por el fuego y el agua, per pyrosim et
cataclysmum, como más tarde escribirá Fírmico Materno (iii, 1). No es
menester que abordemos aquí los problemas que plantea el hecho de que
en el sistema zervanita el “tiempo ilimitado”, srvan akarana, preceda y
siga a los 12.000 años del “tiempo limitado” creado por Ormuzd: el de
que en ese sistema “el Tiempo sea más poderoso que las dos Creaciones”,25 es decir, que las creaciones de Ormuzd y Ahriman; y el de
que, por consiguiente, Zrvan akarana no fuera creado por Ormuzd y por
lo tanto no le esté subordinado. Lo que queremos subrayar es que en la
concepción irania, vaya o no seguida del tiempo infinito, la historia no es
eterna; no se repite, pero terminará un día por una ekpyrosis y un
cataclismo escatológicos.
Pues la catástrofe final que pondrá término a la
historia será al mismo tiempo un juicio de dicha historia. Será entonces
—in illo tempore— cuando todos habrán de responder por todo lo que
hubieren hecho “en la historia”, y sólo aquellos que no sean culpables
conocerán la beatitud y la eternidad. (El simbolismo oriental y
judeocristiano del pasaje a través del fuego ha sido recientemente
estudiado por Carl Martin Edsman en Le Baptéme de feu, Upsala, 1940).
Windisch ha expuesto la importancia que esas ideas mazdeanas
tuvieron para el apologista cristiano Lactancio.26 El mundo fue creado
por Dios en seis días, y el séptimo descansó; por ese hecho el mundo
durará seis eones, durante los cuales “el mal vencerá y triunfará” en la
tierra.
En el curso del séptimo milenio el príncipe de los demonios será
encadenado y la humanidad conocerá mil años de reposo y de justicia
perfecta. Tras lo cual el demonio se escapará de sus cadenas y volverá a
la guerra contra los justos; pero al cabo será vencido y al final del octavo
milenio el mundo será creado para la eternidad. Evidentemente, esa
división de la historia en tres actos y en ocho milenios era también
conocida por los chiliastas cristianos pero no puede dudarse de su
estructura irania, aun cuando semejante visión escatológica de la historia
haya sido difundida en todo el oriente mediterráneo y en el imperio
romano por las gnosis grecoorientales.
Una sucesión de calamidades anunciará la proximidad del fin del
mundo, y la primera de ellas será la caída de Roma y la destrucción del
Imperio Romano: previsión frecuente en el apocalipsis judeocristiano,
pero que también era conocida por los iranios. El síndrome apocalíptico
es, por lo demás, común a todas esas tradiciones. Tanto Lactancio como
el Bah-manyasht anuncian que el “año será acortado, el mes disminuirá y
el día se contraerá” visión del deterioro cósmico y humano que también
hemos encontrado en la India (donde la vida humana pasa de 80.000
años a 100) y que las doctrinas astrológicas han hecho popularen el
mundo grecooriental.
Entonces las montañas se derrumbarán y la tierra
quedará llana, los hombres desearán la muerte y envidiarán a los
muertos, y sólo sobrevivirá un décimo de ellos. “Es un tiempo —escribe
Lactancio—30 en que la justicia será negada y la inocencia odiosa, en que
los malvados ejercerán sus depredaciones hostiles contra los buenos, en
que el orden, la ley y la disciplina militar ya no serán observados, en que nadie respetará las canas, no cumplirá con los deberes de piedad, no se
apiadará de la mujer o del niño, etcétera”. Pero después de ese estadio
precursor, descenderá el fuego purificador que aniquilará a los malos, y
vendrá entonces el milenio de beatitud que también esperaban los
chiliastas cristianos y que ya habían anunciado Isaías y los Oráculos
sibilinos.
Los hombres conocerán una nueva edad de oro que durará
hasta la terminación del séptimo milenio, pues tras ese último combate
una ekpyrosis universal resorberá al mundo entero en el fuego, lo que
permitirá el nacimiento de un mundo nuevo, justo, eterno y feliz, no
sometido a las influencias astrales y libre del reinado del tiempo.
Los hebreos limitaban igualmente la duración del mundo a siete
milenios,” pero los rabinos jamás fueron partidarios de la determinación
del fin del mundo por el cálculo matemático. Se conformaron con
precisar que una sucesión de calamidades cósmicas e históricas (hambre,
sequías, guerras, etcétera) anunciarán el fin del mundo. Luego llegará el
Mesías; los muertos resucitarán, Dios vencerá a la muerte y de ahí
seguirá la renovación del mundo.”
Aquí también volvemos a encontrar, como por doquier en las
doctrinas apocalípticas antes recordadas, el motivo tradicional de la
decadencia extrema, del triunfo del mal y de las tinieblas, que preceden
al cambio de Eón y a la renovación del Cosmos.
Un texto babilónico
traducido por A. Jeremias prevé así el apocalipsis: “Cuando esas cosas
se produzcan en el Cielo, entonces lo que es límpido se hará opaco y lo
que está limpio se pondrá sucio, la confusión se extenderá sobre las
naciones, no se oirán más oraciones, los auspicios se mostrarán
desfavorables...”. “En tal reinado los hombres se devorarán entre sí y
venderán a sus hijos por dinero, el esposo abandonará a la esposa y la
esposa al esposo, y la madre cerrará la puerta de su hija.” Otro himno
anuncia que entonces el sol no se levantará más, que la luna no volverá a
aparecer, etcétera. Pero en la concepción babilónica ese período
crepuscular va siempre seguido de una nueva aurora paradisíaca. A
menudo, como era de esperar, el período paradisíaco se abre con la
entronización de un nuevo soberano. Asurbanipal se considera como un
regenerador del Cosmos, pues “desde que los dioses, en su bondad, me
han establecido en el trono de mis padres, Adad ha enviado su lluvia...,
los rebaños se han multiplicado, etcétera...”
Simplificando, podría decirse que, tanto entre los iranios como entre
los judíos y los cristianos, la “historia” que se atribuye al Universo es
limitada, y que el fin del mundo coincide con el aniquilamiento de los
pecadores, la resurrección de los muertos y la victoria de la eternidad
sobre el tiempo. Pero aun cuando esa doctrina se hizo cada vez más popular en el siglo i a. de C. y en los primeros siglos que siguieron, no
consiguió eliminar definitivamente la doctrina tradicional de la
regeneración periódica del tiempo por la repetición anual de la creación.
En el capítulo anterior hemos visto que entre los iranios se conservaron
vestigios de esa doctrina hasta una época muy avanzada de la Edad
Media. Dominante también en el judaismo premesiánico, esa doctrina
nunca fue, sin embargo, totalmente abolida, pues los círculos rabínicos
vacilaban en precisar la duración fijada por Dios al Cosmos y se
contentaban con declarar que el illud tempus llegaría ciertamente algún
día. En el cristianismo, por otro lado, la tradición evangélica deja
entender que βασi λεiα τον δέον está ya presente “entre” (έντς) los que
creen, y que por consiguiente el illud tempus es eternamente actual y
accesible a cualquiera, en cualquier momento, por metánoia.
Como se
trata de una experiencia religiosa totalmente diferente de una
experiencia tradicional, puesto que se refiere a la “fe”, la regeneración
periódica del mundo se traduce en el cristianismo en una regeneración
de la persona humana. Mas para el que participa en ese eterno nunc del
reino de Dios, la “historia” cesa de modo tan total como para el hombre
de las culturas arcaicas que la anula periódicamente. Por consiguiente,
también para el cristiano la historia puede ser regenerada, por cada
creyente en particular y a través de él, aun antes de la segunda llegada
del Salvador, en que cesará de manera absoluta para toda la Creación.
Una discusión conveniente de la revolución introducida por el
cristianismo en la dialéctica de la abolición de la historia y de la evasión
fuera de la dominación del tiempo, nos llevaría fuera de los límites de
este ensayo. Observemos solamente que, aun en el cuadro de las tres
grandes religiones —irania, judaica y cristiana— que han limitado la
duración del Cosmos a un número cualquiera de milenios y afirman que
la historia cesará definitivamente in illo tempore, subsisten sin embargo
huellas de la antigua doctrina de la regeneración periódica de la historia.
En otros términos, la historia puede ser abolida, y por consiguiente
renovada, un número considerable de veces antes de la realización del
eschaton final. El año litúrgico cristiano está, por lo demás, fundado en
una repetición periódica y real de la Natividad, de la Pasión, de la muerte
y de la resurrección de Jesús, con todo lo que ese drama místico implica
para un cristiano; es decir, la regeneración personal y cósmica por la
reactualización in concreto del nacimiento, de la muerte y de la
resurrección del Salvador.
MIRCEA ELIADE
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* Esto no implica la no religiosidad de dichas poblaciones (que en su mayor parte son de estructura agraria), sino solamente la revaloración "tradicional" (arquetípica) que han concedido a la experiencia cristiana.
* Sin duda provocado por el aspecto astrológico del yuga, con respecto al establecimiento del cual no están excluidas las influencias astronómicas babilónicas; cf. A. Jeremías, Handbuch der Altorienta-lischen Geisteskultur (2a edic., Berlín, 1929), pág. 303. Véase también E. Abegg, Der Messiasglaube in Indien und Irán (1928), pág. 8 y sig.; D. R. Mankad, Manvantara Caturyuga Metod,passim; J.Schefletowitz, Die Zeit als Schicksalsgottheit in der indischen und iranischen Religión, passim.
* Cf. Asanga, Mahayannasamgraha, V, 6; L. De La Vallée-Poussin, Vijñapttmatratasiddhi'(París, 1929), págs. 731-733, etcétera. Sobre el cálculo de los asankheyya, cf. las notas de La Vallée-Poussin en Abhidharmakosa, III, 188-189; IV, 224 y Mahaprakñaparamitasastra de Nagarjuna, trad. según versión china, por Éticnnc Lamotte, Le Traite de la Grande Vertu de Sagesse, vol. i (Louvain, 1944), pág. 247 y sig. Sobre las concepciones filosóficas del tiempo, cf. La Vallée-Poussin, Documents d'Abhidharma. La controverse du temps ("Mélangcs chinois et bouddhiques", v, Bruselas, 1937, págs. 1-158), y S. Schayer, Contributions to the problem of Time in Indian Philosophy (Cracovia, 1938).
* Eos ou Platón et l'Orient (Bruselas, 1945), donde se tienen en cuenta en particular las investigaciones de Boll, Bezold, W. Gundel, W. Jäger, A. Götze, J. Stenzel y aun interpretaciones a veces muy controvertidas de Reitzenstem. * Véase también Scheftelowitz, Die Zeit als Schicksalsgottheit; R. C. Zachner, Zurvanica; H. H. Schaeder, Der Iranische Zeitgott.
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