viernes, 3 de abril de 2020

EL MITO DEL ETERNO RETORNO ARQUETIPOS Y REPETICIÓN - DESTINO E HISTORIA

Hemos recordado las doctrinas helenístico-orientales relativas a los ciclos cósmicos con el solo fin de poder establecer la respuesta a la cuestión que planteábamos al comienzo de este capítulo: ¿cómo soporta, el hombre la historia? La respuesta es evidente en cada sistema en particular: por su situación misma en un ciclo cósmico —pueda éste repetirse o no— incumbe al hombre cierto destino histórico. Advirtamos que se trata de algo distinto de un fatalismo, sea cual fuere el sentido que se le dé, que explicará la felicidad o la desdicha de cada individuo tomado aisladamente. Esas doctrinas responden a las preguntas que plantea la suerte de la historia contemporánea en su totalidad y no solamente el destino individual. 

Cierta cantidad de sufrimiento está reservada a la humanidad (y por el vocablo “humanidad” cada cual entiende la masa de hombres de que tiene noción) por el simple hecho de que se halla en cierto momento histórico, es decir, en un ciclo cósmico descendente o cercano a su conclusión. Individualmente, cada cual es libre de sustraerse a ese momento histórico y de consolarse de sus consecuencias nefastas, sea por la filosofía, sea por la mística (bastará que evoquemos al pasar cómo pulularon las gnosis, sectas, misterios y filosofías que invadieron el mundo mediterráneo-oriental en el curso de los siglos de tensión histórica, para dar una idea de la proporción cada vez más aplastante de los que intentaban sustraerse a la “historia”). El momento histórico en su totalidad no podía sin embargo evitar el destino que derivaba fatalmente de su posición misma en la trayectoria descendente del ciclo al cual pertenecía. 

Así como cada hombre del kali-yuga, en la perspectiva hindú, se siente incitado a buscar su libertad y su beatitud espiritual, sin poder evitar, empero, la disolución final de este modo crepuscular en su totalidad, así también, en la perspectiva de los diversos sistemas que hemos revistado antes, el momento histórico, a pesar de las posibilidades de evasión que presenta para los contemporáneos, no puede ser, en su totalidad, sino trágico, patético, injusto, caótico, etcétera, como debe ser cualquier momento precursor de la catástrofe final. Un rasgo común, en efecto, relaciona todos los sistemas cíclicos difundidos en el mundo helenista-oriental: en la perspectiva de cada uno de ellos, el momento histórico contemporáneo (sea cual fuere su posición cronológica) representa una decadencia respecto de los momentos históricos precedentes. 

No sólo el Eón contemporáneo es inferior a las otras “edades” (de oro, de plata, etcétera), sino que, aun en el cuadro de la edad actual (es decir, del ciclo actual), el “instante” en el cual vive el hombre se agrava a medida que pasa el tiempo. Esa tendencia a la desvalorización del momento contemporáneo no debe ser considerada como un estigma pesimista. Al contrario, más bien denuncia un exceso de optimismo, pues, en la agravación de la situación contemporánea, una parte, por lo menos, de los hombres veía los signos anunciadores de la regeneración que necesariamente debía seguir. Una serie de derrotas militares y de derrumbes políticos se esperaban con angustia desde los tiempos de Isaías, como síndrome imprescriptible del illud tempus que había de regenerar al mundo. Sin embargo, por diversas que fuesen las posiciones posibles del hombre, presentaban un carácter común: la historia podía ser soportada, no sólo porque tenía un sentido, sino también porque era necesaria en último análisis. Tanto para quienes creían en una repetición del ciclo cósmico en su totalidad, como para quienes creían nada más que en un solo ciclo que se acercaba a su fin, el drama de la historia contemporánea era necesario e inevitable. 

Ya Platón, a pesar de su agrado por la parte de los esquemas de la astrología caldea que había hecho suyos, no reprimía sus sarcasmos contra quienes habían caído en el fatalismo astrológico o creían en una eterna repetición en el sentido estricto (estoico) del término. 
En cuanto a los filósofos cristianos, libraron un encarnizado combate contra el mismo fatalismo astrológico,* muy acentuado durante los últimos siglos del Imperio romano. Como al instante veremos, San Agustín defenderá la idea de la perennidad de Roma con el solo fin de no aceptar un fatum decidido por las teorías cíclicas. Pero no es menos cierto que también el fatalismo astrológico explicaba el curso de los acontecimientos históricos y ayudaba por consiguiente al “contemporáneo” a comprenderlos y a sufrirlos, con igual éxito que las diversas gnosis grecoorientales, el neoestoicismo y el neopitagorismo. 

Ya sea que la historia esté regida por la marcha de los astros, o pura y simplemente por el proceso cósmico, que reclamaba necesariamente una desintegración fatalmente vinculada a una integración original, ya esté sometida a la voluntad de Dios, voluntad que los profetas hubieran podido entrever, etcétera, el resultado era el mismo: ninguna de las catástrofes que la historia revelaba era arbitraria. Los imperios se construían y se hundían, las guerras provocaban sufrimientos sin número, la inmoralidad, la disolución de las costumbres, la injusticia social, etcétera, se agravaban sin cesar, porque todo eso era necesario, es decir querido por el ritmo cósmico, por el demiurgo, por las constelaciones o por la voluntad de Dios. En esa perspectiva, la historia de Roma adquiere noble gravedad. Varias veces en el curso de la historia, los romanos conocieron el terror de un fin inminente de la ciudad, cuya duración —en su creencia— había sido decidida en el mismo momento de su fundación por Rómulo. Jean Hubaux ha analizado con aguda penetración en Grands mythes de Rome los momentos capitales de ese drama provocado por la incertidumbre de los cálculos de la “vida” de Roma, en tanto que Jéróme Carcopino ha recordado los acontecimientos históricos y la tensión espiritual que justificaron la esperanza de una resurrección no catastrófica de la ciudad. 

En todas las crisis históricas, dos mitos crepusculares asediaron al pueblo romano: 

1°, la vida de la ciudad llegó a su término, pues su duración se limitaba a cierto número de años (el “número místico” revelado por las doce águilas vistas por Rómulo); y 2°, el “Año Magno” pondrá fin a toda la historia, por consiguiente a la de Roma, por una ekpyrosis universal. La historia misma de Roma se encargó de desmentir esos temores hasta una época muy avanzada. Pues al cabo de 120 años de la fundación de Roma, comprendieron que las doce águilas vistas por Rómulo no significaban 120 años de vida histórica para la ciudad, como lo temieron. Al cabo de 365 años pudieron comprobar que no se trataba de un “Año Magno”, en que cada año de la ciudad había de tener el equivalente de un día, y se supuso que el destino concedía a Roma otra suerte de “Año Magno”, compuesto de doce meses de 100 años. 

En cuanto al mito de las “edades” regresivas y del eterno retorno, compartido por la Sibila e interpretado por los filósofos por medio de las teorías de los ciclos cósmicos, varias veces esperaron que el paso de una “edad” a la otra pudiera efectuarse evitando la ekpyrosis universal. Pero dicha esperanza estaba siempre mezclada de inquietud. Cada vez que los acontecimientos históricos acentuaban su decadencia catastrófica, los romanos creían que el “Año Magno” estaba a punto de terminar y que Roma se hallaba en vísperas de su derrumbamiento. Cuando César pasó el Rubicón, Nigidio Fígulo presintió el comienzo de un drama cósmicohistórico que había de acabar con Roma y con la especie humana. Pero ese mismo Nigidio Fígulo creía que la ekpyrosis no era fatal y que la renovación, la metacosmesis neopitagórica, era igualmente posible sin catástrofe cósmica, idea que Virgilio volvería a tomar para ampliarla. Horacio no había podido disimular en su Epodo xvi el temor respecto de la suerte futura de Roma. Los estoicos, los astrólogos y la gnosis oriental veían en las guerras y las calamidades los signos de la inminente catástrofe final. Fundándose ora en el cálculo de la “vida” de Roma, ora en la doctrina de los ciclos cósmico-históricos, los romanos sabían que, fuese como fuere, la ciudad había de desaparecer antes del principio de un nuevo Eón. Pero el reinado de Augusto, al sobrevenir luego de largas y sangrientas guerras civiles, pareció instaurar una pax aeterna. 

Entonces quedó demostrado que los temores inspirados por los dos mitos —la “edad” de Roma y la teoría del Año Magno— eran gratuitos: “Augusto ha fundado de nuevo a Roma y ya nada debemos temer en cuanto a su vida”, podían decirse quienes se habían preocupado por el misterio de las doce águilas vistas por Rómulo. “El pasaje de la edad de hierro a la edad de oro se ha efectuado sin ekpyrosis”, podían decirse los que se vieron asediados por la teoría de los ciclos cósmicos. Así, Virgilio reemplaza el último saeculum, el del Sol, que debía provocar la combustión universal, por el siglo de Apolo, evitando la ekpyrosis, y suponiendo que las guerras fueron los propios signos del paso de la edad de hierro a la edad de oro. Más tarde, cuando el reinado de Augusto parece haber realmente instaurado la edad de oro, Virgilio se esfuerza por tranquilizar a los romanos en cuanto a la duración de la ciudad. En la Eneida (i, v. 255 y sig.), Júpiter, dirigiéndose a Venus, le asegura que no fijará a los romanos ninguna suerte de limitación espacial o temporal: “es el imperio sin fin que les he dado”. Y no fue sino después de la publicación de la Eneida cuando Roma fue nombrada urbs aeterna, proclamándose a Augusto el segundo fundador de la ciudad. 

La fecha de su nacimiento, el 23 de septiembre, fue considerada “como el punto de partida del Universo al cual Augusto ha salvado la existencia y cambiado la faz”. Entonces se difunde la esperanza de que Roma puede regenerarse periódicamente ad infinitum. De modo que, libre de los mitos de las doce águilas y de la ekpyrosis, Roma podrá extenderse, como lo anuncia Virgilio,43 hasta las regiones “que se hallan más allá de las rutas del sol y del año” (extra anni solsique vias). Asistimos así a un supremo esfuerzo hecho para librar a la historia del destino astral o de la ley de los ciclos cósmicos, y encontrar, por el mito de la renovación eterna de Roma, el mito arcaico de la regeneración anual (y, especialmente, no catastrófica) del Cosmos por medio de su eterna recreación por el Soberano o por el sacerdote. Es, sobre todo, una tentativa para valorar la historia en el plano cósmico; es decir, para considerar los acontecimientos y las catástrofes históricas como verdaderas combustiones o disoluciones cósmicas que deben periódicamente poner fin al Universo para permitir su regeneración. 

Las guerras, las destrucciones, los sufrimientos históricos no son ya los signos precursores del paso de una “edad” cósmica a otra, sino que constituyen por sí mismos ese pasaje. Así, a cada nueva época de paz la historia se renueva y, por consiguiente, comienza un nuevo mundo; en último análisis (como hemos visto en el caso del mito constituido en torno a Augusto), el Soberano repite la Creación del Cosmos. Hemos citado el ejemplo de Roma para mostrar cómo los acontecimientos históricos pudieron ser valorados por el sesgo de los mitos examinados en este capítulo. Integradas en una teoría-mito determinada (edad de Roma, Año Magno), las catástrofes pudieron no solamente ser soportadas por los contemporáneos, sino también valoradas de manera positiva inmediatamente después de su aparición. Naturalmente, la edad de oro instaurada por Augusto sólo sobrevivió por lo que creó en la cultura latina. La historia se encargó de desmentir la “edad de oro” luego de la muerte de Augusto, y los contemporáneos volvieron a vivir esperando un desastre inminente. Cuando Roma fue ocupada por Alarico, pareció que triunfaba el signo de las doce águilas de Rómulo: la ciudad había entrado en su duodécimo y último siglo de existencia. 

Sólo San Agustín se esforzaba por demostrar que nadie podía conocer el instante en que Dios decidiría poner fin a la historia, y que, en todo caso, aun cuando las ciudades tuviesen por su propia naturaleza una duración limitada, por ser la de Dios la única “ciudad eterna”, ningún destino astral podía decidir la vida o la muerte de una nación. El pensamiento cristiano tendía así a superar definitivamente los viejos temas de la eterna repetición, del mismo modo que se había esforzado por superar todas las demás perspectivas arcaicas mediante el descubrimiento de la importancia de la experiencia religiosa de la “fe” y la del valor de la personalidad humana. 

 MIRCEA ELIADE _______________________________________________________________________ __________

* Entre muchas otras liberaciones, el cristianismo realizó igualmente la liberación del destino astral: "Estamos por encima del Destino", escribe Taciano (ad Graecos, 9), resumiendo toda la doctrina cristiana. "El sol y la luna han sido hechos para nosotros; ¿cómo podría yo adorar lo que ha sido hecho para que me sirva?" (Ibid., 4). Cf. también San Agustín, Civ. Dei, xii, cap. x-xiii ; sobre las ideas de-San Basilio, Orígenes, San Gregorio y San Agustín y la oposición de estos a las teorías cíclicas, véase P. Duhem, Le Systems du monde, II, págs. 446 y sig.

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