Hemos recordado las doctrinas helenístico-orientales relativas a los
ciclos cósmicos con el solo fin de poder establecer la respuesta a la
cuestión que planteábamos al comienzo de este capítulo: ¿cómo soporta,
el hombre la historia? La respuesta es evidente en cada sistema en
particular: por su situación misma en un ciclo cósmico —pueda éste
repetirse o no— incumbe al hombre cierto destino histórico. Advirtamos
que se trata de algo distinto de un fatalismo, sea cual fuere el sentido que
se le dé, que explicará la felicidad o la desdicha de cada individuo
tomado aisladamente. Esas doctrinas responden a las preguntas que
plantea la suerte de la historia contemporánea en su totalidad y no solamente
el destino individual.
Cierta cantidad de sufrimiento está reservada a la
humanidad (y por el vocablo “humanidad” cada cual entiende la masa
de hombres de que tiene noción) por el simple hecho de que se halla en
cierto momento histórico, es decir, en un ciclo cósmico descendente o
cercano a su conclusión. Individualmente, cada cual es libre de
sustraerse a ese momento histórico y de consolarse de sus consecuencias
nefastas, sea por la filosofía, sea por la mística (bastará que evoquemos al
pasar cómo pulularon las gnosis, sectas, misterios y filosofías que
invadieron el mundo mediterráneo-oriental en el curso de los siglos de
tensión histórica, para dar una idea de la proporción cada vez más
aplastante de los que intentaban sustraerse a la “historia”). El momento
histórico en su totalidad no podía sin embargo evitar el destino que
derivaba fatalmente de su posición misma en la trayectoria descendente
del ciclo al cual pertenecía.
Así como cada hombre del kali-yuga, en la
perspectiva hindú, se siente incitado a buscar su libertad y su beatitud
espiritual, sin poder evitar, empero, la disolución final de este modo
crepuscular en su totalidad, así también, en la perspectiva de los
diversos sistemas que hemos revistado antes, el momento histórico, a
pesar de las posibilidades de evasión que presenta para los
contemporáneos, no puede ser, en su totalidad, sino trágico, patético,
injusto, caótico, etcétera, como debe ser cualquier momento precursor de
la catástrofe final.
Un rasgo común, en efecto, relaciona todos los sistemas cíclicos
difundidos en el mundo helenista-oriental: en la perspectiva de cada uno
de ellos, el momento histórico contemporáneo (sea cual fuere su posición
cronológica) representa una decadencia respecto de los momentos
históricos precedentes.
No sólo el Eón contemporáneo es inferior a las
otras “edades” (de oro, de plata, etcétera), sino que, aun en el cuadro de
la edad actual (es decir, del ciclo actual), el “instante” en el cual vive el
hombre se agrava a medida que pasa el tiempo. Esa tendencia a la desvalorización del momento contemporáneo no debe ser considerada
como un estigma pesimista. Al contrario, más bien denuncia un exceso
de optimismo, pues, en la agravación de la situación contemporánea,
una parte, por lo menos, de los hombres veía los signos anunciadores de
la regeneración que necesariamente debía seguir. Una serie de derrotas
militares y de derrumbes políticos se esperaban con angustia desde los
tiempos de Isaías, como síndrome imprescriptible del illud tempus que
había de regenerar al mundo.
Sin embargo, por diversas que fuesen las posiciones posibles del
hombre, presentaban un carácter común: la historia podía ser soportada,
no sólo porque tenía un sentido, sino también porque era necesaria en
último análisis. Tanto para quienes creían en una repetición del ciclo
cósmico en su totalidad, como para quienes creían nada más que en un
solo ciclo que se acercaba a su fin, el drama de la historia contemporánea
era necesario e inevitable.
Ya Platón, a pesar de su agrado por la parte de
los esquemas de la astrología caldea que había hecho suyos, no reprimía
sus sarcasmos contra quienes habían caído en el fatalismo astrológico o
creían en una eterna repetición en el sentido estricto (estoico) del
término.
En cuanto a los filósofos cristianos, libraron un encarnizado
combate contra el mismo fatalismo astrológico,* muy acentuado durante
los últimos siglos del Imperio romano. Como al instante veremos, San
Agustín defenderá la idea de la perennidad de Roma con el solo fin de
no aceptar un fatum decidido por las teorías cíclicas. Pero no es menos
cierto que también el fatalismo astrológico explicaba el curso de los
acontecimientos históricos y ayudaba por consiguiente al
“contemporáneo” a comprenderlos y a sufrirlos, con igual éxito que las
diversas gnosis grecoorientales, el neoestoicismo y el neopitagorismo.
Ya
sea que la historia esté regida por la marcha de los astros, o pura y
simplemente por el proceso cósmico, que reclamaba necesariamente una
desintegración fatalmente vinculada a una integración original, ya esté
sometida a la voluntad de Dios, voluntad que los profetas hubieran
podido entrever, etcétera, el resultado era el mismo: ninguna de las catástrofes que la historia revelaba era arbitraria. Los imperios se
construían y se hundían, las guerras provocaban sufrimientos sin
número, la inmoralidad, la disolución de las costumbres, la injusticia
social, etcétera, se agravaban sin cesar, porque todo eso era necesario, es
decir querido por el ritmo cósmico, por el demiurgo, por las
constelaciones o por la voluntad de Dios.
En esa perspectiva, la historia de Roma adquiere noble gravedad.
Varias veces en el curso de la historia, los romanos conocieron el terror
de un fin inminente de la ciudad, cuya duración —en su creencia— había
sido decidida en el mismo momento de su fundación por Rómulo. Jean
Hubaux ha analizado con aguda penetración en Grands mythes de Rome
los momentos capitales de ese drama provocado por la incertidumbre de
los cálculos de la “vida” de Roma, en tanto que Jéróme Carcopino ha
recordado los acontecimientos históricos y la tensión espiritual que
justificaron la esperanza de una resurrección no catastrófica de la
ciudad.
En todas las crisis históricas, dos mitos crepusculares asediaron
al pueblo romano:
1°, la vida de la ciudad llegó a su término, pues su
duración se limitaba a cierto número de años (el “número místico”
revelado por las doce águilas vistas por Rómulo); y 2°, el “Año Magno”
pondrá fin a toda la historia, por consiguiente a la de Roma, por una
ekpyrosis universal. La historia misma de Roma se encargó de desmentir
esos temores hasta una época muy avanzada. Pues al cabo de 120 años
de la fundación de Roma, comprendieron que las doce águilas vistas por
Rómulo no significaban 120 años de vida histórica para la ciudad, como
lo temieron. Al cabo de 365 años pudieron comprobar que no se trataba
de un “Año Magno”, en que cada año de la ciudad había de tener el
equivalente de un día, y se supuso que el destino concedía a Roma otra
suerte de “Año Magno”, compuesto de doce meses de 100 años.
En
cuanto al mito de las “edades” regresivas y del eterno retorno,
compartido por la Sibila e interpretado por los filósofos por medio de las
teorías de los ciclos cósmicos, varias veces esperaron que el paso de una
“edad” a la otra pudiera efectuarse evitando la ekpyrosis universal. Pero
dicha esperanza estaba siempre mezclada de inquietud. Cada vez que
los acontecimientos históricos acentuaban su decadencia catastrófica, los
romanos creían que el “Año Magno” estaba a punto de terminar y que
Roma se hallaba en vísperas de su derrumbamiento. Cuando César pasó
el Rubicón, Nigidio Fígulo presintió el comienzo de un drama cósmicohistórico
que había de acabar con Roma y con la especie humana. Pero
ese mismo Nigidio Fígulo creía que la ekpyrosis no era fatal y que la
renovación, la metacosmesis neopitagórica, era igualmente posible sin
catástrofe cósmica, idea que Virgilio volvería a tomar para ampliarla.
Horacio no había podido disimular en su Epodo xvi el temor
respecto de la suerte futura de Roma. Los estoicos, los astrólogos y la
gnosis oriental veían en las guerras y las calamidades los signos de la
inminente catástrofe final. Fundándose ora en el cálculo de la “vida” de
Roma, ora en la doctrina de los ciclos cósmico-históricos, los romanos
sabían que, fuese como fuere, la ciudad había de desaparecer antes del
principio de un nuevo Eón. Pero el reinado de Augusto, al sobrevenir
luego de largas y sangrientas guerras civiles, pareció instaurar una pax
aeterna.
Entonces quedó demostrado que los temores inspirados por los
dos mitos —la “edad” de Roma y la teoría del Año Magno— eran
gratuitos: “Augusto ha fundado de nuevo a Roma y ya nada debemos
temer en cuanto a su vida”, podían decirse quienes se habían
preocupado por el misterio de las doce águilas vistas por Rómulo. “El
pasaje de la edad de hierro a la edad de oro se ha efectuado sin
ekpyrosis”, podían decirse los que se vieron asediados por la teoría de los
ciclos cósmicos. Así, Virgilio reemplaza el último saeculum, el del Sol, que
debía provocar la combustión universal, por el siglo de Apolo, evitando
la ekpyrosis, y suponiendo que las guerras fueron los propios signos del
paso de la edad de hierro a la edad de oro. Más tarde, cuando el
reinado de Augusto parece haber realmente instaurado la edad de oro,
Virgilio se esfuerza por tranquilizar a los romanos en cuanto a la
duración de la ciudad. En la Eneida (i, v. 255 y sig.), Júpiter, dirigiéndose
a Venus, le asegura que no fijará a los romanos ninguna suerte de
limitación espacial o temporal: “es el imperio sin fin que les he dado”. Y
no fue sino después de la publicación de la Eneida cuando Roma fue
nombrada urbs aeterna, proclamándose a Augusto el segundo fundador
de la ciudad.
La fecha de su nacimiento, el 23 de septiembre, fue
considerada “como el punto de partida del Universo al cual Augusto ha
salvado la existencia y cambiado la faz”. Entonces se difunde la
esperanza de que Roma puede regenerarse periódicamente ad infinitum.
De modo que, libre de los mitos de las doce águilas y de la ekpyrosis,
Roma podrá extenderse, como lo anuncia Virgilio,43 hasta las regiones
“que se hallan más allá de las rutas del sol y del año” (extra anni solsique
vias). Asistimos así a un supremo esfuerzo hecho para librar a la historia
del destino astral o de la ley de los ciclos cósmicos, y encontrar, por el
mito de la renovación eterna de Roma, el mito arcaico de la regeneración
anual (y, especialmente, no catastrófica) del Cosmos por medio de su
eterna recreación por el Soberano o por el sacerdote. Es, sobre todo, una
tentativa para valorar la historia en el plano cósmico; es decir, para
considerar los acontecimientos y las catástrofes históricas como
verdaderas combustiones o disoluciones cósmicas que deben periódicamente poner fin al Universo para permitir su regeneración.
Las
guerras, las destrucciones, los sufrimientos históricos no son ya los signos
precursores del paso de una “edad” cósmica a otra, sino que constituyen
por sí mismos ese pasaje. Así, a cada nueva época de paz la historia se
renueva y, por consiguiente, comienza un nuevo mundo; en último
análisis (como hemos visto en el caso del mito constituido en torno a
Augusto), el Soberano repite la Creación del Cosmos.
Hemos citado el ejemplo de Roma para mostrar cómo los
acontecimientos históricos pudieron ser valorados por el sesgo de los
mitos examinados en este capítulo. Integradas en una teoría-mito
determinada (edad de Roma, Año Magno), las catástrofes pudieron no
solamente ser soportadas por los contemporáneos, sino también
valoradas de manera positiva inmediatamente después de su aparición.
Naturalmente, la edad de oro instaurada por Augusto sólo sobrevivió
por lo que creó en la cultura latina. La historia se encargó de desmentir la
“edad de oro” luego de la muerte de Augusto, y los contemporáneos
volvieron a vivir esperando un desastre inminente. Cuando Roma fue
ocupada por Alarico, pareció que triunfaba el signo de las doce águilas
de Rómulo: la ciudad había entrado en su duodécimo y último siglo de
existencia.
Sólo San Agustín se esforzaba por demostrar que nadie podía
conocer el instante en que Dios decidiría poner fin a la historia, y que, en
todo caso, aun cuando las ciudades tuviesen por su propia naturaleza
una duración limitada, por ser la de Dios la única “ciudad eterna”,
ningún destino astral podía decidir la vida o la muerte de una nación. El
pensamiento cristiano tendía así a superar definitivamente los viejos
temas de la eterna repetición, del mismo modo que se había esforzado
por superar todas las demás perspectivas arcaicas mediante el
descubrimiento de la importancia de la experiencia religiosa de la “fe” y
la del valor de la personalidad humana.
MIRCEA ELIADE _______________________________________________________________________ __________
* Entre muchas otras liberaciones, el cristianismo realizó igualmente la liberación del destino astral: "Estamos por encima del Destino", escribe Taciano (ad Graecos, 9), resumiendo toda la doctrina cristiana. "El sol y la luna han sido hechos para nosotros; ¿cómo podría yo adorar lo que ha sido hecho para que me sirva?" (Ibid., 4). Cf. también San Agustín, Civ. Dei, xii, cap. x-xiii ; sobre las ideas de-San Basilio, Orígenes, San Gregorio y San Agustín y la oposición de estos a las teorías cíclicas, véase P. Duhem, Le Systems du monde, II, págs. 446 y sig.
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