sábado, 17 de octubre de 2015

REENCARNACIÓN

                                                                         

 CAPÍTULO VI
 FRANZ HARTMANN 


 Según la antiquísima Doctrina Secreta, el proceso cósmico consiste en una constante conversión y desaparición de la creación. Brahma, el Uno, permanece siempre el que es; el Ser mismo no cambia; mas el mundo de la manifestación de fuerzas y formas, nace y muere y se renueva para volver a morir.
«No hay existencia posible para lo que no existe, ni puede cesar de existir lo que existe.
La certeza de esto presentase clara a los ojos de aquellos que perciben la Verdad y escudriñan el origen de las cosas». (Bhagavad Gîtâ, II, 16).

El Uno, Brahma, es inmortal. «Nunca ha tenido nacimiento, ni tampoco está sujeto a la muerte; porque, no habiendo sido jamás llamado a la existencia, ¿Cómo puede dejar de existir?. Es eterno, indestructible, imperecedero, sin principio ni fin, y no se aniquila ni experimenta quebranto alguno cuando es destruida su envoltura mortal. De consiguiente, sabiendo que es eterno e indestructible Aquel que desplegó el Universo y cuya esencia todo lo penetra, ¿Quién será capaz de anonadar lo que es inmortal e imperecedero?. (Bhagavad Gîtâ, II, 30, 17).

Los mundos, por el contrario, lo mismo que sus habitantes, vienen y se van; son los vehículos en que se manifiesta el Espíritu eterno. «El conocimiento del vehículo juntamente con el del Conocedor del vehículo... constituye la verdadera sabiduría». (Bhagavad Gîtâ, XIII, 2).

La posesión de la capacidad de alcanzar este conocimiento, es la condición principal para comprender la ciencia oculta. El salir los fenómenos del Ser, por medio de lo cual nacen los mundos, y el desaparecer de nuevo estos fenómenos, por lo cual los mundos mueren, se llaman la expiración y la inspiración de Brahma. El hombre animal respira aire, el Hombre divino respira espíritu; el Espíritu de Dios es la expresión de su Voluntad y de su Pensamiento, su Palabra (Verbo), de la cual se hacen todas las cosas, como se dice en la Biblia: «Envías tu aliento, (los mundos) son creados y renuevas la haz de la tierra. Escondes tu rostro, se turban; les quitas el aliento, expiran y vuelven a ser polvo». (Salmos, 104, 29, 30).

Así sale lo Manifestado de lo No-Manifestado y vuelve a lo No-Manifestado, y la reencarnación, sea con respecto a mundos enteros o a simples individuos, no es otra cosa que una re-manifestación, en el plano material, de entidades que se hallan en el plano espiritual. Empero no se halla absorto todo el ser del espíritu que se encarna por la forma en la cual se encarna, sino que echa raíces en ella, por decirlo así, y la sombrea. El Espíritu de Dios, el que crea al Universo, es inmensamente más grande que el producto que ha creado, y el espíritu del hombre es mucho más grande que el organismo visible en el cual se encarna.

El Espíritu permanece, la encarnación cesa; pero la conciencia es constante o perecedera, según tenga su morada en lo duradero o en lo perecedero. Si se eleva a lo Espiritual-divino, es imperecedera; si limita su existencia a la forma perecedera, perece con ésta. Cuando el Bhagavad Gîtâ dice: «Yo mismo jamás he dejado de existir, ni en adelante ninguno de nosotros dejará de existir» (Bhagavad Gîtâ, II, 12), no se hace referencia alguna al hombre personal, sino a la esencia del hombre. Esta esencia es el Ser Único, Brahma, la esencia del Bien.
El que alcanza la conciencia de su naturaleza divina, entra en Brahma (Bhagavad Gîtâ, II, 72).
Se puede comparar al hombre con un rayo de luz que parte del sol y cuya extremidad alcanza la tierra, sin que por esto abandone al sol, su origen. La parte divina del hombre no abandona a Dios al encarnarse en la tierra, pero la extremidad terrestre del divino rayo de luz produce un fenómeno cuya encarnación es el hombre personal, y esta encarnación es la envoltura que siente, piensa y quiere con los cinco sentidos y todo lo que pertenece a la tierra. (Bhagavad Gîtâ, XV, 7).

Es la morada del hombre, mas no del Hombre mismo; es la «vestidura» viviente que el Hombre se pone al nacer y se quita al morir, y en la cual pasa por las experiencias que le sirven para alcanzar el verdadero conocimiento de sí. «De la propia manera que el hombre desecha sus viejas vestiduras para ponerse otras nuevas, así también el Espíritu, después de abandonar su gastado cuerpo mortal, toma posesión de otros nuevos cuerpos». (Bhagavad Gîtâ, II, 22).

Entonces la parte terrestre del alma nace, envejece y muere; pero la parte divina no es afectada por ello; las afecciones pertenecen sólo a la parte temporal del alma, mas no a su parte eterna. El hombre, cuya conciencia tiene su centro de gravedad en la parte terrestre de su alma, tiene placer y dolor; pero cuando su conciencia se ha elevado a su parte divina, no es ya la parte que siente, sino el tranquilo espectador superior a toda sensación terrestre, al placer y al dolor, como uno que puede mirar a su propio cuerpo del mismo modo que algo extraño, y se dice a sí mismo: «No soy yo quien ama y odia, y siente placer y dolor, sino que las fuerzas naturales en mi organismo siguen su ley». (Bhagavad Gîtâ, XIV, 23).

 El «progreso divino» del hombre, no consiste, pues, en que se convierta substancialmente en algo que no sea desde la eternidad, sino que vuelve a alcanzar la Conciencia y el Conocimiento propios de su verdadero ser, después de haber perdido esta Conciencia al bajar al mundo de los sentidos. En esta inmersión en el mundo de los sentidos y en el regreso a la Conciencia de Dios consisten la evolución y la involución del Hombre, su salida y su entrada en Dios; y también en este sentido el hombre es en pequeño una imagen de la Creación en grande, ya que se repiten en él periódicamente la encarnación y la espiritualización. Es el mismo Dios Uno, de cuya naturaleza se originan siempre nuevos mundos, y es la misma individualidad divina que crea una serie de personalidades diversas, en las cuales tiene su residencia. Si el hombre no recuerda sus periodos anteriores de existencia en éste o en otros planetas, la causa de ello es que, a consecuencia de su «animalización» (la cual es acelerada especialmente por los excesos sexuales y el uso del alcohol), el órgano de la percepción espiritual se ha atrofiado y se ha ido perdiendo de generación en generación. Además, es inútil disputar con los hombres científicos sobre si se debe o no creer en la Reencarnación, pues no se trata de la mera «creencia» en esta doctrina, sino de la comprensión de la misma.

El gran misterio se aclarará tan sólo al que reconozca, no sólo la manifestación en la naturaleza, sino también al Ser que produce esta manifestación. El mundo sensual, es, en múltiple envoltura, la imagen invertida del mundo espiritual. En el camino de la Evolución, formas hermosas nacen en los reinos mineral, vegetal y animal, crecen, envejecen, y, después que han alcanzado su punto culminante, vuelven al polvo. Considerada desde el punto de vista de lo eterno, la evolución del hombre, o su salida de la Conciencia de Dios, ofrece la imagen opuesta, y exhibe una degradación, mientras que su involución, o su entrada en Dios, significan su elevación. Sin embargo, su evolución y su involución, tomadas juntas, forman un progreso, suponiendo que él emplea bien su vida, pues así como la abeja vuela de flor en flor y de cada cáliz se lleva miel a su colmena, así también el alma del hombre atesora sus experiencias de cada una de las formas de existencia en la tierra, y lleva consigo a su hogar celestial las que son dignas de ello.

En la Doctrina Secreta se describe este descenso del Espíritu en la Materia. El Bhagavad Gîtâ nos enseña la filosofía Yoga, es decir, la doctrina de la elevación desde la Materia a Dios. La una abarca la evolución de las formas; la otra la doctrina del regreso del hombre a su verdadera conciencia de sí, después de que ha comido del Árbol del Conocimiento del Bien y del Mal, es decir, después que ha comprendido este conocimiento y por ello ha alcanzado aquella inmortalidad individual, sin la cual la inmortalidad sería un objeto sin conciencia propia, y por tanto, una piadosa ilusión.
La «Doctrina Secreta» desarrolla ante nuestros ojos un maravilloso pero verdadero cuadro del origen de los mundos; arroja sobre la historia de la creación una luz ante la cual desaparecen en el dominio de la fábula las antiguas y mezquinas consideraciones ortodoxas.

Nos enseña cómo las fuerzas espirituales que construyeron el universo, condensaron cada vez más el éter, hasta que al fin los mundos terrestres nacieron de los mundos etéreos; cómo entonces en estos mundos aparecieron los reinos mineral, vegetal y animal, y se desarrollaron formas semi-animales y semi-humanas, hasta que por fin las formas (las hijas de la Tierra) estuvieron suficientemente desarrolladas para unirse con los Habitantes del Cielo (los Hijos de la Luz), y cómo la ola que la Humanidad representa, rueda de existencia en existencia, y encuentra en cada una las condiciones que le convienen, hasta que por último alcanza la perfección. Con la encarnación de los cuerpos celestiales y planetas se efectúa también la encarnación del organismo humano o «condensación» del mismo, pues nuestros antepasados por muchos siglos eran de naturaleza etérea, «seres astrales» que con el curso de los siglos se volvieron cada vez más materiales, hasta que por último el elemento espiritual fue reducido al mínimum que se encuentra hoy en la humanidad, y este elemento tiene que volver a desarrollarse cuando quiera elevarse a un grado superior de existencia. Lo que tiene lugar en la Humanidad como un todo, se repite siempre en el individuo.

 El Alma del Mundo fluye de existencia en existencia, y entre ellas corren las vidas del individuo desde lo Manifestado a lo No-Manifestado, y vuelven bajo nuevas formas. Las experiencias que el hombre necesita para alcanzar el divino Conocimiento de sí y la divina Perfección, no pueden adquirirse en una corta vida única, pues si así fuera, sería que el Hombre habría llegado ya antes, casi, al grado supremo. Mientras el Espíritu, el Habitante de la séptima y más alta esfera, desciende a encarnarse, tiene que recorrer una escala de siete peldaños, a fin de llegar al primero, el más bajo; y a su regreso, vuelve a subir los peldaños intermedios hasta el más elevado plano de Conciencia. No se ha de entender por esto, sin embargo, que cambie de lugar, puesto que está constantemente radicado en Dios. Esta ascensión y descensión es más bien comparable a un movimiento ondulatorio. La ola parece rodar, y con todo, el agua permanece donde está. Es mejor llamarla una fluctuación de la conciencia desde el Espíritu hasta la Materia y de la Materia al Espíritu. A estas cinco esferas de conciencia corresponden las cinco envolturas del hombre de las cuales hemos hablado anteriormente.

Cada una de estas envolturas ha nacido en el plano del cual procede, y vuelve al mismo. Por consiguiente, el Espíritu, al subir, deja en cada plano una parte de su carga, y al bajar, vuelve a tomar la herencia que le pertenece. Este acto de tomar lo que le pertenece, se llama, en la religión cristiana, resurrección de la carne (cuando se entiende correctamente), pues por «carne» no se ha de entender aquí músculos y huesos, sino las fuerzas inferiores del alma que pertenecen a la parte perecedera del hombre. Para hacer esto, en cierto grado, más comprensible, se puede representar de la manera que se indica en el cuadro de la página siguiente. Según este esquema, se representa el proceso post-mortem como sigue: «Cuando el alma ha dejado al cuerpo, y se ha roto el lazo que la unía con él, la vida también abandona al cuerpo. De paso se debe observar que el alma puede abandonar al cuerpo lentamente sin que se rompa este lazo.

En este caso, el alma puede volver a animar al cuerpo, como sucede con frecuencia en los que están aparentemente muertos, y aun después de que la muerte del cuerpo ha sido «atestiguada» por los representantes de la ciencia, y que el supuesto cadáver ha sido enterrado, puede verificarse esta reanimación en el ataúd, pues ya que la única seña segura de la muerte, mientras no empieza la putrefacción, consiste en que está roto el lazo que une el alma al cuerpo, no tiene gran valor la atestiguación que hace la «ciencia», siendo así que no sabe nada acerca del alma ni del lazo referido». Junto con el alma, el cuerpo etéreo abandona la habitación material en que moraba el alma; el divino rayo de luz se retira más hacia su manantial, y cuando el alma se ha separado completamente del cuerpo material, se halla también libre de este cuerpo etéreo, el cual se compone tan sólo de un grado más elevado de materia física.

Entonces el alma (la conciencia) se encuentra en el mundo de los deseos (Kama-loka), o región inferior del mundo astral. Aquí se separan los poderes superiores del alma (Buddhi-Manas) de los inferiores (Kama-Manas); lo «inmortal», o mejor dicho, la parte duradera, de la transitoria. Si el hombre ha sido un diablo, incapaz de un solo sentimiento noble, tendrá que dejar allí su envoltura diabólica, y no hay en él nada consciente de lo divino que pueda quedar de él, aun cuando fuere instruido y sagaz, pues no hay nada inmortal en el hombre sino el amor al bien; pero cuanto más ha llegado el Bien a la conciencia en el hombre, tanto más queda de él que elevar a la condición superior de conciencia, al mundo celestial (Swara loka o Devachán). En este estado el hombre goza de los placeres celestiales a los cuales se ha hecho acreedor por sus buenas acciones durante la existencia terrestre; pero este estado también no es de eterna duración. Cuando se agota la actividad de las fuerzas superiores del alma, que se han despertado en él durante su vida, tiene que dejar el cielo de Indra, si no ha alcanzado aún el verdadero conocimiento divino, y volver a la existencia terrestre. (Bhagavad Gîtâ, IX, 21). Sin embargo, antes que suceda esto, el alma se despoja de su última envoltura, y pasa, aunque no sea más que por un momento, al estado del Despertamiento divino, en el cual ve su pasado y su futuro.
El regreso a la tierra se efectúa del modo contrario. Además, se comprende, para el místico, que los procesos aquí descritos no se verifican según un modelo, pues aunque la Ley es la misma para todos, es, sin embargo, variada en sus operaciones, conforme al grado de desarrollo en el cual se halla un hombre. Así, por ejemplo, el cuerpo etéreo en un adepto está suficientemente penetrado por el espíritu y lo bastante purificado para poder seguir existiendo en el plano astral. Para un hombre realmente bueno, no hay demora en Kama loka, y el que ya ha alcanzado aquí el Conocimiento divino, es elevado aún arriba del cielo. La descripción que precede, así como la siguiente, no tienen más objeto que el de dar un ligero bosquejo, cuya elaboración queda a la intuición del lector. El hombre encarnado es tan sólo una idea que lleva en sí misma el impulso para su encarnación. Este impulso (la voluntad) es inconsciente e instintivo en el alma que no ha llegado aún al verdadero Conocimiento; pero es consciente en el Sabio; porque en el primer caso, la reencarnación es involuntaria, y en el segundo es voluntaria.

El alma que dormita es atraída ciegamente a donde gravita según sus inclinaciones arraigadas; el Sabio que baja voluntariamente a la tierra para cumplir una alta misión en pro de la humanidad, escoge por sí mismo las condiciones de su reencarnación que más convienen para su propósito. Su reencarnación es la expresión de su voluntad consciente, su «verbo hecho carne». «Cuando la brillante luz del conocimiento resplandece en todas las puertas del cuerpo - es decir, cuando esta luz penetra todos sus sentidos, su sensación, volición y pensamiento -, entonces puede conocerse que Sattva está en su apogeo... Si prevalece Sattva en el instante de la muerte del cuerpo, el hombre se encamina a los diáfanos mundos del supremo conocimiento». (Bhagavad Gîtâ, XIV, 11, 14). «Yo considero al sabio exactamente como a Mí mismo, porque viviendo siempre en estado de Unión espiritual, marcha seguro por la suprema senda que conduce hasta Mí. 

El hombre lleno de sabiduría no llega hasta Mí sino después del término de numerosos nacimientos, porque es muy difícil encontrar un Mahâtmâ que diga: Vasudera es el Todo». (Bhagavad Gîtâ, VII, 18, 19). Las acciones de un hombre son la expresión de su naturaleza y la especie de su naturaleza es determinada por sus acciones. Así, por ejemplo, un hombre se vuelve ladrón porque el robar se ha hecho costumbre en él, y cuando se ha vuelto ladrón, roba porque el robar está en la naturaleza de un ladrón. De igual manera, se vuelve bueno un hombre por la práctica de buenas acciones, y ejecuta buenas obras porque esto es inherente a la naturaleza del hombre bueno.

Cada uno gravita hacia donde pertenece, y por tanto determina también el Karma de un hombre (el resultado de sus acciones) la especie de su reencarnación. «Aquel que no ha prosperado en el Yoga, renace en un hogar puro y dichoso o bien nace en una familia de sabios, y lucha con nuevos bríos para obtener la perfección». (Bhagavad Gîtâ, VI, 41).

Por el contrario, si muere un hombre en cuya naturaleza está presente el egoísmo, volverá, al fin de su existencia personal, a nacer entre hombres adictos al egoísmo y a la codicia, y si al abandonar esta vida impera en su reino la necedad, volverá a nacer entre los necios. (Bhagavad Gîtâ, XIV, 15).

Hay dos caminos abiertos al hombre: el camino del Sol del divino Conocimiento de sí, es decir, el camino de Dios, el cual lleva allí de donde no se vuelve; y el camino de la luz de la «Luna», es decir, el camino de las ilusiones, cuya base es la ilusión del yo, y por el cual vuelve uno a la tierra.

El uno lleva al dominio del Conocimiento de la Verdad, el otro al dominio de la fantasía. En el sabio arde el fuego del Amor al Bien infinito, y la luz del Conocimiento crea en su alma el día resplandeciente; pero la mente de los piadosos que no han alcanzado el verdadero Conocimiento, se oscurece con el «humo» de la superstición, y en ellos impera la ignorancia. (Comp. Bhagavad Gîtâ, VIII, 24, 26). Por consiguiente, los sabios se esforzaron siempre en andar por el camino de la Verdad, y como el Sol del Conocimiento, estaban altos en el cielo espiritual, mientras que en nuestros tiempos en que la inteligencia terrenal ha alcanzado su florescencia, la mayor parte de los hombres siguen el camino de las ilusiones, en el cual los guía la luz de la fantasía. Así como en el hombre individual se verifica una fluctuación constante entre lo superior y lo inferior, entre la espiritualidad y la materialidad, entre lo Divino y lo animal, así también se verifica un cambio periódico en el gran Todo, en el Macrocosmos.

La humanidad entera recorre como tal períodos de oscuridad y de iluminación universales, exactamente como en el mundo exterior pasa del día a la noche. Hay períodos en que está alto el Sol de la divina Sabiduría, y otros en que parece estar rodeado de nubes. La historia nos enseña que a los periodos de incredulidad siguen períodos de superstición, y a éstos, periodos de escepticismo. A la superstición de la edad media siguió el escepticismo de los nuevos tiempos, y la civilización de hoy día se encamina de nuevo a la superstición. Tales son los períodos pequeños; los grandes períodos del mundo son llamados «yugas», y se distinguen cuatro períodos semejantes, cuya duración es como sigue:

 1.- Krita Yuga o Satya Yuga, la edad de oro: 1.728.000 de nuestros años.

2.- Tretâ Yuga: 1.296.000 años.

3.- Dwapara Yuga: 864.000 años.

4.- Kali Yuga o período oscuro: 432.000 años*.

 (*) Nos encontramos ahora al fin de los 5.000 primeros años del Kali Yuga, los que se terminaron al principio del año 1898, y se acercan grandes revoluciones sociales y políticas, y aun cambios físicos en la superficie de la tierra. Cada uno de estos períodos no sucede bruscamente al que le precede, sino que hay siempre entre ellos un «alba» y un «crepúsculo».

 Durante semejantes transiciones ocurren cambios en la condición del alma del mundo, y ya que el mundo exterior no es otra cosa que la expresión exterior de las condiciones interiores de esta vida del alma, no es de admirar que por eso se verifiquen cambios en la vida de los pueblos, en su disposición mental, y aun cambios geográficos de la tierra por medio de hundimientos de continentes y de erupciones volcánicas. (Durante semejante transición se verificó la gran catástrofe por la cual, en el año 9564 antes de la era cristiana, se hundió el continente de la Atlántida, y recibió a la Europa su forma actual). El progreso espiritual es mucho más dificultoso durante el período de la oscuridad espiritual que no durante el período de la luz. Entonces es mayor la resistencia de la materia; pero también se eleva tanto más el alma cuando vence a dicha resistencia. Sucede lo mismo con lo espiritual que con lo material: cuanta más resistencia hay, tanta más fuerza es preciso conseguir para superarla.

 Donde no hay nada que superar, no tiene lugar ningún desarrollo de fuerza. Cuanto más profundo se ha hundido el hombre, tanto más poderosos son los medios que se le presentan para elevarse. Cuanto más asqueroso es el fango moral que le rodea, tanto más fácilmente se libra de él siempre que él mismo no esté penetrado de dicho fango. Cuanto más se eleva el hombre, tanto más se ensancha su horizonte espiritual; pero para elevarse, necesita de los peldaños construidos de materia sólida. Los peldaños que conducen al conocimiento son el error y el pecado. Aquel que los vence, se sirve de ellos para elevarse. En toda la naturaleza se verifica una reencarnación. Las flores que se marchitan en otoño, vuelven a aparecer en la primavera.

Por cierto, los nuevas formas no son por su naturaleza las mismas que desaparecieron (las formas por sí mismas no tienen generalmente nada substancial, sino que son tan sólo fenómenos corporificados de las fuerzas que obran en ellas); pero las mismas fuerzas naturales que en un año han producido varias especies de plantas, cada una según la naturaleza de su semilla, vuelven a producir las mismas formas en el año siguiente. La individualidad espiritual del hombre con las facultades que residen en su ser, es la semilla que produce siempre nuevas personalidades cuyos atributos psíquicos son condicionados por el Karma que recogió el hombre en el pasado. Lo que lleva al alma humana a la reencarnación es la ilusión de que es algo diferente del Ser divino; pero cuando la divina Semilla en el hombre se eleva y llega al conocimiento de su verdadera naturaleza divina, desaparece la ilusión de la separación de Dios, entiende el espíritu del hombre que él mismo es todo, no está ya obligado a reencarnarse, y vuelve a ser aquel Espíritu del Todo, que fue de toda eternidad.

Empero, si la Deidad no gana nada, ni cambia en manera alguna con hacer nacer y perecer a los mundos, se presenta entonces la pregunta que ha tenido ocupados a tantos filósofos, a saber: ¿Para qué creó Dios el Universo?. Se dice que lo hizo por amor; pero si todo es Dios, no existe nada que este Ser universal pudiera hacer objeto de su amor, sino El mismo. El Amor del Absoluto para Sí mismo, es el Amor absoluto del cual procede el Conocimiento de sí mismo. El Alma del mundo es el espejo en el cual el Espíritu Universal percibe su imagen, y el mundo de los fenómenos es el resultado de su ideación. Se podría contestar a la pregunta supracitada con la siguiente: «¿Por qué gusta la hermosura de ver su imagen en un espejo?». Es inherente en la naturaleza de Dios el manifestarse para sí mismo por medio de su creación. Su manifestación es el objeto de su amor, y su amor abarca todo lo que contiene su manifestación y que está en armonía con su propio Ser, pues se ama a sí mismo en todas las cosas.

Empero, allí donde la naturaleza divina ha llegado a manifestarse más, es mayor el amor de Dios, es decir, el amor a lo divino en todo; y el que anda en el verdadero Amor, vive en el verdadero Conocimiento, es Uno con Dios, porque su amor es su esencia, y esta esencia es Una con el Conocimiento de Dios en el Universo. 

 FIN

 Franz Hartmann – Doctrina del Conocimiento según el Bhagavad Gîtâ


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