sábado, 8 de septiembre de 2018

CARÁCTER ESOTÉRICO DE LOS EVANGELIOS (Parte II)

 
 
De esto último podemos dar un ejemplo. Las palabras crhsen oicisthra utilizadas por Píndaro significan: “el oráculo le proclamó colonizador”. En un caso así, el peculiar carácter de la lengua griega permitía que a tal hombre se le denominara crhstóç (Chrêstos), y de este modo el término se aplicaba tanto a cualquier discípulo aceptado por un Maestro como a cualquier hombre bueno.
 
Ahora bien, la lengua griega presenta extrañas etimologías. La teología cristiana ha decidido y decretado que Christos derive de críw, crísw (Chrisô): “ungido de aceites perfumados”. Pero esta palabra tiene varias acepciones. Homero en La Ilíada y La Odisea la utiliza con el sentido de “frotar el cuerpo con aceites después del baño”, y otros escritores antiguos la emplean también de este modo. Sin embargo, la palabra crísthç (Christês) significa en algunas ocasiones white–washer, mientras que crhsthç (Chrêstês) quiere decir “sacerdote y profeta”, término mucho más apropiado para Jesús que el de “Ungido” porque, como demuestra Nork, nunca fue ungido ni coronado como rey o sacerdote. Resumiendo, en la base de todo este problema existe un profundo misterio que, sostengo, sólo puede descubrirse gracias a un completo conocimiento de los misterios paganos.
El punto verdaderamente importante sobre este tema no es lo que afirmaran o negaran los primitivos Padres de la Iglesia –que buscaban conseguir un objetivo concreto–, sino la evidencia que ahora tenemos sobre el significado que se daba a los términos Chrêstos y Christos por los antiguos en los siglos precristianos –pues estos no tenían objetivo alguno que conseguir y, por lo tanto, nada que ocultar o desfigurar–, que naturalmente es un testimonio más fidedigno que el de los Padres primitivos. Esta evidencia se obtiene estudiando primero el sentido que los clásicos dan a estas palabras, y luego su significado correcto dentro de la simbología mística.
 
Ahora bien, como ya se ha dicho anteriormente, Chrêstos es un término empleado en diversos sentidos, y califica a la Deidad tanto como al ser humano. En los Evangelios la encontramos empleada con la primera acepción, por ejemplo en San Lucas (VI, 35), donde significa “bondadoso” y “misericordioso” crhstòç estin epì toùç, y en I San Pedro (II, 3), que dice: “benigno es el Señor” crhstòç o Kúrioç. Por otra parte, Clemente de Alejandría afirma que significaba simplemente “hombre bueno”: “Todos los que creen en Chrêst (un hombre bueno) son, y son llamados Chrêstianos, es decir, hombres buenos” (Stromata). Y es muy natural la reticencia de Clemente, cuyo cristianismo –como justamente observa King en su obra Gnostics– no era otra cosa que un injerto en el tronco de su primitivo platonismo. El era un iniciado, un neoplatónico, antes de hacerse cristiano, y esta conversión –por más que de algún modo hubiera “renegado” de sus primeras convicciones– no le liberaba de la promesa de guardar el secreto. Y Clemente, como gnóstico (es decir, “uno que sabía”), debería haber sabido que Christos era el Camino, mientras que Chrêstos era el viajero solitario que buscaba su destino a través de aquel Sendero cuya meta era Christos, el glorificado Espíritu de la Verdad; y que la reunión con Christos lograba que el alma (el Hijo) fuera una con el Espíritu (el Padre).
También San Pablo lo sabía, como lo prueban sus propias explicaciones. Pues, ¿qué significan las palabras pálin wdínw, acriç ou morfwqh Criotòç en umîn que en la versión autorizada se traduce como: “Hijos míos, por quienes estoy de nuevo angustiado hasta ver a Cristo formado en vosotros”, sino lo que aparece en su sentido esotérico, esto es,”… hasta que halléis al Cristo en vosotros como vuestro único camino”? (Gál. IV, 19–20).
 
Así pues, Jesús, ya fuera el de Nazaret, o el de Lüd86, era un Chrêstos, y no tuvo derecho alguno al título de Christos durante su vida hasta pasar su última prueba. Quizás la evolución de su nombre haya sido la que describe Higgins, que supone que el primer nombre de Jesús fue quizás creistóç, el segundo crhstóç y el tercero cristóç: “La palabra creistóç se utilizaba antes de que existiera la H, (eta mayúscula) en el idioma”. Pero Taylor, en su réplica a Pye Smith, dice: “el epíteto cortés de Cristo… no significaba nada más que un hombre bueno”.
 
Se puede citar a muchos autores antiguos para confirmar que Christos (o más bien Chreistos) era, de igual manera que crhstóç (Chrêstos), un adjetivo aplicado a los Gentiles antes de la Era Cristiana. Lo encontramos en Philopatris: ei túcoi crhstóç caì en eqnesin “si acontece que Chrêstos está aún entre los Gentiles”.
 
Tertuliano denuncia en el tercer capítulo de su Apología, la palabra Christianus alegando que procede de una interpretación artificiosa87. El Dr. Jones, por otra parte, desvelando la información corroborada por fuentes fidedignas, afirma que Chrêstos (crhstóç) fue el nombre que los gnósticos, e incluso los no–creyentes, dieron a Cristo; y aun así, asegura que el verdadero nombre debe ser (Christos) cristóç, repitiendo y sosteniendo de ese modo el “piadoso fraude” original de los primeros Padres de la iglesia, fraude que condujo a la degradación material de todo el sistema cristiano.
 
Pero yo me propongo mostrar el verdadero significado de todos estos términos, tanto como alcance mi humilde capacidad y conocimientos. Christos, o “la condición de Cristo”, fue siempre sinónimo de “la condición Mahâtmica”, es decir, la unión del hombre con el Divino Principio que está en él. Como dice San Pablo89: 9catoichsai tòn Criotòn dià – thç pístewç e taîç cardíaiç umwn!, esto es, “…para que encontréis a Christos en vuestro hombre interior a través del Conocimiento”, y no de la “fe”, como se tradujo; porque Pistis es “conocimiento”, como probaremos más adelante.
 
Podemos encontrar todavía una prueba mucho más poderosa de que el nombre Christos es precristiano. Evidencias de ello se descubren en la profecía de la Sibila de Eritrea90: IHSOUS CREISTOS QEOU UIOS SWTHR STAUROS. Leída esotéricamente, esta serie de palabras sueltas, sin sentido para el profano, contienen una verdadera profecía –no sólo referida a Jesús– y un versículo del catecismo místico del Iniciado. Dicha profecía se refiere al descenso del Espíritu de la Verdad (Christos) sobre la Tierra, después de cuya venida –que tampoco tiene que ver con Jesús– dará comienzo la Edad de Oro. Y este versículo nos recuerda que para alcanzar la bendita condición de teofanía y teopneustía interiores (o subjetivas) se debe pasar antes por la crucifixión de la carne o materia. Exotéricamente, las palabras Iesous Chreistos theou huios sotêr stauros (Jesús, Cristo, Hijo de Dios, Salvador, Cruz) parecen idóneas para referirse a una profecía cristiana; pero son paganas, y no cristianas.
 
Y si se nos pide la explicación del nombre Iesous Chreistos contestaremos: estudiad Mitología –las tan renombradas “ficciones de los antiguos”– y os darán la clave. Considerad a Apolo, el Dios solar y Sanador, y la alegoría de su hijo Jano (o Ion), su sacerdote en Delfos y único mediador a través del cual las oraciones podían alcanzar a los Dioses inmortales; y a su otro hijo, Esculapio, llamado Sotêr o Salvador. He aquí un trozo de historia esotérica escrita con las simbólicas palabras de los antiguos poetas griegos.
La ciudad de Chrisa (ahora deletreada Crisa)91 fue construida por Apolo en memoria de Kreusa (o Creusa), hija del rey Erecteo y madre de Jano (o Ion) recordando el peligro del cual Jano escapó. 
Cuentan las tradiciones que Jano fue abandonado por su madre en una gruta para ocultar su vergüenza, pues sin estar casada había concebido un hijo de Apolo. Hermes encontró al niño y lo llevó a Delfos, y cerca del santuario–oráculo de su padre, fue educado con el nombre de Chrêsis (Crhsiç). Jano llegó a ser primero un Chrêstês (un sacerdote, adivino o Iniciado) y después casi un Chrêstêrion (una víctima sacrificial), pues estuvo a punto de ser envenenado por su propia madre, que no le reconoció y que en sus celos (siguiendo la oscura indicación del oráculo) lo tomó por hijo de su marido. El la persiguió hasta el altar mismo con intención de matarla, donde fue salvada por la pitonisa, quien les desveló el secreto de su parentesco; en recuerdo del inminente peligro del que ambos habían escapado se edificó la ciudad de Chrisa o Krisa. Esta alegoría simboliza de un modo sencillo las pruebas de la iniciación.
 
Si consideramos que Jano, el Dios solar hijo de Apolo, el Sol, significa el Iniciador, aquel que abre la puerta de la Luz (o Sabiduría Secreta de los Misterios), que nació de Krisa (esotéricamente Chris), que además era un Chréstos por medio del cual hablaba el Dios, y finalmente que equivalía a Ion, el padre de los jonios, y según algunos un aspecto de Esculapio, el otro hijo de Apolo, es fácil encontrar el cabo del “hilo de Ariadna” en este laberinto de alegorías.
De todas maneras, no es éste el lugar para demostrar relaciones indirectas en temas mitológicos. Basta evidenciar la conexión que existe entre los caracteres míticos de la más remota antigüedad y las fábulas posteriores que señalan el principio de nuestra era de civilización.
 
Esculapio (Aesculapius) era el médico divino, el Sanador, el Salvador, Swthr, igual título que el recibido por Jano de Delfos; y por otra parte Iaso, hija de Esculapio, era la Diosa de las Curaciones y protegía a todos los candidatos a la Iniciación en el templo de su padre, los novicios o Chrêstoi, llamados “hijos de Iaso”. (Véase Aristófanes, Pluto). Ahora, si recordamos en primer lugar que los nombres de Jesús, en sus diferentes formas –como Iasius, Iasion, Jason e Iasus, eran muy comunes en la Grecia antigua, especialmente entre los descendientes de Jasius (los Jásides), y como también abundaban los “hijos de Iaso”, los Mystoi y los futuros Epoptai (Iniciados), ¿por qué no se leerían las enigmáticas palabras del Libro Sibilino según su verdadero significado, el cual no tiene nada que ver con una profecía cristiana?
La Doctrina Secreta enseña que las dos primeras palabras: !IHSOUS CREISTOS, significan simplemente “hijo de Iaso, un Chrêstos”, un siervo del Dios oracular. Pues ciertamente, Iaso (!Iasw) es Ieso (!Ihsw) en el dialecto jónico, y la expresión !Ihsoûç (Iêsous) –en su forma arcaica !IHSOUS – significa simplemente “el hijo de Iaso (o Isêo)”, “el Sanador”, esto es, o !Ihsoûç (uióç). Ninguna objeción puede por tanto ofrecerse en contra de que se escriba Iêso en lugar de Iaso, porque la primera forma es ática y el nombre referido es jónico. Iêso, de donde deriva Ho Iêsous (hijo de Ieso) –es decir, un genitivo y no un nominativo– es jónico, y no puede ser nada más si consideramos la antigüedad del Libro Sibilino. Pues la Sibila de Eritrea no pudo escribirlo de otro modo, ya que su residencia era una ciudad de Ionia (Jonia, de Ion o Jano), en frente de 
Chios, y además la forma jónica precedió a la ática.
 
Dejando de lado la significación mística, la interpretación literal de esta frase sibilina, apoyada por la autoridad de todo lo que venimos diciendo, es la siguiente: “Hijo de Iaso, Chrêstos –el sacerdote o siervo– (del) Hijo (del) Dios (Apolo), el SALVADOR de la CRUZ” (de carne o materia).
Verdaderamente no se podrá comprender el Cristianismo hasta que se le purifique de todas las brasas de dogmatismo y se sacrifique la letra muerta al eterno Espíritu de la Verdad, que es Horus, Krishna, Buddha, lo mismo que el Christos gnóstico y el verdadero Cristo de San Pablo.
 
En Travels, el Dr. Clarke describe un monumento pagano descubierto por él:
“Dentro del santuario, detrás del altar, vimos los fragmentos de una cátedra de mármol, en el respaldo de la cual encontrarnos la siguiente inscripción, exactamente como aquí está escrita. Ninguna parte de la misma había sufrido daño alguno o sido borrada, lo cual da, quizás, el único ejemplo conocido de una inscripción fúnebre sobre monumento con esta interesante forma.”
La inscripción era como sigue: CRHSTOS PRWTOSQESSALOS LARISSAIOS PELASGIOTHS ETWN IH, es decir, “Chrêstos, el primero, un tesalonicense de Larisa, Pelasgia, héroe de dieciocho años de edad.”
¿Por qué Chrêstos, el primero (prôtos)? Leída literalmente, la inscripción tiene poco sentido, pero su interpretación esotérica lo tiene y muy profundo. Como muestra Clarke, la palabra Chrêstos se encuentra a menudo en los epitafios de casi todos los antiguos larisenses, pero siempre precedida de un nombre propio. Si el adjetivo Chrêstos estuviera después de un nombre, sólo significaría “hombre bueno”, cumplido póstumo que se hacía al difunto, como con frecuencia puede verse en nuestros epitafios modernos. Pero al hallarse sola la palabra Chrêstos, estando sola y seguida por prôtos, le da un significado muy distinto, especialmente si consideramos que al difunto se le llama “héroe”.
 
La interpretación ocultista es que el difunto era un neófito que había muerto en su decimoctavo año como tal  y pertenecía a la primera o más alta clase del discipulado. Había pasado sus pruebas preliminares como un “héroe”, pero murió antes del último Misterio, que habría hecho de él un Christos, un “ungido”, uno con el espíritu de Christos o la Verdad en él. No había alcanzado el final del Camino, pero sí había dominado heroicamente los horrores de las pruebas teúrgicas preliminares.
Estamos plenamente autorizados para leer la inscripción de esta manera, conociendo el lugar donde Clarke la descubrió, que era –según señala Godfrey Higgins– allí donde:
 
“Yo esperaba encontrarla, en Delfos, en el templo del dios Ie”, quien vino a llamarse Jah o Jehová con los cristianos, uno con Cristo Jesús. Estaba al pie del Parnaso, en un gimnasio “junto a la fuente de Castalia, cuyas aguas corrían cerca de las minas de Crisa, probablemente en la ciudad llamada Crestona”, etc. Y “en la primera parte de su curso desde la fuente (de Castalia), él (el río) separa las ruinas del gimnasio… desde el valle de Castro”, como probablemente separaba también la antigua ciudad de Delfos–asentamiento del gran oráculo de Apolo– de la ciudad de Crisa (o Creusa), el gran centro de las Iniciaciones y de los Chrêstoi, de los decretos de los oráculos donde los candidatos para el último trabajo eran ungidos con los óleos sagrados97 antes de ser sumergidos en su último trance, que duraba cuarenta y nueve horas (igual que hoy día en Oriente) y del cual surgían como glorificados Adeptos o Christoi.
 
“En Clementine Recognitions se menciona que el padre ungía a su hijo con “aceite obtenido de la madera del Arbol de la Vida; y por este ungimiento se le llamaba el Cristo”, de lo cual se deriva el nombre, cristiano. Todo esto también es egipcio, pues Horus era el hijo ungido
G. Massey enlaza al Christos griego o Cristo, con el Karest egipcio, la momia simbólica de la inmortalidad y prueba de manera exhaustiva esta relación. Empieza diciendo que en egipcio la “Palabra de la Verdad” es Ma–Kheru, y que es el distintivo de Horus. Así demuestra que Horus precedió a Cristo como mensajero de la Palabra de la Verdad, el Logos o manifestador de la naturaleza divina en la Humanidad. En el mismo ensayo dice:
 
“La Gnosis tenía tres fases: astronómica, espiritual y doctrinal, y las tres pueden identificarse con el Cristo de Egipto. En la fase astronómica, la constelación de Orión se llama Sahu o “momia”. El alma de Horus se representaba “elevándose de entre los muertos” y ascendiendo al cielo en las estrellas de Orión. La imagen de la momia era el “preservado”, el “salvado”, y por tanto un retrato del Salvador como un símbolo de inmortalidad. Esta figura era la de un hombre muerto; y según nos dicen Plutarco y Herodoto, era llevada a los banquetes egipcios, invitándose a los convidados para que la miraran, y luego comieran, bebieran y se regocijaran, porque cuando muriesen, llegarían a ser lo que simbolizaba esta imagen, es decir, ¡que ellos también serían inmortales! Este símbolo de la inmortalidad se llamaba Karest o Karust, y era el Cristo egipcio. El verbo Kares significa: “embalsamar”, “ungir”, “convertir a la Momia en lo característico de lo eterno”. Y cuando ya estaba preparada se le llamaba Karest, es decir, que todo esto no es más que una correspondencia de nombres entre el Karest y el Cristo.
 
Esta imagen del Karest estaba envuelta en un lienzo, ¡la misma vestidura que la del Cristo!, cualquiera que fuese el largo de la venda, (y se han desenrollado algunas vendas que tenían casi un kilómetro de largo), y estaban sin costura desde el principio hasta el fin… Ahora bien, esta vestimenta sin costura del Karest egipcio es un símbolo muy desvelador del místico Cristo, que viene a ser histórico en los Evangelios como portador de una casaca o túnica, hecha sin una sola costura. Esto no lo explican claramente ni los griegos ni los hebreos, pero queda explicado por la palabra que en egipcio designaba a la venda: Ketu, y por la vestimenta sin costura o envoltura que se había hecho para durar eternamente, y que era llevada por el Cristo–Momia, la imagen de la inmortalidad en las tumbas de Egipto. Además, Jesús recibe su inhumación conforme a las instrucciones dadas para hacer el Karest. Ningún hueso debe ser roto, pues el verdadero Karest ha de ser perfecto en cada miembro. “Este es el que sale incólume y cuyo nombre no conocen los hombres”. En los Evangelios, Jesús resucita con todos los miembros sanos, como el Karest perfectamente preservado, para demostrar la resurrección física de la momia. Pero en el original egipcio, la momia se transforma. El difunto dice: “Estoy espiritualizado. He llegado a ser un alma. Yo resucito como un Dios”. Esta transformación de la imagen espiritual, el Ka, se ha omitido en el Evangelio.
 
La manera de escribir este nombre en latín –Chrest o Chrêst– es de gran importancia, porque me ayuda a comprobar la identidad con el Karest o Karust egipcio, el nombre del Cristo como momia embalsamada, el cual era imagen de la resurrección en las tumbas de Egipto, el símbolo de la inmortalidad, semejante al Horus que resucitó y abrió el camino de salida del sepulcro para aquellos que eran sus discípulos o seguidores. Además, este símbolo del Karest o Cristo–Momia está reproducido en las catacumbas de Roma. No se ha encontrado en ninguno de los monumentos cristianos primitivos representación alguna de la supuesta resurrección histórica de Jesús; en lugar de esto, encontramos la escena de la resurrección de Lázaro, que aparece representada varias veces como la típica resurrección, aunque realmente no fue tal. 
La escena no concuerda exactamente con la resurrección que se describe en el Evangelio; ¡es puramente egipcia, y Lázaro es una momia egipcia! En cada una de las representaciones, Lázaro es el símbolo momificado de la resurrección; Lazaro es el Karest –quien fue el Cristo egipcio–, y así lo vemos reproducido en el arte gnóstico en las catacumbas de Roma como un tipo del Cristo gnóstico el cual no era, ni podría llegar a ser, un personaje histórico.
 
Además, como es egipcio, probablemente el nombre derive de dicho idioma. Si es así, Laz (equivale a Ras) significa “ser resucitado”, mientras que Aru es la momia propiamente dicha, y con la terminación griega s, el nombre se convirtió en Lazarus. A medida que el mito se fue popularizando, la representación típica de la resurrección, según lo vemos en las tumbas de Roma y Egipto, pudo llegar a ser la historia de Lázaro resucitado. Pero este símbolo del Karest del Cristo en las catacumbas no se limita a Lázaro.
Por medio de la figura del Karest se puede descubrir el origen de Cristo y de los cristianos en las antiguas tumbas de Egipto. La momia se hacía a semejanza del Cristo. El Cristo era nominalmente idéntico a los Chrêstoi de las inscripciones griegas. Así, los venerados difuntos que resucitaban como seguidores de Horus Ma –Kheru, la Palabra de la Verdad, resultan ser los cristianos oi crhstoí en los monumentos egipcios. Ma–Kheru era el término que se aplicaba siempre a los fieles que ganaban la corona de la vida y la llevaban en la fiesta que se llamaba “Ven tú a mí” –una invitación de Horus el Justificador, a “los bienaventurados de su padre Osiris”, los que habían hecho de la Palabra de la Verdad la ley de su vida y eran los “justificados” oi crhstoí, los cristianos en la Tierra–.
 
En una representación del siglo V de la Madona con el Niño, tomada del cementerio de San Valentino, el recién nacido, que está acostado en una caja o pesebre, es también el Karest o figura–momificada, e identificado además como el niño divino del mito solar por el disco del Sol y la cruz del equinoccio que hay detrás de su cabeza. Así el Cristo–niño de la fe histórica nace y empieza visiblemente en la imagen Karest del Cristo muerto, que fue símbolo momificado de la resurrección en Egipto durante miles de años antes de la Era Cristiana. Esto corrobora la prueba de que el Cristo de las catacumbas cristianas era una permanencia del Karest egipcio.
 
Además, como muestra Didron, había un retrato del Cristo que tenía el cuerpo pintado de rojo98. Según una tradición popular, el Cristo tenía la tez roja; lo cual puede explicarse también como una supervivencia del Cristo–Momia. Era un modo primitivo de convertir las cosas en tapu, pintándolas de rojo. Se cubría el cuerpo con ocre rojo, forma muy primitiva de preparar a la momia o al ungido. Así, el Dios Ptah dice a Ramsés II que “ha reconvertido su carne en bermellón”. Esta unción con ocre rojo es llamada Kura por los maorís99 quienes hacían igualmente el Karest o Cristo.
Vemos la imagen–momia continuada por otra línea de descendencia, cuando se nos informa que entre otras herejías perniciosas y pecados mortales con que se acusó a los caballeros templarios, estaba la impía costumbre de adorar una Momia con los ojos rojos. También se cree que su ídolo, llamado Baphomet, era una momia… La Momia fue la imagen humana más primitiva del Cristo.
 
No dudo que las antiguas fiestas romanas llamadas Charistía tenían relaciones en su origen con el Karest y con la Eucaristía, como celebración en honor de los nombres de sus parientes y amigos difuntos, por consideración a los cuales se reconciliaban en la asamblea amistosa una vez al año… Por tanto, aquí tenemos que buscar la relación esencial entre el Cristo egipcio, los cristianos y las catacumbas romanas.
Estos misterios cristianos, que ignorantemente han sido declarados inexplicables, pueden interpretarse a través del Gnosticismo y la Mitología, pero no de otra manera. Y no es que sean irresolubles por la razón humana, según pretenden hoy día sus incompetentes, aunque muy bien asalariados, comentadores. Esta pretensión no es sino la excusa pueril que dan los ineptos por su irremediable ignorancia; pues ellos no han poseído nunca la Gnosis o Ciencia de los Misterios, por lo cual, únicamente pueden explicarse estas cosas conforme a su origen natural. Sólo en Egipto podemos buscar las claves en su raíz, e identificar el origen del Cristo por su naturaleza y por su nombre, para encontrar finalmente que el Cristo era la momia simbólica, y que nuestra Cristología era un Mitología momificada” (Agnostic Annual).
 
Lo que precede es una explicación basada en evidencias puramente científicas, pero quizás un poco “materialistas” –debido precisamente a esa característica científica–, a pesar de ser el autor un espiritualista bien conocido. El Ocultismo puro y simple encuentra los mismos elementos místicos en la fe cristiana que en las demás, aunque rechaza enfáticamente su carácter dogmático e “histórico”. Es un hecho que en los términos !Ihsoûç o Cristóç (Ver Act. V, 42; IX, 34; I Cor. III, II, etc.) el artículo o designando a Christos, resulta ser simplemente un sobrenombre como el de Foción, a quien se refiere como Fwcíwn o crhstóç (Plutarco). Con todo, el personaje (Jesús) al cual se ha aplicado tal título –cuando quiera que haya vivido– era un gran Iniciado y un Hijo de Dios.
 
Insistimos; el sobrenombre Christos está basado en acontecimientos que precedieron a la crucifixión, la cual se deriva de estos últimos. En todas partes, tanto en la India como en Egipto, en Caldea como en Grecia, todas estas leyendas están fundamentadas sobre el mismo símbolo primitivo: el sacrificio voluntario de los logoi, los “rayos” del Logos Uno, la directa y manifiesta emanación del Uno–siempre–oculto, Infinito y Desconocido, cuyos “rayos” se encarnaron en el género humano. Ellos consintieron en “caer en la materia” y son, por tanto, llamados los “Caídos”. Este es uno de los grandes misterios que no se pueden tratar sino muy ligeramente en un artículo. Se encuentra desarrollado con más profundidad en otra obra mía: La Doctrina Secreta.
 
A pesar de haber dicho tanto, puede añadirse algo más respecto a la etimología de las dos palabras en cuestión. Cristóç es en griego el adjetivo verbal del críw (“untar” o ungir o salvar); en la teología cristiana esta palabra ha venido a significar “el Ungido”, y Kri (sánscrito) –la primera sílaba del nombre Krishna– significa “verter, frotar, untar”100, entre muchas otras cosas. Esto puede fácilmente hacer de Krishna “el Ungido”. Los filósofos cristianos se esfuerzan en limitar el significado del nombre Krishna a su derivación de Krish: “negro”; pero si la analogía y la comparación de las raíces sánscritas con las griegas, que están contenidas en los nombres de Chrêstos, Christos y Chrishna, se analizan más cuidadosamente, se encontrará que tienen el mismo origen.
“En la obra de Bockh, Christian Inscriptions (que data de 1287), no hay un solo caso anterior al siglo III en que el nombre de Cristo aparezca de un modo diferente a Chrêst o Chreist.” (G. Massey, The Name and Nature Of the Crist, The Agnostic Annual).
Sin embargo, ninguno de estos nombres puede explicarse –a pesar de lo que imaginan algunos orientalistas– simplemente con la ayuda de la Astronomía y el conocimiento de los signos zodiacales en conjunción con los símbolos fálicos. Pues mientras que los símbolos cósmicos de los personajes o caracteres místicos que aparecen en los Purânas o en la Biblia cumplen funciones astronómicas, sus prototipos espirituales gobiernan el mundo de un modo invisible pero muy eficaz. Existen como abstracciones en el plano superior, como ideas manifestadas en el astral, y llegan a ser poderes masculinos, femeninos y andróginos en nuestro plano inferior. Escorpio como Chrêstos–Meshiach y Leo como Christos Messiah se anticiparon en mucho a la Era Cristiana en las pruebas y triunfos que se vivían en la Iniciación a los Misterios; Escorpio era símbolo de ellos y Leo representaba el triunfo glorificado del Sol de la Verdad. La filosofía mística de esa alegoría es entendida perfectamente por el autor de The Source of Measures, quien dice(en el esquema de los autores del Cristianismo dogmático):
 
“Uno (Chrêstos), haciéndose descender al abismo (de Escorpio o la encarnación en la “matriz”) para la salvación del mundo. Este era el Sol, despojado de sus rayos dorados y coronado de rayos ennegrecidos  (que simbolizan esta pérdida) como las espinas. El “otro” era el Messiah triunfante llevado hasta la “cumbre del arco del cielo”, personificado como el “León de la tribu de Judá”. En ambos casos tenía la cruz, ya fuera en la humillación (como hijo de la cópula), o llevándola en su poder como ley de la creación, siendo él Jehovah”.
Pero como lo demuestra el mismo autor, Juan, Jesús, e incluso Apolonio de Tyana, no eran sino compendiadores de la historia del Sol “bajo diferencias de aspecto o condición”
Dice: “La explicación es bastante sencilla cuando se considera que los nombres Jesús, w’ en hebreo, y Apolonio o Apolo, son igualmente nombres del “Sol en los cielos”, y que necesariamente la historia del uno, en cuanto a sus viajes por los signos con las personificaciones de sus sufrimientos, triunfos y milagros, no podía ser sino la historia del otro, pues era muy extendido y común el método de describir aquellos viajes por la personificación”.
 
El hecho de que la iglesia Secular fuera fundada por Constantino, y que fuera parte de su decreto declarar que “el día sagrado del Sol debía ser el día reservado para adorar a Jesucristo como el día del Sol”, demuestra que en dicha “Iglesia Secular” se sabía muy bien que la alegoría se fundaba en una base astronómica, como afirma el autor antes mencionado. Sin embargo, la circunstancia de que los Purânas y la Biblia estén llenos de alegorías astronómicas y solares no se contradice con el hecho de que todas las escrituras de esta índole, además de las dos ya mencionadas, son libros crípticos para los eruditos que “tienen autoridad”. Ni tampoco altera aquella otra verdad: que todos estos sistemas no son la obra de un hombre mortal ni son invenciones suyas en cuanto a su origen y fundamentos.
 
Así, Christos, bajo cualquier nombre que se le considere, significa más que Karest, una momia, e incluso el “ungido” y el “elegido” de la teología. Estos dos últimos se aplican a Chrêstos, el hombre de las tristezas y tribulaciones, en sus condiciones física, mental y psíquica, y ambos se refieren a la condición del Mashiach hebreo (“Mesías”), según queda etimologizado104 este término por Fuerst y el autor de The Source of Measures. Christos es la corona de gloria del Chrêstos padeciente de los Misterios, así como del candidato para la Unión final, cualesquiera que sean su raza y credo. Para el verdadero discípulo del “Espíritu de la Verdad”, poco importa, por lo tanto, el que Jesús –como hombre y Chrêstos–, viviera durante la Era llamada Cristiana o antes, o nunca haya vivido. Los Adeptos que han vivido y muerto por la Humanidad, han existido en todos los siglos, y muchos fueron los buenos y santos hombres de la Antigüedad que llevaron el sobrenombre o título de Chrêstos antes de que naciera Jesús de Nazaret, o Jehoshua (Jesús) Ben Pandira.
Por consiguiente, se puede muy bien concluir que Jesús o Jehoshua, lo mismo que Sócrates, Foción, Teodoro y muchos otros, fue llamado Chrêstos, es decir el “bueno y excelente”, el manso y santo Iniciado, el que enseñó el camino a la condición de Christos, y que se convirtió a sí mismo en “el Camino” para el corazón de sus entusiastas admiradores. Los cristianos, lo mismo que todos los “adoradores de Héroes”, se han esforzado en oscurecer a todos los demás Chréstoi que les han parecido rivales de “su” Hombre–Dios. Pero si la voz de los “Misterios” ha permanecido silenciosa por tantos siglos en Occidente, si Eleusis, Menfis, Ancio, Delfos y Crêsa han sido convertidos hace mucho tiempo en las tumbas de una Ciencia –en otro tiempo tan colosal en Occidente como lo es todavía en el Oriente– hay ahora sucesores que están siendo preparados por ellos. Estamos en el año 1887, y el siglo XIX está a punto de concluir. El siglo XX tiene extraños desarrollos para la humanidad y quizá sea el último de su nombre.
III
 
Ninguno puede ser considerado como cristiano, a menos que profese o se suponga que profese la creencia en Jesús por el bautismo, y en la salvación “por la sangre de Cristo”. Para ser considerado como buen cristiano, se tiene como conditio sine qua non el mostrar fe en los dogmas expuestos por la iglesia y profesarlos; después de esto, se queda en plena libertad para llevar una vida pública y privada, según principios diametralmente opuestos a los expresados en el Sermón de la Montaña.
 
El punto principal y lo que se le pide a uno, es que tenga, o “pretenda tener” una fe ciega y veneración en las enseñanzas eclesiásticas de su Iglesia especial. “La fe es la llave de la Cristiandad”, dice Chaucer, y el castigo por su carencia está prescrito tan claramente como lo permite el lenguaje en el Evangelio de San Marcos, (XVI, 16): El que creyere y fuere bautizado, será salvado; mas el que no creyere será condenado”.
Muy poco le inquieta a la Iglesia que hayan quedado infructuosas las muy cuidadas indagaciones que se han hecho durante los últimos siglos en los textos más antiguos, con el fin de encontrar dichas palabras; ni que la reciente revisión de la Biblia haya producido entre los sabios indagadores, amantes de la verdad, empleados en esta tarea, la convicción unánime de que no era posible encontrar esta frase tan anticristiana, excepto en los textos fraudulentos más recientes.
 
Los buenos cristianos habían asimilado las palabras consoladoras, las cuales se habían convertido en la quintaesencia de sus almas caritativas. El privar a estos receptáculos elegidos del Dios de Israel de la esperanza de la condenación eterna para todos menos ellos, equivalía a quitarles la vida misma. Se asustaron los revisadores amantes de la verdad y llenos del temor de Dios dejaron el pasaje falsificado (una interpolación de once versículos, desde el noveno hasta el vigésimo), y satisfacieron sus conciencias con una nota de carácter muy equívoco, nota que adornaría la obra y honraría las facultades diplomáticas de los más astutos jesuitas. Esta nota, informa al “creyente” que:“Los dos manuscritos griegos más antiguos y algunas otras autoridades “omiten” desde el versículo noveno hasta el final. Algunas autoridades hacen un final diferente de este Evangelio.”
y no explica más.
Pero los dos manuscritos griegos más antiguos omiten dichos versículos nolens volens, (de buen grado, o de mal grado), como si estos no hubieran existido nunca y los revisadores eruditos y amantes de la verdad, lo saben mucho mejor que nosotros; sin embargo, la perniciosa falsedad se imprime en el centro mismo de la divinidad protestante y se permite que contemple con mirada feroz a las futuras generaciones de estudiantes de Teología, y por tanto, a sus futuros feligreses. Ni son engañados, ni pueden serlo, y sin embargo, “pretenden” creer en la autenticidad de las crueles palabras dignas de un “Satanás teológico”. Y este Moloch–Satanás es su propio “Dios de infinita misericordia y justicia” en el Cielo, y el símbolo encarnado del amor y de la caridad en la Tierra, ¡todo a la vez!
 
¡Misteriosos en verdad son vuestros medios paradójicos, oh, Iglesias de Cristo!
No es mi intención repetir aquí argumentos muy usados y “exposiciones” lógicas del plan teológico entero; pues todo esto se ha hecho ya repetidas veces, y muy eficazmente por los más hábiles “infieles” de Inglaterra y de América. Pero puedo repetir brevemente una profecía que es resultado evidente del presente estado de la mente del hombre de la Cristiandad. La creencia en la Biblia “literalmente”, y en un Cristo “carnalizado”, no durará un cuarto de siglo más. Las Iglesias tendrán que abandonar sus queridos dogmas, o el siglo XX verá la decadencia y la ruina de toda la Cristiandad, y aun la desaparición de la creencia en un Christos como puro Espíritu. Se ha llegado a censurar aun el nombre cristiano, y el Cristianismo teológico tiene que perecer para “no volver a resucitar jamás” en su forma presente. Esto en si mismo, sería la más feliz de todas las soluciones, a no ser por lo peligroso de la reacción natural que con seguridad ha de seguir: el materialismo craso será la consecuencia y el resultado de siglos de fe ciega, a menos que los viejos ideales que se van perdiendo, sean reemplazados por otros inatacables por ser “universales”, y edificados en la roca de las verdades eternas, en lugar de la arena movediza de la fantasía humana. La pura inmaterialidad tiene que reemplazar, al final, al terrible antropomorfismo de esos ideales que hay en los conceptos de nuestros dogmatistas modernos.
 
De otro modo, ¿por qué han de pretender alguna superioridad los dogmas cristianos, que son la copia perfecta de los que pertenecen a otras religiones exotéricas y paganas? Todas éstas fueron edificadas sobre los mismos símbolos astronómicos y fisiológicos (o fálicos). Se puede buscar, astrológicamente, el origen de todos los dogmas religiosos del mundo, y encontrarlo en los signos del Zodíaco y en el Sol. Y mientras la ciencia de la simbología comparativa, o cualquier teología, no tenga más que dos claves para esclarecer los misterios de los dogmas religiosos, y estas claves, sólo muy parcialmente dominadas, ¿cómo es posible trazar una línea divisoria, o hallar alguna diferencia entre las religiones, por ejemplo entre la de Chrishna y la de Christo; entre la salvación por la sangre del “primitivo varón”, “primogénito” de una fe, y la salvación por la sangre del “Hijo unigénito” de la otra, siendo ésta mucho más reciente?
 
Estudiad los Vedas; leed aun las obras superficiales, –y a menudo desfiguradas– de nuestros grandes orientalistas, y meditad sobre lo que habéis aprendido. Ved los Brâhamanes, los Hierofantes egipcios y los Magos caldeos, enseñando varios miles de años antes de nuestra Era que los Dioses mismos habían sido tan sólo mortales (en previos nacimientos) hasta que ganaron su inmortalidad “ofreciendo su sangre a su Dios Supremo” o jefe. El Libro de los Muertos enseña que el hombre mortal “se hizo uno con los Dioses a través de una intercomunicación por una vida común y por una misma sangre”. Los mortales sacrificaban a los Dioses la sangre de sus primogénitos. El prof. Monier Williams, en su obra Hindûism, traduciendo del Taittirîya Brâhmana, dice: “Por medio del sacrificio, los Dioses alcanzaron el Cielo”. Y en el Tândya Brâhmana: El Señor de las criaturas se ofreció a sí mismo en sacrificio a los Dioses…”
Y de nuevo en el Satapatha Brâhmana: El que sabiendo esto sacrifica con el Purushamedha o el sacrificio del varón primitivo, llega a ser todo.”
 
Siempre que oigo discutir sobre los ritos védicos y llamarlos “asquerosos sacrificios humanos” y canibalismo, me siento inclinada a preguntar dónde está la discrepancia. Hay una: mientras los cristianos están obligados a aceptar literalmente el drama alegórico (aunque altamente filosófico cuando se comprende) de la Crucifixión en el Nuevo Testamento –así como el de Abraham e Isaac en el Antiguo Testamento – el Brâhmanismo –al menos sus escuelas filosóficas– enseña a sus seguidores que este sacrificio (pagano) del “varón primitivo”, es un símbolo puramente alegórico y filosófico. Leídos en el significado de su letra muerta, los cuatro Evangelios son simplemente versiones ligeramente alteradas de lo que la Iglesia declara ser plagios satánicos (por anticipación) de las religiones paganas a los dogmas cristianos. El materialismo tiene razón al encontrar en ellos el mismo culto sensual y los mismos mitos solares que en cualquier otra parte. Plenamente justificado está el prof. Joly (Man Before Metals), si analizamos y criticamos superficialmente lo que dice, al encontrar en la “Svastika”, la “cruz ansata” y la “cruz” pura y sencilla, meros símbolos sexuales. Viendo que “el padre del Fuego Sagrado (en la india), llevaba el nombre de Twashtri, es decir, el Carpintero Divino que hizo la Svastika y el Pramantha, cuya fricción produjo el divino niño Agni, (en latín Ignis); que su madre se llamaba Mâyâ, y que al niño se le llamó “Akta”, (“ungido” o “Christos”), después que los sacerdotes hubieron derramado sobre su cabeza el soma espirituoso, y sobre su cuerpo “manteca purificada por el sacrificio”, viendo todo esto, tiene pleno derecho para observar que: “La gran semejanza que existe entre ciertas ceremonias del culto de Agni, y ciertos ritos de la religión católica, pueden explicarse por su origen común. Agni en la condición de “Akta” o ungido, hace alusión a Cristo; Mâyâ, María, su madre; Twashtri, San José, el carpintero de la Biblia.”
 
¿Ha explicado algo el profesor de la Facultad de Ciencias de Toulouse, al llamar la atención hacia lo que cualquiera puede ver? Desde luego que no. Pero si en su ignorancia del sentido esotérico de la alegoría no ha añadido nada al conocimiento humano, por otra parte ha destruido en sus discípulos la fe en el origen divino del Cristianismo y de su Iglesia, y ha ayudado a aumentar el número de materialistas. Porque seguramente nadie, una vez se entregue a tales estudios comparativos, puede considerar a la religión de Occidente de otro modo que una copia pálida y débil de filosofías más antiguas y más nobles.
 
El origen de todas las religiones, incluso el Judeo–Cristianismo, se encuentra en unas cuantas verdades primitivas, ninguna de las cuales puede explicarse aparte de las demás, ya que cada una es el complemento de las otras en algún detalle, y todas son más o menos, rayos truncados del mismo Sol de la Verdad, y sus orígenes han de buscarse en los registros arcaicos de la Religión de la Sabiduría, sin cuya luz los más grandes sabios no pueden ver más que los esqueletos de dichas verdades, disfrazadas con la máscara de la fantasía, y basadas mayoritariamente en los signos personificados del Zodíaco.
 
Así pues, un espeso velo de alegorías y ficciones, proverbios y parábolas, cubre los textos esotéricos originales, de los cuales fue compilado, –tal como ahora se conoce– el Nuevo Testamento. ¿De dónde pues, se derivan los Evangelios y la vida de Jesús de Nazaret? ¿No se ha dicho repetidas veces que ningún “mortal”, ningún cerebro humano había podido inventar la vida del Reformador judío con el trágico drama en el Calvario? Apoyados en la autoridad de la Escuela Oriental esotérica, decimos que todo esto vino de los gnósticos, hasta el nombre de Christos, y las alegorías astronómico–místicas, proceden de las escrituras de los antiguos Tanaim, con respecto a la relación cabalística de Jesús o Joshua con las personificaciones bíblicas. Una de éstas es el nombre místico esotérico de Jehovah –no el actual Dios fantástico de los judíos profanos, ignorantes de sus propios misterios, Dios aceptado por los cristianos aún más ignorantes– sino el Jehovah compuesto de la Iniciación pagana. Esto queda claramente probado por los glifos o combinaciones místicas de varios signos que se han preservado hasta hoy en los jeroglíficos católico–romanos.
 
Las memorias gnósticas contienen el epítome de las principales escenas representadas durante los Misterios de la Iniciación desde los tiempos más remotos, aunque esto se expresaba invariablemente bajo una forma semi–alegórica, siempre que se confiaba al pergamino o al papel. Pero los antiguos Tanaim, los Iniciados, de los cuales los talmudistas obtuvieron la sabiduría de la Kabalah (“tradición oral”) tenían en su poder los secretos del lenguaje mistérico, y “…este es el lenguaje en el que fueron escritos los Evangelios108.
Únicamente el que ha dominado la cifra esotérica de la Antigüedad –el significado secreto de los números, que en otro tiempo fue propiedad común de todas las naciones–, tiene la prueba completa de la índole que se desarrolló al mezclar las alegorías y nombres del Antiguo Testamento, puramente egipcio–judaico, y los de los gnósticos greco–paganos, los más refinados de todos los místicos de aquellos tiempos. El obispo Newton mismo lo prueba muy inocentemente al mostrar que “San Bernabé, compañero de San Pablo, en su Epístola (Ch. IX), descubre el nombre de Jesús crucificado en el número 318”, es decir, que San Bernabé lo encuentra en el místico símbolo griego IHT, siendo la tau el glifo de la cruz. Acerca de esto, un cabalista, autor de un manuscrito no publicado sobre la Clave de la Formación del Lenguaje Mistérico, observa lo siguiente:
 
“Pero esto no es más que un juego sobre las letras hebreas Jod, Cheth y Shin, de las cuales se deriva el monograma de Cristo IHS que se nos ha transmitido y que se lee así: wcy ó 3 8 1, la suma de las letras, siendo 318 ó el número de Abraham y su Satanás, y de Josué y su Amalec… también el número de Jacob y su antagonista… (La autoridad de Godfrey Higgins avala el número 608)... Es el número del nombre de Melquisedec; pues el valor de éste es 304, y Melquisedec era el sacerdote del Dios altísimo, “sin principio ni fin de días”.
La solución y el secreto de Melquisedec se hallan en el hecho de que:
“En los antiguos panteones, los dos planetas que habían existido desde la eternidad (eternidad cónica) y eran eternos, fueron el Sol y la Luna, u Osiris e Isis; de aquí los términos“sin principio ni fin de días”; 304 multiplicado por dos, resulta 608. Así también los números en la palabra Seth, que era un símbolo del año. Hay muchas autoridades a favor de la aplicación del número 888 al nombre de Jesucristo, y como se ha dicho, esto es un antagonismo al número 666 del Anticristo… El valor principal en el nombre de Josué era el número 365, indicación del año solar, mientras que Jehovah se complacía en ser la indicación del año lunar; y Jesucristo era a la vez Josué y Jehovah en el panteón cristiano…”
 
Esto no es más que un ejemplo para probar que la aplicación cristiana del nombre compuesto Jesús–Cristo está basada en el misticismo oriental y en el gnóstico. Tan justo y natural era que los Cronistas, lo mismo que los Gnósticos Iniciados, obligados a guardar el secreto, “velaran u ocultaran” el significado final de sus enseñanzas más antiguas y sagradas. Bastante más dudoso es el derecho de los Padres de la Iglesia, de cubrir todo con un epítema de fantasía racionalista. El escriba o historiador gnóstico no engañaba a nadie. Todo iniciado en la gnosis arcaica, sea del período precristiano o del postcristiano, conocía muy bien el valor de cada palabra del “lenguaje mistérico”, porque los gnósticos, inspiradores del Cristianismo primitivo, eran “los más adelantados, los más sabios y los más acreedores al nombre cristiano”, según lo expresa Gibbon. Ni ellos ni sus humildes seguidores corrían el riesgo de aceptar la letra muerta de sus propios textos. Pero otra cosa sucedió con las víctimas de los inventos de lo que se llama ahora Cristianismo “ortodoxo e histórico”. Se ha hecho caer a sus sucesores en los errores de los “gálatas insensatos” reprendidos por San Pablo, los cuales, como él les dice (Gál. III, 1–5), habiendo comenzado (a creer) en el espíritu (de Christos), “acabaron por creer en la carne”, esto es, en un Cristo “corpóreo”, pues tal es la verdadera significación de la frase griega enarxámenoi Pneúmati, nûn sarcì epiteleîsqe.
 
Para todo el mundo, menos para los dogmáticos y teólogos, está suficientemente claro que San Pablo era un gnóstico, fundador de una nueva secta de gnosis que reconocía, lo mismo que todas las otras sectas gnósticas, un “Cristo–espíritu”, aunque iba en contra de sus antagonistas, las sectas rivales. Ni es menos evidente que las enseñanzas primitivas de Jesús –cuando quiera que haya vivido– pudieron ser descubiertas sólo en las enseñanzas gnósticas, contra cuyo descubrimiento, los falsificadores que arrastraron al Espíritu hasta la materia, degradando así a la noble filosofía de la religión de la Sabiduría Primitiva, tomaron desde el principio amplias precauciones. Eusebio nos dice (Historia de la Iglesia) que sólo las obras de Basílides –“el filósofo entregado a la contemplación de las cosas divinas”, como le llama Clemente–, los 24 volúmenes de su Comentario sobre el Evangelio fueron todos quemados por orden de la iglesia.
 
Como todo este Comentario sobre el Evangelio fue escrito en un tiempo en que no existían aún los Evangelios como los tenemos ahora, es una buena prueba de que los Evangelios, cuyas doctrinas fueron transmitidas a Basílides por el apóstol San Matias y Glaucias, el discípulo de Pedro (Clemente de Alejandría, Stromata) deben haber sido muy diferentes del Nuevo Testamento actual. No se pueden juzgar estas doctrinas por las relaciones distorsionadas que Tertuliano dejó a la posteridad. Sin embargo, aun lo poco que desvela este sectario fanático, demuestra que las principales doctrinas gnósticas eran idénticas, bajo su propia terminología y personificaciones peculiares, con las de La Doctrina Secreta de Oriente; pues discutiendo acerca de Basílides, el piadoso, divino filósofo teosófico, como lo consideraba Clemente de Alejandría, Tertuliano exclama:
“Después de esto, Basílides el “Hereje” se explayó112, afirmó que hay un Dios Supremo, llamado Abraxas, por el cual fue creada la Mente (Mahat), llamada por los griegos Nous. De esto emanó el Verbo; del Verbo, la Providencia; de la Providencia, la Virtud y la Sabiduría; de estas dos, las Virtudes, los “Principados”113, “y los Poderes” fueron hechos; y de estos, producciones y emisiones infinitas de ángeles. Entre los ángeles inferiores, en verdad, y los que hicieron este mundo, él pone como “último de todos” al dios de los judíos, al cual se niega a admitir como a Dios mismo, afirmando que es tan sólo uno de los ángeles” (Ver Isis sin Velo).
 
Otra prueba de la pretensión de que el Evangelio de San Mateo en los textos griegos usuales no es el Evangelio original escrito en hebreo, la tenemos de una autoridad, que es nada menos que San Jerónimo (Hieronymus). La sospecha supuesta desde siempre de una conciente y gradual euhemerización del principio Christos, se convierte en una convicción, una vez que uno se familiariza con cierta confesión contenida en el libro segundo de los Comentarios a San Mateo por San Jerónimo; pues encontramos en ella las pruebas de una sustitución deliberada del Evangelio entero, el que está ahora en el canon, evidencia claramente que fue reescrito por este demasiado celoso Padre de la Iglesia115. El dice que, hacia el fin del siglo IV, fue enviado por sus ilustrísimas, los obispos Cromacio y Heliodoro, a Cesarea con la misión de comparar el texto griego (el único que jamás tuvieron) con la versión hebrea original conservada por los nazarenos en su biblioteca y traducir dicha versión. El la tradujo, pero bajo protesta; pues, como dice el Evangelio, presentaba materia “no para la edificación, sino para la destrucción”116. ¿La “destrucción” de qué? Del dogma de que Jesús de Nazareth y el Christos son uno, evidentemente, y por tanto, la “destrucción” de la religión recientemente trazada1.
 
En esta misma carta, este santo (el cual aconsejaba a sus convertidos mataran a sus padres, pisotearan los pechos que los habían alimentado, hollando los cuerpos de sus madres, si sus padres y sus madres fuesen obstáculos entre sus hijos y Cristo), admite que San Mateo no quiso que su Evangelio fuese “escrito abiertamente”, y por tanto, que el manuscrito “era secreto”. Pero mientras admite también que este Evangelio fue escrito con caracteres hebraicos y “por la mano de él mismo” (San Mateo), sin embargo, en otro lugar se contradice y asegura a la posteridad que como fue adulterado y reescrito por un discípulo de Maniqueo llamado Seleuco… “la Iglesia rehusó, con mucha razón, a darle crédito”. (San Jerónimo, Comentarios a San Mateo).
 
No hay que extrañarse de que el significado mismo de los términos Chrêstos y Christos, y la relación de ambos con Jesús de Nazareth, nombre fabricado con las palabras Joshua el “Nazar”, hayan llegado a ser letra muerta para todos, con excepción de los ocultistas no cristianos; pues incluso los cabalistas no tienen ahora datos originales en qué apoyarse. El Zohar y la Kabalah han sido remodelados de tal manera por los cristianos, que se hallan desfigurados; y a no ser por el Libro de los Números (caldeo) no quedarían sino relaciones falseadas. No protesten con demasiada vehemencia nuestros hermanos, los llamados cabalistas cristianos de Inglaterra y Francia, muchos de los cuales son filósofos, pues “esto es historia” (véase Munk). Es tan pueril el sostener, según lo hacen todavía algunos orientalistas alemanes y críticos modernos, que la Kabalah no existió jamás antes del tiempo del judío español Moisés de León, acusado de haber falsificado este seudógrafo en el siglo XIII, como el pretender que cualquiera de las obras cabalistas, ahora en nuestro poder, son tan originales como lo eran cuando el rabino Simón ben Jochai comunicó las “tradiciones” a su hijo y a sus seguidores. Ni uno sólo de estos libros se halla inmaculado; ninguno ha escapado a la mutilación por manos cristianas. Munk, uno de los cristianos más sabios y más hábiles de su época en esta materia, lo prueba protestando contra la presunción de que sea una fabricación post–cristiana, pues según él dice:
“Nos parece evidente que el autor hizo uso de documentos antiguos, y entre estos, de ciertos Midrashim, o colecciones de tradiciones y exposiciones bíblicas que ahora no poseemos”.
Después de lo cual, citando a Tholuck, añade:
 
“Haya Gaón, que murió en 1038 es, por lo que sabemos, el primer autor que desarrolló la teoría de los Sephirots, y les dio los nombres que volvemos a encontrar entre los cabalistas
(Tellenik, Moisés Ben Shem Tob di León). Este doctor que “tenía íntima relación con los sabios cristianos sirios y caldeos” pudo, con la ayuda de éstos, adquirir un conocimiento de las escrituras gnósticas.”
Estas “escrituras gnósticas” y dogmas esotéricos pasaron, en su parte esencial, a las obras cabalísticas, con muchas otras interpolaciones modernas que ahora hallamos en el Zohar, como lo prueba Munk. Hoy en día la Kabalah es cristiana, no judía.
 
Así, debido a las varias generaciones de muy activos Padres de la Iglesia, siempre ocupados en destruir viejos documentos y en preparar nuevos pasajes que interpolar en aquellos que tuvieron la fortuna de no ser destruidos, no quedan más que unos cuantos fragmentos desfigurados de los gnósticos, descendencia legítima de la religión de la Sabiduría Arcaica. Pero una partícula del oro genuino brillará por siempre jamás, y por falseadas que estén las relaciones que dejaron Tertuliano y Epifanio de las doctrinas de los “Herejes”, el ocultista puede todavía encontrar en ellas, huellas de aquellas verdades primitivas que en otro tiempo se comunicaban universalmente durante los Misterios de la iniciación.
 
Entre otras obras que contienen alegorías sumamente alusivas, tenemos todavía los llamados Evangelios Apócrifos; y el último descubrimiento, la reliquia más preciosa de la literatura gnóstica, es un fragmento llamado Pistis–Sophia, “ Conocimiento –Sabiduría”. En mi próximo artículo sobre el Carácter Esotérico de los Evangelios , espero poder demostrar que están completamente errados los que traducen Pistis por “Fe” La palabra“fe” como “gracia” o algo que se ha de creer por medio de una fe irracional o ciega, es una palabra que data solo desde el Cristianismo. San Pablo no empleó nunca este término en semejante sentido en sus Epístolas, y San Pablo era, sin duda, un INICIADO.
 
H.P.B

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