sábado, 23 de marzo de 2019

EL PROBLEMA DE LA SALVACIÓN Y DE LA CONDENACIÓN




¿Premio o castigo? Infierno y purgatorio. El cielo. Au­xilios espirituales. ¿Condenación eterna? ¿Cuántos se salvan? El Tiempo y el Espacio.

Nuestra alma, como se sabe y bien puede comprenderse par la observación del esquema de la figura (anterior publicación de Diario Psico)  fluctúa constantemente en­tre los atractivos de la vida material y los goces del espíritu. No hay ningún hombre absolutamente depravado que se haya entrega­do de una manera exclusiva al disfrute de los apetitos del cuerpo desoyendo las llamadas del deber, ni existe tampoco ningún hom­bre tan idealista y virtuoso que no haya caído alguna vez en las ten­taciones del egoísmo y de la sensualidad. Esto si consideramos el problema solamente bajo el punto de vista moral.

Pero el problema de la salvación no es una cuestión que haya de enfocarse solamente por la vía del amor y de la virtud. Es tam­bién una cuestión de conciencia e inteligencia, como muestra el es­quema en cuestión y hemos de demostrar. (Véase también a este respecto el punto de vista "vedanta" más adelante, cuando tratemos de la antigua filosofía de la India).

Más ¿es que hay una salvación y una condenación en el sen­tido de premio y castigo que generalmente se da a estas palabras? Veámoslo.

El individuo cuya alma se ha identificado con lo material y sensible, entregándose al disfrute de la satisfacción de los apetitos corporales, cultivando vicios y bajas pasiones, deseos egoístas e instintos pervertidos, hallará un vacío en su mente y en su espíritu, cuando por la muerte se disgregue el cuerpo y se esfume el al­ma animal. Desaparecido todo aquello en que enfocó su conciencia, es lógico que su alma espiritual se encuentre en estado de incons­ciencia o agnosis con respecto al nuevo plano en que ha de mover­se.

Pero este proceso tiene sus grados que conviene examinar: Separada el alma del cuerpo por la muerte física, sobrevive el alma animal o instintiva durante un cierto tiempo, en el cual el individuo se halla bajo el incentivo habitual de sus deseos, instintos y pasio­nes, pero sin cuerpo para satisfacerlos. Esto origina un estado de sufrimiento (que conocemos por experiencia en vida) un estado de conciencia inferior o infierno, en el que se halla penando por el "fuego" de sus pasiones insatisfechas. Por esto dice Santo Tomás que "cada condenado tiene su especial demonio atormentador".

Apercibida la conciencia de la imposibilidad de una satisfac­ción y en marcha, por otra parte, el proceso natural de disgregación del alma instintiva, vánse poco a poco esfumando las formas pasionales y perdiendo fuerza el acicate de los deseos, hasta su to­tal disolución. Se ha verificado un proceso de purgación o depura­ción psíquica, generalmente llamado purgatorio o "catarsis"[1]

Terminado éste, cuya duración depende de la fuerza que ani­mase a las formas instintivas y pasionales, no le queda a ese alma otra cosecha que el exiguo contenido mental de las experiencias de su vida material, de sus luchas y dolores. El vacío de la conciencia no es total; pero la calidad de su contenida, limitado a experiencias de la naturaleza inferior, no puede satisfacer ni dar vida espiritual a ese alma inmortal, que bien puede decirse que ha desperdiciado la vida. Este es para nosotros el concepto filosófico de la condena­ción[2].
        
Por el contrario, el individuo cuya alma se haya identificado con lo espiritual y suprasensible, cultivando las potencias de la men­te, aumentando su contenido intelectual por el estudio y la meditación, dando incremento a su sentir por el disfrute de la belleza artística y venciendo, en fin, con el amor, el deber y la buena voluntad a las tendencias egoístas y concupiscentes de su naturaleza inferior, hallará tras de su muerte el acerbo indestructible de sus extensos panoramas mentales, el caudal multiplicado de su amor y de sus virtudes y la cosecha inexpugnable de su sentimiento espiritual florecida en aptitudes nuevas y cuajada en los óptimos frutos de nuevas potencias sensitivas. Habrá conquistado de este modo su propio cielo. Este individuo habrá ganado la vida. ¡Se habrá salva­do![3].

Se ve pues que la salvación y la condenación no están supedi­tadas a la contingencia de unos "auxilios espirituales" hechos a úl­tima hora. Es contrario al espíritu de justicia del hombre, suponer que un individuo depravado o ignorante, pueda por un acto postre­ro de contrición adquirir la conciencia celeste; y más imposible se nos parece que un hombre bondadoso, culto y justo, pueda perder el cielo por que una equivocación a última hora o la ausencia de "au­xilios espirituales" le hagan morir en pecado.

Esto no quiere decir que los "auxilios espirituales" sean inú­tiles. Todo lo que suponga morir con elevación de espíritu y tranqui­lidad de conciencia, facilita el enfoque del alma hacia lo superior y evita a ésta dificultades y penas en los primeros pasos por el más allá, sobre todo durante el proceso cíe "catarsis" o purgatorio. Pe­ro la eficacia del auxilio espiritual depende de la contextura psíqui­ca del sujeto. No hay una fórmula uniforme para elevar el alma a todos. Unos lo conseguirán descargando su conciencia de un secre­to, culpa o mandato con persona de su confianza. Otros lo logra­rán hablando con un amigo de sus ideas más queridas. Otros oyen­do música, como cuéntase que hizo Chopín en trance de morir, ro­gando a la condesa Potocka que interpretase una aria de Bellini; lo cual hizo ésta a tiempo que, el moribundo aspiraba el aroma de una violeta; etc.

Lo que sí es seguro es que cualquier forma de pretendido "au­xilio espiritual" que repugne a las ideas del sujeto o simplemente no le afecte con emoción ascendente, se trocará de auxilio en difi­cultad, Lo antipático no sirve jamás para elevar el alma ni en vida ni en muerte.


Por consecuencia, el cielo como el infierno son estados de con­ciencia, que se ganan o se pierden por la conducta de esta vida, mi­nuto a minuto; y se equivoca grandemente el que piense que des­pués de una vida de maldades, inmoralidades y bajas pasiones, va a disfrutar de panoramas celestiales por el mero hecho de arrepen­tirse a última hora antes un sacerdote, un pastor o un bonzo. Esto sería pretender un asalto al cielo. La simple tranquilidad de con­ciencia, aunque sea apetecible, no puede considerarse como un es­tado celeste. Una cosa es no estar en el infierno y otra cosa es estar en el cielo. De aquí la lógica de los que han deducido otros estados intermedios de las almas y han establecido varias categorías de "cielos" para todos aquellos casos que no supongan un estado de sufrimiento espiritual. 
Por otra parte, es cierto que el último pensamiento, que con­densa la esencia de la vida moral e intelectual del moribundo, es la. fuerza que permanece como deseo de nueva vida al ocurrir la muer­te.

Esto es compatible con la justa expiación de una vida malvada y egoísta o con la justa recompensa que merece una vida genero­sa, moral y caritativa.

Un pensamiento de arrepentimiento y de rectitud en el momen­to de morir un malvado, no quitará ni un ápice al proceso de su purgatorio ni agregará a su psiquis un adarme de conciencia celes­te, pero si dará a su alma un sentido constructivo y de rectificación. Un pensamiento de incredulidad, venganza u odio, en el mo­mento de morir un hombre bondadoso y justo, no le quitará el me­nor vislumbre de panorama celestial, ni le agregará la más leve sombra en la conciencia; pero si proporcionará a su alma una direc­triz destructiva o discordante que puede complicar su evolución y su Destino.

Pero, ¿es posible que al condenado no se le den nuevas oportunidades de redención, ni al salvado se le den nuevas oportunida­des de ejercitar sus potencias objetivas y sensitivas?

No podemos creer en situaciones eternas, y mucho menos in­terrumpidas en etapas de imperfección, por que esto va contra la ley de progreso indefinido que rige al Universo.

Si el hombre es un ser finito y contingente, ¿cómo puede lle­gar a hacerse acreedor de un castigo infinito o eterno, como se nos dice que es el infierno? ¿No ha de ser proporcionada la pena con el delito en la justicia de Dios? El hombre en su limitación no pue­de realizar un pecado infinito; no puede ofender a Dios de manera absoluta; entre otras razones porque él mismo es obra de Dios.

Can estas premisas no es posible creer en la condenación eter­na. No; las puertas de la Redención están abiertas para toda alma. La creación entera conspira hacia su Creador. Por esto evoluciona. El perdón de los pecados (delitos cometidos contra el orden natu­ral) es un hecho evidente por la misma ley de Acción y Reacción. Restablecido el equilibrio causado por la acción pecaminosa, cesa la necesidad de la sanción, que en realidad no es otra cosa sino  reacción correctora; pero no un verdadero "castigo" de Dios. E1 Creador debió instituir la ley natural para que obrase dentro de un orden automático pero no vengativo. As¡ pues no hay un averno eterno donde el Creador confine a los infelices que habiendo sido creados imperfectos por Él mismo, tengan que pagar la culpa de esa imperfección.

Infierno viene de ínferus (bajo, profundo o lugar inferior) y esta palabra ha de aplicarse a todo estado de conciencia inferior, es decir a todo estado material o pasional de sufrimiento[4]. Los do­lores de la vida física y los padecimientos que nos originan las pa­siones (ambas cosas expresadas por el término pathos, padecimien­to; o patior, de pat, pasión, paciente) son el verdadero infierno. El hombre puede rectificar su vida y las actitudes de su alma para ce­sar de padecer. Mas, ¿qué razón se opone a que el alma no pueda rectificar su actitud después de separada del cuerpo por la muerte, librándose así del infierno eterno? ¿Se ha pensado en esta frase prometedora de la 18 Epístola Universal de San Pedro?: "Por que por esto también ha sido predicado el Evangelio a los muertos; pa­ra que sean juzgados en carne según los hombres y vivan en espíri­tu según Dios".

Prueba de que puede rectificar después de la muerte es ese hecho que se llama purgatorio, por el cual se libra del lastre de cier­tos pecados, una vez adquirida la convicción de que le impiden as­cender a estados superiores de conciencia. El concepto de "pecado mortal" merecedor de sanción eterna es un equívoco. El alma es siempre inmortal en sus elementos más elevados. Podrá hacerse más o menos consciente de su origen divino, según haya cultivado o no sus actividades y virtudes espirituales, pero nunca llegar a una situación de castigo irreparable, tanto menos explicable después de la muerte cuanto que entonces no la arrastran los apetitos concupis­centes que dimanan de la vida material.

El vacío de conciencia que experimenta el alma después de la muerte cuando solamente cultivó en vida las cosas materiales, no puede considerarse como un aniquilamiento o una condenación eter­na. Esta equivocación del alma al haberse identificado con lo infe­rior y destructible, la deja en un estado penoso, como el del padre que ha perdido a su hijo y en él puso su corazón. Pero esta no es una pena esencial ni por tanto eterna. El dolor pasa y la conciencia se eleva. En el caso peor el alma llega a darse cuenta de que los mismos arquetipos y esencias de las formas materiales, con las que se identificó, pertenecen al plano espiritual. Y en esto halla la re­dención de sus sufrimientos y el camino de su rectificación. En el plano de las causas no existe el dolor.

Además el término "condenación eterna" no es equivalente al de "sufrimiento infinito". Condenación es el hecho de estar con da­ño. Y ningún hecho puede ser infinito, por que todos tienen fin. Po­drán ser eternos los noumenos pero no los fenómenos. Y aun la mis­ma palabra eterno no quiere decir infinito (o sin fin), por que según su etimología, de aeternus, aeviternus, aevitas, aevum, solo expre­sa un tiempo ilimitado o que no se puede limitar, pero no que ca­rezca de fin.

Tampoco el infierno es un estado de sufrimiento por causa de "fuego". Si literalmente se habla del fuego eterno en el Evangelio, es de una forma figurada o metafórica fácilmente explicable. Las pasiones y los deseos, causas de todos nuestros sufrimientos aquen­de y allende la tumba, son los incentivos de nuestros actos egoístas. Incentivo (de incendo, candeo, abrasarse) es, en sentido figurado, el fuego o chispa de nuestras acciones: Estar condenado al fuego es padecer bajo los efectos de una pasión inferior o de un deseo in­satisfecho. El individuo lujurioso que se ve, por la muerte, despro­visto del instrumento para satisfacer su pasión, padece hasta que su alma trasciende la pasión y sublima el deseo. ¿Qué mayor fuego del infierno? ¿Hará falta ir a buscar unas llamas que quemen a las almas, incombustibles e insensibles en el mismo fuego físico por su naturaleza intangible?[5].

La moderna técnica psicoanalítica de Freud, ha venido a de­mostrarnos que todo deseo insatisfecho, puede convertirse en cau­sa de perturbación psíquica cuando el alma carece de las facultades necesarias para sublimarle. Este padecimiento es un verdadero es­tado infernal de histerismo, fobia o delirio. Las llamas simbólicas de estos estados psicopatológicos, cesan cuando el alma se hace consciente de la causa perturbadora. Si esto es cierto en vida, no se ve razón alguna para que no sea cierto post-mortem. Solamente que, en este último caso es Dios (individualmente el propio Ego) el mé­dico que saca al paciente (y padeciente) de este purgatorio de sus pasiones insatisfechas, dándole el mensaje divino que le enseña a rectificar su sentir. Buena alusión a esto hace el mismo Evangelio, mostrándonos al rico entre las llamas del infierno, suplicando una gota de agua a Lázaro que reposaba su dicha celeste en el seno de Abraham. Es decir, que desde el infierno se atisba el cielo. Y esto es más que una imagen literaria. Evidentemente, desde todo estado de conciencia inferior siempre puede columbrarse la divina luz re­dentora de lo alto. Solamente esto es compatible con el concepto de la infinita misericordia del Creador. Dios no puede consentir el sufrimiento de un alma ni un minuto más de lo que exige su correc­ción. Y los caminos encontrados por la ciencia para mitigar los pa­decimientos humanos son débil reflejo de las posibilidades que teó­ricamente hemos de atribuir a la voluntad de Dios para redimir a las almas desdichadas que sufren las consecuencias de su imperfección. Nuestra fe en el orden natural estatuido por el Creador, no habla así. Y nuestra razón no puede contradecirnos.

Pensemos además que, los dolores y sufrimientos humanos son cincel que modela las almas y motivos que abren los ojos de la con­ciencia. Las experiencias propias de cada hombre en mal o en bien, no son nunca inútiles para la evolución de su individualidad. Todo conspira hacia el fin supremo de forjar a cada uno un Destino su­perior, en alas de esa ley de leyes de la Evolución, que es perfecti­bilidad, que es redención; es perdón de toda claudicación contra la ordenación universal; es acercamiento, en fin, de toda criatura hacia su Creador.

La Ley de Evolución se realiza por medio de hechos regidos por otras tres subleyes: la de adaptación al medio, la de selección y la de herencia. La adaptación al medio es lucha por la existencia; en esta perecen los menos aptos y la selección así realizada se per­petúa por herencia. Todo este mecanismo 'se realiza en las formas, cuerpos o instrumentos de expresión. Pero las almas o principios de vida, también progresan y evolucionan conjugándose con los cuerpos. Cuando el cuerpo ha dado todo su rendimiento en favor de la evolución de un alma, esta abandona la forma, ya inútil, por medio de la muerte natural. Es decir se trans-forma o cambia de forma. Busca nuevo medio de expresión (físico o metafísico, que esto no es ahora del caso) para seguir perfeccionando sus potencias o facultades.

La manifestación de un alma en un cuerpo es una necesidad para aquilitar y comprobar, por medio de los hechos y sus conse­cuencias, la perfección o imperfección conseguida por dicha alma en sus concepciones creadoras. La mente imperfecta o las intencio­nes torcidas o no consecuentes con el plan universal, producen a través del cuerpo y de sus actos, resultados equivocados o erróneos que dan la medida exacta del tanto de desvío con respecto a la voluntad divina, o de su mecanismo mental defectuoso. El cuerpo es la prueba. El quantum de dolor en la prueba es el exponente del error. El error es la inadaptación de la mente y de las intenciones a las finalidades de la creación universal. En puridad de lógica y de doctrina filosófica, lo único sensato es dejarse conducir por la Vo­luntad del Supremo Hacedor. Llegamos así a un punto en que con­fluyen fatalmente la verdad científica y la inspiración religiosa. ¿¡Qué conclusión podría dejar más satisfechos a nuestro sentimien­to y a nuestro discernimiento!?

Un alma imperfecta no puede sufrir sanciones ni premios defi­nitivos, sino que obtiene nuevas oportunidades de progreso y cauce en nuevas formas de expresión. Se trans-forma, como dijimos, rea­liza su metempsicosis o resucita en la carne, en una verdadera pa­lingenesia (o génesis de lo primitivo), en nuevos modos de vida, como más adelante veremos; porque no hemos podido comprobar en el orden del Universo la detención del progreso evolutivo en una etapa de imperfección y de dolor, tal y como pretende presentárse­nos con el concepto de la condenación eterna. Lo que por imperfec­to sufre, halla siempre nuevas posibilidades de corrección en el cau­ce de la evolución. La remisión de los pecados y la redención de los caídos, son simplemente acciones correctivas abiertas a los amplios horizontes del progreso natural y consecuencia también de las le­yes por las cuales este actúa.

Pecado, enfermedad y delito tienen un parentesco oculto, dijo el maestro Roso de Luna. Todos tres son consecuencias de la viola­ción de las leyes naturales. Con la palabra pecado se nos presenta

la intención de ir contra la ordenación teúrgica del Universo; con la palabra enfermedad expresamos la perturbación o padecimiento consecuente con esta violación; con el término delito damos a enten­der la acción punible o acreedora de sanción correctiva. En el fon­do son una sola cosa: causa, medio y fin, respectivamente, del error.

Todo error es causa de dolor; todo dolor es medio de rec­tificación; toda rectificación tiene por finalidad la verdad. Y la ver­dad nos hará libres, como dijo Jesús, por que nos pone a tono con el orden natural. El hombre verdaderamente libre de dolor y pecado es el que cumple la ley natural. Solamente cumpliéndola se vence a la naturaleza física. El hombre libróse del rayo cuando estudió la ley de las descargas eléctricas e inventó el artilugio para encauzar­las. El hombre se librará del dolor y de los tormentos del "pecado" cuando conozca sus leyes y las cumpla. Por esto pudo decir Pitá­goras: "La libertad dijo un día a la ley: tu me estorbas. La ley res­pondió a la libertad: yo te guardo”.

¿Cuántos se salvan?

Se nos ha dicho repetidas veces, y entre ellas una vez por el P. Martínez, durante nuestra prisión en el penal de Burgos, que el número de las almas que se salvan es muy inferior al de las que se condenan. Y hasta se nos ha concretado que, de los veintidós millo­nes que constituyen la población de España, solo se salvarán, po­niendo por mucho, unos cuatro millones.

Si esto ocurre en un país cristiano y católico, hay que suponer, de acuerdo con este criterio, que en los países no católicos y en los paganos, la proporción de los salvados será aun menor. De esto deducimos que, en los muchos siglos que lleva la humanidad sobre la Tierra, el número de millones de almas humanas que pueblan las estancias del infierno es considerablemente superior al número de las que pueblan el cielo. Y esto, en estricta lógica, supone el triunfo de Satanás sobre Dios.

¿Es esto filosófico?

El Tiempo y el Espacio.

Cuando Parsifal en la leyenda wagneriana es conducido hacia el templo, dentro de los dominios del Gral, por su maestro Gurne­rnancio, exclama: "Hemos marchado poco y sin embargo noto que hemos adelantado mucho", a lo que Gurnemancio responde filosó­fico: "No te extrañe: Aquí el Tiempo es Espacio". Profunda y de­finitiva enseñanza: En los mundos del espíritu el tiempo es espa­cio. Más ¿qué realidad encierran estos dos conceptos?

En nuestro mundo juzgamos del espacio por los objetos físicos de tres dimensiones contenidos en él y por la velocidad con que en él se mueven. Pero ese Espacio, ¿tiene realmente dimensiones como han pretendido algunos hombres de ciencia? Creemos que el espa­cio no tiene dimensiones de ninguna clase, ni puede ser percibido por los sentidos físicos; por que es la Nada-Todo o capacidad in­finita, absoluta e increada, realidad única que continuaría siendo aunque desaparecieran todos los universos contenidas en su seno. ;ü pudiéramos situarnos en el Espacio vacío, rodeados de infinito por todos lados, y nos moviésemos durante un año en línea recta con la velocidad de la luz, al cabo de dicha tiempo estaríamos en las mismas condiciones, rodeados de la misma realidad negativa, in­finita en todos sentidos, como sí no nos hubiésemos movido nada. Esto pudiera hacernos pensar que el Espacio no es, y sin embargo no hay mayor realidad que la de su esencia que no tiene ex-istencia. El Espacio es la Divinidad Misma. Por esto solamente puede ser percibido por nuestras facultades intuitivas y espirituales.

Y la realidad suprema del Espacio está en que persiste por sí, ajena a la variabilidad y absorción de los universos que en él evo­lucionan.

Mas en el Espacio pueden existir y de hecho existen, mundos o cosmos de diferentes dimensiones[6]. Una cosa es el Espacio único y otras los mundos en él contenidos. Cada electrón o elemento atómico, es probablemente un mundo de dos dimensiones conte­nido en nuestro universo físico de tres dimensiones; nuestro univer­so físico con otros análogos, probablemente es un elemento o espe­cie de electrón de un mundo de cuatro dimensiones (no otro que el hiperfísico o astral); éste a su vez sería un simple elemento de los infinitos que componen un mundo de cinco dimensiones (mental), y la reunión de mundos pentadimensionales constituiría un mundo superior de seis dimensiones... Y así sucesivamente llegaríamos al mundo de infinitas dimensiones, que precisamente por ser infinito, deja de ser mundo concreto o manifiesto, para ser Espacio abstrac­to. En nuestra mente se han unificado los mundos con el Espacio o Seno de la Divinidad, de donde emanaron y donde se mueven, sin que la limitación de nuestra inteligencia haya podido sortear el te­rrible abismo ideológico que se extiende entre la limitación de los mundos existentes o manifiestos (incluido el espiritual) y la infi­nitud del Espacio que los contiene, que coincide en propiedades geométricas con las del mundo de cero dimensiones, o sea el punto.

Los anteriores conceptos se han deducido[7] meditando alre­dedor de un hecho observado en nuestro universo, a saber: que una corriente eléctrica crea alrededor de ella un campo eléctrico de sen­tido a izquierdas. De esto se deduce que nuestro universo físico gi­ra en el seno de un mundo de cuatro dimensiones, hecho que tam­bién explica la desviación del rayo luminoso que, por consecuencia, hemos de considerar curvo, como modernamente ha afirmado tam­bién la teoría relativista de Einstein.

En nuestra actual vida física, la extensión material y la velo­cidad del movimiento, es lo que nos da la sensación de espacio y tiempo. En el mundo físico el espacio se relativiza y concreta, y juz­gamos de él por una reacción mental complementaria a la existencia de objetos materiales de tres dimensiones. Según ascendemos en el estudio y contemplación de mundos superiores, hiperfísicos, menta­les, etc., la idea del espacio se ensancha, hasta percibir la realidad de su esencia infinita. Pero ¡cuán contraria la elaboración del con­cepto tiempo!

El tiempo es una ilusión de la vida concreta consecuente con la materialización y sucesión de fenómenos (recordemos la frase de San Agustín, cap. IV). Es una impresión mental complementaria de la extensión en el espacio, que desaparece cuando enfocarnos la conciencia en planos superiores o abandonamos el mundo mate­rial. Cuando soñamos (es decir, tenemos la conciencia enfocada en mundos hiperfísicos de más de tres dimensiones), percibimos fre­cuentemente en pocos minutos, sucesos que para su realización en el mundo físico hubiesen necesitado días y aún meses. 
En nuestros momentos de recreo y alegría (expansión de la conciencia) solemos exclamar: ¡Qué pronto se me ha pasado el tiempo!; y en cambio de­cimos: ¡Cada minuto me ha parecido un siglo! cuando por motivos de dolor o de preocupación, tenemos la conciencia enfocada en el mundo físico. Estos hechos quieren decir que, la sensación de tiem­po es relativa y depende del mundo en que nos situamos, y que el tiempo va desapareciendo según nuestra conciencia se va elevando de plano. Así, en el mundo mental, en que el pensamiento es el he­cho mismo, el tiempo es casi nulo (fenómenos de telepatía y trans­misión del pensamiento); y en los mundos del espíritu no existe pa­sado ni futuro, sino que todo es un eterno presente, que solamente al realizarse a proyectarse en planos concretos por medio de fenó­menos sucesivos, nos da la impresión de esa que llamamos tiempo[1] No es el tiempo el que pasa, sino los seres materiales[2] .

Más, es evidente que si al elevarse de plano el tiempo se esfu­ma, también se trasciende el espacio, pues no se puede tardar ni tiempo nulo en recorrer un espacio efectivo. Y es que, al elevarnos a mundos superiores y acercarnos a plano de infinitas dimensiones, el Espacio adquiere, como dijimos, las propiedades geométricas del punto, y queda en efecto trascendido dentro de su omnipresente rea­lidad. Por esto, "Aquí el tiempo es Espacio" como sabiamente dijo Gurnemancio a Parsifal. Tiempo es Espacio para el espíritu, y Es­pacio es, como hemos visto, lo Inmutable, lo Absoluto, lo Eterno; lo que no tiene pasado ni futuro, por que Es; aunque nuestra mente relativa sea incapaz de forjar un concepto exacto de tamaña reali­dad.

Con las anteriores consideraciones sufre un rudo golpe el pa­voroso concepto de la eternidad. En los mundos concretos, podrán ser los seres y los hechos más o menos duraderos, pero nunca infi­nitos, por lo que la pena eterna y los siglos de los siglos de ciertas religiones positivas, quedan reducidos a lapsos del fantasma tiempo, que se podrían expresar por un número. Hay pues el consuelo cier­to de que tienen fin. En los mundos abstractos, celestes y espiritua­les, la percepción del eterno presente en lo bueno y excelso (puesto que es ajeno a la limitación y al dolor propios de los mundos con­cretos), disuelve por si misma la sensación de permanencia indefi­nida e infinita de la sucesión de hechos dolorosos, con que amenaza el justicialismo de ciertas iglesias, que en el fondo no creen en la Redención como hecho universal; y si creen, se contradicen de un modo palmario.

Dr Eduardo Alfonso

NOTAS



[1] Ya dijimos que el alma animal es destructible, por tratarse de un vehículo tenso, concreto y formal, aunque sutil. "Santo pues y saludable es el pen­samiento de rogar por los difuntos para que queden libres de sus pecados", se dice en la Misa del Aniversario de Difuntos. (Libro de los Maeabeos. Cap. 11. v. 43).
[2] Por esto, con cierta razón, cl Papa Juan XXII, como también el eminente teólogo benedictino Mateo de Parí,, admitían, como los griegos, un lugar intermedio entre el purgatorio y el cielo, no pudiendo las almas entrar en el cielo hasta el "Juicio Final". (Feijóo). Cosa lógica por cuanto si fue­se definitivo el resultado del juicio post-mortem, sobraría el Juicio Final.
[3] Repásese el cuadro sinóptico de la clasificación septenaria.

[4] También proviene de in-fero, llevar dentro, lo cual lo identifica con un estado de conciencia o que se lleva interiormente, alejando toda posibilidad de conceptuarlo como un sitio o lugar.
[5] Incentivo proviene también de incentivus, de incino, cantar, en el sentido de estímulo que excita o mueve a alguna cosa, o de chispa que prende el fuego de la acción, en sentido figurativo.
[6] La palabra mundo o cosmos expresa lo que está limpio u ordenado. (In­mundo o caos es lo que está sucio o en desorden).
[7] El comandante Emilio Herrera los expuso en una notable conferencia.
[8] Dentro de manifestaciones muy cercanas al mundo físico, como, por ejem­plo, la radiotelefonía (que obra en plano etéreo) el tiempo es casi nulo, puesto que apenas tarda en llegar a nosotros la onda emitida en el polo opuesto del planeta.
[9] Por consecuencia, hemos de dar la razón a Kant cuando dijo que el tiempo y el espacio no son determinaciones de las cosas en sí mismas, sino condi­ciones subjetivas de nuestra intuición; pertenecen a nuestra representación del mundo, no al mundo mismo. Éste carácter subjetivo que el gran filóso­fo de Konigsberg atribuye al espacio y al tiempo, no desdice nuestro con­cepto del espacio como realidad infinita, puesto que esta realidad, por ser infinita, no puede darse objetivamente a nuestra mente finita, ,y- solamente puede ser captada intuitivamente. A pesar de todo, el espacio y e1 tiempo tienen una hipotética realidad empírica, puesto que son necesarios a todos los fenómenos. En esta condición de necesidad se fundaba San Agustín al decir que "el tiempo es una propiedad de las cosas creadas". Al me­nos, solamente por la observación de las cosas y sus fenómenos se despier­tan en nosotros las categorías de tiempo y espacio.



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