sábado, 9 de marzo de 2019

INTRODUCCIÓN: UPANISHADS


El término sánscrito Upanishad, Upa-ni-shad, proviene de la unión del verbo sad, «sentarse», con upa —conectado a su vez con el latín sub, «debajo de»— y ni, que se encuentra en las palabras inglesas be-neath — y ne-ther. Todo junto vendría a señalar una lección sentada, una instrucción; la acción de sentarse a los pies de un maestro. Cuando leemos en los Evangelios que «Jesús subió a una montaña y, una vez instalado, sus discípulos se le unieron», podemos imaginarlos sentados a los pies de su Maestro, con lo que el Sermón de la Montaña podría considerarse en su conjunto un Upanishad.

Los Upanishads son tratados espirituales que varían en extensión. Los más antiguos fueron compuestos entre el 800 y el 400 a. C. Con el tiempo su número aumentó, y llegaron a editarse unos ciento doce Upanishads en sánscrito. Algunos fueron escritos en época tan reciente como el siglo XV. Estos últimos repiten casi todas las ideas de los antiguos Upanishads usándolas para una determinada escuela de pensamiento o instrucción religiosa. Los Upanishads más extensos y quizá los más antiguos son el Brihad-aranyaka y el Chandogya, que abarcan unas cien páginas cada uno, mientras que el Upanishad Isa, uno de los más importantes y que no dista en edad de la Bhagavad Gita, solo tiene dieciocho versos.
Si todos los Upanishads conocidos se reunieran en un solo volumen, constituirían una antología de aproximadamente la extensión de la Biblia. El espíritu de los Upanishads puede compararse con el del Nuevo Testamento, resumido en las palabras «Mi padre y yo somos uno» y «El reino de Dios está dentro de ti», cuya semilla ya se encuentra en las palabras de los salmos «Yo he dicho: Vosotros sois dioses, y todos sois hijos del Altísimo».
La Bhagavad Gita podría considerarse un Upanishad; de hecho, al final de cada capítulo hallamos una nota, añadida en tiempos posteriores, que comienza con las palabras: «He aquí, el Upanishad de la gloriosa Bhagavad Gita».
Teóricamente, un Upanishad podría incluso ser compuesto a día de hoy: un Upanishad espiritual que tendría su origen en la fuente Única de las religiones y el humanismo y que se aplicaría a las necesidades del mundo moderno.
Cuando el príncipe Dara Shukoh, hijo del emperador Shah Jahan constructor del Taj Mahal, visitó Cachemira en 1640, oyó hablar de los Upanishads e hizo traducir cincuenta de ellos al persa. Esta traducción se terminó en 1657 y Anquetil Duperron la vertió al latín mucho más tarde, publicándola en París en 1802. Schopenhauer leyó esta y dijo de los Upanishads: Su lectura «ha sido el consuelo de mi vida y lo será también de mi muerte» — «Sie ist der Trost meines Lebens gewesen und wird der meines Sterbens sein».

En los cantos de los Vedas encontramos la admiración del hombre ante la naturaleza: fuego y agua, los vientos y las tormentas, el sol y su salida se entonan con adoración. A veces nos recuerdan al amor por la naturaleza expresado por san Francisco cuando canta:
Gloria a ti, mi Dios, por el regalo de tu creación y especialmente por nuestro hermano, el sol, que nos concede el día y a través del cual nos das luz. Él es hermoso y radiante, y grande es su gloria, y da testimonio de ti, oh Altísimo.
Gloria a ti, mi Dios, por nuestro hermano el viento y el aire, sereno o en nubes y en todo tiempo, con el que sostienes a todas las criaturas.
Gloria a ti, mi Dios, por nuestra hermana agua, tan útil y humilde, preciosa y pura.
Gloria a ti, mi Dios, por nuestro hermano fuego con el que iluminas la noche; él es bello, dichoso, fuerte y poderoso.
Los cantos de los Vedas no pueden comenzar con las palabras «Gloria a ti, mi Dios», como lo hace el texto de san Francisco, ni alcanzar el sublime final del canto: «Gloria a ti, mi Dios, por aquellos que perdonan por amor a ti» —«Laudato si, mi Signore, per quelli che perdonano per lo tuo amore». La ascensión de los muchos al Uno no se había completado aún en los Vedas, ni encontramos en ellos el Espíritu de amor revelado en el Upanishad Svetasvatara, en Buda y en la Bhagavad Gita.

Sin embargo, cuando en los Vedas el espíritu del poeta se hace uno con el dios de su alabanza, hallamos a menudo un sentido de unicidad, como si hubiera un Dios por encima de todos los dioses, como cuando oímos estas palabras dirigidas a Varuna, el Dios de la misericordia:
Oh Dios, te alabamos con nuestros pensamientos. Te alabamos aún cuando el sol te alaba cada mañana; para así encontrar la alegría sirviéndote.
Mantennos bajo tu protección. Perdona nuestros pecados y concédenos tu amor.
Dios hizo los ríos para que fluyeran. Nunca sienten cansancio, no cesan de fluir. Vuelan ligeros cual pájaros en el aire.
Que la corriente de mi vida fluya hacia el río de la rectitud. Libera las ataduras del pecado que me aprisionan. No dejes que el hilo de mi canto se vea truncado mientras lo entono; y no permitas que mi trabajo acabe antes de su cumplimiento.
Rig Veda 11. 28

En uno de los últimos cantos de los Vedas, el canto a Purusha, encontramos que el dios es descrito con unas palabras que nos recuerdan al Brahman de los Upanishads:
Purusha es el universo entero, es lo que ha sido y lo que será. Una cuarta parte de él es todos los seres, tres cuartas partes son cielo inmortal.
Y cuando el poeta de los Vedas canta a la gloria de Vata, el dios de los vientos, dice así:
Espíritu de los dioses, semilla de todos los mundos — Atma devanam, bhuvanasya garbho.
En los Vedas también hallamos algunas de esas cuestiones supremas que el hombre se plantea cuando se pregunta sobre el significado de este gran Todo, y que serían respondidas más tarde en los Upanishads:
Entonces no había lo que es ni lo que no es. No había cielo, ni alturas más allá del cielo. ¿Qué poder había? ¿Dónde? ¿Quién era ese poder? ¿Había un abismo de aguas insondables?
Entonces no había muerte ni inmortalidad. Señales no había del día o de la noche. El UNO respiraba por medio de su propio poder, en la paz infinita. Solo el UNO había; más allá nada existía.
La oscuridad se hallaba oculta en la oscuridad. El todo era fluido y sin forma. Allá dentro, en el vacío, surgió el UNO por el fuego del fervor.
Y en el UNO surgió el amor: el Amor, primera semilla del alma. La verdad de esto la hallaron los sabios en sus corazones; buscando en ellos con sabiduría, encontraron ese punto de unión entre el Ser y el no ser.
¿Quién conoce la verdad? ¿Quién puede decir cuándo y cómo surgió este universo? Los dioses son posteriores a su comienzo; por tanto, ¿quién sabe, pues, de dónde procede esta creación?
Solo ese dios que ve en las alturas celestiales: solo él sabe cuándo surgió este universo y si fue hecho o creado. Solo él lo sabe, o tal vez no.
Rig Veda X. 129

El ritual de adoración de los Vedas, cuando los hombres sentían la gloria de este mundo y rezaban para tener luz, debió de convertirse con el tiempo en la plegaria rutinaria desde las tinieblas para obtener las riquezas de este mundo. En los Upanishads detectamos una reacción contra la religión externa, y cuando las ideas de los Vedas son aceptadas, se les da una interpretación espiritual. Es la lucha continua entre la letra que mata y el espíritu vivificante. Así lo leemos en el Mundaka Upanishad.
Mas las naves del sacrificio no son seguras para ir a la orilla más lejana; inseguros son los dieciocho libros donde se explican las acciones inferiores.
La Bhagavad Gita expresa la misma idea con mayor fuerza todavía:
Como el uso de un pozo de agua allí donde el agua lo inunda todo, tal es el uso de todos los Vedas para quien ve lo Supremo.
Con otras palabras, el Svetasvatara Upanishad nos dice:
¿De qué le sirve el Rig Veda a quien no conoce el espíritu del que proviene el Rig Veda?
Los creadores de los Upanishads eran pensadores y poetas; tenían la visión del poeta. Y el poeta sabe bien que, si la poesía nos saca de la realidad inferior de la vida cotidiana, es únicamente para conducirnos a la visión de una Realidad superior, incluso en esta vida cotidiana, donde las limitaciones dan paso a que el poeta encuentre la alegría de la liberación.

Estas composiciones se hallan tan por encima de la mera curiosidad arqueológica de algunos estudiosos como la luz lo está por encima de su definición. La erudición es necesaria para procurarnos los frutos de la sabiduría antigua, pero solo una elevación del pensamiento y la emoción puede ayudarnos a disfrutar de estos y a transformarlos en vida.
Uno de los mensajes de los Upanishads es que el Espíritu solo puede llegar a conocerse mediante una unión con él, y no a través del mero aprendizaje. ¿Puede acaso el aprendizaje hacernos sentir el amor, ver la belleza u oír las «melodías nunca antes escuchadas»? Algunos solo han apreciado la variedad de pensamientos recogidos en los Upanishads, no la unidad que subyace en ellos. A esas personas se les podrían aplicar las palabras de los textos sagrados: «Quien ve variedad y no la unidad no hace sino deambular de muerte en muerte».
El espíritu de los Upanishads es el Espíritu del Universo. Brahman, Dios mismo, es el espíritu subyacente. El cristiano debe sentir que Brahman es Dios, y el hindú debe sentir que Dios es Brahman. A menos que exista un sentimiento de reverencia por lo Inefable, independientemente de las barreras de los nombres, resulta verdadero el aforismo de los Upanishads: «Las palabras son cansancio»; idea idéntica a la expresada por el profeta al afirmar: «El escribir libros en abundancia no tiene fin».
«El Espíritu Santo» puede ser la traducción más parecida a Brahman en lenguaje cristiano. Mientras que Dios Padre y Dios Hijo ocupan un lugar primordial en la mente de muchos cristianos, parece que el Espíritu Santo recibe menos adoración. Y en India, el Brahman de los Upanishads no es tan popular como Siva, Vishnu o Krishna. Ni siquiera Brahma, que es la manifestación de Brahman como creador, y no debe confundirse con este, vive en la devoción diaria de los hindúes, tal y como lo hacen los otros dos dioses de la trinidad, Siva y Vishnu. La doctrina de los Upanishads no es una religión de muchos; más bien su eje central es el espíritu que hay detrás de todas las religiones, repetido en una maravillosa variedad de formas.
Brahman en el Universo, Dios en su trascendencia e inmanencia. Es también el Espíritu del hombre, es Atman, el Sí mismo en cada uno y en todo. De ahí que en los Upanishads se haga la afirmación crucial de que Dios no debe buscarse como algo distante, separado de nosotros, sino más bien como lo más íntimo de nosotros, como el Sí mismo superior que habita en nosotros y está por encima de las limitaciones de nuestro sí mismo inferior. Elevándonos hacia lo mejor de nosotros, nos elevamos hacia el Sí mismo interior, hacia Brahman, hacia Dios mismo. Por ello, cuando se apremia al sabio de los Upanishads para que dé una definición de Dios, él permanece en silencio, indicando que Dios es silencio. Al volvérsele a pedir que exprese a Dios mediante palabras, el sabio dice: «Neti, neti», «Eso no, y eso tampoco»; pero cuando se le insiste para que dé una respuesta positiva, pronuncia las simples y sublimes palabras «TAT TVAM ASI», «Tú eres Ello».

De acuerdo con los Upanishads, la realidad de Dios solo puede captarse en un estado de consciencia gozosa más allá de la consciencia ordinaria. La voz callada de lo Eterno nos susurra perpetuamente sus melodías sempiternas. El esplendor del Infinito se halla en todas partes, pero nuestros oídos no pueden oír y nuestros ojos no pueden ver: el Eterno no puede captarse con los sentidos efímeros o con la mente efímera. El Taittiriya Upanishad expresa esto de manera muy bella: «Palabras y mente hacia él se dirigen, pero no le alcanzan y retornan. Mas aquel que conoce el gozo de Brahman no siente ya temor».
Solo lo Eterno dentro de nosotros puede llevarnos a lo Eterno. Y solo cuando lo efímero se ha convertido en Eterno puede un hombre decir: «Yo soy Él».
Brahman es descrito como inmanente y trascendente, dentro de todo y fuera de todo. Si el Todo es imaginado como un triángulo, el vértice puede imaginarse como Dios trascendente que en su expansión crea la materia a partir de sí mismo —no de la nada—, tornándose así inmanente, hasta el final de la evolución, cuando lo inmanente convierte todo de nuevo en trascendente, en una evolución ascendente hacia él. ¿Por qué? Por el gozo de la creación. ¿Por qué existe el mal? Por el gozo de que de este surja el bien. ¿Por qué la oscuridad? Para que la luz brille con mayor intensidad. ¿Por qué el sufrimiento? Para la instrucción del alma y por el gozo del sacrificio. ¿Por qué el juego infinito de creación y evolución? Por Anandam, el gozo en estado puro.
En la elevación del no-ser al Sí mismo, de inconsciencia a consciencia y de esta a la Consciencia suprema, se da un proceso de desprendimiento. Cuanto más se olvida el sí mismo inferior mediante la ejecución de buenas obras y el cumplimiento de lo bello y lo verdadero, tanto más se acelera el proceso de evolución.
El entrenamiento de uno mismo para la visión de la unidad de Atman y Brahman se llama Yoga. Más tarde, este fue desarrollado con tanto lujo de detalles y observación que su estudio resultaría de gran interés para los psicólogos occidentales. En los Upanishads encontramos el concepto de un cuarto estado de consciencia, por encima del estado despierto, la ensoñación y el sueño profundo.

La ley de la evolución llamada Karma explica la aparente injusticia del mundo con una simplicidad sublime. Existe una ley de causa y efecto en el mundo moral. Somos los artífices de nuestro propio destino, y los resultados no se limitan a una sola vida, ya que nuestro Espíritu, que nunca nació y nunca morirá, debe volver y tomar posesión de un cuerpo, a fin de que el sí mismo inferior reciba la recompensa de sus obras. El bien conducirá al bien y el mal al mal. Del bien vendrá la alegría, y del mal el sufrimiento. Y de este modo la gran evolución continúa su fluir hacia la perfección.
Hay dos puntos que parecen haber desconcertado a los lectores de estos textos sagrados: el problema de la personalidad y aquel de la unión final con Brahman.
Como la materia y la personalidad inferior solo tienen una realidad relativa que más adelante se llamará maya —ilusión, algo que pasa y que no es realidad eterna—, se ha pensado que nuestra personalidad —esa personalidad por la que sentimos tanto apego— ha sido considerada poco importante y se ha visto relegada.
¿Significa esto que la personalidad de Shakespeare resultó olvidada, porque él transformó su espíritu en mil espíritus, porque con su empatía que todo lo abarcaba se convirtió durante un tiempo en un Hamlet o un Falstaff? Durante el proceso de creación, el sí mismo inferior es olvidado, para emerger mucho más grande en la marcha hacia lo Eterno: lo efímero queda atrás, pero se vuelve Eterno. «Quien a Dios conoce se vuelve Dios», dice el Mundaka Upanishad.
Y cuando todo lo efímero se ha dejado atrás, cuando se ha alcanzado la liberación final, cuando nuestro sí mismo inferior se disipa en el Sí mismo superior que habita en nosotros y en todo, como una gota de agua se disipa en el océano, ¿significa esto que se pierde toda consciencia? Tras la muerte del sí mismo inferior, cuando la pequeña gota de consciencia humana se ha hecho una con el océano de la Consciencia, cuando, en las sugerentes palabras del Brihad-aranyaka Upanishad, el que ve está solo en un océano, «Salila eko drastadvaito bhavati», ¿significa esto que se pierde la consciencia? Sí, le dice Yajñavalkya a su mujer en el mismo Upanishad; porque «¿cómo se puede conocer al Conocedor? Pues ¿acaso no significa esto que el sí mismo inferior se ha vuelto entonces el Sí mismo supremo y que no solo tiene la consciencia de su larga experiencia, sino que puede acceder a la Consciencia de todo; que no solo posee el libro de su propio pasado, sino también el Libro del Universo?».
¿Cómo podría ser inconsciencia la unión con Dios, a no ser que Dios fuera inconsciencia? Empleando la imagen de santa Teresa, el gusano de seda ha muerto y se ha transformado en una bella mariposa. Libre de sus limitaciones, el sí mismo inferior olvida su restringida vida en el ilimitado océano de la vida. No es una muerte, sino una victoria sobre la muerte, un ascenso y una resurrección.
Esta nuestra vida hasta tal punto es tenida en cuenta en los Upanishads que de nuestros hechos en ella depende toda nuestra vida futura e incluso la vida eterna. Tan importante es esta vida que en el Katha Upanishad se afirma que el Espíritu solo puede verse en esta vida o en el cielo más elevado, pero no en las regiones de los difuntos ni en los cielos inferiores. La importancia atribuida a esta vida resulta clara detrás del simbolismo.

San Juan de la Cruz expresa el gozo de la unión final cuando describe al Amado como «la música silenciosa» y «el sonido de la soledad». Y esta unión final es descrita por santa Teresa con palabras que nos recuerdan a los Upanishads de dos mil años antes. Es como «agua del cielo cayendo a un río o a una fuente, cuando todo se convierte en agua y no es posible dividir o separar el agua del río de aquella que cayó del cielo; o cuando un pequeño arroyo se interna en el océano, con lo que, en adelante, no habrá manera de separarlos». Y de un modo diferente, es la alegría que siente Wordsworth o la que siente el poeta más grande del renacimiento literario catalán, Maragall, cuando exclama:
Tot semblava un món en flor
i l’ànima n’era jo.
Todo parecía un mundo en flor,
y yo era el alma de este mundo.
*

Como las visiones de los Upanishads se basan en una consciencia de nuestro propio ser en relación con el Ser del universo, sea cual fuere el progreso mental del hombre en la tierra, este nunca podrá ir más allá de las visiones de los Upanishads: nunca podrá ir más allá de sí mismo, de su propia consciencia, de su propia vida. ¿Podría pensar, si no estuviera vivo?
Cada uno de nosotros es un centro de vida, un acontecimiento único en el universo, y cualesquiera que sean nuestras relaciones externas con la gente y las cosas, el hecho absoluto es que tenemos que vivir nuestra vida interior solos, al igual que hemos de morir nuestra propia muerte: nadie puede vivir nuestra vida interior por nosotros, y nadie puede experimentar nuestra propia muerte. En la lucha infinita del hombre por conocer este mundo y el universo que le rodea, así como de conocer la mente que le permite pensar, se topa con el simple hecho de que la vida está por encima de todo pensamiento. Cuando ve una fruta, puede pensar sobre ella, pero al final habrá de probarla si quiere conocer su sabor; el placer y el alimento que obtiene comiendo la fruta no es un acto de pensamiento.
Si consideramos que el alimento es necesario para la vida, que el alimento es algo material y que no vivimos en un mundo de espíritus incorpóreos, podemos pensar que la base de la vida es material, que «reposa sobre una base material» y que, antes de que el hombre goce de la vida, debe comer y hallarse vivo. Se trata de una verdad, pero muchos que ostentaron el poder olvidaron esta verdad y dieron en pensar, movidos por sentimientos píos, que el pan podía remplazarse por las piedras de los dogmas religiosos y de los consuelos devotos. No es de extrañar que los pensadores se alzaran con furia e indignación profética y, creyendo que la violencia material del poder solo puede combatirse con violencia y poder, promovieron un evangelio material de fe en la vida en contra del evangelio de una religión externa basada, según ellos, en el fanatismo y el autoengaño egoísta. ¿Acaso puede extrañarnos? Las palabras de Shylock quizá nos vengan a la memoria: «Si un judío injuria a un cristiano, ¿cuál es la humildad de este? La venganza. Si un cristiano injuria a un judío, ¿cuál debería ser su tolerancia, según el ejemplo cristiano? Qué, si no la venganza». O, como dijo Macbeth: «Tendrá sangre; ¿no dicen que la sangre pide sangre?».
De ahí la vieja ley del ojo por ojo y diente por diente, de que la violencia engendra violencia. Se trata de una ley tan ampliamente aceptada, ya sea consciente o inconscientemente, que cuando un historiador escribe sobre hechos pasados del hombre o de las naciones, frecuentemente sentimos que da por sentada esta ley; y, en consecuencia, no escribe desde un punto de vista libre, desde ese amor que rompe la vieja ley, desde ese amor que es libertad infinita.
Es por ello que una visión material del universo se antoja bastante posible; tanto así que podemos llamarla la visión general del hombre moderno, regida por un mecanismo moderno que se basa en el materialismo científico.
Pero ¿es eso todo? ¿Acaso es razonable una interpretación racionalista del universo? ¿Un humanismo científico es humano o científico?
La respuesta de los Upanishads es bastante clara: ATMAN, el misterio de nuestra vida, la luz de nuestra alma, el amor que es fuente de alegría infinita, la visión de lo bueno y de lo bello que es fuente de todo cuanto de hermoso y bueno puede crear el hombre en esta tierra; algo que está por encima de la razón y, por tanto, no puede ser alcanzado únicamente con la razón. Escuchamos decir en los Upanishads:
No es a través de una gran erudición que se alcanza el Atman, ni a través del intelecto ni de la enseñanza sagrada.
Katha Up
Se allega al pensamiento de quienes le conocen más allá del pensamiento, y no de cuantos imaginan poder alcanzarlo por el pensamiento: resulta ajeno al erudito y cercano para el sencillo.
Kena Up
O, en palabras de Jesús, semilla de vida espiritual: «A menos que os convirtáis y seáis como niños, no entraréis en el reino de los cielos».
¿Qué significa todo esto? Que, aparte de una visión material del universo que al final todo lo reduce a materia o a electrones, o energía, y nuestro cerebro a una máquina —una máquina maravillosa, sí, pero formando parte de un cuerpo material—, y que reduce la consciencia a una energía que meramente emana del cerebro y, por supuesto, no existe en el universo de forma independiente; al tiempo que reduce el universo a un universo de cantidad y abstracciones intelectuales, donde al final todas las cosas son polvo y se reducen a polvo y muerte, tenemos un universo de esplendor espiritual del que este universo de materia solo es un reflejo, un mundo de Espíritu mucho más maravilloso para el alma que lo que es el universo físico para la mente; el universo de belleza eterna que ha sido percibido por todos los grandes visionarios y poetas y hombres espirituales de todos los tiempos, donde todas las cosas existen en la vida y van hacia la vida. Ello llevó a Bradley a afirmar:
Que la gloria de este mundo sea al final apariencia hace más glorioso al mundo, si sentimos que es notable el fulgor de su espectáculo; mas el telón de los sentidos es un engaño y una trampa, si esconde algún tipo de movimiento incoloro de átomos, alguna urdimbre espectral de abstracciones impalpables.
Y a Rabindranath Tagore a escribir con fe:
Pues la vida no es átomos o moléculas o radiactividad u otras fuerzas, el diamante no es carbono y la luz no es vibraciones de éter. No se puede llegar a la realidad de la creación mediante su contemplación desde el punto de vista de la destrucción.
O a Shelley a afirmar, hablando de poesía:
Es a la vez el centro y la circunferencia de la sabiduría; es aquello que comprende toda la ciencia y aquello a lo que toda ciencia debe referirse. Es como el olor y el color de la rosa a la textura de los elementos que la componen, como la forma y el esplendor de la belleza no marchita a los secretos de la anatomía y la corrupción.
El mundo de la ciencia moderna se está volviendo cada vez más interesante, más poético y, por tanto, más espiritual; pero aún se ocupa de la materia. Nos hallamos en el umbral de este gran mundo de la ciencia y ¿quién sabe qué maravillas puede descubrir la mente del hombre? Pero, independientemente de lo lejos que pueda llegar la mente del hombre, la tremenda afirmación del Taittiriya Upanishad seguirá aún estando ahí: «Las palabras y la mente van hacia Él, pero no le alcanzan y retornan. Mas aquel que conoce el gozo de Brahman se halla libre de temor». O, en palabras del Kaushitaki Upanishad: «No es el pensamiento lo que deberíamos querer conocer: deberíamos conocer al que piensa».
Una flor puede ser objeto de comercio: algo que comprar y vender por dinero. Ese es su mínimo valor. También puede ser objeto de interés intelectual, pero entonces se convierte en una abstracción y, desde un punto de vista puramente intelectual, una ortiga puede a veces ser más interesante que una flor. Mas, para el alma, la flor es un objeto de gozo y, para el poeta, puede convertirse en objeto de belleza y verdad: una ventana que nos permite otear con admiración en la Belleza y la Verdad del universo, así como en la Verdad y la Belleza que albergan nuestras propias almas. Blake vio cuando escribió:
Ver un Mundo en un grano de arena,
y un Cielo en una flor silvestre,
sostener la Infinidad en la palma de tu mano,
y la Eternidad en una hora.
Todas las cosas que se hallan en la tierra, desde una flor hasta un ser humano, pueden ser objeto de amor o de contemplación, objeto de interés intelectual y objeto de posesión. En el primer caso, nos proporcionan la libertad de la alegría en el Infinito; en el segundo, nos aportan ese conocimiento que es poder; en el tercero, nos procuran las cadenas que nos atan a la materia, arrastrándonos hacia la oscuridad de la muerte, hacia las miserias de la competición por el poder egoísta, en lugar de la cooperación para la alegría altruista. Esas tres actitudes de la mente, esos tres tipos de conocimiento aparecen bien descritos en la Bhagavad Gita:
Cuando vemos Eternidad en cosas pasajeras e Infinidad en cosas finitas, entonces el nuestro es un conocimiento puro.
Pero si vemos únicamente la diversidad de las cosas, con sus divisiones y limitaciones, entonces es el nuestro un conocimiento impuro.
Y si egoístamente vemos una cosa como si fuera todo, independiente del UNO y de los muchos, entonces nos hallamos en la oscuridad de la ignorancia.
XVIII. 20-22

¡Qué relación tan maravillosa establecemos con un ser humano cuando, a pesar de sus limitaciones, vemos su Infinidad! Pero si solo lo consideramos un objeto de curiosidad intelectual, un número fijo en estadísticas estáticas o incluso una mera máquina cuyo trabajo podemos comprar o vender, le degradamos a él y a nosotros mismos.
«Conócete a ti mismo» es sabiduría suprema; pero ¿cómo podemos conocernos a nosotros mismos? ¿Lo que buscamos es un mero conocimiento intelectual? La psicología moderna explica buena parte de los mecanismos de la mente, y plantea hipótesis interesantes y útiles, pero no deja de ser un estudio de la mente como objeto. ¿Cómo puede conocerse la mente como sujeto, salvo a través de la experiencia? Todos somos conscientes de los diferentes valores que guían nuestra vida interior: la diferencia que experimenta nuestra vida interior cuando la rutina de las tribulaciones diarias, grandes o pequeñas, nos hace sentir que realmente no estamos viviendo, o cuando oímos una sinfonía de Beethoven o leemos a Shakespeare o a Dante o los Upanishads, caso de que podamos leer o escuchar; pero ¿somos capaces de saber qué es lo que nos permite ser conscientes de nuestra propia consciencia? ¿Podemos conocer esa esencia de nuestra vida que nos permite vivir y sentir y pensar? Si lo hiciéramos, llegaríamos a conocernos a nosotros mismos, a nuestro Atman: conoceríamos a Dios. Entonces podríamos saber, al igual que sabemos que estamos vivos, pero con una intensidad mucho mayor, que existe un centro dentro de nosotros que nos proporciona esa unicidad que llamamos consciencia y que puede ser uno con el UNO, el nexo invisible que proporciona la unidad de nuestras pequeñas vidas y que es la unicidad de este vasto universo.
Esta es la gran aventura y el gran descubrimiento. Nadie puede hacerlo por nosotros. Hasta que no alcanzamos la cima de la montaña, no vemos en todo su esplendor el paisaje que se extiende más allá; si bien hay destellos de luz que iluminan nuestro camino hacia la montaña. Estos destellos de luz nos dan fe, y entonces sabemos, no con el conocimiento externo de leer libros, sino con esa certidumbre de la fe que proviene de los momentos de vida interior. Pero si por orgullo intelectual o por la indolencia de la estupidez negamos la luz, negándonos así a nosotros mismos, ¿cómo podremos evitar hallarnos en la oscuridad?
Es por eso que las grandes plegarias del hombre siempre han sido oraciones por la luz y el amor. No podemos comprar luz ni amor en los mercados del hombre; nos son dados «sin dinero y sin precio».
En el mundo externo en el que nuestro cuerpo se mueve y desarrolla su vida, no somos libres. Hemos de obedecer las leyes de la naturaleza, las leyes de Dios, o sufrimos; y la tarea de nuestro intelecto es descubrir paulatinamente esas leyes. Pero existe nuestro pequeño mundo de vida interior. Allí gozamos de una libertad limitada, aunque somos lo bastante libres para negar la luz e incluso negar a Dios. Allí, en nuestro mundo interior, hay algo que no está sujeto a las leyes de la naturaleza, a las leyes del tiempo y del espacio. En lo más profundo de nuestra alma está el mundo del Espíritu, y el mundo del Espíritu es libre: «Allí donde se halla el Espíritu del Señor, hay libertad». Pero cuanto más negamos el Espíritu del Señor, nuestro Atman, nuestro propio Sí mismo, más atados nos encontramos. Podríamos vivir en el centro de nuestra alma y así sentir la alegría infinita de Brahman, pero, en lugar de ansiar el centro, construimos infinitos centros de egoísmo en la circunferencia de nuestras almas. Cuanto más lejos se encuentran esos centros del Centro, más lejos estamos de la luz: el egoísmo se hace cada vez más fuerte, las cadenas que nos atan y que tan laboriosamente formamos con nuestros pensamientos y nuestras obras se tornan cada vez más arduas de romper. En la lucha por bienes que puedan proporcionarnos placer y poder chocamos con otros que también buscan el placer y el poder, y en lugar de una cooperación en amor que conduciría a la alegría de la luz, tenemos la vasta competición que nos sume en la oscuridad y la destrucción. ¿Por qué ha el hombre de preocuparse por el «porqué» de la maldad y la fealdad, cuando tanto la maldad y la fealdad de este mundo son obra del hombre? De ahí que Buda se negara a responder preguntas metafísicas: en su lugar nos dio el camino del amor que lleva al Nirvana, el Reino de los Cielos, donde todas las preguntas serán contestadas y la respuesta será vida.
Nuestros Maestros de vida espiritual quieren que seamos al menos tan prácticos en las obras que conducen a la alegría como otros son «prácticos» en las obras que conducen a la ilusión de la autoexaltación. «Buscad primero el reino de Dios y su justicia; y todo se os dará por añadidura», dice Jesús, cuyas palabras son Verdad; y también dice: «Mirad que el reino de Dios está dentro de vosotros». Rezamos «venga tu reino» y afirmamos que el reino de los cielos está cerca; pero también rezamos «Hágase tu voluntad», y ¿qué voluntad es esa, si no la voluntad del amor? La Verdad del Espíritu no se encuentra debatiendo cuestiones filosóficas o metafísicas. ¿Cómo podemos cuestionarnos sobre algo que está cerca? Es como preguntarnos si estamos vivos; y de hecho bien podríamos preguntárnoslo, ya que una parte importante de nuestra vida es mera existencia vegetal o animal. Sabemos que estamos vivos, pero no vivos en la Vida Superior. Si, no obstante, cedemos a la tentación de debatir los asuntos supremos, olvidando las palabras de la sabiduría india recomendando que «aquellas cosas que están más allá del pensamiento no deberían ser objeto de debate» y que «cuando algo es susceptible de debate, ello es muestra de que no merece ser discutido», nos vendría bien escuchar las palabras de Buda:
Imagina un hombre que ha sido atravesado por una flecha bien empapada en veneno, y sus familiares y amigos van inmediatamente a buscar un médico o un cirujano. Imagina ahora que este hombre dice:
«No quiero que esta flecha me sea extraída hasta que no conozca el nombre del hombre que la disparó, y el nombre de su familia, y si es alto o bajo o de talla mediana; hasta que sepa si es negro u oscuro o amarillo; hasta que conozca su aldea o población. No quiero que la flecha me sea extraída hasta que no conozca el arco que la disparó, si era un arco largo o una ballesta.
No quiero que esta flecha me sea extraída hasta informarme acerca de la cuerda del arco y la flecha y las plumas de la flecha, si son plumas de buitre, de milano o de pavo real.
No quiero que la flecha me sea extraída hasta que no sepa si el tendón que la forma es de buey, ciervo o mono.
No quiero que esta flecha me sea extraída hasta no saber si es una flecha o el filo de un cuchillo o una astilla o el diente de un becerro o la cabeza de una jabalina».
Pues bien, este hombre moriría, pero moriría sin haber descubierto ninguna de esas cosas.
Del mismo modo, cualquiera que dijera: «No voy a seguir la vida sagrada de Buda hasta que este no me diga si el mundo es eterno o no; si la vida y el cuerpo son dos cosas o una cosa; si aquel que ha alcanzado la Meta está más allá de la muerte o no; si está simultáneamente más allá de la muerte y a este lado de ella; si no está ni más allá de la muerte ni a este lado de ella».
Así pues, este hombre moriría, pero moriría sin que Buda le hubiera dicho estas cosas.
Porque yo afirmo: ya sea el mundo eterno o no, lo cierto es que hay nacimiento y muerte y sufrimiento y aflicción y lamentación y desesperación. Y lo que yo enseño es el medio que lleva a la destrucción de estas cosas.
Recuerda, pues, que lo que he dicho, dicho está; y que lo que no he dicho, no está dicho. Y ¿por qué no he dado una respuesta a estas cuestiones? Porque estas cuestiones no son provechosas, no constituyen un principio de la vida eterna, no conducen a la paz, a la sabiduría suprema, al Nirvana.
Majjhima Nikaya I. 63

Sí, nuestra vida espiritual es una visión y una creación: las dudas y las preguntas improductivas no resultan de utilidad. Tenemos que construir nuestra casa interior. Blake, que vio, quizá mejor que nadie, la relación entre visión espiritual y poesía, expresó dicha idea con estas palabras:
Tengo que crear un sistema o ser esclavizado por el de otro hombre.
No razonaré y compararé: mi tarea es crear.
Nuestra vida espiritual debe ser una obra de creación. Estemos dentro de una religión o fuera de la religión o en contra de la religión, solo podemos vivir mediante la fe, una fe ardiente en los valores espirituales del hombre. Esta fe solo puede provenir de la vida, de la fuente profunda de vida que habita en nosotros, el Atman de los Upanishads, Nirvana, el Reino de los Cielos. Una fe profunda en la vida no puede ser más que espiritual, aunque solo sea parcialmente. Es por ello que la fe en la ciencia y la humanidad, que hace que los hombres hablen de «Uno para todos y todos para uno», «El hombre es al hombre un amigo y un hermano», «Honestidad y veracidad, pureza moral y modestia», es una fe que no puede ser material, ya que proviene del Espíritu que habita en nosotros. Un humanismo científico basado en la ciencia, si es iluminado por el amor y por la luz de la belleza, conducirá necesariamente al Atman de los Upanishads, a la gloria del Espíritu en el hombre. El camino de la Verdad puede no ser un camino de líneas paralelas, sino un camino circular: yendo hacia la derecha y ascendiendo en círculo, o yendo hacia la izquierda y ascendiendo en círculo estamos destinados a encontrarnos en la cima, aunque hayamos partido en direcciones aparentemente opuestas. Esto es lo que ocurrirá al final, porque la Verdad es una. La Bhagavad Gita, el Canto del Señor, expresa esto:
Cualquiera que sea la forma en que los hombres me amen, igual es la forma en que encuentran mi amor: pues muchos son los caminos del hombre, pero al final todos conducen a mí.
Keats, con tan solo veintidós años de edad, ya era capaz de escribir pensamientos profundos que presentan una curiosa similitud con ideas del Mundaka Upanishad y del verso de la Gita que acabamos de citar:
Ahora se me antoja que cualquier Hombre puede tejer, como la araña, su propia Ciudadela aérea desde sus adentros —las puntas de hojas y las ramitas desde las que la araña comienza su obra son escasas, pero la araña termina llenando el aire con un bello circuito. Los mismos escasos puntos deberían bastarle al hombre para fijar la fina Tela de su Alma e hilar un tapiz empíreo— llena de símbolos para su vista espiritual, de suavidad para su tacto espiritual, de espacio para sus periplos, de distinción para su opulencia. Pero las mentes de los mortales son tan diferentes, y toman direcciones tan diversas, que inicialmente pudiera parecer imposible, bajo tales circunstancias, que entre dos o tres de ellas pudieran existir un gusto y una fraternidad comunes. Y sin embargo es más bien al contrario. Las mentes podrían alejarse una de otra en direcciones opuestas y cruzarse en innumerables puntos, para acabar encontrándose al final del viaje. Un anciano y un niño tendrían una conversación, y el anciano proseguiría su camino y el niño se quedaría pensativo. El Hombre no debería debatir o aseverar, sino susurrar resultados a su Vecino y, de esta forma, al absorber cada germen de espíritu la savia del molde etéreo, cada humano se haría grande y la humanidad, en vez de ser un extenso páramo cubierto de brezo y zarzas, con algún remoto roble o un pino aislado aquí o allá, se volvería una gran democracia de foresta.
Todos los hombres de buena voluntad están destinados a encontrarse, si siguen la sabiduría de las palabras de Shakespeare en Hamlet, donde, si cambiamos «tú mismo» por «tu Ser», nos encontramos de nuevo la doctrina de los Upanishads:
Y por encima de todo, sé sincero contigo mismo;
y entonces sucederá, como la noche sucede al día,
que no podrás ser ya falso con ningún hombre.
*

Hay dos ideas alrededor de las cuales giran los asuntos más profundos del pensamiento, así como de toda visión y vida espiritual: la idea de Ser y la idea del Amor.
La visión central de los Upanishads es Brahman y, aunque Brahman está más allá de los pensamientos y de las palabras, puede ser percibido por cada uno de nosotros bajo la forma de Atman, nuestro propio ser. Las palabras de Hamlet, que se aplican a una situación dramática concreta pero que, como a menudo en Shakespeare, poseen un significado que va más allá de su contexto, expresan el gran problema:
SER O NO SER: ESA ES LA CUESTIÓN.

Esa es la cuestión. ¿Hay un Ser infinito en el universo, dentro y más allá de la inmensidad del espacio y de las órbitas de las estrellas? ¿Hay un Ser eterno tras el movimiento perpetuo de nuestras mentes y los latidos de nuestro corazón vital? Porque si ese Ser no existiese, nosotros nunca podríamos ser: tan solo podríamos ser un devenir perpetuo, hasta nuestro fin como polvo.
La respuesta de los Upanishads es SÍ, y ello significa que la esencia del universo y de nosotros mismos es positiva: es la palabra sagrada de los Upanishads, OM, uno de cuyos significados es SÍ. ¿Y cómo lo sabemos? Esta verdad puede conocerse en el silencio del alma. Una y otra vez se nos dice que en el silencio profundo del alma el hombre puede estar en unión consigo mismo: no con su consciencia transitoria, no con la aparente nada del sueño profundo, no con la vaguedad de los sueños. Cuando el hombre está en unión con el fondo de su consciencia, con el centro de su alma, entonces se halla en unión consigo mismo, con su Sí mismo. Solo cuando el hombre está en unión con Dios, está en unión consigo mismo: es uno consigo mismo y con toda la creación. Entonces ve con esa luz interior que se encuentra en el lugar recóndito de su alma, en aquel sitio donde, en palabras que encontramos en los Upanishads Katha, Mundaka y Svetasvatara:
Allí el sol no brilla, ni la luna, ni las estrellas; los relámpagos no destellan y menos aún el fuego terrenal. De su luz procede la luz de todos ellos, y su resplandor ilumina toda la creación.
Entonces las palabras de Isaías se hacen verdad para ese alma:
El sol ya no será tu luz durante el día, ni te iluminará la luna con su brillo: el Señor será para ti luz eterna, tu Dios y tu gloria.
Se hallan atisbos de esta dicha del Ser en todos los grandes poetas, y así Wordsworth dice:
Nuestros años procelosos semejan momentos en el ser del silencio eterno.
El gozo que irradia de la poesía del gran poeta español Jorge Guillén, emana del gozo de Ser:
Ser, nada más. Y basta.
Es la absoluta dicha.
Wordsworth sintió al Brahman de los Upanishads. Es por eso que escribe en la primera edición de El Preludio:
Experimenté el sentimiento del Ser extendiéndose sobre cuanto se mueve, y cuanto parece inmóvil,
… No te asombres
si tales fueron mis transportes; pues en todas las cosas ahora
vi una vida, y sentí que era la dicha.
Este es el espíritu puro de los Upanishads. Posteriormente descendió a una religión menos poética, y suprimiendo el que quizá sea el verso más sublime de toda su poesía —«Vi una vida, y sentí que era la dicha»— escribió:
No te asombres
Si alto me transporté, y grande fue la dicha que sentí.
De esta suerte, estando en comunión a través de cielo y tierra
con toda forma de criatura, viendo su mirada dirigida
hacia lo No Creado, con un semblante
de adoración, con mirada de amor.
Ambas versiones revelan que lo puramente espiritual siempre es poético: el Señor quiere ser adorado en la belleza de lo sagrado. Las palabras de la oración que Jesús enseñó, «Santificado sea tu nombre», expresan esta verdad.
Las dos versiones revelan asimismo que lo puramente espiritual proviene del poder de una Imaginación superior, no de débiles creencias pías, ni de actividades intelectuales de la mente. La teología puede ayudar a aclarar nuestros pensamientos, pero su relación con la visión espiritual es como la de la gramática con la lengua viva, o la de la poética con la poesía que eleva el alma. La visión espiritual, como la visión poética, no es un análisis, ni siquiera una síntesis: es el gozo de la verdad revelada a un alma viviente.
Toda visión espiritual y poética proviene de la imaginación, porque la imaginación es la luz del alma. Sin imaginación no podemos tener fe, ya que «La fe es el fundamento de aquello que se espera, la evidencia de aquello que no se ve» —por supuesto, de aquello que no se ve con la razón o con los ojos del cuerpo, pero sí con el espíritu—. Sin imaginación no hay visión y no hay creación. La mayoría de las miserias del hombre, como el egoísmo, la injusticia y la crueldad, tienen su raíz en una falta de imaginación. Pero la imaginación no es fantasía. Como dice Rabindranath Tagore: «Cuanto más fuerte es la imaginación, menos imaginaria es». Las fantasías perturban la mente y pueden llevar a la destrucción; pero la imaginación es una luz interna que, con ayuda de la razón, lleva a lo constructivo. Toda fe viene de una imaginación verdadera, pero la fantasía o imaginación distorsionada es la fuente de todo fanatismo y superstición. Dado que la fe y el fanatismo, la imaginación y la fantasía, la visión y la superstición se hallan fuertemente entrelazadas en la historia de las religiones, no es extraño que aquellos que, por su falta de discernimiento espiritual, son incapaces de apreciar la diferencia entre la fe basada en la visión y el miedo basado en la superstición estén sometidos a una religión que solo es externa, o que condenen toda religión.
Fue el esplendor de una imaginación poética el que inspiró la poesía más grande de Blake y Wordsworth, de Coleridge, Shelley y Keats. Wordsworth afirmó que «El amor espiritual no actúa ni puede existir sin imaginación», y en El Preludio, cuando describe la travesía de los Alpes, nos brinda una visión espléndida donde la imaginación y la fe se aúnan:
La Imaginación —he aquí el Poder así llamado
por triste incompetencia del humano lenguaje.
Ese Poder estremecedor surgió del abismo de la mente
como niebla ignota que envuelve,
súbitamente, la soledad de algún viajero. Me hallaba perdido;
varado, y sin intento de avanzar;
mas ahora digo a mi alma consciente:
«Reconozco tu gloria». En tal fuerza de usurpación,
cuando desaparece la luz del sentido,
pero con destello revelador
del mundo invisible, la grandeza hace morada,
anclando ahí. Ya seamos jóvenes o ancianos,
nuestro destino, el corazón y hogar de nuestro ser,
está en la infinidad y solo ahí,
con la esperanza, una esperanza que nunca muere,
el esfuerzo, la confianza y el deseo,
y algo eternamente a punto de ser.
Coleridge describe la Imaginación en términos que podrían aplicarse al Brahman de los Upanishads:
Sostengo que la Imaginación primaria es el poder viviente y el agente primordial de toda percepción humana; una repetición, en la mente finita, del acto eterno de creación en el YO SOY infinito.
Y su descripción de la «Imaginación secundaria» podría aplicarse al Atman, nuestra alma:
Considero la Imaginación secundaria un eco de la anterior, coexistente con la voluntad consciente, y, aún así, tan idéntica a la primaria en cuanto a su manera de actuar, difiriendo solo en el grado y en el modo de actuación.
La descripción que Coleridge da de la fantasía como un «modo de la memoria» con «fijaciones y certidumbres» nos muestra cómo unas visiones que son creaciones de fe pueden convertirse, en mentes sin imaginación, en las «fijaciones y certidumbres» del fanatismo:
La fantasía, por el contrario, no tiene otros elementos con los que jugar más que las fijaciones y las certidumbres. La fantasía no es, desde luego, más que un modo de la memoria emancipado del orden del tiempo y el espacio.
¿Cómo podemos distinguir la luz verdadera, propia de la Imaginación más elevada, de los devaneos distorsionados de la fantasía? Esta es la tarea de la sabiduría, de una sabiduría que no se enseña en la escuela. La máxima «Vigilad y orad» puede servirnos de guía en nuestro camino. Cuando vigilamos en silencio interior y nuestra plegaria es amor, la luz brilla, ya que la luz de nuestro Atman está siempre en nosotros. Así como en la crítica literaria aprendemos poco a poco a distinguir lo verdadero de lo falso, lo bueno de lo menos bueno, nuestra capacidad de crítica espiritual puede desarrollarse de manera que distingamos valores espirituales verdaderos de sus imitaciones; entonces elegiremos a los guías de nuestra vida espiritual. Los Upanishads y todos los grandes maestros espirituales nos advierten sobre los maestros equivocados. «Él no puede ser enseñado por quien no ha llegado a Él», dice el Katha Upanishad; al tiempo que Jesús nos advierte repetidamente sobre los falsos maestros y los fariseos: «Si el ciego guía al ciego, ambos caerán en la zanja». Toda ayuda exterior, ya proceda de libros o del hombre, debe superar el examen de nuestra razón y de nuestra propia observación y oración espiritual. Siempre hay un Maestro en nosotros, como dice Ramanuya:
Tú mi madre, y mi padre Tú.
Tú mi amigo, y mi maestro Tú.
Tú mi sabiduría, y mi riqueza Tú.
Tú lo eres todo para mí, Oh Dios entre todos los dioses.
*

Desde la idea de Brahman que aparece en su forma más pura en los Upanishads más antiguos, encontramos en el Isa Upanishad y, especialmente, en el Svetasvatara Upanishad una evolución hacia esa idea de Dios que posteriormente será desarrollada en todo su esplendor en la Bhagavad Gita. Cuando Krishna, como Dios, habla a Arjuna en la Gita, dice,
A través del amor él me conoce verdaderamente, quién soy y qué soy. Y cuando me conoce verdaderamente, entra en mi Ser.
XVIII. 55

En Sánscrito la expresión que utiliza es «visate Tad Anantaram» — «entra en Eso que es Eterno — mi Ser», lo que nos recuerda el «TAT TVAM ASI» — «Tú eres Eso» de los Upanishads. Lo que se sugiere es que Brahman es el Ser de Dios, aun cuando Dios es el centro de nuestro Ser. Dios más allá de la creación es Brahman. Brahman en el universo es Dios. En el primer caso, Brahman está más allá del proceso histórico del universo en permanente cambio, aun cuando nuestro Atman está más allá de nuestra «infancia, juventud y ancianidad», como entona la Gita. En el segundo caso, Brahman es el Dios del universo, siempre vigilante y ayudando a la obra de la creación, el Dios que es el centro de nuestros corazones, a quien podemos amar y, lo que es aún más maravilloso, cuyo amor podemos sentir.
¿Y qué es el amor? Sabemos que no puede definirse. Las palabras de Lao Tzu nos recuerdan esta verdad, si en lugar de su palabra TAO usamos la palabra DIOS o AMOR.
La gente cree que el TAO es necedad porque carece de definición:
Pero el TAO carece de definición porque es infinito.
Si el TAO pudiera definirse, sería pequeño y no grandioso.
Y si lo que queremos es discutir sobre la naturaleza del amor, también vienen a nuestra mente las palabras de Lao Tzu:
Aquel que ama no disputa:
Aquel que disputa no ama.
Es por ello que encontramos el amor expresado mediante contradicciones, mediante esos esfuerzos de la mente humana surgidos cuando no se encuentran palabras para describir lo Inefable. Ramón Llull, el gran pensador espiritual medieval y poeta de la isla de Mallorca (1235-1316), que sabía qué es el amor, diría:
El amor es lo que pone ataduras a los libres y libera a aquellos que están bajo ataduras.
Pensamos que somos libres, pero en nuestra oscuridad:
La aflicción, junto con los miles de golpes naturales que hereda la carne,
nos mantienen en estado perpetuo de atadura; y toda la añoranza y el anhelo expresados por el término alemán Sehnsucht o por la catalana anyorança son una expresión de esta atadura. Nuestra alma anhela la libertad, la mukti de los Upanishads, la liberación. ¿Y dónde puede hallar lo finito la libertad sino en lo Infinito? ¿Dónde puede el pájaro enjaulado encontrar la libertad sino en el cielo infinito?
La luz de la Verdad es el FINAL del viaje. La senda de los Upanishads es esencialmente la senda de la Luz, la consciencia de Brahman que se encuentra mucho más allá de toda consciencia mental. En los Upanishads esta es considerada la senda más elevada, y hasta en la Bhagavad Gita, que es un evangelio de amor y de las obras del amor, al JÑANI, el hombre de visión, se lo considera por encima de todos los hombres, ya que, en palabras de Krishna, «El hombre de visión y yo somos uno», «Jñani tv Atma eva me matam». Cuando mediante el amor se da la comunión total del hombre con Dios, cuando el hombre ve a Dios en todo y todo en Dios, entonces ese hombre es uno con Brahman, ha cruzado el río de la vida y ha oído los cantos de inmortalidad que le dan la bienvenida desde la otra orilla. Esto es lo que nos cuentan todos los maestros del Espíritu.
Al describirse en la Bhagavad Gita el final de la sabiduría, se usan algunas de las palabras del Isa Upanishad:
Ahora te hablaré del Final de la Sabiduría. Cuando un hombre conoce esto, va más allá de la muerte. Es Brahman, sin comienzo, supremo: más allá de lo que es y más allá de lo que no es.
Él es invisible: no puede ser visto. Está distante y está cercano, se mueve y no se mueve, se halla en el interior de todo y fuera de todo.
Él es la Luz de todas las luces, que brilla más allá de toda oscuridad. Es la visión, el final de la visión, se alcanza con la visión, y habita en el corazón de todos.
XIII. 12, 15, 17

También en total unidad de espíritu con los Upanishads, la Gita afirma en palabras sublimes:
Aquel que ve que el Señor de todo es siempre el mismo en todo cuanto existe, inmortal en el campo de la mortalidad, ese ve la verdad.
Y cuando un hombre ve que el Dios que habita en su interior es el mismo Dios que habita en todo cuanto existe, no se daña a sí mismo dañando a otros: entonces emprende, sin duda, la senda más elevada.
XIII. 27-28

De esta manera, como dice Paul Deussen, la doctrina de los Upanishads explica y complementa la doctrina de los Evangelios, «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». ¿Por qué? Porque nuestro Atman, nuestro Sí mismo más elevado, mora en nosotros y mora en nuestro prójimo: si amamos a nuestro prójimo, amamos al Dios que está en todos nosotros y en el que todos somos; y si hacemos daño a nuestro prójimo en pensamiento, palabras o actos, nos dañamos a nosotros mismos, dañamos nuestra alma: esta es la ley de la gravitación espiritual.
El amor es indefinible, pero sabemos que el amor es dicha: desde luego no un placer transitorio, sino una dicha eterna del alma. El Katha Upanishad habla de las dos sendas:
Está la senda de la dicha y está la senda del placer. Ambas atraen al alma. Ambas se abren frente al hombre. Tras sopesarlas, el sabio escoge la senda de la dicha; el necio toma la senda del placer.
Es la ley del Karma sugerida en Omar Khayyám, donde entre el encanto de rosas, vino y amor terrenal, podemos detectar destellos de la belleza no terrenal que aparece en los sufíes.
El Dedo que se Mueve, escribe; y, habiendo escrito,
continúa: Ni toda tu Piedad ni tu Agudeza
lo atraerán de vuelta a eliminar ni media Línea,
ni todas tus Lágrimas borrarán de ello Palabra alguna.
Una de las tareas de la educación es la de revelar la dicha del Infinito, que es la dicha del amor. Esto es expresado con claridad en el Chandogya Upanishad:
Donde hay creación, hay progreso. Donde no existe la creación, no se da el progreso: conoce la naturaleza de la creación.
Donde hay dicha, hay creación. Donde no existe la dicha, no se da la creación: conoce la naturaleza de la dicha.
Donde está lo Infinito, hay dicha. No existe dicha en lo finito.
Todo progreso verdadero es una creación interior que lleva a la dicha del Infinito. Cuando en el progreso de nuestra alma hallamos a nuestro Dios del amor, entonces la belleza de las palabras de los sufíes se torna realidad:
En este mundo me siento dichoso porque Él es la fuente de la dicha: siento amor por toda la creación porque Él es el Creador.
Beberé con dicha el cáliz de las penas porque es mi Amado quien porta el cáliz. Sobrellevaré el dolor con alegría, porque a través de Él hallaré la sanación.
SA’DI, 1193-1291

Bergson compara el amor de Dios por su creación con el amor por la creación que mueve el alma del artista. Merece la pena considerar que, mientras que la ciencia convierte cosas concretas en abstractas, el arte convierte cosas abstractas en concretas. En el arte de amar a Dios, los Upanishads nos conducen a un Dios concreto, tan concreto que Él se muestra siempre como el centro mismo de nuestra alma, el fondo permanente de nuestra consciencia, la Vida que da vida a nuestra vida. El pasaje de Bergson es interesante porque es a través del místico, el poeta del infinito, que llegamos al Dios concreto:
Si el pensador quisiera emplear las palabras del místico, pronto podría definir la naturaleza de Dios. Dios es amor y también el fin del amor: en esto se resume toda la contribución del misticismo. El místico nunca se cansará de hablar de este amor de dos vertientes. Sus descripciones no tienen fin, porque lo que quiere describir es indescriptible. Aunque se muestra claro en un punto: el amor divino no es algo propio de Dios; es Dios mismo.
El pensador que toma a Dios por una persona y, aun así, desea evitar todo cuanto se asemeje a una burda asimilación con el hombre, hará bien en asirse fuertemente a este punto. Pensará por ejemplo en el entusiasmo que puede inflamar un alma, que puede quemar cuanto hay en su interior y seguidamente llenarla solo consigo mismo. La persona y la emoción se tornan entonces una sola; y sin embargo la persona nunca ha sido tanto ella misma; se muestra más sencilla, más uniforme, más ella misma.
¿Hay algo que presente una estructura más perfecta, más elaborada, que una sinfonía de Beethoven? Y sin embargo, a lo largo de todo el trabajo de arreglo, reorganización y selección que tuvo lugar en un plano intelectual, el compositor se esforzaba por alcanzar un punto más allá de su plano intelectual, donde pudiera sentir una sensación de aceptación o rechazo, un sentido de dirección, una inspiración. En ese plano existía una emoción indivisible. Si duda el intelecto trataba de expresarlo con la música, pero la emoción en sí misma era más que mero intelecto y más que música. En contraste con una emoción inferior que se halla por debajo del intelecto, esa emoción superior quedaba bajo el control de la voluntad. Una emoción de este tipo sin duda se asemeja, aunque sea remotamente, al amor sublime que para el místico es la esencia misma de Dios.
Todos los místicos se muestran unánimes en declarar que Dios tiene necesidad de nosotros, igual que nosotros tenemos necesidad de Dios. ¿Por qué debería Dios necesitarnos, a no ser que fuera para darnos Su amor?
Esta es la conclusión a la cual debe llegar el filósofo que acepta la experiencia mística. Toda la creación se le antojará entonces un vasto trabajo de Dios para la creación de los creadores, para la posesión de seres que trabajen junto con Él y merecedores de Su amor.
HENRI BERGSON, 1859-1941

En todas las grandes plegarias resuena como fondo un canto de amor. Chaitanya, el gran místico hindú, hacia el 1500 de nuestra era, vierte su corazón en estas palabras:
No rezo buscando la riqueza, no rezo buscando honores, no rezo buscando placeres, ni tan siquiera las dichas de la poesía. Solo rezo por que durante toda mi vida pueda tener amor: un amor puro para Amarte.
Y Kabir, el poeta y santo hindú de 1440-1518, nos dice: «Escúchame, amigo; Él comprende a quien ama». Porque el amor es una belleza que es dicha: una belleza que es verdad. La verdad del amor es la Verdad del universo: es la lámpara del alma que revela los secretos de la oscuridad.
Y este amor debe encontrarse en esta vida: ese es el verdadero mensaje de los maestros espirituales. «El reino de los cielos está en vuestra mano», dice Jesús. Y en el Eclesiastés encontramos estas palabras de sabiduría:
Aquello que tu mano encuentre para hacer, hazlo con todo tu poder; pues no hay trabajo, ni recurso, ni conocimiento, ni sabiduría en la tumba, a donde te diriges.
9. 10

En el Maitri Upanishad encontramos un pasaje sorprendente que muestra que la idea del renacer o reencarnación ya había recibido una interpretación espiritual:
Samsara, la transmigración de la vida, tiene lugar en la mente de cada uno. Por ello mantén la mente pura, porque el hombre se convierte en aquello que piensa.
Desde un punto de vista espiritual, lo que importa no es la transmigración o lo que acontece tras la muerte: lo que importa es la inmortalidad, y eso no es una vida larga o muchas vidas o una vida después de la muerte. La inmortalidad es Atman, el Espíritu de la Eternidad dentro de nuestro cuerpo mortal y de nuestra consciencia mortal. Solo hay inmortalidad en Dios, «más allá del nacimiento y del renacimiento de la vida». Es por ello que los maestros espirituales siempre nos transmiten una sensación de sabiduría práctica. No quieren palabras: quieren vida, vida inmortal. Cuando se le preguntó a un sabio indio: «¿Qué es la muerte?», él respondió: «Mi pregunta sería: ¿qué es la vida?». Kabir expresa estos pensamientos a su manera sencilla y sublime a la vez:
¡Oh Amigo! Espera en Él mientras vivas, conoce mientras vivas, comprende mientras vivas: porque en la vida reside la salvación.
Si no rompes tus ataduras en vida, ¿qué esperanza de liberación te aguarda en la muerte?
Que el alma se halle en unión con Él solo por haber abandonado el cuerpo no es más que un sueño vacuo:
Si se le encuentra ahora, se le encuentra entonces. De otro modo, no hacemos si no habitar en la muerte.
Sí, este amor que es la dicha del Infinito, la ananda de Brahman, este amor que es Dios está aquí y ahora. En el Taittiriya Upanishad, Bhrigu Varuni pide a su padre que le explique el misterio de Brahman, el misterio del universo. Su padre le habla de la tierra y del alimento de la tierra, de la vida y del aliento de vida, de la mente y de la razón, y de la consciencia tras la razón y la mente. Al final Bhrigu Varuni vio la Verdad expresada en estas sublimes palabras:
Y ENTONCES VIO QUE BRAHMAN ERA DICHA: PORQUE DE LA DICHA PROVIENEN TODOS LOS SERES, POR LA DICHA TODOS VIVEN Y A LA DICHA TODOS RETORNAN.
Dios es amor y el amor es dicha. Todo el universo proviene del amor y al amor retornan todas las cosas.
*

Aquellos que encontraron luz y amor nos brindan su ayuda para nuestro viaje. Nos hablan de una senda. Según el Katha Upanishad, «la senda es estrecha como el filo de una navaja» o, en palabras de Jesús, «estrecho es el camino que conduce hacia la vida». Y sin embargo todos nos dicen que esta senda estrecha conduce a la libertad infinita. Cada paso de luz y amor es un paso hacia una nueva vida, un nuevo aspecto del camino que sube hacia la montaña. El estrecho camino nos conduce de forma segura a través de la jungla de la vida; pero llega un momento en que en palabras de san Juan de la Cruz: «Ya por aquí no hay camino. Que para el justo no hay ley».
En los Upanishads encontramos más inspiración que una enseñanza específica; si bien encontramos los comienzos del Yoga, de esa comunión de amor y luz que iba a ser el tema principal de la Bhagavad Gita y de una extensa literatura espiritual de la India. Así, el Katha Upanishad nos dice:
Cuando los cinco sentidos y la mente se hallan en calma, y la razón misma reposa en el silencio, entonces comienza la Vía Suprema.
Tal estabilidad serena de los sentidos se denomina Yoga. Entonces se ha de estar alerta, porque el Yoga viene y se va.
Estos dos versos nos sugieren la oración del recogimiento tal y como la describió santa Teresa de Jesús, la cual conduce a la oración de quietud y a la oración final de unión.
En el Svetasvatara Upanishad hallamos unos versos que suenan muy parecidos a los que se encuentran en el capítulo VI de la Bhagavad Gita:
Con el cuerpo erguido, la cabeza y el cuello conducen la mente y sus poderes hacia el corazón; y el OM de Brahman será entonces tu barca, con la que cruzar los ríos del temor.
El OM de Brahman es aquí el amor de Dios. En la Gita, la devoción a Krishna, a Dios, es la forma principal de concentración; y el silencio del alma es descrito con una imagen de gran belleza:
Entonces su alma es un candil cuya luz es estable, pues arde en un refugio al amparo de los vientos.
6. 19

Al igual que las palabras vivas de Shakespeare se hallan muy por encima de cuantos libros puedan o lleguen a escribir sus críticos o estudiosos —los críticos han de escribir libros sobre poetas, mas los poetas no escriben sobre críticos—, las palabras vivas de los libros sagrados están infinitamente por encima de las de quienes las comentan, y, consecuentemente, las palabras de los Upanishads se hallan muy por encima de las de quienes escriben sobre Yoga. El análisis es, por supuesto, necesario, ya que mediante el análisis «observamos, recogemos y clasificamos». De hecho, el análisis nos vuelve plenamente conscientes de lo que puede ser una vaga impresión general; mas solo podemos analizar haciendo abstracciones, y siempre debemos regresar a la vida. Un hombre de agudo intelecto podría redactar un gran número de tratados eruditos sobre el amor, mas se trataría únicamente de tratados eruditos, escritos tal vez sin que su autor haya experimentado nunca ni un ápice del amor universal. La mayoría de las obras sobre Yoga, empezando por los Yoga Sutras de Patanjali, esas sucintas definiciones y reglas espirituales desarrolladas por una mente analítica suprema y prodigiosa, tienen su uso; mas no se ve un país mirando únicamente mapas de este, ni podemos irnos de viaje si únicamente nos quedamos leyendo guías sobre el viaje.
Cuando el poder del intelecto se aplicó a las ideas espirituales de los Upanishads y de la Gita, se vio que existía una estrecha relación entre la mente y el cuerpo: que ciertas posiciones del cuerpo físico mejoraban la concentración y que otras la obstaculizaban; que nuestra respiración varía según nuestras emociones y que una respiración profunda y silenciosa es el reflejo de una mente tranquila. Fue entonces cuando se elaboraron las complejas directrices que se hallan en las enseñanzas del Yoga. Todas estas enseñanzas pueden ser de utilidad, pero podrían también desorientar al más sincero buscador de la senda espiritual, porque el camino es la senda del amor, del amor que conduce a la luz. Una vez que un destello de amor o luz ha iluminado nuestra oscuridad, ya solo hay una cosa, una única cosa que hacer, y san Juan de la Cruz lo resume en las palabras «callar y obrar». En una de sus cartas espirituales leemos:
… lo que falta (si algo falta) no es el escribir o el hablar, que esto antes ordinariamente sobra, sino el callar y obrar. Porque, además de esto, el hablar distrae, y el callar y obrar recoge y da fuerza al espíritu. Y así, luego que la persona sabe lo que han dicho para su aprovechamiento, ya no ha menester oír ni hablar más, sino obrarlo de veras con silencio y cuidado…
Más abajo de la carta escribe estas palabras de luz: «Nunca, por bueno ni malo, dejar de quietar su corazón con entrañas de amor…».
En esta frase recoge san Juan de la Cruz la doctrina de la Bhagavad Gita. Cuando en la Gita leemos una y otra vez que un hombre debe ser el mismo tanto en el calor como en el frío, en el placer como en el dolor, en la victoria como en la derrota, el significado es por supuesto que, cualesquiera que sean los acontecimientos en nuestra vida exterior o interior, siempre debemos mantener la paz del amor: de hecho, que nuestra vida debería respirar perpetuamente el aire del amor, ya que el amor es el aliento vivo del alma. Y lejos de que la uniformidad en el amor nos vuelva insensibles, es ese amor quien conduce al estado sublime descrito en la Bhagavad Gita:
Y es el más grande entre los Yoguis aquel cuya visión es siempre una: cuando el placer y el dolor de otros es su propio placer y dolor.
Aunque el amor es la condición primera para emprender la senda, ¿cómo se ha de procurar el agua del amor a quien no está sediento? Por ello encontramos que la meditación, el anhelo y el pesar son las primeras oraciones del alma:
Como busca la cierva la fuente de agua,
así mi alma te busca a ti, Dios mío.
Mi alma tiene sed, sed de Dios vivo:
¿Cuándo llegaré a ver el rostro de Dios?
En el mismo espíritu de este anhelo encontramos la adorable oración de Rabindranath Tagore:
Día tras día, O Señor de mi vida, ¿he de acudir ante ti cara a cara? Con las manos juntas, O Señor de todos los mundos, ¿he de acudir ante ti cara a cara?
Bajo tu gran cielo en silencio y soledad, con humildad de corazón, ¿he de acudir ante ti cara a cara?
En este afanoso mundo tuyo, tumultuoso en el trabajo arduo y la lucha, entre el gentío presuroso, ¿he de acudir ante ti cara a cara?
Y cuando mi labor en este mundo esté cumplida, O rey de reyes, solo y sin palabras, ¿he de acudir ante ti cara a cara?
Puede haber momentos de desolación en la senda del amor, pero, si consideramos que hasta Jesús llegó a decir: «Mi alma está sumida en mortal tristeza», ¿hemos nosotros de temer? Las palabras del profeta hebreo Habacuc expresan esta fe:
Aunque la higuera no florezca, ni haya fruto en las viñas; aunque la cosecha de olivos se estrague y los campos no produzcan mies; aunque el rebaño sea apartado del redil y los establos vaciados de ganado: Aun así me gozaré en el Señor, me alegraré en el Dios de mi salvación.
Es en la batalla interior por concentrarse en lo superior y así rechazar lo inferior que el Yoga, la psicología, la filosofía y la sabiduría pueden resultar de ayuda. Con su inigualable poder de lenguaje, Shakespeare nos brinda, en Hamlet, una visión del hombre que es dueño de su destino:
Desde que mi alma fue de su antojo dueña,
y supo entre los hombres distinguir, a ti
de su elección hizo su blanco: pues
como aquel te has mostrado que,
sufriéndolo todo, nada padece;
un hombre que con igual gracia recibe
cuantos reveses y favores la fortuna le envía.
Dichoso aquel cuya sangre y juicio tan bien se alían,
para no ser flauta en el dedo de fortuna,
evitando así danzar al son que esta le toca. Dame un hombre
que no sea esclavo de sus pasiones, y le llevaré
en el fondo de mi corazón; en el mismo fondo, sí,
como te llevo yo a ti.
Cuando este poder de autocontrol, la inteligencia y la energía mental se hallan al servicio de una buena voluntad, al servicio del amor, entonces un hombre puede progresar rápidamente en la vía que conduce a Brahman. Cuando los poderes mentales, la energía y el autocontrol no están al servicio de una buena voluntad, entonces la historia, la literatura, la sabiduría y los acontecimientos cotidianos del mundo actual nos dicen cuáles son los resultados.
Cualquier interés en el Yoga, en los milagros o en los poderes psíquicos que no se base en esa humildad del alma que es comienzo y fin de toda luz y amor espiritual presenta, en el mejor de los casos, algo de interés científico y, en el peor, ese orgullo y ansia de poder que son las señales más inequívocas de oscuridad espiritual.
Tomemos un interesante experimento psicológico: la transmisión de pensamiento o lectura del pensamiento. Una persona que sepa algo sobre hipnosis puede fácilmente pedir a un grupo de gente que practique un ejercicio de relajación estando de pie, y después inducirles a pensar que se están cayendo hacia atrás o hacia delante. Esto le dará rápidamente una idea de quiénes son sensibles a la autosugestión —toda sugestión es una autosugestión— para así poder aplicar las sugestiones que llevan a un sueño hipnótico profundo. En el estado de sueño profundo, puede escribirse una palabra o un número en un papel y pedir a la persona en ese sueño profundo que lea la palabra o el número situados detrás de ella. La persona que está en trance leerá exactamente lo que hay escrito y, cuando el mismo experimento se repita varias veces con éxito, con diferentes palabras y números, no quedará ni un ápice de duda en la mente del operador de que la transmisión de pensamiento o la lectura del pensamiento son un hecho. Y cuando oiga dilatados argumentos en contra por parte de aquellos que, por supuesto, no han llevado a cabo el experimento, no podrá por menos que sonreír.
Pues bien, ¿qué prueba este experimento? Solo que, volviendo a citar a Hamlet:
Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio,
que las que concibe tu filosofía.
Pero suponiendo que después de este experimento pudiéramos alcanzar todos los poderes psíquicos prometidos en el Yoga, ¿significa esto que hayamos avanzado algún paso en la vía espiritual? Por supuesto que no. Hemos aprendido algo de sorprendente interés psicológico; pero no hemos avanzado en la vía del amor. Podemos incluso haber retrocedido, si el más mínimo orgullo o autocomplacencia han infectado nuestra mente.
Quienes se apoyan en los milagros físicos para probar la verdad de lo espiritual se olvidan del milagro siempre presente del universo y de nuestras propias vidas. El amante del milagro físico es de hecho un materialista: en lugar de hacer espirituales las cosas materiales, como hacen el poeta o el hombre espiritual, simplemente hace materiales las cosas espirituales, lo cual constituye la fuente de toda idolatría y superstición. Dejando de lado la cuestión de que la materia y el espíritu pueden ser simplemente «modos diferentes o grados de perfección de un sustrato común», como dice Coleridge y sugieren los Upanishads, existe la cuestión bastante más importante de que en todo lo espiritual hay un elemento de belleza que es la verdad, la cual se encuentra en la fe, pero se halla ausente en el fanatismo y la superstición. El noble afán de verdad del científico es exactamente el mismo afán de Dios que tiene el hombre espiritual, porque Dios es Verdad. La diferencia estriba en que el científico se ocupa de encontrar hechos en el mundo exterior, ya sea en las estrellas que están a millones de años luz de nuestra pequeña tierra o en el mundo descubierto por el microscopio; mientras que el hombre espiritual intenta hallar la Verdad de su mundo interior mediante la experiencia del Ser y del Amor, la misma Verdad que alberga el mundo interior de todos nosotros.
Los acontecimientos externos del mundo y los acontecimientos internos de nuestras mentes son todos espiritualmente externos a nuestro Atman, a nuestro Sí mismo superior. Son cosas que tienen lugar en el tiempo y el espacio. Cuanto más cerca nos hallemos de ese centro en nosotros que está más allá del tiempo y del espacio, tanto mejor podremos observar esos acontecimientos y decir que «ocurren», como nos dice la Gita, o como Jesús resume en las palabras eternas «vigilad y orad».
De acuerdo con los místicos, en la oración es importante distinguir entre la meditación y la contemplación. La meditación es un movimiento del pensamiento limitado dentro de un círculo, pero en la contemplación hay un silencio de pensamiento. La meditación es la actividad mental del pensador; la contemplación es el silencio del poeta. San Pedro de Alcántara (1499-1562), el santo español consejero de santa Teresa, nos explica de forma clara la diferencia entre ambas:
En la meditación consideramos cuidadosamente las cosas divinas y pasamos de una a otra, para que el corazón sienta amor. Es como frotar un pedernal para sacar una chispa de fuego.
Pero en la contemplación, la chispa ha saltado: aquí está el amor que buscábamos. El alma goza del silencio y de la paz, no con muchos razonamientos, sino simplemente mediante la contemplación de la Verdad.
La meditación es el medio, la contemplación es el fin: una es el camino, la otra el final del camino. Hallándose la barca quieta y en reposo tras arribar a puerto, habiendo alcanzado el alma la contemplación a través de la meditación, debiera cesar su labor y especulación y, gozosa en la visión de Dios, cual si Él se hallara presente, aunarse en sentimientos de amor, admiración, dicha y otros semejantes.
Retorne el hombre a sí mismo y ahí, en el centro de su alma, aguarde a Dios, como quien escucha a otro hablar desde una alta torre, como si tuviera a Dios en su corazón, como si en toda la creación solo hubiera Dios y su alma.
Se ha dicho que «la oración es perfecta cuando aquel que ora no recuerda que está orando».
Aquellos principiantes que abordan el silencio interior deberían, no obstante, cuidarse de escuchar las palabras de los auténticos maestros espirituales. Santa Teresa, a su manera deliciosamente humana, dice que algunas personas cierran los ojos y guardan silencio, dando en pensar que eso es el «éxtasis». «Yo, a eso, no lo llamo arrobamiento», dice, «lo llamo abobamiento». Y nos deja claro que la señal de amor más segura es el hacer obras de amor. En su maravilloso libro Castillo interior, escribe:
Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración que tienen y muy encapotadas cuando están en ella, que parece no se osan bullir ni menear el pensamiento porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción que han tenido, háceme ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza la unión, y piensan que allí está todo el negocio.
Que no, hermanas, no; obras quiere el Señor.
Mucho he dicho en otras partes de esto, porque veo, hermanas, que si hubiese en ello quiebra vamos perdidas. Plega al Señor nunca la haya. Si tenéis caridad fraternal, yo os digo que alcanzaréis la unión que queda dicha. Cuando os viereis faltas en esto, aunque tengáis devoción y regalos y alguna suspensioncilla en la oración de quietud —que os parezca habéis llegado a la unión con el Señor—, creedme que no habéis llegado a la unión. Pedid a nuestro Señor que os dé con perfección este amor del prójimo, y dejad hacer a Su Majestad, que Él os dará más que sepáis desear.
Entre los indicadores de que una monja que tenía «visiones» estaba simplemente en un estado de abobamiento, san Juan de la Cruz cita estos: 1. deseo excesivo de tener visiones; 2. exceso de confianza en sí misma; 3. deseo de convencer a otros de que posee un gran bien; 4. que esas «visiones» no le han dado un gran sentido de la humildad, y 5. que el estilo de su lenguaje muestra que no es el lenguaje de la verdad. Y san Juan de la Cruz termina diciendo: «Y todo cuanto dice que le dijo a Dios y que Dios le dijo a ella parece enteramente una tontería».
Quien busca la Verdad de la vida persigue la Verdad del Ser y del Amor, ya que un único destello de esta Verdad nos proporciona una fe más fuerte que la vida misma. Esta fe se ve confirmada por las palabras de los textos sagrados, por la vida de aquellos cuya vida fue un libro de vida y por los susurros interiores de nuestra alma.
Entre los textos sagrados del pasado, los Upanishads verdaderamente pueden ser llamados los Himalayas del Alma. Sus apasionadas expediciones de descubrimiento en busca de ese sol del Espíritu que habita en nosotros, y del que obtenemos la luz de nuestra consciencia y el fuego de nuestra vida; la grandeza de sus preguntas y la sublime simplicidad de sus respuestas; el fulgor de su dicha cuando la revelación del Supremo alcanza sus almas y uno de sus poetas declara «La luz del sol es mi luz»; sus paradojas y contradicciones, en las que encontramos una verdad viviente; sus historias simples donde, en el lenguaje de un niño, se explican las más grandes verdades metafísicas con ejemplos concretos; sus destellos de visión que nos revelan la grandeza infinita de nuestro mundo interior; su gran variedad y, sin embargo, absoluta unidad en la sobrecogedora concepción de Brahman; su ardiente y exultante fe en el alma del hombre, que es una con el Alma del universo; su tolerancia hacia los Vedas, pero su interpretación espiritual y, por tanto, simbólica del rito externo, mostrando así el verdadero camino de elevación espiritual a todos los hombres, en tiempos por venir; sus semillas de grandes ideas psicológicas y filosóficas; las vastas armonías que resuenan a través de sus palabras; su sabiduría espiritual capaz de satisfacer mentes diferentes en su búsqueda de la luz; sus imágenes sencillas que encontramos de nuevo en santos y poetas de otras épocas, los cuales nunca supieron de los Upanishads, y que por tanto nos confirman la unicidad de toda visión y vida espiritual; el esplendor de su imaginación romántica, que hermana espiritualmente a sus creadores con los creadores de belleza de todos los tiempos, y que nos muestra cómo hacer de nuestra vida una obra de belleza: todos ellos son como trompetas pregonando la gloria de la luz y del amor y, por encima de la oscuridad de dudas y muerte, proclamando la victoria de la vida.
 JUAN MASCARÓ
The Retreat

Comberton, Cambridge
Verano de 1964

NOTA SOBRE LAS TRADUCCIONES

Hay mucho en los Upanishads que es producto de su tiempo, y por tanto posee interés histórico, pero no el valor espiritual que es de naturaleza intemporal. Lo mismo sucede con el Antiguo Testamento en la Biblia.
Es por ello que el espíritu de los Upanishads se percibe mejor a través de una selección. He traducido los Upanishads más destacados, que resultan no ser demasiado largos, y he aportado los pasajes más grandiosos de otros Upanishads, incluyendo las partes más excelsas de los Chandogya y Brihad-aranyaka Upanishads. He situado estas al final del libro, a pesar de ser anteriores en el tiempo, porque conducen al libro hacia una culminación sublime. El orden cronológico de los principales Upanishads es probablemente el siguiente: Brihad-aranyaka, Chandogya, Taittiriya, Kaushitaki, Kena, Katha, Isa, Mundaka, Prasna, Mandukya, Svetasvatara y Maitri. He seguido una tradición india al poner el Isa Upanishad al principio.
Me he esforzado infinitamente por que las traducciones resultaran claras y sencillas. Ante una expresión del tipo «¿Cómo conocer al Conocedor?», traducción literal del sánscrito «Vijñataram are kena vijaiyat?», que un traductor pueda decir algo como «¡Mirad! ¿Por qué medio habría uno de comprender al comprendedor?», ¡es algo que va más allá de mi comprensión!
Ello me lleva a dirigir una petición fervorosa al lector de estas traducciones: que sean leídas en voz alta, bien oral o mentalmente. De no ser así, el significado intencionado de su sonoridad se perderá[1]. Es algo que por supuesto siempre debería hacerse cuando se lee literatura: por ejemplo, si decimos que 2 + 2 = 4, nuestro intelecto alcanza el significado intrínseco, y con eso basta. Pero las palabras de Housman no pueden escribirse con números:
Al pensar que dos y dos son cuatro,
y no cinco ni tres,
el corazón del hombre largo tiempo ha padecido
y aún por tiempo ha de padecer.
El sonido de los números resulta, en este caso, esencial, ya que el sonido es parte del sentido.
Buena parte de estas traducciones fueron hechas veinticinco años atrás, cuando vivía próximo a Tintern Abbey, no lejos del lugar que inspiró el inmortal poema de Wordsworth. A los dieciocho versos del Isa Upanishad les consagré un mes entero de reflexión y trabajo.
La totalidad del Svetasvatara Upanishad y otras selecciones se han realizado en los últimos dos años.
Algunas páginas de la introducción pertenecen al trabajo más temprano. Dado que no podía mejorarlas, opté por dejarlas tal cual. Constituyen la segunda parte de las cinco de que consta la introducción.
Espero haber sido fiel al Espíritu de los Upanishads y, con ello, a nuestro propio Espíritu.
J. M.

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