El término sánscrito Upanishad,
Upa-ni-shad, proviene de la unión del
verbo sad, «sentarse», con upa —conectado a su vez con el latín sub, «debajo de»— y ni, que se encuentra en las palabras inglesas be-neath — y ne-ther.
Todo junto vendría a señalar una lección sentada, una instrucción; la acción de
sentarse a los pies de un maestro. Cuando leemos en los Evangelios que «Jesús
subió a una montaña y, una vez instalado, sus discípulos se le unieron»,
podemos imaginarlos sentados a los pies de su Maestro, con lo que el Sermón de
la Montaña podría considerarse en su conjunto un Upanishad.
Los Upanishads
son tratados espirituales que varían en extensión. Los más antiguos fueron
compuestos entre el 800 y el 400 a. C. Con el tiempo su número aumentó, y
llegaron a editarse unos ciento doce Upanishads
en sánscrito. Algunos fueron escritos en época tan reciente como el siglo XV.
Estos últimos repiten casi todas las ideas de los antiguos Upanishads usándolas para una determinada escuela de pensamiento o
instrucción religiosa. Los Upanishads
más extensos y quizá los más antiguos son el Brihad-aranyaka y el Chandogya,
que abarcan unas cien páginas cada uno, mientras que el Upanishad Isa, uno de los más importantes y que no dista en edad de
la Bhagavad Gita, solo tiene
dieciocho versos.
Si todos los Upanishads
conocidos se reunieran en un solo volumen, constituirían una antología de
aproximadamente la extensión de la Biblia. El espíritu de los Upanishads puede compararse con el del
Nuevo Testamento, resumido en las palabras «Mi padre y yo somos uno» y «El
reino de Dios está dentro de ti», cuya semilla ya se encuentra en las palabras
de los salmos «Yo he dicho: Vosotros sois dioses, y todos sois hijos del
Altísimo».
La Bhagavad Gita
podría considerarse un Upanishad; de
hecho, al final de cada capítulo hallamos una nota, añadida en tiempos
posteriores, que comienza con las palabras: «He aquí, el Upanishad de la gloriosa Bhagavad
Gita».
Teóricamente, un Upanishad
podría incluso ser compuesto a día de hoy: un Upanishad espiritual que tendría su origen en la fuente Única de
las religiones y el humanismo y que se aplicaría a las necesidades del mundo
moderno.
Cuando el príncipe Dara Shukoh, hijo del emperador Shah
Jahan constructor del Taj Mahal, visitó Cachemira en 1640, oyó hablar de los Upanishads e hizo traducir cincuenta de
ellos al persa. Esta traducción se terminó en 1657 y Anquetil Duperron la
vertió al latín mucho más tarde, publicándola en París en 1802. Schopenhauer
leyó esta y dijo de los Upanishads:
Su lectura «ha sido el consuelo de mi vida y lo será también de mi muerte» — «Sie ist der Trost meines Lebens gewesen und
wird der meines Sterbens sein».
En los cantos de los Vedas
encontramos la admiración del hombre ante la naturaleza: fuego y agua, los
vientos y las tormentas, el sol y su salida se entonan con adoración. A veces
nos recuerdan al amor por la naturaleza expresado por san Francisco cuando
canta:
Gloria a ti, mi Dios, por el regalo de tu creación y
especialmente por nuestro hermano, el sol, que nos concede el día y a través
del cual nos das luz. Él es hermoso y radiante, y grande es su gloria, y da
testimonio de ti, oh Altísimo.
Gloria a ti, mi Dios, por nuestro hermano el viento y el
aire, sereno o en nubes y en todo tiempo, con el que sostienes a todas las
criaturas.
Gloria a ti, mi Dios, por nuestra hermana agua, tan útil
y humilde, preciosa y pura.
Gloria a ti, mi Dios, por nuestro hermano fuego con el
que iluminas la noche; él es bello, dichoso, fuerte y poderoso.
Los cantos de los Vedas
no pueden comenzar con las palabras «Gloria a ti, mi Dios», como lo hace el
texto de san Francisco, ni alcanzar el sublime final del canto: «Gloria a ti,
mi Dios, por aquellos que perdonan por amor a ti» —«Laudato si, mi Signore, per quelli che perdonano per lo tuo amore».
La ascensión de los muchos al Uno no se había completado aún en los Vedas, ni encontramos en ellos el
Espíritu de amor revelado en el Upanishad
Svetasvatara, en Buda y en la Bhagavad
Gita.
Sin embargo, cuando en los Vedas el espíritu del poeta se hace uno con el dios de su alabanza,
hallamos a menudo un sentido de unicidad, como si hubiera un Dios por encima de
todos los dioses, como cuando oímos estas palabras dirigidas a Varuna, el Dios de la misericordia:
Oh Dios, te alabamos con nuestros pensamientos. Te
alabamos aún cuando el sol te alaba cada mañana; para así encontrar la alegría
sirviéndote.
Mantennos bajo tu protección. Perdona nuestros pecados y
concédenos tu amor.
Dios hizo los ríos para que fluyeran. Nunca sienten
cansancio, no cesan de fluir. Vuelan ligeros cual pájaros en el aire.
Que la corriente de mi vida fluya hacia el río de la
rectitud. Libera las ataduras del pecado que me aprisionan. No dejes que el
hilo de mi canto se vea truncado mientras lo entono; y no permitas que mi
trabajo acabe antes de su cumplimiento.
Rig Veda 11. 28
En uno de los últimos cantos de los Vedas, el canto a Purusha,
encontramos que el dios es descrito con unas palabras que nos recuerdan al
Brahman de los Upanishads:
Purusha
es el universo entero, es lo que ha sido y lo que será. Una cuarta parte de él
es todos los seres, tres cuartas partes son cielo inmortal.
Y cuando el poeta de los Vedas canta a la gloria de Vata,
el dios de los vientos, dice así:
Espíritu de los dioses, semilla de todos los mundos — Atma devanam, bhuvanasya garbho.
En los Vedas
también hallamos algunas de esas cuestiones supremas que el hombre se plantea
cuando se pregunta sobre el significado de este gran Todo, y que serían
respondidas más tarde en los Upanishads:
Entonces no había lo que es ni lo que no es. No había
cielo, ni alturas más allá del cielo. ¿Qué poder había? ¿Dónde? ¿Quién era ese
poder? ¿Había un abismo de aguas insondables?
Entonces no había muerte ni inmortalidad. Señales no
había del día o de la noche. El UNO respiraba por medio de su propio poder, en
la paz infinita. Solo el UNO había; más allá nada existía.
La oscuridad se hallaba oculta en la oscuridad. El todo
era fluido y sin forma. Allá dentro, en el vacío, surgió el UNO por el fuego
del fervor.
Y en el UNO surgió el amor: el Amor, primera semilla del
alma. La verdad de esto la hallaron los sabios en sus corazones; buscando en
ellos con sabiduría, encontraron ese punto de unión entre el Ser y el no ser.
¿Quién conoce la verdad? ¿Quién puede decir cuándo y cómo
surgió este universo? Los dioses son posteriores a su comienzo; por tanto,
¿quién sabe, pues, de dónde procede esta creación?
Solo ese dios que ve en las alturas celestiales: solo él
sabe cuándo surgió este universo y si fue hecho o creado. Solo él lo sabe, o
tal vez no.
Rig Veda X. 129
El ritual de adoración de los Vedas, cuando los hombres sentían la gloria de este mundo y rezaban
para tener luz, debió de convertirse con el tiempo en la plegaria rutinaria
desde las tinieblas para obtener las riquezas de este mundo. En los Upanishads detectamos una reacción
contra la religión externa, y cuando las ideas de los Vedas son aceptadas, se les da una interpretación espiritual. Es la
lucha continua entre la letra que mata y el espíritu vivificante. Así lo leemos
en el Mundaka Upanishad.
Mas las naves del sacrificio no son seguras para ir a la
orilla más lejana; inseguros son los dieciocho libros donde se explican las
acciones inferiores.
La Bhagavad Gita
expresa la misma idea con mayor fuerza todavía:
Como el uso de un pozo de agua allí donde el agua lo
inunda todo, tal es el uso de todos los Vedas
para quien ve lo Supremo.
Con otras palabras, el Svetasvatara Upanishad
nos dice:
¿De qué le sirve el Rig
Veda a quien no conoce el espíritu del que proviene el Rig Veda?
Los creadores de los Upanishads
eran pensadores y poetas; tenían la visión del poeta. Y el poeta sabe bien que,
si la poesía nos saca de la realidad inferior de la vida cotidiana, es
únicamente para conducirnos a la visión de una Realidad superior, incluso en
esta vida cotidiana, donde las limitaciones dan paso a que el poeta encuentre
la alegría de la liberación.
Estas composiciones se hallan tan por encima de la mera
curiosidad arqueológica de algunos estudiosos como la luz lo está por encima de
su definición. La erudición es necesaria para procurarnos los frutos de la
sabiduría antigua, pero solo una elevación del pensamiento y la emoción puede
ayudarnos a disfrutar de estos y a transformarlos en vida.
Uno de los mensajes de los Upanishads es que el Espíritu solo puede llegar a conocerse
mediante una unión con él, y no a través del mero aprendizaje. ¿Puede acaso el
aprendizaje hacernos sentir el amor, ver la belleza u oír las «melodías nunca
antes escuchadas»? Algunos solo han apreciado la variedad de pensamientos
recogidos en los Upanishads, no la
unidad que subyace en ellos. A esas personas se les podrían aplicar las
palabras de los textos sagrados: «Quien ve variedad y no la unidad no hace sino
deambular de muerte en muerte».
El espíritu de los Upanishads
es el Espíritu del Universo. Brahman, Dios mismo, es el espíritu subyacente. El
cristiano debe sentir que Brahman es Dios, y el hindú debe sentir que Dios es
Brahman. A menos que exista un sentimiento de reverencia por lo Inefable,
independientemente de las barreras de los nombres, resulta verdadero el
aforismo de los Upanishads: «Las
palabras son cansancio»; idea idéntica a la expresada por el profeta al
afirmar: «El escribir libros en abundancia no tiene fin».
«El Espíritu Santo» puede ser la traducción más parecida
a Brahman en lenguaje cristiano. Mientras que Dios Padre y Dios Hijo ocupan un
lugar primordial en la mente de muchos cristianos, parece que el Espíritu Santo
recibe menos adoración. Y en India, el Brahman de los Upanishads no es tan popular como Siva, Vishnu o Krishna. Ni
siquiera Brahma, que es la manifestación de Brahman como creador, y no debe
confundirse con este, vive en la devoción diaria de los hindúes, tal y como lo
hacen los otros dos dioses de la trinidad, Siva y Vishnu. La doctrina de los Upanishads no es una religión de muchos;
más bien su eje central es el espíritu que hay detrás de todas las religiones,
repetido en una maravillosa variedad de formas.
Brahman en el Universo, Dios en su trascendencia e
inmanencia. Es también el Espíritu del hombre, es Atman, el Sí mismo en cada
uno y en todo. De ahí que en los Upanishads
se haga la afirmación crucial de que Dios no debe buscarse como algo distante,
separado de nosotros, sino más bien como lo más íntimo de nosotros, como el Sí
mismo superior que habita en nosotros y está por encima de las limitaciones de
nuestro sí mismo inferior. Elevándonos hacia lo mejor de nosotros, nos elevamos
hacia el Sí mismo interior, hacia Brahman, hacia Dios mismo. Por ello, cuando
se apremia al sabio de los Upanishads
para que dé una definición de Dios, él permanece en silencio, indicando que
Dios es silencio. Al volvérsele a pedir que exprese a Dios mediante palabras,
el sabio dice: «Neti, neti», «Eso no,
y eso tampoco»; pero cuando se le insiste para que dé una respuesta positiva, pronuncia
las simples y sublimes palabras «TAT TVAM
ASI», «Tú eres Ello».
De acuerdo con los Upanishads,
la realidad de Dios solo puede captarse en un estado de consciencia gozosa más
allá de la consciencia ordinaria. La voz callada de lo Eterno nos susurra
perpetuamente sus melodías sempiternas. El esplendor del Infinito se halla en
todas partes, pero nuestros oídos no pueden oír y nuestros ojos no pueden ver:
el Eterno no puede captarse con los sentidos efímeros o con la mente efímera.
El Taittiriya Upanishad expresa esto
de manera muy bella: «Palabras y mente hacia él se dirigen, pero no le alcanzan
y retornan. Mas aquel que conoce el gozo de Brahman no siente ya temor».
Solo lo Eterno dentro de nosotros puede llevarnos a lo
Eterno. Y solo cuando lo efímero se ha convertido en Eterno puede un hombre
decir: «Yo soy Él».
Brahman es descrito como inmanente y trascendente, dentro
de todo y fuera de todo. Si el Todo es imaginado como un triángulo, el vértice
puede imaginarse como Dios trascendente que en su expansión crea la materia a
partir de sí mismo —no de la nada—, tornándose así inmanente, hasta el final de
la evolución, cuando lo inmanente convierte todo de nuevo en trascendente, en
una evolución ascendente hacia él. ¿Por qué? Por el gozo de la creación. ¿Por
qué existe el mal? Por el gozo de que de este surja el bien. ¿Por qué la
oscuridad? Para que la luz brille con mayor intensidad. ¿Por qué el
sufrimiento? Para la instrucción del alma y por el gozo del sacrificio. ¿Por
qué el juego infinito de creación y evolución? Por Anandam, el gozo en estado puro.
En la elevación del no-ser al Sí mismo, de inconsciencia
a consciencia y de esta a la Consciencia suprema, se da un proceso de
desprendimiento. Cuanto más se olvida el sí mismo inferior mediante la ejecución
de buenas obras y el cumplimiento de lo bello y lo verdadero, tanto más se
acelera el proceso de evolución.
El entrenamiento de uno mismo para la visión de la unidad
de Atman y Brahman se llama Yoga. Más tarde, este fue desarrollado con tanto
lujo de detalles y observación que su estudio resultaría de gran interés para
los psicólogos occidentales. En los Upanishads
encontramos el concepto de un cuarto estado de consciencia, por encima del
estado despierto, la ensoñación y el sueño profundo.
La ley de la evolución llamada Karma explica la aparente
injusticia del mundo con una simplicidad sublime. Existe una ley de causa y
efecto en el mundo moral. Somos los artífices de nuestro propio destino, y los
resultados no se limitan a una sola vida, ya que nuestro Espíritu, que nunca
nació y nunca morirá, debe volver y tomar posesión de un cuerpo, a fin de que
el sí mismo inferior reciba la recompensa de sus obras. El bien conducirá al
bien y el mal al mal. Del bien vendrá la alegría, y del mal el sufrimiento. Y de
este modo la gran evolución continúa su fluir hacia la perfección.
Hay dos puntos que parecen haber desconcertado a los
lectores de estos textos sagrados: el problema de la personalidad y aquel de la
unión final con Brahman.
Como la materia y la personalidad inferior solo tienen
una realidad relativa que más adelante se llamará maya —ilusión, algo que pasa y que no es realidad eterna—, se ha
pensado que nuestra personalidad —esa personalidad por la que sentimos tanto
apego— ha sido considerada poco importante y se ha visto relegada.
¿Significa esto que la personalidad de Shakespeare
resultó olvidada, porque él transformó su espíritu en mil espíritus, porque con
su empatía que todo lo abarcaba se convirtió durante un tiempo en un Hamlet o
un Falstaff? Durante el proceso de creación, el sí mismo inferior es olvidado,
para emerger mucho más grande en la marcha hacia lo Eterno: lo efímero queda
atrás, pero se vuelve Eterno. «Quien a Dios conoce se vuelve Dios», dice el Mundaka Upanishad.
Y cuando todo lo efímero se ha dejado atrás, cuando se ha
alcanzado la liberación final, cuando nuestro sí mismo inferior se disipa en el
Sí mismo superior que habita en nosotros y en todo, como una gota de agua se
disipa en el océano, ¿significa esto que se pierde toda consciencia? Tras la
muerte del sí mismo inferior, cuando la pequeña gota de consciencia humana se
ha hecho una con el océano de la Consciencia, cuando, en las sugerentes
palabras del Brihad-aranyaka Upanishad,
el que ve está solo en un océano, «Salila
eko drastadvaito bhavati», ¿significa esto que se pierde la consciencia?
Sí, le dice Yajñavalkya a su mujer en el mismo Upanishad; porque «¿cómo se puede conocer al Conocedor? Pues ¿acaso
no significa esto que el sí mismo inferior se ha vuelto entonces el Sí mismo
supremo y que no solo tiene la consciencia de su larga experiencia, sino que
puede acceder a la Consciencia de todo; que no solo posee el libro de su propio
pasado, sino también el Libro del Universo?».
¿Cómo podría ser inconsciencia la unión con Dios, a no ser
que Dios fuera inconsciencia? Empleando la imagen de santa Teresa, el gusano de
seda ha muerto y se ha transformado en una bella mariposa. Libre de sus
limitaciones, el sí mismo inferior olvida su restringida vida en el ilimitado
océano de la vida. No es una muerte, sino una victoria sobre la muerte, un
ascenso y una resurrección.
Esta nuestra vida hasta tal punto es tenida en cuenta en
los Upanishads que de nuestros hechos
en ella depende toda nuestra vida futura e incluso la vida eterna. Tan
importante es esta vida que en el Katha
Upanishad se afirma que el Espíritu solo puede verse en esta vida o en el
cielo más elevado, pero no en las regiones de los difuntos ni en los cielos
inferiores. La importancia atribuida a esta vida resulta clara detrás del simbolismo.
San Juan de la Cruz expresa el gozo de la unión final
cuando describe al Amado como «la música silenciosa» y «el sonido de la
soledad». Y esta unión final es descrita por santa Teresa con palabras que nos
recuerdan a los Upanishads de dos mil
años antes. Es como «agua del cielo cayendo a un río o a una fuente, cuando
todo se convierte en agua y no es posible dividir o separar el agua del río de
aquella que cayó del cielo; o cuando un pequeño arroyo se interna en el océano,
con lo que, en adelante, no habrá manera de separarlos». Y de un modo
diferente, es la alegría que siente Wordsworth o la que siente el poeta más
grande del renacimiento literario catalán, Maragall, cuando exclama:
Tot semblava un món en flor
i l’ànima n’era jo.
Todo parecía un mundo en flor,
y yo era el alma de este mundo.
*
Como las visiones de los Upanishads se basan en una consciencia de nuestro propio ser en
relación con el Ser del universo, sea cual fuere el progreso mental del hombre
en la tierra, este nunca podrá ir más allá de las visiones de los Upanishads: nunca podrá ir más allá de
sí mismo, de su propia consciencia, de su propia vida. ¿Podría pensar, si no
estuviera vivo?
Cada uno de nosotros es un centro de vida, un
acontecimiento único en el universo, y cualesquiera que sean nuestras
relaciones externas con la gente y las cosas, el hecho absoluto es que tenemos
que vivir nuestra vida interior solos, al igual que hemos de morir nuestra
propia muerte: nadie puede vivir nuestra vida interior por nosotros, y nadie
puede experimentar nuestra propia muerte. En la lucha infinita del hombre por
conocer este mundo y el universo que le rodea, así como de conocer la mente que
le permite pensar, se topa con el simple hecho de que la vida está por encima
de todo pensamiento. Cuando ve una fruta, puede pensar sobre ella, pero al
final habrá de probarla si quiere conocer su sabor; el placer y el alimento que
obtiene comiendo la fruta no es un acto de pensamiento.
Si consideramos que el alimento es necesario para la
vida, que el alimento es algo material y que no vivimos en un mundo de
espíritus incorpóreos, podemos pensar que la base de la vida es material, que
«reposa sobre una base material» y que, antes de que el hombre goce de la vida,
debe comer y hallarse vivo. Se trata de una verdad, pero muchos que ostentaron
el poder olvidaron esta verdad y dieron en pensar, movidos por sentimientos
píos, que el pan podía remplazarse por las piedras de los dogmas religiosos y
de los consuelos devotos. No es de extrañar que los pensadores se alzaran con
furia e indignación profética y, creyendo que la violencia material del poder
solo puede combatirse con violencia y poder, promovieron un evangelio material
de fe en la vida en contra del evangelio de una religión externa basada, según
ellos, en el fanatismo y el autoengaño egoísta. ¿Acaso puede extrañarnos? Las
palabras de Shylock quizá nos vengan a la memoria: «Si un judío injuria a un
cristiano, ¿cuál es la humildad de este? La venganza. Si un cristiano injuria a
un judío, ¿cuál debería ser su tolerancia, según el ejemplo cristiano? Qué, si
no la venganza». O, como dijo Macbeth: «Tendrá sangre; ¿no dicen que la sangre
pide sangre?».
De ahí la vieja ley del ojo por ojo y diente por diente,
de que la violencia engendra violencia. Se trata de una ley tan ampliamente
aceptada, ya sea consciente o inconscientemente, que cuando un historiador
escribe sobre hechos pasados del hombre o de las naciones, frecuentemente
sentimos que da por sentada esta ley; y, en consecuencia, no escribe desde un
punto de vista libre, desde ese amor que rompe la vieja ley, desde ese amor que
es libertad infinita.
Es por ello que una visión material del universo se
antoja bastante posible; tanto así que podemos llamarla la visión general del
hombre moderno, regida por un mecanismo moderno que se basa en el materialismo
científico.
Pero ¿es eso todo? ¿Acaso es razonable una interpretación
racionalista del universo? ¿Un humanismo científico es humano o científico?
La respuesta de los Upanishads
es bastante clara: ATMAN, el misterio de nuestra vida, la luz de nuestra alma,
el amor que es fuente de alegría infinita, la visión de lo bueno y de lo bello
que es fuente de todo cuanto de hermoso y bueno puede crear el hombre en esta
tierra; algo que está por encima de la razón y, por tanto, no puede ser
alcanzado únicamente con la razón. Escuchamos decir en los Upanishads:
No es a través de una gran erudición que se alcanza el
Atman, ni a través del intelecto ni de la enseñanza sagrada.
Katha Up
Se allega al pensamiento de quienes le conocen más allá
del pensamiento, y no de cuantos imaginan poder alcanzarlo por el pensamiento:
resulta ajeno al erudito y cercano para el sencillo.
Kena Up
O, en palabras de Jesús, semilla de vida espiritual: «A
menos que os convirtáis y seáis como niños, no entraréis en el reino de los
cielos».
¿Qué significa todo esto? Que, aparte de una visión
material del universo que al final todo lo reduce a materia o a electrones, o
energía, y nuestro cerebro a una máquina —una máquina maravillosa, sí, pero
formando parte de un cuerpo material—, y que reduce la consciencia a una
energía que meramente emana del cerebro y, por supuesto, no existe en el
universo de forma independiente; al tiempo que reduce el universo a un universo
de cantidad y abstracciones intelectuales, donde al final todas las cosas son
polvo y se reducen a polvo y muerte, tenemos un universo de esplendor
espiritual del que este universo de materia solo es un reflejo, un mundo de
Espíritu mucho más maravilloso para el alma que lo que es el universo físico
para la mente; el universo de belleza eterna que ha sido percibido por todos
los grandes visionarios y poetas y hombres espirituales de todos los tiempos,
donde todas las cosas existen en la vida y van hacia la vida. Ello llevó a
Bradley a afirmar:
Que la gloria de este mundo sea al final apariencia hace
más glorioso al mundo, si sentimos que es notable el fulgor de su espectáculo;
mas el telón de los sentidos es un engaño y una trampa, si esconde algún tipo
de movimiento incoloro de átomos, alguna urdimbre espectral de abstracciones
impalpables.
Y a Rabindranath Tagore a escribir con fe:
Pues la vida no es átomos o moléculas o radiactividad u
otras fuerzas, el diamante no es carbono y la luz no es vibraciones de éter. No
se puede llegar a la realidad de la creación mediante su contemplación desde el
punto de vista de la destrucción.
O a Shelley a afirmar, hablando de poesía:
Es a la vez el centro y la circunferencia de la
sabiduría; es aquello que comprende toda la ciencia y aquello a lo que toda
ciencia debe referirse. Es como el olor y el color de la rosa a la textura de
los elementos que la componen, como la forma y el esplendor de la belleza no
marchita a los secretos de la anatomía y la corrupción.
El mundo de la ciencia moderna se está volviendo cada vez
más interesante, más poético y, por tanto, más espiritual; pero aún se ocupa de
la materia. Nos hallamos en el umbral de este gran mundo de la ciencia y ¿quién
sabe qué maravillas puede descubrir la mente del hombre? Pero,
independientemente de lo lejos que pueda llegar la mente del hombre, la
tremenda afirmación del Taittiriya
Upanishad seguirá aún estando ahí: «Las palabras y la mente van hacia Él,
pero no le alcanzan y retornan. Mas aquel que conoce el gozo de Brahman se
halla libre de temor». O, en palabras del Kaushitaki
Upanishad: «No es el pensamiento lo
que deberíamos querer conocer: deberíamos conocer al que piensa».
Una flor puede ser objeto de comercio: algo que comprar y
vender por dinero. Ese es su mínimo valor. También puede ser objeto de interés
intelectual, pero entonces se convierte en una abstracción y, desde un punto de
vista puramente intelectual, una ortiga puede a veces ser más interesante que
una flor. Mas, para el alma, la flor es un objeto de gozo y, para el poeta,
puede convertirse en objeto de belleza y verdad: una ventana que nos permite
otear con admiración en la Belleza y la Verdad del universo, así como en la
Verdad y la Belleza que albergan nuestras propias almas. Blake vio cuando
escribió:
Ver un Mundo en un grano de arena,
y un Cielo en una flor silvestre,
sostener la Infinidad en la palma de tu mano,
y la Eternidad en una hora.
Todas las cosas que se hallan en la tierra, desde una
flor hasta un ser humano, pueden ser objeto de amor o de contemplación, objeto
de interés intelectual y objeto de posesión. En el primer caso, nos
proporcionan la libertad de la alegría en el Infinito; en el segundo, nos
aportan ese conocimiento que es poder; en el tercero, nos procuran las cadenas
que nos atan a la materia, arrastrándonos hacia la oscuridad de la muerte,
hacia las miserias de la competición por el poder egoísta, en lugar de la
cooperación para la alegría altruista. Esas tres actitudes de la mente, esos
tres tipos de conocimiento aparecen bien descritos en la Bhagavad Gita:
Cuando vemos Eternidad en cosas pasajeras e Infinidad en
cosas finitas, entonces el nuestro es un conocimiento puro.
Pero si vemos únicamente la diversidad de las cosas, con
sus divisiones y limitaciones, entonces es el nuestro un conocimiento impuro.
Y si egoístamente vemos una cosa como si fuera todo,
independiente del UNO y de los muchos, entonces nos hallamos en la oscuridad de
la ignorancia.
XVIII.
20-22
¡Qué relación tan maravillosa establecemos con un ser
humano cuando, a pesar de sus limitaciones, vemos su Infinidad! Pero si solo lo
consideramos un objeto de curiosidad intelectual, un número fijo en
estadísticas estáticas o incluso una mera máquina cuyo trabajo podemos comprar
o vender, le degradamos a él y a nosotros mismos.
«Conócete a ti mismo» es sabiduría suprema; pero ¿cómo
podemos conocernos a nosotros mismos? ¿Lo que buscamos es un mero conocimiento
intelectual? La psicología moderna explica buena parte de los mecanismos de la mente, y plantea
hipótesis interesantes y útiles, pero no deja de ser un estudio de la mente
como objeto. ¿Cómo puede conocerse la
mente como sujeto, salvo a través de la experiencia? Todos somos conscientes de
los diferentes valores que guían nuestra vida interior: la diferencia que
experimenta nuestra vida interior cuando la rutina de las tribulaciones
diarias, grandes o pequeñas, nos hace sentir que realmente no estamos viviendo,
o cuando oímos una sinfonía de Beethoven o leemos a Shakespeare o a Dante o los
Upanishads, caso de que podamos leer
o escuchar; pero ¿somos capaces de saber qué es lo que nos permite ser
conscientes de nuestra propia consciencia? ¿Podemos conocer esa esencia de
nuestra vida que nos permite vivir y sentir y pensar? Si lo hiciéramos,
llegaríamos a conocernos a nosotros mismos, a nuestro Atman: conoceríamos a
Dios. Entonces podríamos saber, al igual que sabemos que estamos vivos, pero
con una intensidad mucho mayor, que existe un centro dentro de nosotros que nos
proporciona esa unicidad que llamamos consciencia y que puede ser uno con el
UNO, el nexo invisible que proporciona la unidad de nuestras pequeñas vidas y
que es la unicidad de este vasto universo.
Esta es la gran aventura y el gran descubrimiento. Nadie
puede hacerlo por nosotros. Hasta que no alcanzamos la cima de la montaña, no
vemos en todo su esplendor el paisaje que se extiende más allá; si bien hay
destellos de luz que iluminan nuestro camino hacia la montaña. Estos destellos
de luz nos dan fe, y entonces sabemos, no con el conocimiento externo de leer
libros, sino con esa certidumbre de la fe que proviene de los momentos de vida
interior. Pero si por orgullo intelectual o por la indolencia de la estupidez
negamos la luz, negándonos así a nosotros mismos, ¿cómo podremos evitar
hallarnos en la oscuridad?
Es por eso que las grandes plegarias del hombre siempre
han sido oraciones por la luz y el amor. No podemos comprar luz ni amor en los
mercados del hombre; nos son dados «sin dinero y sin precio».
En el mundo externo en el que nuestro cuerpo se mueve y
desarrolla su vida, no somos libres. Hemos de obedecer las leyes de la
naturaleza, las leyes de Dios, o sufrimos; y la tarea de nuestro intelecto es
descubrir paulatinamente esas leyes. Pero existe nuestro pequeño mundo de vida
interior. Allí gozamos de una libertad limitada, aunque somos lo bastante
libres para negar la luz e incluso negar a Dios. Allí, en nuestro mundo
interior, hay algo que no está sujeto a las leyes de la naturaleza, a las leyes
del tiempo y del espacio. En lo más profundo de nuestra alma está el mundo del
Espíritu, y el mundo del Espíritu es libre: «Allí donde se halla el Espíritu
del Señor, hay libertad». Pero cuanto más negamos el Espíritu del Señor,
nuestro Atman, nuestro propio Sí mismo, más atados nos encontramos. Podríamos
vivir en el centro de nuestra alma y así sentir la alegría infinita de Brahman,
pero, en lugar de ansiar el centro, construimos infinitos centros de egoísmo en
la circunferencia de nuestras almas. Cuanto más lejos se encuentran esos
centros del Centro, más lejos estamos de la luz: el egoísmo se hace cada vez
más fuerte, las cadenas que nos atan y que tan laboriosamente formamos con
nuestros pensamientos y nuestras obras se tornan cada vez más arduas de romper.
En la lucha por bienes que puedan proporcionarnos placer y poder chocamos con
otros que también buscan el placer y el poder, y en lugar de una cooperación en
amor que conduciría a la alegría de la luz, tenemos la vasta competición que
nos sume en la oscuridad y la destrucción. ¿Por qué ha el hombre de preocuparse
por el «porqué» de la maldad y la fealdad, cuando tanto la maldad y la fealdad
de este mundo son obra del hombre? De ahí que Buda se negara a responder
preguntas metafísicas: en su lugar nos dio el camino del amor que lleva al
Nirvana, el Reino de los Cielos, donde todas las preguntas serán contestadas y
la respuesta será vida.
Nuestros Maestros de vida espiritual quieren que seamos
al menos tan prácticos en las obras que conducen a la alegría como otros son
«prácticos» en las obras que conducen a la ilusión de la autoexaltación.
«Buscad primero el reino de Dios y su justicia; y todo se os dará por
añadidura», dice Jesús, cuyas palabras son Verdad; y también dice: «Mirad que
el reino de Dios está dentro de vosotros». Rezamos «venga tu reino» y afirmamos
que el reino de los cielos está cerca; pero también rezamos «Hágase tu
voluntad», y ¿qué voluntad es esa, si no la voluntad del amor? La Verdad del
Espíritu no se encuentra debatiendo cuestiones filosóficas o metafísicas. ¿Cómo
podemos cuestionarnos sobre algo que está cerca? Es como preguntarnos si
estamos vivos; y de hecho bien podríamos preguntárnoslo, ya que una parte
importante de nuestra vida es mera existencia vegetal o animal. Sabemos que
estamos vivos, pero no vivos en la Vida Superior. Si, no obstante, cedemos a la
tentación de debatir los asuntos supremos, olvidando las palabras de la
sabiduría india recomendando que «aquellas cosas que están más allá del
pensamiento no deberían ser objeto de debate» y que «cuando algo es susceptible
de debate, ello es muestra de que no merece ser discutido», nos vendría bien
escuchar las palabras de Buda:
Imagina un hombre que ha sido atravesado por una flecha
bien empapada en veneno, y sus familiares y amigos van inmediatamente a buscar
un médico o un cirujano. Imagina ahora que este hombre dice:
«No quiero que esta flecha me sea extraída hasta que no
conozca el nombre del hombre que la disparó, y el nombre de su familia, y si es
alto o bajo o de talla mediana; hasta que sepa si es negro u oscuro o amarillo;
hasta que conozca su aldea o población. No quiero que la flecha me sea extraída
hasta que no conozca el arco que la disparó, si era un arco largo o una
ballesta.
No quiero que esta flecha me sea extraída hasta
informarme acerca de la cuerda del arco y la flecha y las plumas de la flecha,
si son plumas de buitre, de milano o de pavo real.
No quiero que la flecha me sea extraída hasta que no sepa
si el tendón que la forma es de buey, ciervo o mono.
No quiero que esta flecha me sea extraída hasta no saber
si es una flecha o el filo de un cuchillo o una astilla o el diente de un
becerro o la cabeza de una jabalina».
Pues bien, este hombre moriría, pero moriría sin haber
descubierto ninguna de esas cosas.
Del mismo modo, cualquiera que dijera: «No voy a seguir
la vida sagrada de Buda hasta que este no me diga si el mundo es eterno o no;
si la vida y el cuerpo son dos cosas o una cosa; si aquel que ha alcanzado la
Meta está más allá de la muerte o no; si está simultáneamente más allá de la
muerte y a este lado de ella; si no está ni más allá de la muerte ni a este
lado de ella».
Así pues, este hombre moriría, pero moriría sin que Buda
le hubiera dicho estas cosas.
Porque yo afirmo: ya sea el mundo eterno o no, lo cierto
es que hay nacimiento y muerte y sufrimiento y aflicción y lamentación y
desesperación. Y lo que yo enseño es el medio que lleva a la destrucción de
estas cosas.
Recuerda, pues, que lo que he dicho, dicho está; y que lo
que no he dicho, no está dicho. Y ¿por qué no he dado una respuesta a estas
cuestiones? Porque estas cuestiones no son provechosas, no constituyen un
principio de la vida eterna, no conducen a la paz, a la sabiduría suprema, al
Nirvana.
Majjhima Nikaya I. 63
Sí, nuestra vida espiritual es una visión y una creación:
las dudas y las preguntas improductivas no resultan de utilidad. Tenemos que
construir nuestra casa interior. Blake, que vio, quizá mejor que nadie, la
relación entre visión espiritual y poesía, expresó dicha idea con estas
palabras:
Tengo que crear un sistema o ser esclavizado por el de
otro hombre.
No razonaré y compararé: mi tarea es crear.
Nuestra vida espiritual debe ser una obra de creación.
Estemos dentro de una religión o fuera de la religión o en contra de la
religión, solo podemos vivir mediante la fe, una fe ardiente en los valores
espirituales del hombre. Esta fe solo puede provenir de la vida, de la fuente
profunda de vida que habita en nosotros, el Atman de los Upanishads, Nirvana, el Reino de los Cielos. Una fe profunda en la
vida no puede ser más que espiritual, aunque solo sea parcialmente. Es por ello
que la fe en la ciencia y la humanidad, que hace que los hombres hablen de «Uno
para todos y todos para uno», «El hombre es al hombre un amigo y un hermano»,
«Honestidad y veracidad, pureza moral y modestia», es una fe que no puede ser
material, ya que proviene del Espíritu que habita en nosotros. Un humanismo
científico basado en la ciencia, si es iluminado por el amor y por la luz de la
belleza, conducirá necesariamente al Atman de los Upanishads, a la gloria del Espíritu en el hombre. El camino de la
Verdad puede no ser un camino de líneas paralelas, sino un camino circular:
yendo hacia la derecha y ascendiendo en círculo, o yendo hacia la izquierda y
ascendiendo en círculo estamos destinados a encontrarnos en la cima, aunque
hayamos partido en direcciones aparentemente opuestas. Esto es lo que ocurrirá
al final, porque la Verdad es una. La Bhagavad Gita, el Canto del Señor,
expresa esto:
Cualquiera que sea la forma en que los hombres me amen,
igual es la forma en que encuentran mi amor: pues muchos son los caminos del
hombre, pero al final todos conducen a mí.
Keats, con tan solo veintidós años de edad, ya era capaz
de escribir pensamientos profundos que presentan una curiosa similitud con
ideas del Mundaka Upanishad y del
verso de la Gita que acabamos de citar:
Ahora se me antoja que cualquier Hombre puede tejer, como
la araña, su propia Ciudadela aérea desde sus adentros —las puntas de hojas y
las ramitas desde las que la araña comienza su obra son escasas, pero la araña
termina llenando el aire con un bello circuito. Los mismos escasos puntos
deberían bastarle al hombre para fijar la fina Tela de su Alma e hilar un tapiz
empíreo— llena de símbolos para su vista espiritual, de suavidad para su tacto
espiritual, de espacio para sus periplos, de distinción para su opulencia. Pero
las mentes de los mortales son tan diferentes, y toman direcciones tan
diversas, que inicialmente pudiera parecer imposible, bajo tales
circunstancias, que entre dos o tres de ellas pudieran existir un gusto y una
fraternidad comunes. Y sin embargo es más bien al contrario. Las mentes podrían
alejarse una de otra en direcciones opuestas y cruzarse en innumerables puntos,
para acabar encontrándose al final del viaje. Un anciano y un niño tendrían una
conversación, y el anciano proseguiría su camino y el niño se quedaría
pensativo. El Hombre no debería debatir o aseverar, sino susurrar resultados a
su Vecino y, de esta forma, al absorber cada germen de espíritu la savia del
molde etéreo, cada humano se haría grande y la humanidad, en vez de ser un
extenso páramo cubierto de brezo y zarzas, con algún remoto roble o un pino
aislado aquí o allá, se volvería una gran democracia de foresta.
Todos los hombres de buena voluntad están destinados a
encontrarse, si siguen la sabiduría de las palabras de Shakespeare en Hamlet, donde, si cambiamos «tú mismo»
por «tu Ser», nos encontramos de nuevo la doctrina de los Upanishads:
Y por encima de todo, sé sincero contigo mismo;
y entonces sucederá, como la noche sucede al día,
que no podrás ser ya falso con ningún hombre.
*
Hay dos ideas alrededor de las cuales giran los asuntos
más profundos del pensamiento, así como de toda visión y vida espiritual: la
idea de Ser y la idea del Amor.
La visión central de los Upanishads es Brahman y, aunque Brahman está más allá de los
pensamientos y de las palabras, puede ser percibido por cada uno de nosotros
bajo la forma de Atman, nuestro propio ser. Las palabras de Hamlet, que se
aplican a una situación dramática concreta pero que, como a menudo en
Shakespeare, poseen un significado que va más allá de su contexto, expresan el
gran problema:
SER
O NO SER: ESA ES LA CUESTIÓN.
Esa es la cuestión. ¿Hay un Ser infinito en el universo,
dentro y más allá de la inmensidad del espacio y de las órbitas de las
estrellas? ¿Hay un Ser eterno tras el movimiento perpetuo de nuestras mentes y
los latidos de nuestro corazón vital? Porque si ese Ser no existiese, nosotros
nunca podríamos ser: tan solo podríamos ser un devenir perpetuo, hasta nuestro
fin como polvo.
La respuesta de los Upanishads
es SÍ, y ello significa que la esencia del universo y de nosotros mismos es
positiva: es la palabra sagrada de los Upanishads,
OM, uno de cuyos significados es SÍ. ¿Y cómo lo sabemos? Esta verdad puede
conocerse en el silencio del alma. Una y otra vez se nos dice que en el
silencio profundo del alma el hombre puede estar en unión consigo mismo: no con
su consciencia transitoria, no con la aparente nada del sueño profundo, no con
la vaguedad de los sueños. Cuando el hombre está en unión con el fondo de su
consciencia, con el centro de su alma, entonces se halla en unión consigo
mismo, con su Sí mismo. Solo cuando el hombre está en unión con Dios, está en
unión consigo mismo: es uno consigo mismo y con toda la creación. Entonces ve
con esa luz interior que se encuentra en el lugar recóndito de su alma, en
aquel sitio donde, en palabras que encontramos en los Upanishads Katha, Mundaka
y Svetasvatara:
Allí el sol no brilla, ni la luna, ni las estrellas; los
relámpagos no destellan y menos aún el fuego terrenal. De su luz procede la luz
de todos ellos, y su resplandor ilumina toda la creación.
Entonces las palabras de Isaías se hacen verdad para ese
alma:
El sol ya no será tu luz durante el día, ni te iluminará
la luna con su brillo: el Señor será para ti luz eterna, tu Dios y tu gloria.
Se hallan atisbos de esta dicha del Ser en todos los
grandes poetas, y así Wordsworth dice:
Nuestros años procelosos semejan momentos en el ser del
silencio eterno.
El gozo que irradia de la poesía del gran poeta español Jorge
Guillén, emana del gozo de Ser:
Ser, nada más. Y basta.
Es la absoluta dicha.
Wordsworth sintió al Brahman de los Upanishads. Es por eso que escribe en la primera edición de El Preludio:
Experimenté el sentimiento del Ser extendiéndose sobre
cuanto se mueve, y cuanto parece inmóvil,
… No te asombres
si tales fueron mis transportes; pues en todas las cosas
ahora
vi una vida, y sentí que era la dicha.
Este es el espíritu puro de los Upanishads. Posteriormente descendió a una religión menos poética,
y suprimiendo el que quizá sea el verso más sublime de toda su poesía —«Vi una
vida, y sentí que era la dicha»— escribió:
No te asombres
Si alto me transporté, y grande fue la dicha que sentí.
De esta suerte, estando en comunión a través de cielo y
tierra
con toda forma de criatura, viendo su mirada dirigida
hacia lo No Creado, con un semblante
de adoración, con mirada de amor.
Ambas versiones revelan que lo puramente espiritual
siempre es poético: el Señor quiere ser adorado en la belleza de lo sagrado.
Las palabras de la oración que Jesús enseñó, «Santificado sea tu nombre»,
expresan esta verdad.
Las dos versiones revelan asimismo que lo puramente
espiritual proviene del poder de una Imaginación superior, no de débiles
creencias pías, ni de actividades intelectuales de la mente. La teología puede
ayudar a aclarar nuestros pensamientos, pero su relación con la visión
espiritual es como la de la gramática con la lengua viva, o la de la poética
con la poesía que eleva el alma. La visión espiritual, como la visión poética,
no es un análisis, ni siquiera una síntesis: es el gozo de la verdad revelada a
un alma viviente.
Toda visión espiritual y poética proviene de la
imaginación, porque la imaginación es la luz del alma. Sin imaginación no
podemos tener fe, ya que «La fe es el fundamento de aquello que se espera, la
evidencia de aquello que no se ve» —por supuesto, de aquello que no se ve con
la razón o con los ojos del cuerpo, pero sí con el espíritu—. Sin imaginación
no hay visión y no hay creación. La mayoría de las miserias del hombre, como el
egoísmo, la injusticia y la crueldad, tienen su raíz en una falta de
imaginación. Pero la imaginación no es fantasía. Como dice Rabindranath Tagore:
«Cuanto más fuerte es la imaginación, menos imaginaria es». Las fantasías perturban
la mente y pueden llevar a la destrucción; pero la imaginación es una luz
interna que, con ayuda de la razón, lleva a lo constructivo. Toda fe viene de
una imaginación verdadera, pero la fantasía o imaginación distorsionada es la
fuente de todo fanatismo y superstición. Dado que la fe y el fanatismo, la
imaginación y la fantasía, la visión y la superstición se hallan fuertemente
entrelazadas en la historia de las religiones, no es extraño que aquellos que,
por su falta de discernimiento espiritual, son incapaces de apreciar la
diferencia entre la fe basada en la visión y el miedo basado en la superstición
estén sometidos a una religión que solo es externa, o que condenen toda
religión.
Fue el esplendor de una imaginación poética el que
inspiró la poesía más grande de Blake y Wordsworth, de Coleridge, Shelley y
Keats. Wordsworth afirmó que «El amor espiritual no actúa ni puede existir sin
imaginación», y en El Preludio,
cuando describe la travesía de los Alpes, nos brinda una visión espléndida
donde la imaginación y la fe se aúnan:
La Imaginación —he aquí el Poder así llamado
por triste incompetencia del humano lenguaje.
Ese Poder estremecedor surgió del abismo de la mente
como niebla ignota que envuelve,
súbitamente, la soledad de algún viajero. Me hallaba
perdido;
varado, y sin intento de avanzar;
mas ahora digo a mi alma consciente:
«Reconozco tu gloria». En tal fuerza de usurpación,
cuando desaparece la luz del sentido,
pero con destello revelador
del mundo invisible, la grandeza hace morada,
anclando ahí. Ya seamos jóvenes o ancianos,
nuestro destino, el corazón y hogar de nuestro ser,
está en la infinidad y solo ahí,
con la esperanza, una esperanza que nunca muere,
el esfuerzo, la confianza y el deseo,
y algo eternamente a punto de ser.
Coleridge describe la Imaginación en términos que podrían
aplicarse al Brahman de los Upanishads:
Sostengo que la Imaginación primaria es el poder viviente
y el agente primordial de toda percepción humana; una repetición, en la mente
finita, del acto eterno de creación en el YO SOY infinito.
Y su descripción de la «Imaginación secundaria» podría
aplicarse al Atman, nuestra alma:
Considero la Imaginación secundaria un eco de la
anterior, coexistente con la voluntad consciente, y, aún así, tan idéntica a la
primaria en cuanto a su manera de actuar, difiriendo solo en el grado y en el
modo de actuación.
La descripción que Coleridge da de la fantasía como un
«modo de la memoria» con «fijaciones y certidumbres» nos muestra cómo unas
visiones que son creaciones de fe pueden convertirse, en mentes sin
imaginación, en las «fijaciones y certidumbres» del fanatismo:
La fantasía, por el contrario, no tiene otros elementos
con los que jugar más que las fijaciones y las certidumbres. La fantasía no es,
desde luego, más que un modo de la memoria emancipado del orden del tiempo y el
espacio.
¿Cómo podemos distinguir la luz verdadera, propia de la
Imaginación más elevada, de los devaneos distorsionados de la fantasía? Esta es
la tarea de la sabiduría, de una sabiduría que no se enseña en la escuela. La
máxima «Vigilad y orad» puede servirnos de guía en nuestro camino. Cuando
vigilamos en silencio interior y nuestra plegaria es amor, la luz brilla, ya
que la luz de nuestro Atman está siempre en nosotros. Así como en la crítica
literaria aprendemos poco a poco a distinguir lo verdadero de lo falso, lo
bueno de lo menos bueno, nuestra capacidad de crítica espiritual puede
desarrollarse de manera que distingamos valores espirituales verdaderos de sus
imitaciones; entonces elegiremos a los guías de nuestra vida espiritual. Los Upanishads y todos los grandes maestros
espirituales nos advierten sobre los maestros equivocados. «Él no puede ser enseñado por quien no ha
llegado a Él», dice el Katha Upanishad; al tiempo que Jesús nos
advierte repetidamente sobre los falsos maestros y los fariseos: «Si el ciego
guía al ciego, ambos caerán en la zanja». Toda ayuda exterior, ya proceda de
libros o del hombre, debe superar el examen de nuestra razón y de nuestra
propia observación y oración espiritual. Siempre hay un Maestro en nosotros,
como dice Ramanuya:
Tú mi madre, y mi padre Tú.
Tú mi amigo, y mi maestro Tú.
Tú mi sabiduría, y mi riqueza Tú.
Tú lo eres todo para mí, Oh Dios entre todos los dioses.
*
Desde la idea de Brahman que aparece en su forma más pura
en los Upanishads más antiguos,
encontramos en el Isa Upanishad y,
especialmente, en el Svetasvatara Upanishad una evolución hacia esa idea
de Dios que posteriormente será desarrollada en todo su esplendor en la Bhagavad Gita. Cuando Krishna, como Dios,
habla a Arjuna en la Gita, dice,
A través del amor él me conoce verdaderamente, quién soy
y qué soy. Y cuando me conoce verdaderamente, entra en mi Ser.
XVIII.
55
En Sánscrito la expresión que utiliza es «visate Tad Anantaram» — «entra en Eso
que es Eterno — mi Ser», lo que nos recuerda el «TAT TVAM ASI» — «Tú eres Eso» de los Upanishads. Lo que se sugiere es que Brahman es el Ser de Dios, aun
cuando Dios es el centro de nuestro Ser. Dios más allá de la creación es
Brahman. Brahman en el universo es Dios. En el primer caso, Brahman está más
allá del proceso histórico del universo en permanente cambio, aun cuando
nuestro Atman está más allá de nuestra «infancia, juventud y ancianidad», como
entona la Gita. En el segundo caso,
Brahman es el Dios del universo, siempre vigilante y ayudando a la obra de la
creación, el Dios que es el centro de nuestros corazones, a quien podemos amar
y, lo que es aún más maravilloso, cuyo amor podemos sentir.
¿Y qué es el amor? Sabemos que no puede definirse. Las
palabras de Lao Tzu nos recuerdan esta verdad, si en lugar de su palabra TAO
usamos la palabra DIOS o AMOR.
La gente cree que el TAO es necedad porque carece de
definición:
Pero el TAO carece de definición porque es infinito.
Si el TAO pudiera definirse, sería pequeño y no
grandioso.
Y si lo que queremos es discutir sobre la naturaleza del
amor, también vienen a nuestra mente las palabras de Lao Tzu:
Aquel que ama no disputa:
Aquel que disputa no ama.
Es por ello que encontramos el amor expresado mediante
contradicciones, mediante esos esfuerzos de la mente humana surgidos cuando no
se encuentran palabras para describir lo Inefable. Ramón Llull, el gran
pensador espiritual medieval y poeta de la isla de Mallorca (1235-1316), que
sabía qué es el amor, diría:
El amor es lo que pone ataduras a los libres y libera a
aquellos que están bajo ataduras.
Pensamos que somos libres, pero en nuestra oscuridad:
La aflicción, junto con los miles de golpes naturales que
hereda la carne,
nos mantienen en estado perpetuo de atadura; y toda la
añoranza y el anhelo expresados por el término alemán Sehnsucht o por la catalana anyorança
son una expresión de esta atadura. Nuestra alma anhela la libertad, la mukti de los Upanishads, la liberación. ¿Y dónde puede hallar lo finito la
libertad sino en lo Infinito? ¿Dónde puede el pájaro enjaulado encontrar la
libertad sino en el cielo infinito?
La luz de la Verdad es el FINAL del viaje. La senda de
los Upanishads es esencialmente la
senda de la Luz, la consciencia de Brahman que se encuentra mucho más allá de
toda consciencia mental. En los Upanishads
esta es considerada la senda más elevada, y hasta en la Bhagavad Gita, que es un evangelio de amor y de las obras del amor,
al JÑANI, el hombre de visión, se lo considera por encima de todos los hombres,
ya que, en palabras de Krishna, «El hombre de visión y yo somos uno», «Jñani tv Atma eva me matam». Cuando
mediante el amor se da la comunión total del hombre con Dios, cuando el hombre
ve a Dios en todo y todo en Dios, entonces ese hombre es uno con Brahman, ha
cruzado el río de la vida y ha oído los cantos de inmortalidad que le dan la
bienvenida desde la otra orilla. Esto es lo que nos cuentan todos los maestros
del Espíritu.
Al describirse en la Bhagavad
Gita el final de la sabiduría, se usan algunas de las palabras del Isa Upanishad:
Ahora te hablaré del Final de la Sabiduría. Cuando un
hombre conoce esto, va más allá de la muerte. Es Brahman, sin comienzo,
supremo: más allá de lo que es y más allá de lo que no es.
Él es invisible: no puede ser visto. Está distante y está
cercano, se mueve y no se mueve, se halla en el interior de todo y fuera de
todo.
Él es la Luz de todas las luces, que brilla más allá de
toda oscuridad. Es la visión, el final de la visión, se alcanza con la visión,
y habita en el corazón de todos.
XIII.
12, 15, 17
También en total unidad de espíritu con los Upanishads, la Gita afirma en palabras sublimes:
Aquel que ve que el Señor de todo es siempre el mismo en
todo cuanto existe, inmortal en el campo de la mortalidad, ese ve la verdad.
Y cuando un hombre ve que el Dios que habita en su
interior es el mismo Dios que habita en todo cuanto existe, no se daña a sí
mismo dañando a otros: entonces emprende, sin duda, la senda más elevada.
XIII.
27-28
De esta manera, como dice Paul Deussen, la doctrina de
los Upanishads explica y complementa
la doctrina de los Evangelios, «Amarás a tu prójimo como a ti mismo». ¿Por qué?
Porque nuestro Atman, nuestro Sí mismo más elevado, mora en nosotros y mora en
nuestro prójimo: si amamos a nuestro prójimo, amamos al Dios que está en todos
nosotros y en el que todos somos; y si hacemos daño a nuestro prójimo en
pensamiento, palabras o actos, nos dañamos a nosotros mismos, dañamos nuestra
alma: esta es la ley de la gravitación espiritual.
El amor es indefinible, pero sabemos que el amor es
dicha: desde luego no un placer transitorio, sino una dicha eterna del alma. El
Katha Upanishad habla de las dos
sendas:
Está la senda de la dicha y está la senda del placer.
Ambas atraen al alma. Ambas se abren frente al hombre. Tras sopesarlas, el
sabio escoge la senda de la dicha; el necio toma la senda del placer.
Es la ley del Karma sugerida en Omar Khayyám, donde entre
el encanto de rosas, vino y amor terrenal, podemos detectar destellos de la
belleza no terrenal que aparece en los sufíes.
El Dedo que se Mueve, escribe; y, habiendo escrito,
continúa: Ni toda tu Piedad ni tu Agudeza
lo atraerán de vuelta a eliminar ni media Línea,
ni todas tus Lágrimas borrarán de ello Palabra alguna.
Una de las tareas de la educación es la de revelar la
dicha del Infinito, que es la dicha del amor. Esto es expresado con claridad en
el Chandogya Upanishad:
Donde hay creación, hay progreso. Donde no existe la
creación, no se da el progreso: conoce la naturaleza de la creación.
Donde hay dicha, hay creación. Donde no existe la dicha,
no se da la creación: conoce la naturaleza de la dicha.
Donde está lo Infinito, hay dicha. No existe dicha en lo
finito.
Todo progreso verdadero es una creación interior que
lleva a la dicha del Infinito. Cuando en el progreso de nuestra alma hallamos a
nuestro Dios del amor, entonces la belleza de las palabras de los sufíes se
torna realidad:
En este mundo me siento dichoso porque Él es la fuente de
la dicha: siento amor por toda la creación porque Él es el Creador.
Beberé con dicha el cáliz de las penas porque es mi Amado
quien porta el cáliz. Sobrellevaré el dolor con alegría, porque a través de Él
hallaré la sanación.
SA’DI,
1193-1291
Bergson compara el amor de Dios por su creación con el
amor por la creación que mueve el alma del artista. Merece la pena considerar
que, mientras que la ciencia convierte cosas concretas en abstractas, el arte
convierte cosas abstractas en concretas. En el arte de amar a Dios, los Upanishads nos conducen a un Dios
concreto, tan concreto que Él se muestra siempre como el centro mismo de
nuestra alma, el fondo permanente de nuestra consciencia, la Vida que da vida a
nuestra vida. El pasaje de Bergson es interesante porque es a través del
místico, el poeta del infinito, que llegamos al Dios concreto:
Si el pensador quisiera emplear las palabras del místico,
pronto podría definir la naturaleza de Dios. Dios es amor y también el fin del
amor: en esto se resume toda la contribución del misticismo. El místico nunca
se cansará de hablar de este amor de dos vertientes. Sus descripciones no
tienen fin, porque lo que quiere describir es indescriptible. Aunque se muestra
claro en un punto: el amor divino no es algo propio de Dios; es Dios mismo.
El pensador que toma a Dios por una persona y, aun así,
desea evitar todo cuanto se asemeje a una burda asimilación con el hombre, hará
bien en asirse fuertemente a este punto. Pensará por ejemplo en el entusiasmo
que puede inflamar un alma, que puede quemar cuanto hay en su interior y
seguidamente llenarla solo consigo mismo. La persona y la emoción se tornan
entonces una sola; y sin embargo la persona nunca ha sido tanto ella misma; se
muestra más sencilla, más uniforme, más ella misma.
¿Hay algo que presente una estructura más perfecta, más
elaborada, que una sinfonía de Beethoven? Y sin embargo, a lo largo de todo el
trabajo de arreglo, reorganización y selección que tuvo lugar en un plano
intelectual, el compositor se esforzaba por alcanzar un punto más allá de su
plano intelectual, donde pudiera sentir una sensación de aceptación o rechazo,
un sentido de dirección, una inspiración. En ese plano existía una emoción
indivisible. Si duda el intelecto trataba de expresarlo con la música, pero la
emoción en sí misma era más que mero intelecto y más que música. En contraste
con una emoción inferior que se halla por debajo del intelecto, esa emoción
superior quedaba bajo el control de la voluntad. Una emoción de este tipo sin
duda se asemeja, aunque sea remotamente, al amor sublime que para el místico es
la esencia misma de Dios.
Todos los místicos se muestran unánimes en declarar que
Dios tiene necesidad de nosotros, igual que nosotros tenemos necesidad de Dios.
¿Por qué debería Dios necesitarnos, a no ser que fuera para darnos Su amor?
Esta es la conclusión a la cual debe llegar el filósofo
que acepta la experiencia mística. Toda la creación se le antojará entonces un
vasto trabajo de Dios para la creación de los creadores, para la posesión de
seres que trabajen junto con Él y merecedores de Su amor.
HENRI
BERGSON, 1859-1941
En todas las grandes plegarias resuena como fondo un
canto de amor. Chaitanya, el gran místico hindú, hacia el 1500 de nuestra era,
vierte su corazón en estas palabras:
No rezo buscando la riqueza, no rezo buscando honores, no
rezo buscando placeres, ni tan siquiera las dichas de la poesía. Solo rezo por
que durante toda mi vida pueda tener amor: un amor puro para Amarte.
Y Kabir, el poeta y santo hindú de 1440-1518, nos dice:
«Escúchame, amigo; Él comprende a quien ama». Porque el amor es una belleza que
es dicha: una belleza que es verdad. La verdad del amor es la Verdad del
universo: es la lámpara del alma que revela los secretos de la oscuridad.
Y este amor debe encontrarse en esta vida: ese es el
verdadero mensaje de los maestros espirituales. «El reino de los cielos está en
vuestra mano», dice Jesús. Y en el Eclesiastés encontramos estas palabras de
sabiduría:
Aquello que tu mano encuentre para hacer, hazlo con todo
tu poder; pues no hay trabajo, ni recurso, ni conocimiento, ni sabiduría en la
tumba, a donde te diriges.
9.
10
En el Maitri
Upanishad encontramos un pasaje sorprendente que muestra que la idea del
renacer o reencarnación ya había recibido una interpretación espiritual:
Samsara,
la transmigración de la vida, tiene lugar en la mente de cada uno. Por ello
mantén la mente pura, porque el hombre se convierte en aquello que piensa.
Desde un punto de vista espiritual, lo que importa no es
la transmigración o lo que acontece tras la muerte: lo que importa es la
inmortalidad, y eso no es una vida larga o muchas vidas o una vida después de
la muerte. La inmortalidad es Atman, el Espíritu de la Eternidad dentro de
nuestro cuerpo mortal y de nuestra consciencia mortal. Solo hay inmortalidad en
Dios, «más allá del nacimiento y del renacimiento de la vida». Es por ello que
los maestros espirituales siempre nos transmiten una sensación de sabiduría
práctica. No quieren palabras: quieren vida, vida inmortal. Cuando se le
preguntó a un sabio indio: «¿Qué es la muerte?», él respondió: «Mi pregunta
sería: ¿qué es la vida?». Kabir expresa estos pensamientos a su manera sencilla
y sublime a la vez:
¡Oh Amigo! Espera en Él mientras vivas, conoce mientras
vivas, comprende mientras vivas: porque en la vida reside la salvación.
Si no rompes tus ataduras en vida, ¿qué esperanza de
liberación te aguarda en la muerte?
Que el alma se halle en unión con Él solo por haber
abandonado el cuerpo no es más que un sueño vacuo:
Si se le encuentra ahora, se le encuentra entonces. De
otro modo, no hacemos si no habitar en la muerte.
Sí, este amor que es la dicha del Infinito, la ananda de Brahman, este amor que es Dios
está aquí y ahora. En el Taittiriya
Upanishad, Bhrigu Varuni pide a su padre que le explique el misterio de
Brahman, el misterio del universo. Su padre le habla de la tierra y del
alimento de la tierra, de la vida y del aliento de vida, de la mente y de la
razón, y de la consciencia tras la razón y la mente. Al final Bhrigu Varuni vio
la Verdad expresada en estas sublimes palabras:
Y ENTONCES VIO QUE BRAHMAN ERA DICHA: PORQUE DE LA DICHA
PROVIENEN TODOS LOS SERES, POR LA DICHA TODOS VIVEN Y A LA DICHA TODOS
RETORNAN.
Dios es amor y el amor es dicha. Todo el universo
proviene del amor y al amor retornan todas las cosas.
*
Aquellos que encontraron luz y amor nos brindan su ayuda
para nuestro viaje. Nos hablan de una senda. Según el Katha Upanishad, «la senda es estrecha como el filo de una navaja»
o, en palabras de Jesús, «estrecho es el camino que conduce hacia la vida». Y
sin embargo todos nos dicen que esta senda estrecha conduce a la libertad
infinita. Cada paso de luz y amor es un paso hacia una nueva vida, un nuevo
aspecto del camino que sube hacia la montaña. El estrecho camino nos conduce de
forma segura a través de la jungla de la vida; pero llega un momento en que en
palabras de san Juan de la Cruz: «Ya por aquí no hay camino. Que para el justo
no hay ley».
En los Upanishads
encontramos más inspiración que una enseñanza específica; si bien encontramos
los comienzos del Yoga, de esa comunión de amor y luz que iba a ser el tema
principal de la Bhagavad Gita y de
una extensa literatura espiritual de la India. Así, el Katha Upanishad nos dice:
Cuando los cinco sentidos y la mente se hallan en calma,
y la razón misma reposa en el silencio, entonces comienza la Vía Suprema.
Tal estabilidad serena de los sentidos se denomina Yoga.
Entonces se ha de estar alerta, porque el Yoga viene y se va.
Estos dos versos nos sugieren la oración del recogimiento
tal y como la describió santa Teresa de Jesús, la cual conduce a la oración de
quietud y a la oración final de unión.
En el Svetasvatara
Upanishad hallamos unos versos que suenan muy parecidos a los que se
encuentran en el capítulo VI de la Bhagavad
Gita:
Con el cuerpo erguido, la cabeza y el cuello conducen la
mente y sus poderes hacia el corazón; y el OM de Brahman será entonces tu
barca, con la que cruzar los ríos del temor.
El OM de Brahman es aquí el amor de Dios. En la Gita, la devoción a Krishna, a Dios, es
la forma principal de concentración; y el silencio del alma es descrito con una
imagen de gran belleza:
Entonces su alma es un candil cuya luz es estable, pues
arde en un refugio al amparo de los vientos.
6.
19
Al igual que las palabras vivas de Shakespeare se hallan
muy por encima de cuantos libros puedan o lleguen a escribir sus críticos o
estudiosos —los críticos han de escribir libros sobre poetas, mas los poetas no
escriben sobre críticos—, las palabras vivas de los libros sagrados están
infinitamente por encima de las de quienes las comentan, y, consecuentemente,
las palabras de los Upanishads se
hallan muy por encima de las de quienes escriben sobre Yoga. El análisis es,
por supuesto, necesario, ya que mediante el análisis «observamos, recogemos y
clasificamos». De hecho, el análisis nos vuelve plenamente conscientes de lo
que puede ser una vaga impresión general; mas solo podemos analizar haciendo
abstracciones, y siempre debemos regresar a la vida. Un hombre de agudo
intelecto podría redactar un gran número de tratados eruditos sobre el amor, mas
se trataría únicamente de tratados eruditos, escritos tal vez sin que su autor
haya experimentado nunca ni un ápice del amor universal. La mayoría de las
obras sobre Yoga, empezando por los Yoga
Sutras de Patanjali, esas sucintas definiciones y reglas espirituales
desarrolladas por una mente analítica suprema y prodigiosa, tienen su uso; mas
no se ve un país mirando únicamente mapas de este, ni podemos irnos de viaje si
únicamente nos quedamos leyendo guías sobre el viaje.
Cuando el poder del intelecto se aplicó a las ideas
espirituales de los Upanishads y de
la Gita, se vio que existía una
estrecha relación entre la mente y el cuerpo: que ciertas posiciones del cuerpo
físico mejoraban la concentración y que otras la obstaculizaban; que nuestra
respiración varía según nuestras emociones y que una respiración profunda y
silenciosa es el reflejo de una mente tranquila. Fue entonces cuando se
elaboraron las complejas directrices que se hallan en las enseñanzas del Yoga.
Todas estas enseñanzas pueden ser de utilidad, pero podrían también desorientar
al más sincero buscador de la senda espiritual, porque el camino es la senda
del amor, del amor que conduce a la luz. Una vez que un destello de amor o luz
ha iluminado nuestra oscuridad, ya solo hay una cosa, una única cosa que hacer,
y san Juan de la Cruz lo resume en las palabras «callar y obrar». En una de sus
cartas espirituales leemos:
… lo que falta (si algo falta) no es el escribir o el
hablar, que esto antes ordinariamente sobra, sino el callar y obrar. Porque,
además de esto, el hablar distrae, y el callar y obrar recoge y da fuerza al
espíritu. Y así, luego que la persona sabe lo que han dicho para su
aprovechamiento, ya no ha menester oír ni hablar más, sino obrarlo de veras con
silencio y cuidado…
Más abajo de la carta escribe estas palabras de luz:
«Nunca, por bueno ni malo, dejar de quietar su corazón con entrañas de amor…».
En esta frase recoge san Juan de la Cruz la doctrina de
la Bhagavad Gita. Cuando en la Gita leemos una y otra vez que un hombre
debe ser el mismo tanto en el calor como en el frío, en el placer como en el
dolor, en la victoria como en la derrota, el significado es por supuesto que,
cualesquiera que sean los acontecimientos en nuestra vida exterior o interior,
siempre debemos mantener la paz del amor: de hecho, que nuestra vida debería
respirar perpetuamente el aire del amor, ya que el amor es el aliento vivo del
alma. Y lejos de que la uniformidad en el amor nos vuelva insensibles, es ese
amor quien conduce al estado sublime descrito en la Bhagavad Gita:
Y es el más grande entre los Yoguis aquel cuya visión es
siempre una: cuando el placer y el dolor de otros es su propio placer y dolor.
Aunque el amor es la condición primera para emprender la
senda, ¿cómo se ha de procurar el agua del amor a quien no está sediento? Por
ello encontramos que la meditación, el anhelo y el pesar son las primeras
oraciones del alma:
Como busca la cierva la fuente de agua,
así mi alma te busca a ti, Dios mío.
Mi alma tiene sed, sed de Dios vivo:
¿Cuándo llegaré a ver el rostro de Dios?
En el mismo espíritu de este anhelo encontramos la
adorable oración de Rabindranath Tagore:
Día tras día, O Señor de mi vida, ¿he de acudir ante ti
cara a cara? Con las manos juntas, O Señor de todos los mundos, ¿he de acudir
ante ti cara a cara?
Bajo tu gran cielo en silencio y soledad, con humildad de
corazón, ¿he de acudir ante ti cara a cara?
En este afanoso mundo tuyo, tumultuoso en el trabajo
arduo y la lucha, entre el gentío presuroso, ¿he de acudir ante ti cara a cara?
Y cuando mi labor en este mundo esté cumplida, O rey de
reyes, solo y sin palabras, ¿he de acudir ante ti cara a cara?
Puede haber momentos de desolación en la senda del amor,
pero, si consideramos que hasta Jesús llegó a decir: «Mi alma está sumida en
mortal tristeza», ¿hemos nosotros de temer? Las palabras del profeta hebreo
Habacuc expresan esta fe:
Aunque la higuera no florezca, ni haya fruto en las
viñas; aunque la cosecha de olivos se estrague y los campos no produzcan mies;
aunque el rebaño sea apartado del redil y los establos vaciados de ganado: Aun
así me gozaré en el Señor, me alegraré en el Dios de mi salvación.
Es en la batalla interior por concentrarse en lo superior
y así rechazar lo inferior que el Yoga, la psicología, la filosofía y la
sabiduría pueden resultar de ayuda. Con su inigualable poder de lenguaje,
Shakespeare nos brinda, en Hamlet, una visión del hombre que es dueño de su
destino:
Desde que mi alma fue de su antojo dueña,
y supo entre los hombres distinguir, a ti
de su elección hizo su blanco: pues
como aquel te has mostrado que,
sufriéndolo todo, nada padece;
un hombre que con igual gracia recibe
cuantos reveses y favores la fortuna le envía.
Dichoso aquel cuya sangre y juicio tan bien se alían,
para no ser flauta en el dedo de fortuna,
evitando así danzar al son que esta le toca. Dame un
hombre
que no sea esclavo de sus pasiones, y le llevaré
en el fondo de mi corazón; en el mismo fondo, sí,
como te llevo yo a ti.
Cuando este poder de autocontrol, la inteligencia y la
energía mental se hallan al servicio de una buena voluntad, al servicio del
amor, entonces un hombre puede progresar rápidamente en la vía que conduce a
Brahman. Cuando los poderes mentales, la energía y el autocontrol no están al
servicio de una buena voluntad, entonces la historia, la literatura, la
sabiduría y los acontecimientos cotidianos del mundo actual nos dicen cuáles
son los resultados.
Cualquier interés en el Yoga, en los milagros o en los
poderes psíquicos que no se base en esa humildad del alma que es comienzo y fin
de toda luz y amor espiritual presenta, en el mejor de los casos, algo de
interés científico y, en el peor, ese orgullo y ansia de poder que son las
señales más inequívocas de oscuridad espiritual.
Tomemos un interesante experimento psicológico: la transmisión
de pensamiento o lectura del pensamiento. Una persona que sepa algo sobre
hipnosis puede fácilmente pedir a un grupo de gente que practique un ejercicio
de relajación estando de pie, y después inducirles a pensar que se están
cayendo hacia atrás o hacia delante. Esto le dará rápidamente una idea de
quiénes son sensibles a la autosugestión —toda sugestión es una autosugestión—
para así poder aplicar las sugestiones que llevan a un sueño hipnótico
profundo. En el estado de sueño profundo, puede escribirse una palabra o un
número en un papel y pedir a la persona en ese sueño profundo que lea la
palabra o el número situados detrás de ella. La persona que está en trance
leerá exactamente lo que hay escrito y, cuando el mismo experimento se repita
varias veces con éxito, con diferentes palabras y números, no quedará ni un
ápice de duda en la mente del operador de que la transmisión de pensamiento o
la lectura del pensamiento son un hecho. Y cuando oiga dilatados argumentos en
contra por parte de aquellos que, por supuesto, no han llevado a cabo el
experimento, no podrá por menos que sonreír.
Pues bien, ¿qué prueba este experimento? Solo que,
volviendo a citar a Hamlet:
Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio,
que las que concibe tu filosofía.
Pero suponiendo que después de este experimento
pudiéramos alcanzar todos los poderes psíquicos prometidos en el Yoga,
¿significa esto que hayamos avanzado algún paso en la vía espiritual? Por
supuesto que no. Hemos aprendido algo de sorprendente interés psicológico; pero
no hemos avanzado en la vía del amor. Podemos incluso haber retrocedido, si el
más mínimo orgullo o autocomplacencia han infectado nuestra mente.
Quienes se apoyan en los milagros físicos para probar la
verdad de lo espiritual se olvidan del milagro siempre presente del universo y
de nuestras propias vidas. El amante del milagro físico es de hecho un
materialista: en lugar de hacer espirituales las cosas materiales, como hacen
el poeta o el hombre espiritual, simplemente hace materiales las cosas
espirituales, lo cual constituye la fuente de toda idolatría y superstición.
Dejando de lado la cuestión de que la materia y el espíritu pueden ser
simplemente «modos diferentes o grados de perfección de un sustrato común», como dice Coleridge y sugieren los Upanishads, existe la cuestión bastante
más importante de que en todo lo espiritual hay un elemento de belleza que es
la verdad, la cual se encuentra en la fe, pero se halla ausente en el fanatismo
y la superstición. El noble afán de verdad del científico es exactamente el
mismo afán de Dios que tiene el hombre espiritual, porque Dios es Verdad. La
diferencia estriba en que el científico se ocupa de encontrar hechos en el
mundo exterior, ya sea en las estrellas que están a millones de años luz de nuestra
pequeña tierra o en el mundo descubierto por el microscopio; mientras que el
hombre espiritual intenta hallar la Verdad de su mundo interior mediante la
experiencia del Ser y del Amor, la misma Verdad que alberga el mundo interior
de todos nosotros.
Los acontecimientos externos del mundo y los
acontecimientos internos de nuestras mentes son todos espiritualmente externos a nuestro Atman, a nuestro Sí
mismo superior. Son cosas que tienen lugar en el tiempo y el espacio. Cuanto
más cerca nos hallemos de ese centro en nosotros que está más allá del tiempo y
del espacio, tanto mejor podremos observar esos acontecimientos y decir que
«ocurren», como nos dice la Gita, o
como Jesús resume en las palabras eternas «vigilad y orad».
De acuerdo con los místicos, en la oración es importante
distinguir entre la meditación y la contemplación. La meditación es un
movimiento del pensamiento limitado dentro de un círculo, pero en la
contemplación hay un silencio de pensamiento. La meditación es la actividad
mental del pensador; la contemplación es el silencio del poeta. San Pedro de
Alcántara (1499-1562), el santo español consejero de santa Teresa, nos explica
de forma clara la diferencia entre ambas:
En la meditación consideramos cuidadosamente las cosas
divinas y pasamos de una a otra, para que el corazón sienta amor. Es como
frotar un pedernal para sacar una chispa de fuego.
Pero en la contemplación, la chispa ha saltado: aquí está
el amor que buscábamos. El alma goza del silencio y de la paz, no con muchos
razonamientos, sino simplemente mediante la contemplación de la Verdad.
La meditación es el medio, la contemplación es el fin:
una es el camino, la otra el final del camino. Hallándose la barca quieta y en
reposo tras arribar a puerto, habiendo alcanzado el alma la contemplación a
través de la meditación, debiera cesar su labor y especulación y, gozosa en la
visión de Dios, cual si Él se hallara presente, aunarse en sentimientos de
amor, admiración, dicha y otros semejantes.
Retorne el hombre a sí mismo y ahí, en el centro de su
alma, aguarde a Dios, como quien escucha a otro hablar desde una alta torre,
como si tuviera a Dios en su corazón, como si en toda la creación solo hubiera
Dios y su alma.
Se ha dicho que «la oración es perfecta cuando aquel que
ora no recuerda que está orando».
Aquellos principiantes que abordan el silencio interior
deberían, no obstante, cuidarse de escuchar las palabras de los auténticos
maestros espirituales. Santa Teresa, a su manera deliciosamente humana, dice
que algunas personas cierran los ojos y guardan silencio, dando en pensar que
eso es el «éxtasis». «Yo, a eso, no lo llamo arrobamiento», dice, «lo llamo abobamiento».
Y nos deja claro que la señal de amor más segura es el hacer obras de amor. En
su maravilloso libro Castillo interior,
escribe:
Cuando yo veo almas muy diligentes a entender la oración
que tienen y muy encapotadas cuando están en ella, que parece no se osan bullir
ni menear el pensamiento porque no se les vaya un poquito de gusto y devoción
que han tenido, háceme ver cuán poco entienden del camino por donde se alcanza
la unión, y piensan que allí está todo el negocio.
Que no, hermanas, no; obras quiere el Señor.
Mucho he dicho en otras partes de esto, porque veo,
hermanas, que si hubiese en ello quiebra vamos perdidas. Plega al Señor nunca
la haya. Si tenéis caridad fraternal, yo os digo que alcanzaréis la unión que
queda dicha. Cuando os viereis faltas en esto, aunque tengáis devoción y
regalos y alguna suspensioncilla en la oración de quietud —que os parezca
habéis llegado a la unión con el Señor—, creedme que no habéis llegado a la
unión. Pedid a nuestro Señor que os dé con perfección este amor del prójimo, y
dejad hacer a Su Majestad, que Él os dará más que sepáis desear.
Entre los indicadores de que una monja que tenía
«visiones» estaba simplemente en un estado de abobamiento, san Juan de la Cruz cita estos: 1. deseo excesivo de
tener visiones; 2. exceso de confianza en sí misma; 3. deseo de convencer a
otros de que posee un gran bien; 4. que esas «visiones» no le han dado un gran
sentido de la humildad, y 5. que el estilo de su lenguaje muestra que no es el
lenguaje de la verdad. Y san Juan de la Cruz termina diciendo: «Y todo cuanto
dice que le dijo a Dios y que Dios le dijo a ella parece enteramente una
tontería».
Quien busca la Verdad de la vida persigue la Verdad del
Ser y del Amor, ya que un único destello de esta Verdad nos proporciona una fe
más fuerte que la vida misma. Esta fe se ve confirmada por las palabras de los
textos sagrados, por la vida de aquellos cuya vida fue un libro de vida y por
los susurros interiores de nuestra alma.
Entre los textos sagrados del pasado, los Upanishads verdaderamente pueden ser
llamados los Himalayas del Alma. Sus apasionadas expediciones de descubrimiento
en busca de ese sol del Espíritu que habita en nosotros, y del que obtenemos la
luz de nuestra consciencia y el fuego de nuestra vida; la grandeza de sus
preguntas y la sublime simplicidad de sus respuestas; el fulgor de su dicha
cuando la revelación del Supremo alcanza sus almas y uno de sus poetas declara
«La luz del sol es mi luz»; sus paradojas y contradicciones, en las que
encontramos una verdad viviente; sus historias simples donde, en el lenguaje de
un niño, se explican las más grandes verdades metafísicas con ejemplos concretos;
sus destellos de visión que nos revelan la grandeza infinita de nuestro mundo
interior; su gran variedad y, sin embargo, absoluta unidad en la sobrecogedora
concepción de Brahman; su ardiente y exultante fe en el alma del hombre, que es
una con el Alma del universo; su tolerancia hacia los Vedas, pero su interpretación espiritual y, por tanto, simbólica
del rito externo, mostrando así el verdadero camino de elevación espiritual a
todos los hombres, en tiempos por venir; sus semillas de grandes ideas
psicológicas y filosóficas; las vastas armonías que resuenan a través de sus
palabras; su sabiduría espiritual capaz de satisfacer mentes diferentes en su
búsqueda de la luz; sus imágenes sencillas que encontramos de nuevo en santos y
poetas de otras épocas, los cuales nunca supieron de los Upanishads, y que por tanto nos confirman la unicidad de toda
visión y vida espiritual; el esplendor de su imaginación romántica, que hermana
espiritualmente a sus creadores con los creadores de belleza de todos los tiempos,
y que nos muestra cómo hacer de nuestra vida una obra de belleza: todos ellos
son como trompetas pregonando la gloria de la luz y del amor y, por encima de
la oscuridad de dudas y muerte, proclamando la victoria de la vida.
JUAN MASCARÓ
The
Retreat
Comberton, Cambridge
Verano
de 1964
NOTA SOBRE LAS
TRADUCCIONES
Hay mucho en los Upanishads
que es producto de su tiempo, y por tanto posee interés histórico, pero no el
valor espiritual que es de naturaleza intemporal. Lo mismo sucede con el
Antiguo Testamento en la Biblia.
Es por ello que el espíritu de los Upanishads se percibe mejor a través de una selección. He traducido
los Upanishads más destacados, que
resultan no ser demasiado largos, y he aportado los pasajes más grandiosos de
otros Upanishads, incluyendo las
partes más excelsas de los Chandogya
y Brihad-aranyaka Upanishads. He
situado estas al final del libro, a pesar de ser anteriores en el tiempo,
porque conducen al libro hacia una culminación sublime. El orden cronológico de
los principales Upanishads es
probablemente el siguiente: Brihad-aranyaka,
Chandogya, Taittiriya, Kaushitaki, Kena, Katha, Isa, Mundaka, Prasna, Mandukya, Svetasvatara y Maitri. He seguido una tradición india al poner el Isa Upanishad
al principio.
Me he esforzado infinitamente por que las traducciones
resultaran claras y sencillas. Ante una expresión del tipo «¿Cómo conocer al
Conocedor?», traducción literal del sánscrito «Vijñataram are kena vijaiyat?», que un traductor pueda decir algo
como «¡Mirad! ¿Por qué medio habría uno de comprender al comprendedor?», ¡es
algo que va más allá de mi comprensión!
Ello me lleva a dirigir una petición fervorosa al lector
de estas traducciones: que sean leídas en voz alta, bien oral o mentalmente. De
no ser así, el significado intencionado de su sonoridad se perderá[1].
Es algo que por supuesto siempre debería hacerse cuando se lee literatura: por
ejemplo, si decimos que 2 + 2 = 4, nuestro intelecto alcanza el significado
intrínseco, y con eso basta. Pero las palabras de Housman no pueden escribirse
con números:
Al pensar que dos y dos son cuatro,
y no cinco ni tres,
el corazón del hombre largo tiempo ha padecido
y aún por tiempo ha de padecer.
El sonido de
los números resulta, en este caso, esencial, ya que el sonido es parte del
sentido.
Buena parte de estas traducciones fueron hechas
veinticinco años atrás, cuando vivía próximo a Tintern Abbey, no lejos del
lugar que inspiró el inmortal poema de Wordsworth. A los dieciocho versos del Isa Upanishad les consagré un mes entero
de reflexión y trabajo.
La totalidad del Svetasvatara
Upanishad y otras selecciones se han realizado en los últimos dos años.
Algunas páginas de la introducción pertenecen al trabajo
más temprano. Dado que no podía mejorarlas, opté por dejarlas tal cual.
Constituyen la segunda parte de las cinco de que consta la introducción.
Espero haber sido fiel al Espíritu de los Upanishads y, con ello, a nuestro propio
Espíritu.
J.
M.
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