sábado, 9 de marzo de 2019

SOBRE LAS FUNCIONES DE LA INTELIGENCIA EN ORDEN AL CONOCIMIENTO

  




Una vez expuesta la teoría del conocimiento y el criterio de verdad, réstanos completar, ya con más elementos de juicio, lo rela­tivo a los mecanismos de captación gnóstica, sin lo cual sería vana pretensión dominar el instrumento maravilloso del entendimiento, del cual hemos de valernos necesariamente para todo acto de cono­cimiento. Para esto partamos de los conceptos expuestos al hablar de la "escala del entendimiento" anteriormente.

Fuerza mental y concentración de pensamiento. Dícese que el pensamiento corre más veloz que nada. Pero esto no es cierto. El pensamiento no corre. Como no corre la palabra que se emite de­lante del micrófono radio-telefónico. Lo que corre velocísimamen­te es la onda eléctrica producida por la vibración de la palabra, que luego se transforma o educe en una nueva pero idéntica palabra, al ser captada por el receptor sintonizado. En el caso del pensa­miento, lo que corre es la onda mental producida por aquél, y que luego educe el pensamiento análogo en la mente receptora sintoni­zada con la primera. La telepatía es la telefonía del alma. Y para este efecto, el cerebro humano cuenta con una antena sensible y ma­ravillosa: la glándula pineal. En este órgano que Descartes consi­deraba como el "asiento del alma" existe una especie de arenilla P relacionada con las altas funciones de la inteligencia y que, al mo­do de las limaduras de plata del tubo de Branly, se orientan magné­ticamente con la onda mental.

En las manifestaciones de la mente humana se dan las dos mo­dalidades de polaridades opuestas que rigen todas las manifesta­ciones de las vibraciones cósmicas. Pudiéramos decir que la mente obedece también a la ley de gravitación universal. En ella se da una actitud atractiva o extrovertida (o de captación de objetos por me­dio de la observación sensorial) y otra repulsiva o introvertida (de elaboración del propio pensamiento con desprecio de las imágenes exteriores). La actitud extrovertida o positiva puede darse en to­das las manifestaciones del alma en forma de simpatía o carácter expansivo o sintonizado; así como la actitud introvertida a nega­tiva se traduce en antipatía o carácter esquizotímico. El simpático o sintonizado vibra con las imágenes, pensamientos y sentimientos de los demás seres: El antipático o esquizotímico vive su vida inte­rior[1]

Pero la mente; en uno y otro caso, adopta las dos actitudes o mecanismos intrínsecos independientemente del objeto (interior o exterior) a que se refiera, que ya señalamos con los nombres de concentración y abstracción.

Ya dijimos que la concentración precede a la meditación y es precedida por la atención. Esta última suele ser la consecuencia de una cierta disciplina del manejo de los sentidos a tal fin; que es lo que llamamos observación. El buen observador pone su aten­ción en lo que quiere o le interesa. Otros se encuentran atraídos por algo que eventualmente resulta ser objeto de su curiosidad; y di­cen: "me ha llamado la atención". Así pues la atención se puede poner en función voluntaria o activamente e involuntaria o pasiva­mente.

Cuando eventual o permanentemente un sujeto se halla inca­pacitado para prestar atención, se dice que está o es distraído, res­pectivamente.

La palabra atención se forma con la raíz tenso; el prefijo a, indicador de movimiento en dirección al que atiende (es decir, algo que se capta del exterior en sentido aferente o centrípeto) y el su­ fijo o terminación de acción. Así pues, su traducción etimológica o conceptual, sería: la acción de poner tenso con relación a un obje­to externo que afecta a los sentidos. ¿Y qué es lo que se pone en tensión? En resumen, la fuerza mental.

Por el contrario, el vocablo intención supone un objeto interno, o sea del contenido mental o espiritual del sujeto. Intención provie­ne de intendo que significa lo que es dirigido. Por consiguiente el motivo de la intención, sale en determinada dirección desde el inte­rior del individuo que actúa o que va a actuar. La intención es un modo de voluntad que se vale, para entrar en acción, de determina­das fuerzas mentales: es tensión activa. La atención es tensión pa­siva. La intención actúa; la atención espera.

Una vez puesta en tensión y concentrada la fuerza mental so­bre el objeto del conocimiento, viene ese laboreo de la meditación que, por medio de la razón, elabora la representación o idea del ob­jeto, que, primeramente concreta (pensamiento), pasa ulteriormen­te al plano de la abstracción o de los conceptos universales.

En este plano abstracto del conocimiento, dijimos que puede llegarse a la contemplación, que es la percepción esencial de cual­quier objeto de conocimiento; no pues en lo que tiene de concreto o mudable, sino en lo que encierra su esencia ontológica, noumeno o factor causal, como productor del fenómeno de su vida externa, existencia o manifestación[2]. La captación de una verdad antoló­gica por contemplación, exige, aparte la capacidad de elevación in­telectual, la actitud amorosa. Sin amor hacia un objeto, jamás pue­de llegarse a contemplarle, en el estricto sentido de esta palabra.

El místico que contempla a Dios o el astrónomo que contem­pla los astros, han trascendido el plano de sus manifestaciones os­tensibles (aunque las vean) para entrar en el seno de los principios. La contemplación es pues presencia de espíritu. Es una actitud pasiva de la mente cara a cara con la realidad espiritual; que en algunos casos puede provocar el éxtasis. Cuando esta realidad es­piritual deja su presencia (o modo pasivo) para entrar en acción, entonces se llama inspiración: ¡el soplo divino de la creación men­tal!

Pero la presencia de espíritu, que es el fruto de la contempla­ción y causa de la inspiración, puede venir también por dos meca­nismos trascendentales: la evocación y la invocación.

Evocación es la llamada a un espíritu exterior. Nosotros evo­camos, por ejemplo, el espíritu de Cristo cuando meditamos o con­tinuamos su obra; y entonces nos sentimos penetrados de él, pu­diendo llegar a estar inspirados o en comunión con el espíritu cris­tiano.

Invocación es la llamada interna a nuestro propio espíritu, o sea. el acto de despertar nuestra realidad superior o YO.

La invocación y la evocación son un modo de oración. Y orar es meditar con palabras, como ya lo indica la construcción de estos tres términos.

Advocación no es más que una de las facetas en que se nos puede manifestar el objeto de la evocación o de la invocación. La Virgen de las Mercedes no es más que una faceta que nos revela una de las cualidades del elevado espíritu que suponemos a la ma­dre del Divino Maestro. La Diana Dictinia no es sino un aspecto de la espiritualidad que los antiguos atribuyeron a la diosa Isis, madre de Horus.

En la invocación, la evocación y la oración, es imprescindible valerse de la palabra articulada, para que sean tales. Orar sin pro­nunciar es tanto como nada. Esto se debe a que la palabra (el más divino de los dones concedidos al hombre) es el vehículo de la in­teligencia y del sentimiento. La formación de una palabra responde a una relación de valores musicales de sus vocales (que llevan su contenido de sentimiento) y una determinación de éstos por las mo­dificaciones que les imprimen las consonantes (vehículos éstas últi­mas de su contenido mental). La musicalidad de los valores voca­les es, en el fondo, una relación matemática de intervalos sonoros que corresponden a determinada ley armónica de los sentimientos que informaron el vocablo. Las consonantes intelectualizan a las vo­cales, concretando el lenguaje abstracto de su música. Cuando una palabra se pronuncia teniendo conciencia del sentimiento o idea que la originó, esa palabra tiene el poder de invocar o evocar el estado de espíritu correspondiente. Un conjunto de ellas o una frase sabia­mente compuesta y sinceramente pronunciada, tiene una eficacia maravillosa y un poder desconocido por la mayoría de las gentes. ¡Ah el poder de hablar con propiedad y sinceridad!

Asustémonos cuando, por el contrario, el hombre se vale del don divino de la palabra, para herir, mortificar o mentir. ¡Que tre­menda responsabilidad no le cabe al emplear para el mal un instru­mento de los dioses!

La mayor parte de las personas, ya que no todas con mala in­tención, emplean la palabra con impropiedad notoria. Y esto origi­na tal confusión y trabucamiento en las concepciones intelectuales, que los hombres no se entienden. Por cuestiones de palabras ha ha­bido guerras crueles y males irreparables. Por llamar unos hombres Alah al Ser Supremo, y llamarle otros Dios y otros el Logos, han llegado a las manos de manera violenta y ciega. No han pensado que esas distintas palabras respondían a un mismo sentimiento. Por el contrario, al expresar distintos sentimientos o ideas con una mis­ma palabra (impropia en todos menos en el que la dio origen) se escapa el concepto y se yerra en las consecuencias. (Explotar no es hacer explosión). Pero todavía es peor el emplear palabras con sen­tido contrario al suyo original; como por ejemplo, ocioso (el que piensa), orgía (cena frugal), voluptuosidad (deliquio espiritual). caudillo (el que va detrás, de caude = cola), que hoy día pretenden expresar holgazanería, desenfreno de apetitos sensuales, deleite car­nal y, el que va a la cabeza, respectivamente. Esto en realidad es mentir o sea emplear un término o frase que expresa un objeto, idea o sentimiento distinto del que ocupa en ese momento nuestra mente o nuestra intención.

De frases hueras que no responden a la realidad de nuestro sentir, está plagada nuestra vida de relación; y e1 constante decir y hablar insincero, crea una atmósfera de desconfianza (que es fal­ta de fe en el prójimo) verdaderamente nefasta para conseguir los elevados fines de la fraternidad humana.

En parte por que se teme a la verdad, en parte por malos há­bitos del lenguaje, pocas veces, después de hablar, volvemos al si­lencio sin daño de nuestra conciencia, como decía Tomás de Kem­pis.

No hay pues posibilidad de escalar el plano del espíritu (sea por invocación o evocación) sin la corrección en el lenguaje hablado y sin el exacto empleo de la palabra. La palabra es un poder; tiene la virtud de abrir el arca santa de la espiritualidad. (El mismo poder de invocación y evocación (que hemos refe­rido a la oración tratándose de la palabra) tienen, en general, to­dos los lenguajes insinuantes, como la música y la mímica. Y si tam­bién lo tienen las bellas artes plásticas, como la pintura, la escul­tura y la arquitectura, es por asociación de ideas o mecanismos fi­gurativos; pero no del modo directo y esencial que el lenguaje so­noro).

Las funciones de la inteligencia tienen su incentivo en el plano del sentimiento. Efectivamente, como ya vimos oportunamente en el referido apartado, el primer paso de la función intelectual tiene su origen en el interés, punto general neutral del plano del sentimien­to que nos lleva a la atención. La función mental va precedida de la sentimental y esta de la sensorial. Nosotros elevamos los objetos del conocimiento desde el plano de los sentidos, a través del plano del sentimiento y luego del pensamiento, hasta el plano del espíritu donde los amamos, por que el amor es el conocimiento del plano espiritual.

Claro es que la captación o desviación, más o menos conscien­te, de objetos de conocimiento, tiene su motivo en los complejos de nuestros deseos; y su causa en la finalidad del individuo. El deseo es el incentivo de todos nuestros actos y, entre ellos, nuestros actos intelectuales[3].

Nuestros deseos son fuerzas polarizadas en sentido atractivo o repulsivo, de mayor o menor intensidad. Reprimirlas no es anular­las, sino desviarlas de su cauce. Todo deseo reprimido se oculta en el subconsciente y si no se le busca nuevo cauce, se convierte en un elemento de perturbación psíquica. He aquí la base de la teoría psicoanalítica de Freud.

Siendo los deseos los incentivos de nuestras funciones intelec­tuales, al reprimir aquellos, rompemos la cadena natural de capta­ción de objetos de conocimiento, y esto, si en el plano psíquico pro­duce una perturbación, en el plano intelectual conduce al error.

El error es una relación desarmónica entre la mente que cono­ce y el objeto que trata de conocerse; (la verdad es esa misma re­lación, pero armónica). Por consiguiente, el error es como una mu­ralla que se interpone en el camino de la inteligencia, impidiendo que el objeto

mental llegue hasta la esfera del amor. Por lo tanto el error no ensancha el campo de nuestra conciencia.

De esto deducimos que la represión de nuestros instintos y de los deseos constituye un grave obstáculo para el crecimiento espi­ritual (mediten esto los ascetas); y que, solamente los individuos de suficiente capacidad mental y alta virtud [4] pueden torcer el cauce natural de un deseo, encarrilándolo hacia la sublimación, que es convertir la fuerza de la naturaleza inferior en un acto de crea­ción superior.

Con un ejemplo tratemos de explicar todo esto: El hombre ve a la mujer hermosa, que va a ser objeto de conocimiento y después de amor. La marcha natural de captación de este objeto bello, es la siguiente: Observación con deleite de los sentidos; interés, aten­ción, atracción emotiva, deseo de posesión, meditación, contempla­ción y amor.

Si en esta cadena (sea por prejuicio o necesidad de educación de disciplina) se rompe definitivamente el eslabón del deseo, es decir, se reprime el deseo y su satisfacción; entonces se inicia un complejo causante de íntimas reacciones psicológicas que varían ', según la constitución psico-mental del sujeto[5]. En cualquier ca­so, la represión, (venga por autocensura de origen religioso o social, por exigencias educativas o familiares, por timidez, etc.) impide seguir ascendiendo en la escala del conocimiento. La emoción se yugula y degenera en ansiedad; el interés se desvía por cauces ima­ginativos, que engendran pensamientos sustitutivos de la realidad que se escapa; la atención se introvierte hacia el panorama íntimo de la pasión; la mente lucha entre las suscitaciones incompletas de ' la realidad y de su propio contenido ideológico referente al objeto en  cuestión.

La mujer se ha convertido para el hombre, en este caso, en mo­tivo de reacciones psico-mentales compensadoras, que la conducen, por los recovecos de lo subconsciente, a un concepto erróneo, a un valor mental falso, lógica consecuencia de la impresión dolorosa que le deja lo que se presentía ser objeto de felicidad. Entre pro­ducir satisfacción y producir dolor hay una antítesis evidente que no puede conducir a un mismo concepto ni a un mismo estado de espíritu. Lo que mortifica no se ama. Y por esto existen odios que tienen su origen en la represión de deseos. Y el odio es, al fin y al cabo, error, como se desprende del concepto platónico y agustino ya mentado.

Solamente los titanes de la inteligencia, al modo de Dante, de Wagner o de San Agustín, pueden sublimar sus deseos reprimidos por Beatriz, por Matilde o por la madre de Adeodato respectiva­mente, en las creaciones portentosas de una "Divina Comedia", un "Tristán e Isolda" o unas "Confesiones"[6].

El resumen de la represión en la mayoría de los mortales es la disminución del horizonte de la conciencia. Por esto la anulación del deseo solo debe hacerse a cambio del desarrollo de facultades elevadas. Y esto no está al alcance de los más.

LAS FUNCIONES DEL ESPÍRITU

Siendo la inteligencia una lectura interior o discernimiento, es claro que también con el espíritu se aprende, como hemos visto al hablar de la contemplación y de la intuición. Pero el espíritu no sólo tiene capacidades adquisitivas con vistas al ensanche de la conciencia, sino que tiene potencias y actividades peculiares. Espíritu deriva de spiro = soplar. De esta raíz provienen las palabras inspiración (o acción de introducir el soplo o aliento en el aparato respiratorio; o de actuar el espíritu en el interior, si lo tomamos en sentido trascendente); y expiración (o acción de exha­lar el aliento, si lo tomamos en sentido material; o de exhalar el es­píritu, es decir, morir).

La raíz de soplo o aliento con que se denomina al espíritu, lle­va en si el concepto de vehículo. El soplo no se ve y sin embargo conduce algo. Efectivamente el espíritu es el vehículo de la conciencia; es el transmisor del contenido del YO; es el elemento activo que convierte las intenciones en voliciones, poniendo en acción las potencias íntimas del ser.

Como si una ley dicotómica rigiese las manifestaciones todas del mundo, en el espíritu tenemos que considerar también un as­pecto pasivo, receptivo o centrípeto y un aspecto activo, proyectivo o centrífugo. El .aspecto receptivo está representado por la sencien­cia misma, donde reside esa quintaesencia de los sentimientos que llamamos amor que, a su vez, se manifiesta también en sus dos mo­dos de atracción de lo que se ama y donación a lo que se ama[7]; y el aspecto activo, representado por las intenciones (de intendo = dirigir) que son los estados potenciales de las voliciones (de volo = querer).

La genuina función del espíritu es pues la voluntad. Esta es la fuerza proyectiva que convierte la intención en acción; el noumeno en fenómeno, siempre a través y por medio de la idea o imagen. Al modo como la luz de un foco proyecta, atravesando la placa de cris­tal, la imagen de ésta en la pantalla. Pudiéramos decir que el rayo luminoso de nuestro espíritu, proyecta la idea de nuestra mente so­bre el instrumento material de nuestro cuerpo, realizando el fenó­meno. Causa, modo y hecho, corresponden al por qué., el como, y el que de las cosas.

Pero los estados de conciencia (conocimiento) o de senciencia (sentimiento) antes de convertirse en voliciones, se integran en for­mas potenciales o intenciones, verdaderos poderes o virtudes que dimanan de ese trío esencial que se llaman fe, esperanza y amor. Estas llamadas virtudes teologales o poderes divinos, encierran el germen del resto de nuestras intenciones. La intención que no se basa en la existencia de fe, esperanza y amor, no es verdaderamen­te intención sino deseo o incentivo. Es decir, no es fuerza de espí­ritu sino de deseo. Lo que ocurre es que la fuerza inferior del deseo puede atraer la fuerza eficiente de la voluntad para convertir el de­seo en hecho. A esto puede reducirse todo aquello que denominamos como mala intención o mala voluntad. Pero cuando la iniciativa de un acto corresponde verdaderamente al espíritu, entonces el acto es esencialmente bueno por que el YO, consciente y senciente, es la chispa divina o irradiación de lo Absoluto en el hombre, y por tan­to incapaz de intención mala.

A este YO o esencia humana, en cuanto tiene la propiedad de conocer llamámosle consciencia (o lo que conoce en si) y constitu­ye el núcleo individual (o indivisible) de nuestro ser, es decir el YO superior.



                                                          A. L0S TRES YOES

Es menester distinguir en la naturaleza humana tres integrales de fundamentales diferencias que, haciendo caso omiso de límites impuestos más por necesidades didácticas que por la realidad, corresponden poco más o menos a los conceptos clásicos de Espíritu, Alma y Cuerpo o a los griegos de Nous, Psique y Soma.

Tales son el yo personal, el yo intelectual y el yo consciente. Que pudiéramos representar por el yo, el Yo y el YO, respectiva­mente.

El yo personal (yo), está integrado por el cuerpo con sus ape­titos e instintos, los deseos, pasiones o incentivos y los pensamientos o arquetipos. Todo esto constituye la personalidad (máscara) o parte mortal del hombre.

El yo intelectual (Yo o alma individual) está constituido por el conjunto de ideas y potencias (vocaciones; aptitudes) de la men­te abstracta y por las potencias o intenciones y los modos de volun­tad del espíritu; que todas estas cosas corresponden a la naturale­za inteligible.

Estos dos yoes se refieren exactamente al yo del hábito y el yo de la reflexión, de Condillac, que tanto juego han dado en psico­logía y que han establecido la diferencia fundamental entre la men­te concreta y la mente abstracta, con cuyos conceptos ha quedado solucionado el problema de la naturaleza instintiva o particular y la naturaleza racional o universal. 

El yo consciente (YO) está constituido por la esencia o chispa divina, irradiación de Dios en el hombre; o, en el concepto Paulino, nuestro Cristo interior. El Atman también, de los orientales. (Véase fig. 12).


 LAS INTENCIONES DERIVAN DE LOS
TRES PODERES ESENCIALES DEL ESPIRITU

Amor, fe y esperanza, hemos dicho que constituyen los tres poderes o virtudes esenciales del espíritu humano. 
El amor es el poder de creación y de conservación de la vida. El que ama crea. El hombre de ciencia que crea una teoría, explica un hecho o descubre un fenómeno, es por que antes ha amado al objeto del conocimiento. El artista que pinta un paisaje es por que antes amó aquel aspecto de la Naturaleza; y a1 sentirse atraído por él (cualidad del amor), le consagró después su actividad; es decir: se, dio a él. El que manda construir una casa para su recreo, es por que antes amó la idea de hacerla. Las manifestaciones físicas del amor, crean en lo material, es decir, generan.

Por el amor damos de comer al hambriento, damos enseñanza  al que no sabe y vestimos al desnudo...... Y nuestro espíritu se expande y difunde en la vida de aquel a quien hemos alimentado (por que sin nuestra caridad hubiese muerto) y en la mente de aquel otro a quien comunicamos nuestro pensamiento (sin el cual carecería de ese tanto de inteligencia) y en el vigor de aquel a quien hemos vestido (por que sin ello el frío le hubiese matado). Es bien claro que, si nosotros somos la causa de que florezca en lo físico, en lo espiritual o en lo moral, la vida de nuestros semejantes, nues­tro ser multiplica su vida en la vida de los demás; y este es el único camino de la inmortalidad. La verdadera muerte es pues el egoísmo, que concentra las fuerzas del espíritu en la propia personalidad; y al llegar la muerte corporal, el egoísta se encuentra con el vacío de la forma destruida.

Concebidas así las cosas, resulta bien claro que, por la caridad que es amor, nuestro espíritu trasciende los límites de nuestra indi­vidualidad para verterse, vivir y perdurar en la vida, la inteligencia y el espíritu de los demás hombres.

Todas nuestras intenciones y voliciones creadoras son fruto del amor.

La fe es creencia intuitiva. Es el poder de afirmación. Es el re­conocimiento interno de nuestra naturaleza divina. Por la fe tene­mos seguridad en nosotros mismos y atisbamos los fines esenciales de nuestra vida. La fe es imagen de nuestro espíritu reflejada en la propia conciencia; o dicho de otro modo: nuestras intenciones y voliciones al reconocerse como tales en el espejo de la conciencia, salen revestidas de un poder propio e indudable. Y su acción reper­cute ensanchando el horizonte de nuestra conciencia.

La fe en los demás se llama confianza.

La fe cree sin razonar ni analizar. Es pues visión de espíritu o conocimiento intuitivo. En el aspecto religioso se manifiesta, por un lado, como sumisión a los valores absolutos o divinos (momen­to emocional) y por otro lado, como creencia o aprehensión de dichos valores (momento teorético). Por esto la fe es siempre la vir­tud religiosa por excelencia, ya que nos re-liga con los valores su­premos de la naturaleza divina, sea esta manifestada en el cosmos o en nosotros mismos.

La fe es el poder de donde dimanan todas nuestras intencio­nes de ejecución, consecución y eficiencia (la fe mueve las monta­ñas, se dice). Cuando empleamos el verbo querer, unas veces expresamos con él una volición ejecutiva (quiero hacer esto, deci­mos); y otras veces una volición creadora (te quiero, se dice al ser amado). Hay pues dos clases de querer, que se diferencian en sus potencias de origen. En realidad, el querer creador es amar.

Todo acto que realizamos lleva implícita la fe en el resultado, Si damos un paso hacia delante es por que tenemos fe en que no se hundirá el suelo bajo nuestro pie; si salimos de nuestra casa, es por que tenemos fe en que regresaremos. La fe ciega, que decimos con gráfica expresión, es la fe pura, por que no va mezclada con elementos reflexivos o racionales.

La esperanza es el poder de intelección. La potencia receptiva que preside y enfoca todo ensanchamiento de la conciencia. El hom­bre espera para conocer algo que ignora o para terminar cualquier situación que oscurezca o agobie el horizonte de su conciencia. Por esto, el que ignora, espera saber y el que sufre, espera mejorar su estado.

La esperanza es la potencia de donde dimanan todas nuestras intenciones cognoscitivas. El esperar supone el atisbo de un nuevo estado de percepción, con vistas a una mayor amplitud de concien­cia.

Cuando se tiene la seguridad de que le acaecerá a uno algo malo, no se dice que se tiene esperanza (aunque se espere) sino que se teme. La esperanza se refiere solamente a un estado de mejora­miento con respecto a la situación actual. Sería raro, por ejemplo, decir: "Tengo esperanza de morirme"; aunque si la muerte puede suponer una mejoría del sufrimiento, hay razón de esperarla. Pero aun en este caso, sería por que con ella se presiente el ensancha­miento de conciencia que lleva consigo la cesación del sufrimiento.

Vemos pues que, en resumen, el amor encierra las potencias que se refieren a las manifestaciones del espíritu; la esperanza en­cierra las que se refieren a las manifestaciones de la inteligencia; y la fe las que se refieren a nuestras acciones. Cada una de estas vir­tudes contiene la eficiencia de cada uno de nuestros yoes.


DIFERENCIAS PSQUICAS, MENTALES Y
ESPIRITUALES DE LOS SEXOS

En el ser humano solo existe una fuerza creadora, que puede manifestarse en el polo negativo, como creación sexual, o en el po­lo positivo como creación mental. Buena prueba de esto es que las personas de gran capacidad mental tienen también gran poder ge­nerador. No hemos de insistir aquí sobre las relaciones funcionales y la semejanza anatómica entre los órganos sexuales y los grandes centros ganglionares del encéfalo[8].

Toda función creadora supone ese episodio previo de la con­cepción, que en el hombre, naturalmente, es de tipo mental. El hom­bre concibe en su mente, cuyo órgano es el cerebro. La mujer con­cibe en la matriz, órgano en el cual se condensan sus fuerzas plás­ticas (éteres vitales)[9]. La concepción mental en su aspecto so­mático o cerebral, pone en juego las imágenes de la memoria sensi­ble y las fuerzas correspondientes del éter reflector (Véase "Los cuatro grados de condensación de la materia") también lleno de capacidades plásticas de tipo superior. En la mujer, cuyas fuerzas vitales generadoras son de signo negativo, pasivas o receptoras, ocurre un cambio de polaridad una vez efectuada la concepción; tornándose entonces positivas a los efectos de la gestación o labor formadora de un nuevo ser. En el hombre, las fuerzas creadoras, tanto mentales como sexuales, son siempre positivas, activas y fe­cundantes.

Bajo el punto de vista psíquico, el sexo femenino es intuición y el sexo masculino reflexión. Como se ve siguen siempre manifes­tándose respectivamente los caracteres pasivos y activos de uno y otro sexo. ". En el aspecto sentimental, la mujer tiene más capacidades ad­quisitivas que el hombre; más ductilidad en el mecanismo de sus sentimientos; más facilidad y claridad para las situaciones extremas de simpatía y antipatía.

Pero en el aspecto mental propiamente dicho, el hombre tiene una capacidad muy superior a la de la mujer en todas esas funcio­nes positivas de atención, concentración y meditación. La mujer, aunque generalmente buena observadora, tiende siempre a los as­pectos mentales negativos de la diversión y la distracción. Mucha observación y gran tendencia a la diversión (o diversidad de obje­tos mentales), producen su carácter eminentemente imaginativo. Por esto la mujer puede sobresalir en la literatura; pero ninguna mujer ha producido en las artes y en las ciencias obras de la altura de la Gioconda o la "Capilla Sixtina", o de una 5° Sinfonía beethoveniana, o de "Romeo y Julieta", o de la "Summa teológica" tomís­tica.

En el aspecto espiritual la mujer puede escalar las mismas al­turas que el hombre: Conciencia, amor y fe no tienen sexo. Pero en aquellos aspectos del espíritu puramente intelectivos (abstracción y contemplación) el hombre supera a la mujer por regla general. Y en cuanto a la intuición y la inspiración, tanto pueden darse en uno como en otro sexo; pero en la mujer toma un sentido que trasciende más al corazón que a la cabeza y se manifiesta más en obras de amor que de inteligencia. La esperanza, como potencia de intelec­ción, adquiere más capacidad en el hombre que en la mujer. Esta es más impaciente que esperanzada. En resumen, la mujer es más propicia a las voliciones de creación y ejecución que a las cognos­citivas. Su imaginación (capacidad de crear imágenes) supera a su intelección; su sentimiento supera a su reflexión; su amor supera a su sabiduría.

En el hombre se manifiesta el logos o potencia creadora; en la mujer el soma o capacidad plástica. Así pues, resulta totalmente inútil pretender la igualdad de de­rechos y deberes del hombre y la mujer. Hombre y mujer son seres complementarios pero no iguales. Juntos forman una unidad de or­den superior, que ha querido plasmarse en el matrimonio; e indu­dablemente así es conceptualmente. Pero para que este ideal (abs­tracto por ser ideal) pueda ser una realidad tangible, es necesario que el hombre y la mujer también se complementen en el aspecto concreto de sus existencias. Y aún más; que estén identificados en sus íntimas intenciones para evitar los conflictos de esencia que pudieran comprometer totalmente en la vida, los fundamen­tos básicos de la unión.

       El hecho de la unión de los dos sexos, da pues, posibilidades de plenitud de los fines humanos, que no tiene por si mismo cada sexo aislado. El acoplar las capacidades complementarias, es un designio divino que no podemos desoír. Todo intento de separación de ambos sexos como situación permanente de la vida, es un error conceptual y motivo evidente de conflictos de existencia y de 
difi­cultades en el desarrollo evolutivo del ser humano.


ALFONSO EDUARDO


NOTAS

[1] A1 decir antipático, interprétese en el sentido de valorar su resistencia a las influencias exteriores; pero no en el sentido de considerarle persona rechazable, insociable o falta de atractivo personal. El antipático es el polo opuesto del sugestionable.
[2] Existencia, de ex_sto, estar fuera o sobresalir. O algo que ha salido de la esencia.
[3] Si en el deseo está el incentivo de nuestras acciones, en el espíritu está la intención. Incentivo es estímulo negativo o que atrae; intención es estímulo positivo o que manda. Así pues, entre la atracción o repulsión de un ob­jeto en e1 plano del sentimiento (interés o desinterés), el hombre consciente opta por elegir el camino del deber, que le obliga o no a ocuparse de él por motivos de razón o de amor, guste o no guste.
[4] Virtud es poder (de vir), intención o fuerza de espíritu.
[5] Claro es que, la atracción hacia la mujer es en primer lugar obra del deseo de poseerla. Solamente cuando se ve expedito el camino de esta con­secución, se pasa a conocerla (quo es finalidad de la mente) y más tarde a amarla (que es finalidad del espíritu). Se comprende que el deseo ins­tintivo no puede llamarse propiamente amor.
[6] San Agustín, sin duda por respeto, no nos da el nombre de la excelente mujer que fue su amante y madre de su hijo Adeodato. (Véanse sus "Con­fesiones").
[7] Por que el amor, atrae al ser amado y se da a1 mismo. Es la fuerza de creación y gravitación universal manifestada en el plano espiritual.
[8] Véase mi obra "Curso de Medicina Natural en 50 lecciones
[9] Véase la misma obra citada, pág. 93. Y adviértase que la mujer también puede concebir mentalmente pero con capacidad inferior al hombre.


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