viernes, 8 de marzo de 2019

TEORIA DEL CONOCIMIENTO PARTE II



EL INSTINTO Y LA "CIENCIA INFUSA"

El instinto es una forma elemental de conocimiento. Es el tra­sunto psíquico de las apetencias de la materia viva. El instinto está formado por un complejo consciente de las necesidades y reacciones primarias de la organización. En uno de sus aspectos, trasciende al sentimiento y en otro a la inteligencia, que son los dos caminos de llegar a la conciencia.

Todo ser organizado tiene una serie de apetitos que dimanan de las apetencias químico-biológicas de la materia de que está for­mado. Estos apetitos se organizan a su vez, como incentivos, en la esfera psíquica, convirtiéndose en deseos, que es tanto como quedar reconocidos por la conciencia individual. Aun pueden los deseos transformarse en pasiones cuando entran en la esfera del sentimien­to, subyugando la voluntad y trocándose de medios en fines.

La satisfacción de toda necesidad biológica origina un placer. La busca del placer sin la apetencia, es causa del vicio, que consiste en el mal uso o en el abuso de la necesidad instintiva. Así pues, pasión y vicio, tienen sus más profundas raíces en 1o instintivo. Y de estas plantas diabólicas surge el fruto amargo del dolor.

La inteligencia instintiva o aparente razón con que obran los animales (facultad que los escolásticos llamaban "estimativa") "no versa sino sobre las cosas concretas; no comparan los dos extremos del raciocinio con un tercero universal que comprenda a entrambos; lo que hacen es deducir el particular del particular espontáneamen­te y sin ver la legitimidad de la consecuencia".

Santo Tomás considera en los animales cuatro sentidos inte­riores: el sentido común, la imaginación o fantasía, la estimativa y la memoria: y nos dice, refiriéndose al instinto, sagacidad y pru­dencia con que obran los animales: "En todas aquellas cosas que son movidas por la razón, se descubre el orden de la razón que las mueve, aunque las cosas así movidas carezcan ellas mismas de ra­zón. Así sucede que la saeta va directamente al blanco arrojada por el saetero, como si ella misma estuviese dotada de razón que la diri­ja: y esto mismo se observa en el movimiento de los relojes y de, cuantas obras ingeniosas son debidas al arte humano”.

En cuanto a la "Ciencia infusa" (así denominada en las escri­turas sagradas") que se atribuye a nuestros primeros padres, no se '; refiere, como pudiera parecer, al instinto; tampoco puede identifi­carse con el sentido común, que es la ley lógica y congénita del pensamiento, o sea la capacidad de reaccionar mentalmente de acuerdo con el orden universal. En realidad, la "ciencia infusa" es la intuición innata, de que ya hemos tratado. Por esto, como ya ve­remos, fue perdida por Adán y Eva cuando comieron simbólicamen­te del "árbol de la ciencia del Bien y del Mal" que representa el co­nocimiento racional.


 EL CRITERIO DE VERDAD


             ¿Cómo podemos tener la evidencia de que nuestro conocimien­to es verdadero? 
              He aquí el último problema que nos queda por to­car.

Hay una verdad inmanente que consiste en la concordancia del pensamiento consigo mismo; en la ausencia de contradicción. Pero solamente se da en la lógica y en las matemáticas que no son obje­tos externos. Únicamente tienen realidad en nuestra propia mente; y la certeza de la verdad estriba en la corrección lógica.

Existe otra verdad trascendente que se refiere a los objetos ex­teriores y que consiste en la concordancia del pensamiento con el objeto, según ya dijimos.

El subjetivismo pretende que la verdad depende exclusivamen­te del sujeto que conoce. Así los sofistas, con Protágoras a la cabe­za, que decía: "Panton crematon metron anthropos" (El hombre es la medida de todas las cosas); lo cual supone una posición escéptica, por que toda verdad que no tenga validez universal, deja de ser verdad. Tanto menos, admitiendo la relación genética del pensamiento con el objeto de conocimiento.

El relativismo admite una verdad condicional, puesto que és­ta depende de factores de la realidad exterior. Por esto Platón de­cía que los datos de la experiencia sólo podían proporcionarnos una "opinión", que al fin es una verdad relativa.

El pragmatismo cree que solo es verdadero lo que es útil. Por esto Nietzche dijo: "La verdad no es un valor teórico, sino tan solo una expresión para designar la utilidad". Y Vaihinger añadió: "La verdad es el error más adecuado". Es claro que los pragmáticos parecen desconocer el valor lógico de la razón discursiva, y por es­to sus afirmaciones caen por su base.

La intuición tiene un valor de evidencia completamente subje­tivo, y por esto no puede ser nunca un criterio de verdad. Como di­jo Maier: "Los pensamientos son símbolos de las propiedades tran-subjetivas". Nosotros conocemos las cosas por una formación lógi­ca elaborada con el material fenoménico. Hay pues una concordan­cia de sujeto y objeto cuando la captación mental ha sido correcta­mente hecha, de acuerdo con las leyes del pensamiento. Toda evi­dencia, aunque sea intuitiva "es la forma en que lo lógico se hace sentir en nuestra conciencia". Lo que sucede es que, en la intuición se llega a la certeza inmediata por una especial sensibilización in­telectual de nuestra conciencia.

Una cosa es verdad o no, indepen­dientemente de la velocidad con que la comprendamos:

Las leyes del pensamiento (intuitivo o racional) son siempre las mismas. No cabe una verdad intuitiva que después de meditada vaya contra razón. "No se olvide -dice Ortega y Gasset- que la verdad tiene este privilegio eucarístico de vivir a un tiempo e igual­mente en cuantos cerebros se lleguen a ella".

En resumen:

La verdad inmanente es universalmente aceptable cuando care­ce de contradicción lógica. (Por ejemplo: "Los tres ángulos de un triángulo valen como dos rectos").

La verdad trascendente tiene dos aspectos: Cuando es intui­tiva, y por tanto subjetiva, es aceptable discrecionalmente si no va contra razón, y mucho más si es apoyable por la razón. (Por ejem­plo: "Dios ha ordenado el Universo").

Cuando es objetiva y racional, es aceptable con validez univer­sal, si puede ser demostrada. (Por ejemplo: "Todo cuerpo sumer­gido en un líquido sufre un empuje de abajo a arriba igual al peso del volumen del líquido que desaloja"). Si no puede ser demostra­da, no pasa de constituir una opinión o un dogma, sin más categoría que la de una hipótesis perfectible. (Por ejemplo: "La Tierra es el único planeta habitado").

Pero a la postre, el reactivo específico de la verdad es, como decía Switalski, "la-fecundidad sistemática de los principios". Nin­gún error es fecundo[1].

EL EDIFICIO DEI. CONOCIMIENTO

Por todo lo que llevamos dicho, colígese que el aspecto místi­co o religioso de la especulación filosófica puede irse poniendo de perfecto acuerdo con el aspecto teorético, racional o científico (es decir el "theos" con el "logos", llenando el abismo que tantas ca­tástrofes intelectuales (y aun !ay materiales, con guerras cruentas) ha originado a lo largo de la historia de la humanidad. Poner de acuerdo lo revelado con lo deducido, lo intuido con lo explicado, la fe con la razón, el dogma con la ciencia, el corazón con la cabeza, en suma, será la más útil labor que puedan realizar los filósofos, co­mo con su método analógico y sincrético iniciaron los neoplatóni­cos (Ammonio Sacas, Plotino, Porfirio, Jámblico, Orígenes) y de un modo singular San Clemente de Alejandría; posteriormente de manera genial, San Agustín, luego San Anselmo y Hugo de San Víctor, y en los tiempos modernos la Sociedad Teosófica fundada por H. P. Blavatsky.

Salgamos al paso de manera concluyente contra el aserto del pseudo-sabio positivista y racionalista que no admite más medios de llegar a la verdad que la observación y la experimentación con sus deducciones correspondientes. La revelación y la fe no rezan pa­ra él, ni cree que el ser humano pueda captar la realidad de la exis­tencia del Valor Absoluto por un momento emocional e intuitivo; por un acto de iluminación suprasensible, como ya hemos visto.

Claro es que no todas las mentes son capaces de llegar al co­nocimiento intuitivo de los valores divinos; y así no puede extra fiar que para los ciegos de espíritu sean poco menos que productos de la fantasía las afirmaciones y especulaciones de aquellos otros para quienes llegó la hora de la Verdad trascendente, que no admi­te duda en lo más íntimo de su ser.

Pero digamos con San Anselmo; hay que creer para después saber; que es tanto como decir: hay que sentir para después com­prender; y llegaremos a decir como Anatole France: "Comprender es amar"; con lo cual abocamos a la idea agustiniana de que a la Verdad se llega por la caridad; y aun a la más antigua afirmación platónica que hace del amor (eros) el medio de llegar al conoci­miento.

De aquí el camino errado que siguen esos experimentadores positivistas que pretenden arrancar sus secretos a la Naturaleza, mortificando a seres indefensos con las prácticas necromantes de la vivisección y queriendo hacer pagar a los animales las culpas biológicas de la humanidad mediante la extracción de sueros y an­tígenos varios que no logran realizar la verdad del hecho sanitario.

Ni aun arguyendo que por amor a la humanidad se puede pres­cindir del amor a los animales, debe considerarse lícito el camino del conocimiento por el martirio y por la crueldad. El amor es un sentimiento que debe preceder a la captación de la verdad; y esta hace asequible por virtud de la disposición íntima a que el amor conduce; independientemente del objeto de su preferencia. Es decir que no cabe amar una cosa y despreciar otra con la finalidad de en­contrar una verdad útil a la primera; por que el destino de las cria­turas dentro de la armonía del Universo, exige la búsqueda del bien  común y no la felicidad de los unos a costa del sacrificio de los otros. Esto en cuanto al aspecto objetivo y finalista; que, en cuanto a1 aspecto subjetivo, el sentimiento de amor, o es de carácter universal o deja de ser tal. En resumen: El que ama es por que tiene un alma amante y este estado de conciencia le conduce a la Verdad. 

Los grandes filósofos iniciados y los grandes profetas funda­dores de una doctrina religiosa, merecieron la revelación de la Ver­dad por su disposición íntima de amor a la humanidad.

De todo concluimos que, no puede ser verdadero, pese a las apariencias, el conocimiento conseguido sin caridad.

De aquí el peligro de cultivar la ciencia divorciada de la teolo­gía y aun de la filosofía, como ha ocurrido en la época moderna a partir de "La Ilustración" y de "La Enciclopedia", cayendo en un positivismo de las más graves consecuencias, y no a lo Comte pre­cisamente. Y es que hay que convencerse de que, el conocimiento humano, para no extraviarse del camino de la verdad y conservar esa vitalidad intelectiva que merece el nombre de sabiduría, ha de fundamentarse en estas tres grandes disciplinas de la mente huma­na que se llaman:

Teología
Filosofía
Ciencia

en las que respectivamente se estudian los principios y causas, las leyes y fines y los medios y hechos.

Las ciencias se unifican en la filosofía; los sistemas filosóficos se unifican en la teología. Esta última que es ciencia de Dios como principio ontológico, tiene su raíz en la intuición y en la revelación.

La filosofía, cuando en suprema síntesis alcanza por la razón el campo luminoso de la teología, se llama Teosofía o sabiduría di­vina. La ciencia, en fin, se basa en la observación y la experimenta­ción, estudiando los hechos y sus mecanismos y medios; más cuan­do el conjunto de los hechos empieza a sintetizarse en leyes, enton­ces entra en el campo de la filosofía.

El siguiente esquema nos muestra el edificio del conocimiento, que nos da la clave segura para el ascenso del entendimiento en la búsqueda de la verdad.

Explicación del esquema.


De las sensaciones, por la observación y la experimentación, llegamos al conocimiento de los hechos (o sea el que de las cosas). Las ciencias nos enseñan los mecanismos de estos hechos, y las ma­temáticas a su cabeza nos explican simbólicamente los medios y algunas leyes (el cómo de las cosas). De la comparación y relación de hechos, llegamos por la razón o "logos", al conocimiento de las leyes y fines de las cosas, o sea su para que, por medio de la filoso­fía. De las leyes, por síntesis intuitiva, llegamos al conocimiento de las causas (el por que de las cosas) por Iriedio de una teosofía o sincretismo filosófico por método analógico y  reducción a la unidad. De las causas llegamos a los principios por un sentimiento in­timo de orden espiritual que acaece en nosotros por intuición o ins­piración e indirectamente por revelación; y entramos entonces en el pináculo del saber que es la teología.


Así pues no existe verdadero conocimiento de las cosas si no atisbamos su causa, finalidad y principio (esencia) (1), además de los fenómenos y sus mecanismos, que es a lo que casi exclusiva­mente se ha limitado la ciencia positiva de nuestros tiempos.

El ascenso del conocimiento desde los hechos hasta los prin­cipios constituye el método inductivo; y el descenso desde estos hasta los primeros constituye el método deductivo. Entre los fenó­menos o hechos y los noumenos o causas, encontramos las ideas o modos, cuyo concepto encuadra perfectamente en el concepto de los universales escolásticos y, como hemos visto, también de las ideas platónicas. Las ideas son las formas abstractas de las cosas, refe­ribles todo lo más a género y especie. Por ellas y a través de ellas las esencias (principios) vienen a la existencia. Su descubrimiento por el entendimiento en función de abstracción mental, se traduce en el conocimiento de las leyes y los medios por los cuales los se­res y las cosas vienen a la vida concreta. La idea al individualizarse o concretarse se convierte en pensamiento (primera imagen mental concreta) o arquetipo de cada cosa. Y éste es la forma en función plástica que se traduce en hechos en el mundo tangible. ("La forma es la causa profunda de la acción de los seres", dijo Aristóteles).

Pero las ideas no solo forman parte de la Mente Divina como arquetipos abstractos de la creación universal sino que existen en la propia mente individual del hambre, que de este modo goza del privilegio de su propia creación mental. El conocimiento se ha hecho trascendente por que las ideas de las cosas han pasado a la mente humana; pero también se ha preparado para ser inmanente, por que desde este instante tendrá un contenido propio que irá adquiriendo individualidad por obra de la razón. Como dijo Kant: las cosas se nos dan en nuestras ideas: pero estas ideas no sólo son nuestras, sino que son ideas de las co­sas.

*Para mejor observación de la imagen ticlee la misma.



Solamente comprendiendo que existe una mente universal crea­dora, cuya imaginación o potencia objetiva trae las esencias a la existencia, y que existe asimismo una mente humana individualiza­da, también provista de una capacidad creadora de menor radio de acción pero de la misma naturaleza (¡seréis tanto como Dios, que dijo la serpiente a Eva!) es posible abordar el problema del co­nocimiento.

No basta que, al tenor del concepto kantiano, consideremos los mecanismos de la razón pura por medio de los cuales aprehende­mos del caos de sensaciones que nos proporciona el mundo exterior, un conocimiento en tiempo, espacio y categoría. Es necesario ade­más que consideremos la realidad de los seres y las cosas en cuan­to objetos de conocimiento. Y para esto el esquema precedente nos enseña que tras la forma externa (objeto de la sensación) que no es sino ilusión (o maya oriental) por ser cambiante y perecedera, están las realidades de las ideas y de las esencias o espíritus; y así no seremos como los eternos prisioneros del mito platónico que "de espaldas a la luz, tomamos por realidades las sombras que se pro­yectan en las paredes de nuestro calabozo".

Precisamente en orden al problema del conocimiento, hemos de considerar que, los datos que obtenemos por medio de los sen­tidos, referidos a tiempo y espacio, están condicionados por el hecho de ser captados en un mundo de tres dimensiones. Esto limita la percepción sensorial a darnos un símbolo de la verdadera reali­dad de las cosas; una proyección tridimensional y espacial que no alcanza a darnos la noción del noumeno (la cosa en si), y que es simplemente su apariencia o fenómeno.

Las anteriores consideraciones explican el criterio de finalidad y causalidad con que exponemos todos los objetos de nuestro co­nocimiento, sin cuya condición se pierde la mente en la inconsisten­cia del mundo fenomenal.

Y para mejor comprensión de estos conceptos, vamos a acla­rarlos e ilustrarlos con un ejemplo: Supongamos la planta dé todos conocida con el nombre de patata. Esta planta, como individuo del reino vegetal, se ofrece a nuestros sentidos como un vegetal herbáceo de color verde, de unos 60 centímetros de altura, con hojas alternas, flores blancas de co­rola pentagonal, fruto en baya, raíz provista de tubérculos que con­tienen gran cantidad de fécula; etc. Esta planta, como todas, se re­produce y muere. Hasta aquí nuestra percepción no ha recogido más que un hecho o si se quiere un fenómeno; sabemos que es la patata. Después penetrando por la observación y el análisis en su constitu­ción y funcionamiento, llegamos al conocimiento de su mecanismo (integrante también del fenómeno patata), por medio de los datos concretos que, sistematizados, nos proporcionan las distintas cien­cias biológicas (física, química, etc.) sintetizadas en la botánica.

Pero, ¿cómo ha llegado a ser la patata? La patata ha sido construida mediante un pensamiento concreto que es el modo y la fuerza de su realización; exactamente de una manera análoga a co­mo el arquitecto construye la casa según su pensamiento plasmado en el dibujo del plano correspondiente. Sin este plano (dibujado o no) que es mente concreta, no podría haber casa; como no podría haber patata sin el arquetipo plasmado por la mente divina. Y den­tro de este arquetipo hay detalles, como por ejemplo la flor penta­gonal, cuya realización requiere, por parte de la Naturaleza, una operación de cálculo geométrico que asegura la exactitud de su for­ma. Hay un pensamiento matemático que garantiza la forma de la corola, 1a disposición de hojas y ramos en el tallo (filotaxia) -y aun la disposición y magnitud de los vasos circulatorios en sus te­jidos. Como decía Platón, recordando a los pitagóricos: "Dios geo­metriza".

Y esta forma del arquetipo constructor que tiende a convertir­se en acto, es a su vez una concreción de una idea genérica (el gé­nero solanum) que a su vez lo es de otra idea más abstracta: la idea de planta. Y esta no es sino un modo de vida.

Y esta vida de la patata, ¿para qué? Entramos en la investiga­ción de los noumenos. La experiencia y el análisis químico nos di­cen que sirve como elemento de nutrición de la vida animal. Pero, ¿ha sido creada la patata por el Hacedor para servir de alimento? ¿O ha sido creada sin el designio de la posibilidad de que fuese utilizada por la vida animal? En este caso no ha sido creada para esto. Y habrá que buscar otra finalidad cierta mejor dicho, su úni­ca y verdadera finalidad, sin cuya investigación podemos asegurar que no conocemos aun lo que es la patata. Como no conocemos el verdadero ser de una persona que va de mecánico al volante de un automóvil, y luego puede ser un médico o un abogado. No es para esto, pero puede hacer esto en determinados momentos.

Sin pretender resolver el problema concreto de la finalidad de la patata (que probablemente es de orden alimenticio) si queremos señalar en este ejemplo las rutas del conocimiento- Más en cuestión de investigación de noumenos, suele valer más un momento de ilu­minación intuitiva que muchos años de razonamiento: aunque tam­bién es cierto que, la suma de razones aboca en la intuición o, por lo menos, predispone a ella. Nuestro esquema recoge esta verdad.

Llegamos a una última cuestión: ¿Por qué ha sido creada la pa­tata para servir de alimento? Puede admitirse lógicamente una con­testación como la siguiente: "Por que Dios ha previsto la necesi­dad, impuesta por Él, de que la fécula de la patata sirviese como combustible en el trabajo del músculo y su jugo contribuyese a la eliminación de los residuos úricos de dicho trabajo". Todo esto, claro es, supone una coordinación y una armonía en el orden univer­sal. Este porque, es la voluntad de existencia de la patata, en perfecta concordancia con la voluntad de existencia del animal que con ella se alimenta. Lo cual equivale a decir que ambos seres, tan dis­pares en la vida material, están unidos en esencia. Es más, son el mismo existir en distintas etapas de la continua transformación de la vida. Prueba de ello es que la patata un día, después de asimilada, será carne animal (o por lo menos puede serlo).

En el plano de la esencia (lo que es por si) termina la capaci­dad de nuestro conocimiento. Después cabe la intuición de Dios como Principio Creador.


Ahora bien; si hemos errado en el camino del conocimiento, podemos tener una comprobación de orden experimental. El alimen­to patata de nuestro ejemplo, armoniza bien con el organismo del animal vertebrado, por que tienen la misma esencia. Pero el alimen­to carne --por ejemplo- no armoniza con el organismo del cana­rio (pongamos también como ejemplo de vertebrado) por que no tiene la misma esencia; y surge el conflicto patológico y el animal enferma si nos empeñamos en hacerle ingerir este alimento, no obs­tante que tiene músculos como otros animales que si viven de car­ne y pudiera parecer que la carne no puede perjudicar al que de carne está hecho. Pero todas estas razones de tipo químico y mor­fológico no bastan para llevarnos por el camino de la verdad si despreciamos el conocimiento de los principios de creación. El con­flicto y la desarmonía en el plano físico son las señales evidentes de nuestro desconocimiento, que ocasiona conflictos de esencia[1].


Estas consideraciones nos orientan hacia las legítimas rutas del entendimiento que convergen en el origen de la verdad[2]. Pero cabe preguntarse, ¿cómo conocer la identidad de esencia de dos se­res dispares? ¿Cómo diferenciar en esencia a dos seres de la misma apariencia?

Sí, como dijimos, la patata está unida en esencia con el verte­brado, por que puede incorporarse armónicamente a su existencia, (y en e1 fondo responden a una misma idea de existencia), pode­mos agregar que, aparte la experiencia biológica, cabe inducirla o intuirla de hechos simbólicos que tienen todo el valor de signos esenciales de creación. Podemos decir con una expresión casi mate­mática: Igualdad de esencias equivale a complemento de existen­cias. Y estos signos simbólicos que nos revelan esta relación, suelen presentársenos en el campo de la mente como complementos que se resuelven en una unidad de orden superior. Así la luz roja es complementaria de la luz verde por que tienen un mismo origen esencial: la luz blanca en la que conjuntamente se resuelven. La hemoglobina roja de la sangre animal y la clorofila verde del pig­mento vegetal, se complementan por su común origen esencial (el núcleo químico del pirrol) y lo demuestran sus valores armónicos en cuanto al fenómeno nutritivo del animal que ingiere el vegetal. En este caso los colores rojo y verde son los signos simbólicos o esenciales de creación[3].

Y vamos al otro caso. Supongamos dos seres de la misma es­pecie: un hombre y una mujer, por ejemplo. Estos dos individuos pueden formar un matrimonio armónico y perfecto si se identifican en finalidad o causación; es decir, si están coordinadas sus volun­tades de existencia. Y en este caso son complementarios. Pero pue­de ocurrir que sean dispares en sus noumenos; que las finalidades de sus vidas no armonicen (como en el caso de que uno de ellos tenga como misión en la vida ser instrumento del mal y el otro lo sea del bien) y en este caso no podrán complementarse y surgirá e1 conflicto de esencia, que en este ejemplo lo es también de exis­tencia (aunque esto sea cuestión evolutiva y no de principio).


Es decir que las semejanzas específicas (o que dependen de pertenecer a la misma especie), dimanan del plano de las ideas crea­; doras, pero no implican necesariamente que haya identidad de principios. Entre Nerón y un San Francisco de Asís no hay posibilidad  de encontrar un acuerdo esencial aun siendo los dos del género hu­mano y aún de razas muy próximas.


Ahora iremos comprendiendo el engaño, la ilusión o maya en  que nos sume el espectáculo del mundo material si no sabemos pro­fundizar en las verdaderas realidades que hay tras las apariencias fenomenales. Mucho habría que decir a este respecto (y parte lo hemos dicho en otra obra nuestra[1] en lo que se refiere al cono­cimiento de los problemas de salud y enfermedad. Sugestionados los médicos por las formas aparatosas de ciertas enfermedades y las colaboraciones microbianas infectantes, se dirigen a la modifi­cación del mecanismo patológico, olvidando totalmente la esencia (es decir finalidad), razón de ser, del fenómeno morboso. Y de esto resulta una terapéutica supresiva de efectos, pero no correctora de causas, cuya crítica hemos hecho extensamente en nuestra citada obra; limitándonos aquí a llamar la atención sobre el camino que debe emprenderse para llegar al conocimiento de la realidad del hecho patológico.

Cuando Gautama, el Buddha, presenciaba el espectáculo cruel de la naturaleza física, en la que unos seres, para subsistir, devo­raban a los otros, llególe el dolor a lo profundo de su corazón y pensó en buscar un mundo superior en el que no hubiese conflictos ni sufrimiento. Y retiróse al bosque para meditar y pensó durante años hasta que, bajo el árbol boddhi encontró la iluminación y la sabiduría. Y halló no otra cosa que el mundo de las esencias donde se encuentra la infinita paz del espíritu, que nos libra de caer en la rueda alocada de la existencia. O por mejor decir, aprendió a pasar por este mundo de las apariencias fenomenales sin perder de vista sus realidades superiores y sin caer en las consecuencias que dima­nan de la falsa apreciación de los hechos. Y este conocimiento fue su doctrina de liberación, que seiscientos años después ratificó Jesucristo al decirnos: "La verdad os hará libres".

El problema del conocimiento es pues un problema de reden­ción que ya planteó genialmente Ricardo Wagner en su famosa te­tralogía de "El Anillo del Nibelungo", en la cual la espada Nothun­ga del conocimiento intuitivo, esgrimida por el rebelde Sigfredo, es arma de liberación por virtud de la cual al fin "solo triunfa el Amor". El amor que es conocer, recordando el concepto agustino, y que es, por consecuencia, liberación.

Colígese de todo esto la importancia que tiene en la vida del hombre, hallar la verdadera ruta del entendimiento, hollada a lo largo de los siglos por "los pocos sabios que en el mundo han sido".

ALFONSO EDUARDO




[1] No hemos de confundirlos con los conflictos de existencia. Un ejemplo de éstos es el tigre que se come a la gacela. Hay conflicto (lucha, dolor, muer­te) pero con una finalidad nutricia en la que la carne del herbívoro armo­niza perfectamente con el organismo del felino. No hay pues conflicto esencial. El tigre obra con el conocimiento instintivo y según su naturaleza.
[2] La verdad es el reconocimiento de un ser ideal o material por la mente. Puede existir el acto sin su verdad; pero no la verdad sin el acto. La ver­dad es una relación como vimos. (Recuérdese la famosa discusión sobre este tema, entre Husaerl y Heidegger).
[3] 5i supiésemos valorar los signos esenciales Simbólicos en las manifestacio­nes de la vida, conoceríamos muchas cosas hoy ocultas.




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