miércoles, 10 de abril de 2019

El Ramayana - PARTE I



Fuentes 

 VALMIKI es un nombre casi tan oscuro como Homero. Él fue, sin duda, un brahmán de nacimiento, y estrechamente conectado con los reyes de Ayodhya. Él recogió canciones y leyendas de Rama (posteriormente llamadas Rama -Chancha, en diferenciación de Parashu- Rama), y probablemente algunos añadidos fueron hechos a su trabajo en un momento posterior, particularmente el Uttara Kanda. Se ha dicho que él ha inventado el metro shloka, y que se debe a él la forma definitiva del lenguaje y el estilo de los poemas épicos indios. De acuerdo con el Ramayana, fue un contemporáneo de Rama, que amparó a Sita durante sus años de solitario exilio y enseñó el Ramayana a sus hijos Kusa y Lava. Lo esencial del Ramayana, en su forma más simple la historia de la recuperación de una novia raptada, no es diferente de otra gran epopeya, la Ilíada de Homero. No parecería, sin embargo, aunque una visión lo sugiriera, que la Ilíada derivara del Ramayana: es más probable que ambas epopeyas se remonten a fuentes legendarias más antiguas que 1.000 años a.C. 

La historia de Rama es relatada en uno de los Jatakas, que puede ser considerado como una versión más corta, una de las muchas entonces corrientes. Probablemente en un momento durante los últimos siglos anteriores a Cristo las versiones corrientes de la saga de Rama fueron recogidas por el poeta Brahmán, y formuladas en una historia con una trama coherente; mientras que su forma completa, con el Uttara Kanda agregado, podría ser tan tardía como del año 400 d.C. 
Como un conjunto, el poema en su última redacción parece pertenecer esencialmente a la fase más primitiva del renacimiento hindú, y refleja una cultura muy similar a la visiblemente representada en los frescos de Ajanta (siglos I a VII d.C.); pero por supuesto el tema es mucho más antiguo. 
La versión dada en el presente volumen asciende a aproximadamente un vigésimo del Ramayana total. Es una traducción condensada, en que todos los contenidos esenciales están incluidos; mientras que ha sido excluido todo episodio o personaje para el cual el original no ofrece autoridad. 

Ética del Ramayana 

 Hasta el más insignificante rasgo de las epopeyas de Valmiki se fundan en su notable presentación de dos sociedades ideales: una idealmente buena y otra idealmente malvada. Es como si extranjera de la vida humana una moralidad casi pura y una inmoralidad casi pura, sólo moderadas en la medida que la opuesta virtud de la trama lo requiere. Así él hace resaltar fuertemente el contraste entre la bondad y la maldad, del modo en que esos valores se presentaban a los moldeadores de la sociedad hindú. Dado que debe entenderse que no sólo los legisladores, como Manu, sino también los poetas de la antigua India concebían su propio arte literario, no como un fin en sí mismo, sino enteramente como un medio para un fin —y ese fin, como la más cercanamente posible realización de una sociedad ideal—. Los poetas eran prácticamente sociólogos, que usaban el gran poder de su arte deliberadamente para moldear el desarrollo de las instituciones y para formular ideales para toda clase de hombres. El poeta es, de hecho, el filósofo, en el sentido nietzscheano de uno que está. detrás y dirige una evolución de un determinado tipo. 

Los resultados han probado la sabiduría de los medios elegidos; dado que si la sociedad hindú ha alcanzado alguna vez el ideal o ideales que han sido la fuerza guía en su desarrollo, ello ha sido a través de la exaltación del héroe. Los Vedas, en realidad, pertenecían esencialmente a los intelectuales; pero las epopeyas han sido traducidas en cada lengua vernácula por poetas, como Tulsi Däs y Kamban, comparables en capacidad al mismo Valmiki. Lo esencial de las epopeyas, además, al igual que muchos de los Puranas, es familiar no sólo a los literatos, sino a todos los incultos, sin exceptuar mujeres, por constante recitación, y también por medio del drama, en canciones folklóricas, y en pinturas. Hasta los tiempos más modernos ningún niño o niña hindú crecía sin familiarizarse con la historia del Ramayana, y su más alta aspiración era ser como Rama o Sita. 

El origen mítico de las castas 

En el Ramayana y en las Leyes de Manu (500 a.C.) encontramos una documentación completa del sistema ideal hindú del color (casta). El origen mítico del color, según Manu, es como sigue: brahmanes surgen de la boca, kshatriyas del brazo, vaishyas del muslo y shudras del pie de Brahma. Este mito es real en un sentido alegórico; y es usado más literalmente para dar confirmación divina a todo el sistema. Pero no debe suponerse que Manu y Valmiki describen un estado de sociedad existente realmente en algún momento dado en toda la India. La historia de la sociedad hindú podría ser mucho mejor descrita en términos de grados de aproximación o divergencia de los sistemas de los utopistas Valmiki y Manu. Cuanto de fuerte es todavía su influencia, comparada incluso con la fuerza de la costumbre, se expresa en el hecho de que es actualmente la aspiración de muchos reformistas no abolir de ninguna manera el sistema de castas, sino gradualmente unir subcastas hasta que ninguno, salvo los cuatro principales colores, permanezcan como divisiones sociales efectivas. 

Este desarrollo, combinado con cierta previsión de la transferencia de una casta a la otra de aquellos que pueden y quieren adoptar las tradiciones y aceptar la disciplina de un color superior, es lo que también desearía el presente autor. La transferencia de castas, o la adquisición del color, está continuamente ocurriendo aún ahora, por la absorción de tribus aborígenes dentro del sistema hindú; pero historias como las de Vishvamitra ilustran la inmensa dificultad teórica de esos ascensos. Contra esta extrema exclusividad se han levantado en la India muchas protestas, la más notable ha sido la de Buda, quien lejos de aceptar el derecho divino de un brahmán por nacimiento, enseñó que: 

No por nacimiento se convierte uno en brahmán: 
Sólo por sus acciones se convierte uno en brahmán. 

 La fuerza del principio hereditario siempre ha prevalecido contra estas reacciones, y a lo sumo lo que realmente han conseguido los reformistas es crear nuevos grupos de castas. 

La sociedad ideal de Valmiki 

Examinemos ahora muy brevemente la naturaleza de la sociedad ideal de Valmiki. Desde el principio nos impresiona por su complejidad y por el alto grado de diferenciación de las partes interdependientes que la constituyen. Se fundamenta en la concepción de graduación de rango, pero ese rango es dependiente, no de la riqueza, sino sólo de cualidades mentales. La doctrina de la reencarnación está dada por sentada; y el concepto del karma (que el fruto de las acciones produce inevitablemente fruto en otra vida) es combinado con ella, por lo que la teoría lógicamente concluye que el rango debe determinarse sólo con la herencia. El que merecía nacer como un brahmán nació como un brahmán, y el que merecía nacer como un shudra nació como un shudra. 

Ésta es la teoría que encuentra expresión práctica en el sistema de castas, o, como es conocido por los indios, el sistema del «color» (yama), en lengua moderna vernácula, «nacimiento» (jati). Fundamentalmente hay cuatro colores: el brahmán, los sacerdotes y filósofos; kshatriyas, la clase dirigente y caballeresca vaishyas, comerciantes y agricultores, y shudras —sirvientes de las otras tres, que son los únicos con «doble -nacimiento», esto es, reciben iniciación sacerdotal tempranamente al adquirir la virilidad—. A parte de éstas, hay un vasto número de subdivisiones de las cuatro clases principales, que surgen teóricamente de matrimonios mixtos, y distinguibles en la práctica como castas de ocupación. Para cada color hindú la teoría reconoce unos deberes y una moralidad (dhamma): seguir cualquier casta que no sea el propio-dharma de un hombre constituye un pecado sumamente terrible, que merece un castigo. 

En este concepto del propio-dharma aparece inmediatamente la profunda distinción del hinduismo de cualquier otra moral absoluta, como el mosaico o el budismo. Para coger un ejemplo concreto, el Decálogo Mosaico formula el mandamiento «No matarás», y este mandamiento es nominalmente obligatorio para el filósofo, el soldado y el comerciante —una posición un tanto ilógica—. 
Pero el hinduismo, influido como estaba por la doctrina de ahimsa, benevolencia, no intenta imponerlo sobre los kshatriyas o shudras: son el ermitaño y el filósofo sobre todo quienes no deben matar o herir ninguna cosa con vida, mientras que los caballeros que ceden, en caso de necesidad, y dan muerte a hombres y animales no serían dejados de alabar como humanitarios, sino culpables como quien ha dejado de cumplir su moral-propia. Esta misma cuestión es presentada en el Ramayana, cuando Sita sugiere a Rama que, como ellos están ahora morando en el bosque, sitio de los ermitaños, ellos deberían adoptar la moral yogi, y abstenerse de dar muerte, no sólo a bestias, sino aun a los rakshasas1[1]; pero Rama responde que él se siente obligado tanto por sus deberes de caballero, como por la promesa de proteger a los ermitaños, y que él debe obedecer las ordenanzas de la caballerosidad. 

En su forma extrema esta doctrina de propia -moral sólo ha sido completamente puesta en práctica en la edad de oro, cuando nadie salvo los brahmanes practicaban ascetismo, o alcanzaban la instrucción perfecta; en la segunda época los brahmanes y los kshatriyas fueron igualmente poderosos, y se dice que en esa época Manu compuso los shastras (textos jurídicos) estipulando las obligaciones de los cuatro vamnas; en la tercera época los vaishyas también practicaron austeridad, y en la cuarta aún los shudras se entregaron a penitencias austeras. Así las cuatro épocas representan un progresivo deterioro de una teocracia ideal a una completa democracia. 

En el tiempo de Rama el comienzo de la cuarta época ya está anunciado por el shudra que se convirtió en yogi, y fue muerto por Rama, no tanto como un castigo sino para evitar la consecuente alteración de la sociedad, ya manifestada en la muerte de un niño brahmán. En una sociedad aristocrática como la contemplada por Valmiki, la severidad de la disciplina social se incrementa hacia la cima: aquellos que tienen más poder deben practicar un mayor autocontrol, en parte debido a la noblesse oblige, parte debido a que esa austera disciplina es la condición necesaria sin la cual el poder podría rápidamente desaparecer. Es necesario recordar este carácter esencial de una sociedad verdaderamente aristocrática, si deseamos comprender algunos de los más significativos, y para el demócrata e individualista los más incomprensibles y indefendibles, episodios del Ramayana. 

Sobre el kshatriya, y sobre todo sobre el rey, recae el deber de mantener el dharma; por ello él debe no sólo proteger a los hombres y a los dioses contra la violencia, como dando muerte a los rakshasas, sino que debe, para dar el ejemplo, ajustarse a las reglas de la moral aceptada, aun cuando esas reglas no tengan para él personal significancia. Es así que Rama repudia dos veces a Sita, aunque siempre estuvo satisfecho en su propia mente de su completa fidelidad. Este repudio de Sita forma el elemento más dramático y remarcable de toda la historia. 

Rama y Sita son reunidos después de un año de separación, y al término de un largo y arduo conflicto: en ese momento, en que un sentimiento moderno demandaría un «final feliz», se hace una suprema prueba de carácter para ambos, y la tragedia final es sólo pospuesta por la aparición de los dioses y la reivindicación de Sita por ordalías. En estos trágicos episodios, que forman la crisis moral culminante en las vidas de Rama y Sita, Valmiki está justificado tanto como maestro y como artista. La sociedad ideal de Valmiki está casi libre de pecado, por ello él es el más capacitado para exhibir el largo alcance de los efectos de un mal proceder de individuos aislados y de errores singulares. Aún Kaikeyi no es hecha innoble: ella es sólo muy joven, ciega y testaruda; pero toda la tragedia de la vida de Rama y el cumplimiento de los propósitos de los dioses supremos son consecuencia del mal proceder de ella. Contra este mundo humano de la Edad de Plata es dibujado el mundo inhumano y lleno de pecados de los rakshasas, donde la codicia y lujuria y violencia y engaño reemplazan a la generosidad y autocontrol y amabilidad y verdad. 

Pero estas malvadas pasiones están aparentemente dirigidas contra hombres y dioses y todos aquellos que son ajenos a los rakshasas: entre ellos mismos existen el cariño filial y la suprema devoción de la esposa, hay coraje indoblegable y la más franca lealtad. La ciudad de los rakshasas es preeminentemente justa, construida por Vishvakarman mismo; ellos practican todas las artes; aman a los dioses, y mediante la austeridad y penitencia consiguen grandes regalos de ellos: en una palabra, ellos florecen como el laurel, y si son malvados, por lo menos no son innobles. Entre ellos se encuentra alguno, como Vibhishana, que de ninguna manera es malvado. Después de todo, entonces, estos rakshasas no son inhumanos, sino que su condición es una imagen del a-dharmic, los perversos, aspecto de la sociedad humana —una alegoría que todos entenderíamos si nos fuese presentada hoy por primera vez como en Los Pingüinos, de Anatole France. 

  La historia 

El asedio de Lanka se cuenta extensamente y con un humor grotesco en el original. Pero su violencia es redimida por muchos incidentes de caballeresca delicadeza y lealtad. Ravana, una vez muerto, es recordado por Rama como un amigo; Mandodari se apena por él como Sita podría apenarse por Rama. La historia está llena de maravillas, pero el elemento mágico tiene frecuentemente un significado profundo y no está meramente adornado fantásticamente. Todos los grandes poderes que poseen los protagonistas de un lado y otro son presentados como conseguidos por autocontrol y concentración mental, no como el fruto de un talismán adquirido fortuitamente. Así el conflicto se convierte, en última instancia, en un conflicto del carácter con el carácter. Tomemos otra vez el caso de las armas mágicas, provistas del poder irresistible del hechizo. Hanuman es fulminado y paralizado por una de ellas, pero no bien se agregan lazos reales a la fuerza mental él es liberado. Aquí, seguramente, hay clara evidencia de un temor al principio según el cual fortalecer el poder de la sabiduría con la violencia es una política inevitablemente inútil. 

De esa forma, el significado del Ramayana de Valmiki es claro para aquellos que lo leen o releen atentamente, y su duradera influencia sobre la vida e ideales de carácter de la India cobra significado fácilmente. Es casi imposible conocer este aspecto del mito de Rama y Sita sin lamentar que este gran medio de educación fuera eliminado de los sistemas de educación modernos en la India —en nombre de la neutralidad religiosa—. Dado que no sería ir demasiado lejos si decimos que alguien no familiarizado con la historia de Rama y Sita puede ser realmente considerado ciudadano de la India, ni informado sobre moralidad como lo concebían los más grandes maestros de la India. Tal vez uno debería ir más lejos y decir que nadie no familiarizado con la historia de Rama y Sita puede ser considerado un verdadero ciudadano del mundo. 

  El Ramayana como poema épico animal 

Aquí y allá a través del mundo encontramos murmullos y ecos del gran poema épico animal del hombre primitivo. En su conjunto no existe más; no es aún posible recuperarlo. Sólo puede ser adivinado a través, e inferido a partir, de un indicio aquí y un fragmento allí, Pero en ningún sitio del mundo moderno es tan abundante el material para su restauración como en la India. Hasta hoy en la imaginación india hay una singular simpatía por las expresiones de los animales. Un hombre o un niño, tanto amables como sencillos, contando alguna historia del ratón o la ardilla, llevarán el cuento a un clímax haciendo los mismos chillidos y movimientos de la criatura que ellos han observado. Se asume instintivamente que al menos los sentimientos fundamentales, sino los pensamientos, de los seres de piel y plumas son casi como los nuestros. Y es aquí, seguramente, en esta rápida interpretación, en esta profunda intuición de afinidad, donde encontramos rastros reales del temperamento que condujo tiempo atrás a la creación del budismo y del jainismo, las honorables creencias. 

La gente india es humana, y la crueldad ocurre entre ellos ocasionalmente. 
El hecho de que es comparativamente poco frecuente es probado por la familiaridad y falta de temor de todos los pequeños pájaros y bestias. Pero en esta actitud inconsciente de la imaginación india, en su mímica y rápida percepción de la mitad alegría, mitad patetismo de las criaturas indefensas, tenemos una verdadera herencia de la niñez del mundo, de aquel primitivo tiempo en que el hombre juega y en que las cosas de cuatro patas son sus hermanos y compañeros. Este espíritu caprichoso, este feliz sentimiento de hermandad, nos habla a través de las historias-nacimiento budistas (Jatakas), con un sentimiento similar al que lo hacen las fábulas de Esopo o los cuentos del Tío Remo. 

Los Jatakas, es cierto, tratan de la fauna como vehículo de una alta filosofía y un noble romance, en lugar de hacerlos meramente ilustrar sabios proverbios, o señalar gracias domésticas. El amor de Buda y Yashodara formó la leyenda poética de su época, y no había nada incongruente a la mente de ese período en hacer participar a los pájaros y bestias como actores frecuentes en su drama. 
Los cisnes son los predicadores del evangelio en las cortes de los reyes. Las manadas de ciervos, como los hombres, tienen entre ellos jefes y aristócratas, que darían su vida por aquellos que los siguen. Incluso aquí, vemos en funcionamiento la clara mentalidad aria, reduciendo a orden y distinción la maraña de hilos de un conjunto de ideas mucho más antiguo. 

De esa sustancia antigua nacen las tendencias que aparecerán una y otra vez en los grandes sistemas teóricos de los tiempos posteriores. A partir de ella se dio forma a los héroes, tales como Hanuman y Garuda, que salen al ruedo en cada nueva formulación de la idea hindú, como figuras ya familiares, para sumarse a su acción. Lo que echamos de menos a través de toda la poesía con esa gradual arianización es el elemento de asombro —porque éste, si bien está presente, disminuye constantemente—. La mentalidad aria es esencialmente una mente organizativa, crecientemente científica, crecientemente racional en su perspectiva de las cosas. 

El color y capricho que hicieron a las mitologías primitivas tan ricas en estímulos para la imaginación son casi siempre la contribución de razas más antiguas o más infantiles. Para la humanidad, en sus primeras horas, parecía haber en los animales algo divino. Su incapacidad para expresarse, desaparecida poco tiempo antes del propio discurso del hombre, constituía un oráculo. Sus modos de vida ocultos, que repentinamente iluminaban el camino, eran sobrenaturales. La pálida inteligencia que miraba por entre sus ojos parecía como si fuese una gran benevolencia, no alcanzable o desentrañable por un pensamiento mortal. ¿Y quién podría decir cuál era la sabiduría acumulada detrás de la pequeña vieja cara del mono gris del bosque, o atesorada por la víbora enroscada en su agujero junto al árbol? 

La atracción del animal 

Con toda la capacidad de maravillarse de un niño, el pensamiento del hombre jugaba alrededor del elefante y el águila, el mono y el león. Muchas tribus y razas tuvieron su propios animales místicos, medio adorados como dioses, medio sospechosos de ser un ancestro. Con el desarrollo de grandes sistemas teológicos todo esto fue reglamentado y organizado. De ser dioses ellas mismas las míticas criaturas mitad-hombre descenderán, para convertirse en vehículos y compañeros de los dioses. Una de ellas sería montada sobre el pavo real, otra sobre el cisne. Otra sería acarreada por el toro, otra por la cabra. Pero en este mismo hecho hay una declaración implícita de asociación divina de subordinación. El emblema así constituido va a marcar un compromiso, una síntesis de dos sistemas, dos ideas —una relativamente nueva y otra incomparablemente más antigua y más primitiva—. 
Dado que el mismo proceso que hace al décimo libro del Rig-Veda tan marcadamente diferente de sus predecesores, puesto que como en él la conciencia religiosa de la gente que se expresa en sánscrito ha comenzado a tomar nota de las concepciones indígenas de las gentes de la Tierra, es característico del aumento en la conciencia del hinduismo a través del período histórico. 

El cerebro ario, con su provisión de grandes dioses-naturaleza —dioses del cielo y sol y fuego, del viento y agua y tormenta, dioses que tendrían tanto en común entre ellos, del principio al fin de la mitología aria, desde el Hellespont al Ganges—, ha tenido gradualmente que reconocer e incluir las deidades más antiguas, más indefinidas, más oscuramente cósmicas de otras poblaciones asiáticas. Este proceso está perfectamente claro y puede trazarse históricamente. Sólo tienen que ser asumidos y enumerados los elementos contrarios. Del crecimiento de la mitología de Indra y Agni, de Vayu y Varuma, podemos decir muy poco. Con toda probabilidad ha nacido fuera de la India, y traída allí, como a Grecia, en un estado de madurez. Y similarmente, no podemos seguir los pasos por los que la imaginación india llegó a concebir el universo, o el dios del universo, como el Cabeza-de-Elefante. Obviamente, la idea nació en la misma India, donde los elefantes recorrían el bosque y vadeaban los ríos. La aparición de la misma adoración en países como China y Japón es claramente una reliquia de alguna antigua influencia religiosa traída desde el lejano Sur para ser impuesta sobre ellos. 

El Cabeza-de-Elefante 

¿Qué es lo que realmente se significa con este Ganesha, o Ganapati, Señor de las Multitudes, o era inicialmente Señor del Territorio? ¿Cuál es el significado de esa cabeza blanca de elefante surgida de ese cuerpo rojo? Ciertamente es inmenso y cósmico. ¿Es él la nube blanca reluciendo en la tarde contra el sol carmesí? En cualquier caso él permanece hasta la actualidad como el dios del éxito y de la astucia. Su atributo divino es sencillamente el de satisfacer todos los deseos. Se le debe adorar al inicio de todos los cultos, para que éstos sean satisfactorios en sus intenciones — una comprobación segura de prioridad duradera—. En Japón se dice que es conocido como el dios de los pueblos, y que tiene algo un poco grosero en su culto. 

En sí mismo esto muestra su gran antigüedad, aunque como señor de los pueblos de la India no puede ser tan antiguo como los de la India austral, que siempre están dedicados a la Madre-Tierra, con un altar de piedra tosca. ¡Qué bien podemos penetrar dentro de la delicadeza y asombro del hombre indio primitivo a través de este gran dios! Las profundidades de la noche parecen ser su inmensa forma. Toda la sabiduría y todas las riquezas se encontraban en sus gigantes manos. 
Él daba la escritura. Él daba la riqueza. Él era el mismo universo estelar. El éxito era conferido por él. Todo lo que existía estaba contenido en él. ¡Qué natural era que él fuera el Realizador de Deseos! Ganesha no es la deidad de la gente que teme su dios. Él es amable, tranquilo y amigable, un dios que ama al hombre y es amado por él. En su imagen están escritas una benevolencia genuina y una cierta sabia destreza. Pero no es él el dios de alguna concepción teológica. 

Él es obvio, simple, capaz de ligera grosería, lleno de tosco vigor y primaria masculinidad, destinado desde su nacimiento a un futuro maravilloso, tanto en la fe como en el arte, como vanguardia de todas las tareas que hay que emprender para el éxito. Menos antiguo que la primitiva madre de los pueblos Dekkan, él era sin embargo, puede ser, el comienzo de un culto organizado. Él era ya viejo cuando el budismo era joven. Sobre todo, él no es el dios de los sacerdotes, ni de los reyes, ni siquiera de teocracias ni tampoco de naciones, pero con toda probabilidad lo es de esa vieja y difusa cultura mercantil, la civilización de los Bharatas. Hasta la actualidad él es el dios principal de los comerciantes, y es un hecho curioso que en la India, cuando un comerciante está en banca rota, el evento se notifica a todos los contendientes volviendo al revés la oficina de Ganesha. 

La epopeya del hinduismo La primera de las escrituras populares del hinduismo —escritas tempranamente en la era cristiana, para la nación que se estaba consolidando— fue el poema épico de Valmiki conocido como el Ramayana. Éste es el evangelio del mundo de pureza y dolor, pero también, no menos notablemente, el cuento de hadas de la naturaleza. Desde el comienzo del reinado de Ganesha, la época en que se formó el budismo y el ja taka habían llegado y partido, y con los siglos siguientes el crecimiento del genio ario había sido más y más claramente sentido. Como en todo trabajo de arte obtenemos un vislumbre de la cultura que la precede, así que en el Ramayana, hay una gran parte que es profético de los desarrollos siguientes, también nos vemos transportados dentro de un mundo infantil de una época más antigua Como todos estos mundos, éste era uno en que los pájaros y las bestias podían hablar y comportarse como hombres. Para el pueblo de esa época, está claro, el bosque era un reino de misterio. 

Estaba habitado por sabios y ermitaños. Estaba lleno de bonitas flores y fragancia; era el sitio predilecto de pájaros de dulce cantar, y estaba fresco y verde. Toda la santidad podía ser alcanzada bajo su sedante influencia. Cualquier austeridad podía ser practicada bajo su soledad ennoblecedora. Pero era también el hogar de mortíferas aves de rapiña. Y muchas de éstas estaban rodeadas por un terror añadido y sobrenatural, pues ¿no era sabido que el demonio Mancha tenía el poder de cambiar su forma según su deseo? ¿Quién, entonces, podría decir si incluso el tigre o el oso eran lo que parecían, o algo más sutil y temible aún? Entre las sombras de la tarde caminaban extrañas formas y presencias maléficas. Monstruos deformes y demonios poderosos, debiendo lealtad a un terrible pariente de diez cabezas en la distante Lanka, deambulaban a través de sus dominios. ¡Cuántas veces debe haber oído horrorizado el cazador sorprendido por la noche el sonido susurrante de árboles y arbustos, sintiendo que estaba escuchando al enemigo del alma! Pero los dioses fueron siempre más grandiosos que los poderes del demonio. 

Era, después de todo, el crepúsculo de la divinidad que colgaba espeso alrededor del bosque santuario. ¿No estaban allí los gandharvas y siddhas, sacerdotes musicales del cielo? ¿No estaban allí las apsaras, las ninfas celestiales, por amor a las cuales, en el momento de la caída del sol, no debemos aventuramos muy cerca del borde del las charcas del bosque, para no cogerlas en su baño y provocar alguna condena? ¿No había allí kinnaras, los pájaros humanos, sujetando instrumentos musicales bajo sus alas? ¿No se sabía que entre su silencio dormía Jatayu, rey de sesenta mil años de todas las tribus de águilas, y que en algún sitio entre ellos vivía Sampati, su hermano mayor, incapaz de volar dado que sus alas habían sido quemadas en el intento de amparar a Jatayu de la insolación? Y alrededor del bosque iban y venían multitudes de monos, extraños con una sabiduría más que humana, capaces con una palabra de hacer florecer bellamente las ramas foliáceas, e infelices luchadores con su propia cálida naturaleza de monos, siempre imponiendo sobre ellos, como un hechizo, un raro indecible destino de malicia e inutilidad. 

Ésta es una sociedad organizada que es predicada por la imaginación india de las razas animales. Ellas tienen sus familias y genealogías, su soberanía y sus alianzas políticas, y su gran cantidad de tragedia y comedia personal. Durante todas las dramáticas fases del Ramayana la contratreta es provista por cinco grandes monos que Sita ve bajo ella, sentada en la cima de una colina, cuando es llevada a través del cielo del atardecer por Ravana. De éstos el jefe es Sugriva, de cuello de monstruo, que ha perdido mujer y reino a las manos de su hermano mayor Bali, y espera ser vengado. Sugriva es así un rey en el exilio, rodeado de sus consejeros y capitanes, en el sentido del príncipe encantado de los cuentos de hadas. Hay sabios que encuentran en este cuadro de los cinco jefes monos en la cima de la montaña un fragmento de una primitiva cosmogonía, posiblemente con muchísimos milenios de antigüedad. 

Hanuman 

Pero hay en el Ramayana uno que, aun siendo un mono, lo es de una clase diferente. En esas partes de la India en que, como en el Himalaya o el interior de Maharashtra, los símbolos del hinduismo primitivo todavía abundan, pequeñas capillas de Hanuman son tan comunes como las de Ganesha, y el mono, como el elefante, ha alcanzado en la forma un singular y obvio convencionalismo de avanzada edad. Él es siempre visto de perfil, vigorosamente representado en bajo relieve sobre una losa. La imagen expresa la impresión de un complicado emblema más que realismo plástico. Pero no hay duda de la energía y belleza de las cualidades que representa. Puede cuestionarse si hay en toda la literatura otra apoteosis de lealtad y autorrenuncia como la de Hanuman. Él es el ideal hindú del sirviente perfecto, el sirviente que encuentra la completa realización de virilidad, de fidelidad, en su obediencia; el subordinado cuya gloria está en su propia inferioridad. Hanuman debía ser ya viejo cuando el Ramayana fue concebido por primera vez. Es inútil intentar adivinar cuál puede haber sido el primer impulso que le creó. Pero él está ligado a una clase más distinguida que Sugriva y Bali, los príncipes a los cuales él sirve, puesto que de él, como de Jatayu, se dice que es hijo de Vayu, conocido en el Veda como el dios de los vientos. 

En cualquier caso la profundidad y la seriedad del papel asignado a él en el gran poema le aseguran una imborrable inmortalidad. Cualquiera que haya sido su edad u origen, Hanuman es ubicado por el Ramayana entre concepciones religiosas de la mayor importancia. Cuando él se inclina ante los pies de Rama, aquel príncipe que es también una divina encarnación, nosotros somos testigos del punto de encuentro de la primitiva adoración a la naturaleza con los grandes sistemas que van a dominar el futuro de la religión. Pero no debemos olvidar que en esta figura estos sistemas antiguos han alcanzado la calidad espiritual y hecho una contribución duradera al idealismo del hombre. En las épocas venideras la religión de Vishnu, el Protector, nunca podrá prescindir del más grande de los devotos, el dios-mono, y Hanuman nunca es realmente desplazado, incluso en estas fases tardías, cuando Garuda —el pájaro divino, que cazaba la imaginación de todas las primeras personas— ha cogido su sitio final como el vehículo, o asistente, de NaRavana. La maravillosa creación de Valmiki va a guardar hasta el final del tiempo su dominio sobre los corazones y la conciencia de los hombres. La historia de Rama según Valmiki Un día el ermitaño Valmiki preguntó al gran rishi2[2] Narada si él podía nombrar un solo hombre que viviera en la bondad, la virtud, el coraje y la benevolencia. Entonces Narada le relató toda la historia que ahora se llama el Ramayana, dado que un hombre tal como del que Valmiki quería saber era el gran Rama. Valmiki retomó a su choza del bosque. 

Al atravesar los bosques él vio un hombre-pájaro y una mujer-pájaro cantando y bailando. Pero en ese mismo momento un malvado cazador disparó al hombre-pájaro con una flecha de modo que éste murió, y su compañera lo lamentó larga y amargamente. Entonces el ermitaño, movido por piedad y enojo, maldijo al cazador y siguió. Pero en su camino sus palabras se le repetían, y encontró que ellas formaban una copla de un nuevo metro: «Llamemos a esto un shloka», dijo. Al poco tiempo de llegar a su choza apareció ante él el brillante Brahma de cuatro caras, el Creador del Mundo. Valmiki lo adoraba; pero el infeliz hombre-pájaro y la recién compuesta shloka invadieron sus pensamientos. Entonces Brahma se dirigió a él con una sonrisa: «Fue mi deseo el que envió esas palabras que salieron de vuestra boca; el metro será muy famoso en adelante. Debéis componer en él la total historia de Rama; relata, oh sabio, todo lo que es sabido y todo lo que aún no es conocido por vos de Rama y Lakshrnana y la hija de Janaka, y de toda la tribu de los rakshasas. 

Lo que no es conocido por vos os será revelado, y el poema será verdad de la primera palabra a la última. Además, el Ramayana se divulgará entre los hombres tanto como en los mares y las montañas permanezcan.» Diciendo esto, Brahma desapareció. Entonces Valmiki, viviendo en una ermita entre sus discípulos, se impuso a sí mismo la tarea de hacer el gran Ramayana, que ofrece a todo quien lo oye justicia y salud y satisfacción de deseos, tanto como rigurosas ataduras. Él buscó una visión en la historia que había oído de Narada, y además se sentó de acuerdo con el ritual yoga3[3], y se impuso a sí mismo reflexionar sobre ese asunto y no otro. Entonces con sus poderes-yoga contempló a Rama y a Sita, a Lakshmana y a Dasharatha con sus esposas en sus reinos, riendo y conversando, soportando y no soportando, haciendo y deshaciendo como en la vida real, tan claro como uno podría ver una fruta sostenida sobre la palma de una mano. 

Él percibió no sólo lo que le había pasado, sino lo que pasaría. Luego, después de intensa meditación, cuando toda la historia se encontraba como un dibujo en su cerebro, él comenzó a darle forma en shiokas, de los cuales, cuando estuvo terminado, no hubo menos de veinticuatro mil. Entonces él pensó cómo podría ser publicado en tierras lejanas. Para esto él eligió a Kusi y Lava, los expertos hijos de Rama y Sita, que vivían en la ermita del bosque, y eran eruditos en los Vedas, en música y en recitación y en todas las artes, y además muy agradables de ver. Valmiki les contó todo el Ramayana hasta que ellos pudieron recitarlo perfectamente desde el principio al fm, de modo que aquellos que los oyeran parecieran estar viendo todo lo que se les contaba pasando frente a sus ojos. Posteriormente los hermanos fueron a la ciudad de Rama, Ayodhya, donde Rama los encontró y los recibió, pensando que ellos eran ermitaños; y allí frente a la corte entera, el Ramayana fue por primera vez recitado en público. 

Dasharatha y el sacrificio del caballo 

Había una vez una hermosa y gran ciudad llamada Ayodhya —esto es, «Inconquistable»— en el país de Koshala. Allí todos los hombres eran honrados y felices, cultos y satisfechos, veraces, bien provistos de bienes, autocontrolados y caritativos y llenos de fe. Su rey era Dasharatha, un auténtico Manu entre los hombres, una luna entre las estrellas. Él tenía muchos sabios consejeros. entre los cuales estaba Kashyapa y Markandeya, y también tenía dos píos sacerdotes unidos a su familia, a saber, Vashishtha y Vamadeva. Él entregó a su hija Santa a otro gran sabio, Rishyasringa. Estos sacerdotes eran unos hombres tales que podrían aconsejarle y juzgar sabiamente sobre las cosas; ellos estaban bien versados en las artes de la política y sus palabras siempre expresaban justicia. Sólo uno de los deseos de Dasharatha no era satisfecho: no tenía hijo para continuar su linaje. Por ello, luego de muchas austeridades vanas, se decidió por fin por la mayor de todas las ofrendas —el sacrificio de caballo—, y llamando al sacerdote de la familia y a otros brahmanes dio todas las órdenes necesarias para esta tarea. Entonces, volviendo a habitaciones más interiores del palacio, les dijo a sus tres esposas lo que se estaba tramando, ante lo cual sus caras brillaron de júbilo, como flores de loto en la primavera. Un año más tarde el caballo, que había sido puesto en libertad, volvió y Rishyasringa y Vashishtha llevaron a cabo la ceremonia, y hubo gran festejo y alegría. Entonces Rishyasringa dijo al rey que le nacerían cuatro hijos, que perpetuarían su raza; dulces palabras por las cuales el rey se alegró enormemente. 

Nace Vishnu como (con la forma de) Rama y sus hermanos 

En este momento todas las deidades estaban reunidas para recibir su parte de las ofrendas hechas, y estando juntas se acercaron haciendo una petición a Brahma: «Un cierto rakshasa malvado llamado Ravana nos oprime sobremanera», dijeron, «a quien sufrimos pacientemente porque vos habéis otorgado a él un deseo: no ser muerto por gandharvas, o yakshas, o rakshasas, o dioses. Pero ya su tiranía es inaguantable, y, oh señor, vos deberíais inventar algún método para destruirlo.» A ellos Brahma les respondió: «Ese perverso rakshasa desdefló pedirme inmunidad del ataque de los hombres: sólo por el hombre puede y será muerto.» Ante esto las deidades se alegraron. En ese momento llegó el gran dios Vishnu, vestido con traje amarillo, sosteniendo una maza y un disco y una caracola, y cabalgando sobre Garuda. Las deidades lo reverenciaron y le pidieron que naciera en la forma de los cuatro hijos de Dasharatha para la destrucción del astuto e incontenible Ravana. Entonces el de los ojos de loto, haciéndose a sí mismo cuatro seres, eligió a Dasharatha de padre y desapareció. En una extraña forma, como un tigre en llamas, reapareció en el fuego de sacrificios de Dasharatha y, saludándolo, se nombró a sí mismo como el mensajero de Dios. «Vos aceptaréis, oh tigre entre hombres», dijo, «este arroz y leche divinos, y lo compartiréis con vuestras esposas.» Entonces Dasharatha, lleno de alegría, cogió la comida divina y llevó una porción a Kaushalya, y otra porción a Sumitra, y otra a Kaikeyi, y la cuarta a Sumitra otra vez. 

A su debido tiempo, de ellas nacieron cuatro hijos, a partir del propio Vishnu —de Kaushalya, Rama; de Kaikeyi, Bharata, y de Sumitra, Lakshmana y Satrughna, y esos nombres les fueron dados por Vashishtha. Mientras tanto los dioses crearon poderosas multitudes de monos, bravos y sabios y veloces, que podían cambiar su forma, difíciles de ser muertos, para ser los ayudantes del heroico Vishnu en la batalla contra los rakshasas. Los cuatro hijos de Dasharatha crecieron hasta alcanzar la virilidad, sobresaliendo todos en valentía y virtud. Rama especialmente se convirtió en el ídolo de la gente y el favorito de su padre. Versado en el Veda, no era menos experto en las ciencias de los elefantes y los caballos y conduciendo coches, y un verdadero ejemplo de cortesía. Lakshmana se dedicó personalmente a servir a Rama, de manera que los dos estaban siempre juntos. Como una fiel sombra Lakshmana seguía a Rama, compartiendo con él todo lo que era suyo, y protegiéndolo cuando éste salía a hacer ejercicios o a cazar. De la misma manera Satrughna se dedicó personalmente a Bharata. Así sucedió hasta que Rama alcanzó la edad de dieciséis años. 

En ese momento hubo un cierto gran rishi llamado Vishvamitra, originariamente un kshatriya, quien, mediante la práctica de inaudita austeridad, había ganado de los dioses el estado de brahma-rishi. 
Él vivía en la ermita de Shaiva llamada Siddhashrama, y había llegado para obtener un deseo de Dasharatha. Dos rakshasas, Mancha y Suvahu, apoyados por el malvado Ravana, perturbaban continuamente sus sacrificios y contaminaban su fuego sagrado: nadie sino Rama podría vencer a estos diablos. Dasharatha le recibió a Vishvamitra con mucho gusto, y le prometió cualquier obsequio que desease; pero cuando supo que era requerido su querido hijo Rama para una empresa tan terrible y peligrosa, se deprimió, y parecía como si la luz de su vida se hubiese apagado. Sin embargo, no pudo romper su palabra, y sucedió que Rama y Lakshmana se fueron con Vishvamitra durante los diez días de sus ritos sacrificatorios. 

Pero aunque fue por tan poco tiempo, esto fue el comienzo de su virilidad y del amor y de la lucha. Vashishtha vitoreó el corazón de Dasharatha, y le aseguró la victoria de Rama. Así, con la bendición de su padre, Rama partió con Vishvamitra y su hermano Lakshmana. Una brisa fresca, encantada al ver a Rama, abanicó sus canas, y sobre ellos llovieron flores desde el cielo. Vishvamitra los guió en el camino; y los dos hermanos, llevando arcos y espadas, y vistiendo joyas espléndidas y guantes de piel de lagarto en sus dedos, siguieron a Vishvamitra como llamas gloriosas, haciéndolo brillar con la reflexión de su propia radiación. Llegados a la ermita, Vishvamitra y los otros sacerdotes comenzaron su sacrificio; y cuando los rakshasas, como nubes que oscurecían el cielo, corrieron hacia adelante formando horribles formas, Rama hirió e hizo que se fugaran Mancha y Suvahu, y mató a los demás malvados habitantes de la noche. Pasados los días de sacrificio y rito en Siddhashrama, Rama preguntó a Vishvamitra qué otro trabajo quería de él. 

Rama desposa a la hija de Janaka 

Vishvamitra respondió que Janaka, rajá de Mithila, estaba por celebrar un gran sacrificio. «Hasta allí», dijo, «nosotros debemos ir. Y vos, oh tigre entre los hombres, debéis venir con nosotros, y allí contemplar un estupendo y maravilloso arco. Los dioses dieron hace mucho tiempo este gran arco al rajá Devarata; y ni dioses ni gandharvas ni asuras ni rakshasas ni hombres han conseguido encordarlo, aunque muchos reyes y príncipes lo han intentado. Este arco es adorado como una deidad. Debéis contemplar el arco y el gran sacrificio de Janaka.» Así, todos los brahmanes de esa ermita, encabezados por Vishvamitra, y acompañados por Rama y Lakshmana, partieron para Mithila; y los pájaros y las bestias que vivían en Siddhashrama siguieron a Vishvaniitra, cuya riqueza era su ascetismo. Mientras recorrían las sendas del bosque Vishvamitra contaba antiguas historias de dos hermanos, y especialmente la historia del nacimiento de Ganga, el gran río Ganges. 

Janaka dio la bienvenida a los ascetas con gran honor, y asignándoles sitios de acuerdo con su rango, preguntó quiénes podrían ser esos hermanos que caminaban entre hombres como leones o elefantes, hermosos y semejantes a dioses. Vishvamitra contó al rey Janaka toda la historia de los hijos de Dasharatha, su viaje a Siddhashrama y su lucha contra los rakshasas, y cómo ahora Rama había llegado a Mithila para ver el famoso arco. Al día siguiente Janaka convocó a los hermanos para ver el arco. Primero les contó cómo ese arco había sido entregado por Shiva a los dioses, y por los dioses a su propio ancestro, Devarata. Y agregó: «Tengo una hija, Sita, no nacida de los hombres, sino surgida del surco cuando araba el campo y lo santificaba. A quien doble el arco yo ofreceré mi hija. Muchos reyes y príncipes han intentado encordarlo y han fallado. Ahora les enseñaré el arco, y si Rama consigue encordánlo le entregaré a mi hija Sita.» Entonces el gran arco fue traído sobre un carro de ocho ruedas llevado por cinco mil hombres altos. Rama sacó el arco de su funda e intentó curvarlo; éste cedió fácilmente, y él lo encordó y lo tensó hasta que finalmente se partió en dos con el sonido de un terremoto o un trueno. Los miles de espectadores estaban pasmados y asustados, y todos, salvo Vishvamitra, Janaka, Rama y Lakshmana, cayeron al suelo. 

Entonces Janaka elogió a Rama y dio órdenes para la preparación de la boda, y envió mensajeros a Ayodhya para invitar al rajá Dasharatha a la boda de su hijo, para dar su bendición y aprobación. Después de eso los dos reyes se encontraron y Janaka entregó su hija a Rama, y su segunda hija Urmila a Lakshmana. A Bharata y Satrughna, Janaka dio a Mandavya y Strutakirti, hijas de Kushadhwaja. Entonces esos cuatro príncipes, cada uno cogiendo la mano de su novia, circunvalaron el fuego de los sacrificios, al estrado de matrimonio, al rey y a todos los ermitaños, mientras llovían flores desde el cielo y sonaba música celestial. Entonces Dasharatha y sus hijos y sus cuatro novias volvieron a su hogar, llevando con ellos muchos regalos, y fueron bienvenidos por Kaushalya y Sumitra y Kaikeyi, la de la delgada cintura. Y así, habiendo conseguido honor, riqueza y esposas nobles, esos cuatro hombres ejemplares vivieron en Ayodhya, sirviendo a su padre. De esos cuatro hijos, Rama era el más querido por su padre y por todos los hombres de Ayodhya. En cada virtud sobresalía; dado que era de temperamento sereno en todas las circunstancias de fortuna o desgracia, nunca se enojaba en vano; recordaba una sola amabilidad, pero olvidaba cien injurias; era entendido en los Vedas y en todas las artes y las ciencias de la guerra y la paz, como hospitalidad, y política, y lógica, y poesía, y entrenamiento de caballos y elefantes, y tiro al blanco; honraba a los de edad madura; tenía poco en cuenta su propio deseo; no despreciaba a nadie sino que era solícito para el bienestar de todos; atento con su padre y sus madres, y leal a sus hermanos, especialmente a Lakshmana. Pero Bharata y Satrughna residían con su tío Ashwapati en otra ciudad. 

Rama es nombrado sucesor 

Entonces Dasharatha reflexionó que ya había gobernado muchos, muchos años, y que estaba fatigado, y pensó que ninguna alegría podía ser mayor que ver a Rama establecido en el trono. Convocó un consejo de sus vasallos y consejeros y reyes y príncipes vecinos que acostumbraban residir en Ayodhya, y con solemnes palabras, que tronaron como un tambor, dirigió un discurso a este parlamento de hombres: «Vosotros sabéis bien que por muchos largos años he gobernado este reino, siendo como un padre para todos los que vivían en él. Sin pensar en buscar mi propia felicidad, he pasado mis días gobernando según dharma4[4]. Ahora yo desearía descansar, e instituir a mi hijo mayor Rama como sucesor y confiarle el gobierno. Pero, aquí, mis señores, solicito vuestra aprobación; porque el pensamiento imparcial es diferente del pensamiento apasionado, y la verdad surge del conflicto de varias opiniones.» Los príncipes se alegraron con las palabras del rey, como los pavos reales bailan al ver nubes cargadas de lluvia. Se levantó el murmullo de muchas voces, dado que por un momento los brahmanes y los líderes del ejército, los ciudadanos y los hombres del campo consideraron juntos sus palabras. Entonces respondieron: «Oh anciano rey, aseguramos nuestra voluntad de ver al príncipe Rama nombrado sucesor, cabalgando sobre el elefante del Estado, sentado debajo del paraguas del dominio.» 

Otra vez el rey les requirió mayor certeza: «¿Por qué querríais vosotros a Rama por vuestro gobernante?», y ellos respondieron: «Por la razón de sus muchas virtudes, dado que él destaca sobre los hombres como Sakra entre los dioses. En compasión él es como la Tierra, en debate como Brihaspati. Dice verdades y es arquero poderoso. Siempre se ocupa del bienestar de la gente, y no quita méritos cuando encuentra un defecto entre muchas virtudes. Es hábil en la música y sus ojos miran con justicia. Ni sus placeres ni sus enojos son vanos; él es fácil de abordar y autocontrolarlo, y no lleva adelante una guerra o la protección de una ciudad o provincia sin un retorno victorioso. 

Es amado por todos. Realmente, la Tierra lo quiere como su señor.» Entonces el rey convocó a Vashishtha, Vamadeva y otros de los brahmanes, y les encargó la preparación de la coronación de Rama. Fueron dadas órdenes para proveer oro y plata y joyas y vasijas rituales, granos y miel y mantequilla clarificada, tela no utilizada todavía, armas, carros, elefantes, un toro con cuernos dorados, una piel de tigre, un cetro y un paraguas, montones de arroz y cuajada y leche para alimentar cientos y miles. Se izaron banderas, se regaron las calles, en cada puerta se colgaron guirnaldas; se notificó a los caballeros que se presentaran vestidos con sus armaduras de malla, y a bailarines y cantantes que estuvieran preparados. Entonces Dasharatha mandó buscar a Rama, el héroe, que parecía una luna en toda su belleza, y Rama pasó a través de la asamblea agradando a los ojos de todas la personas, destacando como una luna en el cielo otoñal de claras estrellas, e inclinándose adoró los pies de su padre. 

Dasharatha lo alzó y lo colocó en un trono preparado para él, dorado y cubierto de piedras preciosas, donde parecía una imagen reflejada de su padre sobre el trono. Entonces el anciano rey habló a Rama de lo que había sido decidido, y anunció que sería nombrado su sucesor. Y agregó un sabio consejo en estas palabras: «Aunque tu arte es virtuoso por naturaleza, yo te aconsejaré por amor y por tu bien: practica aún más la amabilidad y domina tus sentidos; evita toda codicia y enojo; mantén tu arsenal y tesoro; personalmente y por medio de otros hazte informar de los asuntos de Estado; administra justicia libremente a todos, que la gente se alegrará. Prepárate, mi hijo, emprende tu tarea.» Entonces los amigos de Kaushalya, madre de Rama, le contaron a ella todo lo que había sucedido, y recibieron oro y animales y joyas en recompensa por las buenas noticias, y todos los hombres agradecidos se dirigieron a sus hogares y veneraron a los dioses. 

 Entonces otra vez el rey mandó buscar a Rama y tubo una conversación con él. «Mi hijo», dijo, «te instituiré mañana como sucesor, porque estoy viejo y he soñado malos sueños, y los astrólogos me informaron que mi estrella de la vida está amenazada por los planetas Sol y Marte y Rahu. Por ello vosotros, con Sita, desde el momento de la puesta del sol, vais a guardar ayuno bien vigilado por vuestros amigos. Yo quisiera coronarte pronto, dado que incluso los corazones de los virtuosos cambian con la influencia de acontecimientos naturales, y nadie sabe lo que sucederá.» Entonces Rama dejó a su padre y buscó a su madre en las habitaciones interiores. La encontró en el templo, vestida de seda, adorando a los dioses y rezando por su bienestar. Allí también estaban Lakshmana y Sita. Rama se inclinó ante su madre, y le solicitó que preparara lo que ella creía necesario para la noche de ayuno, para él y Sita. Volviéndose luego a Lakshmana: «Gobierna tú la Tierra conmigo», dijo, «ya que esta buena fortuna es tanto tuya como mía. Mi vida y reino sólo los deseo por ti.» Entonces Rama fue con Sita hasta sus propios cuartos, y hasta allí también fue Vashishtha para bendecir el ayuno. Toda la noche las calles y caminos de Ayodhya estuvieron llenos de hombres ansiosos; el tumulto y el murmullo de las voces sonaba como el rugido del mar cuando hay Luna llena. Las calles estaban limpias y lavadas, y con guirnaldas y cordeles con banderas; lámparas encendidas fueron puestas sobre candelabros. 

El nombre de Rama estaba en los labios de cada hombre, y todos estaban expectantes del día siguiente, mientras Rama guardaba ayuno en el interior. La conspiración de Kaikeyi Todo este tiempo la madre de Bharata, Kaikeyi, no había oído una palabra de la intención del rajá Dasharatha. Kaikeyi era joven y apasionada y muy hermosa; ella era generosa por naturaleza, pero no tan sabia y amable como para no ser dominada por los torcidos mandatos de su propio deseo u otra instigación. Ella tenía una fiel vieja y jorobada criada de una malvada disposición; su nombre era Manthara. Ahora Manthara, oyendo los festejos y enterándose de que Rama iba a ser nombrado sucesor, se apresuró a informar a su señora de la desgracia que caía sobre Bharata, ya que de esa forma veía ella el honor que se otorgaba a Rama. «Oh insensata», dijo, «¿por qué actúas con pereza y con alegría cuando esta desgracia te está ocurriendo?» Kaikeyi le preguntó qué mal había ocurrido. Manthara respondió con enojo: «Oh mi señora, una terrible destrucción espera a tu felicidad, tanto que estoy sumergida en un miedo terrible y afligida con pesar y tristeza; ardiendo como un fuego, te he buscado apresurdamente Actúas como una verdadera reina de la Tierra, pero sabe que mientras tu señor habla afablemente, él es astuto y deshonesto por dentro, y te desea daño. Es el bienestar de Kaushalya lo que él persigue, no el tuyo, a pesan de que sean amables las palabras que tiene para ti. ¡ Se desentiende de Bharata y Rama será puesto en el trono! Realmente, mi niña, has criado para marido una víbora venenosa. Ahora actúa rápido y encuentra una forma de salvarte a ti misma y a Bharata y a mí.» Pero las palabras de Manthara dieron risa a Kaikeyi: ella se alegró sabiendo que Rama sería sucesor y, obsequiando con una joya a la jorobada criada, dijo: «¿Qué beneficio puedo darte por esta noticia?» Estoy realmente contenta de oír este relato. 

Rama y Bharata son muy queridos para mí, y no encuentro diferencia entre ello s. Está bien que Rama sea puesto en el trono. Te doy las gracias por la noticia.» Entonces la jorobada criada se puso más enojada y tiró la joya. «Realmente», dijo, «actúas con locura al alegrarte ante tu calamidad. ¿Qué mujer de buen sentido se alegraría por las noticias mortíferas de la preferencia por el hijo de una coesposa? Deberías estar como si fueras la esclava de Kaushalya, y Bharata como el sirviente de Rama.» Pero todavía Kaikeyi no tuvo envidia. «¿Por qué afligirme por la fortuna de Rama?», dijo. «Él está bien dotado para ser rey; y si el reino es suyo, también lo será de Bharata, dado que Rama siempre mira por sus hermanos como por sí mismo.» Entonces Manthara, suspirando muy amargamente, contestó a Kaikeyi: «Poco entiendes tú, pensando que es bueno lo que es una mala fortuna. ¿Deberías concederme una recompensa por la preferencia a tu coesposa? Seguramente Rama, cuando esté bien establecido, desterrará a Bharata a una tierra lejana o a otro mundo. Bharata es su enemigo natural, porque ¿qué otro rival tiene él, dado que Lakshmana desea sólo el bienestar de Rama, y Satrughna está ligado a Bharata?

Tú deberías salvar a Bharata de Rama, quien lo dominará como un león a un elefante: vuestra coesposa, la madre de Rama, también te buscará venganza por la acción que en una ocasión tú has hecho a ella. Lo sentirás mucho cuando Rama gobierne la tierra. Deberías, mientras haya tiempo, hacer planes pasa establecer a tu hijo en el trono y expulsar a Rama.» Así fueron despertados el orgullo y los celos de Kaikeyi, quien poniéndose roja de enojo y respirando hondo y fuerte contestó a Manthara: «Este mismo día Rama debe ser expulsado y Bharata nombrado sucesor. ¿Tienes algún plan para conseguir esta voluntad mía?» Entonces Manthara le recordó una antigua promesa: largo tiempo atrás en una gran batalla con los rakshasas Dasharatha había sido herido y casi muerto; Kaikeyi lo había encontrado inconsciente sobre el campo de batalla, y lo había conducido hasta un sitio seguro y allí lo había curado; Dasharatha, agradecido, le había concedido dos deseos, y ella había reservado estos deseos para pedírselos cuando y como a ella le conviniera. «Ahora», dijo Manthara, «pide a tu marido estos deseos: establecer a Bharata como sucesor en el trono y desterrar a los bosques por catorce años a Rama. 

Durante esos años Bharata se habrá establecido tan bien y se habrá hecho tan querido por la gente que no tendrá que temer a Rama. Por tanto, entra en la cámara-delenojo5[ 5]: deshazte de tus joyas y ponte una sucia prenda, no pronuncies palabra o mires a Dasharatha. Tú eres su más querida esposa a quien él no puede negar nada, ni tampoco soportar verte afligida. Te ofrecerá oro y joyas, pero tú rechaza todo ofrecimiento que no sea el destierro de Rama y la coronación de Bharata.» Así fue llevada Kaikeyi a elegir como bueno aquello que era en realidad lo más malvado; excitada por las palabras de la sirviente jorobada, la justa Kaikeyi actuó como una yegua dedicada a su potro y corrió a lo largo de un mal camino. Ella agradeció y elogió a la jorobada Manthara, y le prometió ricos regalos cuando Bharata fuera establecido en el trono. Luego se arrancó sus joyas y hermosas ropas y se lanzó al suelo de la cámara-del-enojo; ella apretó su pecho y gritó: «Sabed que o Rama es desterrado y mi hijo coronado o yo moriré: si Rama no se va al bosque, no desearé cama o guirnalda, pasta de sándalo o ungüento, carne o bebida, o la misma vida.» Así como un cielo estrellado escondido por las nubes, la real señora se enfurecía y entristecía; en su dolor se encontraba como una mujer-pájaro atacada por astiles envenenados, como la hija de una serpiente en su cólera. Entonces, cuando aún faltaba mucho para el amanecer, Dasharatha se dirigió a informar a Kaikeyi de la ceremonia a realizarse. 

No encontrándola en sus decoradas estancias ni tampoco en sus propias habitaciones, él supo que habría ido a la cámara-del-enojo. Hasta allí fue y encontró a la más joven de sus esposas yaciendo en el suelo como una parra arrancada o como un ciervo cogido en una trampa. Entonces ese héroe, como un elefante del bosque, tocó tiernamente a la reina de los ojos de loto y le preguntó qué le sucedía: «Si estás enferma hay médicos; o si quieres que alguien que debe recibir castigo sea recompensado, o aquellos que deberían ser recompensados sean castigados, menciona tu deseo: no puedo negaste nada. Tú sabes que no puedo negar ningún pedido de los tuyos; pide por tanto cualquier cosa que desees y cálmate.» Así consolada, ella respondió: «Nadie me ha agraviado; pero tengo un deseo que, si me lo otorgas, te lo contaré.» Entonces Dasharatha juró por el mismo Rama que cumpliría cualquier cosa que ella pidiese. Entonces Kaikeyi reveló su pavoroso deseo, llamando al cielo y a la Tierra y al día y a la noche y a los dioses domésticos y a toda cosa viviente para que atestiguaran que él había prometido cumplir sus deseos. Ella le recordó aquella antigua guerra con los asuras cuando ella había salvado su vida y él le había prometido dos deseos. 

Así el rey fue atrapado por Kaikeyi, como un ciervo entrando a una trampa. «Ahora esos deseos», dijo, «que tú has prometido concederme aquí y ahora, son éstos: deja que Rama vista piel de ciervo y lleve una vida de ermitaño en el bosque de Dandaka durante catorce años, y que Bharata se establezca como tu sucesor. ¿Demostrarás ahora la palabra real, de acuerdo con la raza y carácter y nacimiento? La verdad es —eso nos dicen los ermitaños— de supremo beneficio al hombre cuando alcanza el otro mundo.» El dilema de Dasharatha Entonces Dasharatha fue abrumado por la tristeza y perdió el sentido, y al volver otra vez en sí rogó a Kaikeyi que declinara su derecho. Largo rato le suplicó, llorando con grandes lágrimas y pensando que todo era un sueño malvado; pero Kaikeyi sólo le respondió con exhortaciones a mantener la palabra prometida por él mismo, recordándole muchos antiguos ejemplos de verdad, como Saivya, que dio su propia carne al halcón que había persuadido a la paloma que él había protegido, o Alaska, que dio sus ojos a un brahmán. «Si tú no cumples lo que ha sido prometido, te traerás desgracia pasa siempre, y aquí y ahora yo terminaré con mi propia vida», dijo. Entonces Dasharatha, apremiado por Kaikeyi como un caballo espoleado, gritó: « ¡Yo estoy atado a la verdad: ésta es la raíz de toda mi aparente insensatez. Mi único deseo es ver a Rama!» Había amanecido, y Vashishtha envió al auriga de Rama para informar al rey que todo estaba listo para la ceremonia. Casi incapaz de decir algo por la tristeza que tenía, el rey envió al auriga a traer a Rama a su lado. 

Así, saludando a Sita con palabras alegres, Rama se dirigió a través de animadas calles hacia el palacio de su padre; aquellos que no tenían la fortuna de ver a Rama, o ser vistos por él, se desdeñaron a sí mismos y fueron desdeñados por todos. Rama saludó al rey y a Kaikeyi como es debido, pero Dasharatha, ya descompuesto y caído en el suelo, sólo pudo murmurar débilmente: «Rama, Rama». Con tristeza en su corazón Rama se preguntaba si habría hecho algo malo, o si alguna desgracia había acaecido sobre su padre. «Oh madre», le dijo a Kaikeyi, «¿qué pena ha alcanzado el corazón de mi padre?» Entonces ella contestó descaradamente: «Oh Rama, nada sucede a tu padre, pero hay algo que él debe decirte, y dado que tú eres su más querido hijo, él no puede pronunciar el discurso que te agravia. Sin embargo, tú deberías hacer lo que él me ha prometido. Hace mucho tiempo el Señor de la Tierra me prometió dos deseos: ahora sería en vano que él estableciera un dique, luego de que toda el agua ya ha pasado, porque tú sabes que la verdad es la raíz de toda religión. Si tú vas a llevar a cabo tanto lo bueno como lo malo que él ordena, yo debo contarte todo.» Rama contestó: «Querida señora, no me hables de esa forma; dado que si él lo ordena, yo puedo saltar dentro del fuego o beber un poderoso veneno. 

Sabe que yo voy a llevar a cabo su voluntad: la promesa de Rama nunca deja de cumplirse.» Entonces Kaikeyi le contó la historia de los deseos, y dijo: «Éstos son los deseos que se me prometieron: que vos vivirías como un ermitaño en el bosque de Dandaka durante catorce años, con vestido de corteza y cabello desgreñado, y que Bharata sería nombrado sucesor al trono hoy. Tu padre está demasiado entristecido para siquiera mirarte; pero salva su honor cumpliendo esas grandes promesas que él ha hecho.» Rama no se entristeció o enojó con estas palabras crueles, en cambio contestó tranquilamente: «Que sea como tú has dicho. Estoy sólo apenado por la tristeza de mi padre. Enviemos mensajeros inmediatamente a Bharata, y mientras tanto yo, sin preguntar su voluntad, me iré al bosque. Aunque él no me lo haya ordenado personalmente tu orden es suficiente. Permíteme ahora ver a mi madre y consolar a Sita, y tú atiende y sirve tanto a Bharata como a mi padre, que eso es lo justo.» Entonces Rama, seguido por Lakshmana que ardía de enojo, pero estando él mismo impasible, buscó a su madre y la encontró haciendo ofrendas a Vishnu y otras deidades. Ella le saludó amablemente y él reverentemente a ella. Entonces él le contó todo lo que había acaecido: que ahora Bharata sería nombrado sucesor y él mismo debería vivir catorce años en el exilo en el bosque. Como un gran árbol salta cayendo por el hacha del leñador, ella cayó al suelo y lloró inconsolablemente. «Oh mi hijo», dijo ella. «Si no hubieses nacido, yo sólo estaría triste por no tener hijo, pero ahora tengo una pena mayor». Soy la mayor de las reinas, y he soportado muchas cosas de las esposas más jóvenes. Ahora seré como una de las sirvientes de Kaikeyi, o aún menos. 

Siempre ha tenido un agrio humor hacia mí. ¿Cómo podré ahora, abandonada por mi marido, mirarle a los ojos? Tengo veintisiete años de vida y nunca hubiera esperado un final triste, y ahora no sé por qué la muerte no me lleva. Toda la entrega y austeridad han sido en vano. Sin embargo, oh mi querido, te seguiré al bosque, como una vaca sigue detrás de su pequeño, dado que no soportaré los días hasta tu retorno, ni vivir entre las coesposas. ¿Me llevarás contigo, como un ciervo salvaje?» Entonces Lakshmana instó a su hermano a resistir, con palabras enojadas e impacientes, jurando pelear por Rama y culpando implacablemente a Dasharatha. Kaushalya sumó su súplica a la de Lakshmana, y dijo que prefería la muerte a que Rama la dejara. Pero Rama, inconmovible ante la codicia imperial, contestó a Lakshmana que el destino había puesto un instrumento en las manos de Kaikeyi; que otros de su casta habían cumplido arduas tareas encomendadas por sus padres; que él seguiría la misma senda, dado que alguien que obedece a su padre no puede sufrir degradación. «Y, oh amable hermano», dijo, «estoy decidido a obedecer la orden de mi padre.» 

A Kaushalya él le respondió: «El rey ha sido cogido en una trampa por Kaikeyi, pero si tú lo dejas cuando yo me vaya él seguramente morirá. Por ello permanece con él y sírvelo como es tu deber. Y pasa el tiempo adorando a los dioses y a los brahmanes.» Entonces Kaushalya se calmó y bendijo a su hijo, encomendando su cuidado a los dioses y rishis, e ídolos y árboles y montañas y ciervos del bosque y criaturas del cielo. Entonces con fuego sagrado y rito brahmán ella bendijo su partida y caminó tres veces alrededor de él con la dirección del sol, y luego él se dirigió hacia Sita. Sita, que no sabía nada de lo que había ocurrido, se levantó y le saludó con sus piernas temblorosas (conmovida por su aspecto), dado que él no podía ocultar más su tristeza. 

Entonces Rama le contó todo lo que había sucedido, y dijo: «Ahora Bharata es rey, tú no deberías alabarme, ni siquiera delante de tus amigos; así tú podrás vivir en paz como uno favorable a su grupo. Entonces vive aquí en paz; levántate temprano, adora a los dioses, inclínate a los pies de mi padre Dasharatha y honra a mi madre Kaushalya, y después de ella a mis otras madres con igual amor y afecto. Considera a Bharata y Satrughna como tus hijos o hermanos, ya que ellos son más queridos para mí que la vida. Entonces vive tú aquí, mientras yo marcho al bosque.» Sita seguirá a Rama al exilio Entonces Sita respondió: «Yo sólo puedo mofarme de esas desacertadas palabras, no adecuadas para ser oídas, mucho menos para ser dichas por un gran príncipe como tú. Porque, oh mi señor, un padre, madre, hijo, hermano, o incluso una nuera, se mantienen fieles a sus deberes; pero una esposa, oh el mejor de los hombres, comparte el destino de su marido. Por ello yo he sido ordenada, no menos que tú, a exiliarme en el bosque. Si tú vas allí iré yo delante de ti, pasando sobre pinchos y espinosas hierbas. Seré tan feliz allí como en la casa de mi padre, sólo pensando en tu servicio. No te causaré problemas, sino que viviré de raíces y frutos. 

Te precederé en el camino y te seguiré en la comida. Y habrá chascas, con gansos salvajes y otras aves y brillantes y floridos lotos, donde podremos bañarnos. Allí seré feliz contigo, ¡aun por cien o mil años!» Pero Rama procuró disuadirla contándole una historia de privaciones y peligros padecidos por los moradores del bosque, de fieras y animales salvajes, serpientes venenosas, una cama de hojas, comida escasa, arduo ritual, hambre, sed y miedo. Pero Sita, con lágrimas en los ojos, contestó pacientemente: «Esos males me parecen bendiciones si tú estás conmigo, no te abandonaré. Más aún, hubo una profecía de los brahmanes de la casa de mi padre de que yo viviría en el bosque, y un yogui vino a mi madre cuando yo era una niña contándole la misma historia. Sabe que estoy completamente entregada a ti, como Savitri a Satyavan; tu compañía es el cielo para mí y tu ausencia el infierno. Siguiéndote, estaré limpia de culpa, dado que un marido es como Dios para una esposa. ¡Llévame para compartir tanto tu alegría como tu tristeza, de lo contrario tomaré veneno, o me quemaré en el fuego, o me ahogaré en el agua! » Así suplicó ella, mientras grandes lágrimas recorrían su cara como gotas de agua los pétalos de un loto. Entonces Rama cedió a su deseo: «Oh razonable mujer, como no tienes miedo al bosque me seguirás y compartirás las rigurosidades. Ofrece tus riquezas a los brahmanes y apresúrate para estar lista para el viaje.» Entonces el corazón de Sita se alegró, y ella ofreció sus riquezas a los brahmanes y alimentó a los pobres y preparó todo pasa el camino. 

Lakshmana también les sigue 

Ahora Lakshmana, también con lágrimas en los ojos, abrazó los pies de Rama y le habló: 
«Si tú vas al bosque lleno de elefantes y ciervos, yo también te seguiré, y juntos moraremos donde las canciones de los pájaros y el zumbido de las abejas deleitan los oídos. Iré delante de ti en el camino, encontrando la senda, llevando arcos y azada y cesta; diariamente buscaré las raíces y frutas que tú necesitarás, y tú jugarás con Sita en las laderas de las colinas, mientras yo hago todo el trabajo que haga falta para ti.» No podía Rama disuadirlo con ningún argumento. «Despídele, pues, de todos tus parientes», dijo Rama, «y trae de la casa de mi guru6[6] las dos armaduras de malla y bruñe las armas que me dio Janaka como regalo nupcial. Distribuye mis riquezas entre los brahmanes.» Entonces Rama, Sita y Lakshmana fueron a despedirse de su padre y de las madres de Rama. Entonces un brahmán noble llamado Sumantra, viendo a Dasharatha deshecho de pena, y movido por la partida de Rama, juntando sus manos suplicó a Kaikeyi que se compadeciera con un discurso suave pero cortante; pero el corazón noble de esa señora estaba endurecido, y ella no sería bajo ningún concepto conmovida. Mas cuando Dasharatha deseó enviar las riquezas y hombres de Ayodhya al bosque ella palideció y se sofocó por su enojo, dado que ella pedía que Rama se fuera destituido y la riqueza debía pertenecer a Bharata. Pero Rama dijo: «¿Qué haré yo con mis seguidores en el bosque? 
¿De qué vale guardar los aperos de un provechoso elefante cuando el elefante mismo es destituido. 

Deja que me traigan vestidos de corteza, un azadón y una cesta.» Entonces Kaikeyi trajo vestidos de corteza, uno pasa Rama y otros pasa Lakshmana y Sita. Pero Sita, vestida en traje de seda, viendo el traje de monje, tembló como un ciervo ante la trampa y lloró. Entonces trataron de persuadir a Rama para que dejara a Sita viviendo en casa, esperando su retomo; y Vashishtha reprochó a Kaikeyi. «Esto no estaba en el acuerdo», dijo, «que Sita debería ir al bosque. Más bien deberías dejarla sentar en el asiento de Rama; para todos aquellos que se casan, la esposa es una segunda identidad. Deberías dejar a Sita gobernar la tierra en lugar de Rama, siendo Rama misma, dado que estad seguros de que Bharata rehusará ocupar el trono que debería ser para Rama. Observad, Kaikeyi, que no hay una sola persona en el mundo que no sea un amigo para Rama: aún hoy podrás ver las bestias y pájaros y serpientes siguiéndolo, y los árboles inclinan sus copas hacia él. Por tanto deja a Sita ser bien embellecida y llevar con ella carros y bienes y sirvientes cuando siga a Rama.» Entonces, Dasharatha le dio trajes y joyas, y dejando a un lado el traje de corteza, Sita brilló resplandeciente, mientras que la gente murmuraba contra Kaikeyi y Sumantra acoplaba los caballos al carro de Rama. La madre de Rama se despidió de Sita, aconsejándola en los deberes de esposa: tener a su marido por dios, aunque exiliado y privado de riqueza; a lo que Sita respondió: «La Luna puede perder su brillo antes de que yo me desvíe de esto. El laúd sin cuerdas es silencioso, el carro sin ruedas es inmóvil, entonces una mujer apartada de su señor no puede tener felicidad. ¿Cómo podría yo desatender a mi señor; cuáles han sido sino las más grandes y las más pequeñas obligaciones que me enseñaron mis mayores?» 

Entonces Rama, despidiéndose de Dasharatha y de sus madres, dijo con manos suplicantes: 
«Si he hablado alguna vez descortésmente, por falta de atención, o inadvertidamente hecho algo mal, perdonadme. Os saludo a todos vosotros, a mi padre y madres, y parto.» Entonces Sita, Rama y Lakshmana caminaron tres veces alrededor del rey en el sentido del Sol y se marcharon. Entonces Rama y Lakshmana, y Sita en tercer lugar, ascendieron al flameante carro de oro, llevando sus armas y trajes de malla, el hacha y la cesta, y los bienes de Sita concedidos por Dasharatha, y Sumantra animó a los caballos, veloces como el mismo viento. Hombres y bestias en la ciudad estaban enmudecidos de pena, y se sintieron desgraciados, y corrieron precipitadamente tras Rama, como caminantes sedientos al ver agua; aun la madre de Rama corrió detrás del carro. Entonces Rama dijo al auriga: «Conduce velozmente», dado que, como un elefante herido y hostigado, él no podía soportas miras hacia atrás. Pronto Rama estuvo muy lejos, más allá de la vista de los hombres que miraban el rumbo del carro. Entonces Dashasatha se volvió a Kaikeyi y juró que estaría condenada al divorcio de cama y hogar, y a ver la ciudad con calles vacías y puestos cerrados, dijo: «Llevadme rápidamente adonde se encuentra la madre de Rama, a la habitación de Kaushaluya; sólo allí encontraré mi descanso.»..Continua...

SISTER NIVEDITA
ANANDA K. COOMARASWAMY


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 1[1] Rakshasas, daityas, yakshas y asuras son demonios y diablos constantemente en guerra con los hombres y los dioses.
 2[2] Un sabio o sacerdote de especial autoridad, particularmente uno de los «siete ríshis» que son sacerdotes de los dioses y son identificados con las estrellas de la Osa Mayor.
 3[3] Yoga, concentración mental; lit. unión. Yogi, el que practica yoga, un asceta o ermitaño.
 4[4] Dharma, justicia, el código establecido de la ética.
 5[5] Una habitación separada para una reina ofendida.
 6[6] Guru, un maestro, especialmente en las materias de religión y filosofía, aquí también de ejercicios marciales.

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