miércoles, 3 de abril de 2019

HISTORIA COMPARADA DE LAS RELIGIONES - LA SOCIOLOGÍA Y LA MORAL




a) La sociología y la democracia religiosa. 
Paz con to­dos.
 b) La Moral religiosa. 
El Decálogo. 
La moral babiló­nica. 
Los cuarenta y dos preceptos egipcios. 
El Código del Manú. 
Las reglas del Buddhismo. 
Los Versos dorados- de Pitágoras.  
La moral sufista islámica. Código masónico. 
El Sermón del Monte. 
c) El problema práctico de la moral.


a)      LA SOCIOLOGÍA

La doctrina católica aboga teóricamente por un régimen social democrático. He aquí las opiniones de sus más insignes teólogos en lo que a esta materia se refiere.

"El establecimiento de la ley pertenece a toda la multitud o a la persona pública que tiene el cuidado de la multitud entera, porque lo ordinario y constante en todos los seres es que la ordenación de los medios al fin corresponda a aquel mismo cuyo es este fin". (San­to Tomás, 1 - 2, q. 90, art. 3).

"La autoridad viene de Dios de un modo mediato por interme­dio de la nación que se la cede". Así opina Suárez, que llama a esta afirmación, "egregio axioma de teología",

"Ningún particular puede venir a ser dueño legitimo de cualquier derecho de mandar sino con el consentimiento, tácito o expre­so, de la nación misma, y queriendo ella estar desposeída de este mismo derecho". (Doctrina escolástica).

"Como Dios es el autor del derecho natural, la potestad de gobernar viene de Dios inmediatamente, porque a él corresponde dar forma y ser a la naturaleza, si bien el reunirse los hombres en cuer­po de nación es una condición sin la cual la tal potestad no resul­taría". (Victoria. "Relectione de potestate civili).

"Puede hacerse un soberano, pero no se hace la soberanía; y como no hay verdadero soberano sin soberanía, se está en el caso, o de no tener sino un jefe de aventura, de sorpresa o de fuerza, sin raíces ni autoridad, a quién el movimiento facticio o tumultuoso que lo ha elevado no cesa de amenazar hasta que lo arrebata, y el cual necesita hacerse tirano para resistir a él, o bien de: volver al princi­pio superior de la soberanía verdadera, proveniente de la naturaleza divina, por medio del cual puede constituirse un legítimo y sólido gobierno". (Augusto Nicolás).

"El derecho divino es mediato, en cuanto es la nación quien lo confiere; divino en cuanto es constituido sobre las leyes naturales y fundamentales de las sociedades, de que es autor Dios, y de cuya inviolabilidad participa. El hombre planta el árbol, pero Dios sumi­nistra la virtud que hace que el árbol prenda. El hombre coopera, pero Dios es quien opera". (Aug. Nicolás).

Dice también Suárez: "No es licito al pueblo, una vez que se halle puesto debajo de la obediencia, restringir la potestad del rey más de lo que haya sido restringida al tiempo de comunicársela. Ni aun siquiera las leyes justas del príncipe puede el pueblo abrogar apoyado en su propia autoridad, sino solamente confiado en el con­sentimiento tácito o expreso del mismo príncipe, como lo notó San­to Tomás".

"Algunos filósofos cristianos han opinado que la autoridad po­lítica es la forma substancial, el alma misma de la nación. Pero otros opinan que la autoridad no es la esencia de la sociedad, sino un atributo emanado de esta esencia. Por esto los escolásticos sos­tienen que el sujeto natural del poder civil no es alguna persona determinada sino el cuerpo entero de la nación. Y por esto la au­toridad ha de dirigir todos sus actos al bien de la sociedad".

"El oficio propio de la autoridad no es producir la unión de las inteligencias y de las voluntades de los hombres (que esto es un hecho natural consecuente con la tendencia instintiva a la sociabili­dad), sino idear los medios prácticos con que conviene tender de hecho a la prosecución de dicho fin, e intimar a los ciudadanos pa­ra que los ejecuten. La autoridad pertenece al orden ejecutivo y no al intentivo. Produce armonía y orden en los actos prácticos de la vida política, pero no en la vida misma substancial y anterior a es­tas acciones".

"La autoridad es una fuerza, y ninguna fuerza es elemento constitutivo de un ser. Las fuerzas emanan de la esencia. Esta es la fuerza primera de toda actividad. Cada uno advierte en su pro­pia conciencia que, si tiene obligación de vivir reunido con otros de su misma especie, no es por que lo mande la autoridad, sino por la sola ley natural fundada en la necesidad de la vida social".

"La autoridad en la república no tiene el lugar que en el hom­bre físico ocupa el alma o la forma substancial, sino otra más infe­rior. Por que no está esencialmente difundida por todo el cuerpo social; no es lo más noble, a cuyo fin hayan de encaminarse todos los actos ciudadanos; no es formalmente inactiva; no es fuente y origen de las fuerzas sociales llamadas derechos. Solamente es el instrumento que utiliza para la ordenada prosecución de su fin".

"El alma social, difundida por todos sus miembros, es la vo­luntad general de vida social".

"Pertenece a la sociedad el derecho de ceder la autoridad a uno de sus miembros. Como un hombre tiene el derecho de ceder su independencia y subordinarse a otro si así 1o juzga oportuno. El derecho de gobernarse a sí mismo (autonomía) puede ponerse bajo la dependencia de otro que gobierne o dirija según razón". (Men­dive).

"La autoridad debe procurar el bien general de la nación, no el particular suyo propio o de algunas personas determinadas, con lo cual quedan condenadas la arbitrariedad y la tiranía de los go­bernantes".

"Así cuando dicen los católicos ser la autoridad civil de origen divino, no pretenden significar con esto otra cosa sino que se halla contenida en el mismo orden natural, en términos que no es licito a los hombres el destruirla. y vivir en sociedad sustraidos a su be­néfica influencia, cual si no fuera uno de los elementos sociales este principio ordenador a cuyo cargo se halla encomendada la guarda del bien público". Mendive).

He aquí pues los principios básicos de convivencia civil defen­didos por los teólogos católicos:

"1º) El hombre por su naturaleza está inclinado a vivir en so­ciedad. Esta es una creación divina, un ser natural, encerrado en el plan de la Providencia de la misma manera que los demás seres na­turales del Universo".

"2°) La autoridad civil es una propiedad natural e innata de este ser colectivo, y por consiguiente entra también en el plan divi­no, juntamente con el ser a que pertenece".

Hasta aquí los teólogos de la iglesia católica.

Por nuestra parte no tenemos la menor objeción que hacer a estos principios de convivencia humana, ni a las razones con que son apoyados por los insignes teólogos citados.

La arbitrariedad, la injusticia y la tiranía no pueden ejercerse en nombre de Dios ni de la Religión. "Hombres muy piadosos -di­ce San Justino mártir en su "Apología"- han creído que todos aquellos que siguiesen la sabiduría o la razón, podían ser mirados, en cierto modo, como muy religiosos, aunque fuesen ateos". Opinión reforzada por Pío VII en el siguiente párrafo de una de sus cartas a Napoleón: "No es nuestra voluntad sino la de Dios, a quién re­presentamos en la tierra, la que nos prescribe el deber de conservar la paz con todos; sin distinción de católicos y de herejes, de los que están cerca y de los que están lejos, de aquello de quienes espera­mos bien, y de aquellos de quienes esperamos mal"[1].

¿Porqué entonces la Inquisición? ¿Porqué entonces las religio­nes positivas, con todo su poder y organización, se han mostrado intolerantes y se han puesto en contra de la auténtica soberanía de las naciones y en favor de los tiranos?

Dice el Barón de Halbach en su "Moral Universal": "Un Dios infinitamente justo, sabio y poderoso, que permite que los mortales yerren y se extravíen en sus pensamientos y opiniones, no puede aprobar que se les atormente a causa de unos pensamientos y dictá­menes que no dependen de su voluntad. De donde se sigue que la religión, de acuerdo con la Moral, prohibe el maltratar a los hom­bres por sus opiniones religiosas".

"Ni el mismo Júpiter -decía Plutarco- tiene derecho a ser injusto". "Dios ---exclamaba Cicerón- dejaría de ser Dios, si des­agradase u ofendiese al hombre". "La Ley es para guardar la Li­bertad", enseñaba Pitágoras".


Pero es que, como escribe el padre Emilio Moreno: "Aun los monarcas que de católicos se precian, dejan de oír los paternales consejos del más pacifico de los soberanos, cuando conviene a sus miras". Y por su parte, las iglesias y órdenes de casi todas las reli­giones del planeta, se olvidan demasiado de su misión espiritual de amor y tolerancia para ocuparse de los negocios del mundo.

"El pontífice Pío V extinguió y abolió la orden regular de frailes humildes, creada antes del concilio de Letrán, por haber los in­dividuos de esas órdenes desobedecido los decretos apostólicos, ha­berse entregado a disensiones domésticas y públicas, porque no da­ban indicios de portarse mejor en lo sucesivo, y porque muchos de ellos habían tenido la perversidad de querer dar la muerte a San Carlos Borromeo, cardenal de la Santa Iglesia Romana y visitador apostólico de dicha orden". (Del "Breve" expedido por el papa Cle­mente XIV en 21 de julio de 1773)[2] .

"Urbano VIII abolió la congregación de frailes conventuales reformados, por no producir frutos espirituales provechosos a la Iglesia de Dios, y por haber originado contiendas entre los indica­dos frailes". (Del mismo "Breve").

"Gregorio X prohibió además severamente fundar nuevas ór­denes y usar los distintivos de un nuevo instituto, y en suma prohi­bió para siempre todos los institutos religiosos y las órdenes mendicantes creadas después del IV Concilio general de Letrán, sin ha­ber obtenido la confirmación de la Sede Apostólica". (Del mismo "Breve")[3]

Salvando a todos los que de buena fe profesan una religión cualquiera (y a todas las creemos necesarias por ahora dentro del orden social), es indudable que ningún credo religioso inmuniza contra las debilidades humanas. "Muchos son las llamados y pocos los escogidos", decía Jesús.

Los árabes, "bismi Allahi er-rahmani er-rahimi" (en el nombre de Dios clemente y misericordioso) arremetieron sin clemencia ni misericordia contra el mundo entero, en los siglos VII y VIII, para imponer su manera de pensar y sentir en materia religiosa. ¡La gue­rra santa! ¿Es qué puede haber alguna guerra santa?

No hablemos de los sacrificios humanos practicados por ciertas religiones de la antigüedad en nombre de sus dioses, ni de las ho­gueras con que otras más modernas han tratado de purificar a las almas en nombre de Dios[4]. Todavía la historia no ha logrado ver realizado el sueño de Platón: "Las naciones y los hombres, no se verán libres de sus males hasta que, por un favor del cielo, reuni­dos el soberano poder y la filosofía en un mismo hombre, logren que la virtud triunfe del vicio".


a)      LA MORAL RELIGIOSA

La moral (de mos, moris, costumbre; del sánscrito ma, medir) es un sistema de costumbres ordenado hacia un fin de convivencia humana.

La moral se ordena y practica según tres puntos de vista: religioso, social e individual.

La moral religiosa o teológico, se basa en cumplir la voluntad de Dios o sea dirigir los actos humanos de acuerdo con la ordena­ción universal.

La moral social consiste en realizar todo aquello que redunde en beneficio de la colectividad y de su armonía.

La moral individual tiene su fuente en el deber y la razón; por tanto en la conciencia.

Las tres formas de moral con compatibles y deben ir de acuer­do; pero sus principios varían con los tiempos, los pueblos y las religiones, dentro de ciertos límites. No obstante, existen ciertos principios de moral universal que constituyen una especie de código aceptado por el consenso de toda la humanidad.

El "sentido moral" de que hablaba Hutcheson, es común a to­dos los hombres.

El ejemplo típico de esta colección de máximas, principios o mandatos morales, le constituye el "Decálogo" mosaico, que forma la base de la moral cristiana.

I.      Amar a Dios.
II.    No blasfemar ni jurar en su Nombre.
III.   Santificar las fiestas.
IV.   Honrar al padre y a la madre.
 V.    No matar.
VI.   No cometer adulterio.
VII.  No robar.
VIII. No calumniar ni mentir.
IX.   No desear la mujer del prójimo.
X.     No codiciar los bienes ajenos.

Esto sin contar el maravilloso Sermón del Monte, de Jesucris­to, que es la pieza príncipe de todas las doctrinas morales de la humanidad, y el más perfecto código de convivencia humana; aun­que tiene escasa viabilidad entre los hombres.

Véase ahora esta serie de preguntas de una tableta del Museo Británico, que constituyen, a modo de examen de conciencia, la base de la antiquísima moral religiosa babilónica:

"¿He ofendido a mi padre o a mi hijo, a mi hermana o a mi hermano?".
"¿No he dado libertad al esclavo, o al que estaba en la cárcel, o perdonado al deudor?".
"¿He resistido a la voluntad de mi dios o desagradado a mi diosa?".
"¿He tomado territorio que no fuese mío, o entrado con malas intenciones en la casa de mi prójimo?".
"¿He intentado acercarme a la mujer del prójimo?".
"¿He derramado sangre humana o le he robado alguna vesti­dura a cualquiera de mis semejantes?".

Puede notarse el evidente parentesco con el Decálogo mosaico. Ambas cosas tienen su precedente indiscutible en los siguientes cuarenta y dos preceptos de la antigua moral egipcia, dentro de la cual se educó Moisés, y cuyo cumplimiento (expuesto en una con­fesión negativa durante el "juicio de Osiris") era indispensable pa­ra entrar en el Paraíso[5]

No he hecho el mal; no he cometido violencia; no he robado; no he hecho matar a un hombre a traición; no he disminuido las ofrendas a los dioses; no he dicho mentira; no he hecho llorar; no he sido impuro; no he matado a los animales sagrados; no he es­tropeado las tierras cultivadas; no he sido calumniador; no me he encolerizado; no he sido adúltero; no he rehusado oír las palabras de verdad; no he cometido maleficios contra el rey ni contra mi pa­dre; no he desperdiciado el agua; no he hecho maltratar al esclavo por su amo; no he jurado en vano; no he falseado la oscilación de la balanza; no he quitado la leche de la boca del lactante; no he apresado en la red los pájaros de los dioses; no he rechazado el agua en su estación; no he cortado una reguera a su paso; no he extinguido el fuego en su hora; no he despreciado a Dios en mi co­razón. ¡Soy puro, soy puro, soy puro!

Cotéjese todo esto con algunos de los muchos principios morales del Código de Manú  o Manava Dharma Sastra, escrito en la India hacia el siglo XIII antes de la Era cristiana,

"No se halague a un enemigo, al amigo de un enemigo, a un hombre perverso, a un ladrón, a la mujer de otro".
"Pues nada hay en el mundo que más se oponga a la prolon­gación de la vida que cortejar a la mujer de otra persona". (Libro IV).


"Aquel que despliega el estandarte de su virtud, que es siem­pre ávido, que usa de fraudes, que engaña a las gentes por su mala fe, que es cruel y calumnia a todo el mundo, se le considera como el que tiene las costumbres del gato".
"Del Dwidja que tiene siempre baja la mirada, cuyo natural es perverso, que piensa únicamente en su propio provecho, que es pérfido y afecta la apariencia de la virtud„ se dice que tiene las ma­neras de la garza".
"Los que obran como la garza y los que tienen las costumbres del gato„ son precipitados al infierno, llamado Anddhatamisra, en castigo de esta mala conducta". (Libro IV).
"La resignación, el acto de devolver bien por mal, la temperan­cia, la probidad, la pureza, la represión de los sentidos, el conoci­miento de los sastras (versículos de las Escrituras), el del Alma Suprema, la veracidad y la abstinencia de cólera: tales son las diez virtudes en que consiste el deber".
"La ociosidad en divulgar el mal, la violencia, el acto de da­ñar en secreto, la envidia, la calumnia, el acto de apropiarse el bien ajeno, el de injuriar o de golpear a alguien, componen la serie de los ocho vicios que engendra la cólera".
"Que considere siempre el acto de golpear, el de injuriar, y el de dañar al bien ajeno, como las tres cosas más perniciosas en la serie de los vicios producidos por la cólera". (Libro VII).
"Todo el bien que has podido hacer desde tu nacimiento, ¡oh hombre honrado! la habrás perdido enteramente y pasará a los pe­rros si dices otra cosa que la verdad". (Libro VIII).
"Será precipitado de cabeza en los abismos más tenebrosos del infierno, el insensato que interrogada en una información judicial hace una falsa exposición". (Libro VIII).
"Pues del adulterio es de donde nace en este mundo la mezcla de clases, y de la mezcla de clases proviene la violación de deberes destructora de la raza humana, y que causa la ruina del universo". (Libro VIII).
"Una mujer infiel a su marido está expuesta a la ignominia aquí abajo; después de su muerte renace en el vientre de un chacal o sufre de elefantiasis y de consunción pulmonar"[6]

Los versículos en los cuales se previene y asusta contra los peligros del adulterio, son numerosísimos en los diversos libros de este Código.

"Por el contrario, la que no falta a su marido y cuyos pensa­mientos, palabras y cuerpo son puros, obtiene la misma mansión ce­leste que su esposo y está llamada por las gentes de bien mujer vir­tuosa". (Libro V).
"El juego y las apuestas son robos manifiestos; por eso el rey debe hacer todo esfuerzo por impedirlos".
"El hombre cuerdo no debe dedicarse al juego, ni aún para di­vertirse". (Libro IX).
"Matar un insecto, un gusano, un pájaro, comer lo que ha sido traído en el mismo canasto que un licor espirituoso, robar fruta, ma­dera o flores y ser pusilánime, son faltas que manchan". (Libro XI).
"El vivo arrepentimiento y la intención de enmienda, purifi­can". (Libro XI).
Veamos a continuación los preceptos morales del Buddhismo: Los Diez mandamientos. (De una "Suttva" en 42 artículos, 4).


El Buddha dijo: "Diez cosas hacen malas todas las acciones de los seres vivos, y sus actos se tornan buenos cuando las evitan. Estas cosas son: tres pecados del cuerpo, cuatro pecados de la len­gua y tres pecados del espíritu".
"Los tres pecados del cuerpo son: el crimen, el robo y el adulterio. Los cuatro pecados de la lengua son: mentir, calumniar, in­juriar y hablar inútilmente. Los tres pecados del espíritu son: la avaricia, el odio y el error".

"Por esto os doy estos mandamientos: "

"l.  No matéis; tened respeto par la vida".
"II. No robéis, ni hurtéis; ayudad a cada uno a poseer los fru­tos de su trabajo".
"III. Evitad toda impureza y llevad una vida casta".
"IV. No mintáis; sed verídicos y decid la verdad con discreción, no de modo que dañe, sino con ternura y prudencia".
"V. No inventéis malos informes, ni los repitáis. No os que­relléis, ved la parte buena de nuestros hermanos de modo que po­dáis defenderlos con sinceridad contra sus enemigos".
"VI. No juréis; hablad con decencia y dignidad.
"VII. No perdáis el tiempo en palabras vacías de sentido; ha­blad de intento o callad".
"VIII. No tengáis codicia, ni envidia; regocijaos de la dicha de otro".
"IX. Purificad vuestro corazón de la malicia; arrojad lejos de vosotros la ira, el despecho y las malas disposiciones; no cultivéis el odio, ni aún contra los que os calumnien, ni contra los que os hagan mal. Sed para los seres vivos bondad y benevolencia".
"X. Libertar vuestro espíritu de la ignorancia y desear apren­der la verdad sobre todo es la única cosa indispensable, por miedo a ser presa del escepticismo o del error. El escepticismo os volve­rá indiferentes y el error os desviará de suerte que no encontraréis el excelente camino que conduce a la vida eterna".

Ahora, como ejemplo de la moral teológica de los griegos de la antigüedad, veamos los magníficos "Versos Dorados" de Pitá­goras:

"Honra primeramente a los dioses inmortales, según están es­tablecidos u ordenados por la ley".
"Respeta el juramento con toda suerte de religión. Honra des­pués a los genios de bondad y de luz".
"Respeta también a los "daimones" terrestres[7], rindiéndo­les el culto que legítimamente se les debe".
"No los admires enseguida ni los aceptes tampoco".
"Honra también a tu padre, a tu madre y a tus próximos pa­rientes".
"Escoge por amigo entre los hombres, al que se distingue por su virtud".
"Cede siempre a sus dulces advertencias y a sus acciones ho­nestas y útiles".
"Y no llegues a odiarle por una ligera falta, mientras puedas". "Pues el poder habita cerca de la necesidad".


"Sabe que todas estas cosas son así; luego acostúmbrate a so­breponer y vencer estas pasiones".
"En primer lugar, la gula, la pereza, la lujuria y la cólera". "No cometas jamás ninguna acción vergonzosa, ni con los de­más".
"Ni contigo en particular, y sobre todo respétate a ti mismo". "Luego observa la justicia en tus actos y en tus palabras". "Y no te acostumbres a hacer la menor cosa sin regla ni ra­zón".
"Haz siempre esta reflexión: que por el Destino está ordena­do a todos los hombres el morir".
"Y que los bienes de la fortuna son inciertos, y así como se les adquiere se les puede perder".
"En todos los dolores que los hombres sufren por la divina for­tuna".
"Soporta dulcemente he suerte tal como es, y no te enojes por ello".
"Trata, sin embargo, de remediarla en cuanto puedas".
"Y piensa que el Destino no envía la mayor parte de esos ma­les a las gentes de bien".
"Se hacen entre los hombres muchas clases de razonamientos buenos y malos".
"Pero si avanzan las falsedades; cede dulcemente, y ármate de paciencia".
"Observa en toda ocasión lo que voy a decirte: "
"Que nadie., ni por sus palabras ni por sus hechos, te seduzca jamás".
"Llevándote a hacer o a decir lo que no es útil para ti". "Consulta y delibera antes de obrar, a fin de que no hagas ac­ciones locas".
"Porque es de un miserable el hablar y obrar sin razón ni re­flexión".
"Haz, pues, todo lo que por consiguiente no te aflija y te obli­gue luego a arrepentimiento".
"No hagas ninguna cosa que no sepas".
"Pero aprende todo lo que es preciso saber, y por ese medio llevarás una vida dichosísima".
"No hay que descuidar de ningún modo la salud del cuerpo". "Así se le ha de dar con mesura de comer y de beber y los ejer­cicios que necesite".
"Pero yo llamo mesura a lo que no ha de incomodarte". "Acostúmbrate a vivir de una manera apropiada y sin lujo". "Evita provocar la envidia".
"Y no gastes fuera de tiempo, como el que no conoce lo que es bueno y honesto".
"Pero no seas tampoco avaro ni mezquino, por que la justa mesura es excelente en todas las cosas".
"No hagas sino las cosas que no puedan perjudicarte, y razona antes de hacerlas".
"No cierres tus ojos al sueño así que te acuestes". "Sin examinar por tu razón las acciones del día".
"¿En qué he faltado? ¿Qué he hecho? ¿Qué he dejado por ha­cer que debía haber hecho?".
"Comenzando por la primera de tus acciones, y continuando por todas las demás".
"Si en ese examen ves que has faltado, repréndete severamen­te, y si has hecho bien regocíjate de ello".
"Practica bien todas estas cosas, medítales bien; es menester que las ames con toda tu alma".
"Ellas te colocarán en el camino de la virtud divina".
"Yo lo juro por aquel que ha transmitido en nuestra alma el sagrado cuaternario ("Tetrada")".
"Fuente de la naturaleza y modelo de los dioses".
"Pero no comiences a obrar sin rogar antes a los dioses termi­nar lo que vas a emprender".

"Cuando te hayas familiarizada can esta costumbre". —Conocerás la constitución de los dioses inmortales y de los hombres".
"Hasta donde se extienden los seres, y lo que les contiene y une".
"Conocerás también, según justicia, que la naturaleza es se­mejante en toda cosa y en todo lugar".
"De suerte que no esperarás lo que no debe esperarse, y nada te será oculto en este mundo".
"Conocerás también que los hombres se atraen los males por sí mismos".
"Miserables como son, no ven ni entienden que los bienes los llevan en sí mismos".
"Hay muy pocos entre ellos que sepan librarse de los males". "Tal es la suerte que ciega a los hombres y les nubla el espíritu". "juguetes de sus pasiones, siempre azotados por olas contrarias en un mar sin orillas, ruedan de aquí para allá abrumados por ma­les sin cuento".
"Porque la funesta condición nacida con ellos, y que les si­gue, les agita sin que ellos lo noten".
"En lugar de provocarla e incitarla, deberían huir de ella ce­diendo".
"Gran Júpiter, padre de los hombres, vos les libraréis de todos los males que les abruman".
"Si les mostraseis cuál es el dominio de que se sirven". "Pero tened ánimo: la raza de los hombres es divina". "La sagrada naturaleza les descubre los misterios más ocul­tos".
"Si ella te hace parte de sus secretos, llegarás fácilmente al fin de todas las cosas que te he ordenado".
"Y curando tu alma, la librarás de todas esas penas y de todos esos trabajos".
"Abstente de las carnes que fiemos prohibido en las purifica­ciones".
"Y respecto de la liberación del alma, discierne lo justa, y exa­mina bien todas las casas".
"Dejándote siempre guiar y conducir por el entendimiento que viene de arriba y que debe tener las riendas".
"Y cuando después de haberte despojado de tu cuerpo mortal, seas recibido en el aire puro y libre".
"Serás un dios inmortal, incorruptible, a quien no dominará la muerte".  .
Ahora veamos los preceptos morales del Sufismo islámico, co­mo expresión y quintaesencia de la religión mahometana[8]:
"Pensar bien antes de obrar".
"Devolver bien por mal".
"Socorrer al afligido".
"Dirigir al extraviado".
 "Enseñar al ignorante".
 "Despertar al negligente".
"Confortar al débil".
"Consolar al triste".
 "Tranquilizar al tímido".
"Saciar al hambriento".
"Dar de beber al sediento".
"Vestir al desnudo".
"Ayudar al siervo".


"Contentarse con lo que Dios envía y privarse de lo que no es lícito".
"Ser humilde y sumiso".
"No pensar ni decir mal del prójimo". "No hablar en vano".
"Ser bueno de corazón y caritativo". "Preferir los pobres a los ricos". "Respetar a todos".
"Tener caridad para todas las criaturas racionales e irracio­nales".

He aquí a continuación, la moral del Evangelio de Confucio, extractada del "Lun Yii o "Analectas".

Tzu Chang hizo a Confucio una pregunta acerca de la vir­tud moral.
Confucio replicó:

"La virtud moral consiste sencillamente en ser capaz, siempre y en toda ocasión, de practicar cinco cualidades especiales". Preguntado sobre lo que estas eran dijo:
"Respeto propio, Magnanimidad, Sinceridad, Fervor y Benevo­lencia. Muestra respeto propio y los demás te respetarán; sé mag­nánimo y ganarás los corazones; sé sincero y los hombres confia­rán en ti; sé vehemente y obtendrás grandes cosas; sé benévolo y podrás imponer tu voluntad a otros".

Tzu Chang preguntó como podría obtener la verdad supre­ma.
El Maestro dijo:

-Que la conciencia y la verdad sean tu guía, y pasa entonces a cumplir tu deber para con el prójimo.
-¿Esta es la suprema? -replicó Tzu Chang. El Maestro añadió:
-El hombre más noble exalta las buenas cualidades en otros, y no hace resaltar el mal. El hombre inferior hace lo contrario". "Hay tres impulsos contra los que el hombre noble se pone en guardia:
En el período de su juventud, mientras está en la plenitud de su vida, se guarda de concupiscencias.
En el pleno desarrollo de su vida, cuando su constitución fí­sica es fuerte y vigorosa, se guarda del ardor belicoso.
En la vejez, cuando las fuerzas vitales están en decadencia, se guarda de la avaricia".
"El poder conducirse con los demás como quisiéramos que se condujesen con nosotros ---este es el verdadero dominio de 1a vir­tud moral'`.
"No emplees tus ojos, tus oídos, el don de da palabra o la fa­cilidad del movimiento sin obedecer a la ley natural del dominio propio"[9].

Y para final, medítense las máximas morales del "Código Ma­sónico":

"Adora al Gran Arquitecto del Universo".
“El verdadero culto que se da al Gran Arquitecto, consiste prin­cipalmente en las buenas obras.”
“Ten siempre tu alma en un estado puro para parecer digna­mente delante de tu conciencia.


Ama a tu prójimo como a ti mismo. No hagas mal para esperar bien. Haz bien por amor al mismo bien.
Estima a los buenos, ama a los débiles, huye de los malos, pe­ro no odies a nadie.
No lisonjees a tu hermano, pues que es una traición; si tu her­mano te lisonjea, teme que te corrompa.
Escucha siempre la voz de tu conciencia.
Sé el padre de los pobres, cada suspiro que tu dureza les arran­que, es una maldición que caerá sobre tu cabeza.
Respeta al viajero nacional o extranjero; ayúdale: su persona es sagrada para ti.
Evita las querellas, prevé los insultos, deja que la razón quede siempre de tu lado.
Parte con el hambriento tu pan, y a los pobres y peregrinos mételes en tu casa; cuando vieses al desnudo cúbrelo y no despre­cies tu carne en la suya.
No seas ligero en airarte, por que la ira reposa en el seno del necio.
Detesta la avaricia, por que quien ama las riquezas ningún fruto sacará de ellas, y esto también es vanidad.
Huye de los impíos porque su casa será arrasada; más las tiendas de los justos florecerán.
En la senda del honor y de la justicia está la vida; más el camino extraviado conduce a la muerte.
El corazón de los sabios está donde se practica la virtud, y el corazón de los necios donde se festeja la vanidad.
Respeta a las mujeres, no abuses jamás de su debilidad y mu­cho menos pienses en deshonrarlas.
Si tienes un hijo regocíjate; pero tiembla del depósito que se te confía. Haz que hasta los diez años te tema, hasta los veinte te ame y hasta la muerte te respete. Hasta los diez años sé su maestro, hasta los veinte su padre y hasta la muerte su amigo. Piensa en darle buenos principios antes que bellas maneras; que te deba rec­titud esclarecida y no frívola elegancia. Haz un hombre honesto antes que un hombre hábil.
Si te avergüenzas de tu destino, tienes orgullo; piensa que aquel ni te honra ni te degrada, el modo con que cumplas te hará una ti otro.
Lee y aprovecha, ve e imita, reflexiona y trabaja, ocúpate siem­pre en el bien de tus hermanos y trabajarás para ti mismo. Conténtate de todo, con todo y por todo.
No juzgues ligeramente las acciones de los hombres; no re­proches y menos alabes: antes procura sondear bien los corazones para apreciar sus obras.
Sé entre los profanos libre sin licencia, grande sin orgullo, hu­milde sin bajeza; y entre los hermanos firme sin ser tenaz, severo sin ser inflexible y sumiso sin ser servil.
Habla moderadamente con los grandes, prudentemente con tus iguales, sinceramente con tus amigos, dulcemente con los pequeños y eternamente con los pobres.
justo y valeroso defenderás al oprimido, protegerás la inocen­cia, sin reparar en nada de los servicios que prestares.
Exacto apreciador de los hombres y de las cosas, no atenderás más que al mérito personal, sean cuales fueren el rango, el estado y la fortuna.
El día que se generalicen estas máximas entre los hombres, la especie humana será feliz, y la Masonería habrá terminado su tarea y cantado su triunfo regenerador.”


El repaso que acabamos de hacer de los más importantes có­digos de la moral universal, nos demuestra evidentemente la inspi­ración unánime de los pueblos en todos los tiempos. En realidad, todos estos preceptos se han impuesto, porque la humanidad-, por razón y  experiencia, se ha convencido de que su cumplimiento es indispensable para lograr estos tres fines:


La armonía en la convivencia de los hombres.
La elevación del alma.
La felicidad en la vida y en el más allá.

No es necesario que se nos ofrezca el premio de un cielo o el castigo de un infierno para movernos a su cumplimiento, basta per­suadirnos de que no es posible la felicidad sin acatarlos. Y a nadie le tiene cuenta ser desdichado.

Y para terminar este punto, he aquí un extracto de los conse­jos contenidos en el Sermón de la Montaña, de Jesús, cuyo texto original aconsejamos leer previamente:

I. Bienaventurados los pobres de espíritu, los que lloran, los mansos, los que tienen hambre y sed de justicia, los misericor­diosos, los de limpio corazón, los pacificadores, los que padecen persecución por la justicia, los vituperados y perseguidos por que aman a Dios.
II. Es grande el que hace y dice las verdades contenidas en estos mandamientos.
III. No matarás; ni te enojarás locamente contra tu her­mano.
IV. No ofrendes ante el altar (no vayas al culto) sin ha­berte reconciliado con tu prójimo.
         V. Reconcíliate con tus hermanos en el camino de la vida.
VI. No adulterarás, ni aun siquiera codiciarás a otra mujer.
VII. Si tus miembros Fuesen ocasión de pecado, córtalos antes que perder tu alma.
VIII. No repudies a tu mujer más que en caso de fornicación.[10]
IX. No jures ni por el cielo, ni por la tierra, ni por tu ca­beza, Habla si, si; no, no.
X. Humíllate ante el que ofenda. Al que te pide algo, da­le más.
XI. Amad no solo a vuestros amigos sino también a vues­tros enemigos.
XII. No orar ni hacer limosnas en público, sino en el secre­to de Dios.
XIII. Perdonad para ser perdonados.
XIV. Cuando ayunes, lávate y úngete para que no se note. 
XV. No hagáis tesoros en la tierra, sino buscad los tesoros del espíritu.
         XVI. No sirváis (por que no es posible) a Dios y al Diablo al mismo tiempo.
XVII. No os preocupéis de la comida y del vestido. "Buscad el Reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura".
XVIII. No juzguéis para que no seáis juzgados.
XIX. Mirad vuestros defectos antes que los del prójimo.
XX. No deis buenas doctrinas a los que no sepan compren­derlas.
XXI. Pedid, buscad y llamad a Dios.
XXII, Haced con los demás lo que quisierais que los demás hicieran con vosotros.
XXIII. Entrad por el camino estrecho y la angosta puerta de la salvación.
XXIV. Guardaos de los falsos profetas, a quienes conoceréis por sus frutos.
XXV. Cumplid la voluntad del Padre para entrar en el Reino de los Cielos.
XXVI. Cumplid mis consejos y será como si edificaseis vues­tra casa sobre la peña.


a)      EL PROBLEMA PRACTICO DE LA MORAL SOCIAL

La humanidad se debate, como el Wotan wagneriano, entre el yugo de los pactos sociales y dogmas de moral, y el ansia infinita de liberación espiritual, que siempre esperamos de los eternos Sig­mundos y Sigfredos, a quiénes, para no desmentir la historia de to­dos los redentores, sacrificamos luego en nombre de la gazmoñería y de la rutinaria moral a lo Fricka o a lo Hagen, cuando no de la perversa hipocresía de tantos Albericos y Mimos como por doquier acorralan a toda alma que noblemente quiere mostrar a sus seme­jantes el camino luminoso que nos conducirá a la radiante Walhalla de nuestra conciencia divina.

La eterna lucha entre la libertad y el “orden establecido", no solamente es el motor de todo movimiento social, sino el motivo in­manente de toda expresión moral, actuando en el complejo de los diversos fondos -conscientes o subconscientes- de cada individuo. Si una persona, por ejemplo, toma la decisión moral de no ro­bar aunque se muera de hambre, en ello se realiza un complejo re­sultante de diversos factores psíquicos, mentales y espirituales, en­tre los que es fácil entresacar, el concepto que tenga de la propiedad, el sentido de la muerte, el concepto social y penal del rabo, 1a conciencia que tenga de la salvación de su alma, etc., ello variará total o parcialmente en otro individuo, dando por resultado otra fór­mula de moral. Suponemos en todo caso la sinceridad del sujeto.

Con razón ha dicho Marañón[11] que: "las cosas, en su aspec­to moral, no son casi nunca buenas o malas en absoluto". Y Hartmann[12] abundando en este concepto, ha trazado el camino afir­mando que, ninguna moral tiene valor si no es espiritual.

Los actos del ser humano -tengan o no por motivo inmediato los impulsos instintivos o mentales- dependen en último término, o por mejor decir, están condicionados, por dos modalidades de es­tado de conciencia: la relativa o moral y la absoluta a espiritual.


La conciencia relativa o moral es un complejo o resultante de la influencia del medio intelectual y moral en que se vive. Depende del peso enorme que ejerce sobre la individualidad, e1 conjunto de formas mentales creadas por los hábitos y costumbres. Concebido así nos es fácil comprender como al desarticular la conducta perso­nal del molde establecido, surge un malestar interno (choque del impulso individual contra las formas establecidas) que se traduce por una voz interior y subconsciente (de raíces egoístas) que  tiende a encajarnos de nuevo en el casillero moral para evitarnos el dolor de la lucha. A esto, que en el fondo no es verdadera voz de la con­ciencia, sino voz del complejo moral colectivo, lo llamamos concien­cia relativa. Es un espejismo que, no obstante, nos alucina y arras­tra, necesario evidentemente para las almas débiles o de escasa es­piritualidad, que sin él, caerían las más de las veces en la deprava­ción y el libertinaje. Es lógico y natural que al que le falta la fuerza de espíritu para canalizar en buen sentido las acciones de su perso­nalidad, haya que darle el canal hecho con moldes externos. Esta es la misión de las fórmulas morales colectivas y de los ritualismos y ceremonias religiosas.


La conciencia absoluta o espiritual es la conciencia por anto­nomasia, es decir, el contenido gnóstico del YO. Es la verdadera voz interna del espíritu. Como fuerza rectora de conducta se llama vir­tud (de vir, poder). Como reconocimiento interno de nuestros mo­tivos de obrar es conciencia espiritual, cuya condición fundamental estriba en libertarse de prejuicios, dogmas y ritualismos; es decir, navegar contra la corriente como Sigfredo por las aguas del Rhin.

Solamente haciendo abstracción del convencionalismo del medio ambiente, puede llegar a percibirse nuestro motivo intimo, que en los hombres de espíritu fuerte y alma elevada, se da claro y ní­tido como legítima luz del orto espiritual.

El que obra con motivos de conciencia espiritual no puede te­ner conflictos íntimos. El que obra basándose en fórmulas de moral colectiva, puede caer frecuentemente en conflictos psíquicos para los cuales se ha prescrito la medicina de la confesión. Esta adopta dos modalidades: la del, que se confiesa a persona ajena a su con­flicto (v. g.: el sacerdote) y la del que se confiesa a la persona a quien ha hecho el mal.

El pecado o mala acción y la zozobra espiritual consiguiente, existen en ambos casos. El resultado es totalmente diferente en el fondo.

La confesión con persona ajena al conflicto, es una especie de psicoanálisis que, evidentemente, tranquiliza el alma en cierta medi­da, más por la conciencia que da del mecanismo de la mala acción cometida, que par el descargo que supone. En cambio, el confesarse a la persona dañada por nuestra mala acción, al prosternar nuestra alma ante el juicio y sanción del propio perjudicada, supone una ac­titud de voluntaria humildad y sumisión que, por el hecho intrínseco de entregarse al perdón o castigo del ofendido, descarga totalmen­te nuestra alma, logrando el equilibrio perfecto de nuestra dinámica espiritual.

Esto aparte de que la confesión con el sacerdote se hace gene­ralmente como un deber del dogma religioso y casi siempre con una superficialidad de concepto y propósito que apenas logra mejorar los conflictos internos del alma.

Cuando la confesión se practica con fondo psicoanalítico (lo cual, aunque inconsciente, supone un concepto más profundo tanto en el confesado como en el sacerdote) su resultado es, indudable­mente, más ostensible. Pero solamente cuando por necesidad del espíritu, conciencia del acto y sumisión voluntaria, se confiesa uno y demanda el perdón al ofendido, es cuando se eliminan hasta los úl­timos restos de la inquietud que perturba al alma pecadora. A ella se refería sin duda Jesús, cuando decía: "Confesaos los unos a los otros".

Nuestra tesis, en cuanto a la moral práctica se refiere, es que no estando inspirada por motivos espirituales, no merece la pena de convertirse en norma de conducta. Para los antiguos espartanos era moral deshacerse de las personas ancianas o defectuosas; para los árabes es moral tener cuatro mujeres; para un buddhista no es moral comer carne de cerdo ni de vaca, etc. De aquí la necesidad de una revisión del problema moral que nos haga éticamente conscientes, de acuerdo con las leyes naturales que rigen la vida.

El seguir la norma moral aceptada por la colectividad en el se­no de la cual se vive, es, efectivamente, la manera más eficaz de evitar conflictos. Pero hay que convenir en que también anquilosa los motivos de espíritu, o lo que es lo mismo, adormece la concien­cia de su finalidad. Y de esta manera, la moralidad pasa a ser una fórmula de egoísmo personal; y es, por consecuencia, todo lo con­trario de espiritual. Evita los conflictos de existencia, pero agudiza muchas veces los conflictos de esencia que son más importantes de evitar.

Ejemplo: Un matrimonio mal avenido, tiene hijos. Las conti­nuas reyertas, malos ejemplos y situaciones violentas de los padres, ponen en peligro la formación espiritual del alma de los hijos. Hay un conflicto de esencia. Si el matrimonio es cristiano, evitará en lo posible su disolución, lo cual, aun a costa de un ambiente infernal donde las almas se degradan, ahorrará ciertos conflictos de existen­cia en los que habría que poner a prueba el espíritu de renuncia y de abnegación de los padres (separación de los hijos, incomodida­des materiales, dificultades de orden sexual, opiniones y críticas so­ciales, etc.). Mas, evidentemente, en un caso así, cuando se ha lle­gado al convencimiento de la imposibilidad de establecer un sufi­ciente estado de armonía, el deber hacia los hijos (motivo de espí­ritu) y aun la necesidad de las propias almas de los padres, impone la separación.

Chócase entonces con el dogma de la indisolubilidad del matrimonio en los sectores católicos. Nuevo conflicto de existencia que impedirá a cada uno de las padres rehacer su vida en nuevo matrimonio. Entonces, en algunas sociedades humanas se establece el di­vorcio como fórmula práctica, sin desconocer la ventaja indudable de la monogamia a lo largo de la vida personal. Es solamente ponderación de valores en la que se pretende llegar a la fórmula menos mala cuando la más buena se hace imposible[13].

En casos como el de este ejemplo, la serie de problemas y con­flictos derivados que afectan a la existencia y al sentimiento, difi­cultan indudablemente la apreciación de los motivos de espíritu, o sea del orto del deber. La aclaración de estos imperativos de orden elevado exigen desproveerse totalmente de todo prejuicio. Poner el alma en blanco. Situarnos por un momento, según la frase niestzcheana, "más allá del bien y del mal". Para un musulmán no existe problema moral ni de conciencia en el hecho de separarse de una mujer con la que no puede convivir dignamente. Podrá en todo ca­so haber un problema de sentimiento que no afecte al del deber. Pe­ro allí continúan sus restantes mujeres, su hogar y sus hijos.

Veamos ahora, con la mente en blanco, en que se ha fundamen­tado la existencia del matrimonio. Es decir, que finalidad tiene; cual es su esencia.



El matrimonio se ha hecho para procrear. He aquí la verdad fundamental que salta de un modo evidente a nuestra vista. El ma­cho y la hembra de la especie humana se unen atraídos por el instinto y cumplen su misión específica. Pero procrear, en la especie humana, no es solamente tener hijos, sino darles durante un cierto tiempo las condiciones y el ambiente para que se desarrolle su cuer­po y para que florezca su alma; por que el hombre es un ser que tiene algo más que un organismo y unos instintos.

¿Qué es lo espiritual? ¿Cuál es el deber? Indudablemente, el imperativo de conciencia del padre y de la madre, estriba en ali­mentar a sus hijos hasta que éstos cuenten con medios para hacerlo por sí mismos y en cultivar su alma para que alcance el más alto grado de conciencia. Sobre esto no puede haber duda. Cuando es­tas condiciones imperativas flaquean, el matrimonio se desmorona por su base. Y entonces es inútil, y muchas veces perjudicial, tratar de conservar el vínculo externo. Ha faltado la esencia y por consi­guiente la razón de ser de su existencia. Es menester hallar en otra fórmula el imperativo del deber para con los hijos. Hay que salvar la vida espiritual de estos buscando a todo trance la paz, la digni­dad y el respeto.

Mas al llegar aquí, conviene abordar un problema colateral. El hombre por ley biológica puede tener varios hijos al año. La mujer no puede tener más que uno. Además, en algunos países hay más mujeres que hombres. Sobre la base de este hecho hemos de admitir que la ley instintiva de la especie hace propender al hom­bre hacia la poligamia. Ahora bien; también es cierto que los inte­reses espirituales del hombre evolucionado, hallan su mejor cum­plimiento en la monogamia y la familia, es decir, en el matrimonio, por regla general.

Si aceptamos, por tanto, el matrimonio como fórmula moral, habremos de aceptar también estas dos consecuencias: Que mu­chas mujeres dejen de cumplir el imperativo instintivo sexual o lo cumplan fuera del matrimonio. ¿Es esto espiritual? ¿Es siquiera moral?

Evidentemente no se considera moral en la sociedad cristiana que una mujer soltera tenga hijos. Si se considera moral, en cambio, que una mujer se quede soltera y no tenga hijos, aunque con ello contraríe el designio específico que Dios la dio por medio de su instinto. Todo esto quiere decir que, el privilegio de que algunos hallen su felicidad y el cumplimiento de sus más altos fines dentro del matrimonio, hay que conseguirlo con el sacrificio de un gran número de personas. Volvemos a preguntarnos ¿es esto espiritual?

En el Noroeste de Europa hay 93 hombres por cada 100 mujeres. En Es­paña hay 97 hombres por cada 100 mujeres. La Gran Guerra, con su enor­me cantidad de víctimas masculinas, hizo que la proporción en Francia fuese de 110'3 mujeres por cada 100 hombres, de tal manera que la pobla­ción femenina excedía en 1.904.000 a la de hombres. En los demás conti­nentes la cantidad de hombres es superior a la de mujeres. (Datos de la "Antropología" de Pérez de Barradas).


Sin contestarnos aun a esta pregunta, convendremos en que se presenta un problema insoluble; tina verdadera contradicción entre los fines de la naturaleza animal y los de la, naturaleza espiritual. Y en las soluciones del cual las fórmulas de moral ni siquiera se pre­ocupan de aparecer piadosas. Si no puedes casarte aguántate sin pretender el beneficio de una familia que cobije su vejez, ni el con­suelo de unos hijos en quienes poner tu corazón. Esta es  la solución de la moral monogámica. Pero esta no es la realidad. Y de aquí que la mayor parte de los individuos se muevan en la esfera de lo in­moral.


La fórmula poligámica musulmana es más natural y, por tanto, más sincera, colectivamente considerada. También más sincera para la mayor parte de los individuos. Pero denigrante para la mujer cul­ta. El matrimonio, en realidad, es la fórmula de los pocos y de los virtuosos. Pero no se tengan por tales los que han permanecido fie­les por evitarse los conflictos de la infidelidad, o los que no han tenido estímulo u ocasión para pecar. Estos han sido morales por falta de valor para ser inmorales. Lo importante es ser moral cuan­do todo lo que le rodea a uno conspira para que no lo sea.

El problema que plantea este ejemplo nos induce a romper las formas cristalizadas de una moral insuficiente e imperfecta, para buscar en lo más íntimo de nuestra conciencia la moral viva que nace en nuestro corazón. Dice Peman, valorizando problemas de moral: "Porqué sin incurrir en materialismo crudo, también hay que afirmar resignadamente que la honradez se rige un poco por la ley de "la oferta y la demanda"[14]. Efectivamente, mientras el instinto se halla satisfecho dentro de la fórmula estatuida, todos somos mo­rales; pero cuando la tentación satisface al instinto insatisfecho, so­lo los héroes de la virtud resisten. Por esto Jesucristo cuando recri­minó a los que pretendieron lapidar a la mujer adúltera diciéndolos: "El que esté libre de pecado que la tire la primera piedra", halló que todos se retiraron avergonzados. Y luego perdonando a la pe­cadora la dijo: "Vete y no peques más". El hombre no tiene la cul­pa de que el conflicto que crea la antítesis de esencia y existencia sea superior a él mismo. Por esto, cada problema ha de hallar su solución en la propia esencia de nuestros sentimientos. El hombre ha de llevar la ley dentro de sí mismo, porqué como dijo Sócrates: "Nada de lo que se hace con razón es malo".

Y aunque hemos tocado, a titulo de ejemplo, el problema más espinoso de la vida humana, no es, ni con mucho, el más grave. Lo auténticamente grave en la vida colectiva es el egoísmo. El que ama es siempre en el fondo generoso, por que siempre da algo.      

El egoísmo es la venenosa serpiente que se halla en fondo de todos los "pecados capitales". Las grandes pasiones humanas (so­berbia, avaricia, ira, lujuria, gula, envidia y pereza) se alimentan con el amor propio, se visten con un mascarón que se llama orgu­llo y en el fondo yace la ausencia del sentimiento de dignidad. Ah! ¡Qué enorme error confundir el orgullo con la dignidad o la humildad con la indignidad. Humildad y dignidad son valores de espíritu. Orgullo e indignidad (que casi siempre van juntos), son sentimientos bajos y egoístas. Mejor dicho, son valores negativos porque denotan la ausencia de los sentimientos opuestos. Y buena prueba de ello es que, el orgulloso, cuando ve la ocasión de exhibir o cultivar su pasión, no vacila hasta en humillarse. Lo cual es un contrasentido que su ceguedad le impide ver. Cuando Santa Tere­sa encontró a Fray Antonio barriendo el pórtico de la iglesia. le preguntó con cierta ironía.: "¿Qué es esto, mi padre? ¿Qué se ha hecho la honra?". A lo que contestó el buen fraile sonriente: "Yo maldije el tiempo que la tuve". Lección que deberían aprender casi todos los llamados "defensores de su honra y de su dignidad", ge­neralmente malos cristianos, incapaces de modestia, que en el fondo ¡sólo defienden su orgullo personal!

El orgullo es la enfermedad del alma que más dificulta su sal­vación. Porque el hombre soberbio cree en su valor personal y tie­ne el sentimiento de que el mundo gira a su alrededor. El orgullo es la hipertrofia de la propia estimación. Generalmente se da en personas mediocres, sobre todo si tienen cierta cultura. Y cuando no hay ni esto, va acompañado de una cierta manía de exhibición con objeto de llamar la atención; cosa que el vanidoso no puede conseguir por el brillo de sus cualidades. Y así llegamos a ese síndrome psicopatológico basado en el orgullo, el recelo y la exhibi­ción, que se llama paranoia. ¡Podrá concebirse cosa más trágica que tener orgullo y no valer nada!

La humildad y la dignidad, que casi siempre van juntas, son, por el contrario, valores de elegancia espiritual. El humilde se pos­pone, evita la exhibición no siendo necesaria y no se humilla porque tiene conciencia de que su personalidad es "templo de Dios vivo". Esto le origina un sentimiento de propio respeto personal que en nada se parece a la fatuidad del orgullo. Humildad y humillación son en realidad dos valores opuestos.

Los "pecados capitales" tienen su raíz en los instintos huma­nos. Provienen del vicio de los apetitos, que acaban por transfor­marse en pasiones.

La soberbia (orgullo) depende del instinto de conservación. La ira tiene el mismo origen.
La lujuria depende del instinto de reproducción.
La avaricia depende del instinto de posesión (en el fondo con­servación también).
La gula depende del instinto de nutrición (en el fondo conser­vación).
La envidia depende del instinto de posesión.
La pereza tiene raíces más oscuras en el instinto de conservación.

Se llaman "pecados capitales" porque impiden el progreso del alma hacia la espiritualidad. Son pasiones porque hacen padecer. Su permanencia hace enfermar al cuerpo, el cual se desnutre e in­toxica, congestiona o palidece; y el rostro se frunce y pierde su se­renidad. Solamente la virtud da la fresca alegría y el simpático por­te que también es salud. Virtud y salud son términos correlativos.

Los fundamentos de la moral hay que buscarlos pues en el equi­librio de los instintos y en la armonía entre éstos y la naturaleza es­piritual del hombre. No podemos sustraernos al antagonismo entre el espíritu y la materia. La sabiduría estriba en hacerlos comple­mentarios. Es decir, armonizarlos en esencia.

Se puede disfrutar del apetito nutricio sin caer en la gula; y del reproductivo sin caer en la lujuria. Todo se reduce a usar sin abusar. La satisfacción justa de los apetitos corporales y de los ins­tintos, da tranquilidad al cuerpo y esto predispone a la paz del es­píritu. El "combate ascético" por la mortificación de los apetitos de la naturaleza inferior no puede establecerse como sistema general de purificación. El sabio método de la escuela naturista, en cam­bio, obtiene por una evolución ponderada y grata, la armonía de las apetencias y la moderación de los instintos, poniéndolos de per­fecto acuerdo con las más altas finalidades del hombre.

Debe ser moral lo que es espiritual. Y hasta la vida física en toda su integridad debe estar penetrada por los destellos del espí­ritu.
 No es espiritual comer carne, porque para proporcionársela hay que ocasionar dolor y aún renunciar a nuestros propios senti­mientos de compasión y de justicia. En cambio es espiritual comer­se una manzana porque no maltratamos al árbol que la produce. No es espiritual tener comercio con una mujer que a nosotros se entrega por dinero o por frivolidad. Pero sí lo es el amar a la mujer que nos ama, que supo elevar nuestros sentimientos y que se siente feliz albergando en sus entrañas el fruto de este amor.

La moral es costumbre; pero la costumbre no siempre es bue­na. No obstante hay que aceptar la vigencia, en la sociedad hu­mana, de un código mínimo de moral, sin perjuicio de que los eter­nos "sigfredos" del ideal, marchen a contracorriente por el río de la vida. La mayor parte de las gentes necesitan andadores para marchar adelante. Pero hay que cuidar imprescindiblemente de que la observancia de un código de moral no se convierta en una acti­tud francamente inmoral.

Observemos la vida de D. Fulano de Tal. Este señor es un hon­rado comerciante que tiene mujer e hijos. Paga puntualmente a sus proveedores y es altamente apreciado en todo el barrio. Jamás se le ha conocido una deuda ni una borrachera; jamás se retira a su casa después de las diez de la noche; jamás, desde que se casó, ha tocado a otra mujer que no sea la suya. Cuida la educación de sus hijos y mantiene una cordial relación con sus amigos. D. Fulano de Tal es el hombre perfectamente moral. Y es apreciado por la so­ciedad, porque su vida gris no ha ocasionado a aquella ningún con­flicto.

No obstante, D. Fulano de Tal, en las profundidades de su domicilio, guarda baja siete llaves una cantidad exorbitante de bi­lletes de banco y se pone rojo de ira cuando su mujer le pide uno de ellos para sustituir sus raídas zapatillas. Lo cual no es óbice pa­ra que luego comparta el lecho con ella y la obligue a pensar que puede venir el hijo número siete. D. Fulano se siente feliz a la hora de comer, en la que se engulle pantagruélicamente hasta hartarse, la sopa, el cocido, un buen principio de cerdo, vaca o pollo, postres variados en los que no falta su excelente plato de dulce, buen vino y como colofón un soberbio habano que le adormece en los horro­res de la digestión, tributaria muchas veces del bicarbonato o la magnesia. D. Fulano de Tal con su tipo orondo de tendero rico, váse diariamente al café con los amigos, donde se complace en lu­cir la regordeta pinza de su mano que sostiene el puro entre el ful­gor de los soberbios brillantes de su sortija. Y cuando sale del café, corresponde con no oculta satisfacción al halago del dueño del ca­fé, de los amigos, del cerillero, como también al saludo de las por­teras y de los colegas del barrio, entre los cuales discurre la tiesa silueta de nuestro buen D. Fulano.

En la vida social hay muchos don fulanos, cuyos horizontes mentales no han pasado de sumar diariamente un puñado de monedas y cuya vida personal no ha tenido otros atisbos de espíritu que un cariño paternal enraizado en el instinto de posesión.


Y en estos casos, el armatoste rutinario de la moral y de la gazmoñería, ha mantenido en la oscuridad a muchos espíritus que hubiesen vibrado con luces de lo alto, si se hubiesen dejado llevar más por los impulsos de su conciencia que por los carriles de la mo­ral al uso. Son los "malhechores del bien" benaventianos. Gente que no crean conflictos a la sociedad y por esto son estimados; pero que en el fondo son un compendio de todos los pecados capitales. Y con esto prostituyen su hogar que, en lugar de ser templo del amor, de la educación y de la  templanza, es antro de la gula, de la ira, de la lujuria y demás torvas hermanas. ¡Del egoísmo, en fin! Y así se resquebrajan los propios cimientos de la sociedad y de la religión.


¡Qué lejos esta moral utilitaria de aquella otra que dimana de la fuente viva del espíritu! ; ¡Qué podrá superar en este aspecto al luminoso contenido del "Sermón de la Montaña"! Pero ¿cuántos lo cumplen?. .

La palabra de Cristo cae (digo, se eleva) sobre la conciencia oscura de las gentes farisaicas y sobre la mente embotada de los legionarios de la rutina:

"Si os pegan en una mejilla, poned la otra".
(¿Qué dirán a esto los señores de la dignidad, el honor y el orgullo?).

"Si te piden la túnica, da también el manto". . .
(¿Qué opinarán los ahorrativos, las tacaños y los avaros?).

“Reconcíliate con tu hermano antes de depositar tu ofrenda en el altar".
(¿Qué pensarán de esto los que a la vuelta del culto religioso injurian a su criada o guardan rencor a su pariente?).

"No jurarás ni por el cielo que es el trono de Dios, ni por la tierra que es el estrado de sus pies. . . porque no está en tu mano el hacer un cabello blanco ni negro..."
(¿Que dirán ante esta consigna contundente los caballeros que juran por Dios o por la. Constitución del Estado?).

"No pidáis que comer ni con qué vestir, porque Dios sabe vuestras necesidades. Él da de comer a las aves del cielo y viste a los lirios de los campos. ¿Cuánto más no hará con vosotros, hom­bre de poca fe? Buscad el Reino de Dios y su justicia y lo demás se os dará por añadidura”.
(Y a esto nos preguntamos: ¿Qué se dirán las compañías de seguros, los bancos de previsión y las cajas de ahorros?).

¿Para qué continuar? La sublime palabra de Jesucristo en el Sermón del Monte es el alegato más formidable contra la organiza­ción "moral'' de las sociedades actuales; porque se hace todo lo contrario. Y en el fondo es porqué falta la fe.


No deja de ser curioso para el filósofo observador el contras­te que, en los países cristianos existe entre su credo y su vida prác­tica. Quizá haya quien piense que la doctrina de Cristo no pasa de ser una doctrina individual, sin aplicación a la vida colectiva. Efec­tivamente, parece aventurado para un padre de familia no asegurar el porvenir de sus hijos con un previsor ahorro; o dar sus cosas al primer necesitado restándolas a la familia. Parece también algo fuerte el dejarse pegar una bofetada sin contestar "dignamente" con una injuria semejante. Por otra parte, es aun más chocante el culto que públicamente se rinde a los pecados capitales con el con­sentimiento tácito de todos. Ya sea en los espectáculos públicos o en las llamadas fiestas del gran mundo, donde damas y caballeros ostentan la vanidad de sus trajes y de sus joyas (y la hipocresía --que es vanidad también-- de sus palabras); donde también las mujeres extreman el aliño y la frivolidad, engalanándose con afei­tes, vestidos y calzados, cuyo objetivo oculto es  exaltar la lujuria de los hombres, y donde, en fin, la gula y el orgullo tienen su más adecuado vivero. Con el pretexto de la brillantez y de la belleza (y, lo que es aun más lamentable, de la caridad), estas reuniones "de la más alta sociedad" resultan a la postre, cristianamente conside­radas, desprovistas totalmente de espiritualidad y altura.


Esta discrepancia de credo y acto no está justificada por los imperativos de la vida material del hombre. Cabe satisfacer el instinto de nutrición, el de reproducción, el de conservación, el de po­sesión, etc., dentro de una vida sencilla, honesta, bella y recatada, donde no quepan las estridencias de las humanas pasiones, por muy bien disfrazadas que estas se presenten con galas de caridad, de dignidad y de arte.

Contra este predominio del mundo, del demonio y de la carne, han lanzado sus anatemas en todos los tiempos, los filósofos y los sacerdotes de todas las religiones. Sin embargo, la gran masa hu­mana ha desoído siempre estas sabias advertencias. La "moral" sin espiritualidad sigue triunfante a pesar de todo[15].

Hay que conocer el corazón humano y convencerse de que, co­mo dijo Cristo: "ancho es el camino y grande la puerta que condu­cen a la perdición; pero angosta es a senda y estrecha la puerta que conducen a la salvación". La redención es el magno problema de la vicia humana; pero su puerta augusta solo se irá abriendo pa­ra la exigua falange de los preferidos. Preferidos no por otra cosa sino por su espiritualidad, conquistada a fuerza de austeridad, me­ditación y práctica de la virtud.


¿Quiere esto decir que la gran masa humana frívola e incons­ciente, sea irredenta y se condene total  definitivamente? La fór­mula de redención la expuso también Jesucristo: "Perdonad y se­réis perdonados, por que con la medida que midáis se os medirá". A esto añadió más tarde San Pablo: "El que censura lo que el mismo hace, pronuncia su propia condenación". Es el perdón de los pe­cados ajenos y el propósito de perfección propia, lo que puede co­locar al alma humana en el camino de la salvación; pero para aque­llas otras almas alocadas, ciegas para todo lo que no sea el placer de los sentidos y la inconsistencia de la vida mundana, no hay más que un crisol de purificación: el dolor. Este abre los ojos de la conciencia, aquieta los sentidos, aparta a la divina psiquis de la luz cegadora de la frivolidad y, gracias a él, un día mira el hombre al fondo de sí mismo. Aquellas pocas almas contumaces



que ni aun así lograron el mensaje de lo alto, serán nubladas con la muerte y pagarán al precio de su inconsciencia el apego a la miserable forma material que no será sino polvo de la tierra.

¿Es esto el aniquilamiento?

No; la falta de conciencia individual en aquellos elementos que sobreviven a la muerte del cuerpo, no es el aniquilamiento de un al­ma. ¡El alma es inmortal! Es simplemente un paréntesis en la oscu­ridad, como ya hemos explicado.

La Redención es un hecho universal, porque el Universo entero conspira hacia Dios. El alma, chispa divina, en los ciclos indefini­dos de, su evolución, va poco a poco, entre el fuego de sus pasiones y el dolor de la vida terrenal, acercándose a su Creador. Un día, el Cristo nacerá en nosotros, como nos prometió San Pablo. Y enton­ces sentiremos nuestro YO crucificado en las limitaciones de la car­ne.

Las magnas perspectivas metafísicas y aun metapsíquicas que acabamos de atisbar, bien merecen la pena de considerar el peligro de una moral carente de espiritualidad. Jamás ningún código de con­vivencia humana pudo tener más espléndidas posibilidades sociales que el Sermón del Monte, donde se compendia toda la moral cristia­na. Lo que ocurre es que, las fórmulas individuales en que ha de traducirse, son distintas de las colectivas. Un individuo puede aguantar la bofetada en una mejilla sin responder en la misma for­ma; pero una nación no puede soportar la agresión sin responder en la forma adecuada, porque en ello va la vida misma del Estado. Y aunque pudiera parecer que la actitud cristiana nacional debiera ser la de dar dos pedazos de territorio a la nación que le pide uno; esto acabaría por dificultar los más altos fines de las colectividades humanas, que de este modo estarían a merced de los pueblos sal­teadores. No es el caso del individuo que da por caridad al que no tiene, más de lo que este le pide.

Individualmente, es cristiano en el más alto grado, no defen­derse (Cristo mismo recriminó a Pedro cuando éste trató de hacer frente a los soldados de Roma); pero colectivamente (incluso fami­liarmente) no puede aceptarse esta actitud que, por ser destructora de la sociedad, comprometería los fines espirituales que cumple la civilización[16]. El sacrificio personal es edificante porque es la obra de un alma individual e inmortal; pero el sacrificio colectivo es contraproducente porque no salva el alma del grupo o de la raza, sino que, por el contrario, destruye las posibilidades de que esta florezca.

La fórmula colectiva de la caridad cristiana es la justicia. Y esto nos trae a considerar este problema trascendental don­de se plantea el conflicto entre la humana justicia y la justicia Di­vina.

 Dr Eduardo Alfonso





[1] ("Historia de la Iglesia" del P. Emilio Moreno Cebada). Y esto, dicho por un papa a quién se le considera infalible cuando habla "ex-catedra" de asuntos relativos a la Iglesia y a la moral.

[2] De la citada "Historia de la Iglesia" del P. Moreno
[3] Sabido es también que Benedicto IX fue depuesto en 1044 por vicioso y simoniaco; y Esteban VII (según Baronio) fue el primer papa sacrílego, que desenterró el cadáver de su antecesor Formoso, le hizo despojar ante un concilio de los hábitos sagrados, le cortó los tres dedos con que se da la bendición papal y le mandó arrojar al Tiber
[4] Carlos III apagó en España las hogueras de la Inquisición; llegando a decir el rey que, hubiera decretado la suspensión de aquel tribunal "a no ser por la resistencia de una parte del clero y del pueblo, que no estaba suficientemente ilustrada". ("Historia de España" de Moreno Espinosa). Dice por su parte el católico Antonio Fogazzaro en "El Santo": "La Iglesia católica, que se proclama fuente de verdad, impide hoy la investi­gación de la verdad, cuando se ejercita sobre sus fundamentos, sus libros sagrados, las fórmulas de sus dogmas, su pretendida infabilidad. Para nosotros esto significa que la Iglesia no tiene ya fe en si misma. 

La Igle­sia católica que se proclama ministro de la vida, encadena y ahoga hoy todo aquello que dentro de ella vive juvenilmente; apuntala todas sus rui­nosas antiguallas. Para nosotros esto significa muerte, una muerte lejana pero ineludible. La Iglesia Católica que proclama que quiere renovar todo en Cristo, es hostil a los que queremos disputar a los enemigos de Cristo el llevar la dirección del progreso social. Para nosotros esto y otras muchas cosas significan llevar a Cristo en los labios y no en el corazón".
suficientemente ilustrada". ("Historia de España" de Moreno Espinosa). Dice por su parte el católico Antonio Fogazzaro en "El Santo": "La Iglesia católica, que se proclama fuente de verdad, impide hoy la investi­gación de la verdad, cuando se ejercita sobre sus fundamentos, sus libros sagrados, las fórmulas de sus dogmas, su pretendida infabilidad. 

Para nosotros esto significa que la Iglesia no tiene ya fe en si misma. La Igle­sia católica que se proclama ministro de la vida, encadena y ahoga hoy todo aquello que dentro de ella vive juvenilmente; apuntala todas sus rui­nosas antiguallas. Para nosotros esto significa muerte, una muerte lejana pero ineludible. La Iglesia Católica que proclama que quiere renovar todo en Cristo, es hostil a los que queremos disputar a los enemigos de Cristo el llevar la dirección del progreso social. Para nosotros esto y otras muchas cosas significan llevar a Cristo en los labios y no en el corazón".
[5] Representados por cuarenta y dos diosecillos en la parte superior de casi todas las viñetas o pinturas del "Juicio de Osiris".
[6] Representados por cuarenta y dos diosecillos en la parte superior de casi todas las viñetas o pinturas del "Juicio de Osiris".
[7] La palabra “daimón" quiere decir inteligencia o genio. Los "demonios terrestres" son los hombres que han sido buenos y virtuosos. Una vez más se confirma el hecho de cambiar en sentido opuesto el significado de una palabra, al pasar de las lenguas sabias de la antigüedad a las lenguas mo­dernas.
[8] Extractados de los textos árabes Tohfa, Amr, Tadbirat, Cunh, Mawaqui, Anwar y Fotuhat, del gran sufí Mohamed Abenarabí (Mohidin), nacido en Murcia el 17 de Ramadán del año 560 de la Hégira (28 de Julio de 1164) según la traducción y exposición de D. Miguel Asín Palacios en su obra "El Islam cristianizado".
[9] El sintoismo japonés da cinco mandamientos de moral: "No matar, no hurtar, ser casto, no mentir y no beber licores fuertes".
[10] Dice literalmente el texto: "Cualquiera que repudiase a, su mujer, de la carta de divorcio hase dicho. Pero yo os digo: que cualquiera que repudia­se a su mujer si no es por causa de fornicacion  la expone a ser adúltera y el que se casare con la repudiada, es asimismo adultero". (Mateo 31-a2).
San Marcos (10) lo dice así: "Cualquiera que desechare a su mujer y tomare otra, comete adulterio contra ella, Y si la mujer se aparta de su marido y se casa con otro, es adúltera".
"Moisés permitió repudiarla precediendo escritura legal de repudio". (San marcos', 10).
Dice también San Marcos: "Dejará el hombre a su padre y a su madre y juntarse ha con su mujer, y los dos no compondrán sino una sola carne. No separe pues el hombre lo que Dios ha juntado”
Queda pues bien claro que, para la escritura, la única causa justificadora de divorcio es el adulterio cometido por la mujer. Pero cuando el matri­monio se halla dividido por desamor, violencias o falta de respeto, no pue­de decirse que Dios haya juntado a los esposos, puesto que falta el nexo espiritual que caracteriza el verdadero sacramento. Y entonces cabe decir: Separen los hombres lo que no ha unido Dios. Y esto es más digno que arrastrarse en el cieno de las disensiones conyugales, que rebajan las almas y dan mal ejemplo a la prole.
[11] "Amiel ". Prólogo.
[12] "Ciencia Oculta en Medicina”
[13] "Los motivos son los que determinan la moralidad de una acción”, decía Fieget.
[14] “A B C" del 12 de Setiembre de 1946.
[15] Pero lo más chocante es que hasta la propia Iglesia cae en los errores que quiere combatir. Fogarazzo en su obra "El Santo" dice como si éste se dirigiera al papa: "El tercer espíritu maligno que corrompe la Iglesia es el espíritu de la avaricia. El vicario de Cristo vive en esta magnifi­cencia, como vivió en su arzobispado con un corazón puro de pobre. Muchos pastores venerandos viven en Ia Iglesia con igual corazón; pero el espíritu de pobreza no es bastante enseñado como lo enseñó Cristo; los labios de los ministros de Cristo son con demasiada frecuencia complacientes con la codicia de los avaros... El espíritu me obliga a decir más. No es obra (le un día; pero prepárese este día y no se deje tal misión a los enemigos de Dios y de la Iglesia; prepárese el día en el cual los sacerdotes de Cristo den ejemplo de pobreza efectiva, vivan pobres por obligación, como por obligación viven castos".
Lo cual es comentado por Ortega y Gasset diciendo: "No cabe pedir a la reforma modernista mayor nobleza, más fino sentido para lo que constituyen la esencia tradicional de la moralidad y de la razón humanas. Es preciso, de un lado, podar el árbol dogmático, Demasiado frondoso para el clima intelectual moderno, dar mayor fluidez a la creencia, sutilizar la pesadumbre teológica: se hace forzosa una reforma de la letra católica. Por otro lado, es menester volver a la vida evangélica, y, al través de la entusiasta nerviosidad franciscana, ejercitar la otra virtud moderna, la virtud política, el socialismo.”
[16]  "Todos los hombres son fines en si mismos" decía Kant

No hay comentarios:

Publicar un comentario