miércoles, 3 de abril de 2019

LA JUSTICIA HUMANA Y LA JUSTICIA DIVINA




Así corno el hombre ha originada un conflicto entre la selección natural y la selección médica[1], ha planteado otro no menos tras­cendental entre la justicia humana y la justicia de Dios.

La justicia humana se basa en los hechos; la justicia divina en las intenciones: la primera corrige y castiga; la segunda equilibra. Veámoslo.

El hombre puede errar en obra, pensamiento y palabra. De aquí las tres cruces con que se persigna el cristiano, en el pecho pa­ra evitar los malos actos, en la frente para evitar los malos pensa­mientos, y en la boca para evitar las malas palabras. Ante cualquier situación violenta entre dos seres humanos, lo más fácil de evitar es la violencia de obra; después la palabra injuriosa; y lo más difícil de evitar es el mal pensamiento; no solo por presentar más dificultad el dominio de la mente, sino porque no lo ven ni oyen los demás.

El hombre verdaderamente espiritual no debe agredir ni con el mal pensamiento. Pero pongámonos en la realidad de las cosas: la mayor parte de los hombres son incapaces de esto y los conflictos surgen a diario. Cuando un hombre maltrata a otro, lo natural, se­gún la ley de acción y reacción, es que este responda al primero en la misma forma. Exactamente igual ocurre en el caso de que la in­juria se reduzca a una palabra. Y aun en el caso, menos ostensible, de que sea proyectado simplemente un pensamiento malo u hostil contra otra persona, la mente receptora de esta, sensible como una antena sintonizada, responde por reacción, y a veces sin conciencia de su causa, con un pensamiento análogo. Es ley de la naturaleza material y por tanto del aspecto animal de la vida, la formulada en el postulado de Newton: "La reacción es igual y contraria a la ac­ción". Lo mismo da que la acción sea una piedra que cae en el mar, como que sea una bofetada en la mejilla, un insulto de palabra o una pasión agresiva. La reacción se opera en todos los planos de la na­turaleza inferior. (En el caso de una persona que ha sido agredida por medio de una estaca, no solo pueden observarse las reacciones de pensamiento, palabra y obra de la agredida, sino también la re­acción fisiológica de los tejidos contundidos (inflamación) y aun la reacción muscular contraria a la dirección del estacazo, para con­servar el equilibrio estable).

Solamente al ser humano de superior categoría, le es dable el privilegio de trascender la ley animal y responder con la ley divina. Es el caso de aquel que "se deja pegar en la mejilla y pone la otra"; que responde al insulto con una palabra de perdón o con el silencio, aun más imponente; y que sabe evitar la vibración de odio ante la pasión violenta del contrario. El hombre capaz de esto ha sublimado la ley material de acción y reacción y ha respondido en el ámbito de la ley espiritual, que no es contraria a la ley natural, sino supe­rior[2].

¡Maravilloso privilegio el del hombre espiritual! ¡Sublime en­señanza la de Cristo! ¿No es ésta la fórmula de redención?

Pero la justicia humana se basa en los hechos. No pasa del plano de la pasión. Se castigan los malos actos y las palabras inju­riosas; mas no puede inmiscuirse en las malas pasiones, los perver­sos pensamientos y las intenciones torcidas. Esto queda relegado a la jurisdicción de la justicia divina que obra por medio de su ley de acción y reacción. Es más: un acto malo puede no haber sido provocado por una mala intención ni un perverso pensamiento: "El infierno está empedrado con buenas intenciones" dice un refrán. El padre que roba, después de haber agotado todos los medios lícitos, para cumplir con su "deber" de dar pan a sus hijos, no es un perverso. No obstante, los hombres le castigan; pero la justicia divina es muy otra para con él, y Dios le habla en su conciencia. No es el caso del ladrón por instinto o profesional.


Esto demuestra la base inconsistente de la humana justicia. Un hombre no está nunca capacitado para juzgar a otro hambre. Por esto dijo Jesús: "Como juzguéis así seréis juzgados". Parque, efectivamente, para juzgar, hace falta ser de naturaleza superior a aquel a quien se juzga. Y cuando Jesucristo no se atrevió a juzgar y en cambio otorgó su perdón a la mujer adúltera y a otros muchos pecadores, ¿qué tendríamos que hacer los demás hombres?

Pera no basta considerar la frágil base de la justicia humana. Es necesario profundizar en su sentido oculto y comprender el pa­pel que la corresponde en el plan de la justicia divina. Como intuye Leibnitz, no se puede tomar aisladamente un hecho; no conocemos los planes totales de Dios, sino que sería menester verlos en la to­talidad de sus designios.

Además hay que comprender que Dios ha permitido pecar a los hombres, porque el mal moral a que esto conduce, es motivo de otros bienes mayores (desarrollo de cualidades espirituales en la adversidad) y sobre todo, porque el pecado supone la. libertad de iniciativa del ser humano, que es la condición síne qua non de su evolución espiritual. El pecado es un mal, pero condiciona el bien supremo de la libertad. La justicia humana que castiga el pecado y la maldad, entra pues en la órbita de la justicia divina: no es más que un medio de ésta. Porque seria absurdo pensar que deban ser castigados actos permitidos por Dios.

Pero la justicia no es solamente el hecho de la reacción social contra el mal, sino también una recompensa del bien. Hay que dar a cada cual lo que le corresponde según su actuación; no ya dejan­do que se cumpla espontánea y automáticamente la ley de acción y reacción en lo social, sino como acto consciente de la colectividad. De aquí nace la noción del derecho y su instrumento: la justicia. Y a esta le corresponde administrar las consecuencias de los actos hu­manos. De aquí que, el Estado no tiene que ser caritativo sino jus­to; y debe, si es cristiano, convertir el amor en un tipo de derecho mínimo, dentro del cual queden satisfechos los más elevados anhelos del corazón. Y de este modo la justicia no será castigo sino ley distributiva; es decir, el instrumento regulador de la actividad so­cial[3].

Pero es menester entrar en el concepto de justicia Divina.

El hombre que ajusta su vida al cumplimiento de las leyes na­turales que la rigen, desenvuelve su vida conforme a una evolución normal: hace lo que debe (ley del "Dharma" de


los filósofos orientales). El que obra en contra de las leyes de la Naturaleza, se crea conflictos dolorosos, cuya finalidad es restablecer el equilibrio na­tural y el imperio del orden establecido (ley del "Karma" oriental o "Némesis" de los antiguos griegos).

La reacción del medio que nos rodea (sea físico, social o psí­quico) a nuestros actos perturbadores, no podemos estimarlos ja­más como un "castigo" de Dios; sino como un movimiento correc­tivo destinado a restablecer el equilibrio perturbado por nuestros actos; de acuerdo con el universal automatismo de la citada ley. La suerte y la desgracia no san pues hechos del azar o casua­lidades, sino consecuencias de la causalidad y el determinismo ma­temático del Universo, obradas según la ley de causa y efecto tan­tas veces citada. Aunque muchas veces nuestro entendimiento sea incapaz de captar esa relación o hilo del Destino, que enlaza un efecto con su causa.

Cuando un individuo realiza un atentado contra la seguridad pública y recibe la respuesta airada de las personas que le rodean y el castigo de la justicia, la hilación de causa y efecto no es difícil.

Si un individuo al hacer un esfuerzo superior a sus capacidades se rompe un brazo, tampoco hay dificultad en establecer la causali­dad del hecho.

Pero ocurre muchísimas veces que, una persona cuya actua­ción en familia y en sociedad ha sido extremada en corrección, pru­dencia y bondad, se encuentra afligida por desgracias y tribulacio­nes sin cuento cuya causa no aparece clara. ¿Porqué seré yo tan desgraciado si me porto bien con todo el mundo? se dice. Esta per­sona, a pesar de las naturales reacciones de afecto y consideración que su actitud inspira a los que le rodean y tratan, es altamente des­dichada porque carece de medios económicos, se la mueren perso­nas queridas, padece persecuciones injustas, sufre enfermedades de origen oscuro, etc. Es, como dice la conocida frase, el rigor de las desdichas, sin que se vea la razón de ello.

En casos como este, la busca del hilo de su Destino es difícil, aunque no por ello deje de existir. Y entonces hay que admitir la existencia de causas remotas que no produjeron su efecto inmediato. Cuando por interferencias de las circunstancias de la vida, una cau­sa no produce su efecto a continuación (como, por ejemplo, en el caso de uno que logra evadir la oportuna acción de la justicia), es­te efecto queda latente como una fuerza constantemente amenaza­dora. Puede incluso sumarse a otros efectos latentes que por moti­vos análogos no han tenido eficiencia. Pero llega un día para ella en que suena la hora decisiva de la justificación y entonces los efec­tos se realizan como una Némesis vengadora, como un karma acu­mulado.

Sabemos por ley física bien conocida que, cuando un gas sufre la acción de presiones y temperaturas bajas extremas, cambia de estado, licuándose. Esta es su ley de Justificación. Ley que también se cumple en el mundo de la psiquis. Pero como advierte sabiamen­te un refrán popular, que constituye una verdadera ley, "Dios aprie­ta pero no ahoga". Es decir que, la presión extrema, en bien o en mal, de motivos acumulados, llega un día a producir un cambio de estado en la naturaleza, como en la vida social e individual. Las guerras, las revoluciones, las epidemias, los cambios súbitos de fortuna, etc., son ejemplos que no pueden atribuirse a la acción in­mediata de una sola causa.

Pero no podemos contentarnos con el convencimiento de que ciertas causas y sus efectos se hallan espaciados por otros aconteci­mientos a lo largo de la vida. Hemos de llegar a la evidencia de que muchos efectos realizados en esta vida, tienen su causa fuera de ella (karma trascendente) y entonces hay que pensar en que la vida del alma no ha comenzado con la del cuerpo. Pues lo que verdaderamente no puede admitirse, creyendo en la justicia de Dios, es que éste sea capaz de crear almas que nazcan para el dolor y otras cuyo destino sea la felicidad en la Tierra; unas que sean genios y otras que sean cretinas. Es razonable pensar que el Destino de las criaturas es su propia obra, según la ley.

Por consecuencia, la justicia humana (que actúa según les he­chos) forma parte del plan de justicia divina distributiva. Solamen­te así cabe explicarse que la primera, a pesar del rigor y la serie­dad con que generalmente se administra, cometa errores garrafales y aun condene a muerte a un inocente. Estas consecuencias erradas, que dimanan de la equivocada interpretación de los hechos, forman parte, indudablemente, del plan de justicia divina que se vale del instrumento de la justicia humana. Y de esta manera los pecados de intención (solamente valorables por Dios o por el Yo) hallan su contrapartida en los delitos de hecho; y la sanción llega un día, trascendiendo, si es necesario, la vida física.

El considerar así las cosas no supone un concepto fatalista de la vida. El "estaba escrito" de los musulmanes, no reza con nuestro punto de vista. Es el hombre mismo quien va, con sus actos, pala­bras y pensamientos, escribiendo su Destino. Y es la correlación de causas y efectos, la que va determinando con rigor y justicia per­fectos, la cosecha que cada hombre ha de recoger. "Quien siembra vientos recoge tempestades", dice el refrán. Pero queda totalmente a nuestro albedrío la naturaleza de los hechos que sembramos. Así pues, fatalismo no; deter­minismo sí.

Comprendido de este modo el mecanismo de la vida en lo que respecta al Destino de las criaturas, cesaremos de atribuir a enti­dades metafísicas (dioses, ángeles, santos o demonios...) o a las demás personas, nuestros dolores o nuestras alegrías. Dios instituyó una ley justa con la que se regulan las consecuencias de nuestras acciones; y lo demás depende de nuestra iniciativa.

Entonces -se nos dirá- ¿son inútiles las rogativas y oracio­nes para mitigar el rigor de nuestras tribulaciones o para conseguir nuestros deseos? Evidentemente, nada puede lograr que dejen de cumplirse las leyes de la Naturaleza estatuidas por Dios; pero es también evidente que una fervorosa actitud, un momento de inspi­ración o una sincera invocación, pueden, precisamente por virtud de la propia ley natural, transmutar un efecto o derivar una consecuen­cia. La ley es una fuerza neutra que no determina la calidad del ac­to. Es a modo de una corriente de agua, a la que, si sé la interpone una turbina produce electricidad y si se la interpone un molino pro­duce harina. Una vez que una acción nuestra ha provocada la reac­ción del medio que nos rodea, el efecto (que es lo fatal) queda de­terminado por la actitud de nuestra alma. Si provocamos una reac­ción mala, podremos con un arrepentimiento sincero, incluso trans­mutarla en buena; pero nunca podremos evitar que haya reacción. Esto a la postre, equivale a la interposición de la turbina o del mo­lino de nuestro ejemplo. Como también es muy cierto que la corrien­te (la ley) dejada a su libre trayectoria, (dejada a la voluntad de Dios) no es causa de conflictos (ni de alegrías ni de pesares) sino de absoluta paz. Es el Dharma que elude el Karma: El Deber que evita el Castigo.

Una oración o invocación puede tener un efecto, a condición de que sea altruista o de que albergue una actitud sincera y eleva­da. Rogar para conseguir una ventaja personal en contra de la ley o con un propósito que no sea de propia superación, es absoluta­mente inútil. Y esto se explica por la misma ley en cuestión. La ro­gativa, oración o invocación, es un acto por medio del cual nues­tra persona hace una llamada a la naturaleza divina para conseguir un efecto. Lo superior responde con una reacción en la cual se rea­liza un acto según ley de jerarquía, por la cual lo inferior se subor­dina a lo superior. Y nunca puede estar en los designios de lo su­perior, ni violentar una ley de Dios, ni conceder algo que responda al deseo egoísta de la naturaleza inferior y no al orden de finalidad de la naturaleza superior. No se puede rogar a Dios paca extermi­nar a un enemigo; pero sí para lograr alimento para un hambriento. La oración egoísta es tan inútil como escupir al cielo, porque con­tradice su propia naturaleza.

De lo dicho se desprende que el Destino no es una cosa fatal, sino que puede ser interferido y modificado por los propios hechos y actitudes de cada persona... Esta es la única que determina su por­venir dentro del mecanismo de la ley.

Con este concepto, de raíz puramente aria, el hombre no resulta un vasallo de Dios, sino una criatura libre. A Dios, para ser jus­to, suponernos que le basta con haber estatuido un código de leyes naturales, que distribuyen o administran las iniciativas de la volun­tad individual[4].

Por esto se comprende que el hombre sea el único redentor de sus pecados sin más que un cambio de dirección en su conducta errónea. Y es más: La penitencia voluntariamente impuesta (que viene a ser un autocastigo), sobre todo si rebasa el límite natural de las consecuencias del pecado, es el único medio eficaz para anu­lar la reacción kármica en contra nuestra. Es como si corriésemos más que un vehículo que nos quiere atropellar. La penitencia nos adelanta al castigo y éste no nos alcanza. Es la rectificación cons­ciente.

Más, también existe un Destino o karma colectivo (continen­tal, racial, nacional, popular, etc.) por actos de grupos humanos en conjunto, al cual queda sometido relativamente, el sino indivi­dual. Una persona sufre pérdidas y desgracias por consecuencia de una guerra a de una revolución de su país. Otra, por su mejor Des­tino, permanece incólume en medio de la catástrofe o logra mar­char a país tranquilo.

Los países, las tribus, las sociedades, tienen un alma colectiva[5] que se hace responsable de los actos comunes y cosecha los re­sultados de su siembra.

Compréndese la variedad insospechada de efectos que esto agrega al Destino individual.


Más si a ello suma­mos las complicaciones que entraña en cada caso la conjunción de las distintas modalidades de karma (inmediato, acumulado, tras­cendente y colectivo) a lo largo de la vida del individuo, entende­remos perfectamente las resultantes, a veces sorprendentes, a que puede dar lugar en cada momento[6].

El mundo entero se ha -desatado en terribles batallas que no han bastado a contener ni las leyes, ni los derechos, ni los convenios y tratados interna­cionales, ni siquiera el “ amáos los unos a los otros" que salió de los la­bios de Jesucristo. Religiones, derechos políticos y formas sociales han sido impotentes para frenar las humanas pasiones. Y es porque la civilización ha olvidado las íntimas realidades del ser humano.

Más es curioso y aleccionador que en este caos de la política y de la reli­gión, solamente ha prevalecido con potencia insospechada. y se ha defendido con vitalidad inaudita, una institución: la familia. En el campo de batalla, como en las celdas de los presidios, los hombres se olvidaron de sus credos políticos y aun de sus creencias metafísicas, para pensar solamente en su mujer, sus hijos, sus padres y sus hermanos. Todo su anhelo era volver con los suyos y dedicarles los mejores afanes de su vicia, para compensar los que antaño les restaron por haberse ocupado en el cultivo y propaganda de ideales sociales, políticos o religiosos. Por su parte, la mujer y los hi­jos de los presos o de los soldados, supieron resistir y adaptarse con heroi­cidad sin límites a la nueva situación que les había creado la falta del esposo y -del padre. La familia, célula social del organismo colectivo, se ha defendido con una potencia elemental y única.

¿Se ha pensado porqué ha ocurrido esto?

He aquí la explicación: Cuando fracasan los ideales del espíritu, se exal­tan las atracciones instintivas, que en el fondo son las de fundamento más sólido y perdurable. La familia es la fórmula de administrar todos los ins­tintos humanos. Y nada social o religioso que vaya contra los instintos hu­manos es viable.

El instinto y el egoísmo podrán ser dominados, pero nunca anulados, por la naturaleza espiritual. Y cuando los designios de esta flaquean o fracasan, la naturaleza instintiva vuelve por sus fueros y se apresta a la defensa de lo que es fundamental para la vida.

Las ideas sociales y religiosas que van contra los humanos instintos, no pueden prevalecer, porque fingen desconocer las realidades en que se basa la existencia humana. Y en los momentos críticos de la historia, el venda­bal de los acontecimientos deshace implacablemente instituciones, organiza­ciones y credos, sobre cuyo caos prevalece como roca inexpugnable esa pe­queña pero poderosa célula de la familia.


Una sociedad que quiera desconocer la libertad, la familia o la propiedad, está llamada al fracaso o a la transformación, por que va contra los ins­tintos básicos. El idealismo de aquel precepto de “Amáos los unos a los otros" no tiene fuerza para imponerse como realidad social más que en, el seno de la familia (y no en todas). Los hombres no se aman como hermanos sino que se odian como lobos a la menor discrepancia ideológica. Esta es la realidad que estamos viendo. El llamáos los unos a los otros" deberíamos sustituirlo por la viable fórmula democrática "respetas los unos a los otros" que esto si es factible.

Los sublimes consejos del Sermón de la Montaña no han bastado para que los cañones, las ametralladoras y los aviones de los cristianos dejen de efectuar su labor trágica y desoladora. Si los hombres no aciertan a amar­se, que se respeten. Si no pueden ser caritativos, que sean justos. Si no son capaces de buscar los tesoros del espíritu, que puedan al menos disfrutar en la tierra de una, vida confortable... Él hombre que tiene satisfechas, en el seno de su familia, todas las necesidades de su cuerpo y de su alma, es más difícil que se convierta en enemigo de sus semejantes. Por esto, la justicia y el respeto son más eficaces para la vicia social que el sacrificio y la caridad; que estas últimas virtudes sólo pueden ser el exponente espi­ritual del individuo. La colectividad es egoísta pero no espiritual y por tanto, la caridad de la colectividad hacia cada uno de sus individuos com­ponentes, no tiene más fórmula que la Justicia distributiva. No prodigue­mos los asilos, internados y montes de piedad. Procuremos, en cambio, que todos los hombres tengan los medios suficientes para vivir holgadamente, sanos y confortables, en una bella casa, en el seno de su familia. Y esto es una cuestión de educación, de justicia y de higiene, los tres pilares en que deberá descansar toda sociedad bien constituida.

El hombre ha hecho de la Tierra un infierno, porque ha administrado mal su egoísmo. Le ha querido reprimir en lugar de encauzarle. Y esta fuerza cohartada, naturalmente, se ha tornado en elemento de perturbación. Convengamos en que toda individualidad humana es una fuerza; y a nin­guna fuerza se la puede destruir poniéndola diques. Es más sabio encauzar­la o canalizarla para que sea aprovechada. Al carterista de tranvías puede dársele ocasión de ser un buen prestidigitador y asegurarle un sueldo para vivir honradamente. Un robo hábil, como una corrida de toros, puede ser un bonito espectáculo: No habría más que quitar al primero su sello in­moral y a la segunda su nota cruel. El cinematógrafo ha venido a darnos la razón con sus películas de "detectives" y ladrones.

Se deduce de todo lo dicho que hay que dejar al individuo toda su liber­tad de iniciativa dentro del orden social. Lo que no se haga así, discurrirá por caminos ocultos en los que será difícil atacar el mal.

He aquí pues un programa de sociología biológica capaz de hacer de la Tierra un paraíso: Individualismo, Familia, Democracia, Libertad, Moral pragmática o utilitaria, Justicia, Educación e Higiene. Pues como decía la sentencia escrita en el templo de Delos: "Entre todas las cosas, la jus­ticia es la más bella; la salud, la más útil; la posesión de lo que se ama, la más agradable".


Pero también es gran verdad que ninguna sociedad puede llegar a ser perfecta sin el pulimento y ennoblecimiento de cada lino de sus Miembros o individuos. La belleza del todo se hace con la de cada una de sus partes. "Quien procura ennoblecer lo pequeño educa el alma para afrontar la ma­jestad de lo grande" dijo Platón. "Si no me rodeáis de belleza en las cosas pequeñas no podré imaginar bellamente las grandes" dijo Goethe. La política de educación e higiene, al perfeccionar a cada uno de los ciudadanos, hará también perfecta y grande a la sociedad humana. ¡Feliz el día en que cada ciudadano del mundo pudiera mirarse en el espejo!, no del "arcandro" de Niestzche, sino de aquel ideal humano reflejado en los versos de Rudyard Kipling:

                                               Si la calma consigues mantener inmutable
Cuando todos la pierdan y te juzguen culpable;
      Si las dudas ajenas no abaten tu optimismo

      y, perdonando errores, fe muestras en ti mismo;
      si jamás la esperanza, te sorprende cansado;
      si desprecias calumnias cuando seas calumniado;
      si al odio no da albergue tu corazón dolido
      cuando sufras la ofensa de verte aborrecido;
      si eres sencillo y nunca pecas de sentencioso
      y fatuo no te hace el ser más bondadoso;
      si soñar te es posible sin rendirte al ensueño,
      ni a un solo pensamiento se limita tu empeño;
      si aceptas el triunfo lo mismo que el fracaso
      siempre que en tu camino quieran salirte al paso;
      si puedes asimismo sufrir que tus verdades
      otros labios las truequen en torpes liviandades
      y, con procedimientos de picaresca y Hampa
     de incautos y de bobos las conviertan en trampa;
     si al ver rota. en el suelo la ilusión de tu vida
     te inclinas a rehacerla, aún con el alma herida;
     si en tus manes abiertas, inundadas de luz,
     recibes y te juegas a un simple "cara o cruz
     las ganancias que tengas y, después de perder,
     te dispones de nuevo la jornada a emprender;
     si puedes obligar al nervio, al corazón
     y al músculo a servirte en plena extenuación
     porque tu voluntad, ágil, perseverante,
    alce su voz despierta y te grite: ¡Adelante!;
    si tratas al plebeyo y al hacerlo te vales
   de comprensión y trato; si con personas reales
   te vieses obligado a alternar, y entre ellas
   no te olvidaras nunca de las gentes aquellas;
   si lo mismo que tiendes franca mano al amigo
   eres, en la contienda, noble con tu enemigo,
   y entre las convivencias que impone cada día
   consideras a todos sin dar en demasía;
   si al minuto implacable consigues valorar
  en sesenta segundos de avance al caminar...,
  estará el mundo entero sujeto a tu albedrío,
  y serás todo un hombre, ¡ Todo un hombre, hijo mío!.

                     Pero esto, al fin, es un ideal de superación asequible solamente para los elegidos. La mayor parte de los hombres cifran su felicidad terrenal en comer bien, reproducirse a placer, tener c3inero y casa, personas a quienes querer, vivir con orden y disfrutar de salud y libertad. Para esto, induda­blemente, no hay mejor solución que la citada fórmula de constituir una familia.

Pero la familia no es en sí la fórmula de máxima espiritualidad, aun­que en ella se limen gran parte de los egoísmos humanos y se cultiven las más hermosas flores del sacrificio. La máxima espiritualidad no está en bien administrar los instintos, sino en superarlos. Y esto, aunque indivi­dualmente pueda lograrse en algún caso dentro de la familia, no necesita de la familia. Y en muchos casos la familia es un inconveniente para ello. De aquí la otra fórmula del aislamiento ascético o cenobítico, que encierra el grave peligro de convertirse en estufa de cultivo de un egoísmo desme­dido, buscando la salvación propia sin ocuparse de los demás ni de cultivar sentimientos con calor de humanidad. ¡Qué es tanto como no salvarse!

Por esto, la vida austera al servicio de la Humanidad, sea o no por cami­no profesional religioso, dentro o fuera de la familia, será siempre la fór­mula de las realidades espirituales.

Dr Eduardo Alfonso





[1] Ya tratado por nosotros en nuestra obra 'Curso de Medicina Natural en 50 lecciones", pág. 375
[2] De aquí la distinción entre el "reino de la naturaleza" y el "reino de la libertad o del espíritu" que inquietó a Fichte, a Schelling y culminó en Hegel.
[3] Esto confirma el concepto de Hegel, que consideraba al Estado como una creación de la razón y forma suprema en que se desarrolla la idea de mora­lidad. Por consiguiente, con una jerarquía ontológica de orden superior. A la que, por supuesto, no ha llegado a ajustarse ninguna nación a lo largo de la historia.
[4] Véase lección 1: " La Naturaleza está regida por leyes", de nuestra obra "Curso de Medicina Natural en 50 Lecciones". Editorial Kier. Buenos Aires.
[5] Formada por el conjunto da las ideas, pensamientos y sentimientos que en ellas se cultivan y desarrollan, que llegan a crear una forma psico-mental, verdadero ángel o deva (sea celeste o demoníaco) de influencia sobre todos los individuos que las componen y de cuyo Destino participan.
[6] Los hechos ocurridos en el mundo desde el año 1914, en que comenzó la primera Gran Guerra mundial, hasta el 1945 en que terminó la segunda. Gran Guerra, aun más espeluznante que la primera, han traído, con la li­quidación imponente del fatal "karma colectivo- de la humanidad el des­moronamiento y fracaso de muchas fuerzas tradicionales, políticas, socia­les y religiosas. Y también el fracaso de otras más modernas que quisieron sustituir a las antiguas.




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