Así corno el hombre ha originada un conflicto entre la
selección natural y la selección médica[1],
ha planteado otro no menos trascendental entre la justicia humana y la
justicia de Dios.
La justicia humana se basa en los hechos; la justicia
divina en las intenciones: la primera corrige y castiga; la segunda equilibra.
Veámoslo.
El hombre puede errar en obra, pensamiento y palabra. De
aquí las tres cruces con que se persigna el cristiano, en el pecho para evitar
los malos actos, en la frente para evitar los malos pensamientos, y en la boca
para evitar las malas palabras. Ante cualquier situación violenta entre dos
seres humanos, lo más fácil de evitar es la violencia de obra; después la
palabra injuriosa; y lo más difícil de evitar es el mal pensamiento; no solo
por presentar más dificultad el dominio de la mente, sino porque no lo ven ni
oyen los demás.
El hombre verdaderamente espiritual no debe agredir ni
con el mal pensamiento. Pero pongámonos en la realidad de las cosas: la mayor
parte de los hombres son incapaces de esto y los conflictos surgen a diario.
Cuando un hombre maltrata a otro, lo natural, según la ley de acción y
reacción, es que este responda al primero en la misma forma. Exactamente igual
ocurre en el caso de que la injuria se reduzca a una palabra. Y aun en el
caso, menos ostensible, de que sea proyectado simplemente un pensamiento malo u
hostil contra otra persona, la mente receptora de esta, sensible como una
antena sintonizada, responde por reacción, y a veces sin conciencia de su
causa, con un pensamiento análogo. Es ley de la naturaleza material y por tanto
del aspecto animal de la vida, la formulada en el postulado de Newton: "La
reacción es igual y contraria a la acción". Lo mismo da que la acción sea
una piedra que cae en el mar, como que sea una bofetada en la mejilla, un
insulto de palabra o una pasión agresiva. La reacción se opera en todos los
planos de la naturaleza inferior. (En el caso de una persona que ha sido
agredida por medio de una estaca, no solo pueden observarse las reacciones de
pensamiento, palabra y obra de la agredida, sino también la reacción
fisiológica de los tejidos contundidos (inflamación) y aun la reacción muscular
contraria a la dirección del estacazo, para conservar el equilibrio estable).
Solamente al ser humano de superior categoría, le es
dable el privilegio de trascender la ley animal y responder con la ley divina.
Es el caso de aquel que "se deja pegar en la mejilla y pone la otra";
que responde al insulto con una palabra de perdón o con el silencio, aun más
imponente; y que sabe evitar la vibración de odio ante la pasión violenta del
contrario. El hombre capaz de esto ha sublimado la ley material de acción y
reacción y ha respondido en el ámbito de la ley espiritual, que no es contraria
a la ley natural, sino superior[2].
¡Maravilloso privilegio el del hombre espiritual!
¡Sublime enseñanza la de Cristo! ¿No es ésta la fórmula de redención?
Pero la justicia humana se basa en los hechos. No pasa
del plano de la pasión. Se castigan los malos actos y las palabras injuriosas;
mas no puede inmiscuirse en las malas pasiones, los perversos pensamientos y
las intenciones torcidas. Esto queda relegado a la jurisdicción de la justicia
divina que obra por medio de su ley de acción y reacción. Es más: un acto malo
puede no haber sido provocado por una mala intención ni un perverso
pensamiento: "El infierno está empedrado con buenas intenciones" dice
un refrán. El padre que roba, después de haber agotado todos los medios
lícitos, para cumplir con su "deber" de dar pan a sus hijos, no es un
perverso. No obstante, los hombres le castigan; pero la justicia divina es muy
otra para con él, y Dios le habla en su conciencia. No es el caso del ladrón
por instinto o profesional.
Esto demuestra la base inconsistente de la humana
justicia. Un hombre no está nunca capacitado para juzgar a otro hambre. Por
esto dijo Jesús: "Como juzguéis así seréis juzgados". Parque,
efectivamente, para juzgar, hace falta ser de naturaleza superior a aquel a
quien se juzga. Y cuando Jesucristo no se atrevió a juzgar y en cambio otorgó
su perdón a la mujer adúltera y a otros muchos pecadores, ¿qué tendríamos que
hacer los demás hombres?
Pera no basta considerar la frágil base de la justicia
humana. Es necesario profundizar en su sentido oculto y comprender el papel
que la corresponde en el plan de la justicia divina. Como intuye Leibnitz, no
se puede tomar aisladamente un hecho; no conocemos los planes totales de Dios,
sino que sería menester verlos en la totalidad de sus designios.
Además hay que comprender que Dios ha permitido pecar a
los hombres, porque el mal moral a que esto conduce, es motivo de otros bienes
mayores (desarrollo de cualidades espirituales en la adversidad) y sobre todo,
porque el pecado supone la. libertad de iniciativa del ser humano, que es la condición
síne qua non de su evolución
espiritual. El pecado es un mal, pero condiciona el bien supremo de la
libertad. La justicia humana que castiga el pecado y la maldad, entra pues en
la órbita de la justicia divina: no es más que un medio de ésta. Porque seria
absurdo pensar que deban ser castigados actos permitidos por Dios.
Pero la justicia no es solamente el hecho de la reacción
social contra el mal, sino también una recompensa del bien. Hay que dar a cada
cual lo que le corresponde según su actuación; no ya dejando que se cumpla
espontánea y automáticamente la ley de acción y reacción en lo social, sino
como acto consciente de la colectividad. De aquí nace la noción del derecho y
su instrumento: la justicia. Y a esta le corresponde administrar las consecuencias
de los actos humanos. De aquí que, el Estado no tiene que ser caritativo sino
justo; y debe, si es cristiano, convertir el amor en un tipo de derecho
mínimo, dentro del cual queden satisfechos los más elevados anhelos del
corazón. Y de este modo la justicia no será castigo sino ley distributiva; es
decir, el instrumento regulador de la actividad social[3].
Pero es menester entrar en el concepto de justicia
Divina.
El hombre que ajusta su vida al cumplimiento de las
leyes naturales que la rigen, desenvuelve su vida conforme a una evolución
normal: hace lo que debe (ley del "Dharma" de
los filósofos orientales). El que obra en contra de las
leyes de la Naturaleza, se crea conflictos dolorosos, cuya finalidad es
restablecer el equilibrio natural y el imperio del orden establecido (ley del
"Karma" oriental o "Némesis" de los antiguos griegos).
La reacción del medio que nos rodea (sea físico, social o
psíquico) a nuestros actos perturbadores, no podemos estimarlos jamás como un
"castigo" de Dios; sino como un movimiento correctivo destinado a
restablecer el equilibrio perturbado por nuestros actos; de acuerdo con el
universal automatismo de la citada ley. La suerte y la desgracia no san pues
hechos del azar o casualidades, sino consecuencias de la causalidad y el
determinismo matemático del Universo, obradas según la ley de causa y efecto
tantas veces citada. Aunque muchas veces nuestro entendimiento sea incapaz de
captar esa relación o hilo del Destino, que enlaza un efecto con su causa.
Cuando un individuo realiza un atentado contra la
seguridad pública y recibe la respuesta airada de las personas que le rodean y
el castigo de la justicia, la hilación de causa y efecto no es difícil.
Si un individuo al hacer un esfuerzo superior a sus capacidades
se rompe un brazo, tampoco hay dificultad en establecer la causalidad del
hecho.
Pero ocurre muchísimas veces que, una persona cuya actuación
en familia y en sociedad ha sido extremada en corrección, prudencia y bondad,
se encuentra afligida por desgracias y tribulaciones sin cuento cuya causa no
aparece clara. ¿Porqué seré yo tan desgraciado si me porto bien con todo el
mundo? se dice. Esta persona, a pesar de las naturales reacciones de afecto y
consideración que su actitud inspira a los que le rodean y tratan, es altamente
desdichada porque carece de medios económicos, se la mueren personas
queridas, padece persecuciones injustas, sufre enfermedades de origen oscuro,
etc. Es, como dice la conocida frase, el rigor de las desdichas, sin que se vea
la razón de ello.
En casos como este, la busca del hilo de su Destino es
difícil, aunque no por ello deje de existir. Y entonces hay que admitir la
existencia de causas remotas que no produjeron su efecto inmediato. Cuando por
interferencias de las circunstancias de la vida, una causa no produce su
efecto a continuación (como, por ejemplo, en el caso de uno que logra evadir la
oportuna acción de la justicia), este efecto queda latente como una fuerza
constantemente amenazadora. Puede incluso sumarse a otros efectos latentes que
por motivos análogos no han tenido eficiencia. Pero llega un día para ella en
que suena la hora decisiva de la justificación y entonces los efectos se
realizan como una Némesis vengadora, como un karma acumulado.
Sabemos por ley física bien conocida que, cuando un gas
sufre la acción de presiones y temperaturas bajas extremas, cambia de estado,
licuándose. Esta es su ley de Justificación. Ley que también se cumple en el
mundo de la psiquis. Pero como advierte sabiamente un refrán popular, que
constituye una verdadera ley, "Dios aprieta pero no ahoga". Es decir
que, la presión extrema, en bien o en mal, de motivos acumulados, llega un día
a producir un cambio de estado en la naturaleza, como en la vida social e
individual. Las guerras, las revoluciones, las epidemias, los cambios súbitos
de fortuna, etc., son ejemplos que no pueden atribuirse a la acción inmediata
de una sola causa.
Pero no podemos contentarnos con el convencimiento de que
ciertas causas y sus efectos se hallan espaciados por otros acontecimientos a
lo largo de la vida. Hemos de llegar a la evidencia de que muchos efectos
realizados en esta vida, tienen su causa fuera de ella (karma trascendente) y
entonces hay que pensar en que la vida del alma no ha comenzado con la del
cuerpo. Pues lo que verdaderamente no puede admitirse, creyendo en la justicia
de Dios, es que éste sea capaz de crear almas que nazcan para el dolor y otras
cuyo destino sea la felicidad en la Tierra; unas que sean genios y otras que sean
cretinas. Es razonable pensar que el Destino de las criaturas es su propia
obra, según la ley.
Por consecuencia, la justicia humana (que actúa según les
hechos) forma parte del plan de justicia divina distributiva. Solamente así
cabe explicarse que la primera, a pesar del rigor y la seriedad con que
generalmente se administra, cometa errores garrafales y aun condene a muerte a
un inocente. Estas consecuencias erradas, que dimanan de la equivocada
interpretación de los hechos, forman parte, indudablemente, del plan de
justicia divina que se vale del instrumento de la justicia humana. Y de esta
manera los pecados de intención (solamente valorables por Dios o por el Yo)
hallan su contrapartida en los delitos de hecho; y la sanción llega un día,
trascendiendo, si es necesario, la vida física.
El considerar así las cosas no supone un concepto
fatalista de la vida. El "estaba escrito" de los musulmanes, no reza
con nuestro punto de vista. Es el hombre mismo quien va, con sus actos, palabras
y pensamientos, escribiendo su Destino. Y es la correlación de causas y
efectos, la que va determinando con rigor y justicia perfectos, la cosecha que
cada hombre ha de recoger. "Quien siembra vientos recoge
tempestades", dice el refrán. Pero queda totalmente a nuestro albedrío la
naturaleza de los hechos que sembramos. Así pues, fatalismo no; determinismo
sí.
Comprendido de este modo el mecanismo de la vida en lo
que respecta al Destino de las criaturas, cesaremos de atribuir a entidades
metafísicas (dioses, ángeles, santos o demonios...) o a las demás personas,
nuestros dolores o nuestras alegrías. Dios instituyó una ley justa con la que
se regulan las consecuencias de nuestras acciones; y lo demás depende de
nuestra iniciativa.
Entonces -se nos dirá- ¿son inútiles las rogativas y
oraciones para mitigar el rigor de nuestras tribulaciones o para conseguir
nuestros deseos? Evidentemente, nada puede lograr que dejen de cumplirse las
leyes de la Naturaleza estatuidas por Dios; pero es también evidente que una
fervorosa actitud, un momento de inspiración o una sincera invocación, pueden,
precisamente por virtud de la propia ley natural, transmutar un efecto o
derivar una consecuencia. La ley es una fuerza neutra que no determina la
calidad del acto. Es a modo de una corriente de agua, a la que, si sé la
interpone una turbina produce electricidad y si se la interpone un molino produce
harina. Una vez que una acción nuestra ha provocada la reacción del medio que
nos rodea, el efecto (que es lo fatal) queda determinado por la actitud de
nuestra alma. Si provocamos una reacción mala, podremos con un arrepentimiento
sincero, incluso transmutarla en buena; pero nunca podremos evitar que haya
reacción. Esto a la postre, equivale a la interposición de la turbina o del molino
de nuestro ejemplo. Como también es muy cierto que la corriente (la ley)
dejada a su libre trayectoria, (dejada a la voluntad de Dios) no es causa de
conflictos (ni de alegrías ni de pesares) sino de absoluta paz. Es el Dharma
que elude el Karma: El Deber que evita el Castigo.
Una oración o invocación puede tener un efecto, a
condición de que sea altruista o de que albergue una actitud sincera y elevada.
Rogar para conseguir una ventaja personal en contra de la ley o con un
propósito que no sea de propia superación, es absolutamente inútil. Y esto se
explica por la misma ley en cuestión. La rogativa, oración o invocación, es un
acto por medio del cual nuestra persona hace una llamada a la naturaleza
divina para conseguir un efecto. Lo superior responde con una reacción en la
cual se realiza un acto según ley de jerarquía, por la cual lo inferior se
subordina a lo superior. Y nunca puede estar en los designios de lo superior,
ni violentar una ley de Dios, ni conceder algo que responda al deseo egoísta de
la naturaleza inferior y no al orden de finalidad de la naturaleza superior. No
se puede rogar a Dios paca exterminar a un enemigo; pero sí para lograr
alimento para un hambriento. La oración egoísta es tan inútil como escupir al
cielo, porque contradice su propia naturaleza.
De lo dicho se desprende que el Destino no es una cosa
fatal, sino que puede ser interferido y modificado por los propios hechos y
actitudes de cada persona... Esta es la única que determina su porvenir dentro
del mecanismo de la ley.
Con este concepto, de raíz puramente aria, el hombre no
resulta un vasallo de Dios, sino una criatura libre. A Dios, para ser justo,
suponernos que le basta con haber estatuido un código de leyes naturales, que
distribuyen o administran las iniciativas de la voluntad individual[4].
Por esto se comprende que el hombre sea el único redentor
de sus pecados sin más que un cambio de dirección en su conducta errónea. Y es
más: La penitencia voluntariamente impuesta (que viene a ser un autocastigo), sobre
todo si rebasa el límite natural de las consecuencias del pecado, es el único
medio eficaz para anular la reacción kármica en contra nuestra. Es como si
corriésemos más que un vehículo que nos quiere atropellar. La penitencia nos
adelanta al castigo y éste no nos alcanza. Es la rectificación consciente.
Más, también existe un Destino o karma colectivo
(continental, racial, nacional, popular, etc.) por actos de grupos humanos en
conjunto, al cual queda sometido relativamente, el sino individual. Una
persona sufre pérdidas y desgracias por consecuencia de una guerra a de una
revolución de su país. Otra, por su mejor Destino, permanece incólume en medio
de la catástrofe o logra marchar a país tranquilo.
Los países, las tribus, las sociedades, tienen un alma
colectiva[5]
que se hace responsable de los actos comunes y cosecha los resultados de su
siembra.
Compréndese la variedad insospechada de efectos que esto
agrega al Destino individual.
Más si a ello sumamos las complicaciones que entraña en
cada caso la conjunción de las distintas modalidades de karma (inmediato,
acumulado, trascendente y colectivo) a lo largo de la vida del individuo,
entenderemos perfectamente las resultantes, a veces sorprendentes, a que puede
dar lugar en cada momento[6].
El mundo entero se ha -desatado en terribles batallas que
no han bastado a contener ni las leyes, ni los derechos, ni los convenios y
tratados internacionales, ni siquiera el “ amáos los unos a los otros"
que salió de los labios de Jesucristo. Religiones, derechos políticos y formas
sociales han sido impotentes para frenar las humanas pasiones. Y es porque la
civilización ha olvidado las íntimas realidades del ser humano.
Más es curioso y aleccionador que en
este caos de la política y de la religión, solamente ha prevalecido con
potencia insospechada. y se ha defendido con vitalidad inaudita, una
institución: la familia. En el campo de batalla, como en las celdas de los
presidios, los hombres se olvidaron de sus credos políticos y aun de sus
creencias metafísicas, para pensar solamente en su mujer, sus hijos, sus padres
y sus hermanos. Todo su anhelo era volver con los suyos y dedicarles los
mejores afanes de su vicia, para compensar los que antaño les restaron por
haberse ocupado en el cultivo y propaganda de ideales sociales, políticos o
religiosos. Por su parte, la mujer y los hijos de los presos o de los
soldados, supieron resistir y adaptarse con heroicidad sin límites a la nueva
situación que les había creado la falta del esposo y -del padre. La familia,
célula social del organismo colectivo, se ha defendido con una potencia
elemental y única.
¿Se ha pensado porqué ha ocurrido esto?
He aquí la explicación: Cuando fracasan los ideales del
espíritu, se exaltan las atracciones instintivas, que en el fondo son las de
fundamento más sólido y perdurable. La familia es la fórmula de administrar
todos los instintos humanos. Y nada social o religioso que vaya contra los
instintos humanos es viable.
El instinto y el egoísmo podrán ser
dominados, pero nunca anulados, por la naturaleza espiritual. Y cuando los
designios de esta flaquean o fracasan, la naturaleza instintiva vuelve por sus
fueros y se apresta a la defensa de lo que es fundamental para la vida.
Las ideas sociales y religiosas que van contra los
humanos instintos, no pueden prevalecer, porque fingen desconocer las
realidades en que se basa la existencia humana. Y en los momentos críticos de
la historia, el vendabal de los acontecimientos deshace implacablemente
instituciones, organizaciones y credos, sobre cuyo caos prevalece como roca
inexpugnable esa pequeña pero poderosa célula de la familia.
Una sociedad que quiera desconocer la
libertad, la familia o la propiedad, está llamada al fracaso o a la
transformación, por que va contra los instintos básicos. El idealismo de aquel
precepto de “Amáos los unos a los otros" no tiene fuerza para imponerse
como realidad social más que en, el seno de la familia (y no en todas). Los
hombres no se aman como hermanos sino que se odian como lobos a la menor
discrepancia ideológica. Esta es la realidad que estamos viendo. El llamáos los
unos a los otros" deberíamos sustituirlo por la viable fórmula democrática
"respetas los unos a los otros" que esto si es factible.
Los sublimes consejos del Sermón de
la Montaña no han bastado para que los cañones, las ametralladoras y los
aviones de los cristianos dejen de efectuar su labor trágica y desoladora. Si
los hombres no aciertan a amarse, que se respeten. Si no pueden ser
caritativos, que sean justos. Si no son capaces de buscar los tesoros del
espíritu, que puedan al menos disfrutar en la tierra de una, vida
confortable... Él hombre que tiene satisfechas, en el seno de su familia, todas
las necesidades de su cuerpo y de su alma, es más difícil que se convierta en
enemigo de sus semejantes. Por esto, la justicia y el respeto son más eficaces
para la vicia social que el sacrificio y la caridad; que estas últimas virtudes
sólo pueden ser el exponente espiritual del individuo. La colectividad es
egoísta pero no espiritual y por tanto, la caridad de la colectividad hacia
cada uno de sus individuos componentes, no tiene más fórmula que la Justicia
distributiva. No prodiguemos los asilos, internados y montes de piedad.
Procuremos, en cambio, que todos los hombres tengan los medios suficientes para
vivir holgadamente, sanos y confortables, en una bella casa, en el seno de su
familia. Y esto es una cuestión de educación, de justicia y de higiene, los
tres pilares en que deberá descansar toda sociedad bien constituida.
El hombre ha hecho de la Tierra un
infierno, porque ha administrado mal su egoísmo. Le ha querido reprimir en
lugar de encauzarle. Y esta fuerza cohartada, naturalmente, se ha tornado en
elemento de perturbación. Convengamos en que toda individualidad humana es una
fuerza; y a ninguna fuerza se la puede destruir poniéndola diques. Es más
sabio encauzarla o canalizarla para que sea aprovechada. Al carterista de
tranvías puede dársele ocasión de ser un buen prestidigitador y asegurarle un
sueldo para vivir honradamente. Un robo hábil, como una corrida de toros, puede
ser un bonito espectáculo: No habría más que quitar al primero su sello inmoral
y a la segunda su nota cruel. El cinematógrafo ha venido a darnos la razón con
sus películas de "detectives" y ladrones.
Se deduce de todo lo dicho que hay que dejar al individuo
toda su libertad de iniciativa dentro del orden social. Lo que no se haga así,
discurrirá por caminos ocultos en los que será difícil atacar el mal.
He aquí pues un programa de sociología
biológica capaz de hacer de la Tierra un paraíso: Individualismo, Familia,
Democracia, Libertad, Moral pragmática o utilitaria, Justicia, Educación e
Higiene. Pues como decía la sentencia escrita en el templo de Delos:
"Entre todas las cosas, la justicia es la más bella; la salud, la más
útil; la posesión de lo que se ama, la más agradable".
Pero también es gran verdad que ninguna sociedad
puede llegar a ser perfecta sin el pulimento y ennoblecimiento de cada lino de
sus Miembros o individuos. La belleza del todo se hace con la de cada una de
sus partes. "Quien procura ennoblecer lo pequeño educa el alma para afrontar la majestad de lo grande" dijo
Platón. "Si no me rodeáis de belleza en las cosas pequeñas no podré
imaginar bellamente las grandes" dijo Goethe. La política de educación e
higiene, al perfeccionar a cada uno de los ciudadanos, hará también perfecta y
grande a la sociedad humana. ¡Feliz el día en que cada ciudadano del mundo
pudiera mirarse en el espejo!, no del "arcandro" de Niestzche, sino
de aquel ideal humano reflejado en los versos de Rudyard Kipling:
Si la calma consigues mantener inmutable
Cuando todos la pierdan y te juzguen culpable;
Si las dudas ajenas no abaten tu optimismo
y, perdonando errores, fe muestras en ti mismo;
si jamás la esperanza, te sorprende cansado;
si desprecias calumnias cuando seas calumniado;
si al odio no da albergue tu corazón dolido
cuando sufras la ofensa de verte aborrecido;
si eres sencillo y nunca pecas de sentencioso
y fatuo no te hace el ser más bondadoso;
si soñar te es posible sin rendirte al ensueño,
ni a un solo pensamiento se limita tu empeño;
si aceptas el triunfo lo mismo que el fracaso
siempre que en tu camino quieran salirte al paso;
si puedes asimismo sufrir que tus verdades
otros labios las truequen en torpes liviandades
y, con procedimientos de picaresca y Hampa
de incautos y de bobos las conviertan en trampa;
si al ver rota. en el suelo la ilusión de tu vida
te inclinas a rehacerla, aún con el alma herida;
si en tus manes abiertas, inundadas de luz,
recibes y te juegas a un simple "cara o cruz
las ganancias que tengas y, después de perder,
te dispones de nuevo la jornada a emprender;
si puedes obligar al nervio, al corazón
y al músculo a servirte en plena extenuación
porque tu voluntad, ágil, perseverante,
alce su voz despierta y te grite: ¡Adelante!;
si tratas al plebeyo y al hacerlo te vales
de comprensión y trato; si con personas reales
te vieses obligado a alternar, y entre ellas
no te olvidaras nunca de las gentes aquellas;
si lo mismo que tiendes franca mano al amigo
eres, en la contienda, noble con tu enemigo,
y entre las convivencias que impone cada día
consideras a todos sin dar en demasía;
si al minuto implacable consigues valorar
en sesenta segundos de avance al caminar...,
estará el mundo entero sujeto a tu albedrío,
y serás todo un hombre, ¡ Todo un hombre, hijo mío!.
Pero esto, al fin, es un ideal de superación asequible solamente para los elegidos. La mayor parte de los hombres cifran su felicidad terrenal en comer bien, reproducirse a placer, tener c3inero y casa, personas a quienes querer, vivir con orden y disfrutar de salud y libertad. Para esto, indudablemente, no hay mejor solución que la citada fórmula de constituir una familia.
Pero la familia no es en sí la
fórmula de máxima espiritualidad, aunque en ella se limen gran parte de los
egoísmos humanos y se cultiven las más hermosas flores del sacrificio. La
máxima espiritualidad no está en bien administrar los instintos, sino en
superarlos. Y esto, aunque individualmente pueda lograrse en algún caso dentro
de la familia, no necesita de la familia. Y en muchos casos la familia es un
inconveniente para ello. De aquí la otra fórmula del aislamiento ascético o
cenobítico, que encierra el grave peligro de convertirse en estufa de cultivo
de un egoísmo desmedido, buscando la salvación propia sin ocuparse de los
demás ni de cultivar sentimientos con calor de humanidad. ¡Qué es tanto como no
salvarse!
Por esto, la vida austera al servicio de la Humanidad,
sea o no por camino profesional religioso, dentro o fuera de la familia, será
siempre la fórmula de las realidades espirituales.
Dr Eduardo Alfonso
[1] Ya tratado por nosotros en nuestra obra 'Curso de Medicina Natural en 50 lecciones", pág. 375
[2] De aquí la distinción entre el "reino de la naturaleza" y el
"reino de la libertad o del espíritu" que inquietó a Fichte, a
Schelling y culminó en Hegel.
[3] Esto confirma el concepto de Hegel, que consideraba al Estado como una creación de la razón y forma suprema en que se desarrolla la idea de moralidad. Por consiguiente, con una jerarquía ontológica de orden superior. A la que, por supuesto, no ha llegado a ajustarse ninguna nación a lo largo de la historia.
[4] Véase lección 1: " La Naturaleza está regida por leyes", de nuestra obra "Curso de Medicina Natural en 50 Lecciones". Editorial Kier. Buenos Aires.
[5] Formada por el conjunto da las ideas, pensamientos y sentimientos que en ellas se cultivan y desarrollan, que llegan a crear una forma psico-mental, verdadero ángel o deva (sea celeste o demoníaco) de influencia sobre todos los individuos que las componen y de cuyo Destino participan.
[6] Los hechos ocurridos en el mundo desde el año 1914, en que comenzó la primera Gran Guerra mundial, hasta el 1945 en que terminó la segunda. Gran Guerra, aun más espeluznante que la primera, han traído, con la liquidación imponente del fatal "karma colectivo- de la humanidad el desmoronamiento y fracaso de muchas fuerzas tradicionales, políticas, sociales y religiosas. Y también el fracaso de otras más modernas que quisieron sustituir a las antiguas.
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