martes, 2 de abril de 2019

PESCANDO SIN ANZUELO



El Zen del Entrenamiento de la Memoria 

Nuestro tema de hoy, concerniente a un pescador que fue a pescar sin anzuelo, pertenece al sutil simbolismo del camino de vida Zen; pero antes de entrar en esta faz particular del tema, quisiera indicar por qué el hombre occidental está tomando un profundo interés en el Budismo Zen. Este interés surge de ciertas complicaciones que estamos todos padeciendo. No hace mucho tiempo, un brillante conductor en el mundo del pensamiento médico elaboró el informe fundamental que el pueblo americano es el más sobre medicinado, sobre operado y sobre inoculado pueblo sobre la faz de la tierra; y con todo esto, probablemente el menos sano. Pronto seremos capaces de agregar algo a este informe médico. 

Estamos rápidamente convirtiéndonos además en el más sobre analizado pueblo del mundo. 
Ahora, ¿por qué hemos desarrollado esta casi histérica fobia? ¿Por qué estamos desarrollándonos en una raza de hipocondríacos, tanto que el más leve síntoma nos hace ir en pánico hacia alguien o alguna cosa? La respuesta es obvia. Estamos volviéndonos más y más dependientes de factores, elementos y condiciones fuera de nosotros mismos. Hemos perdido la mayor parte del Zen que sostuvo a nuestros antepasados en realidad. El Zen no es meramente una idea japonesa o budista; el Zen es la experiencia de la seguridad interna. Esto hemos perdido por causa de la negligencia de esas formas de conocimiento que hubieran podido inspiramos a buscarlas. Ello lo hemos perdido por la habitual afición a la reinante política de nuestro tiempo. 

Lo hemos perdido por seguir rebaños de instintos de masa, direcciones que a ninguna parte nos han conducido. Hemos también, por causa de ciertas ideas falsas, sido guiados en dirección opuesta a la verdad misma. Uno de los problemas más difíciles que tenemos que enfrentar ahora es la simplificación de nuestras propias actitudes. Hemos llegado a confundir complejidad por inteligencia. Hemos negado a tomar lo sencillo como algo primitivo e inadecuado. Rendimos culto a la tremenda masa de de conocimiento, y hemos dado muy poca consideración a la asimilación de esta masa. Hemos puesto en movimiento maquinaria complicada y hemos llegado a creer que este masivo mecanismo en marcha parecido a una de esas mentes automáticas, nos va a resolver algo; pero no lo resuelve. Cincuenta años de acción en la dirección que nosotros creímos pudiera conducir al esclarecimiento, nos han guiado sólo a una gran oscuridad. No es que carezcamos de pensamientos, o que carezcamos de la fuerza o la inclinación a pensar. 

Conocemos una gran cantidad sobre muchos diferentes temas, pero la mayor parte de nuestro conocimiento es finalmente inaplicable porque no toca el tema esencial: el ser. Y conocer todas las otras cosas y quedar ignorante del ser, es estar cargado con un verdadero desastre. El Zen intenta penetrar la masa burocrática en la cual están envueltas nuestras actitudes y nuestros conceptos. Quisiera por ejemplo, liberarnos de la secuencia de recuerdos la cual ha llegado a ser una parte esencial de la psicoterapia. El Zen indica que la memoria es sólo una facultad histórica. Informa cosas. Es capaz de vivificar, en grado semejante a un sueño, cosas que previamente ocurrieron, pero no puede darles vida porque ellas han muerto. La memoria, a lo más, puede sólo erigir fantasmas; pero nosotros tenemos adquirida una cierta determinación a desarrollar un concepto biológico acerca de los fantasmas. Pensamos que nuestra manera de pensar es un directo descendiente del pensamiento ancestral fantasma. Creemos que nuestros propios HOY han nacido de los fantasmas de AYER. 
Así continuamente perpetuamos normas. 

Seguimos andando con la suposición de que estas normas existen; que hemos sido sujetos a ellas; que hemos pasado a través de ciertas experiencias; que estas experiencias tienen que afectamos; que tenemos que vivir en un cierto morboso recuerdo de nuestros propios errores; que debemos continuar viviendo conforme a las normas que crearon esos errores; y que nuestra presente vida es meramente un cesto dentro del cual es vertido todo lo que ha acontecido antes. En gran medida, esto es un disparate —ciertamente desde el punto de vista Zen. Y el esfuerzo para romper con todo este desperdicio con el cual tenemos cargado nuestro propio pensamiento, es una muy sobresaliente y vital acción de nosotros mismos. El Zen, contrario a la psicología Occidental, no cree que sea necesario para la persona semi-perturbada ventilar una gran parte de su carácter pasado como medio para recuperar su compostura. Por supuesto, casos de enfermos mentales avanzados pueden ser excepción a esto; hay ciertamente casos donde el procedimiento psicoanalítico es indicado. 

Pero esto no es indicado en cada caso de hipocondría que llama nuestra atención., ni es necesario para las sesenta o setenta millones de personas mental y emocionalmente perturbadas que están ahora en variados grados de sufrimiento en este país. Un pequeño porcentaje puede necesitar psicoterapia, la mayoría de las personas en este grupo estarían en buena condición de emanciparse si pudieran comprender el concepto Zen de lo inmediato. Hay un término japonés el cual puede traducirse "ah-cabo". En el momento cuando Vd. ve algo se pone en contacto con alguna cosa que es muy interesante, o repentinamente comprende un difícil y recóndito asunto, puede decirse a Vd. mismo: "Ah" —modo de decir "Yo veo ello .. Yo le siento ... de repente me doy cuenta lo que esto quiere decir", Ahora, este vocablo "ah-cabo" está reservado para la inmediata experiencia la cual es en este instante tan cierta, puede ponerla en libertad el individuo desde muchos años adictos a las negativas habituales y mentales actitudes. En el Zen, no es posible concebir del individuo que reviva completamente, una larga y difícil vida con el fin de desenredarla. 

Tal vez, hay un relámpago de compresión por medio del cual la persona está instantáneamente libre de esos errores, que hasta ese momento han dominado sus procesos intelectuales. Así, hay una especie de resuello —esta repentina inspiración de comprensión por la cual a nosotros significa que una vasta luz ha despertado dentro de nosotros mismos; que ahora, y por vez primera nosotros conocemos. Este directo conocimiento es el remedio por el cual el Zen atreveríase a demostrarnos, enteramente conocedor que aun en el país donde él se hubo desarrollado, y en medio de los místicos más escolásticos que le cultivaron, la experiencia es larga y difícil. Ella es parte de tal búsqueda por la inteligente virtud, a la cual se refieren los poetas chinos. Con todo, sin esta dinámica experiencia inmediata de apercibimiento, no somos capaces de quebrar la secuencia de hechos por los cuales estamos ligados a un amplio estado ilusorio de la existencia. 

En conexión con esta búsqueda de lo inmediatamente interno, estamos interesados en usar el simbolismo docto del anciano chino pescando sin un anzuelo. Cuadros chinos usualmente representan a este docto hombre en un pequeño bote sobre un plácido lago, rodeado por grandes montañas, con su pequeña ermita no muy lejos, sentado muy tranquilamente con una línea de pescar. 
El puede haber atado algún particularmente sabroso bocado en el extremo de la cuerda antes de dejarle caer en el agua —pero él no está ahí para pescar alguna cosa; está ahí para gozar de la pesca— y hay una gran diferencia entre esos dos logros o fines. Ahora estudiemos el simbolismo de esta idea. 
El anciano está pescando en el único océano que es asequible a él —la naturaleza interior de sí mismo—. 
El ha dejado caer la línea hacia su propio subconsciente. Está descendiendo en las profundidades de sí para descubrir qué clase de pez podría ocultarse ahí. No tiene la intención de traer este pez a la superficie, tampoco de matarlo. Lo que desea hacer es tener la experiencia, la cual es verdaderamente una experiencia del Zen, de pescar sin anzuelo. Ahora, en este simbolismo, ¿qué es el anzuelo? Este es, quizás, la clave a todo —el anzuelo es la mente—. Aquí es donde el cabal problema exige la más grande consideración. La mente no está interesada en la pesca, pero si en pescar peces. La mente tiene ciertas cualidades que sugieren el anzuelo. 

Ella desea engancharse a algo; ella es aguda. Es también un instrumento que es moldeado, adaptado, creado, con el sólo propósito de atrapar peces, los cuales, en este caso, representan pensamientos. 
Y al momento que prende un pensamiento, lo mata; porque es inevitable que la mente saque al pensamiento fuera de su propio elemento, lo coloque en un elemento diferente, y muy probablemente lo destruya en el esfuerzo de usarlo para alimentar sus propios propósitos. Estamos usando la mente constantemente en (agarrar) enganchar cosas. La estamos usando para atrapar a nuestro vecino en alguna forma de operación negociosa. La estamos usando de alguna manera u otra, para mejorar nuestras fortunas. Estamos dejando caer el anzuelo de la mente en el desconocido mundo que nos rodea, esperando pescar una carrera, o quizás enganchar a otra persona en matrimonio. Estamos todos empeñados en apresar alguna cosa, y esto es el principio de nuestra mal Zen. 

La pesca es muy agradable como tranquilo y pacífico pasatiempo, pero al momento en que nosotros comenzamos a pescar peces, comenzamos a desarrollar ambiciones. No importa cuán grande sea el pez, queremos aún uno más grande. Así la mente se convierte, en un sentido, en la prendedora de peces. Es también la pescadora de ideas, sondeando dentro de las partes subconscientes de nosotros mismos, la mente comienza a traer a la superficie una gran parte del contenido subjetivo que ahí está. Así prende cualquiera de esos elementos psíquicos, les interpreta, que simplemente significa destruye. Ahora, podría parecer muy infructuoso ir de pesca sin un deseo de prender algo, pero al filósofo Zen, la línea que es soltada dentro de las profundidades, con quizás algo para intrigar al pez pero no dañarlo, significa el verdadero propósito de nuestra mente, si ella tiene un válido propósito. Es el deber de la mente alimentar al pez —no engancharlo—. Es el deber de la mente explorar este mundo subterráneo sin dañarlo, crear nada maligno, sin destruir el derecho de cualquier otro ser a vivir. En las profundidades de nuestro misterioso océano, hay seres que nunca vienen a la superficie. 

El Zen cree que el subconsciente del hombre, como el océano, es una región extensamente poblada, pero hay una diferencia entre la actitud Zen y la nuestra en Occidente. Al Zen, esta vasta población del océano del subconsciente es una cosa normal y correcta. Esos seres viven donde les pertenece. Deben estar ahí. Deben existir dentro de la subjetividad de nosotros mismos, así como ciertamente otros seres existen alrededor nuestro en este mundo material. No todo lo que está cerrado dentro del subconsciente es destinado a venir fuera, pues cada cosa que hay ahí tiene un derecho a tener existencia propia bajo sus propias leyes y vivirá bajo esas leyes. Hay partes del subconsciente que, como el pez, si se les trae a la superficie, morirán por el cambio de presión. Hay también partes de ello que como el pez, cuando las extraen de su natural elemento, perecerán por esta sola causa. 
Así que bajo la superficie de nuestra objetividad, hay dentro de nosotros un vasto universo subjetivo —un universo tal vez más espléndido que el que conocemos. Podemos trazar cierta semejanza con el estudio científico. Sabemos, por ejemplo, que los océanos de nuestro planeta son mucho más grandes en extensión que la tierra; que sus profundidades nunca han sido exploradas. 

Hay un mundo entero bajo el agua. Navegamos sobre la superficie de esta agua, pescamos a lo largo de sus costas, alguna vez intentamos dragar sus profundidades, ocasionalmente enviamos un barco abajo a explorarle, y cuando lo hacemos, estamos propiamente pasmados, porque es suponer que este mundo del océano es malo o equivocado, y es también un error suponer que el subconsciente del hombre es malo o errado. Tenemos que aprender a entenderlo, a conocerlo, apreciar sus necesidades y sus propósitos. No es que deberíamos conquistarlo o abrumarlo, o librarlo completamente— estos procedimientos sólo desequilibrarían las delicadas fuerzas de la naturaleza y nos llevaría a una dificultad aún más grande. De ahí que nuestro pescador Zen está realmente dejando caer una línea entre la superficie y otro universo. Está sentado tranquilamente en su propia pequeña esfera, y no tiene intención de conquistar el océano. Está simplemente explorándolo un poco. Está intentando entender algo más acerca de él. 

Está también muy feliz y plácidamente meditando, enteramente consciente de que no será perturbado. No hay peces a ser enganchados que forzarán su mente repetidamente a centrarse sobre los más desesperados aspectos de la pesca. Podemos decimos, entonces, que este océano de nuestra propia vida interior es un universo. Porque está cerrado dentro de una relativamente pequeña ecuación personal, podemos pensar de esta subconsciencia interior como siendo sólo la medida de un dedal, o conteniendo solamente una taza de recuerdos; pero esto no es esencialmente cierto, porque este océano no sólo es nuestro, sino él se mezcla con la subconsciencia de cada cosa viviente. Y este océano abarca más de la mitad del suelo sobre el cual vivimos. Es parte de otra clase de vida —una vida que sería igualmente extraña a nuestra objetiva existencia—, porque parecería imposible que esos seres vengan sobre la tierra y respiren aire; como que nosotros podamos durar más de un corto tiempo sin ahogarnos si somos sumergidos en su elemento. Así sobre este doble concepto del desdoblado mundo nuestro, somos en cierto grado, siempre parecidos al sabio anciano, sentados en un pequeño bote, que llamamos nuestra personalidad, y flotando sobre la superficie de la eterna subconsciencia. 

El Zen Y los monjes Taoístas piensan en esta subconsciencia como esencialmente benevolente. Para los antiguos, el océano era la madre de todo viviente. La vida surgió del mar; y casi todas las grandes madres de los salvadores han tenido nombres que sugieren agua —de igual manera María (de Mar)— y este océano de nuestra propia subconsciencia es, en una medida, el origen de nosotros mismos. En algún remoto tiempo, bajo ciertas curiosas circunstancias, habremos surgido como seres objetivos, de la subconsciencia de nosotros mismos de este modo, en una forma simbólica, todo el contenido subjetivo de nuestras vidas es arquetípicamente el símbolo de los universales, de los eternos, de la inmensidad de la profundidad, y en un sentido, del misterio. 

Ahora, es parte del deber del Zen enfrentar todos esos factores sin permitir al elemento de misterio tomar dominio sobre la mente y conducida a la superstición. Es por lo tanto imprudente para nosotros especular sobre la naturaleza de lo que existe dentro del subconsciente. Si especulamos sobre alguna cosa en las profundidades del océano, podemos ser parecidos a viejos marineros que vinieron con una sincera creencia en serpientes de mar de sesenta pies de longitud que podrían sumergir buques, de sirenas que indujeron a marinos a su perdición, y de otros extraños e increíbles seres —parecidos al cracan—, que aparecía en la superficie, era del tamaño de una isla, y que después que una ciudad fue edificada sobre ella, sumergióse con todo a bordo. Esas creencias eran las supersticiones que surgían del desconocido mar. El Zen atraviesa esto. Primero de todo, ya sea el mar de la subconsciencia o el mar de lo desconocido alrededor de nosotros en el espacio, es el deber del Zen acabar con toda vana especulación que pueda conducir a la miseria, al pesar, al temor, o ansiedad. Saca del universo todo lo que es amenazante, porque no hay razón alguna en suponer la realidad de amenaza. 

No hay razón para suponer que esos seres en el fondo del subconsciente nos molestarán salvo que, en alguna forma misteriosa, alcemos nuestra mano contra ellos. Al no levantar la mano o la mente, permitimos el eterno tener su propia existencia, enteramente enterados que esta existencia no es peligrosa para nosotros, que el único peligro es nuestra propia imaginación, la cual inducirá a poblar lo desconocido con demonios y monstruos, y entonces nos aprisionará en una mortal lucha por sobrevivir frente a las sombras que inventamos nosotros mismos. Así en nuestro pequeño barco de existencia personal, nos sentamos sobre la superficie de este gran océano de subjetividad, y tratamos, con cuantas facultades y fuerzas poseemos, de comprender este misterio que está alrededor nuestro y bajo nosotros, y por el cual gradualmente .venimos a ganar un más o menos cordial respeto. ¿Cuál es el contenido del subconsciente en cuanto al hombre se relaciona? 

En qué forma dependemos de él. Nosotros dependemos de él en el sentido que el subconsciente es un grado de existencia más alto que el estado consciente; por eso él debe sostener y sustentar el estado o personalidad consciente exactamente como el océano sostiene el barco que flota sobre la superficie. Este misterioso subjetivo es infinitamente más poderoso que las cosas objetivas. Aun así, con todo su poder, es extrañamente, simple y benevolente en cuanto al hombre se refiere. Nunca descarga sobre el hombre algún torrente de infortunio, miseria, o tensión simplemente por virtud de su propia naturaleza o existencia. El hombre descarga esas cosas sólo por su propia interpretación del subconsciente. Si el subconsciente da aflicción al hombre es porque él mismo lo ha contaminado. 

Es lo mismo que sucederá si al sistema de cloacas de muchas ciudades se le concede fluir dentro de un río. Si esta masa de desperdicio llega a ser demasiado grande, las aguas del río son contaminadas —los peces mueren y el agua no puede ser más utilizada sin riesgo para los seres humanos. Ella se convierte en la fuente de plagas que destruirá la vida. En la misma manera, si contaminamos nuestro subconsciente, podemos causarle que se enferme y envenene, así somos perjudicados cuando tenemos que recurrir a él, como lo hacemos constantemente, para ciertas necesidades vitales de la vida. El subconsciente es tan necesario a nuestra naturaleza psíquica como el agua lo es a nuestros cuerpos físicos. Podemos quizás vivir un mes o seis semanas sin alimento, pero podemos vivir sólo unos pocos días sin agua; y como nuestros cuerpos son muy mayormente compuestos de agua, así nuestra integración psíquica está muy ampliamente compuesta de este subconsciente océano de vida, que debe preservarse, mantenerse y nutrirse, si deseamos sobrevivir. 

En la filosofía Zen, nos interesa este problema de intentar explorar constructivamente esta parte subconsciente de nosotros mismos, y cuando llegamos a hacer esto, estamos a veces algo equivocados en nuestro propio análisis de lo que encontramos. Lo que general y continuamente pensamos de cómo es el subconsciente, no es, en realidad, el subconsciente según el Zen. Este subconsciente en nosotros mismos es realmente una conciencia subjetiva basada en las estructuras de las normas y experiencias del vivir objetivo. Éstas, el hombre mismo las crea, engendra y amolda, pero no debemos considerarlas como parte del gran principio o esencia de vida universal —el Tao del Taoismo—, este gran océano de infinitos. Sin embargo, este océano está tan verdaderamente dentro del hombre como lo está en el espacio mismo, y pasa a través del hombre, tanto que podemos decir que el océano entero fluye a través de él. Esta continua moción de vida bajo y a través del hombre, sosteniéndole y soportándole siempre, es parecida al amable balanceo del bote del pescador. 

El mar u océano refleja en sus profundidades el bello paisaje que le circunda. Si Vd. mira abajo en el agua, verá la luna reflejada ahí. Verá las invertidas formas de grandes acantilados y montañas. Observará cómo esta limpia superficie de agua parece un espejo, apareciendo toda la naturaleza en su propia superficie. El hombre, por lo tanto, mirando abajo dentro del agua de su propio subconsciente, puede decir: "Veo aquí un mundo invertido similar a aquél en que vivo ahora. Cada vez que muevo mi mano, la sombra que está en el agua mueve su mano también". Y porque este factor es reflejado es el primero a ser observado, frecuentemente vamos no más allá, pero llegamos a la simple conclusión que el subconsciente es meramente la inversión de nuestro propio consciente —nuestra propia conciencia reflejada dentro de alguna sutil substancia teniendo poca o ninguna identidad de sí misma. Esto, nuevamente, nos llevó al erróneo concepto surgido en nuestra propia vida intelectual. 

El Zen, intentando examinar este problema, se encuentra en una serie de dificultades. Ante todo, Vd. no puede aproximarse al campo entero del pensamiento Zen ya sea psicológico o simplemente lógico. El método Zen de interrogación por pregunta y respuesta realmente no es un procedimiento racional. Es una serie de procesos de shock. El propósito, ansiosamente extraño, parece ser responde a cada tono conforme a su desatino, de esta manera induciendo al tonto a que repentinamente comprenda su propia tontería. La persona tonta preguntando la pregunta tonta consigue la tonta respuesta. 
Esto crea un ciclo en sí mismo, y de repente la tonta persona se da cuenta de ello, y puede comprender, con un relámpago de discernimiento, la tontería de su original pregunta; la cual usualmente es la respuesta que el maestro del Zen está buscando. Ahora, en esta situación ¿qué estamos intentando hacer? ¿Estamos intentando descubrir actualmente la verdadera substancia de este subconsciente? 

¿.Estamos intentando prenderlo en el anzuelo y tirado hacia la superficie? 
¿Estamos resueltos que veremos, apreciaremos y pesaremos cada cosa que se halla oculta en el subconsciente de la naturaleza? Hacer esto, es sólo cargar la mente con materia que es ajena. 
Existe conocimiento propio del subconsciente que no necesitamos conocer; existe un conocimiento propio a nosotros que él no necesita saber, pero cada hombre necesita su propio conocimiento, pues basado en él debe construir su camino de vida. Así el problema en el Zen es ser capaz de distinguir entre niveles y valores de experiencia y conocimiento. El Zen no busca entender. Toma la actitud, que el empeño por entender la vida es más o menos una audacia. El hombre no tiene el equipo para entender y para razonar. 

Puede escribir libros doctos sobre la historia de todas las cosas: puede filosofar sobre el misterio de todas las cosas: sin embargo este mismo individuo nace, sufre y muere, sin ser afectado, en cuanto a su conciencia se refiere, por el conocimiento que él ha acumulado. De este modo, la masa de conocimiento no nos da ninguna protección real en la hora de pesar o tragedia; tampoco la acumulación científica que hemos logrado, nos asegura contra las más simples faltas de la naturaleza humana. Nunca podemos ser tan doctos en artes, química, ciencia o las filantropías que por conocimiento sólo podamos remediar la debilidad de nuestros propios caracteres. 

Así, el Zen no está interesado principalmente en la acumulación de conocimiento o con una interpretación racionalista del universo. No desea consumir demasiado tiempo analizando la ley universal o procesos naturales. Ni siquiera desea ser cargado con tales problemas como causa y efecto. Huirá todo esto por el camino más directo. Lo que el Zen está intentando hacer es engendrar satori, y el satori es esta inmediata aprehensión, este actual proceso de identificación con la verdad. Ello no es que entenderemos por qué estamos aquí o dónde vamos, principalmente; es que lo experimentaremos dentro de nosotros mismos como una realidad viviente, inmediatamente accesible a nosotros —una realidad a través de cuya simple experiencia toda duda intelectual es aquietada inmediatamente. Es una experiencia por medio de la cual atravesamos toda la burocracia del intelectualismo y nos encontramos cara a cara con el directo conocimiento del valor, o de la realidad misma. Al instante que esta realidad es conocida, toda incertidumbre, opinión, duda y pensamiento llega a ser innecesario. 

Para encontrar esta directa experiencia, esta absoluta simplificación de nuestra búsqueda para la esencial verdad, el Zen tiene desarrollada una serie de disciplinas bastante notables. 
El Zen enteramente comprende que lo que estamos intentando hacer no es realmente tanto experimentar el aspecto positivo de la verdad como experimentar la absoluta inutilidad del error. Nosotros no somos enteramente capaces de entender la magnitud o las inmensidades de los universales, y aun la más elevada experiencia del Zen no da a entender con ella una solución a cada detalle del universal proceder. En otras palabras, por el Zen, no nos encontramos repentinamente nosotros mismos en la posición de corregir errores en la teoría de Copérnico, o de revisar la teoría de la relatividad de Einstein. No nos encontramos en posesión de esos señalados factores, pero nos hace descubrir, a un maravilloso grado de percepción, que Einstein con su descubrimiento era no obstante un hombre que sufrió y murió; que Copérnico, aunque hizo una tremenda contribución al conocimiento, sin embargo sufrió las comunes persecuciones de los intelectuales de su época. 

El propósito del Zen, por tanto, no es otorgar conocimiento universal sobre el plano de la mente mortal del hombre. El Zen no es una persona que puede responder todas las preguntas, acerca de pesos y medidas, tiempo y lugar, la potencia numérica de los ejércitos. No está equipado para ir a un laboratorio y ejecutar algún experimento que requiere años de entrenamiento técnico. Este no es el propósito. Pero el Zen siente que por lo menos esas cosas en sí mismas no son el propósito. El Zen no está compitiendo con una clase de conocimiento que pertenece totalmente a la mente—una mente que crea—, se desenvuelve y despliega esos infinitos tecnicismos, técnicos, pero que, habiendo madurado, éstos dejan de existir y no puede llevarse ninguno de estos descubrimientos. Esta mente que está siempre inventando e ideando, está creando cosas pertenecientes a un mundo mortal. Alguna cosa puede contribuir al inmediato confort y seguridad física, pero la gran esencia de la civilización continúa insensible, y el individuo es incapaz de vivir bien aun en el medio de la sabiduría, porque esta sabiduría es acerca de cosas externas. 

La del Zen es acerca del ser. Y es esta experiencia de la realidad y de la naturaleza del ser la que solamente para la mente del Zen, es capaz de darnos psicológica y religiosa salvación de la presión de ignorancia mundana. En esta discusión vamos a desarrollar acerca de la teoría del Zen un práctico punto de vista relacionado con lo que llamamos memoria. La mayor parte de las personas son de la opinión que algunos nacen con buenas memorias, y otros no tienen buenas memorias. Hay ciertamente facultades retentivas que parecen ser mejor integradas en algunas personas que en otras. Algunas criaturas en la escuela recuerdan sus lecciones con excepcional precocidad; otras deben trabajar y luchar para obtener módicas graduaciones. A medida que marchamos por la vida, parece que algunas personas encuentran fácil recordar cúmulos de hechos e ideas; otras no pueden aún encontrar los artículos que usaron unos pocos minutos antes. Esta mente nuestra es una cosa que tiene sus jugadas relacionadas con la memoria. 

La mayoría de las personas quisieran mejorar la memoria. Les gustaría recordar las buenas cosas que estudian y leen, tener mayor retentiva en planos prácticos, ser capaces de recordar a voluntad lo que pueden necesitar en su trabajo diario. El entrenamiento de la memoria por lo tanto se ha convertido en una moda entre el pueblo Occidental, aun cuando tristemente se carece de una disciplina mental, en general. El Zen tiene una respuesta para la mayoría de los problemas de la memoria; es decir, que para que las cosas sean recordadas, tienen que ser experimentadas. Las cosas que realmente son recordadas por una persona son aquéllas que de alguna manera significan algo a ella. Debe haber una cierta atención, una cierta respuesta, una cierta chispa que es encendida por conocimiento, si ese conocimiento es para ser recordado. Eso que no tiene significado para nosotros no es registrado profundamente en nuestra estructura de la memoria; lo que no podemos usar es fácilmente olvidado, eso que no parece tener ningún propósito práctico para nosotros no queda; y aquello con el cual estamos en desacuerdo, tiene una terrible tendencia a desaparecer de la memoria. 

De este modo, la memoria es una cosa altamente acondicionada. Recordamos lo que necesitamos recordar. Recordamos aquello a lo cual queremos dedicarle el tiempo y el esfuerzo para imprimirlo sobre la conciencia, pero pocas veces estamos interesados en impresionar sobre la conciencia alguna memoria que sea desfavorable a nuestras propias actitudes o nuestros propios deseos. Esto es porque una buena parte de consejos que no queremos seguir es rápidamente olvidada, mientras un mal consejo que nos agrada, es recordado siempre. En la memoria, entonces, tenemos una interesante superficie en la cual la filosofía Zen puede operar. La memoria es un estado que subconscientemente casi siempre está disponible. Sabemos por la investigación hipnótica que casi todo lo que hubimos alguna vez conocido es de hecho registrado; es registrado en la parte subconsciente de nosotros mismos. Sin embargo esta información no es usualmente aprovechable para nosotros a no ser que tratemos de alguna manera artificial reducir la actividad de la mente objetiva. 

Ahora si podemos poner la conciencia objetiva en suspensión, libraremos lo que está encerrado dentro del subconsciente. El punto de vista Zen sobre esto es muy simple y directo, y se extiende no sólo de los recuerdos que conocemos hasta nuestro presente estado, sino desde nuestro presente estado hasta los recuerdos de cosas infinitamente sumergidas en la memoria del universo mismo. Realmente, recordamos mejor cuando la mente misma deja de interferir con la memoria. 
Con todo pensamos del recordar como un proceso mental, y así peleamos duro por recordar. 
Usamos cada pizca de ingenio que podemos; deslizamos la mente dentro del más alto engranaje posible, y le mantenemos girando a una tremenda velocidad, en un desesperado esfuerzo por recordar algo que está escapándose de nuestra memoria. Hacemos esto frecuentemente en la mañana cuando despertamos. Hemos tenido un interesante o raro sueño y vamos a recordarle cueste lo que cueste. Cuanto más nos esforzamos por recordarlo, más rápido lo olvidamos, porque nuestras mentes objetivas tomaron posesión. 

Vamos a decir por un momento, de cualquier modo, que siguiendo la teoría del Zen, vamos a pescar algo que está en cierto modo perdido en las profundidades subconscientes de la memoria. La primer cosa que el Zen pretende recomendar es relajarse completamente. Si necesitamos traer este misterioso, medio olvidado saber afuera de nuestro subconsciente, debemos detener la superficial agitación de la mente, gradualmente tranquilizarla y no exigir que esta memoria sea despertada. No debemos intentar conjurar a medias el estado de la memoria y deformarla más, sólo mantenernos perfectamente tranquilos, relajados tanto como sea posible, y muy suavemente mantener en nuestra conciencia la esperanza que este particular recuerdo volverá a la superficie otra vez. En esta tranquilidad descubriremos que lo olvidado o lo medio olvidado lentamente retornará. Retornará hasta el mismo grado que somos capaces de mantener esta compostura. El momento en que decimos, "¡Ah, eso es! Ahora voy a hacer algo con ello", la memoria puede huir otra vez hacia lo olvidado. Pero mientras no nos atrevemos a recordar, los pensamientos asomarán tranquilamente a la superficie. Cuando una persona está vigilando a la orilla de un lago, el pescado nadará contiguamente si ella está quieta y no se mueve; pero si se mueve repentinamente, el pez se precipitará abajo otra vez dentro de alguna subacuosa cueva donde ellos viven. 

Es importante no asustar al pescado; y es importante no amedrentar al subconsciente en el momento en que está lentamente trayéndonos algo. Si le permitimos operar a su propia manera, permitirá que mucho conocimiento generalmente desconocido vuelva donde podrá ser usado cuando la necesidad surja. Cuanto más tranquilos estamos, y cada vez menos nuestro propio ser intervenga con la situación actual, más se restaurará la naturaleza. Si el viejo ermitaño siéntase tranquilamente en su bote todo el día, y apenas mueve un músculo porque está en apacible meditación, no pasará mucho antes que los pájaros salvajes cobren valor para descender a sus naturales parajes; las aves de agua nadarán cerca de él porque él no las espantará; está inmóvil. Los animales de la montaña descenderán, le observarán y atenderán sus habituales labores y costumbres. Toda la naturaleza con su maravillosa pompa, continuará su diaria rutina, en tanto que el hombre no se mueva; pero si ejecuta un repentino y ligero movimiento, todos esos seres en cuyos subconscientes el temor es fuerte, huirán y se ocultarán. El hombre entonces verá una naturaleza que él tiene asustada con su propia presencia —no verá la naturaleza como verdadera y seguramente es. 

En la misma dirección, cuando el hombre está investigando su propia naturaleza, los naturales recursos de su conciencia recuperarán sus procedimientos normales hasta el grado en que él logra verdadera paz. La persona término medio, en sus horas de vigilia, está nunca o rara vez quieta, pocas veces integrada, no especialmente observadora —particularmente acerca de su propia vida interior— y casi nunca meditativa. Vive en un estado de continua agitación intelectual y emocional. Está constantemente agitando la superficie del agua estallando en tempestades con sus propios pensamientos y emociones. No es capaz, por la tanto, de experimentar a la naturaleza en su estado normal; no es capaz de experimentarse a sí mismo como parte de una naturaleza viviente. 
Casi siempre se siente como algo que espanta la vida, que destruye el contenido normal de las cosas, y se fuerza a sí mismo, por su propia acción., a vivir siempre en un mundo artificial. Si el ermitaño vive mucho tiempo con los seres de la naturaleza, y gana gradualmente la habilidad de no asustarlos, mas de moverse despacio y graciosamente como ellos lo hacen —de participar inocentemente en sus existencias por un tiempo— entonces ganarán confianza en él y vendrán a él en busca de ayuda a sus problemas; justamente como el hombre está siempre buscando alguna superior fuente de remedio y asistencia. 

Así por gradualmente galanteo a la naturaleza, por transformación simple y tranquila a semejanza de la naturaleza., el hombre poco a poco llega a ganar la amistad y el amor de toda vida, mientras ahora él tiene merecida en su mayor parte sólo temor y duda. No teniendo prácticamente paz de conciencia excepto en el dormir, el individuo tiene escasa, si alguna, experiencia de un pacifico mundo. 
Tiene una poca inmediata comprensión de la belleza, dignidad y serenidad de la naturaleza. 
No experimentando esas cosas en sí mismo, él no puede estimar su valor. No puede darse cuenta cuán maravilloso es estar en paz con la vida, porque nunca hubo estado en paz con la vida; tanto como no puede ver cuán ricamente recompensada puede ser la vida del ermitaño, rodeada por los seres salvajes, porque él nunca hubo vivido una vida semejante. 

De este modo, el Zen hace lo posible por restaurar, tanto como sea posible, las relaciones naturales de vida. Busca restablecer el suave contacto con valores por los cuales la caudalosa caja de la naturaleza y la caudalosa caja de nuestro propio interior pueda ser abierta a nosotros para que podamos vivir en un más rico, más maravilloso y más bondadoso mundo. De esta manera también, no sólo aprendemos a recordar cosas que pueden haber escapado a nuestra presente atención, pero la memoria se profundiza, y comenzamos a recordar más y más profundamente en los universales. 
Es una cosa maravillosa, verdaderamente, llegar a ser capaz de recordar la raíz de nuestra propia existencia, la completa relación que tenemos con la eternidad en sí. Poco a poco, en calma, penetramos en los más profundos planos de este proceso de recordación; y de esta penetración, llegamos en aumento a conocer un mundo que tenemos olvidado. 

Para el hombre de hoy, este mundo de cosas olvidadas es el mundo interior de belleza, verdad, luz y amor. Esas cosas podemos pensar ya no objetivamente, y cuando meditamos o especulamos acerca de ellas intelectualmente, nada significa. Pero si podemos descender más profundamente dentro de nosotros mismos, podemos encontrar que esos valores están ahí, siempre estuvieron ahí, y siempre ahí estarán —porque esos valores son eternos—. Por este aflojamiento, podemos empezar a estar conscientes de nuestra propia eternidad, de nuestra propia existencia más allá del tiempo, espacio y condición. Si podemos compensar un contacto ocasional con este interior de cosas, puede ser de más grande y más inmediata ayuda en la solución de los problemas externos. 

La experiencia del satori, como está percibida en el Zen, es más que sólo un bello momento en una vida agitada. Es más que un segundo de inspiración circundado por un océano de problemas. Actualmente, el océano de problemas es simplemente en sí mismo una actitud, y si el satori es capaz de romper esta actitud, y librarnos de un cierto error de nuestra propia opinión, puede llegar a ser una perdurable experiencia, una continua solución a esas emergencias con las cuales nos hemos obligado en contacto. La experiencia del satori es más que un relámpago de discernimiento. Si es real, si es verdadera y existe, ella es nuestro primer e inevitable contacto con la esencial verdad. Nos prueba, instantánea e inmediatamente, que el universo de verdad existe. Su prueba no es intelectual, no es que estamos convertidos, o que estamos informados acerca de ello, o que el gran maestro Zen nos explicó que éste es el camino. Aceptamos, no por reverencia, no por persuasión intelectual, sino, solo por el inmediato impacto personal de la experiencia en sí. Sabemos. 

Y en el satori es esta única unidad de absoluto conocimiento que puede disipar toda la ignorancia registrada en la historia; por un solo relámpago de verdad que vence toda ignorancia. Esto el maestro del Zen lo sabe, pero no es siempre capaz de lograrlo, aun para él mismo, porque la experiencia del satori depende de un proceso de disciplina que no muy pocas personas están dispuestas a sufrir. Con el fin de lograr el estado del satori, es preciso que haya un continuo y deliberado desgaste del falso valor. El individuo debe resueltamente desprenderse basta donde posiblemente pueda, de todas las actitudes que son perjudiciales a su reconocimiento de la unidad y sublimidad de la vida. Esto no es fácil, porque la mente se interpone para discutir todo el proceso. La mente dice: "No puedo hacerlo". Esta es la primer experiencia. Entonces, quizás, el individuo ha sido entrenado de tal modo que la mente dice: "Simplemente no lo creo. 

Todo es una especie de extraño Orientalismo mágico que en efecto nunca tuvo ninguna real substancia". O quizás la mente dirá: "Puede todo ser cierto, pero yo no quiero hacerlo porque deseo hacer lo que quiero hacer, y en este momento quiero hacer lo que me plazca y espero que el universo cambie y se adapte a mi manera de pensar". También, algunos dirán que no hay, ningún universo más que una masa de factores mecánicos, que estamos acá hoy y morimos mañana, y que todo lo demás es vanidad. Quizás la mente, bajo la carga de alguna situación emocional o psíquica bastante difícil, se dé cuenta que hay una gran necesidad por alguna clase de experiencia más profunda, pero entre esta más profunda experiencia y el presente estado, hay un extenso mecanismo de hábitos mentales y emocionales que insisten en la perpetuación de ellos mismos. Establecen una serie de reacciones en cadena que se extiende del pasado al presente, y desde el presente al futuro. El individuo está impotentemente asido dentro de las presiones de sus propios hábitos. Es incapaz de desenredarse él mismo, Y es casi imposible para la persona media desarrollar suficiente energía moral que le permita sistemáticamente intentar la reintegración de su propia naturaleza. 

Tiene un sentido tan fuerte de derrotismo que ni aun desea intentarlo. Abandona esos logros por otros de más fuerza, con carácter más firme. Quizás, también, carece de continuidad mental en esos procederes. Su memoria le está fallando en un campo importante. Simplemente no puede guardar su mente en este patrón de auto-disciplina aunque quisiera hacerlo. Escapa de su atención casi inmediatamente y se disipa. Él encuentra la urgencia de falsos valores moviéndose sobre él tan consecuentemente que ni tiene la fuerza ni la resolución para soportarlos. Esto, por supuesto, era una de las razones por la cual, en la primitiva época del Zen, era usual para aquellos que desearon seguir este camino de vida de que casi se apartan del curso común de la humanidad. Eran usualmente monjes o individuos consagrados que hacían vidas monásticas, refugiándose en las montañas o los valles y dedicando su entero esfuerzo y tiempo a esta extraña, casi alquimística búsqueda por sus propias naturalezas interiores. Aquí, en Occidente, tales procedimientos no son exactamente prácticos, pero como el Zen lo señala, ellos no son realmente necesarios. 

El Zen no es más aún realmente aprovechable en la montaña o en el valle que en la ocupada o activa vida que vivimos cada día. La única diferencia es que el individuo que tiene muchas interrupciones debe tener superior resolución. Debe trabajar más duramente para lograr el fin que considera necesario. Buda mismo, en uno de sus sermones, indicó públicamente que siempre debe haber alguna incertidumbre en el principio de la búsqueda por el noble camino de la liberación. Siempre debe haber esos primeros días en que no hay real substancia en la cual tener esperanzas. Sólo puede haber esperanza, sólo puede haber fe, la convicción que esta antigua tradición debe tener alguna validez si millones de seres humanos le han seguido y encontraron en ella consuelo en época de aflicción. En el principio, entonces, no hay mucho en qué confiar excepto tal vez el reconocimiento que nuestras presentes costumbres están equivocadas, o quizá una rebelión final contra el innecesario sufrimiento. Todo esto constituye un acceso negativo, pero es todo lo que tenemos. Sin embargo, si somos una vez capaces de superar este primer punto, entonces empezamos a ver los resultados. 

En el momento que somos capaces de ganar un modelo básico en acción, ese modelo empieza a desplegarse y evolucionar. Sus aspectos terapéuticos son inmediatamente perceptibles, porque una vez que empezamos a vivir conforme a las leyes, encontramos esas leyes sirviéndonos. 
Encontramos que estamos poniendo en moción principios que llegan a ser fuerzas benévolas en conducta y en consecuencias. En el momento que somos capaces de obtener aunque sea un pequeño progreso, advertimos una similar ganancia en serenidad interior de espíritu. Tal vez este progreso no es tan rápido o tan inmediato como podríamos desear, pero es evidente. Imaginémonos, entonces, que estamos yendo de pesca prescindiendo del anzuelo. Vamos a intentar averiguar cómo penetrar el universo sin atrevernos a tomarlo. Trataremos de escapar del anzuelo de la mente con el cual intentamos ligarnos nosotros mismos a las cosas, o las cosas a nosotros mismos. 
Vamos a tomar alguna superficie de vida que necesita de más o menos inmediata asistencia. 

Probablemente no hay área en la cual el hombre occidental esté en mayor necesidad de asistencia que en la corrección básica de excesos temperamentales. La persona es demasiado violenta, demasiado comprometida con las cosas erradas o equivocadas, también urgentemente conmovida por asuntos que tienen pequeña importancia, completamente esclavizada por sus propios pensamientos Y emociones, y sirviendo demasiado a sus deseos, personales o aun impersonales. Está bajo una constante presión de las partes de su naturaleza que deberían actualmente estar sirviéndole pero de las cuales hubo llegado a ser un sirviente. Así podemos principiar en casi cualquier área que deseemos investigar, siempre usando esencialmente la misma técnica —relajando en dirección opuesta de un problema más bien que intentando vencerlo por fuerza—. No hay ninguna virtud Zen en lancetear molinos de viento pareciendo Don Quijote. No vamos públicamente con la espada de caballero errante y matamos dragones. 

Esos dragones, como los dragones griegos, tienen diez nuevas cabezas por cada una que cortamos, y no hay solución en este tipo de así llamada "disciplina propia". Esa es una de las razones, pienso, por qué así llamadas disciplinas religiosas en el Occidente han inducido en su mayor parte a la neurosis. Todas han sido disciplinas de inhibición y frustración, consistiendo en diversos grados de flagelación en los cuales la persona se castiga ella misma por sus faltas. Y tanto más sufre, tantas más faltas tiene, por la simple razón que sus propias miserias destruyen en él cualquier real deseo de mejorar su naturaleza o corregir su condición; así que fuera de sus penitencias y arrepentimiento tiene sólo el inmediato deseo por morir como la única posible liberación. Esto de ningún modo es Zen. 

El Zen no es un camino de arrepentimiento. No es el individuo tratando, de alguna manera, de pagar con sufrimiento por el sufrimiento que él tiene causado. Más bien, el Zen es la realización de la forma simple y correcta de recuperar la integración de uno mismo con el universo, pagar toda razonable e irrazonable deuda, y dejar de causar más aflicción para otra persona, es descansar de la presión. Ahora, supóngase tener una natural tendencia a ser irritable. Por supuesto, dudo si alguno de Vds., tiene cualquier tendencia semejante, pero hay siempre una posibilidad que la paciencia disminuya. Supóngase tener observado en su propia naturaleza, que tiene este sentido de creciente irritación. Tal vez Vd. pase varios días, puede ser semanas, en una comparativa calma y bien contenida actitud, y estará más bien orgullosa de ella, y entonces sentirá esta tensión avanzando. Alguna situación ha surgido, algún patrón personal ha sido sacudido u ofendido, y la tensión comienza a formarse. Esta tensión puede finalizar en algo de casi un muy desagradable sentimiento a una explosión que puede lamentar. 

El momento que Vd. siente tensión, el maestro Zen recomienda que Vd., "colapse"; "desintegrarse", justo el "soltarse" de todo. Simplemente llegar a estar tan completamente relajado que forme parte de la mismísima naturaleza del agua, tanto que Vd. ya no tenga forma alguna —especialmente forma mental—. Cualquier cosa que acontece, Vd. es esa particular forma en ese momento. Si se vierte a Vd. dentro de una botella redonda, Vd. es redondo; si se le vierte dentro de una fuente cuadrada, Vd. es cuadrado; si se le vierte dentro de una botella azul. Vd. parece azul; si se le vierte en una blanca, Vd. parece blanco. No tiene naturaleza. Vd. está ahora tomando refugio en lo que el Zen llama "ninguna naturaleza" y lo que no tiene ninguna naturaleza nunca puede tener mala naturaleza; esto simplemente no es posible. Al asumir el estado de ninguna naturaleza, Vd. inmediatamente se separa de los procesos que inducen a la mente a que instintivamente levante tensión.

Ahora, la mente vendrá precipitadamente con un centenar de razones por las que Vd. podría estar irritado. Se presentaría a Vd. con toda clase de recuerdos de aquello que esta otra persona le ha hecho a Vd. sobre un periodo de sesenta y dos años. Le explicarla, en una muy clara y limpia manera, cuán honrada su indignación es; que tiene que llegar a ser su deber moral decir algo desagradable. O le dirá que si Vd. no lo dice, Vd. fomentará una incurable neurosis y terminará como un psicótico (psicopático). Le dirá a Vd. que los mejores libros dicen que cuando se sienta parecido a un ser desagradable, sea desagradable; es una válvula de seguridad. No es una válvula de seguridad en modo alguno; nunca lo fue. Es justamente una pura evidencia de la poca consistencia del carácter. Así en lugar de entregarse a todo este proceso edilicio cuando parece que una pequeña tensión empieza a manifestarse, simplemente vaya de pesca sin un anzuelo, Vd. no espera prender algo; espera, más bien, tener el tranquilo día que el pescador tiene cuando el pez no está picando. 

Es simplemente descanso. En este momento particular, clara la mente por volver de la contemplación de un personal perjuicio, o una situación personal, a algo que es esencialmente noble en sí. Una manera, por supuesto, de aclarar la mente en este respecto, es volverla de inmediato hacia algún intencional y correctivo esfuerzo. Cuando la sensación de tensión crece, esa es la oportunidad de relajarse en el amor de lo bello, en admiración por las formas de vida alrededor de Vd., disfrutando en su jardín, o, como el sabio chino en su coto de bambú podría escribir un poema. 
La cosa es abatir la tensión, moverse conscientemente dentro de una relación con la vida la cual es armoniosa, graciosa, benévola y creativa. Esto puede ser hecho. Los primeros tiempos ello requiere algún esfuerzo, porque la tendencia de esta pequeña mala voluntad es venir enteramente oculta, parecida a uno de los pequeños monstruos encarnados del demonismo japonés. 

Está siempre esto punzando cerca del egoísmo porque llega a ser una parte de nuestra naturaleza. Pero si nos relajamos de ello completamente, de repente descubrimos en la parte más profunda de nosotros mismos, que hay una tibieza, una luz, una benevolencia. Hay un siempre aprovechable principio de bondad y Dios. Si nos alejamos de nuestros sentimientos personales, llegaremos a la realidad de un virtuoso, sentimiento impersonal. Es siempre nuestra actitud personal que nos trae problemas y en la medida que podemos librarnos de esta actitud personal, podemos reclamar esa paz que está en la raíz inconsciente de nosotros mismos. 

El momento en que admitimos que la vida interior se asome, hallamos que lo hace como una fuerza benévola. Sólo cuando aquello que se asoma deriva meramente de nuestro propio antagonismo superficial que es desagradable. Podemos decir, por lo tanto, que hay tres planos de profundidad en los que estamos interesados. La personalidad subjetiva, que es el plano problema; y la profundidad verdadera o universalidad, el inconsciente dentro de nosotros, que nunca es un problema, pero es la fuente de la solución a los problemas. Si este centro inconsciente puede ser alcanzado, y sus corrientes dirigidas hacia la personalidad, encontramos que fluye desde el interior una gran corriente de paz, una corriente de conocimiento divino. Su cualidad es, extrañamente, semejante a Dios; y siendo semejante a Dios, es todo comprensión. Repentinamente comprendemos, tal vez, cómo todos esos diferentes tipos de existencia que nos agradan y disgustan son todos permitidos en el plan universal de las cosas. Encontramos que nos es perfectamente posible elevarnos sobre, o penetrar más profundamente las superficies de insultos e injurias tan capaces de alterarnos. 
Y en nuestra quietud, nuestra amistad vuelve; la gracia del espíritu vuelve. Esta es casi la piadosa actitud del místico occidental, quien, ante la presencia de la tentación de ser irrazonable o despiadado, simplemente solicita la ayuda de Dios para restablecer la calma y la belleza de la naturaleza divina en el hombre. 

El Zen lo hace sin exactamente este grado de participación teológica, mas este mismo principio está involucrado —que todos los hombres son buenos cuando están realmente serenos. Así si podemos siempre combatir la tensión con la relajación, estamos empezando a fabricar un instrumento por el logro de la consciencia satori. Es evidente, por supuesto, que tenemos más que un problema con el cual trabajar. Debemos aprender esta relajación, este "desintegrarse" de los propósitos de la ambición personal Debemos gradualmente aprender a separarnos nosotros mismos de cualquier tipo de presión que tenga una tendencia a destruir la justicia e integridad en nuestra propia conciencia. Si estamos demasiado influenciados por las apariencias, nunca conoceremos la verdad de las cosas, porque nunca tendremos el valor de penetrar las apariencias y encontrar los principios. 

En el Zen, cada problema que encaramos es un aspecto de su simbolismo, y cada victoria que logramos, en cualquier obligación de la vida, es una victoria de esclarecimiento sobre lo descarriado. Así la vida llega a ser una serie de grandes victorias, y fuera de esas grandes victorias, llega finalmente la gran victoria del conocimiento por sobre la ignorancia. Ahora que, puede también suceder que nuestras faltas se desvíen distintamente, aun dentro de nuestras propias naturalezas. Muy pocas personas tienen justamente una falta, pero casi todas tienen una falta dominante de la cual otras más pequeñas de por sí están suspendidas. Tienen básicamente un injusto punto de vista, y éste, por turno, trata de esparcir y contaminar otros puntos de vista, hasta que finalmente la total naturaleza puede ser corrompida. De este modo, es siempre provechoso a la persona pensativa ensayar encontrar su principal error, su mayor falsa premisa. Muy frecuentemente esto puede encontrarse volviendo directamente a la infancia —no por algún profundo procedimiento psicológico—, sino por el simple recuerdo de la manera como nos comportamos mientras crecíamos. 

 Algunas personas observarán, por este proceso, que fueron egoístas, aparentemente, desde el día que nacieron. Aun como niños chicos no supieron compartir nada. A medida que crecieron, siempre quisieron lo mejor de cada cosa. En una familia, Vd. puede hallar un niño parecido a esto, y otro que no lo es. Por supuesto, el niño egoísta saca partido del desinteresado despiadadamente, y Vd. ve esos ejemplos yendo hasta el fin de tos años. A medida que esas personas envejecen, si es egoísmo lo que está en el alma, cada acción, pensamiento, y decisión es dominada por el mismo interés. Se casan interesadamente —por condición social, por seguridad, por riqueza— no por amor. Esas personas son egoístas con respecto a sus propios hijos, y muy frecuentemente son incapaces de compartir aun un razonable afecto con sus hijos. Este egoísmo continúa más y más, afectando muchas cosas. Conduce a un pobre criterio en los negocios; induce al individuo a intentar muy desesperadamente a acumular y nunca compartir o dar. Poco a poco, esas personas llegan a ser enfermos. 

Estaban más bien enfermos al principio, pero la dolencia alcanzó gravedad a medida que los años pasaron, y llegado el tiempo en que tales individuos alcanzaron la mitad de la existencia, su egoísmo se ha convertido en una invariable norma que resulta imposible quebrarle. Aun las miserias de sus vidas —los hogares rotos, las incomodidades, aun las dolencias físicas a las cuales están peculiarmente sujetos— todas son consecuencias de este tremendo egoísmo impulsado. Para alcanzar Zen dentro de ese tipo de personalidad, Vd. ha de atacar este centro vital, golpeando directamente en el corazón del egoísmo. Al individuo no se tiene que hacer saber esto. No toma seis meses de psicoanálisis descubrirlo. Él sabe cuándo es egoísta, pero espera que ninguno reparará en ello más que él mismo. Está perfectamente bien enterado que no está viviendo un constructivo, generoso tipo de vida; pero; no puede importarle. Si él no se interesa, el Zen no es para él. Tiene que continuar teniendo un poco más de sufrimiento hasta madurar su temperamento. Si, de cualquier modo, ha despertado al hecho que sus propias actitudes están arruinando su vida, y están llevándole lenta e inevitablemente a una solitaria y miserable vejez, y realmente necesita hacer algo por ello, entonces es bastante posible que pueda empezar a hacer uso de los procedimientos Zen. Primero de todo, tiene que inducir a este egoísmo central en la raíz de su personalidad a relajarse y "desintegrarse". No puede indagarle; no puede combatirlo; pero algunas veces, en los primeros grados de su filosofía, puede, en cierta medida, debilitarlo por racionalización. Si puede probarse a él mismo cuán consistentemente erróneo esto ha sido, cómo sus diversas miserias y desgracias son directamente atribuibles a esta básica actitud, y él finalmente descubre que ello es su propio peor enemigo, puede entonces estar animado a buscar liberarse él mismo de ello. 

La final victoria del Zen es la habilidad de ignorar la raíz del egoísmo en nosotros mismos —no ignorar el hecho que somos egoístas—, sino ignorar el estímulo a ser egoístas. Este impulso entonces simplemente cae a un lado por carecer de aceptación. Una mala actitud ha de ser aceptada, o no puede ser consentida. Si estamos desinclinados a aceptar la actitud, si simplemente le ignoramos, miramos a través de ella sin verle, gradualmente debilitamos su autoridad. Le debilitamos más por esta senda que por oposición, porque por oposición, atraemos cada recurso que tenemos para su defensa, más por ignorancia, hacemos la única cosa que el egoísta no puede tolerar en la vida —ser ignorado—. No hay facultad o función de nuestra naturaleza que pueda soportar el simple proceso de ser ignorada. Ahora, ¿cómo hacemos para ignorar el egoísmo? ¿Cómo podemos simplemente decirnos a nosotros mismos que no le reconocemos más? No es justamente aplicando las palabras —"Yo no soy egoísta ... Yo no soy egoísta". Eso no surtirá efecto. La respuesta es simplemente adoptar la misma actitud para con el egoísmo que la que adoptamos para con la conciencia cuando dormimos. Vamos a dormir en el área del egoísmo. Estamos simplemente ignorándolo. Esto puede parecer una muy difícil labor, pero realmente no es tan difícil como pensamos. 

Un modo simple de transformación que ignora el egoísmo es volver al centro del conocimiento en cualquier otra parte. En el método de tener el pleno proceso de una facultad en operación, el centro de conciencia debe ser enfocado sobre ella. Si, no obstante movemos ese centro de conciencia en nosotros enfocamos sobre una situación enteramente diferente, para que ya no esté interesado con el egoísmo, y la condición, o actitud, entonces muy frecuentemente nos desprendemos nosotros mismos del factor egoísmo. Esto, pienso, es el por qué el Zen tiene tanto y entusiastamente desarrollado el arte del instinto, por qué tantos monjes eran artistas, y por qué tantas diestras y bellas artes del Asia surgieron entre esas personas. Ellos apoyan el muy simple hecho que cambiando el enfoque de atención lejos del defecto en nosotros mismos en dirección a la creación de belleza en otra área, era uno de los más fáciles, más simples y más directos caminos de ignorar defectos. 

El individuo que está moldeando una bella pieza de alfarería sobre una rueda de alfarero, que está mezclando los colores de un exquisito diseño, que está adaptando flores conforme a las leyes del arreglo de flores, o que acaso por cincuenta años ha amorosamente atendido y cuidado el desarrollo de un árbol bonzai —este individuo ha quitado su atención de muchas de las cosas que nos dominan—. Pintando un bello cuadro, o aun admirando un bello cuadro, apreciando los valores y virtudes del arte, llegando a ser más eficiente en creatividad en música, arte o poesía, el individuo desarrolla nuevas áreas de atención. Si él tiene semejantes áreas de actividad, puede volver su atención muy rápidamente y fácilmente hacia una de esas expresiones constructivas cuando las condiciones negativas empiezan a surgir dentro de él Aquí es donde el hombre de Occidente es miserablemente deficiente. No tiene contraofensiva. 

Su idea de un gran día es levantarse, tomar un desayuno tan rápidamente que tendrá dispepsia al promediar la mañana, ir a la oficina, tomar un bromoseltzer, y pelear sin razón hasta la hora del almuerzo. En el almuerzo, está poco más o menos agotado, entonces encuentra como buena idea tomar un cocktail antes de salir y ensaya engullir (tragar sin mascar) un almuerzo y hablar de negocios al mismo tiempo. Entonces regresa a la oficina; a eso de las tres él necesita un estimulante; a las cinco regresa al hogar, peleando en el camino por causa del tráfico. Llegando al hogar, declara él mismo estar completamente agotado, y cae en la más cercana sobrerrellenada silla. Toma un sustento que puede o no puede ser adecuado a sus necesidades, pero que no está en condición de digerir en primer lugar. Tan pronto como la comida acabó, se entierra él mismo por unos cuantos minutos en el periódico, y el resto de la noche en la televisión. 

Entonces, estando completamente agotado, cae en la cama y tiene una mala noche de sueño. Esta es nuestra forma de vida. No hay poder solucionador en esta norma, o en la norma de la ama de casa que permanece en el hogar sola todo el día atormentándose ella misma, rodeada por tantas muchas comodidades y conveniencias que apenas pueden mantenerla físicamente activa. Esta manera de vivir da al individuo toda la razón a ser centrado en sí mismo, egoísta y enfermo. La sola respuesta es aplicar estos mecanismos correctivos y como ello no es posible, como el Zen mismo lo admite, para que el ser humano no piense en nada triunfalmente, él debe tener algún medio de evacuar su conciencia de estas actitudes que son censurables hacia esas actitudes que lo son menos. Finalmente, él es capaz de moverse de una meta menos censurable a otra hasta que llegue a la más cercana universalidad abstracta que su conciencia es capaz de obtener. Mas ello es por grados, por una serie de procesos, especialmente para el hombre occidental. Él no tiene el trasfondo contemplativo por el cual puede aproximarse al satori inmediatamente sobre un religioso nivel. 

Así tenemos en nuestro moderno modo de vivir la desesperada necesidad de salidas individuales que traen armonía, paz, e intuitiva nutrición a la conciencia a través de las facultades. La contemplación de la belleza, como Platón señala, es alimento. El hombre come por medio de los ojos tan bien como con la boca. La nutrición es llevada hacia el interior del cuerpo a través de los ojos, a través de los oídos, y a través prácticamente de todas las percepciones sensorias en algún grado. Esta nutrición debería por eso ser una constante fuente de inspiración. Debería tener dentro de sí la relajación, la dulzura, el desinterés, la impersonalidad que la mente en sí misma está buscando experimentar. A través del arte, tenemos una clase de vicaria experiencia por medio de las percepciones sensorias. Estamos en presencia de cosas de belleza y sublimidad significativa. 

La completa decadencia del arte Occidental en los últimos cincuenta años es un punto a considerar. No es propósito del arte predicar desilusionadamente. El arte no está prometido a ser una forma de censura por la que atacamos las debilidades de nuestro tiempo; no está prometido a ser un instrumento de social significado. El propósito del arte es enriquecer la cultura Y ennoblecer al individuo. Algunos artistas niegan esto. Dicen que el propósito del arte es producir choque, atraer la atención, y estimularla; ¿pero estimular qué? El Zen sabe que el arte tiene sólo un propósito, y que es la superación del esclarecimiento. Todo gran arte hace esto, justamente del mismo modo que lo hace la naturaleza, que es la base del arte. El Zen no dice que el arte tiene que ser la naturaleza llevada dentro de la conciencia del artista, reinterpretada en esa conciencia, puesta en libertad otra vez según el plano de percepción del artista en una creativa expresión de significado y valor. 

Si esto no se logra, ello es simplemente parte de un ciclo de sombras que pueden ser de algún interés para el sofisticado, pero de ningún significado y ninguna ayuda para las enfermas almas en este tiempo. Nuestro menoscabo de todo plan en verdaderamente importante arte es una de las razones, pienso, por qué el arte oriental hoy está creciendo en interés para el hombre occidental. 
Él lo está exigiendo y aceptándolo a causa de su simplicidad, su esencial nobleza de intención, su gracia, y porque señala una tremenda entrega del alma del artista en la cosa que está haciendo. 
No hay duda acerca de lo que quiere decir; ello no es un acertijo o un enigma. Es un evidente gesto de gracia a través de las edades, y esto es lo que necesitamos, porque esto es lo que nos ayudará a enviar nuestras mentes lejos de nosotros mismos. 

Si llegamos a estar verdaderamente interesados en algo que es naturalmente bueno en sí mismo, si somos capaces de llegar a ser involucrados en un gran arte, olvidamos acerca de las tensiones e interés propio, y llegamos a ser, en cierta manera personas más grandes. Esta es una medicina que actualmente utilizamos nosotros en nuestra búsqueda no obstante el valor del alma, y nos ayuda a restaurar nuestra confianza en la esencial bondad de la vida, sin considerar si somos capaces inmediatamente de demostrar esta confianza. Debemos tener esas salidas de creatividad o apreciación, y una de las más simple salidas naturales, como Lao-tse nos dice, es la naturaleza en sí misma. Sin embargo, el hombre encuentra más difícil, hallar áreas de naturaleza que no estén contaminadas o llenas por el hombre. No es fácil para nosotros regresar a las cosas simples de la vida, pero podemos llevar una cierta maestría dentro de la vida, y podemos llevarla dentro del más pequeño departamento o la más pequeña habitación o dentro del más grande hogar, y la presencia de semejantes valores tiene una manera de ayudamos a ser continuamente sabedores de los verdaderos valores de la vida en términos de principios eternos. 

En esta forma, podemos trasladar el centro de conocimiento desde algo que es quizás terriblemente importante por sí mismo a nosotros, a la tranquila apreciación de la gran música o gran belleza y encontrar ahí una libertad de la tiranía del interés propio. Podemos usar el mismo procedimiento con problemas de pesar, que son frecuentemente una carga para nosotros —la incapacidad de largas situaciones, el empollar sobre pérdidas o injusticias del pasado—. Toda esta aflicción es una especie de compasión, propia, y la compasión-propia es sólo posible porque no nos entendemos. En realidad nada hay alrededor del ser que necesite compasión. La compasión-propia realmente nada tiene que ver con el ser, porque el ser, aun cuando esté lejos de lo perfecto, está en control de la real situación sobre la cual estamos intentando crear un molde de compasión propia. Hasta ayudarnos a nosotros a retirarnos de esta situación, el olvido-propio es la respuesta. 

Es lo que hará que esta compasión se "desintegre". Podemos continuar con un punto de contención después de otro, hasta que finalmente podemos estar confrontados por un muy interesante pensamiento —es decir, que la mayoría de esos problemas de interés-propio, compasión propia, egoísmo, ansiedad, temor y duda, podría ser muy difícil mantenerlos si repentinamente tenemos amnesia. Supongamos levantarnos alguna mañana y que ni siquiera podríamos recordar nuestro propio nombre. ¡Qué alivio bendito! De repente descubriríamos que no tenemos un enemigo en el mundo, porque no podemos recordarle más. Habríamos olvidado en lo que estábamos interesados porque estábamos ensayando ser egoístas. Empezaríamos de nuevo. Por supuesto, podría ser un pequeño inconveniente. Podríamos producir unos cuantos errores respecto a nuestras condiciones previas, pero al mismo tiempo, la amnesia borraría todo. Nos capacitaría para comenzar otra vez de nuevo y crear una nueva serie de errores. 

Ahora, realmente, la amnesia podría no tener efecto en absoluto sobre los hechos. No nos prevendría de estar vivos ahora; podría sólo impedirnos recordar, quiénes fuimos ayer. No nos impediría abrir los ojos en este momento y ver el mundo alrededor nuestro; pero podría inducimos a ver un más bien diferente mundo, porque una gran cantidad de impulsos con los que estábamos interpretando la vida podrían no estar más allí. Realmente, el Zen no supone por un momento que podemos bloquear la memoria, o que es conveniente esforzamos dentro de algún género de amnesia artificial. Mas el Zen pretende tomar la urgencia sacándola de la memoria; nos prueba que la memoria no tiene absolutamente autoridad sobre nosotros; que nunca tenemos que hacer una cosa otra vez porque lo hemos hecho antes; que nunca tenemos que adherirnos con algún plan porque tenemos previamente comenzado ese plan. La sola razón para hacer una cosa es esa que lo que estamos haciendo es correcto. Si lo que estamos haciendo no es correcto, ello nunca tiene que ser repetido, y ninguna circunstancia fuera de lo pasado a través de la memoria puede justificar la continuación de eso que es erróneo. La memoria es sólo una excusa, no una verdadera causa. La memoria es una justificación, no una razón. Así en al disciplina Zen, aprendemos a vivir con una memoria con la completa realización de que la hemos superado. 

Vivimos con la posibilidad de nuestro propio pasado; pero no vivimos con ello desagradablemente. Al contrario, estamos agradecidos de que la hemos superado. Comprendemos que todas las cosas tienen que cultivarse, y que todos los seres están mal formados en sus comienzos, como Lord Bacon lo dijo. Por eso nuestras carreras son un poco difíciles cuando comenzamos, pero no hay razón por qué tengan que ser difíciles todo el camino hasta el fin. Es completamente posible para nosotros llevar gracia y encanto dentro de la conducta, aun cuando no fuimos capaces de empezar la vida con un completo y rico entendimiento filosófico. De este modo, en el desarrollo de la memoria, tenemos dos factores importantes: Primero, cómo recordar; y segundo, cómo olvidar. Ellos están curiosamente inter-relacionados, porque recordaremos lo que necesita ser recordado hasta el grado que olvidamos lo que necesita ser olvidado. Cuando olvidamos aquello que no es verdadero, eso que es cierto está disponible por un automático proceso de conciencia. Es la confusión de la mezcla de lo cierto y lo falso que causa la complejidad de las reglas de la memoria, y puede también causar una equivocada memoria o una equivocada interpretación de las cosas recordadas. 

Debemos aprender a arrojar eso que no es de mérito recordar simplemente negándole el derecho a la importancia. Entonces cuando algún tonto pensamiento del pasado vuelve a irritarnos, simplemente escogemos un buen libro, tal vez, y leemos una página o dos. Justamente no permitiremos a este recuerdo entrar. No le dejaremos influir sobre nosotros —no combatiéndolo, sino por inmediato giro hacia algún otro empleo de la mente—. Si hacemos esto gradualmente hasta crear mejores hábitos, hallaremos que esos viejos pensamientos son cada vez menos y menos insistentes. Si les bloqueamos, ellos llegarán a ser más y más insistentes, y podrían terminar en paranoia —manía persecutoria—. Apartándonos de ellos, a fin de que no produzcan tensión en nosotros, ninguna sensación de defensa o beligerancia contra ellos, simplemente les dejamos morir por falta de nutrición. Volvemos nuestra atención a la directa conciencia del valor constructivo; y poco a poco fortalecemos esta constructiva norma hasta que no haya tiempo, memoria o energía para la que es destructiva. 

Esto es por donde las filosofías del Zen y del Budismo insinúan con la actual práctica de la disciplina del satori. Siguiendo esas filosofías, la vida llega a ser fuertemente fijada en un gran código artístico. El individuo llega a saber los simples problemas de afinación en relación a la conducta y la simplificación de la vida en relación a la preservación del honor y los méritos. Es enriquecido por maestría, por actitudes e intereses constructivos, por asumición de responsabilidades que producen bien general. Entonces también obtiene una práctica, optimista actitud hacia las responsabilidades del día, y gradualmente suprime la compasión-propia y otras fuerzas negativas. A medida que hace esto, la experiencia del satori gradualmente se desarrolla en su interior. Llega a ser más fácil para él relajarse, estar en paz, ser bondadoso, considerado, y atento. El mismo parecerá mejor. Las cosas buenas son hechas más fácilmente, sus propios talentos aumentan, y poco a poco, este inconsciente océano dentro de él empieza a entrar en manifestación. 

La persona que está relajada y viviendo graciosamente llega a ser el canal por el que se pone en libertad el entero universal misterio de la vida. Es una más rica, más feliz y mejor existencia que tiene previamente conocida. El individuo en su tranquilo, suave y ligeramente caprichoso camino Zen, descubre cosas de importancia sin su falsa apariencia demasiado importante; se desliga de cosas que son sin importancia porque ya no le interesan. Su temperamento mejora como mejora su apreciación de los valores. Esos ajustes y cambios, que parecen más bien complicados y difíciles, son en realidad tremendamente simples si la persona simplemente entrara y los llevara a cabo. Mucho de la demora está en los argumentos y análisis. La persona que está interiormente resuelta a cambiar, puede cambiar en un instante. En un singular instante, una vida puede ser hecha nuevamente si esa vida de repente llega a conocer su valor. Por medio de continuo esfuerzo, apacible cultivo, bondadosa relación, y una devota determinación a guardar fe en la vida, el individuo crecerá. Gradualmente o rápidamente, como sus propias condiciones lo permitan, él será hecho nuevamente, y a una vida que le ha sido negada expresión, pero que ha estado siempre dentro de él, tendrá una chance a manifestarse y llegar a ser el natural guía de su conducta.

Manly Palmer Haal

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