sábado, 13 de abril de 2019

LAS HEREJIAS




Herejía es toda creencia que se aparta de la recta doctrina de cualquier religión. Así, toda religión es una herejía para las demás.

Pero no nos referimos a esto, sino a las discrepancias dentro de la misma religión, como quiere expresar la propia palabra "herejía" de hairein, escoger, elegir.

Hay tres verdades comunes a todas las religiones del planeta, a saber:

1º La existencia de Dios.
2º La inmortalidad del alma.
3º- La existencia de seres intermediarios entre Dios y el hom­bre.

Si por esto fuera, podríamos decir que todos los hombres tenemos la misma religión. Pero la cuestión de forma y de palabra, nos divide con mayor virulencia aún que la diferencia de lenguas. Esta división es natural, pero debería llevar aparejado el más ab­soluto respeto a la religión de los demás.

La utilidad de una religión depende de su capacidad para con­mover el sentimiento. Este es la puerta de entrada de toda intui­ción religiosa. No hay religión sin emoción previa.

Entonces, ¿cómo puede explicarse la contumacia de los que tratan de imponer, a cualquier persona los dogmas y rituales de una religión que no le afecta? Un poco de buen sentido impediría esto. Bien está exponer; pero toda imposición se hace antipática. Y esto es todo lo contrario de sensibilizar la emoción ascendente que ha de llevarnos a un estado de conciencia religioso.

"Comprender es amar" dijo Anatole France; más la antipatía es el obstáculo seguro para todo amor y para toda compresión. El sabio que en su laboratorio llega a la intuición de los Prin­cipios, por la emoción de sus estudios o descubrimientos, está en pleno canino religioso. Oficia diariamente en el altar de la ciencia con el ritual misterioso de la química, de la física o de la biología. Y muchas veces es tan santo y tan austero como el mejor religioso, y en ciertos casos, más austero que cualquier religioso mundano. ¿A qué imponerle otra religión si está en contemplación, o sea en pleno templa con la `Terciad?

El artista que, como Rafael, Leonardo a Beethoven, nos da una vida de constante. inspiración, ¿para qué necesita de otro rito? Por ventura ¿no participa de la Divina Presencia, fuente de todo poder creador? ¿No actúa el espíritu en él, como quiere decirnos la propia palabra inspiración?

¿Podría cualquier fórmula religiosa calar más hondo que todo aquello que constituye el anhelo y la razón de su vida? "El que tiene un arte no necesita religión" dijo también Beethoven, el divino inspirado.

Es menester meditar profundamente estas cosas, para no caer en sectarismos, actitudes y dogmas infecundos; porque gran verdad es la de que, toda sublimación del pensamiento o del sentimiento, conduce a Dios, y nadie tiene el monopolio de administrar sus do­nes.

Si toda diferencia de religión es respetable, lo es mucho más toda diferencia de criterio dentro de la misma religión. Sin embar­go, por aquello de que "no hay peor cuña que la de la misma ma­dera", las herejías han sido enérgicamente combatidas por los or­todoxos.

Las más importantes herejías del Cristianismo, giran alrede­dor del concepto de la Trinidad Divina y de la figura de Cristo. Hubo quienes atacaron la doctrina negando la divinidad de Cristo, como los Ebionitas; y otros atacando su existencia humana, como los Marcionitas, los Monofisitas y los Jacobitas (de Jacob Zanzalo, obispo de Edesa).

Noeto en el siglo III decía ser Cristo el mismo que el Padre y el Espíritu Santo. Sabelio y Pablo de Samosata en el mismo siglo, afirmaban que "el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son sino una sola persona con diferentes nombres". En el siglo I y en tiempos de los apóstoles, Simón el Mago dijo que "el Padre había dado en tiempo de Moisés la ley a los Hebreos en el Sinai; que Él mis­mo en tiempo de Tiberio, se había mostrado visiblemente bajo la forma del Hijo; y fue quien vino después, bajo el título de Espíritu Santo, envuelto en lenguas de fuego". Lo mismo dijeron Esquines y Praxeas, en el siglo II, según Tertuliano. Todo esto parece ser consecuencia de las doctrinas de Platón que ponía en Dios ciertas "emanaciones virtuosas" por las que se unía con la materia, sacan­do el Universo del caos primitivo y viniendo a ser de este modo un verdadero hijo suyo.

Arrio metodizó la herejía antitrinitaria sostenida por griegos y judíos en Alejandría desde el primer siglo de la Iglesia; y que consistía en negar la divinidad del Verbo. Y fue condenada en el Concilio Ecuménico de Nicea el año 325.

En el siglo IV, Arrío sintetizó estas herejías de la siguiente ma­nera:

1) El Hijo no procede del Ser del Padre, sino de la nada. Por lo tanto no es igual al Padre en la naturaleza divina.

2) Salido de la nada por voluntad del Padre, es verdadera­mente una criatura, si bien la más perfecta, pues todas las demás han sido hechas por él (el Hijo).

3) No es eterno como el Padre, aunque fue hecho antes de to­do tiempo. El Padre tiene sobre él una prioridad parecida a la tem­poral.

4) El Hijo pues, no es verdadero Dios y solo impropiamente se puede llamar Hijo de Dios.

Esta doctrina de Arrío fue combatida en el Concilio 1º Univer­sal de Nicea que fijó la doctrina de la siguiente manera:

"Y un solo Señor, Jesucristo, Hijo unigénito de Dios. Y naci­do del Padre antes de todos los siglos. Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero. Engendrado, no hecho, con­substancial al Padre: por quien todas las cosas han sido hechas".

Arrío fue excomulgado y desterrado; pero volvió a los 10 años e hizo escuela. Una de éstas fue el "macedonianismo" que ex­tendió la argumentación al Espíritu Santo, diciendo: "El Espíritu Santo es criatura hecha por medio del Hijo, servidor de ambos, pu­ra criatura semejante a los ángeles".

Esto último fue combatido en el Concilio de Constantinopla en el año 481, diciendo: "Creo en el Espíritu Santo, Señor y vivifi­cador. Que del Padre y del Hijo procede. Que con el Padre y el Hi­jo juntamente es adorada y glorificado. Que habló por los profe­tas".

Nestorio negaba a la Virgen el título de Madre de Dios, cuya herejía fue condenada por el Concilio de Efeso en el año 431. Y, según la tradición, todos los asistentes, al salir del concilio, entona­ron el "Santa María Madre de Dios" como inspirados por el Espí­ritu Santo.

Eutiques, como Nestorio, negaba la divinidad de la Virgen y también la existencia humana del Cristo (doctrina monofisita); y su herejía fue condenada por el Concilio de Calcedonia en el 451[1].

Los sucesores de Nestorio fueron combatidos por el 5° Concilio de Constantinopla, el año 553. Los Monotelistas, que fueron anate­matizados por el Concilio 6º celebrado en Constantinopla el año 680, ponían en Cristo una sola voluntad.

Los Iconoclastas o destructores de imágenes, fueron condena­dos por el Concilio de Nicea del año 787.

Focio causante del cisma griego, que negaba obediencia al pa­pa, fue combatido por el Concilio de Constantinopla en el año 869. Estos ocho primeros concilios fueron los llamados griegos, para distinguirlos de los concilios latinos que fueron trece.

De estos últimos, el noveno celebrado en Letrán en 1123, se decidió en favor de las Cruzadas; el décimo, también reunido en Le­trán el año 1139, trató de unir a griegos y latinos contra los albigenses[2]. El decimotercero reunido en Lyón en el año 1245, con­denó por cismático al emperador Federico de Alemania; el decimocuarto celebrado en Lyón el año 1274, combatió el concepto de los griegos por el cual se afirmaba que el Espíritu Santo procedía so­lamente del Padre. El concilio decimoquinto celebrado en Viena el año 1312, fue el del célebre proceso contra los Templarios, cuya orden fundada en 1118, fue disuelta el 6 de Mayo de 1312[3]. Los Concilios l6°, 17° y 18º, celebrados respectivamente en Constanza (1414), Basilea (1431) y Florencia (1441), se dedicaron a estu­diar el cisma de la Iglesia. El decimonoveno, de Letrán en 1511, condenó el Conciliábulo de Pisa. El vigésimo reunido en Trento el año 1545, laboró contra el protestantismo. Y el vigésimoprimero o Concilio Vaticano, en el cual nos hallamos, se reunió por primera vez en Roma el año 1869 para condenar los "errores modernos".

Los profundísimos problemas metafísicos y filosóficos que han constituido el tema de las herejías más famosas, no pueden estudiar­se y menos resolverse, más que por una larga y serena meditación hecha por cerebros muy preparados. Todo lo que es de sólida y pro­funda la doctrina elaborada por los genios de la teología, como Santo Tomás, San Agustín, San Isidoro, Raimundo Lulio, etc., nos parece superficial la labor de los Concilios, que en realidad no han hecho más que dogmatizar en materia opinable. Si el Espíritu San­to procede o no solamente del Padre, es asunto demasiado sutil y profundo para debatirse en un concilio y menos para. ponerse a vo­tación; porque un hombre inspirado por Dios puede tener razón contra una multitud sectaria.

Queremos suponer que todos los herejes, como pensadores eminentes, obraran de buena fe; y sin defender a priori ninguna de sus afirmaciones, si debemos dejar sentado, en buena teoría del co­nocimiento, que los problemas en que ellos discreparon de la doc­trina recta de la Iglesia, deben ser aún cuidadosamente examinados, por lo que pudieran suponer de facetas de la única Verdad inase­quible por la mente humana.

Dice Roso de Luna, en el Prólogo (págs. 52 y 53) de sus "Conferencias teosóficas en América del Sur", lo que sigue: "Hoy mismo está agonizando el Cristianismo, porque nada hay más fa­tal para la Humanidad que imponer frente al código moral de la teosofía de nuestra conciencia un patrón que es un dogma. Quien no alcance o quien sobrepuje esta medida arbitraria, por el dharma marcada, queda fuera contra el principio de la universal fraternidad. Establecer, pues, en una sociedad un código de moral, es imponer un dogma que precisa para su mantenimiento de un papa y un con­cilio. Si la Sociedad Teosófica impusiese, pues, un código de moral a la manera del Cristianismo al usa, sucedería con ella lo que pasó con la Iglesia en los primeros siglos. Cada perfil nuevo que se agre­gaba a la amplísima e inspirada doctrina de Jesús, costaba un río de sangre y un cisma, que dejaba fuera de ella sino a los más, se­guramente a los mejores. Por eso, hacer sin mistificaciones la his­toria de las herejías eclesiásticas es hacer la historia del progreso de la Humanidad".

Y es que, insistiendo en nuestro sentir, esa moral sistemática que siguen la mayor parte de las personas, según la creencia admi­tida en la sociedad, se nos hace insuficiente y a veces sospechosa. Tanto se confía en ella, que no se inculca como fuerza de espíritu o como razón suasoria, sino como rutina consuetudinaria. Por eso falla tantas veces en circunstancias extremas.

Creemos en la moral de los que en momentos críticos no pierden la moral, y en la de aquellos que aun faltando al rigor de la moral admitida, saben, en circunstancias apremiantes, obrar con valor y elevación y decidir con soluciones espirituales.

Estimarnos como una de las mayores desdichas del hombre el encerrar su pensamiento dentro del círculo de cualquier ideología dogmática, porque esto equivale a limitar los horizontes de la mente y, por consiguiente, incapacitarse para captar verdades cada vez más amplias y perfectas. La falta de libertad del pensamiento, difi­culta el desarrollo espiritual y, por tanto, la salvación del alma.

Antes de terminar con este punto, réstanos decir algunas pala­bras sobre la más famosa de las herejías gestadas en tierra hispana: Se trata de la herejía de Prisciliano, cuyo escenario del "Campus Stellae" (o campo de la estrella) es hoy asiento de la célebre y be­llísima ciudad de Santiago de Compostela.

Los priscilianistas, después de la muerte del gran heresiarca, ejecutado por el emperador Máximo en Tréveris, organizaron pere­grinaciones periódicas al campo donde se guardaba, bajo la pro­tección de la reina Lupa, el sepulcro, sobre el cual, según la tradi­ción, se aparecía una estrella en señal de reconocimiento.

Estas peregrinaciones tenían su precedente legendario en otras celto-druídicas del culto solar primitivo, que venían desde lejanas tierras hasta el ara-solis de Finisterre, punto el más avanzado del occidente europeo.

El priscilianismo, fue indudablemente un movimiento gnóstico enraizado en la religiosidad céltica, con vistas a su injerto en la re­ligión católica. Prisciliano, hombre de vida apartada, filosófica y austera, fue la última representación del espíritu poderoso de los "druidas"; algo así como la plasmación en la conciencia cristiana del panteísmo milenario de los primitivos arios, que aun vibraba en el corazón de los pueblos de occidente.

El recuerdo de aquellos cultos crueles que oficiaban las sacer­dotisas de la isla de Senne en la Armórica occidental, nos evoca el origen de la ciudad de Santiago de Compostela, cuando solamente era una humilde colonia de cenobios llamada "Arca Marmórica"[4.

 Este nombre, ligado a la idea de sepulcro o monumento funerario, justifica la tradición "sepulcral" del lugar continuada con la del sepulcro de Prisciliano, cuyos restos fueron "misteriosamente tras­ladados" al patrio suelo gallego, y más tarde con la del sepulcro de Santiago, cuyo cadáver se dice también traído a Galicia en un "ar­ca" o "barca", cuya significación es la misma que la de todas las "barcas" tradicionales.

Con Prisciliano murieron Felicísimo y Armenio, el poeta Latro­niano y Eucrocia (dueña esta de extensas propiedades en Aquita­nia) y más tarde otros dos de sus discípulos: Aurelio y Asarivo. Su herejía duró desde el último tercio del siglo IV hasta mediados del siglo VI, pero la fuerza y la autonomía del espíritu celto-galaica (del cual Prisciliano fue su máximo exponente) aun duró hasta el siglo XII, en que Roma creía en la posibilidad de un cisma occiden­tal, cuyo temor procuró deshacer el arzobispo Diego Gelmírez en su visita ad sacra limina.

La posibilidad de la división del tronco cristiano en una igle­sia compostelana, otra templaria o sanjuanista y otra romana, que­dó ahogada en sangre con el triunfo de la romana. Mártir de la oc­cidental santiaguina fue Prisciliano; mártir de la juanista fue Jaco­bo Molai[5.

La Iglesia católica, en tiempos de Alfonso II el Casto en el si­glo IX, con objeto de aplastar definitivamente la herejía, sustituyó las peregrinaciones priscilianistas por las del apóstol Santiago, cu­yo sepulcro se afirmaba haber sido encontrado precisamente en Compostela.

Autores hay que niegan la venida en vida de Santiago a Espa­ña; entre ellos el cardenal Baronio, frecuentemente encomiado como gran crítico por el Padre Feijóo[6]; otros niegan la

autenticidad de su sepultura compostelana, y en apoyo de esta tesis, aducen el resultado del reconocimiento hecho en el siglo XIX por un grupo de médicos en el sepulcro del supuesto apóstol. Encontráronse con los restos de éste, los esqueletos de otras dos personas, una de las cuales era una mujer. Y es sabido que Prisciliano fue enterrado con dos de sus discípulos[7]; aunque también afirma la Iglesia que Santiago fue enterrado con sus dos compañeros Teodoro y Anasta­sio, cosa esta última que no justifica la aparición de la pelvis feme­nina[8].

Sin que pueda calificarse de herejía, hay que decir que el gran acierto de Enrique VIII, entre sus muchos desaciertos, fue vincular el problema religioso de Inglaterra al poder civil. El laicismo esta­tal puede suponer un error político si se basa en la grave equivo­cación de desentenderse del fenómeno religioso de grandes secto­res sociales, como si no existiese. De este modo se da lugar a que un poder extraño, se entrometa en la vida de las naciones, poniendo a veces en peligra su autoridad y su régimen político; como nos enseña la historia.

Hay pues que huir de ambos extremos, igualmente equivoca­dos. No puede uno taparse los ojos ante la realidad del hecho reli­gioso en grandes masas de ciudadanos. Es el propio Estado el que debe encauzar estas fuerzas espirituales, si no quiere que se las en­caucen desde fuera o como actividad secreta en el interior.

La historia, gran maestra de la vida, nos dice que la gran vita­lidad del Egipto de los faraones, dilatada en treinta siglos de mo­narquía y de religión ininterrumpidas, se debe a la unión del poder real y sacerdotal. Los reyes eran jefes del Estado y pontífices. El actual Imperio Inglés nos da el mismo ejemplo, unificando en el rey el poder real y la jefatura de la Iglesia anglicana. Dijo D'Israeli que "le parece la situación de Inglaterra con respecto a la Iglesia, par­ticularmente feliz. El soberano es jefe de la Iglesia, de la cual nom­bra él mismo los dignatarios; de este modo la Iglesia en lugar de convertirse en un Estado dentro de un Estado, Imperiurn in Impe­rio, fortalece la autoridad del Estado".

Pero los problemas espirituales de los pueblos no pueden so­meterse a una disciplina única, porque el sentimiento religioso y la conciencia moral de los ciudadanos tienen fuentes y cauces muy dis­tintos, según su contextura psicológica, su educación y su cultura. El Estado debe dar satisfacción a todos, organizando estas activi­dades, lo mismo que organiza la cultura y la economía.

Ni laicismo ni tutela extraña. El hombre come, el hombre piensa y el hombre siente. El programa de Costa hay que ampliarle: Despensa, escuela y templo, sin distinción de matices pero sin pre­dominio de ningún sector.

Dr Eduardo Alfonso



[1] San Cipriano considera a estos cuatro primeros concilios, como los cuatro evangelios de la Iglesia.
[2] Los albigenses constituían una secta religiosa que se extendió en el siglo XI por el mediodía de Francia, en los alrededores de Albi; y contra la cual arremetió por la fuerza el papa Inocencio III, en una cruzada cuya crueldad fue censurada por Santo Domingo de Guzmán. En España se ex­tendieron por Galicia, León, Palencia y Valladolid, siendo combatidos por Fernando III el Santo.
[3] Los Templarios o Caballeros del Temple, constituían una orden militar y religiosa, poseedora de inmensas riquezas, llegando a ser banquera del pa­pa y de algunos reyes. Felipe el Hermoso, celoso de su poderío, ahorcó a su Gran Maestre, Jacobo Molai, e instigó al papa Clemente V para que la disolviese.
En España fue combatida por Fernando IV el Emplazado (1295 - 1312) que hizo ostensible su odio a la orden, mandando arrojar por la peña de Martos a los hermanos Carvajal, que profesaban la fe templaria. Episodio histórico algo enigmático y generalmente mal valorado, a nuestro juicio.
Rosetti en sus “Disquisiciones sobre el espíritu antipapal que produjo la Reforma", decía en 1834: “¿porqué fueron los Templarios, que pertenecían a las más ilustres familias de Europa, sacrificados a centenares en dife­rentes países... ¿ La historia nos lo dice: Porque pertenecían a sociedades secretas y profesaban doctrinas enemigas de Roma. Parece ser que la me­tempsícosis y la preexistencia del alma eran parte integrante de su siste­ma; y, como dice Lecky, "la doctrina de la transmigración era categórica­mente rechazada por los católicos".
Los templarios, que heredaron la doctrina esotérica de Jesús por conducto de los Sanjuanistas, transmitieron su doctrina a las Cofradías Construc­toras de la Edad Media, en las que tuvo origen la Masonería.

[4] Arca designa la sepultura celta y aun su precedente, el dolmen.
[5] Los once opúsculos de Priseiliano fueron descubiertos por el Dr. Schepas en la Biblioteca Universitaria de Wützburgo en 1885. Contra su herejía se reunió el primer concilio de Toledo.
[6] "Con tal motivo -el de la primacía de la Iglesia en España- se puso sobre el tapete la venida de Santiago a España, negada ya entonces por algunos ilustres autores extranjeros, entre ellos por el célebre cardenal Baronio". (Justo Gº Soriano. "El humanista Francisco de Cascales”. Obra premiada por la Real Academia Española).
También Menéndez Pelayo dice que la tradición de la venida de Santia­go a España, si es temerario negarla tampoco es muy seguro el afirmarla. ("Heterodoxos", 2• edición, pág. 12 y siguientes).
[7] Véase Portela, "Ante el Estatuto".
[8] También tuvo especial desarrollo en España desde fines del siglo XV y durante el XVI, la herejía de "Los Alumbrados" que pretendían recibir directamente de Dios y al margen de los medios de la gracia de la Iglesia, una luz que les hacía aptos para la revelación y la percepción. De tal modo que el pecado cometido en momento de iluminación, dejaba de ser pecado. Como se ve, fue más una herejía de conducta que de concepto.




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