sábado, 11 de mayo de 2019

Anaximandro (Los presocráticos )





Anaximandro era un alumno, y quizá también un pariente, de Tales.[1] Nació en Mileto en el 610 a.C. y, por lo tanto, era unos veinte años más joven que el maestro. En la historia de la civilización es conocido por haber sido el primero en dibujar un mapa geográfico.[2] En aquellos tiempos quien se adentraba en el mar lo hacía con mucha valentía y sin tantas precauciones: no existían brújulas, ni sextantes, ni portulanos. Digamos también que se daban por satisfechos si hacía buen tiempo, por lo menos el día de la salida, y si el oráculo de Dídima daba su aprobación. En este estado de cosas, los mapas náuticos de Anaximandro debieron de parecerles a los comerciantes de la época el non plus ultra del progreso, teniendo en cuenta que, además, iban repletos de consejos y notas sobre los pueblos con los que se encontrarían por el camino.

De Anaximandro se dice que inventó el gnomón,[3] O sea el reloj solar, y que predijo un terremoto en la zona de Esparta salvando la vida a muchos lacedemonios.[4] Las noticias sobre su vida son muy escasas: de su destreza como cartógrafo se deduce que debió de viajar mucho, como hicieron todos los filósofos presocráticos. Jenófanes afirmaba que había estado viajando por el mundo durante sesenta y siete años y Demócrito presumía de haber visto más pueblos y regiones que ningún hombre de su época.[5] En lo que a Anaximandro respecta, parece ser que de joven fundó una colonia en el mar Negro llamada, en honor al Dios, Apolonia;[6] y a propósito de esto, quiero aclarar que cuando digo «colonia» no hay que pensar en seguida en el colonialismo, por lo menos en el sentido que hoy le damos a la palabra: aquí no se trata de conquistas militares por parte de una potencia imperial, sino de simples traslados de hombres y enseres a cualquier ensenada deshabitada. Los griegos fundaron más de mil quinientas sólo en el Mediterráneo y llevaron sus costumbres y su mentalidad hasta las costas de Francia y España. Parece ser que cierta vez un tal Coleo, arrastrado por una tempestad, traspasó las Columnas de Hércules y se instaló sin más en las costas del Atlántico.[7]

Sobre Anaximandro, desgraciadamente, no existen anécdotas divertidas como ocurre con Tales, excepto un episodio en el que hizo de cantante. Se cuenta que un día unos niños, oyéndole cantar en coro, le tomaron el pelo por cómo desafinaba, a lo que el filósofo, volviéndose hacia sus compañeros, les dijo: «Señores, por favor: intentemos ir al tiempo, ¡ca si no 'e peccerille ce sfottono!» [8] *
Anaximandro escribió Acerca de la naturaleza, La rotación de la Tierra, Acerca de las Estrellas fijas, La esfera y muchas más cosas.[9] De todas estas obras prácticamente no ha quedado nada, salvo cuatro fragmentos, de una o dos palabras cada uno, y una frase cuya interpretación debió de ser una dura prueba para más de un historiador de la filosofía. Ésta es la frase: «El principio de los seres es el infinito... de donde viene la vida de los seres y donde se cumple también su destrucción, según la necesidad, porque todos pagan, el uno al otro, la pena y la expiación de la injusticia, según el orden del tiempo.»[10]

Con este enunciado, Anaximandro afirma que el principio vital del Universo no es el agua, como creía Tales, sino una sustancia indefinida que él llama ápeiron, de la que todo se origina y en la que todo finaliza. Para demostrar esta tesis, contraria a la del maestro, el filósofo sostuvo que era imposible que uno de los cuatro elementos, Agua, Aire, Tierra y Fuego, fuese la esencia primordial del Universo, porque en este caso la supremacía de este elemento habría determinado la contemporánea desaparición de los demás. En resumen, Anaximandro estaba convencido de que Agua, Aire, Tierra y Fuego eran entidades limitadas y que sobre ellas mandaba un Super-elemento, un patriarca invisible en estado natural.


Y así poco a poco empieza a estar más clara también la segunda parte de la frase: cada vez que uno de estos Seres comete una injusticia con los demás, o bien invade su campo, el Super-elemento, el ápeiron, lo repele a sus límites naturales. Los elementos, por lo tanto, son concebidos por Anaximandro como Dioses, siempre dispuestos a atacar a sus oponentes: el Calor querría prevalecer sobre el Frío, lo Seco sobre lo Húmedo y viceversa, pero la necesidad está por encima de todos y les impone que ciertas proporciones queden inalteradas. Está claro que aquí, por justicia, debemos entender sólo el respeto a los límites asignados, a pesar de que un no-sé-qué poético nos induce a ver algo más que un simple equilibrio entre elementos distintos; algunas palabras en particular como «necesidad» y «expiación» revelan en el pensamiento del filósofo el deseo místico de un orden supremo.
Mucho más sugerente es la hipótesis de Anaximandro sobre el nacimiento del Universo. Veamos cómo nos lo narra Plutarco.[11]
«Él dice que del Eterno se separaron el Calor y el Frío, y que una Esfera de fuego se extendió alrededor del aire que envolvía la Tierra, como corteza alrededor de un árbol; al quebrarse después esta Esfera y separarse en diversos círculos, se formaron el Sol, la Luna y los Astros.»

Recapitulemos: al principio sólo existía el ápeiron, la sustancia infinita, después el Calor y el Frío se separaron y se fueron uno al exterior y otro al centro del Universo, generando respectivamente lo Seco y lo Húmedo. Estos últimos, siguiendo las mejores tradiciones de familia, continuaron en guerra entre sí: en verano lo Seco conseguía prevalecer y arrebatar grandes cantidades de mar transformándolas en vapor, y en invierno lo Húmedo reconquistaba las posiciones perdidas recuperando las nubes y haciendo que se precipitaran éstas en forma de lluvia o de nieve. El ápeiron vigilaba desde lo alto y actuaba de manera que ninguno de los dos tuviese ventaja;[12] y esperemos, añado yo, que sea siempre así por los siglos de los siglos, y que un día el Calor, o la Bomba Atómica, no derrita definitivamente el Frío que en el caso en cuestión seremos nosotros y nuestras casas.

La alternancia del Calor y del Frío no es un fenómeno que atañe únicamente a las estaciones: casi todas las manifestaciones del alma humana oscilan entre momentos de exaltación y largas pausas de reflexión. El arte, la música, la moda y tantas otras expresiones de la creatividad sufren la influencia del dominador de turno y pasan regularmente por fases «sin burbujas» y fases «con burbujas». Sube y baja la falda de las mujeres y con ella sube y baja la temperatura de las generaciones subsiguientes. Tomemos, por ejemplo, nuestro siglo: a una generación caliente como la fascista le sustituye una fría, silenciosa y trabajadora: la de la reconstrucción, a la que me honra pertenecer. No nos da tiempo ni para descansar y ya aparecen los jóvenes del 68: ¡una generación que nos quedaríamos cortos definiéndola como hirviente! Ahora estamos con la del reflujo. Temo a la próxima. ¡Que Dios nos la envíe buena!

Volvamos a Anaximandro y veamos cómo el filósofo del ápeiron se imaginaba que estaba hecho el mundo. 
La Tierra es una gran columna cilíndrica, baja y ancha (una especie de tarta), suspendida en el aire en el centro del Universo.[13] Digamos también que no se cae por ningún lado porque, al encontrarse exactamente en el centro, no tendría motivo para elegir una dirección u otra. Esta tarta tiene una altura de un tercio de su diámetro y está hecha de piedra.[14] Alrededor de la Tierra giran ruedas inmensas de fuego forradas de aire comprimido. En el borde interno de estas ruedas, donde suelen ir los radios, hay en cambio unos agujeros (mejor dicho, unos conductos parecidos a las flautas) a través de los cuales se puede entrever el resplandor de la envoltura incandescente que está más allá del aire comprimido. Por lo tanto, los astros no son cuerpos de fuego, como nos parece ver, sino únicamente destellos de ese Fuego que se halla en el exterior de la bóveda celeste y que se filtra a través de los «orificios» de las ruedas. La rueda del Sol es veintisiete veces más grande que el diámetro de la Tierra, mientras que la de la Luna lo es sólo diecinueve veces.

Anaximandro narra que el hombre nació cubierto de escamas en una sustancia acuosa, una especie de barro. Al principio, como las condiciones climáticas eran tales que no permitían la vida, el pobrecito estuvo en incubación durante toda su infancia dentro de la boca de algunos animales muy similares a los peces; después, salió al aire libre y, una vez que se liberó de las escamas, consiguió sobrevivir solo.[15] Esto y más cosas escriben los historiadores sobre sus teorías. El mérito de Anaximandro radica en haber intuido la presencia de un algo supremo, unas veces llamado ápeiron, otras Necesidad, que «a todas las cosas abraza y a todas rige»,[16] lo que hace de él un filósofo místico y cosmológico al mismo tiempo.

De todas formas, lo que a mí más me gustó fue el asunto de las estrellas que se entrevén a través de los agujeros de las ruedas: lo encuentro enormemente sugerente. Entre otras cosas me recuerda a un viejo amigo de papá, un tal Alberto Cammarano, especializado en estatuas de santos, cabezas de ángel y belenes navideños. Don Alberto los construía durante el año para venderlos después en Navidad en un bajo de la calle San Gregorio Armeno. Me enseñó todos los trucos del oficio.

«Guaglió*, si quieres hacer el cielo, pero el cielo de verdad, de cuando nació el Niño Jesús, te tienes que comprar cartulina, una muy gruesa por la que no pase la luz. Después me la pintas toda de azul, pero ¡ten cuidado de que sea un azul tan oscuro como el cartón de los macarrones! Detrás de la cartulina, pegadas a la pared, colocas las bombillas, tres o cuatro según el tamaño de la cartulina. Las bombillas que debes utilizar son las de color blanco leche: iluminan de forma más difusa. Luego, y aquí se ve la maestría, con la punta de un alfiler haces agujeritos en la cartulina, tantos como estrellas decidas poner. Pero pon atención que esto es importante: los agujeros deben ser pequeñísimos, prácticamente invisibles. Entonces ocurre que la luz de las bombillas se refracta en los bordes de los agujeritos y sale por el otro lado completamente quebrada en decenas y decenas de rayos. Y así, a ti te parecerá que estás en Belén justo el día de Navidad y hará frío y oirás las zambombas sonando en la lejanía.»

LUCIANO DE CRESCENZO




[1] Para los testimonios y fragmentos relacionados con Anaximandro, cfr. Los Presocráticos.
[2] Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos.
[3] Favorino de Arles cuenta que Anaximandro dibujó en el Ágora de Esparta un cuadrante, y en el centro de éste clavó un palo cuya sombra se movía en el suelo según la hora.
[4] Cicerón, La adivinación.
[5] J. Burckhardt, Historia de la civilización griega.
[6] Eliano, Historia variada.
[7] Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos.
[8] Herodoto, Historias, 152.
* «Que si no los niños se ríen de nosotros», en napolitano. (N. del t.)
[9] Cfr. Los Presocráticos.
[10] Simplicio, Comentario a la física de Aristóteles.

[11] Pseudo-Plutarco, Stromata.
[12] Aristóteles, Meteorología.
[13] Hipólito, Confutación de todas las herejías.
[14] Aecio.
[15] Aecio.
[16] Aristóteles, Física.
* «Muchacho», en napolitano. (N. del t.)






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