Anaximandro era un alumno, y quizá también un pariente, de Tales.[1] Nació en Mileto en el 610
a.C. y, por lo tanto, era unos veinte años más joven que el maestro. En la
historia de la civilización es conocido por haber sido el primero en dibujar un
mapa geográfico.[2]
En aquellos tiempos quien se adentraba en el mar lo hacía con mucha valentía y sin
tantas precauciones: no existían brújulas, ni sextantes, ni portulanos. Digamos
también que se daban por satisfechos si hacía buen tiempo, por lo menos el día
de la salida, y si el oráculo de Dídima daba su aprobación. En este estado de
cosas, los mapas náuticos de Anaximandro debieron de parecerles a los
comerciantes de la época el non plus ultra del progreso, teniendo en cuenta
que, además, iban repletos de consejos y notas sobre los pueblos con los que se
encontrarían por el camino.
De Anaximandro se dice que inventó el gnomón,[3] O sea el reloj
solar, y que predijo un terremoto en la zona de Esparta salvando la vida a
muchos lacedemonios.[4] Las noticias sobre su vida
son muy escasas: de su destreza como cartógrafo se deduce que debió de viajar
mucho, como hicieron todos los filósofos presocráticos. Jenófanes afirmaba que
había estado viajando por el mundo durante sesenta y siete años y Demócrito
presumía de haber visto más pueblos y regiones que ningún hombre de su época.[5] En lo que a Anaximandro
respecta, parece ser que de joven fundó una colonia en el mar Negro llamada, en
honor al Dios, Apolonia;[6] y a propósito de esto,
quiero aclarar que cuando digo «colonia» no hay que pensar en seguida en el
colonialismo, por lo menos en el sentido que hoy le damos a la palabra: aquí no
se trata de conquistas militares por parte de una potencia imperial, sino de
simples traslados de hombres y enseres a cualquier ensenada deshabitada. Los
griegos fundaron más de mil quinientas sólo en el Mediterráneo y llevaron sus costumbres
y su mentalidad hasta las costas de Francia y España. Parece ser que cierta vez
un tal Coleo, arrastrado por una tempestad, traspasó las Columnas de Hércules y
se instaló sin más en las costas del Atlántico.[7]
Sobre Anaximandro, desgraciadamente, no existen anécdotas divertidas
como ocurre con Tales, excepto un episodio en el que hizo de cantante. Se
cuenta que un día unos niños, oyéndole cantar en coro, le tomaron el pelo por
cómo desafinaba, a lo que el filósofo, volviéndose hacia sus compañeros, les
dijo: «Señores, por favor: intentemos ir al tiempo, ¡ca si no 'e peccerille
ce sfottono!» [8]
*
Anaximandro escribió Acerca de la naturaleza, La rotación de la
Tierra, Acerca de las Estrellas fijas, La esfera y muchas más cosas.[9] De todas estas obras prácticamente
no ha quedado nada, salvo cuatro fragmentos, de una o dos palabras cada uno, y
una frase cuya interpretación debió de ser una dura prueba para más de un
historiador de la filosofía. Ésta es la frase: «El principio de los seres es el
infinito... de donde viene la vida de los seres y donde se cumple también su
destrucción, según la necesidad, porque todos pagan, el uno al otro, la pena y
la expiación de la injusticia, según el orden del tiempo.»[10]
Con este enunciado,
Anaximandro afirma que el principio vital del Universo no es el agua, como
creía Tales, sino una sustancia indefinida que él llama ápeiron, de la
que todo se origina y en la que todo finaliza. Para demostrar esta tesis, contraria a la del
maestro, el filósofo sostuvo que era imposible que uno de los cuatro elementos,
Agua, Aire, Tierra y Fuego, fuese la esencia primordial del Universo, porque en
este caso la supremacía de este elemento habría determinado la contemporánea
desaparición de los demás. En resumen, Anaximandro estaba convencido de que
Agua, Aire, Tierra y Fuego eran entidades limitadas y que sobre ellas mandaba
un Super-elemento, un patriarca invisible en estado natural.
Y así poco a poco empieza a estar más clara también la segunda parte
de la frase: cada vez que uno de estos Seres comete una injusticia con los
demás, o bien invade su campo, el Super-elemento, el ápeiron, lo repele
a sus límites naturales. Los elementos, por lo tanto, son concebidos por
Anaximandro como Dioses, siempre dispuestos a atacar a sus oponentes: el Calor
querría prevalecer sobre el Frío, lo Seco sobre lo Húmedo y viceversa, pero la
necesidad está por encima de todos y les impone que ciertas proporciones queden
inalteradas. Está claro que aquí, por justicia, debemos entender sólo el
respeto a los límites asignados, a pesar de que un no-sé-qué poético nos induce
a ver algo más que un simple equilibrio entre elementos distintos; algunas
palabras en particular como «necesidad» y «expiación» revelan en el pensamiento
del filósofo el deseo místico de un orden supremo.
Mucho más sugerente es la hipótesis de Anaximandro sobre el nacimiento
del Universo. Veamos cómo nos lo narra Plutarco.[11]
«Él dice que del Eterno se separaron el Calor y el Frío, y que una
Esfera de fuego se extendió alrededor del aire que envolvía la Tierra, como
corteza alrededor de un árbol; al quebrarse después esta Esfera y separarse en
diversos círculos, se formaron el Sol, la Luna y los Astros.»
Recapitulemos: al principio sólo existía el ápeiron, la
sustancia infinita, después el Calor y el Frío se separaron y se fueron uno al
exterior y otro al centro del Universo, generando respectivamente lo Seco y lo
Húmedo. Estos últimos, siguiendo las mejores tradiciones de familia,
continuaron en guerra entre sí: en verano lo Seco conseguía prevalecer y
arrebatar grandes cantidades de mar transformándolas en vapor, y en invierno lo
Húmedo reconquistaba las posiciones perdidas recuperando las nubes y haciendo
que se precipitaran éstas en forma de lluvia o de nieve. El ápeiron vigilaba
desde lo alto y actuaba de manera que ninguno de los dos tuviese ventaja;[12] y esperemos, añado yo, que
sea siempre así por los siglos de los siglos, y que un día el Calor, o la Bomba
Atómica, no derrita definitivamente el Frío que en el caso en cuestión seremos
nosotros y nuestras casas.
La alternancia del Calor y del Frío no es un fenómeno que atañe
únicamente a las estaciones: casi todas las manifestaciones del alma humana
oscilan entre momentos de exaltación y largas pausas de reflexión. El arte, la
música, la moda y tantas otras expresiones de la creatividad sufren la
influencia del dominador de turno y pasan regularmente por fases «sin burbujas»
y fases «con burbujas». Sube y baja la falda de las mujeres y con ella sube y
baja la temperatura de las generaciones subsiguientes. Tomemos, por ejemplo,
nuestro siglo: a una generación caliente como la fascista le sustituye una
fría, silenciosa y trabajadora: la de la reconstrucción, a la que me honra
pertenecer. No nos da tiempo ni para descansar y ya aparecen los jóvenes del 68:
¡una generación que nos quedaríamos cortos definiéndola como hirviente! Ahora
estamos con la del reflujo. Temo a la próxima. ¡Que Dios nos la envíe buena!
Volvamos a Anaximandro y
veamos cómo el filósofo del ápeiron se imaginaba que estaba hecho el
mundo.
La Tierra es una gran columna cilíndrica, baja y ancha (una especie de
tarta), suspendida en el aire en el centro del Universo.[13] Digamos también que no se
cae por ningún lado porque, al encontrarse exactamente en el centro, no tendría
motivo para elegir una dirección u otra. Esta tarta tiene una altura de un
tercio de su diámetro y está hecha de piedra.[14] Alrededor de la Tierra
giran ruedas inmensas de fuego forradas de aire comprimido. En el borde interno
de estas ruedas, donde suelen ir los radios, hay en cambio unos agujeros (mejor
dicho, unos conductos parecidos a las flautas) a través de los cuales se puede
entrever el resplandor de la envoltura incandescente que está más allá del aire
comprimido. Por lo tanto, los astros no son cuerpos de fuego, como nos parece ver, sino únicamente destellos de
ese Fuego que se halla en el exterior de la bóveda celeste y que se filtra a
través de los «orificios» de las ruedas. La rueda del Sol es veintisiete veces
más grande que el diámetro de la Tierra, mientras que la de la Luna lo es sólo
diecinueve veces.
Anaximandro narra que el hombre nació cubierto de escamas en una
sustancia acuosa, una especie de barro. Al principio, como las condiciones
climáticas eran tales que no permitían la vida, el pobrecito estuvo en incubación
durante toda su infancia dentro de la boca de algunos animales muy similares a
los peces; después, salió al aire libre y, una vez que se liberó de las
escamas, consiguió sobrevivir solo.[15] Esto y más cosas escriben
los historiadores sobre sus teorías. El mérito de Anaximandro radica en haber
intuido la presencia de un algo supremo, unas veces llamado ápeiron, otras
Necesidad, que «a todas las cosas abraza y a todas rige»,[16] lo que hace de él un
filósofo místico y cosmológico al mismo tiempo.
De todas formas, lo que a mí más me gustó fue el asunto de las
estrellas que se entrevén a través de los agujeros de las ruedas: lo encuentro
enormemente sugerente. Entre otras cosas me recuerda a un viejo amigo de papá,
un tal Alberto Cammarano, especializado en estatuas de santos, cabezas de ángel
y belenes navideños. Don Alberto los construía durante el año para venderlos
después en Navidad en un bajo de la calle San Gregorio Armeno. Me enseñó todos
los trucos del oficio.
«Guaglió*, si
quieres hacer el cielo, pero el cielo de verdad, de cuando nació el Niño Jesús,
te tienes que comprar cartulina, una muy gruesa por la que no pase la luz.
Después me la pintas toda de azul, pero ¡ten cuidado de que sea un azul tan
oscuro como el cartón de los macarrones! Detrás de la cartulina, pegadas a la
pared, colocas las bombillas, tres o cuatro según el tamaño de la cartulina.
Las bombillas que debes utilizar son las de color blanco leche: iluminan de
forma más difusa. Luego, y aquí se ve la maestría, con la punta de un alfiler
haces agujeritos en la cartulina, tantos como estrellas decidas poner. Pero pon
atención que esto es importante: los agujeros deben ser pequeñísimos,
prácticamente invisibles. Entonces ocurre que la luz de las bombillas se
refracta en los bordes de los agujeritos y sale por el otro lado completamente
quebrada en decenas y decenas de rayos. Y así, a ti te parecerá que estás en
Belén justo el día de Navidad y hará frío y oirás las zambombas sonando en la
lejanía.»
LUCIANO DE
CRESCENZO
[1] Para
los testimonios y fragmentos relacionados con Anaximandro, cfr. Los
Presocráticos.
[2] Diógenes
Laercio, Vidas de los filósofos.
[3] Favorino
de Arles cuenta que Anaximandro dibujó en el Ágora de Esparta un cuadrante, y
en el centro de éste clavó un palo cuya sombra se movía en el suelo según la
hora.
[4] Cicerón,
La adivinación.
[5] J.
Burckhardt, Historia de la civilización griega.
[6] Eliano,
Historia variada.
[7] Diógenes
Laercio, Vidas de los filósofos.
[8] Herodoto,
Historias, 152.
* «Que si no los niños se ríen de
nosotros», en napolitano. (N. del t.)
[9] Cfr.
Los Presocráticos.
[10] Simplicio,
Comentario a la física de Aristóteles.
[11] Pseudo-Plutarco, Stromata.
[12] Aristóteles, Meteorología.
[13] Hipólito, Confutación de todas las herejías.
[14] Aecio.
[15] Aecio.
[16] Aristóteles, Física.
* «Muchacho», en napolitano. (N. del t.)
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