Cuando el estudiante ha terminado los ejercicios de respiración, está listo para la próxima etapa de esta práctica el próximo esfuerzo que debe realizar. Si ha practicado este ejercicio bien y con éxito, atrapará a la mente como a un pájaro en una red, el vuelo constante se detendrá, la actividad incesante se tranquilizará y yacerá en la red del control de la respiración sin aletear siquiera. No debe intentar regresar a la respiración normal por medio de un esfuerzo; es mejor que deje que su respiración se ajuste normalmente. La mente debe ahora cesar de concentrarse en la respiración y dar el paso siguiente; el despertar a la intuición. Digo deliberadamente despertar a la intuición, porque la intuición está siempre presente, no se duerme jamás y no necesita ser despertada.
El estudiante debe volver a la actitud de interrogación y de investigación que adoptó durante la meditación, pero esta vez el interrogante debe dirigirse no ya al cuerpo, a los deseos o a los pensamientos, sino a la misteriosa oscuridad que rodea su mente.
¿Quién soy yo?
¿Quién es éste ser que habita dentro de este cuerpo?
Deberá dirigir a sí mismo estas silenciosas preguntas, lenta, aplicadamente, con una total concentración del alma.
Después deberá esperar unos minutos, meditando tranquilamente y sin esfuerzo estas preguntas.
Posteriormente hará un pedido humilde y silencioso, casi una plegaria, dirigida al Yo en el centro de su ser, para que este revele su existencia. Las palabras en que formule el pedido deben ser palabras propias, pero tendrán que ser simples, breves y directas. De hablar como si se dirigiera a un amigo verdadero e íntimo: “Pedid y se os dará”, dijo Jesús, cuyo estado de conciencia era el del Yo en estado puro.
Una vez hecho el pedido, o silenciosamente musitada la plegaria, deberá hacerse una pausa y esperar ansiosa y confiadamente una respuesta. Digo “confiadamente” y, sin embargo, debe haber profunda humildad de alma cuando se pide la divina revelación.
La humildad es el primer paso en el sendero secreto... y también será el último. Porque antes que la divinidad pueda instruir al hombre por la revelación de su propio yo, es necesario que él sea susceptible de instrucción, es decir: humilde.
Los dones intelectuales y el saber son cosas admirables y adornan al hombre, pero el orgullo intelectual pone una poderosa barrera entre él y la vida más elevada que constantemente lo llama, aunque sea en silencio. Los intelectualmente orgullosos están sentados sobre sus pequeños pedestales y esperan ser adorados, mientras, que en el fondo de sus corazones, habita una deidad, que es la única digna de recibir adoración.
Nuestro yo intelectual, como un pavo real, se pasea ante la mirada admirativa del mundo; pero el que ha engendrado sus talentos, el creador verdadero de todas nuestras obras, el que ha transmitido el principio de la vida, permitiéndonos así existir, se contenta con permanecer en la sombra, desconocido e ignorado por los hombres.
Es sumamente difícil reconocer nuestra propia pequeñez, nuestra ignorancia y nuestra vanidad. Y sin embargo, es la conquista más grande, porque nos conduce directamente al encuentro de la vida divina, que prometió Cristo a todos los que perdieron la vida personal.
No necesitamos los conocimientos ni la cultura de una mente distinguida para entender y apreciar estas enseñanzas. Los simples, los analfabetos y los primitivos podrán llegar igualmente a ellas por un acto de fe y por la plegaria, y podrán entrar también con más facilidad en el estado de ánimo de reverencia.
Cuando llegamos al Yo superior por medio del análisis de nosotros mismos, los maduros estudios filosóficos dan escasa ventaja sobre el hombre de la calle. Y esto no quiere decir que tales estudios carezcan de valor; por el contrario, pues enseñan a la mente útiles prácticas de abstracción, de concentración y de profundidad. Es sólo por engendrar el orgullo de la sabiduría y el egoísmo de la importancia de nosotros mismos que levantan barreras sobre el sendero verdadero. El dominio de una docena de diferentes sistemas de intrincada filosofía no es tarea para muchos y, sin embargo, el dominio del orgullo personal es mucho más difícil. La humildad llega más fácilmente a los analfabetos y a los ignorantes, porque ellos tienen conciencia de su inferioridad social y mental. Y la humildad es esencial en todas las etapas del Sendero Secreto.
Los grandes secretos elementales de la vida son tan sencillos que muy pocos los ven. La gente es complicada, los intelectos son complicados, no la vida. Por lo tanto digo: atesorad en vuestro corazón y llevad siempre en vuestra mente la memorable frase de Jesús: “A menos que seáis semejantes a uno de estos pequeños, no entraréis en el Reino de los Cielos”.
Las tremendas especulaciones teológicas no son necesarias para entender las simples verdades del Espíritu.
Hasta el momento, todos los esfuerzos del estudiante para descubrir su verdadero yo han sido dirigidos con deliberación, queridos conscientemente, voluntarios. Ahora ha llegado así al punto en que se requiere un viraje completo del procedimiento, donde la personalidad debe cesar de realizar nuevos esfuerzos, pues ha llegado al fin de la tarea que le fue asignada.
Todo el proceso de meditación es simple y consiste en elegir sencillamente este tema de la indagación del yo entre la multitud de las ideas que se presentan, pensar firmemente en él y nada más.
Luego, cuando la actitud y la calidad de la concentración han sido desarrolladas vigorosamente, el estudiante abandona esta línea de pensamiento, se recoge en su interior y se pregunta quién es el que piensa en él. No trata de obtener una respuesta pensando acerca del Pensador; empieza por despojarse de toda clase de ideas y concentra toda su atención sobre el próximo despertar de este ser que ha estado cubierto por la pantalla de los pensamientos sin fin.
Durante la pausa que sigue a esta solicitación silenciosa, debe suspender la corriente de los pensamientos tanto como pueda, adoptando la actitud de quien espera atentamente que se le dé una respuesta. Después de esperar dos o tres minutos, puede repetir su pedido y esperar de nuevo.
Después del segundo período de prueba, que puede durar de tres a cuatro minutos, se repetirá el pedido una tercera y última vez. Luego deberá esperar con paciencia, fervorosamente, por un lapso de unos cinco minutos, con el cuerpo inmóvil, la respiración lenta y tranquila, la mente en calma.
De este modo termina su meditación.
La clave para una correcta interpretación de esta etapa consiste en recordar que lo más importante ahora es la reacción subconsciente al esfuerzo consciente que se realiza. La práctica consciente del reposo mental ha sido útil para la intensificación de la atención; es como tocar un timbre. Será necesario esperar que el subconsciente salga ahora a abrir.
No hay que insistir demasiado, no hay que fatigarse excesivamente; es necesario dar al Yo Superior confianza y crédito para que manifieste su propia inteligencia, su acción específica.
Se puede estar pasando por un período en el que no llegue ninguna respuesta, cuando la nada suprema reine dentro del alma. Antes de abandonar esta “tierra de nadie” del alma, un sentimiento de intensa soledad puede adueñarse de uno.
Pero tal sensación pasará. Si no se está preparado a ejercitar la paciencia mientras se espera silenciosamente esta revelación, se destruirá toda posibilidad de éxito.
La paciencia es importante. Debemos esperar humildemente por la revelación del Infinito que está dentro del hombre.
Hasta que llegue la hora sagrada, seremos unos pobres huérfanos. Aquellos que introducen cualquier elemento de impaciencia durante este período de quietud mental, lo que hacen en realidad es perjudicarse.
De aquí en adelante, el estudiante debe vigilar minuciosamente la aparición de las primeras señales confirmatorias, las pruebas de que ha tomado el buen camino, las primeras y débiles evidencias de los movimientos de su yo más profundo dentro de él. Tales signos y señales nos son mostrados por el alma, pero muchas veces no son entendidos o simplemente no se las advierte.
Las primeras evidencias llegan quietamente, tan quietamente como cuando el sol insinúa su resplandor sobre un mundo en sombras, tan levemente que el estudiante quiera tal vez rechazarlas, pensando que son fantasías inútiles, pensamientos sin sentido o imaginaciones sin importancia. Hacerlo sería cometer un grave error.
La voz del Yo Superior se oye al principio como un ligero susurro, y hay que escuchar atentamente. Los movimientos más tenues de corazón deben recibir una atención plena e indivisible, y el estudiante debe considerarlos con respeto y veneración, como mensajeros de un reino más alto. Estos enviados no son más que los heraldos de una fuerza dinámica que habrá de llegar más adelante, y que penetrará a todo su cuerpo con un poder de origen divino.
Hay algunos sutiles matices de sentimiento y de pensamiento que pasan por lo general inadvertidos o que se desechan en la vida diaria corriente. Estas experiencias desechadas son precisamente el material que el mediador debe utilizar a fin de cultivar y desarrollar. Habrá de concentrar todo su poder de atención sobre ellos, en cualquier momento que aparezcan, haciendo lo posible para someterse plenamente a esos estados.
En estos extraños momentos descubre lo que casi podría llamarse un segundo yo interior. Tales instantes pueden ser raros; incluso puede sentirlos sólo a intervalos irregulares. Pero su misma existencia evidencia algo que es. Estos estáticos momentos proporcionan una pista sobre la verdadera naturaleza del hombre.
Dentro de cada uno de nosotros hay pozos superpuestos de paz espiritual que no han sido cubiertos, de inteligencia espiritual que no han sido tocados. De vez en cuando llegan a nosotros los susurros que provienen de este segundo yo, unas voces veladas que nos piden que dominemos nuestros instintos, que tomemos el camino más alto y trascendamos el egoísmo. Debemos escuchar esas insinuaciones, aprovechar esos raros momentos.
En ellos tenemos vislumbres de lo que podemos llegar a ser. Si estos instantes en que tenemos un relámpago de percepción espiritual pudieran prolongarse, ganaríamos la felicidad eterna.
Porque hay algo que a veces se hace sentir de este modo en la profundidad misteriosa del alma.
No sabemos qué es, pero podemos saber lo que dice. “Todo lo que de mejor hay en ti, eso soy yo”, dice su voz silenciosa. Esa voz está dentro de nosotros, y sin embargo permanece aparte, santificada.
El objeto de esta obra sobre quietud mental es entrar en el reino al cual los psicólogos llaman a menudo el subconsciente.
La respuesta de la intuición que despierta puede venir la primera vez que se practica este ejercicio, o puede llegar después de varias semanas y aun meses de práctica diaria.
El estudiante que ha dominado plenamente todas las etapas previas está ya en situación de beneficiarse considerablemente si encuentra la ayuda de un Adepto auténtico, que ahora puede hacer nacer en él la intuición por medio de ciertos métodos secretos.
Si tal encuentro es imposible o impracticable —porque encontrar Adeptos genuinos es extremadamente difícil en el mundo moderno—, en ese caso debe continuar adhiriéndose fielmente a las instrucciones que aquí se dan. Es posible favorecer el desarrollo espiritual, al llegar a esta etapa, observándose a sí mismo durante esos raros momentos que se presenten en el día. Uno puede interrumpirse de repente, y observar lo que está haciendo, sintiendo, diciendo o pensando; pero tal observación debe hacerse con espíritu imparcial e impersonal.
—¿Quién está haciendo esto?
—¿Quién siente esta emoción?
—¿Quién dice esas palabras?
—¿Quién está pensando estos pensamientos?
Háganse estas preguntas a uno mismo, in, peto, tan a menudo como sea posible; pero las mismas deben ser repentinas, abruptas. Espérese luego, en calma una respuesta interior de la intuición. En la medida de lo que sea posible, no se piense en otra cosa. Esta investigación introspectiva no tiene por qué ocuparnos más de uno o dos minutos, a ratos perdidos. Una respiración más lenta, que se practique con este ejercicio, puede ayudar mucho en la observación e investigación del yo.
De este modo empezaremos a quebrar la actitud complaciente que acepta el punto de vista del yo personal basado en el cuerpo, y a liberarnos de la ilusión de que la persona exterior es el ser completo del hombre.
La práctica que consiste en observarse uno mismo, sus deseos, sus estados de ánimo y sus acciones, es especialmente valiosa porque tiende a separar a los pensamientos y a los deseos del sentido egoísta que le es normalmente inherente, y de este modo tiende a salvar a la conciencia de ser ahogada eternamente en el mar de los cinco sentidos físicos. Además, así se reforzará positivamente el trabajo que se realiza para penetrar en el llamado inconsciente durante los períodos de reposo mental. En verdad, podría decirse que las tres prácticas: la observación de sí mismo, el reposo diario y la respiración rítmica, se complementan. Todas tienden a vencer la tendencia que nos lleva hacia una completa identificación con el cuerpo, los deseos y el intelecto, considerados hoy como normales y naturales.
La raza humana ha cedido a esta tendencia desde tiempos inmemoriales, y por eso ha surgido la identificación corriente del yo con el cuerpo.
El remedio consiste en borrar gradualmente estas tendencias buscando repetidamente el yo verdadero, el Yo Superior, en los momentos de reposo mental y mediante una constante observación de sí mismo, a ratos perdidos, durante el día. Por muy arraigadas que estén en uno aquellas tendencias, es posible vencerlas, poco a poco, con ayuda de estas prácticas.
El intelecto, que se inmiscuye repetidamente esta investigación, cede por fin a la costumbre y automáticamente empieza a presentarnos nuestras emociones, deseos, pensamientos y acciones, cambiados y a la luz del Yo Superior, es decir, como promovidos por él, como cosas que experimentamos dentro de nosotros; pero en realidad son respuestas mecánicas a estímulos exteriores.
Uno de los resultados inevitables de estas prácticas es que vuestra actitud en relación a las cosas, las personas y los acontecimientos, empezará a cambiar gradualmente. Es que comienzan a manifestarse las cualidades que son inherentes al Yo Superior, las cualidades de nobleza, perfecta justicia, el tratamiento del prójimo como a uno mismo.
Volcar la mente de uno, repetidamente, a ese que es el silencio espectador dentro de uno mismo, y fijarla allí. Esta interiorización es un proceso mental, una actividad intelectual basada en una indagación de sí mismo, pero en la etapa que sigue hay una entrega de todos los pensamientos al sentimiento intuitivo que surge desde adentro y el cual nos conduce a la percepción de lo más profundo que hay en nosotros.
Siempre se ha ejercitado el intelecto y las emociones; muy raramente la intuición.
De ahí que sea necesario cambiar; haciendo surgir al sentimiento intuitivo de su estado latente, tantas veces como sea posible. Llevará su tiempo esta búsqueda de la justa intuición, pues habrá que buscarla entre la confusión de sentimientos y pensamientos que forman normalmente nuestro yo interior; pero el esfuerzo persistente nos ayudará.
No existe momento en el día que no se pueda cambiar provechosamente el curso de los pensamientos y comprobar la presencia del Yo Superior. Como el jinete al caballo, es necesario llegar a tener en las manos las riendas de nuestra mente, acicateándola de vez en cuando si es necesario. En esta búsqueda, al principio, se encontrará la conocida obscuridad espiritual, el estado habitual de alejamiento del Yo, de sumisión a los deseos o a las repulsiones, que responderán mecánicamente a las propias demandas.
Pero si se continúa con estas prácticas, gradualmente se abrirá el camino de la libertad interior.
No existe felicidad para el hombre que no es libre. Se trate de un rey, cuyos deberes lo encierran en palacio, o del presidiario encadenado en su celda, repetimos lo obvio al afirmar que el alma prefiere la libertad. Esta es una alusión a la esencia de la dicha verdadera. La libertad, eterna, intangible, forma necesariamente parte de su naturaleza, y una libertad de tan rara naturaleza no puede encontrarse en otra parte excepto en el Yo Superior.
Se procede de este modo, por medio de grados imperceptibles, siguiendo al pensamiento en su viaje de retorno a su invisible hogar. Pero en tanto se este en servidumbre con el pensamiento, la intuición estará fuera de nuestro alcance.
Debe seguirse el camino del constante examen de uno y se llegará a utilizar el pensamiento como auxiliar de la liberación propia. Los interrogantes mismos que uno se haga serán los peldaños que nos llevarán a ese estado indudable del Yo Superior.Se comprenderá mejor la racionalidad de este método de triple práctica: quietud mental, plácida respiración y auto observación, mediante el estudio de la relación del hombre con el Yo Superior que presentamos a continuación.
Se puede decir que nuestra “persona” existe en virtud de !a imposición de la vida, y con la autorización del Yo Superior. Los pensamientos y deseos, así como las acciones resultantes de una persona por lo general casi se hallan enteramente ocupados con cosas que pertenecen al mundo exterior. Podemos imaginar al yo personal instalado en el cuerpo del hombre y ocupado sin cesar en inspeccionar el mundo que lo rodea a través de las ventanas de los cinco sentidos.
La consecuencia de esta preocupación por los objetos exteriores es que nuestro yo personal se siente sin cesar atraído, o rechazado por esos objetos; en estado de pensamiento constante, de deseo, o de movimiento, hasta que olvida, enteramente su lugar de nacimiento, que es el Yo Superior.
De este modo ha caído en la situación engañosa del ser que, no solamente ha perdido todo recuerdo de su Padre, sino que en verdad niega toda posibilidad de la misma existencia de ese Padre.
Ese lugar, del cual han surgido los pensamientos, es el verdadero ser del hombre, su yo real. Entre dos pensamientos, entre dos respiraciones, existe un lapso imperceptible, no conocido, donde el hombre se detiene entonces por una fracción de segundo. En esta pausa, breve como un relámpago, vuelve a su Yo primordial, vuelve a encontrar su ser real. Si esto no fuera así, si no se produjera mil veces al día, el hombre no podría continuar existiendo y su cuerpo caería al suelo, como una pobre masa de materia inerte. Por que el Yo es la fuerza oculta de la vida, la fuerza que le sostiene y lo hace vivir, y estos constantes regresos a la fuente permanente permiten al hombre captar la fuerza vital necesaria para existir, pensar, sentir. Esos tenues fragmentos del tiempo son experimentados por cualquiera, pero reconocidos en su verdadero valor sólo por unos cuantos.
Eso es, está eternamente, pero el hombre, el ser personal, existe, “proviene de él” solamente por un tiempo. Fijando la atención sobre la pregunta: “¿Quién soy?”, e intentando de obtener una solución con todo el ardor de que se es capaz, llegará el día en que, mientras se practica la media hora de quietud mental, se estará tan atento a la meditación que se perderá la noción de cuanto nos rodea. Esta condición de profundo ensimismamiento crea el apropiado estado dentro del cual puede tener lugar la revelación, ese gran acontecimiento tan esperado.
A decir verdad, para tener acceso a la propia alma no es preciso suponer que es un hecho tan extraño como puede parecer. Hay muchos que preparan las condiciones necesarias para ello sin darse cuenta. El artista que retrae su espíritu de lo que lo rodea, absorto en su arte, no hace otra cosa. El artista llega al éxtasis en una medida menor, se olvida de sí mismo en su trabajo o en su visión. Es en esta condición que los genios han logrado sus más hermosas creaciones, sus mejores obras.
“Cuando soy, por así decirlo, enteramente yo mismo, y me encuentro solo y de buen talante, es en estas ocasiones que se me presentan las mejores ideas, con más facilidad y más abundancia, y no sé de dónde o cómo vienen, ni tampoco las obligo a venir”, confesó Mozart a un amigo.
El escritor, perdido en la trama de su obra, su mente sumida tan profundamente a una determinada corriente de ideas, lo cual le impide reconocer las cosas, las personas o los acontecimientos que lo rodean; el pintor profundamente absorbido en la contemplación del cuadro que está pintando, hasta el punto que se olvida del paso de las horas; y sobre todo el músico, ensimismado en la fiebre de la composición musical, todos ellos, en fin, practican la meditación, ¡inconscientemente! Pero quien siga el sendero de la investigación del yo, llegará a hacerlo conscientemente.
Cuando Leonardo da Vinci se sentía perdido en medio de sus ideas creativas, se ponía a contemplar un montón de cenizas y la concentración implícita en este acto lograba casi siempre determinar el desarrollo de un ensueño, del cual nacían las ideas que él necesitaba.
“Una especie de trance en plena lucidez la he tenido siempre, cuando estoy solo, desde mi niñez —escribió Lord Tennyson a un amigo.
A causa de la misma intensidad de la conciencia de la individualidad, la misma personalidad parecía disolverse y desvanecerse en un ser ilimitado; y esto no era un estado confuso, sino extremadamente claro y seguro; las palabras estaban de más; la muerte parecía casi una cómica imposibilidad, ya que la pérdida de la personalidad (si tal cosa ocurría) no parecía una extinción, sino la única vida verdadera.” Tennyson expresó una idea similar en un hermoso verso:
Si oyeras a lo Innominado y entraras
En la Catacumba de tu ser,
Allí, cavilando ante el altar,
Que lo Innominado tiene voz llegarás a saber,
Voz que, si eres sabio, habrás de escuchar.
Sir Isaac Newton fue encontrado cierta mañana, sentado en su lecho, sumido en meditación; en otra ocasión lo sorprendieron en la misma actitud en la bodega. En esta oportunidad reveló que una serie encadenada de pensamientos se había apoderado de su atención en el momento en que había bajado a buscar una botella de vino para sus invitados.
Lord Kitchener pasaba por momentos de “ausencia”, en que sus ojos se salían de foco, como si miraran el puente de la nariz. En tales momentos parecía no percibir nada de lo que tenía a su alrededor. De estas condiciones emergía en un estado de inspirada comprensión.
Mientras la concentración se profundiza, siempre se olvida al mundo exterior, paulatinamente.
Los recintos mentales se vacían de todo pensamiento, salvo de esta expectación dominante de una respuesta que provenga del ser interior. Es una clase de autohipnotismo, si se quiere, pero “obra” y su valor debe juzgarse por los resultados.
Llegada esta etapa será necesario poner fin a todo esfuerzo; no se tratará de lograr nada, sino más bien de que algo sea logrado de uno mismo. Se abandonará el intelecto argumentativo y será conveniente rendirse a la fe, a la devota esperanza, a la sublime confianza. De ahora en adelante lo que se haga será para que la acción divina se manifieste y no por nosotros mismos. Ya no se hará preguntas sino que, sin interrogaciones, será necesario someterse a lo que apela al ser interior. Ese ser interior deberá posesionarse de nosotros, gobernarnos. Instintivamente temblamos, y retrocedemos ante ese estado misterioso, en el cual los sentidos casi quedan suspendidos, pero donde no hay temor.
Los pensamientos ya no asaltan a la mente, sino que mueren en un lento proceso, a medida que el estado de meditación se hace más profundo.
“El silencio es Dios”, dice un escritor francés. Sí, pero el silencio del cuerpo, de los pensamientos, de los deseos... no solamente el silencio auditivo. En este sublime momento Dios empieza a tomar posesión de nuestra alma; todo lo que hay que hacer es practicar la más completa sumisión.
Sentarse en esta actitud de quietud expectante, siguiendo el hilo de la intuición, es una extraña experiencia. La máquina del mundo parece demorarse y, dentro del punto que es uno mismo, lo Absoluto empieza a emerger. Esta es la hora misteriosa y trascendental en que la mente, por primera vez, rompe el capullo que ella misma se ha creado.
La respuesta a esta silente invocación viene al principio en forma de una débil e impalpable intuición. Siguiendo el hilo de Ariadna de la intuición despertada, uno es llevado a su terreno nativo. O puede ser que tome al principio la forma de un mensaje que se imprimirá en la mente con palabras vigorosas. En este caso se encontrará dentro de uno un templo extraño, en el cual uno será a la vez el devoto y el predicador. Surge poco a poco una misteriosa condición en la cual uno llega a tener conciencia de un extraña “ajeneidad”. Es como si una parte de nuestra naturaleza observara lo que hace la otra parte. El que llega a este umbral sagrado e invisible es en verdad afortunado, porque “pocos son los que pasan por él”. Pero son esos pocos los que saben que los deseos más altos y mejores de los hombres están aún lejos de aspirar al tesoro que el hombre ha de lograr. También puede ser que la visión de un brillante cuadro simbólico se presente ante los ojos de vuestra mente.
Es posible que se vea entonces una cruz con un círculo, de colores gloriosos, o una radiante estrella de cinco puntas. También puede ser que se experimente nada más que una deliciosa ternura en el corazón, una gentil sensación de hundirse hacia adentro en un hermoso descanso.
Aquellos que han pasado años solicitando una señal o una revelación del augusto huésped interior, recibirán con el tiempo una cuantiosa recompensa. Un simple vistazo de este misterioso extraño nos quita todas las penas de la existencia y las pone bajo nuestros pies.
Una sagrada palabra de sus labios oraculares proporciona una beatitud que funde nuestro pequeño ser en una alegría cósmica. Las grandes minas de diamante, De Beer, en África del Sur, fueron casualmente descubiertas por un niño que había recogido una pequeña piedra de colores en una vieja granja holandesa, junto a una pared derruida, por donde durante muchos años había pasado la gente sin sospechar el tesoro que estaba a su alcance. ¿Cuántas personas han oído el ligero susurro del ser interior, o han sentido su leve guía, pero en seguida olvidaron esas visitaciones, sin entender el mensaje? ¿Cuántos han rechazado como simples pensamientos las primeras insinuaciones de una vida divina? Porque este centro magnético, profundamente enclavado en la carne del hombre y que constituye su naturaleza real y esencial, que es el padre de las obras humanas más enaltecidas, revela a veces su presencia con estas leves sugerencias apenas tangibles.
Las verdades más grandes se presentan a veces sin ser anunciadas. Sólo sabemos que ayer no podíamos aceptarlas, pero hoy nos aferramos a ellas. Así ocurre al hombre cuando los primeros rayos del sol de la inmortalidad empiezan a brillar débilmente para él.
Se llegará a descubrir, si uno se entrega plenamente a estas sensaciones, que se tiene menos inclinación a dejar invadir nuestra mente con ondas de pensamientos, y que se les puede ordenar que se queden quietas.
Los pensamientos vendrán y se irán con creciente lentitud. Si se puede, procúrese evitar toda forma de pensamiento. Pero esto supone un grado de adelanto muy grande, un grado que no debemos tratar de alcanzar, porque en ese caso sólo lograríamos un vacío artificial. Esto debe presentarse por sí solo, a través de la obra interior del ser espiritual “subconsciente”.
La detención del pensamiento no es necesariamente un medio de obtener la conciencia de nuestro divino yo; si así fuera, los epilépticos tendrían el poder espiritual de un Cristo y los lunáticos poseerían la sabiduría de Buda. Pero lo cierto es que hemos recubierto nuestra naturaleza divina con pensamientos y deseos; por lo tanto, debemos proceder a desnudarla, si queremos conocerla. De aquí la diferencia —y es una diferencia muy grande— entre el débil mental que mira al vacío con ojos vidriosos y el místico que mira con ojos brillantes a un aparente vacío; es la diferencia entre el que ha perdido el poder de pensar sin alcanzar el conocimiento del ser interior, y aquel que ha vencido la tiranía del pensamiento y puede interrumpir la acción del mismo a voluntad, mientras conscientemente percibe la presencia de su verdadero yo espiritual.
El pensamiento, tal como lo conocemos, no es más que un pesado velo que echamos sobre el hermoso rostro de la divinidad que vive dentro de nosotros. Si se levanta un poco el velo, dejando descansar a la mente como un barco que entra a puerto y se queda quieto, de algún modo se percibirá una belleza que jamás se olvidará.
¿Es realmente posible la consciente cesación del pensamiento?
La mejor respuesta a esta pregunta es apelando a la experiencia directa. Los hombres que han explorado las profundidades del alma han llegado por último a un punto en el cual han tenido que detener su búsqueda, porque sus pensamientos quedaron interrumpidos. La mente puede compararse a una rueda en constante movimiento, y el pensamiento no es más que el resultado automático de este movimiento. Cuando la rueda llega a detenerse, de seguro que todo pensamiento cesa.
Algunas personas sin experiencia dirán que poner fin a los pensamientos es lo mismo que poner fin a la conciencia. La experiencia real del proceso revela que éste no es el caso, que una conciencia nueva y extremadamente intensa reemplaza a nuestra conciencia normal. Sólo tenemos que diferenciar la pura conciencia de la facultad de pensar.
La muerte es el secreto de la vida.
Debemos vaciarnos si queremos ser llenados de nuevo. Cuando la mente se ha librado de todos sus pensamientos, se crea un vacío. Pero esto sólo puede durar unos pocos segundos. Entonces una misteriosa corriente de vida divina habrá de entrar en nosotros. Los antiguos místicos confundieron esto con el descenso del Espíritu Santo.
Es en este estado de la cesación del pensamiento consciente que la verdad de nuestro propio ser, hasta ahora oculto por nuestra actividad, nuestros deseos y pensamientos, se revela finalmente en la grandeza sublime y espiritual. Si es posible suspéndase la corriente de pensamientos y contémplese fijamente al Pensador. Déjese que el intelecto se tome un descanso, y vigílese atentamente el vacío que parece haber quedado en la conciencia.
La conciencia del Yo Superior equivale al estado profundo del sueño sin manifestaciones oníricas, con toda su serenidad y toda su paz; pero en lugar de la oscuridad y el olvido, hay aquí una conciencia totalmente presente.
Si tan solamente llegáramos a levantar el velo de la inconsciencia, que cubre el sueño profundo, descubriremos entonces el sentido del cielo y de la tierra. Y del mismo modo que todo pensamiento cesa al llegar a este estado, el estudiante que alcanza dicho estado descubre que todos sus pensamientos cesan. Para la mente occidental es difícil concebir un estado en que la conciencia del hombre exista sin pensamiento, pero tanto la práctica como la experiencia pueden verificar esto.
La teoría de los electrones de la ciencia moderna nos proporciona una analogía apropiada del Yo Superior. Esta teoría nos presenta al átomo como a un universo en miniatura, o, mejor todavía, como a nuestro sistema solar. En el centro de este sistema atómico tenemos una carga de electricidad positiva, alrededor de la cual, una nube de cargas eléctricas negativas (los electrones) giran.
Las cargas positiva y negativa se neutralizan, de manera que el átomo no se quiebra normalmente.
De tal modo que hay una carga positiva que está en reposo en el centro y hay unas cargas negativas que se mueven en torno a ese centro. El punto de Quietud Absoluta alrededor del cual giran los electrones puede compararse al verdadero yo y los electrones a sus aditamentos: el intelecto, la emoción, el cuerpo. El Yo Superior del hombre es inmutable.
Encontrar el alma es simplemente recurrir a nuestro original estado. Nosotros fuimos seres puramente divinos en algún lejano pasado, y no estábamos obstaculizados por las cubiertas del pensamiento y del cuerpo. Todavía somos seres divinos, pero nuestras envolturas carnales han hecho de que nos olvidemos de lo que somos.
De ahí que mirar a través de aquellas sea ver en nuestro propio ser, el yo.
Debemos vernos a nosotros mismos como lo que realmente somos, no como prisioneros del cuerpo, como cautivos en la jaula de los pensamientos encadenados por pasiones transitorias. Nuestra conciencia está dominada por estas diversas formas. Todo el arte de la meditación y la concentración consiste en romper nuestras cadenas y surgir como espíritus libres.
En una antigua escritura hindú leí estos versos:
Porque olvidé mi unidad contigo,
Porque, necio, hice de mi cuerpo el yo,
Porque no supe que morabas en mí,
Por todo ello vagué en los infiernos...
Porque al arrojar a mi verdadero ser me encadené
* * *
El descubrimiento de una nueva estrella cinematográfica es celebrado por la prensa de todo el mundo como un gran acontecimiento; pero el descubrimiento del ser espiritual del hombre se produce en medio del más absoluto silencio, sin alabanzas del mundo y sin comentarios impresos.
El camino que señalo lleva a una paz duradera. Debemos penetrar cada vez más profundamente, con una mente concentrada, hasta llegar al lugar donde reina la paz bienaventurada. Una gran serenidad invadirá poco a poco nuestro ser interior, una extraña y santa tranquilidad se hará sentir incesantemente.
De tal modo sabremos que estamos dentro del aura del ser feliz. Esta no es sino la etapa inicial.
La última consiste en tener la estática unión. Poco a poco, todas las impresiones de las cosas inmediatas que nos rodean empezarán a desaparecer; el mundo y sus asuntos empezarán a debilitarse, porque cuando nuestros espíritus se apartan del tumulto de la época y encuentran su condición originaria en estos momentos de serenidad, entonces alcanzan una sublime paz.
Al entrar en el centro más recóndito de nuestra alma, llegamos a un estado en que el mismo pensamiento se detiene, y allí parece al principio que no hubiera nada —salvo la beatífica conciencia del Ser, el sublime reposo de la Infinita Existencia.
Éste es el yo que realmente somos, el Yo Superior.
Apartándome del mundo,
Olvidé tanto casta como linaje,
Ahora tejo en el infinito silencio.
Kabir, después de buscar y buscar,
Encontró a Dios dentro de sí mismo.
Estos versos fueron escritos hace muchos siglos por Kabir, el poeta-tejedor de Benarés.
Cuando, en medio de nuestras meditaciones, procuramos hallar la huella del verdadero “yo” y no meramente el hundirnos en la acomodada aceptación de sus innumerables máscaras, eventualmente alcanzamos un estado interior que en verdad es el más interesante en la vida.
No se trata de un estado de inconsciencia. No es sueño. Tampoco ensueño. Dentro de su extraña traba tenemos conciencia de un intenso contacto con la infinitud.
La entrada a esta condición transfigura temporariamente toda la naturaleza de un hombre.
Ponemos a un lado lo pequeño y lo personal, y descubrimos nuestra naturaleza divina e ilimitada Cuando nos retiramos dentro de la ciudadela del alma, el panorama moviente de las impresiones sensoriales empieza a desvanecerse y a perderse de vista. Al entrar íntimamente dentro de nosotros mismos, el cuadro del mundo que nos tenía presos en su encantamiento y que nos robaba nuestra verdadera conciencia, empieza a desaparecer. Cuando ponemos la mente en reposo y meditamos en lo que somos, nuestro esfuerzo ya no requiere mas recompensas. Hemos asegurado un asilo para nuestros días y toda la vida nos mira con buena cara. Cuando la mente humana interrumpe su actividad incesante, cuando se despoja de toda imagen y de toda idea, entonces se vuelve un claro espejo en el cual se refleja la inefable Divinidad.
Los graves y cultos escépticos nos dirán que esos éxtasis espirituales no son más que trastornos del sistema nervioso; y sus gélidos hermanos, los médicos, nos pondrán también una etiqueta que dirá “exceso de presión sanguínea”, o Dios sabe qué. Otros confundirán a estas indicaciones con las cavilaciones de un soñador solitario. Pero en vez de rechazar estos vislumbres de las posibilidades más
grandiosas del hombre con el desdeñoso prejuicio de la incomprensión, sería mejor que admitieran que todo esto es demasiado complicado para sus inteligencias y de ese modo quedarían libres por un tiempo de la pesadilla de su interpretación.
Los hombres de estudio suelen sentarse en reuniones solemnes para investigar estas afirmaciones, y algunos lo seguirán haciendo. Sin embargo, sería mejor que se investigaran a sí mismos. Porque la experiencia del eterno ser interior en sí mismos es la mejor prueba de su existencia.
Es de este extraño modo que el hombre que sigue el camino de la meditación analítica empieza a despertar a la voz de su intuición. Y cuando comience a sentir la dirección que sin duda ha de hacerse sentir en las profundidades de su ser, cuando comience a entregarse plenamente a ella y logre interiorizar aún más su conciencia, cuando sacrifique de buen grado sus pensamientos personales, recuerdos y sentimientos, y deje que se sumerjan en la corriente impersonal de la vida que ha surgido misteriosamente de sí misma, cuando se someta a esta profunda dirección, entonces podrá atravesar el umbral del conocimiento de sí mismo y llegar al recinto en donde lo espera su ser verdadero. Una vez que obtenga una experiencia, aunque sea momentánea, de esta clase, entenderá algo de lo que yo quiero decir cuando hablo del ser espiritual del hombre.
Entonces entenderá que ha llegado a una condición maravillosa sin necesidad de los cinco sentidos, sin los sueños siquiera; que ha entrado en algo que es real y transforma, y que él jamás ha experimentado.
En el silencio del alma, semejante al silencio de una catedral, que reina en el alma del estudiante, sentirá que el mero hecho de pensar produce un ruido sacrílego. En este estado de ánimo exaltado, cuando descubre la presencia de su propio ser divino, el practicante comprende que la mejor manera de pagar su privilegio consiste en reunir todos sus pensamientos en un haz, echarlo sobre el altar sagrado y sacrificarlos. En este extraño momento el intelecto temporalmente se quema a sí mismo, pero de sus cenizas surge el Ave Fénix del verdadero yo, el imperecedero Yo Superior del hombre.
PAUL BRUNTON
PAUL BRUNTON
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