Anaxímenes,[1] también él de Mileto, es
un filósofo menos importante que los dos anteriores, como por otra parte nos da
a entender su nombre, que es casi un diminutivo de Anaximandro. Para
disculparle diremos que le tocó vivir en un mal momento, cuando las cosas para
Mileto iban a peor. En una carta suya a Pitágoras dice textualmente:
«Afortunado tú que te has marchado a Italia: los crotonianos te quieren y un
gran número acude a escucharte también desde Sicilia. Aquí, en cambio, el rey
de los medos se nos echa encima. ¿Cómo quieres que Anaxímenes se dedique
tranquilamente a la observación de los astros cuando se halla bajo la pesadilla
de la muerte o de la esclavitud?»[2]
Escribió un tratado titulado Acerca de la naturaleza del que
nos queda, como siempre, sólo un fragmento. Es éste: «...Así como nuestra alma,
siendo aire, nos mantiene unidos, así el aliento y el aire abrazan el mundo
entero...»[3]
En la práctica, Anaxímenes no quiso desavenirse ni con Tales ni con
Anaximandro, por lo que se sacó una teoría aparentemente original, pero en esencia
bastante parecida a la de sus predecesores, según la cual la sustancia
primordial era el aire, un elemento que se encuentra en la naturaleza como el
agua de Tales y que tiene la característica de ser invisible como el ápeiron
de Anaximandro.
Éstas son las afirmaciones más importantes de Anaxímenes:
—El Universo está hecho de aire y está sometido a dos fenómenos
mecánicos: la rarefacción y la condensación.
—El fuego es aire en unas condiciones particulares de rarefacción; las
nubes, el agua, el barro, la tierra y hasta las piedras son aire que se ha ido
condensando poco a poco.[4]
.
—Los distintos elementos naturales, al estar formados todos ellos
por la misma sustancia, difieren entre sí por razones cuantitativas y no
cualitativas.
—La rarefacción produce el Calor (el fuego) y la condensación el Frío
(el agua), por lo que Calor y Frío no son causas sino efectos de la
transformación del aire.[5]
Lo que a nosotros nos debe importar no es tanto el hecho de que al
filósofo le gustase más el aire que el agua, como la constatación de que a este
aire se le ha atribuido el privilegio de la Vida y de lo Divino. Anaxímenes
solía decir que «el Aire es Dios»,[6] y en el fragmento
anteriormente citado utilizó la palabra «aliento» (pnéuma en griego)
precisamente para poner de relieve que toda la naturaleza está empapada de este
soplo.
Como ocurría en sus predecesores, la principal ocupación de Anaxímenes
fue la observación de los fenómenos naturales y el estudio de la astronomía.
Imaginémonos ahora que podemos asistir a una de sus famosas lecciones.
Es el siete de julio del 526 a.C. Los ciudadanos de Mileto se han ido
a la cama hace más de tres horas. Anaxímenes nos ha convocado aquí, en la
colina de Kebalak, junto a todos aquellos que, utilizando una expresión suya,
«tienen hambre de cosas celestes». Intencionadamente ha escogido una noche sin
luna, para que podamos tener una observación mejor.
El mar es una presencia negra y silenciosa. Aspirando intensamente con la nariz se puede apreciar el perfume de los jardines de Samos, transportado hasta aquí arriba por la brisa marina. Dos jóvenes con antorchas de resina iluminan la escena y se colocan a ambos lados del maestro.
La luz de las llamas acentúa el carácter sagrado de su rostro. Nadie se atreve a hablar. En un momento dado, el viejo filósofo se sitúa en el centro del grupo y ordena que se apaguen las antorchas. De repente todo se oscurece: ya no podemos ver nada, aunque poco a poco se acentúa la oscuridad, y las túnicas blancas de los alumnos emergen al débil resplandor de las estrellas.
Parece una reunión de fantasmas.
Anaxímenes dirige su mirada al cielo, luego hacia nosotros, y empieza
a hablar. Su voz es baja y sosegada, como si estuviera en el Templo:
«Mis jóvenes amigos, yo ya soy viejo y veo más los astros con los ojos
de la mente que con los de la cara. Sin embargo vosotros, que tenéis a Apolo
Délfico caminando a vuestro lado, aprovechaos de la agudeza de vuestra vista
para llenar vuestra alma de las bellezas del cielo. También yo, hace muchos
años, vine aquí de joven a escuchar al gran Tales y, en aquella ocasión, le oí
decir: "También entre las estrellas se puede hallar un camino para
conocerse a sí mismo."»
«¿Pero no fue Quilón, hijo de Damagete, el primero que dijo
"conócete a ti mismo"?»
El que pregunta es un muchacho de cabellos rizados, uno de los más
jóvenes. El hecho levanta un cierto estupor entre los presentes: en el mundo
griego se valora mucho el aidós, el respeto a los ancianos, y resulta
extraño que un alumno interrumpa al maestro justo en medio de la lección.
Anaxímenes se vuelve lentamente hacia el joven y en tono ligeramente
más grave le responde:
«Tales, hijo de Esamías, fue el primero en decir "conócete a ti
mismo", y por esta razón le entregaron por unanimidad el trípode de oro.
Quilón de Esparta, por codicia de fama, fue el único que le robó la máxima; lo
cual hace pensar que a veces también la sabiduría puede beber de las fuentes de
Dioniso. Pero volvamos ahora al objeto de nuestra reunión.»
El filósofo hace otra pausa, casi una tácita petición de atención,
tras lo cual continúa hablando en el mismo tono de antes: «Sobre nosotros se
abre la bóveda del cielo: ésta cubre la Tierra como un píleos, el gorro
de lana que calienta a los marineros cuando salen de noche al mar, y al igual
que un píleos puede girar sobre la cabeza de su dueño, también la bóveda
celeste gira sobre nuestras cabezas.[7] La Tierra es un plato, es
una mesa redonda, es un escudo ligero sostenido por el aire, y se encuentra
suspendida en la mitad del Universo: no corta el aire, sino que lo cubre como
si fuera una tapadera...»[8]
«Perdóname, Anaxímenes», interrumpe de nuevo el joven de pelo rizado,
«has dicho que la Tierra es una tapadera que cubre el aire, sin embargo el aire
se encuentra también por encima de ésta, aunque podría no estarlo, ya que no es
posible ni verlo ni tocarlo como se puede ver y tocar tu túnica».
«¿Quién eres tú, muchacho?», pregunta Anaxímenes.
«Soy Hecateo, hijo de Melanto.»
«De acuerdo, Hecateo, contestaré a tu pregunta: el aire está por
encima de nosotros, por debajo de nosotros, dentro de nosotros. Se escapa de tu
vista porque para mostrarse necesita la ayuda del Calor y del Frío, de lo Seco
y de lo Húmedo. A veces se ilumina con rayos, como el mar cuando es cortado por
los remos,[9] y esto ocurre cuando el
viento desgarra las nubes; a veces se tiñe con los colores del iris, y esto
sucede tras las tempestades, cuando los rayos del Sol visten los estratos más
densos.[10] Es aire todo lo que ves y
todo lo que no ves. Es aire también Hecateo.»
«Entiendo», responde el muchacho. «Es aire Hecateo y es aire también
Anaxímenes pero ahora háblanos del Sol y de la Luna.»
«El Sol es una mesa redonda que llamea en el cíelo porque su
movimiento, demasiado rápido, ha vuelto incandescentes sus estratos más
externos.[11] Pero mucha atención: el Sol
gira en torno a la Tierra y nunca por debajo de ella...»
«¿Y entonces por qué desaparece durante la noche?», pregunta otra vez
Hecateo, que ya no tiene ningún reparo en dirigirse al maestro.
«Porque en su camino nocturno va más allá de las tierras de los
tracios y de los odrisios, donde montañas gigantescas de hielo nos impiden su
visión,[12] hasta que llega, más
resplandeciente que antes, a las verdes llanuras de Nínive y de Babilonia e
ilumina los dos ríos.[13] Demasiado bajo para que lo
podamos ver, pero no tanto para la Luna, que precisamente toma del Sol su luz y
vaga por el cielo como una tabla pintada. Si, como afirmaba
Anaximandro, mi maestro y mi amigo, el astro luminoso girase por debajo de la
Tierra deberíamos ver desaparecer la Luna todas las noches, trocito a trocito,
como una flor a la que una muchacha inquieta le arranca uno a uno sus pétalos
coloreados.»
«¿Y las estrellas?»
«Algunas son vagantes como hojas de fuego: tuvieron su origen en la
Tierra a causa de la humedad y después se volvieron incandescentes a base de
sucesivas rarefacciones;[14] nosotros las llamamos
"planetas". Otras, casi la totalidad, están clavadas como si fueran
clavos[15] en la bóveda celeste que,
como dijeron los caldeos antes que nadie, es un hemisferio cristalino completamente
cubierto de hielo.[16]
Pero ahora, mis queridos amigos, la lección ha terminado. Regresad a Mileto y
que el sueño premie vuestro deseo de ciencia.»
Se vuelven a encender las antorchas. Comenzamos el descenso hacia la
ciudad y, mientras caminamos, todos discutimos con fervor sobre lo que ha dicho
el maestro. Si lo he entendido bien, según Anaxímenes el Universo es como una
de esas esferas de cristal que venden en las tiendas de souvenirs: ésas
que, cuando les das la vuelta, cae la nieve. Pues bien, en esta esfera de cristal la
Tierra es un disco plano situado justo en la mitad entre los dos hemisferios,
de los cuales el inferior está lleno de aire y el superior contiene el Sol, la
Luna y las demás estrellas. Yo también discuto con los alumnos y entonces me
doy cuenta de que el sendero se está haciendo cada vez más abrupto y peligroso.
Está muy oscuro y la luz de las antorchas no es suficiente para todos. ¿Dónde
se habrá metido la Luna? ¿Detrás de qué montaña se habrá escondido? Me gustaría
preguntárselo a Anaxímenes, pero no tengo valor. El filósofo no habla: también
él está intentando ver bien dónde pone los pies y, de vez en cuando, se apoya
en el brazo de Hecateo, que camina a su lado.
LUCIANO DE
CRESCENZO
[1] Para
los testimonios y los fragmentos relacionados con Anaxímenes, cfr. Los Presocráticos.
[2] Diógenes
Laercio, Vidas de los filósofos.
[3] Aecio.
[4] Simplicio,
Comentario a la física de Aristóteles.
[5] La
física moderna ha demostrado precisamente lo contrario de lo que afirmaba
Anaxímenes: en los aeriformes, la rarefacción produce un enfriamiento, mientras
que la compresión determina un aumento de la temperatura.
[6] Cicerón,
La naturaleza de los dioses.
[7] Hipólito, Confutación de todas las herejías.
[8] Aristóteles, El cielo.
[9] Aecio.
[10 Scoli ad Arato, Fenómenos.
[11] Pseudo-Plutarco, Stromata.
[12] Hipólito, Confutación de todas las herejías.
[13] El Tigris y el Eufrates.
[14] Teón de Esmirna, Elementos de astronomía.
[15] Hipólito, Confutación de todas las herejías.
[16] Aecio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario