sábado, 1 de junio de 2019

EL LIBRO DE LA SABIDURÍA CELTA - LA BELLEZA DE LA COSECHA INTERIOR


El tiempo como círculo
Al ojo humano le fascina mirar; disfruta de la belleza vir­gen de nuevos paisajes, la dignidad de los árboles, la ternu­ra de un rostro humano o la esfera blanca de la luna que bendice la tierra con un círculo de luz. El ojo siempre busca la forma de la cosa. Encuentra consuelo y una sensación de realización en ciertas formas. En lo más profundo de la mente humana reside una fascinación con la forma del círculo porque satisface un anhelo interior. Es una de las formas más antiguas y universales del cosmos. 

La realidad suele expresarse con esta forma. La Tierra es un círculo y el tiempo mismo parece ser de naturaleza circular. El círculo fascinaba al mundo celta y aparece constantemente en su arte. Los celtas transfiguraron la Cruz al entrelazarla con un círculo. La Cruz celta es un símbolo hermoso. El círculo alrededor de los brazos cura la soledad de estas dos líneas do­lo rosas; parece consolar y serenar su linealidad melancólica.

Para los celtas, el mundo natural estaba compuesto de varios reinos. El primero era el mundo natural subterráneo bajo la superficie del paisaje. Aquí habitaban los Tuatha de Danann o buena gente, las hadas. El mundo humano era el reino intermedio entre el subterráneo y el celeste. No exis­tían fronteras impermeables entre ambos. En lo alto estaba el mundo supersensible o superior de los cielos. Estas tres dimensiones se interpenetraban, participaban cada una en las demás. No era casual que se concibiera el tiempo como un círculo que abarcaba todo.
El año es un círculo. La estación del invierno se vuelve primavera; de ésta nace el verano y finalmente viene el oto­ño para completar el año. El círculo del tiempo jamás se interrumpe. Su ritmo se refleja en el día, que también es circular. Primero es el alba que nace de la oscuridad, crece hacia el mediodía y decrece hacia el atardecer hasta que vuelve la noche. 

El ser humano vive en el tiempo; por lo tanto, su vida es circular. Venimos de lo desconocido. Apa­recemos sobre la Tierra, vivimos en ella, nos alimentamos de ella y llegado el momento volvemos a lo desconocido. El mar sigue este ritmo; la marea fluye y refluye. 
Es como el aliento humano que entra, llena el pecho y vuelve a partir.

El círculo le da una bella perspectiva al proceso de en­vejecer. A medida que envejeces, el tiempo afecta a tu cuer­po, a tus vivencias y sobre todo a tu alma. Hay un gran pa­tetismo en el proceso de envejecer. A medida que tu cuerpo envejece, empiezas a perder el vigor natural y espontáneo de la juventud. El tiempo, como una marea lúgubre, carcome la membrana de tus fuerzas. Lo hará gradualmente hasta vaciar tu vida. Es uno de los problemas vitales que más afectan a todos. ¿Podemos transfigurar el daño que nos hace el tiempo? 

Para investigarlo, veamos primero nuestra afinidad con la naturaleza. Puesto que estamos hechos de arcilla, el ritmo exterior de las estaciones en la naturale­za se reproduce en nuestros corazones. Por eso, tenemos mucho que aprender del pueblo que elaboró y articuló su espiritualidad en hermandad con la naturaleza, es decir, los celtas. Ellos vivían el año como un ciclo de estaciones. Aunque no poseían una psicología explícita, tenían una gran intuición y sabiduría implícitas sobre los ritmos pro­fundos de la comunión humana, su vulnerabilidad, creci­miento y disminución.


Las estaciones en el corazón

Hay cuatro estaciones en el corazón de arcilla. Cuando es invierno en el mundo natural, los colores se desvanecen; todo es gris, negro o blanco. Los paisajes y los bellos colores empalidecen. La hierba desaparece y la tierra misma se congela en un estado de desolada retracción. En el invier­no, la naturaleza se retira. El árbol pierde sus hojas y se vuelve hacia su interior. Cuando es invierno en tu vida, su­fres dolor, dificultades o agitación. Lo más prudente es imitar el instinto de la naturaleza y retirarte hacia tu inte­rior. Cuando es invierno en tu alma, no conviene iniciar nuevos emprendimientos. Es mejor ocultarse, refugiarse hasta que pase el tiempo vacío y desolado. Tal es el remedio de la naturaleza, que se ocupa de sí misma en la hiberna­ción. Cuando padeces un gran dolor en tu vida, tú también debes buscar refugio en tu propia alma.

Una de las transiciones más bellas en la naturaleza es la que media entre el invierno y la primavera. Dijo un anti­guo místico zen: cuando se abre una flor, es primavera en todas partes. Cuando la primera flor inocente, infantil, se abre sobre la tierra, uno intuye la agitación de la naturaleza bajo la corteza helada. Una bella frase en gaélico dice ag borradh, «un temblor de la vida a punto de irrumpir». Los colores maravillosos y la vida nueva que recibe la Tierra hacen de la primavera un tiempo de gran exuberancia y es­peranza. En cierto sentido, la primavera es la estación jo­ven y el invierno es la vieja. El invierno estaba aquí desde el comienzo. Reinó durante millones de años en medio de una naturaleza muda y desolada, hasta que apareció la ve­getación. La primavera es una estación juvenil, que llega en medio de un torrente de vida y esperanza. En su corazón reina un gran anhelo interior. Es un tiempo en el cual el de­seo y la memoria se agitan y se buscan. Por consiguiente, la primavera en tu alma es un tiempo maravilloso para em­prender aventuras o proyectos nuevos, o realizar cambios importantes en tu vida. Si lo haces en ese momento, el rit­mo, la energía y la luz oculta de tu propia arcilla trabajan para ti. Estás en la corriente de tu crecimiento y potencial. La primavera en el alma puede ser bella, llena de esperan­zas, fortificante. Puedes realizar transiciones difíciles de manera natural, no forzada y espontánea.

La primavera florece y avanza hacia el verano. En esta estación la naturaleza se engalana de colores. En todas partes reinan la exuberancia, la fecundidad, una textura. El ve­rano es tiempo de luz, crecimiento y llegada. Uno siente que la vida secreta del año se oculta en invierno, empieza a asomar en primavera y termina de florecer en el verano.
Así, el verano en tu alma es un tiempo de gran equilibrio. Estás en el flujo de tu propia naturaleza. Puedes correr to­dos los riesgos que quieras, que siempre caerás de pie. Hay suficiente abrigo y profundidad de textura a tu alrededor para sostenerte, equilibrarte y cuidarte.

El verano da paso al otoño. Ésta es una de mis estacio­nes preferidas; las semillas sembradas en primavera y nu­tridas en el verano dan frutos en el otoño. Es la cosecha, la consumación del trayecto largo y solitario de las semillas a través de la noche y el silencio bajo la superficie de la Tie­rra. La cosecha es una de las grandes festividades del año. Era una época muy importante en la cultura celta, cuando la fertilidad de la tierra rendía sus frutos. Asimismo en el otoño de tu vida, los sucesos del pasado, las vivencias sem­bradas en la arcilla de tu corazón casi sin que lo supieras, rinden sus frutos. El otoño de la vida de la persona es tiem­po de recoger, de cosechar los frutos de la experiencia.



El otoño y la cosecha interior

Éstas son las cuatro estaciones del corazón. Pueden estar presentes más de una, aunque generalmente, en un mo­mento dado, una sola predomina en tu vida. La tradición acostumbra identificar el otoño como sincrónico con la vejez. En el otoño de tu vida cosechas tu experiencia. Es un bello trasfondo para comprender el envejecimiento. No es simplemente un proceso en el cual tu cuerpo pierde su apostura, fuerza y confianza en sí mismo. También te invi­ta a adquirir conciencia del círculo sagrado que envuelve tu vida. Dentro del círculo de la cosecha puedes recoger momentos y vivencias olvidados, reunirlos en tu seno. En realidad, si aprendes a concebir el envejecimiento, no como la muerte del cuerpo, sino como la cosecha de tu alma, verás que puede ser un tiempo de gran fuerza, segu­ridad y confianza. Al comprender la cosecha de tu alma en el marco del ciclo estacional deberías tener una sensación de serena alegría por la llegada de esta época de tu vida. De­bería darte fuerzas y permitir que adviertas cómo se te re­velará la comunión profunda del mundo de tu alma.

El cuerpo envejece, se debilita y enferma, pero el alma que lo rodea siempre lo protege con gran ternura. Es un gran consuelo saber que el cuerpo se encuentra dentro del alma. A medida que tu cuerpo va envejeciendo, puedes ver cómo tu alma lo sostiene y protege; entonces se desvanece el pá­nico, el miedo que se suele asociar con el envejecimiento. Así adquieres una mayor sensación de fuerza, comunión y seguridad. Envejecer te asusta porque parece que tu auto­nomía e independencia te abandonan contra tu voluntad. Para los jóvenes, los viejos parecen ancianos. Cuando em­piezas a envejecer, adquieres conciencia de la marcha veloz del tiempo. En verdad, la única diferencia entre una perso­na joven en la plenitud de su exuberancia y una persona muy vieja en un nivel físico débil y vacuo es el tiempo.

El tiempo es uno de los mayores misterios de la vida. Todo lo que nos sucede, ocurre en y a través del tiempo. Es la fuerza que lleva cada vivencia a la puerta de tu corazón. Todo cuanto te sucede lo controla y determina el tiempo. El poeta Paul Murray dice que el momento es «el lugar de peregrinaje al que peregrino».
El tiempo abre y expone el misterio del alma. Siempre me he maravillado ante la fugacidad y los misterios desple­gados por el tiempo. Lo expresé en mi poema Cabaña:

Estoy atento
detrás de la pequeña ventana
de mi mente y contemplo
el paso de los días, forasteros
que no tienen motivo para mirar dentro.

Visto así, el tiempo puede ser aterrador. El cuerpo hu­mano está rodeado de la Nada, que es el elemento aire. No hay una protección física visible en torno de tu cuerpo; cualquier cosa puede acercarse a tí en cualquier momento y desde cualquier dirección. El aire no detendrá los dardos del destino que vienen a clavarse en tu vida. La vida es in­creíblemente contingente e imprevisible.

La fugacidad hace de toda vivencia un fantasma


Uno de los aspectos más desoladores del tiempo es la fuga­cidad. El tiempo pasa y se lo lleva todo. Esto puede ser un consuelo cuando sufres. Te consuela pensar que ya pasará. Lo contrario es igualmente cierto: cuando lo estás pasando muy bien y te sientes feliz, estás con la persona amada y la vida no podría ser mejor. Esa tarde o día perfecto le dices en secreto a tu corazón: Dios mío, cuánto me gustaría que esto fuera así para siempre. Pero es imposible; todo tiene su fin. Fausto imploraba al momento que pasa: Verweile doch, du bist so schön. «Deténte un poco, eres tan bello...»
La fugacidad es la fuerza del tiempo que convierte toda vivencia en un fantasma. Jamás hubo un alba, por bella que fuese, que no diera lugar al mediodía. Jamás un mediodía dejó de correr hacia la tarde y ésta hacia la noche. Nunca hubo un día que no fuera a parar al cementerio de la noche. Así, todo lo que nos sucede se vuelve fantasma por obra de la fugacidad.

Nuestro tiempo se desvanece mientras lo vivimos. Es un hecho increíble. Formas parte de la trama del día, estás dentro de él, te rodea como una piel. Está alrededor de tus ojos y dentro de tu cerebro. El día te mueve; con frecuencia te agobia, o bien te eleva. Pero el hecho asombroso es que el día se va. Cuando miras detrás de ti, no ves tu pasado para­do allí en una serie de formas diurnas. No puedes pasearte por la galería de tu pasado. Tus días se desvanecen, en si­lencio, para siempre. Tu futuro aún no ha llegado. El único terreno del tiempo es el presente.

Nuestra cultura pone un acento fuerte y digno sobre la importancia y la sacralidad de la experiencia. En otras pala­bras, lo que piensas, crees o sientes seguirá siendo una fan­tasía si no lo incorporas a la trama de la experiencia. Ésta es la piedra de toque de la verificación, la credibilidad y la intimidad profunda. Sin embargo, toda experiencia está condenada a desaparecer. Esto plantea una pregunta fascinante: ¿existe un lugar secreto donde se reúnen nuestros días pasados? Como preguntó el místico medieval: ¿Adon­de va la luz cuando se apaga la vela? Creo que sí existe un lugar secreto de reunión de los días desvanecidos. 
El nom­bre de ese lugar es memoria.

Memoria: donde se congregan en secreto nuestros días desvanecidos

La memoria es una de las realidades más bellas del alma. El cuerpo, tan atado a los sentidos visuales, con frecuencia no reconoce a la memoria como el lugar de reunión del pasa­do. 
La imagen más potente de la memoria es el árbol. Re­cuerdo haber visto en el Museo de Ciencias Naturales de Londres un corte transversal de un secoya gigante de Cali­fornia. La memoria del árbol se remontaba al siglo v Los anillos de recuerdos estaban señalados por banderitas blancas que indicaban un suceso de la época. El primero era el viaje de san Columbano a lona, en el siglo VI; después venían el Renacimiento, los siglos XVII, XVIII y así hasta el momento actual.

Nuestra cultura moderna de la velocidad, el estrés y la superficialidad es tan pobre, entre otras razones, porque desdeña la memoria. La industria del ordenador se ha apro­piado del concepto. Es falso que el ordenador posea me­moria: tiene dispositivos de almacenamiento y recupera­ción. La memoria humana, en cambio, es sutil, sagrada y personal. Posee su propia selectividad y profundidad. Es un templo interior de sentimientos y sensibilidad. Dentro de ese templo se agrupan diversas vivencias de acuerdo con sus sensaciones y forma particulares. Nuestro tiempo pade­ce una amnesia profunda. Dijo el filósofo norteamericano Jorge Santayana: los que olvidan el pasado están condena­dos a repetirlo.

La belleza y oportunidad de la vejez te ofrecen un tiempo de silencio y soledad para que visites la casa de tu memoria interior. Puedes revisitar todo tu pasado. La me­moria es el lugar donde reside tu alma. Puesto que el tiem­po lineal se desvanece, la memoria es poderosa. En otras palabras, nuestro tiempo se presenta en días de ayer, hoy y mañana. Sin embargo, hay otro lugar en nuestro interior que vive en un tiempo eterno: el alma. Ésta, pues, vive en la eternidad. Por lo tanto, a medida que las cosas suceden en tus días de ayer, hoy y mañana y desaparecen con la fugaci­dad, caen en la red de lo eterno de tu alma que las conserva. Ésta las reúne, conserva y cuida. A medida que tu cuerpo envejece y se debilita, tu alma se enriquece, profundiza y fortalece. Con el tiempo, tu alma se vuelve más segura de sí; se intensifica la luz natural de su interior. El maravilloso Czeslaw Milosz escribió un bello poema sobre la vejez titu­lado Una provincia nueva. Ésta es la última estrofa:

Hubiese querido decir: «Estoy saciado,
lo que nos es dado probar, lo he probado».
Pero soy como quien va a la ventana, corre la cortina
y ve una celebración que no comprende.

Tír na n-óg. la tierra de la juventud

La tradición celta poseía una maravillosa intuición sobre la forma en que el tiempo eterno está incluido en la trama del tiempo humano. Está expresada en la historia de Oisín (Ossián), miembro de los Fianna, la organización de sol­dados celtas. Cayó en la tentación de visitar la tierra de Tír na n-Óg, la tierra de la juventud eterna, donde vivía la bue­na gente, es decir, las hadas. Oisín se fue con ellos y durante muchísimo tiempo vivió feliz con su mujer Niamh Cinn Oir, conocida como Niamh la del cabello dorado. El tiem­po, por ser jubiloso, transcurría con gran rapidez. La cali­dad de una vivencia es lo que determina el ritmo del tiem­po. Cuando se sufre, cada segundo se alarga hasta parecer una semana. Cuando se está contento y se disfruta de la vida, el tiempo vuela. 

El tiempo de Oisín pasaba rápida­mente en la tierra de Tír na n-Óg. Entonces empezó a echar de menos su antigua vida. Se preguntó cómo estarían los Fianna y que sucedería en Irlanda. Anhelaba volver a su patria, la tierra de Eire. Las hadas lo disuadían porque sa­bían que, como antiguo habitante del tiempo mortal y li­neal, corría el peligro de perderse. 

No obstante, decidió re­gresar. Le dieron un hermoso caballo blanco y le dijeron que no desmontara, porque se perdería. Montado en el gran caballo blanco, volvió a Irlanda. Allí lo aguardaba una gran soledad, porque su ausencia había durado cientos de años. Los Fianna habían desaparecido. Para consolar­se, visitó los antiguos terrenos de caza y los lugares donde habían banqueteado, cantado, contado viejas historias y reali­zado grandes hazañas. En el ínterin, el cristianismo había llegado a Irlanda. 

Cuando cabalgaba en su caballo blanco, Oisín vio a unos hombres que trataban vanamente de alzar una gran piedra para el muro de una iglesia. Él, que era sol­dado, poseía una fuerza descomunal y quería ayudarles, pero sabía que si desmontaba sería su perdición. Los miró de lejos y luego se acercó. No pudo contenerse. Quitó un pie del estribo y lo puso bajo la piedra para alzarla, pero en ese momento la cincha se rompió y Oisín cayó al suelo. En el momento de tocar la tierra de Irlanda se volvió un an­ciano débil y cubierto de arrugas. 
Esta hermosa historia muestra la coexistencia de dos niveles de tiempo. Quien cru­zaba el umbral observado por las hadas, terminaba atra­pado en el tiempo mortal y lineal. El punto de destino del tiempo humano es la muerte. El tiempo eterno es presen­cia ininterrumpida.

Tiempo eterno

Esta historia también revela que el ritmo de vida es distinto en el tiempo eterno. Una noche, un hombre de nuestra al­dea volvía a su casa por un camino donde no había casas. Mientras pedaleaba en la bicicleta, oyó una hermosa músi­ca que venía del interior de un muro próximo al mar. Saltó el muro y descubrió que en ese lugar desolado había una aldea. La gente parecía esperarlo y conocerlo; lo recibieron con júbilo. Le ofrecieron deliciosas bebidas y comidas. Su música era la más bella que había oído jamás. Pasó unas horas de gran felicidad. Entonces recordó que si no vol­vía a su casa, saldrían a buscarlo. Se despidió de los aldeanos.

Cuando llegó a su casa le dijeron que había estado ausente durante una quincena, aunque en el eterno mundo de las hadas le había parecido sólo media hora.
Diversos autores medievales cuentan una historia muy parecida sobre un monje al que podríamos llamar Fénix. Un día, mientras leía su libro de oraciones en el monaste­rio, un pájaro empezó a cantar. El monje se concentró en el canto hasta el punto de perder la conciencia de todo lo de­más. Finalmente cesó el canto, el monje volvió al monaste­rio, pero descubrió que no reconocía a nadie. Ni sus com­pañeros a él. Recordaba a los monjes con los que había convivido hasta media hora antes: pero todos habían desa­parecido. Los monjes consultaron sus anales, que, efectiva­mente, registraban la misteriosa desaparición de Fénix muchos años antes. En el nivel metafórico, la historia sos­tiene que el monje Fénix, por medio de su presencia real, había penetrado en el tiempo eterno, cuyo ritmo es distinto del tiempo humano normal y fragmentario.

Los cuentos de hadas celtas muestran una región del alma que habita el tiempo eterno. 
Hay en nuestro interior una región eterna, invulnerable a los estragos del tiempo normal. Shakespeare habla de los estragos del tiempo eter­no en su soneto 60:
Como en la playa al pedregal las olas, nuestros minutos a su fin se apuran, cada uno desplaza al que ha pasado y avanzan todos en labor seguida.

• (Trad. de Manuel Mújica Laínez)

El alma como templo de Ia memoria

Las historias celtas sugieren que el tiempo como ritmo del alma tiene una dimensión eterna que reúne y vela por todo. Aquí, nada se pierde. Es un consuelo hermoso: los sucesos de tu vida no desaparecen. Nada se pierde ni se olvida. Todo está conservado dentro de tu alma en el templo de la memoria. Por eso, en la vejez puedes regresar feliz y asistir a los tiempos pasados; recorrer las salas de ese templo, visi­tar los días que disfrutaste, así como los tiempos difíciles en los que creaste y formaste tu yo. La verdad es que la vejez, la cosecha de la vida, es un tiempo para reunir tus tiempos y los fragmentos de éstos. Así accedes a la unidad de ti mismo, ganas unas fuerzas, seguridad y comunión que nunca tu­viste cuando vivías distraído en la precipitación de tus días. La vejez es tiempo de regreso a tu naturaleza profunda, de entrada en el templo de la memoria donde tus días desva­necidos están reunidos en secreto y te aguardan jubilosos.

La idea de la memoria era muy importante en la espiri­tualidad celta. Hay bellas oraciones para distintos momen­tos: para el fogón, para encender el fuego y para mantener­lo encendido. De noche se cubrían las brasas con cenizas para protegerlas del aire. A la mañana siguiente, seguían encendidas. Hay una oración para los que encienden el fuego de la chimenea que evoca a santa Brígida, diosa pa­gana celta y a la vez santa cristiana. Brígida reúne los dos mundos fácil y naturalmente. En la psique irlandesa, el mun­do pagano y el cristiano no tienen conflictos, sino que se reúnen en amistad. Esta bella oración de los fogones tam­bién reconoce la memoria.

Brígida de las chimeneas, abrázanos,
señora de los candiles, protégenos,
guardiana del fogón, manten viva nuestra llama,
reúnenos bajo tu manto y
devuélvenos a la memoria
Madres de nuestra madre,
archimadres fuertes,
llevadnos de la mano,
recordadnos cómo
se enciende el fogón,
para que nos dé luz,
para conservar la llama,
vuestras manos alrededor de las nuestras,
nuestras manos dentro de las vuestras,
para encender la luz,
día y noche
El manto de Brígida a nuestro alrededor,
el recuerdo de Brígida en nuestro interior,
la protección de Brígida nos libra
del daño, la ignorancia, la impiedad,
de día y de noche,
del alba al ocaso,
del ocaso al amanecer.

He aquí un bello reconocimiento del círculo de la me­moria que reúne todo en bella unidad.
En un sentido positivo, cuando envejeces llega el tiem­po de visitar el templo de tu memoria para integrar tu vida.

La integración es un paso vital en el regreso al yo. Lo que no se integra permanece fragmentado; a veces puede provocar un gran conflicto interior. Hay mucho para integrar den­tro de cada persona. Camus dijo que después de un día en el mundo uno podría pasar el resto de su vida incomunica­do en una celda y aun así le quedarían para descifrar las di­mensiones de ese día. No somos conscientes de todo lo que nos sucede en el círculo de un solo día. Visitar el templo de la memoria no es un mero regreso al pasado; es despertar e integrar todo lo que nos sucede. Es parte del proceso de reflexión que da profundidad a la experiencia. Todos tene­mos experiencias, pero como dijo T.S. Eliot, las vivimos sin comprender su significado. Cada corazón humano busca el significado de sus vivencias, porque en él está el refugio más seguro. La significación es la hermana de la experien­cia. Descubrir el significado de algo que te ha sucedido es una de las formas esenciales de llegar a tu comunión inte­rior y descubrir la presencia protectora de tu alma. La Biblia pone esta frase asombrosa en boca del profeta Hageo:
«Sembráis mucho y recogéis poco». En todo lo que te suce­de se planta una semilla de experiencia. Es igualmente importante que coseches esa experiencia.

Autocomprensión y el arte de la cosecha interior

La vejez puede ser un tiempo maravilloso para desarrollar el arte de la cosecha interior. ¿Qué significa cosecha inte­rior? Que empiezas a recoger los frutos de tu experiencia.
Los clasificas, seleccionas e integras. La cosecha interior es esencial en las áreas abandonadas de tu vida. Las zonas de abandono interior claman por tu atención. Exigen que co­seches. Así podrán volver del exilio falso a las que las con­denó la negligencia y entrar en el templo del arraigo, el alma. Esto es necesario principalmente en relación con las cosas que te han resultado difíciles en la vida, cosas a las que opusiste una gran resistencia. 
Tus heridas interiores claman por la curación. Puedes hacerlo de dos maneras. 

Una es la del análisis, que consiste en volver sobre la herida para reabrirla. Le quitas la piel protectora que la cubre. Ha­ces que vuelva a doler y sangrar. La terapia en buena medi­da contrarresta el proceso de curación. Tal vez existe un medio menos perturbador para atender tus heridas. Por­que el alma tiene sus propios tiempos naturales de cura­ción. Por consiguiente, muchas de tus heridas han curado bien y no debes volver a abrirlas. Si quieres, puedes hacer una lista de tus heridas y pasar los próximos treinta años reabriéndolas hasta convertirte en un Job, con el cuerpo cubierto de llagas. Si te afanas en este ejercicio de la herido-logia, transformarás tu alma en una masa de llagas puru­lentas. Cada uno posee una libertad maravillosa pero pre­caria en relación con su vida interior. Por eso debemos tratarnos con una gran ternura.

La sabiduría de la presencia espiritual, del alma, indica que dejemos en paz ciertos aspectos de nuestra vida. Es el arte de no intromisión espiritual. Ahora bien, otros aspec­tos de tu vida claman por tu atención; requieren que tú, su protector, vayas a cosecharlos. Puedes descubrir cuáles son en el templo de la memoria y visitarlos con ternura y espíritu protector. Tu presencia creativa en estas, áreas puede adoptar, entre otras formas, la de la comprensión. Algunas personas son comprensivas con los demás pero excesiva­mente severas consigo mismas. 

Una de las cualidades que puedes desarrollar, especialmente a medida que envejeces, es la comprensión de ti mismo. Cuando visites las heridas en el templo de la memoria, los lugares donde cometiste errores graves y sientas fuertes remordimientos, no seas implacable contigo. Acaso algunos de esos errores te ayu­darán a madurar. En ese viaje espiritual, los errores suelen contarse entre los mejores momentos. Te llevaron a un lu­gar que de otro modo hubieras evitado. Debes volver a tus errores y heridas con comprensión y ternura. Trata de re­cuperar el ritmo en que vivías en ese momento. Si visitas esta configuración de tu alma con perdón en el corazón, ella ocupará tu lugar. Cuando perdonas a tu yo, las heridas interiores empiezan a curarse. Vuelves del exilio de la heri­da al júbilo de la comunión interior. Este arte de la integra­ción es de gran valor. Tu voz interior más profunda te indi­cará qué lugares debes visitar; confía en ella. Esto no se ha de enfocar de manera cuantitativa, sino espiritual, con ter­nura. Si llevas esta luz benigna a tu alma y sus heridas, ob­tendrás una curación interior insospechada. Las heridas se curarán si las cuidas con espíritu comprensivo.

Para conservar algo bello en tu corazón

El alma es el refugio natural en tomo de tu vida. Si no lo has deteriorado a lo largo de tu vida, tu alma te envolverá y protegerá. Aplicar la luz de neón del análisis a tu alma y tu memoria puede ser muy dañino, sobre todo en la vulnera­bilidad de tu vejez. Deja que tu alma sea natural. Desde esta perspectiva, la vejez puede ser un tiempo vulnerable. Mu­chas personas se angustian y asustan al envejecer. Es en esos tiempos difíciles y vulnerables cuando más debes ocuparte de tu yo. Me encanta la frase de Blas Pascal: «En tiempos difíciles siempre debes conservar algo bello en tu corazón». Acaso tuvo razón el poeta al afirmar que, en definitiva, nues­tra salvación será la belleza.

Es tu visión del futuro lo que da forma a éste. Dicho de otra manera, las expectativas ayudan a crear el futuro. Mu­chos de nuestros problemas no son propiamente nuestros. Los atraemos con nuestra actitud pesimista. Una amiga mía de Cork tenía una anciana vecina llamada Mary. Ésta era conocida por su actitud pesimista y negativa. Siempre estaba despotricando. Un vecino se cruzó con ella una her­mosa mañana de mayo. Brillaba el sol, las plantas estaban en flor y la naturaleza misma parecía bailar. El vecino dijo:
«Hermoso día, ¿verdad, Mary?». Ella respondió: «Sí, sí, pero ¿y mañana?». No podía disfrutar de la belleza que la rodeaba porque temía que el día siguiente fuera malo. Los problemas no son meras constelaciones del alma y la con­ciencia; con frecuencia adquieren forma espiritual. Digamos que pequeños enjambres de desdichas andan revoloteando por el aire. Te ven pesimista y melancólico, y calculan que podrán alojarse en ti durante una semana, unos meses, acaso un año. Si bajas tus defensas naturales, las desdichas pueden entrar y ocupar diversos lugares en tu mente. Cuanto más tiempo dejas que permanezcan ahí, más difícil será expulsarlas. La sabiduría natural parece indicar que tu vida se portará contigo tal como tú te portas con ella. La compren­sión y la esperanza te redituarán lo que realmente necesitas.

La vez es tiempo de la segunda inocencia. La primera inocencia, la del niño, se basa en la confianza ingenua y la ignorancia. La segunda llega después de haber vivido pro­fundamente, cuando conoces la desolación de la vida, su increíble poder de desilusionar y a veces destruir. Sin em­bargo, aunque tu realismo reconoce la potencialidad nega­tiva de la vida, tu perspectiva sigue siendo sana, esperanza­da y luminosa. Ésta es una clase de segunda inocencia. Es hermoso contemplar el rostro surcado de arrugas de una persona anciana, un rostro que ha vivido, y ver en sus ojos una bella luz. Es la luz de la inocencia, no como falta de ex­periencia, sino como confianza en lo bueno, lo verdadero, lo hermoso. Esa mirada de un rostro anciano es como una bendición; en su presencia te sientes bien y en plenitud.

El campo luminoso

Una de las actitudes negativas más dañinas para con el pro­pio pasado o la memoria es la de arrepentirse. Con fre­cuencia imagina un pasado muy distinto de lo que real­mente fue. La canción de Edith Piaf, Je ne regrette ríen, es hermosa por su aceptación libre y total del pasado.
Conozco una mujer solitaria que ha llevado una vida muy desprotegida. Ha sufrido mucho y con frecuencia tie­ne problemas graves, pero una vez me dijo: «No lamento nada. Es mi vida y en cada cosa negativa que me sucedió siempre había una luz oculta». Esa visión integradora le per­mitía recuperar tesoros ocultos en las dificultades del pasado. A veces las dificultades son las mejores amigas del alma. Un hermoso poema del galés R.S. Thomas se refiere a la mira­da retrospectiva, la sensación de haber pasado por alto algo importante o lamentar algo que uno no hizo. Se titula El campo luminoso:

He visto la luz abrirse paso
para iluminar un campo pequeño
unos minutos y he seguido mi camino
y lo he olvidado. Pero era la perla
de gran valor, el campo que guardaba
el tesoro. Ahora comprendo
que debo entregar todo lo que tengo
para poseerlo. La vida no consiste
en correr hacia un futuro que se aleja o desear
un pasado imaginario. Es desviarse
como Moisés hacia el milagro
de la zarza ardiente. Hacia una luminosidad
que parece efímera como tu juventud,
pero es la eternidad que te aguarda.

En este hermoso poema campea la concepción celta del tiempo. Tu tiempo no es sólo pasado o futuro, sino que siempre habita el círculo de tu alma. Todo tu tiempo está reunido, y tu futuro te aguarda. En cierto sentido, tu pa­sado no se ha ido: está oculto en tu memoria. Es la semi­lla profunda de la eternidad que te espera para recibirte. Es una forma sana de contemplar el futuro que viene hacia ti.

El corazón apasionado jamás envejece

Las personas ancianas suelen irradiar una ternura conmo­vedora. La edad no depende exclusivamente del tiempo cronológico, sino que está relacionada con el tempera­mento. Conozco jóvenes de dieciocho, veinte años, tan se­rios, adustos y melancólicos que hablan como personas de noventa. Por el contrario, conozco algunos ancianos pícaros, traviesos, divertidos; su presencia está llena de vivaci­dad. Trasuntan una sensación de luminosidad, de alegría. A veces desde un cuerpo muy anciano te contempla un alma increíblemente joven y vital. Es muy estimulante co­nocer a una persona anciana que sigue fiel a su fuerza vital joven y salvaje. El Maestro Eckhart lo dijo de manera mu­cho más formal: hay un lugar en el alma que es eterno. El tiempo envejece, pero hay un lugar en el alma que el tiem­po no puede tocar. Es hermoso conocer esta verdad sobre uno mismo. Aunque el tiempo surcará tu rostro, debilitará tus miembros, te volverá más lento y finalmente agotará tu vida, hay un lugar en tu espíritu al cual no puede acercarse. Eres tan joven como te sientes. Si empiezas a sentir el calor de tu alma, habrá siempre un espíritu juvenil en tí que na­die podría quitarte. Dicho de manera más formal, es una forma de habitar la parte eterna de tu vida. Sería muy lamen­table que en tu único viaje a través de la vida pasaras por alto esta presencia eterna a tu alrededor y en tu interior.

En el joven hay una gran intensidad y deseo de aventu­ra. Quiere hacerlo todo. Quiere todo, ahora mismo. La ju­ventud generalmente no es tiempo de reflexión. Por eso Goethe dijo que en general es un derroche dar la juventud a los jóvenes. Uno va en todas las direcciones sin estar seguro de su camino. Un vecino mío tiene problemas de alcoholis­mo. La taberna más próxima está en otro pueblo. Si quisie­ra ir en auto, tendría que llegar hasta la aldea vecina. Una noche, mi hermano vio a este hombre en el camino y detu­vo su auto para llevarlo. Pero el hombre no quiso: «Aunque camino hacia allá, voy en la otra dirección». En el mundo mo­derno, muchas personas caminan en una dirección, pero su vida va en dirección contraria. La vejez ofrece la oportu­nidad de integrar y reunir las múltiples direcciones en que uno ha viajado. Es tiempo de reunir el círculo de la vida, de despertar el anhelo y vivificar nuevas posibilidades.

El fuego del anhelo

La sociedad moderna se basa en una ideología de la fuerza y la imagen. Por consiguiente, los viejos suelen quedar marginados. La cultura moderna está obsesionada por lo superficial, la imagen, la velocidad y el cambio; está impul­sada por ellas. En tiempos antiguos se consideraba a los an­cianos personas de gran sabiduría. Se trataba a los mayores con veneración y respeto. El fuego del anhelo arde vigoro­so en el corazón del anciano. Nuestra concepción de la be­lleza se ha empobrecido porque la hemos reducido a una cara bonita. Hay un culto a la juventud en el que todos tra­tan de conservar el aspecto juvenil. Hay cirugías plásticas e infinitos métodos para conservar la imagen de la juven­tud. En realidad, esto no es belleza. La verdadera belleza es una luz que viene del alma. A veces, en el rostro de un anciano ves esa luz detrás de las arrugas; es una visión de ex­quisita belleza. Yeats expresa esta pasión y anhelo en su her­mosa Canción del errante Aengus:

Me fui a la avellaneda
por culpa del fuego que tenía en la cabeza,
corté y pelé una rama fina
y até una baya a un cordel.
Y cuando las polillas blancas echaron a volar
y las estrellas comenzaron a titilar,
tiré la baya a un arroyo
y pesqué una trucha de plata.
Cuando la tuve en el suelo,
me puse a encender una hoguera,
pero algo se agitó en el suelo
y alguien me llamó por mi nombre.
Se había convertido en mujer de humo,
tenía flores de manzano en el pelo,
pronunció mí nombre, echó a correr
y desapareció en el aire tornasolado.
Aunque soy viejo y vagando voy por tierras bajas y tierras montañosas, averiguaré dónde ha ido, besaré sus labios, le cogeré la mano;
pasearé entre las matas altas y manchadas y arrancaré, hasta que el tiempo se consuma, las manzanas plateadas de la luna, las manzanas doradas del sol.

Envejecer: invitación a una nueva soledad

La perspectiva de envejecer puede ser aterradora debido a la nueva soledad en tu vida. Una nueva serenidad se asienta sobre el marco exterior de tu vida activa, el trabajo realiza­do, la familia que has formado y la función que has cum­plido. La quietud y la soledad se apoderan de tu vida. Esto no tiene nada de aterrador. Tu nueva serenidad y soledad, empleadas de manera creativa, pueden ser dones maravillo­sos, recursos muy fecundos para ti. Una y otra vez nuestro desasosiego nos lleva a pasar por alto los grandes tesoros de nuestra vida. En nuestra mente siempre estamos en otra parte. Rara vez nos encontramos en el lugar donde estamos y en el tiempo de ahora. Muchas personas son acosadas por el pasado, por las cosas que no hicieron, que debieron haber hecho y por ello están arrepentidas. Son prisioneras del pasado. Otras se ven acosadas por el futuro; viven an­gustiadas y preocupadas por el porvenir.
Entre tanto estrés y prisa, pocos pueden habitar el pre­sente. Una de las alegrías de la vejez es que tienes más tiem­po para estar inmóvil. Pascal dijo que muchos de nuestros problemas más graves se deben a nuestra incapacidad para estar quietos en una habitación. La quietud es vital para el mundo del alma. Si la adquieres a medida que envejeces, descubrirás que puede ser una gran compañera. Los frag­mentos de tu vida tendrán tiempo para unirse, los lugares donde tu alma protectora está herida o rota podrán curarse o juntarse. Podrás volver a tu yo. En esta quietud podrás conversar con tu alma. Muchas personas se pasan por alto a sí mismas durante el trayecto de su vida. Conocen a otras personas, lugares, destrezas, trabajos, pero lo trágico es que jamás se conocen a sí mismas. La vejez puede ser un her­moso momento para conocerte, acaso por primera vez. T.S. Eliot dijo que el fin de toda nuestra exploración será llegar al lugar de donde partimos y conocerlo por primera vez.

Desolación: la clave del valor

Cuando te conoces demasiado bien, en realidad eres un ex­traño para ti mismo. A medida que envejeces, tienes más tiempo para conocerte. Esta soledad puede volverse deso­lación conforme envejeces. La desolación es muy penosa. Un amigo mío que vivía en Alemania me habló de su guerra contra la nostalgia. El temperamento, el orden, las estruc­turas y la superficialidad de los alemanes le resultaban muy penosos. Durante el invierno tuvo gripe y la soledad que había reprimido vino a acosarlo. En su desesperada desola­ción, decidió dar rienda suelta a esos sentimientos en lugar de evitarlos. Se sentó en un sillón y se concedió libertad para sentirse solo. En cuanto tomó esta decisión, se sintió como el huérfano más abandonado del cosmos. Lloró sin poder contenerse. De alguna manera, lloraba por toda la soledad que había ocultado en su vida. La experiencia, aunque dolorosa, fue extraordinaria. Al romper los diques interiores, modificó su relación con la soledad. Jamás vol­vió a sentirse solo en Alemania. Una vez liberado, abrazó su soledad, hizo las paces con ella, la convirtió en parte na­tural de su vida. Una noche, estando en Connemara, conver­saba sobre la soledad con un amigo. Me dijo: Is pol dibh doite Jan t-uaigness ach ma dhdnann td sdas J, ddnfaidh td amach go leor eile at go h-lainn chomh maith, es decir: «La soledad es un agujero, pero si lo cierras, también cierras muchas cosas que pueden ser hermosas para ti». No debemos temer esa soledad. Si hacemos las paces con ella, puede darnos una libertad desconocida.

La sabiduría como apostura y gracia

La sabiduría es otra cualidad de la vejez. En sociedades an­tiguas a los ancianos se les llamaba mayores en virtud de la sabiduría que habían cosechado por haber vivido tanto tiempo. Nuestra cultura está obsesionada por la informa­ción. Hay más información disponible en el mundo que nunca antes. Tenemos muchos conocimientos sobre todas las cosas imaginables. Pero hay una gran diferencia entre la sabiduría y el conocimiento. Puedes saber muchas cosas, poseer muchos datos sobre distintas cosas e incluso sobre ti mismo, pero lo que te conmueve es aquello que com­prendes profundamente. La sabiduría es una forma pro­funda de conocer. Es el arte de vivir en consonancia con el ritmo de tu alma, tu vida y lo divino. Es la forma como apren­des a descifrar lo desconocido; y éste es nuestro compañero más íntimo. La cultura celta y el antiguo mundo irlandés pro­fesaban un gran respeto por la sabiduría. En esa sociedad pre­dominantemente matriarcal muchas de estas personas sabias eran mujeres. La maravillosa tradición de la sabiduría celta se prolongó en el monacato irlandés. Mientras Euro­pa vivía años de oscurantismo, los monjes irlandeses con­servaban la memoria de la cultura. Crearon centros de enseñanza en toda Europa. Los monjes irlandeses recivilizaron el continente, y sus enseñanzas sirvieron de base para el maravilloso escolasticismo medieval con su fecun­da cultura.

Era tradicional que cada región de Irlanda tuviera su propio sabio. En el condado de Clare había una mujer sa­bia llamada Biddy Early (Biddy significa «criticona»). En Galway había otra mujer llamada Cailleach an Clochain, o anciana de Clifden, que poseía también esta sabiduría. Cuando una persona estaba desconcertada o preocupada por el futuro, visitaba a un sabio. Con sus consejos, apren­día a encararse con su destino, a vivir más profundamente y a sentirse protegida del peligro y la destrucción inminen­tes. Se suele asociar la sabiduría con el tiempo de la cosecha en la vida. Lo que está desparramado carece de unidad; lo cosechado alcanza la unidad y la comunión. Pues bien, la sabiduría es el arte de equilibrar lo conocido con lo desco­nocido, el sufrimiento con la alegría; es una manera de in­tegrar la vida en una unidad nueva y más profunda. Nues­tra sociedad haría bien en prestar atención a la sabiduría de los ancianos, integrarlos en el proceso de toma de decisio­nes. La sabiduría de los mayores nos permitiría elaborar una visión coherente del futuro. En definitiva, la sabiduría y la visión son hermanas; la creatividad, crítica y clarivi­dencia de la visión emanan de la mente de la sabiduría. Los mayores son grandes tesoros de sabiduría.

La vejez y los tesoros del crepúsculo

La vejez es también el crepúsculo de la vida. En la costa oc­cidental de Irlanda los crepúsculos son hermosos, con una luz mágica. Muchos artistas vienen a trabajar en esta luz. El crepúsculo en el oeste de Irlanda es una hora de colores hermosos, que parecen aflorar después de haber estado ocultos bajo la luz blanca del día; cada color tiene una gran profundidad. El día se despide con gran decoro y belleza. Esa despedida se expresa en la magia de los colores hermo­sos. El ocaso da la bienvenida a la noche. Sus colores pare­cen penetrar en ella para volverla habitable y llevadera, un lugar de luz oculta. Asimismo en la vejez, el crepúsculo de la vida, muchos tesoros que pasaron inadvertidos en tu vida se vuelven visibles y están a tu disposición. Suele suce­der que sólo la percepción crepuscular te permite contem­plar los misterios de tu alma. Ésta corre a ocultarse de la luz de neón del análisis. La percepción crepuscular puede ser un umbral que invita al alma a desechar su timidez para que puedas contemplar sus bellos lineamientos de anhelo y potencialidad.

Vejez y libertad

La vejez también puede ser el tiempo de poner distancias. Tu percepción lo requiere. Las cosas demasiado próximas no se ven. Por eso no solemos valorar a las personas más cercanas a nosotros. No podemos dar un paso atrás para contemplarlas con la veneración y el reconocimiento que merecen. Tampoco nos miramos a nosotros mismos por­que nos arrastra el torbellino de la vida. En la vejez, cuando tu vida se serena, podrás tomar distancia para ver quién eres, qué te ha hecho la vida y qué hiciste tú de ella. La vejez es tiempo de despojarse de muchas cargas falsas que uno ha arrastrado a través de los años de duras pruebas. Algu­nas de las cargas más pesadas son las que uno mismo elige llevar. Personas que dedican años a fabricarse una carga pesada suelen decir: «Yo llevo mi cruz a cuestas, Dios me ayude, espero que Dios me recompense por llevarla». Ton­terías. Al ver a esas personas que llevan cargas inventadas por ellas mismas, Dios seguramente piensa: «Necios, cómo pueden creer que ése es el destino que yo les reservé. Es el fruto del uso negativo de la libertad y las posibilidades que yo les di». Las cargas falsas pueden caer en la vejez. Una manera de empezar es preguntarse: ¿qué cargas he sobre­llevado yo solo? Algunas seguramente son reales, pero otras es probable que las hayas fabricado y recogido tú. Al despojarte de ellas, te quitas una gran presión y peso de en­cima. Experimentarás una agilidad y una gran libertad in­terior. La libertad puede ser uno de los frutos maravillosos de la vejez. Puedes reparar los daños que te infligiste ante­riormente en la vida. Este conjunto de posibilidades está resumido en este magnífico pasaje del gran poeta mexica­no Octavio Paz:

Con gran dificultad y avanzando a razón de un milímetro por año, tallo un camino en la piedra. Durante milenios he gastado mis dientes y roto mis uñas para llegar allí, al otro lado, a la luz y el aire libre. Y ahora que mis manos sangran y mis dientes tiemblan, inseguro en una cueva, doble­gado por la sed y el polvo, me detengo a contem­plar mí obra. He pasado la segunda parte de mi vida quebrando las piedras, taladrando los mu­ros, derribando las puertas, quitando los obstácu­los que coloqué entre la luz y yo en la primera parte de mi vida.

Bendición para la vejez

Que la luz de tu alma te cuide,
Que tus preocupaciones y angustias sobre la vejez se transfiguren.
Que junto con el ojo de tu alma se te conceda sabiduría para ver este bello tiempo de cosecha.
Que tengas paciencia para cosechar tu vida, para curar las heri­das, para permitir que se aproxime y se vuelva parte de ti.
Que tengas una gran dignidad y sentido de tu libertad, y sobre todo se te conceda el maravilloso don de conocerla luz eterna y la belleza que hay en ti.
Bendito seas y ojalá encuentres en ti mismo un gran amor por ti mismo.


JOHN O´DONOHUE


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