Después
de Tales, Anaximandro y Anaxímenes, tenemos a Peppino Russo de Nápoles, nacido
en 1921 d.C. y muerto en 1975. Considero a Russo, con todo derecho, como el
último de los filósofos de Mileto y puedo demostrarlo perfectamente, aunque me
doy cuenta de que la inclusión de un pensador llamado Peppino en la historia de
la filosofía griega puede parecer a algunos una provocación. Pero intentemos
comprender cómo están las cosas.
Tales
decía que todo estaba lleno de Dioses, Anaximandro estaba convencido de que los
elementos naturales eran divinidades en permanente lucha entre sí, y Anaxímenes
pensaba que también las piedras tenían alma. Pues bien, al hilo de estas
afirmaciones, Peppino Russo afirmó que todas las cosas del mundo tenían un alma
que le habían arrebatado a los hombres en el transcurso de su existencia. A
partir de aquí podría hablar de hilozoísmo y de inmanentismo panteístico, pero
temo que el lector se asuste y deje para siempre el estudio de la filosofía,
así que me limitaré a contar que entre los filósofos antiguos,[1]
de vez en cuando aparecía uno a quien le gustaba creer que todas las cosas del
mundo estaban animadas. Esta forma de pensar fue definida como
"hilozoísmo", palabra griega compuesta por hýle. que significa
"materia" y zoé que significa "vida".
Mi
encuentro con Peppino Russo fue completamente casual: en el 70 don Peppino
vivía en Roma en una casita
de las afueras, por la zona de Vigna Stelluti. Un día, para evitar un
embotellamiento de tráfico en la Cassia antigua, me metí por un callejón
transversal y después de un par de curvas, cuando menos me lo esperaba, surgió
ante mí un espectáculo increíble: en cien metros, todos los árboles que daban a
la carretera estaban cargados de muñecas y de juguetes viejos. A pesar de mis
prisas, me detuve y pedí explicaciones a la única persona que conseguí
encontrar en la zona. No tuve suerte: el hombre se mostró en seguida irritado
por mis preguntas, que ya no podía más, que esa payasada era obra de er bambolaro
("muñequero") y que era inútil que me quedara allí esperando, “¡total
ése se pasa el día buscando muñecas entre las basuras! ”.
En
los días siguientes pasé otras veces por la "calle de las muñecas",
pero sin conseguir ver nunca a aquel famoso bambolaro; en compensación,
la escena se me hacía cada vez más familiar: de día era como una fiesta navideña,
de noche una película de Dario Argento. Por cierto, se me olvidaba decir que er
bambolaro, un poco como aquellos Sabios del oráculo de Delfos, solía colgar
grandes carteles con letreros. Intentaré citar alguno de memoria: "Hombre,
tú eres la naturaleza, si la destruyes te destruirás a ti mismo"; y otra:
"Ayer por la noche el mundo me dio miedo"; y otra más: "Eres
grande y sin embargo no eres capaz de vivir sin hacer la guerra."
Por
fin un buen día apareció por detrás de un seto un hombre con un estropeado
osito de peluche entre las manos. Me detuve.
"Buenos
días" dije, sin bajarme del coche.
"Buenos
días", me respondió él.
"Perdone,
pero me gustaría saber el motivo por el que... o sea, quería decir, siempre que
no sea indiscreto, quede claro, ¿por qué usted...
"...cuelgo
muñecas de los árboles?", dijo don Peppino evitándome el embarazo de una
pregunta directa.
"Bueno,
ya sabe cómo es a veces... la curiosidad."
"¿Le
han dicho ya que estoy loco?"
"Pues
no", contesté diplomáticamente y hablándole de usted también,
"digamos que me encontré con un tipo a quien usted no le debía de caer muy
bien".
"¿Usted
cree en la existencia del alma?"
"¡Cómo
no!" exclamé. "Vamos que sí... quiero decir que... prácticamente lo
creo."
"No
parece que esté muy convencido."
"No,
no, que sí."
"Pues
entonces, si me lo permite, me parece que yo creo un poquitín más que
usted", precisó él echándose a reír. Luego se puso serio de pronto y me
miró a los ojos fijamente, como queriendo averiguar ante qué clase de tipo se
encontraba. "Escuche, haga una cosa: aparque ahí el coche y entre conmigo
a tomar un café."
En
realidad me dio de comer pan, queso y habas, lo cual me hizo recordar un poco a
Epicuro y su frugalidad. Entre un vaso de vino y una loncha de queso de oveja,
me contó todo lo que quería saber acerca de su vida y de su teoría del alma.
Don
Peppino había sido suboficial de Aviación, creo recordar que sargento mayor,
sabía tocar el violín y en los ratos libres también pintaba. Como todos los
filósofos de la escuela milesia viajó mucho: estuvo en América, en Australia,
en Francia y, hecho importantísimo para nuestra historia, en Rodas, donde tras
haber desembarcado como prisionero de guerra en el 42, se quedó a trabajar
durante nueve años seguidos. Para quien no lo sepa, la isla de Rodas se
encuentra unos pocos kilómetros al sur de Mileto. Como suele decirse: ¡las
vueltas que da la vida!
"Entonces,
don Peppí, me estaba diciendo que según usted todas las muñecas tienen
alma."
"Usted
corre demasiado, mi querido profesor, las cosas no van por ahí", precisó
mi filósofo mientras cortaba con una navajita lonchas de queso de oveja.
"No es que todos los juguetes, en cuanto salen de la fábrica, tengan en
seguida alma. No, señor, en ese momento sólo son unos simples objetos sin ninguna
individualidad. Pero cuando un niño empieza a quererles, algunos pedacitos del
alma de ese ser que ama se meten dentro del plástico y lo transforman en
materia viva. Desde ese momento ya no se pueden tirar, aunque estén rotos y
magullados. Y por esta razón yo los voy recogiendo por todas partes y les hago
seguir viviendo en los árboles, entre las flores, bajo el sol y la
lluvia."
"Esto
que ocurre con las muñecas, ¿ocurrirá igual con cualquier otro tipo de
objeto?"
"Es
lógico. Lo importante es tener claro en la mente qué significa para nosotros
«vida» y qué significa «muerte». Ahora quisiera hacerle una pregunta muy
personal: ¿ha visto alguna vez el cadáver de algún ser querido?" Don
Peppino esperó un momento mi respuesta y después, acercando su silla, siguió
hablando en voz más baja: "A mí me ocurrió con mi padre. Siempre pensé que
el día de su muerte habría hecho, como decimos en Nápoles, cose 'e pazze,* que el dolor me habría destrozado.
Pues bien, aunque no se lo crea, cuando sucedió de verdad no experimenté ninguna
emoción, digamos que no pude echar ni una lagrimita. Estaba allí, de pie, sin
decir ni una palabra, y mientras tanto buscaba dentro de mí alguna
justificación. Me decía a mí mismo: no lloro porque estoy atontado, no lloro
porque no consigo pensar. No, señor, la explicación de mi comportamiento era
mucho más elemental: ¡yo me negaba a reconocer el cadáver! Ese cuerpo ahí
tendido sobre el lecho mortuorio, sólo era una cosa, claramente carente de
alma, que no tenía nada que ver con mi padre."
Se interrumpió, se levantó súbitamente y salió de la habitación para
volver a entrar en seguida con algunos objetos entre sus manos. Eran unas
gafas, un reloj de ferroviario
con el cristal resquebrajado, una agendita de teléfonos, una pipa y un
pisapapeles de mármol con forma de león.
"Al
día siguiente, cuando entré en su habitación para buscar unos documentos, vi
algunos de esos objetos que solemos llamar «efectos personales». Verlos y
sentir que me invadía la emoción fue todo uno: ¡por fin conseguía llorar! Ahí
era donde se había escondido mi padre: en el plaid escocés, en la pluma
con la capucha de oro, en la butaca de piel con los brazos despellejados, en
las muchas cosas con las que había compartido cada día su soledad."
Habría
querido decir algo, pero no se me ocurrió nada. Además la visión de esas
baratijas me había transmitido una extraña sensación de malestar, como si
realmente me encontrase en presencia del padre de don Peppino. Hice otra
pregunta, una cualquiera, para romper el silencio:
"¿También
este cuchillo tiene alma?"
"Puede
estar seguro", me contestó sin vacilar; y cogió la navajita por la parte
de la hoja haciéndola oscilar delante de mis ojos. "Aquí hay un trozo de
mi alma y, añado, de mi carácter. Este cuchillo, gracias a la influencia de una
persona amante de la paz, hoy se ha convertido en un utensilio doméstico,
carente de toda agresividad, útil sólo para cortar el queso. Pero existe
también el alma de esta habitación, la del barrio y la de la ciudad entera.
Estas últimas son almas complejas, obtenidas de la superposición sucesiva de
almas influyentes."
"¿Quiere
usted decir una especie de media aritmética de las almas de quienes viven en un
lugar?"
"Pues
no. El alma de una ciudad es una entidad en sí misma, una presencia que se ha
ido formando en el tiempo y que ha sido construida por los individuos que han
gozado y sufrido en ella en el curso de los siglos. Cuanto más antigua es la
ciudad, menos modificable es su alma por sus últimos habitantes. Tomemos como
ejemplo Roma: durante siglos fue la meta de todos los que tenían algo que
decir. Miguel Ángel, Caravaggio, Bernini, Horacio, Giordano Bruno y miles de
artistas y pensadores vinieron aquí a morir. ¿Cómo podrían ser iguales las
piedras de Roma y las de Los Ángeles? Supongamos que alguien me secuestra y
después de vendarme los ojos me suelta en una calle para mí desconocida de
Milán o de Bolonia; pues bien, estoy seguro de que, en cuanto me soltaran,
sabría reconocer la ciudad en que me hallaba. Diría: ¡esto es Milán, o esto es
Bolonia! Y alguien me podría preguntar: ¿pero cómo lo ha sabido? ¿Ha visto
quizá el Duomo, la torre de los Asinelli? No, señor, le respondería; he notado
sobre mi piel el alma del aire, de los tejados y de los muros de la
ciudad."
En
vista de que todavía no me había ofrecido café, se me ocurrió ir yo mismo a la
cocina a prepararlo. Don Peppino estaba demasiado enfervorizado con su discurso
para ocuparse de semejantes tonterías: se limitó a pasarme lo necesario.
"Y
así, también esta cocina tiene alma y no sólo la mía, que quede claro. Y entonces me
pregunto: ¿quién vivió en esta casa en los años pasados? ¿Un campesino? ¿Un
sastre? ¿Un asesino?
La respuesta sólo la podemos hallar en nuestras
emociones."
Miré a mi alrededor y tuve la impresión de
que mil ojos me miraban mientras preparaba el café.
LUCIANO DE
CRESCENZO
[1] Entre los filósofos que pueden ser definidos como hilozoístas señalo a
los estoicos, que consideran al fuego como el principio animador, asi como a
Estratón de Lampsaco, Teles, Giordano Bruno, Campanella y sobre todo Spinoza,
que atribuye distintos grados de vida a la materia.
* «Locuras», en napolitano. (N. del t.)
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