lunes, 13 de mayo de 2019

EL LIBRO DE LA SABIDURÍA CELTA - La cara es el icono de la creación


El paisaje es el primogénito de la creación. Existía cientos de millones de años antes de que aparecieran las flores, los animales o el ser humano. Estaba aquí por su cuenta. Es la presencia más antigua en el mundo, aunque necesita una presencia humana que lo reconozca. Cabe imaginar que los océanos enmudecieron y los vientos se sosegaron cuando apareció el primer rostro humano sobre la Tierra; es lo más asombroso de la creación. En el rostro humano el universo anónimo adquiere intimidad. El sueño de los vientos y los océanos, el silencio de las estrellas y las montañas alcanza­ron una presencia materna en la cara. Aquí se expresa el calor secreto, oculto de la creación. 

La cara es el icono de la creación. En la mente humana, el universo entra en resonancia consigo mismo. La cara es el espejo de la mente. En el ser humano, la creación encuentra la respuesta a su muda súplica de intimidad. En el espejo de la mente la difusa e interminable naturaleza puede contemplarse.
La cara humana es un milagro artístico. En esa superfi­cie pequeña se puede expresar una variedad e intensidad increíble de presencia. No existen dos rostros idénticos. En cada uno hay una variación particular de presencia. Cuan­do amas a otro, durante una separación prolongada es her­moso recibir una carta, una llamada telefónica o intuir la presencia de la persona amada. Pero es más profunda la emo­ción del regreso, porque ver el rostro amado es entonces una fiesta. En ese rostro ves la intensidad y la profundidad de la presencia amorosa que te contempla y viene a tu en­cuentro. Es hermoso volver a verte. 

En África ciertos saludos significan «te veo». En Conamara, la expresión empleada para decirle a alguien que es admirado o popular es: Tá agaidh an phobail ort, es decir, «el rostro del pueblo se vuel­ve hacia ti».
Cuando vives en el silencio y la soledad del campo, las ciudades te sobresaltan. Hay muchas caras en ellas: rostros extraños que pasan rápida e intensamente. Cuando los mi­ras, ves la imagen de la intimidad particular de su vida. En cierto sentido, la cara es el icono del cuerpo, el lugar donde se manifiesta el mundo interior de la persona. 
El rostro hu­mano es la autobiografía sutil pero visual de cada persona. Por más que ocultes la historia recóndita de tu vida, jamás podrás esconder tu cara. Ésta revela el alma; es el lugar donde la divinidad de la vida interior encuentra su eco e imagen. Cuando contemplas un rostro, miras en lo pro­fundo de una vida.

La santidad de la mirada

En Sudamérica, un periodista amigo mío conoció a un vie­jo jefe indígena a quien quería entrevistar. El jefe accedió con la condición de que previamente pasaran algún tiem­po juntos. El periodista dio por sentado que tendrían una conversación normal. Pero el jefe se apartó con él y lo miró a los ojos, largamente y en silencio. Al principio, mi amigo sintió terror: le parecía que su vida estaba totalmente ex­puesta a la mirada y el silencio de un extraño. Después, el periodista empezó a profundizar su propia mirada. Así se contemplaron durante más de dos horas. Al cabo de ese tiempo, era como si se hubieran conocido toda la vida. La entrevista era innecesaria. En cierto sentido, mirar la cara de otro es penetrar a lo más profundo de su vida.

Con mucha ligereza damos por sentado que comparti­mos un solo mundo con los demás. 
Es verdad que en el ni­vel subjetivo habitamos el mismo espacio físico que los de­más seres humanos; después de todo, el cielo es la única constante visual de nuestra percepción. Pero este mundo exterior no permite el acceso al mundo interior del indivi­duo. En un nivel más profundo, cada uno es custodio de un mundo privado, individual. A veces nuestras creencias, opiniones y pensamientos son un medio para consolarnos con la idea de que no sobrellevamos el peso de un mundo interior singular. 

Nos complace fingir que pertenecemos al mismo mundo, pero estamos más solos de lo que pensa­mos. Esta soledad no se debe exclusivamente a las dife­rencias entre nosotros; deriva del hecho de que cada uno está alojado en un cuerpo distinto. La idea de la vida humana alojada en un cuerpo es fascinante. Por ejemplo, quien te visita en tu casa, se hace presente corporalmente. Trae a tu casa su mundo interior, sus vivencias y memoria a través del vehículo de su cuerpo. Mientras dura la visita, su vida no esta en otra parte; está totalmente allí contigo, frente a ti, buscándote. Al finalizar la visita, su cuerpo se endereza y se aleja llevando consigo ese mundo oculto. La conciencia de ello ilumina el acto de hacer el amor. No son sólo dos cuerpos, sino dos mundos que se unen; se rodean e inter-penetran. Somos capaces de generar belleza, gozo y amor debido a este mundo infinito e ignoto en nuestro interior.

La infinitud de tu interioridad

La persona humana es un umbral donde se encuentran muchas infinitudes: la del espacio que se extiende hasta los confines del cosmos; la del tiempo que se remonta a miles de millones de años; la del microcosmos, acaso una mota en tu pulgar que contiene un cosmos interior, tan pequeño que es invisible para el ojo. La infinitud en lo microscópico es tan deslumbrante como la del cosmos. Sin embargo, la que acosa a todos y que nadie puede suprimir, es la de la pro­pia interioridad. Detrás de cada rostro humano se oculta un mundo. En algunos se hace visible la vulnerabilidad de haber conocido esa profundidad oculta. Cuando miras ciertas caras, ves aflorar la turbulencia del infinito. Ese mo­mento puede producirse en la mirada de un extraño o duran­te una conversación con un conocido. Bruscamente, sin intención ni conciencia de ello, la mirada se vuelve vehículo de una presencia interior primordial. Dura un segundo, pero en ese brevísimo ínterin, aflora algo más que la perso­na. Otra infinitud, aún no nata, empieza a asomar. Te sientes contemplado desde la insondable eternidad. Esa infinitud que te mira viene de un tiempo antiguo. No podemos ais­lamos de lo eterno. Inesperadamente nos mira y nos pertur­ba desde las súbitas oquedades de nuestra vida rígida. Una amiga aficionada a los encajes suele decirme que la belle­za de estos adornos reside en los agujeros. Nuestra experien­cia tiene la estructura de un encaje.

El rostro humano es el portador y el punto de exposi­ción del misterio de la vida individual. Desde allí, el mundo privado, interior de la persona se proyecta al mundo anó­nimo. Es el lugar de encuentro de dos territorios ignotos: la infinitud del mundo exterior y el mundo interior inexplo­rado al que sólo tiene acceso el individuo. Éste es el mundo nocturno que yace detrás de la luminosidad de la faz. La sonrisa de un rostro es una sorpresa o una luz. Cuando aflora una sonrisa, es como si súbitamente se iluminara la noche interior del mundo oculto. Heidegger dijo en bellas frases que somos custodios de umbrales antiguos y profundos. En el rostro humano se ve el potencial y el milagro de posi­bilidades eternas.
La cara es el pináculo del cuerpo. Éste es antiguo como la arcilla del universo de la cual está hecho; los pies en el suelo son una conexión constante con la Tierra. A través de tus pies, tu arcilla privada está en contacto con la arcilla primigenia de la cual surgiste. Por consiguiente, tu rostro en la cima de tu cuerpo significa el ascenso de tu arcilla vital hada la intimidad y la posesión del yo. Es como si la arcilla de tu cuerpo se volviera íntima/personal a través de las ex­presiones siempre renovadas de tu cara. Bajo la bóveda del cráneo, la cara es el lugar donde la arcilla de la vida adquie­re verdadera presencia humana.

La cara y la segunda inocencia

Tu cara es el icono de tu vida. En el rostro humano, una vida contempla el mundo y a la vez se contempla. Es aterra­dor contemplar una cara donde se han asentado el resenti­miento y el rencor. Cuando una persona ha llevado una vida desolada, buena parte de su negatividad jamás desapa­rece. El rostro, lejos de ser una presencia cálida, se vuelve una máscara dura. Una de las palabras más antiguas para designar a la persona es la griega prosopon, que original­mente era la máscara de los actores en el coro. Cuando la transfiguración no alcanza al resentimiento, la ira o el ren­cor, el rostro se vuelve máscara. Sin embargo, también se conoce lo contrario, la hermosa presencia de un rostro vie­jo que a pesar de los surcos que dejan el tiempo y las viven­cias, conserva una bella inocencia. Aunque la vida haya dejado su huella cansina y dolorosa, esa persona no ha per­mitido que tocara su alma. Ese rostro proyecta al mundo una bella luminosidad, una irradiación que crea una sen­sación de santidad e integridad.

Tu cara siempre revela quién eres y lo que la vida te ha hecho. Pero es difícil para ti contemplar la forma de tu pro­pia vida, demasiado cercana a ti. Otros pueden desentra­ñar buena parte de tu misterio al ver tu cara. Los retratistas dicen que es muy difícil pintar el rostro humano. Se dice que los ojos son la ventana del alma. También es difícil aprehender la boca en el retrato individual. De alguna ma­nera misteriosa, la línea de la boca parece revelar el con­torno de una vida; labios apretados suelen reflejar mez­quindad de espíritu. Hay una extraña simetría en la forma como el alma escribe la historia de su vida en los rasgos de una cara.

El cuerpo es el ángel del alma

El cuerpo humano es hermoso. Estar corporizado es un gran privilegio. Te relacionas con un lugar a través de tu cuerpo. No es casual que el concepto de lugar siempre ha fascinado a los humanos. El lugar nos ofrece una patria; sin él, careceríamos literalmente de dónde. El paisaje es la últi­ma expresión del dónde, y en éste la casa que llamamos nuestra es nuestro lugar íntimo. La casa es decorada y per­sonalizada; adopta el alma de sus habitantes y se vuelve es­pejo de su espíritu. Sin embargo, en el sentido más profun­do, el cuerpo es el lugar más íntimo. Tu cuerpo es tu casa de arcilla; es la única patria que posees en este universo. En tu cuerpo y a través de él, tu alma se vuelve visible y real para ti. Tu cuerpo es la casa de tu alma en la Tierra.

A veces parece existir una misteriosa correspondencia entre el alma y la presencia física del cuerpo. Esto no es ver­dad en todos los casos, pero con frecuencia permite vis­lumbrar la naturaleza del mundo interior de la persona. Existe una relación secreta entre nuestro ser físico y el ritmo de nuestra alma. El cuerpo es el lugar donde se revela el alma. Un amigo de Conamara me dijo una vez que el cuerpo es el ángel del alma. El cuerpo es el ángel que expresa el alma y vela por ella; siempre debemos cuidarlo con amor. Con frecuencia se convierte en el chivo emisario de los desenga­ños y venenos de la mente. El cuerpo está rodeado por una inocencia primordial, una luminosidad y bondad increí­bles. Es el ángel de la vida.

El cuerpo puede alojar un inmenso espectro e intensi­dad de presencia. El teatro lo ilustra de manera notable. El actor tiene suficiente espacio interior para asumir un per­sonaje, dejar que lo habite totalmente, de manera que la voz, la mente y la acción de éste se expresan de manera sutil e inmediata a través del cuerpo de aquél. El cuerpo encuen­tra su expresión más exuberante en el maravilloso teatro de la danza, esa escultura en movimiento. El cuerpo da forma al vacío de manera conmovedora, majestuosa. Un ejemplo emocionante de ello es la danza sean nos de la tradición ir­landesa, en la cual el bailarín expresa con su cuerpo la agi­tación salvaje de la música.

Se cometen muchos pecados contra el cuerpo, incluso en una religión basada en la Encarnación. En la religión se presenta al cuerpo como la fuente del mal, la ambigüedad, la lujuria y la seducción. Es un concepto falso e irreverente. El cuerpo es sagrado. Estas concepciones negativas se ori­ginan en gran medida en las interpretaciones falsas de la filosofía griega. La belleza del pensamiento griego reside precisamente en que destacaba lo divino. Éste los acechaba y ellos trataban de reflejarlo, hallar en el lenguaje y el con­cepto una expresión de su presencia. Eran muy conscientes del peso del cuerpo y cómo parecía arrastrar a lo divino hacia la Tierra. Malinterpretaron esta atracción terrena, viendo en ella un conflicto con el mundo de lo divino. No concebían la Encarnación ni tenían la menor idea de la Re­surrección.

Cuando la tradición cristiana incorporó la filosofía griega, introdujo este dualismo en su mundo intelectual. Se concebía al alma como algo bello, luminoso, bueno. El deseo de estar con Dios era propio de su naturaleza. Si no fuera por el peso indeseable del cuerpo, el alma habitaría constantemente lo eterno. Así, el cuerpo se volvió sospe­choso en la tradición cristiana. Jamás floreció en ella una teología del amor erótico. Uno de los pocos textos donde aparece lo erótico es el bello Cantar de los Cantares, que ce­lebra lo sensual y sensorial con maravillosa pasión y ternu­ra. Este texto es una excepción, y sorprende su admisión en el canon de las Escrituras. En la tradición cristiana poste­rior, y sobre todo en la Patrística, el cuerpo es objeto de suspicacia y hay una obsesión negativa por la sexualidad. El sexo y la sexualidad aparecen como peligros en el camino de la salvación eterna. La tradición cristiana suele denigrar y maltratar la presencia sagrada del cuerpo. Sin embargo, ha servido de maravillosa fuente de inspiración para los ar­tistas. Un bello ejemplo es El éxtasis de santa Teresa de Bernini, donde el cuerpo de la santa es presa de un rapto en el cual lo sensorial es inseparable de lo místico.

El cuerpo como espejo del alma
El cuerpo es un sacramento. Nada lo expresa mejor que la antigua definición tradicional de sacramento, la señal visi­ble de la gracia invisible. Esta definición reconoce sutil­mente cómo el mundo invisible se expresa en el visible. El deseo de expresión yace en lo más profundo del mundo in­visible. Toda nuestra vida interior y la intimidad del alma anhelan encontrar un espejo exterior. Anhelan una forma que les permita ser vistas, percibidas, palpadas. El cuerpo es el espejo donde se expresa el mundo secreto del alma. Es un umbral sagrado, merece que se lo respete, cuide y com­prenda en su dimensión espiritual. Este sentido del cuerpo encuentra una bella expresión en una frase asombrosa de la tradición católica: El cuerpo es el templo del Espíritu San­to. El Espíritu Santo mantiene alerta y personificada la inti­midad y la distancia de la Trinidad. Decir que el cuerpo es el templo del Espíritu Santo es reconocer que está imbuido de una divinidad salvaje y vital. Este concepto teológico revela que lo sensorial es sagrado en el sentido más profundo.

El cuerpo también es muy veraz. Sabes que por tu pro­pia vida rara vez miente. Tu mente puede engañarte y alzar toda clase de barreras entre tú y tu naturaleza; pero tu cuerpo no miente. Si lo escuchas, te dirá cómo se encuentra tu vida y si la vives desde el alma o desde los laberintos de tu negativismo. La inteligencia del cuerpo es maravillosa. Todos nuestros movimientos, todo lo que hacemos, exige a cada uno de nuestros sentidos la más fina y detallada coo­peración. El cuerpo humano es la totalidad más compleja, sutil y armoniosa.
El cuerpo es tu única casa en el universo. Es la casa de tu comunión con el mundo, un templo muy sagrado. AI contemplar en silencio el misterio de tu cuerpo, te acercas a la sabiduría y la santidad. Desgraciadamente, sólo cuando estamos enfermos comprendemos lo tierna, frágil y valio­sa que es la casa de comunión que llamamos cuerpo. Cuando uno trabaja con personas enfermas o que aguardan una in­tervención quirúrgica, conviene alentarlas a que hablen con la parte de su cuerpo que está mal. Que le hablen como a un socio, le agradezcan los servicios prestados y los pade­cimientos sufridos y le pidan perdón por las presiones que haya soportado. Cada parte del cuerpo atesora los recuer­dos de sus propias experiencias.

Tu cuerpo es esencialmente una multitud de miem­bros que trabajan armoniosamente para que tu comunión con el mundo sea posible. Debemos evitar este dualismo falso que separa el alma del cuerpo. El alma no se limita a estar en el cuerpo, oculta en alguno de sus recovecos. Antes bien, sucede lo contrario. Tu cuerpo está en el alma, que te abarca totalmente. Por eso te rodea una bella y secreta luz del alma. Este reconocimiento sugiere un nuevo arte de la oración: cierra los ojos y relaja tu cuerpo. Imagina que te rodea una luz, la de tu alma. Luego, con tu aliento, intro­duce esa luz en tu cuerpo y llévala a todos los rincones.

Es una bella forma de rezar porque introduces la luz del alma, el refugio esquivo que te rodea, en la tierra física y la arcilla de tu presencia. Una de las meditaciones más antiguas consiste en imaginar que exhalas la oscuridad, el residuo de carbón. Conviene estimular a los enfermos a que recen físicamente de esta manera. Cuando introduces la luz purificadora del alma en tu cuerpo, curas las partes des­cuidadas que están enfermas. Tu cuerpo tiene un conoci­miento íntimo de ti; conoce íntegros tu espíritu y la vida de tu alma. Tu cuerpo conoce antes que tu mente el privilegio de estar aquí. También es consciente de la presencia de la muerte. En tu presencia física corporal hay una sa­biduría luminosa y profunda. 

Con frecuencia las enfer­medades que nos asaltan son producto del descuido de noso­tros mismos, de que no escuchamos la voz del cuerpo. Sus voces interiores quieren hablarnos, comunicarnos las verdades que hay bajo la superficie rígida de nuestra vida exterior.
Para los celtas, lo visible y lo invisible son uno. El cuerpo ha sido una presencia desdeñada y negativa en el mundo de la espiritualidad porque se asocia al espíritu con el aire más que con la tierra. 

El aire es la región de lo invisi­ble, del aliento y el pensamiento. Cuando se limita el espíritu a esta región, se denigra lo físico. Éste es un gran error, por­que nada en el mundo es tan sensual como Dios. El desen­freno de Dios es su sensualidad. La naturaleza es la ex­presión de la imaginación divina. Es el reflejo más íntimo del sentido de la belleza de Dios. La naturaleza es el espejo de la imaginación divina, la madre de toda sensualidad; por eso es contrario a la ortodoxia concebir el espíritu exclusiva­mente en términos de lo invisible. Paradójicamente, el po­der de la divinidad y el espíritu deriva de esta tensión entre lo visible y lo invisible. Todo lo que existe en el mundo del alma aspira vivamente a adquirir forma visible; allí reside el poder de la imaginación.

La imaginación es el puente entre lo visible y lo invisi­ble, la facultad que los correpresenta y coarticula. En el mundo celta existía una maravillosa intuición de cómo lo visible y lo invisible entraban y salían uno del otro. En el oeste de Irlanda abundan las historias de fantasmas, espíritus o hadas asociados con determinados lugares; para los lugareños, estas leyendas eran tan familiares como el paisaje. Por ejemplo, existe una tradición de que jamás se debe ta­lar un arbusto aislado en un campo porque puede ser un lugar de reunión de los espíritus. Existen muchos lugares considerados fortalezas de las hadas. Los lugareños jamás construían allí ni hollaban aquella tierra sagrada.

Los hijos de Lir

Uno de los aspectos asombrosos del mundo celta es la idea del cambio de forma, que sólo es posible cuando lo físico es vital y pasional. La esencia o alma de una cosa no se limita a su forma particular o presente. El alma posee una fluidez y energía que no admite ser encerrada en una forma rígida. Por consiguiente, en la tradición celta, hay un constante fluir entre el alma y la materia, como entre el tiempo y la eternidad. El cuerpo humano también participa en este rit­mo. Uno de los ejemplos más conmovedores de esto es la bella leyenda celta de los hijos de Lir.

El mundo mitológico de los Tuaithe Dé Dannan, la tri­bu que vivía debajo de la superficie de Irlanda, era muy importante para la mentalidad irlandesa; este mito ha dado a todo el paisaje una dimensión y una presencia sobrecogedoras. Lir era un cabecilla en el mundo de los Tuaithe Dé Dannan y estaba en conflicto con el rey de la región. Para resolverlo, se llegó a un acuerdo matrimonial: el rey tenía tres hijas y ofreció a Lir que se casara con una. Tuvieron dos hijos y después otros dos, pero desgraciadamente la es­posa de Lir murió. Lir acudió al rey, que le entregó a su se­gunda hija. Ella cuidaba bien a la familia, pero al ver que Lir dedicaba casi toda su atención a los niños empezó a sentir celos. Para colmo, su padre el rey también demostraba un singular afecto por los niños. 

Los celos crecieron en su co­razón hasta que un día se llevó a los niños en su carro y con su vara mágica de los druidas los transformó en cisnes. Du­rante novecientos años tuvieron que errar por los mares de Irlanda. Bajo sus formas de cisne, conservaban su mente e identidad plenamente humanas. Cuando el cristianis­mo llegó a Irlanda, recuperaron su forma humana como ancianos decrépitos. Qué conmovedora es la descripción de su tránsito por la soledad como formas animales imbuidas de presencia humana. Esta historia profundamente celta muestra cómo el mundo de la naturaleza tiende un puente al mundo animal. También demuestra la profunda con­fluencia de intimidad entre el mundo humano y el animal. Como cisnes, el canto de los hijos de Lir tenía el poder de curar y consolar a las personas. El patetismo de la historia se ve profundizado por la vulnerabilidad del mundo ani­mal al humano.

Los animales son más antiguos que nosotros. Apare­cieron sobre la superficie de la Tierra muchos milenios antes que los humanos. Son nuestros hermanos más antiguos. Su presencia carece de fisuras: tienen una lírica unidad con la Tierra. Viven en el viento, en las aguas, en los montes y la arcilla. El conocimiento de la Tierra está en ellos. El silen­cio afín al zen y la inmediatez del paisaje se reflejan en su si­lencio y la soledad. Los animales nada saben de Freud, Jesús, Buda, Wall Street, el Pentágono o el Vaticano. Viven fuera de la política de las intenciones humanas. De alguna manera habitan la eternidad. La mentalidad celta reconocía el arraigo y la sabiduría del mundo animal. La dignidad, be­lleza y sabiduría del mundo animal no se veían reducidas por falsas jerarquías o la soberbia humana. 
En algún lugar de la mente celta existía la percepción fundamental de que los humanos son los herederos de este mundo más profun­do. Así lo expresa de manera festiva este poema del siglo IX.

El erudito y su gato
Yo y Pangur blanco practicamos cada uno su arte particular: su mente está empeñada en la caza, la mía en mi oficio.
Yo amo —es mejor que la fama— la quietud con mis libros, la búsqueda diligente de la sabi­duría. Blanco Pangur no me envidia: ama su ofi­cio infantil.
Cuando los dos —esto nunca nos hastía— esta­mos solos en la casa, tenemos algo a lo que po­demos aplicar nuestra destreza, un juego inter­minable.
A veces sucede que un ratón queda atrapado en su red como resultado de belicosas batallas. En cuanto mí, mi red atrapa una norma difícil de conocimiento arduo.
Aunque estamos así en cualquier momento, ninguno estorba al otro: cada uno ama su oficio y se complace individualmente en su ejercicio.

Para los celtas, el mundo siempre es, de manera latente y activa, espiritual. La profundidad de este flujo recíproco también se expresa en el poder del lenguaje en el mundo celta. El lenguaje podía causar sucesos y adivinarlos. Con cánticos y sortilegios se podía revertir el curso de un desti­no negativo para dar lugar a algo nuevo y bueno. En el mundo sensorial de este pueblo, no había barreras entre el alma y el cuerpo. Cada uno era natural para el otro. Cuerpo y alma eran hermanos. Aún no existía esa escisión negativa de la moral dualista cristiana que más adelante haría tanto daño a estas bellas presencias encerradas en un abrazo común. El mundo de la conciencia celta poseía esta espiritualidad sensual unificada y lírica.
Al recuperar el sentido de lo sagrado del cuerpo pode­mos alcanzar nuevos niveles de curación, creatividad y co­munión. La poesía de Paul Celan posee una sensualidad diestra y sutil; con el lenguaje de los sentidos nos permite acceder a su mundo espiritual profundo y complejo:
No busques tu boca en mis labios, ni al extraño delante de la puerta, ni la lágrima en el ojo.
El mundo de los sentidos sugiere otro más profundo, pictórico de luz y posibilidad.

Una espiritualidad de la transfiguración

La espiritualidad es el arte de la transfiguración. No debe­mos forzamos a cambiar adecuándonos violentamente a una forma predeterminada. No es necesario funcionar de acuer­do con la idea de un programa o plan de vida predetermi­nados. Más bien debemos practicar un arte nuevo, el de pres­tar atención al ritmo interior de nuestros días y nuestra vida. Así adquiriremos una nueva conciencia de nuestra pre­sencia divina y humana. Todos los padres conocen un ejemplo dramático de esta clase de transfiguración. Vigilan cuidadosamente a sus hijos, pero éstos un buen día los sor­prenden: los reconocen, pero su conocimiento de ellos re­sulta insuficiente. Hay que volver a escucharlos.

La idea de la atención es mucho más creativa que la de la voluntad. Con excesiva frecuencia, la gente trata de cam­biar su vida, esgrimiendo la voluntad como una suerte de martillo para darle la forma adecuada. El intelecto identifi­ca el objetivo del plan y la voluntad obliga a la vida a tomar la forma correspondiente. Es una forma exterior y violenta de afrontar lo sagrado de la propia presencia. Te expulsa con falsedades de ti mismo y puedes pasar años perdido en la selva de "tus programas mecánicos. espirituales. Puedes morir de una sed que tú mismo has causado. "

Si trabajas con otro ritmo, volverás fácil y naturalmen­te a tu propio yo. Tu alma conoce la geografía de tu destino. Sólo ella tiene el mapa de tu futuro; por eso puedes confiar en este aspecto indirecto, oblicuo de tu yo. Si lo ha­ces, te llevará donde quieres ir; más aún, te enseñará un rit­mo benigno para tu viaje. Este arte del ser no conoce prin­cipios generales. Pero la signatura de este viaje singular está grabada profundamente en tu alma. Si te ocupas de tu yo y tratas de acceder a tu propia presencia, hallarás el ritmo exacto de tu vida. Los sentidos son caminos generosos para llegar a tu casa.

Si prestas atención a tus sentidos, podrás alcanzar una renovación, más aún, una transfiguración total de tu vida. Tus sentidos son los guías para llegar a lo más profundo del mundo interior de tu corazón. Los mayores filósofos coin­ciden en que el conocimiento llega en gran medida por medio de los sentidos. Éstos son nuestros puentes al mundo. La piel humana es porosa; el mundo fluye a través de ti. Tus sentidos son poros enormes que permiten que entre el mundo. Si estás en sintonía con la sabiduría de tus sentidos, jamás serás un exiliado en tu propia vida, un forastero perdi­do en un lugar espiritual exterior construido por tu voluntad y tu intelecto.

Los sentidos como umbrales del alma

Durante mucho tiempo hemos creído que lo divino está fuera de nosotros. Llevados por esta convicción, hemos tensado nuestros anhelos hasta un grado desastroso. Es una gran soledad, ya que es el anhelo humano lo que nos vuelve santos. El anhelo es lo más bello que hay en nosotros; es espiritual, posee profundidad y sabiduría. Si lo en­focas en una divinidad remota, lo sometes injustamente a una tensión. Así, sucede que el anhelo busca lo divino, pero el exceso de tensión lo obliga a replegarse sobre sí mis­mo en forma de cinismo, vacío o negativismo. Así se puede destruir una vida hermosa. Pero no es necesario someterlo a tensión alguna. Si creemos que el cuerpo está en el alma y que ésta es un lugar sagrado, la presencia de lo divino está aquí, cerca de nosotros.

Por estar el cuerpo dentro del alma, los sentidos son los umbrales hacia ella. Cuando tus sentidos se abren por primera vez al mundo, la primera presencia que encuen­tran es la de tu alma. Ser sensual o sensorial es estar en pre­sencia de la propia alma. Wordsworth, quien conocía la dignidad de los sentidos, escribió que «el placer es el tribu­to que debemos a nuestra dignidad como seres humanos». Es una visión profundamente espiritual. Tus sentidos te vinculan íntimamente con lo divino que hay en ti y a tu al­rededor. Al sintonizar con los sentidos, puedes devolver flexibilidad a una creencia que se ha vuelto rígida y suavi­dad a una visión encallecida. Puedes abrigar y curar esos sentimientos atrofiados, barreras que nos destierran de nosotros mismos y nos separan de otros. Entonces ya no estamos desterrados de esa maravillosa cosecha de divini­dad que se recoge secretamente en nuestro interior. Aun­que veremos cada sentido por separado, es importante comprender que siempre actúan juntos. Se superponen. Lo vemos en las variadas reacciones ante el color. Esto significa que la percepción del color no es meramente visual.

El ojo es como el alba

Veamos en primer término el sentido de la vista. En el ojo humano, la intensidad de la presencia humana se concen­tra de manera singular y se vuelve accesible. El universo en­cuentra su reflejo y comunión más profundos en él. Puedo imaginar a las montañas soñando con el advenimiento del ojo humano. Cuando se abre, es como si se produjera el alba en la noche. Al abrirse, encuentra un mundo nuevo. Tam­bién es la madre de la distancia. 
Al abrirse, nos muestra que los otros y el mundo están fuera, distantes de nosotros. El acicate de tensión que ha animado a la filosofía occidental es el deseo de reunir el sujeto con el objeto. Acaso es el ojo como madre de la distancia quien los separa.
Pero en un sentido maravilloso, el ojo, como madre de la distancia, nos lleva a preguntarnos por el misterio y la alteridad de todo lo que está fuera de nosotros. En este senti­do, el ojo es a la vez la madre de la intimidad, ya que acerca lo demás a nosotros. Cuando realmente contemplas algo, lo incorporas a ti. Se podría escribir una bella obra espiritual sobre la santidad de la contemplación. Lo opuesto de ésta es la mirada escrutadora. Cuando te escrutan, el ojo del Otro es un tirano. Te conviertes en objeto de la mirada del Otro de una forma humillante, invasora y amenazante.

Cuando miras algo profundamente, se vuelve parte de ti. Éste es uno de los aspectos siniestros de la televisión. La gente mira constantemente imágenes vacías y falsas; imá­genes pobres que invaden el mundo interior del corazón. El mundo moderno de la imagen y los medios electrónicos recuerdan la maravillosa alegoría de la cueva de Platón. Los prisioneros, engrillados y alineados, contemplan la pared de la cueva. El fuego que arde a sus espaldas proyecta imá­genes en la pared. Los prisioneros creen que esas imágenes son la realidad, pero sólo son sombras reflejadas. La televi­sión y el mundo informático son enormes páramos llenos de sombras. Cuando contemplas algo que puede devolver­te la mirada o que posee reserva y profundidad, tus ojos se curan y se agudiza tu sentido de la vista.
Existen personas físicamente ciegas, que han vivido siempre en un monopaisaje de tinieblas. Nunca han visto una ola, una piedra, una estrella, una flor, el cielo ni la cara de otro ser humano. Sin embargo, hay personas con visión perfecta que son totalmente ciegas. El pintor irlandés Tony O'Malley es un artista maravilloso de lo invisible; en una bella introducción a su obra, el artista inglés Patrick Heron dijo: «A diferencia de la mayoría de las personas. Tony O'Malley anda por el mundo con los ojos abiertos».

Muchos hemos convertido nuestro mundo en algo tan familiar que ya no lo miramos. Esta noche podrías hacerte la siguiente pregunta: ¿Qué he visto realmente hoy? Te sor­prendería lo que no has visto. Tal vez tus ojos han sido re­flejos condicionados que han funcionado todo el día de manera automática, sin prestar verdadera atención ni reco­nocer nada; tu mirada jamás se ha detenido ni prestado atención. El campo visual siempre es complejo, los ojos no pueden abarcarlo todo. Si tratas de captar el campo visual total, éste se vuelve indistinto y borroso; si te concentras en un aspecto, lo ves claramente, pero pierdes de vista el con­texto. El ojo humano siempre selecciona lo que quiere ver, a la vez que evita lo que no quiere ver. La pregunta crucial es qué criterio empleamos para decidir qué queremos ver y cómo eludimos lo que no queremos ver. Esa estrechez de miras es causa de muchas vidas limitadas y negativas.

Es desconcertante comprobar que lo que ves y cómo lo ves determina cómo y quién serás. Un punto de par­tida interesante para el trabajo interior es explorar la pro­pia manera particular de ver las cosas. Pregúntate: ¿de qué manera contemplo el mundo? La respuesta te permitirá descubrir tus criterios para ver. Hay muchos estilos de visión.

Estilos de visión

Para el ojo temeroso, todo es amenazante. Cuando miras al mundo con temor, sólo puedes ver y concentrarte en las cosas que pueden dañar o amenazarte. El ojo temeroso siempre está acosado por las amenazas.
Para el ojo codicioso, todo se puede poseer. La codicia es una de las fuerzas potentes del mundo occidental mo­derno. Lo triste es que el codicioso jamás disfrutará de lo que tiene, porque sólo puede pensar en lo que aún no po­see, tierras, libros, empresas, ideas, dinero o arte. La fuerza motriz y las aspiraciones de la codicia siempre son las mis­mas. La felicidad es posesión, pero lo triste es que ésta vive en un estado permanente de desasosiego; su sed interior es insaciable. La codicia es patética porque siempre la acosa y la agota la posibilidad futura; jamás presta atención al pre­sente. Con todo, el aspecto más siniestro de la codicia es su capacidad para adormecer y anular el deseo. Destruye la inocencia natural del deseo, aniquila sus horizontes y los reemplaza por una posesividad frenética y atronada. Esta codicia envenena la Tierra y empobrece a sus habitantes. Tener se ha convertido en el enemigo siniestro de ser.

Para el ojo que juzga todo está encerrado en marcos inamovibles. Cuando mira hacia el exterior, ve las cosas se­gún criterios lineales y cuadrados. Siempre excluye y se­para, y por eso jamás mira con espíritu de comprensión o celebración. Ver es juzgar. Lamentablemente, el ojo que juzga es igualmente severo consigo mismo. Sólo ve las imá­genes de su interioridad atormentada proyectadas hacia el exterior desde su yo. El ojo que juzga recoge la superficie reflejada y llama verdad a eso. No posee el don de perdonar ni la imaginación suficiente para llegar al fondo de las co­sas, donde la verdad es paradójica. El corolario de la ideo­logía del juicio superficial es una cultura que se basa en las imágenes inmediatas.
Al ojo rencoroso, todo le es escatimado. Los que han permitido que se forme la úlcera del rencor en su visión ja­más pueden disfrutar de lo que son o poseen. Siempre mi­ran al otro con rencor, acaso porque lo ven más bello, inte­ligente o rico que a sí mismos. 

El ojo rencoroso, vive de su pobreza y descuida su propia cosecha interior.
Al ojo indiferente nada le interesa ni despierta. La indi­ferencia es uno de los rasgos de nuestro tiempo. Se dice que es uno de los requisitos del poder; para controlar a los de­más, hay que saber ser indiferente a las necesidades y fla­quezas de los controlados. Así, la indiferencia exige una gran capacidad para no ver. Para desconocer las cosas se requiere una energía mental increíble. Sin que lo sepas, la indiferencia puede llevarte más allá de las fronteras de la comprensión, la curación y el amor. Cuando te vuelves in­diferente, cedes todo tu poder. Tu imaginación cae en el limbo del cinismo y la desesperación.
 Para el ojo inferior, los demás son mejores, más bellos, brillantes y dotados que uno. 
El ojo inferior siempre aparta la vista de sus propios tesoros. Jamás celebra su presencia ni su potencial. El ojo inferior es ciego a su belleza secreta. 

El ojo humano no fue hecho para mirar hacia arriba y po­tenciar la superioridad del Otro, sino para mirar hacia aba­jo, para reducir al Otro a inferioridad. Mirar a alguien a los ojos es un bello testimonio de verdad, coraje y expectativa. Cada uno ocupa un terreno común, pero propio.

Para el ojo que ama, todo es real. Este arte del amor no es sentimental ni ingenuo. Este amor es el mayor criterio de verdad, celebración y realidad. Según Kathleen Raine, poetisa escocesa, lo que no ves a la luz del amor no lo ves en absoluto. El amor es la luz en la cual vemos la luz, aquella en la cual vemos cada cosa en su verdadero origen, natura­leza y destino. Si pudiéramos contemplar el mundo con amor, éste se presentaría ante nosotros pictórico de incita­ciones, posibilidades, profundidad.

El ojo que ama puede seducir el dolor y la violencia ha­cia la transfiguración y la renovación. Brilla porque es au­tónomo y libre. Todo lo contempla con ternura. No se deja atrapar por las aspiraciones del poder, la seducción, la opo­sición ni la complicidad. Es una visión creativa y subversi­va. Se alza por encima de la aritmética patética de la culpa y el juicio y aprehende la experiencia a nivel de su origen, es­tructura y destino. El ojo que ama ve más allá de la imagen y provoca los cambios más profundos. La visión desempe­ña una función central en tu presencia y creatividad. Reconocer cómo ves las cosas puede llevarte al autoconocimiento y permitirte vislumbrar los tesoros maravillosos que oculta la vida.

Sabor y habla

El sentido del sabor es sutil y complejo. La lengua es el ór­gano tanto del sabor como del habla. Aquél es una de las víctimas de nuestro mundo moderno. Vivimos bajo pre­siones y tensiones que nos dejan poco tiempo para sabo­rear los alimentos. Una vieja amiga mía suele decir que la comida es amor. Quien come en su casa, debe hacerlo con tiempo y paciencia, con atención a lo que se le sirve.

Hemos perdido el sentido del decoro que corresponde al acto de comer, así como del rito, presencia e intimidad que acompaña la comida; no nos sentamos a comer a la manera antigua. Una de las cualidades más célebres del pueblo celta era la hospitalidad. Al forastero se lo recibía con una comida. Este acto de cortesía precedía invariable­mente a cualquier asunto. Cuando celebras una comida, percibes sabores que habitualmente se te pasan por alto, Muchos alimentos modernos carecen de sabor; mientras crece, lo fuerzan con fertilizantes artificiales y lo riegan con productos químicos. Por consiguiente, su sabor no es el de la naturaleza. El sentido del sabor está seriamente atrofia­do. La metáfora de la comida instantánea es un indicio cer­tero acerca de la falta de sensibilidad y gusto en la cultura moderna. Esto se refleja claramente en nuestro uso del len­guaje. 

La lengua, órgano del sabor (del gusto), es también el del habla. Muchas de las palabras que empleamos perte­necen espiritualmente a la categoría de la comida rápida. Son demasiado insustanciales para reflejar una experien­cia, demasiado débiles para expresar de verdad el misterio interior de las cosas. En nuestro mundo veloz y exteriorizado, el lenguaje se ha vuelto un fantasma, se ha reducido a sobreentendidos y etiquetas. Las palabras que aspiran a reflejar el alma llevan en sí la tierra de la materia y la sombra de y lo divino.

La sensación de silencio y oscuridad que hay detrás de las palabras de las culturas antiguas, particularmente en el folclore, brilla por su ausencia en el uso moderno del len­guaje. 
Éste está repleto de siglas; nos impacientan las pala­bras que traen consigo historias y asociaciones. La gente de campo, y en particular la de Irlanda occidental, tiene un gran sentido del lenguaje, una forma de expresarse poéti­ca y despierta. El peligro de la intuición y la chispa del entendimiento encuentran expresión en frases diestras. 
El inglés oral de Irlanda es tan interesante, entre otras razo­nes, debido al pintoresco fantasma subyacente del gaélico, que le infunde gran colorido, sutileza y fuerza. El intento de destruir el gaélico fue uno de los actos de violencia más destructivos de nuestra colonización por Inglaterra. 
El gaélico, lengua poética y poderosa, es el depositario de la me­moria de Irlanda. 
Cuando se despoja a un pueblo de su lengua, su alma queda desconcertada.
La poesía es el lugar donde el lenguaje se articula bella­mente con el silencio. 
La poesía es el lenguaje del silencio.

Una página en prosa está atestada de palabras. En una página de poesía, las formas esbeltas de las palabras anidan en el vacío blanco de la página. Ésta es un lugar de silencio donde se marca el contorno de la palabra y se potencia la expresión de manera profunda. 
Es interesante observar el propio lenguaje y las palabras que uno piensa utilizar para ver si descubre una quietud o silencio. Si quieres renovar tu lenguaje y darle vigor, acude a la poesía. Allí tu lenguaje encontrará una iluminación purificadora y renovación sensual.

Fragancia y aliento

El sentido del olfato o la fragancia es sutil e inmediato. Los especialistas dicen que el olfato es el más fiel de los sentidos por lo que se refiere a la memoria. Todos conservamos los olores de la infancia. Es increíble que un aroma de la calle o de una habitación pueda evocar recuerdos de experiencias largamente olvidadas. Desde luego, los animales poseen un sentido del olfato maravillosamente útil. Al pasear un pe­rro uno se da cuenta de que su percepción del paisaje es en­teramente distinta, ya que sigue caminos determinados por los olores y vive aventuras al rastrear senderos invisi­bles por todas partes. Cada día respiramos veintitrés mil cuarenta veces; poseemos cinco millones de células olfato­rias. Un perro ovejero tiene doscientos veinte millones de esas células. El sentido del olfato es tan poderoso en el mundo animal porque ayuda a la supervivencia al alertar sobre el peligro; es vital para el sentido de la vida.

Tradicionalmente se decía que el aliento era el camino por el que el alma entraba en el cuerpo. La respiración siempre se hace a pares, salvo en los casos del primer y últi­mo suspiros. Una de las designaciones más antiguas de Dios es la palabra hebrea Ruach, que también significa aire o viento. La palabra sugiere que Dios era como el aliento o el viento debido a la fuerza y poder increíbles de la divini­dad. En la tradición cristiana, el misterio de la Trinidad su­giere que el Espíritu Santo surge debido a la separación del Padre y el Hijo; el término técnico es spiratio. Esta concep­ción antigua vincula la creatividad irrefrenable del Espíritu con el aliento del alma en la persona humana. El aliento también es una metáfora apropiada porque la divinidad, como aquél, es invisible. El mundo del pensamiento reside en el aire. Todos nuestros pensamientos suceden en ese ele­mento. Debemos nuestros mayores pensamientos a la gene­rosidad del aire. Es la raíz de la idea de inspiración, ya que uno inspira o incorpora con el aliento los pensamientos conteni­dos en el elemento aire. La inspiración no se puede progra­mar. Uno puede prepararse, estar dispuesto a recibir la inspi­ración, que es espontánea e imprevisible, contraria a las pautas de repetición y expectativa. La inspiración siempre es una visita inesperada.

Para trabajar en el mundo intelectual, de la investiga­ción o del arte literario uno trata de agudizar sus sentidos a fin de estar preparado para aprehender las grandes imá­genes o los pensamientos cuando se presentan. El sentido del olfato incluye la sensualidad de la fragancia, pero la di­námica del aliento también incorpora el mundo profundo de la oración y la meditación donde a través del ritmo del aliento uno alcanza su nivel primordial del alma. A través del aliento meditado uno empieza a experimentar un lugar interior que toca el terreno divino. El aliento y el ritmo de la respiración pueden devolverte a tu antigua comunión, a la casa que según Eckhart jamás abandonaste, donde vi­ves desde siempre; la casa de la comunión espiritual.

Escuchar de verdad es adorar

El sentido del oído nos permite oír la creación. Uno de los grandes umbrales de la realidad es el que hay entre el soni­do y el silencio. Todos los buenos sonidos tienen silencio en su proximidad, delante y detrás de ellos. El primer soni­do que oye el ser humano es el del corazón de la madre en las oscuras aguas de la matriz. Por eso desde antaño esta­mos en armonía con el tambor como instrumento musi­cal. Su sonido nos serena porque evoca el tiempo en que la­tíamos al unísono con el corazón de la madre. Era una época de comunión total. No existía separación alguna; nuestra unidad con otro era completa. P. J. Curtis, el gran estudioso irlandés del rythm and blues suele decir que al buscar el sentido de las cosas, en realidad buscamos el acorde perdido. 

Cuando la humanidad lo descubra, se eli­minará la discordia del mundo y la sinfonía del universo entrará en armonía consigo misma.
El don de escuchar es hermoso. Se dice que ser sordo es peor que la ceguera porque uno queda aislado en un mun­do interior de silencio aterrador. Aunque uno ve las perso­nas y el mundo que lo rodea, estar mera del alcance del sonido y la voz humana es estar muy solo. Hay una diferencia muy importante entre oír y escuchar. A veces oímos las co­sas pero no las escuchamos. Cuando escuchamos realmen­te, percibimos lo que no se dice o no se puede decir. A veces los umbrales más importantes del misterio son lugares de silencio. Llevar una vida verdaderamente espiritual signifi­ca respetar la fuerza y la presencia del silencio. Martin Heidegger dice que escuchar es adorar. Cuando escuchas con el alma, entras en el ritmo y la armonía de la música del universo. La amistad y el amor te enseñan a sintonizar con el silencio, llegar a los umbrales del misterio donde tu vida y la de tu amado se penetran mutuamente.

Los poetas son personas que buscan permanentemen­te el umbral donde se tocan el silencio y el lenguaje. Uno de los objetivos cruciales del poeta es hallar su propia voz. Cuando empiezas a escribir, crees que estás componiendo bellos poemas; luego lees a otros poetas y adviertes que ya han escritos poemas similares. Comprendes que los imita­bas inconscientemente. Necesitas tiempo para separar las voces superficiales de tu propio don con el fin de entrar en la clave profunda y la tonalidad de tu alteridad. Cuando hablas con esa voz interior profunda, lo haces desde el ta­bernáculo singular de tu presencia. Hay una voz interior en ti que nadie, ni tú mismo, ha escuchado. Si te das la oportunidad del silencio, empezarás a desarrollar tu oído para escuchar en lo profundo de ti mismo la música de tu propio espíritu.

Después de todo, la música es el sonido más perfecto para encontrar el silencio. Cuando oyes música, adviertes la belleza con que corona y trama el silencio, cómo revela el misterio oculto del silencio. Mucho antes de que aparecie­ran los humanos, había aquí una música antigua. Pero uno de los dones más hermoso que los humanos aportaron a la Tierra es la música. En la gran música, el antiguo anhelo de la Tierra encuentra su expresión. El gran director Sergiu Celibidace dice que no creamos música, sino solamente las condiciones para que ella pueda aparecer. La música atien­de al silencio y la soledad de la naturaleza; es una de las ex­periencias sensoriales más poderosas, inmediatas e ínti­mas. Es acaso el arte que mas nos acerca a lo eterno, porque cambia inmediata e irreversiblemente nuestra vivencia del tiempo. Al escuchar música hermosa, entramos en la di­mensión eterna del tiempo. El tiempo lineal transitorio, quebrado, se desvanece y entramos en el círculo de comu­nión con lo eterno. Sean 0'Faolain dice que «en presencia de la gran música no podemos sino vivir noblemente».

El lenguaje del tacto

Nuestro sentido del tacto nos conecta con el mundo de manera íntima. Como madre de la distancia, el ojo nos muestra que estamos fuera de las cosas. Hay una magnífica escultura de Rodin titulada El beso. Dos cuerpos se buscan en tensión, desean el beso. Su magia anula toda distancia; dos seres distanciados acaban de alcanzarse. El tacto y su mundo nos transportan del anonimato de la distancia a la intimidad de la comunión. Los humanos tocan con sus manos; éstas exploran, esbozan y palpan el mundo exte­rior. Las manos son bellas. Kant dice que la mano es la expresión visible de la mente o el alma. Con tus manos palpas el mundo. En el tacto humano, la mano busca la mano, el rostro o el cuerpo del otro. El tacto vuelve sobre sí mismo. Nos acerca al mundo del otro. 

El ojo traduce sus objetos en términos intelectuales. Los aprehende de acuerdo con su propia lógica. Pero el tacto confirma la alteridad del cuer­po que palpa. No puede aprehender sus objetos, sólo acer­carlos. Decimos que una historia profundamente con­movedora nos «roza», nos «toca». A través del sentido del tacto experimentamos el dolor. El contacto con el dolor no tiene nada de vacilante ni borroso. Llega directamente has­ta el corazón de nuestra identidad, donde despierta nuestra fragilidad y desesperación.

Ahora se admite que el niño necesita que lo toquen. El tacto transmite comunión, ternura, calor, que alientan en el niño la confianza en sí mismo, la autoestima y la seguri­dad. Su gran poder se debe a que vivimos dentro del mara­villoso mundo de la piel. Ésta vive, respira, está siempre ac­tiva y presente. Los seres humanos comunicamos tanta ternura y fragilidad porque no vivimos dentro de cascaro­nes, sino dentro de la piel, siempre sensible a la fuerza, el tacto y la presencia del mundo.
El tacto es uno de los sentidos más inmediatos y direc­tos. Posee un lenguaje propio. 
Es también sutil y discriminador, y posee una memoria muy fina. Un pianista visitó a una amiga y le preguntó si quería que tocara algo. «Tengo  en las manos una hermosa pieza de Schubert», dijo.

El tacto abarca íntegramente el mundo de la sexuali­dad; es probablemente el aspecto más tierno de la presen­cia humana. En el contacto sexual, se admite al otro en el mundo de uno. El mundo de la sexualidad es el mundo sa­grado de la presencia. Eros es una de las víctimas de la codi­cia y el mercantilismo contemporáneos. George Steiner ha escrito sobre ello. Demuestra que las palabras de la intimi­dad, las palabras nocturnas de Eros y el afecto, las palabras secretas del amor, han perdido todo su contenido bajo el neón de la codicia y el consumismo. 

Es necesario y apre­miante recuperar las palabras tiernas y sagradas del tacto para consumar plenamente nuestra naturaleza humana. Cuando contemples el mundo interior del alma, pregúnta­te hasta dónde has desarrollado el sentido del tacto. ¿Cómo tocas las cosas? ¿Eres consciente del poder del tacto como fuerza sensual, a la vez curativa y tierna? La recuperación del tacto puede dar nueva hondura a tu vida; puede curar y fortalecerte, acercarte a ti mismo.

El tacto es un sentido muy inmediato. Puede sacarte del mundo falso y sediento del exilio y la imagen. Al redes­cubrir el sentido del tacto vuelves a la casa de tu propio es­píritu, donde puedes experimentar nuevamente calor, ter­nura y comunión. En los momentos de mayor intensidad humana, callan las palabras. Entonces es cuando habla el lenguaje del tacto. Cuando estás perdido en el valle tene­broso del dolor, las palabras se vuelven débiles y mudas. Sólo hay refugio y consuelo en un abrazo estrecho y cálido. Y cuando te sientes feliz, el tacto se vuelve un lenguaje de éxtasis.

El tacto te ofrece el indicio más profundo para llegar al misterio del encuentro, el despertar y la comunión. Es el secreto contenido afectivo de toda conexión y asociación. En última instancia, la energía, el calor y la incitación del tacto provienen de lo divino. El Espíritu Santo es la faceta irrefrenable y apasionada de Dios, el espíritu táctil cuyo roce te rodea, te acerca a tu yo y a los demás. El Espíritu Santo vuelve atractivas estas distancias, las adorna con aro­mas de afinidad y comunión. Las distancias tocadas por la gracia vuelven amigos a los extraños. Tu amado y tus ami­gos alguna vez fueron desconocidos. De alguna manera, en un determinado momento, vinieron de la distancia hacia tu vida. Su llegada pareció accidental y fortuita. Ahora no puedes imaginar tu vida sin ellos. Asimismo, tu identi­dad y tu visión se componen de una cierta constelación de ideas y sentimientos que han salido de lo más profundo de tu distancia interior. Si las perdieras, perderías tu yo. Vives y ca­minas sobre suelo divino. Dijo san Agustín acerca de Dios:
«Eres más íntimamente mío de lo que soy yo mismo». La inmediatez sutil de Dios, el Espíritu Santo, toca tu alma y teje con ternura la trama de tus caminos y tus días.

Sensualidad celta

El mundo de la espiritualidad celta está en plena comunión con el ritmo y la sabiduría de los sentidos. En la poesía celta sobre la naturaleza, todos los sentidos están despiertos: oyes el sonido de los vientos, gustas la fruta y sobre todo se despierta en ti un maravilloso sentido del contacto de la Naturaleza con la presencia humana. La espiritualidad cel­ta también posee una gran conciencia del sentido de la vis­ta, sobre todo en relación con el mundo de los espíritus. El ojo celta tiene una gran percepción del mundo de transición entre lo invisible y lo visible. Los estudiosos lo llaman «mundo imaginal», donde residen los ángeles. 
El ojo celta ama ese mundo. En la espiritualidad celta encontramos un puente nuevo entre lo visible y lo invisible, que se expresa en bellas poesías y bendiciones. Estos mundos ya no están separados. Fluyen natural, bella y líricamente, confundién­dose entre sí.

Una bendición para los sentidos
Que sea bendecido tu cuerpo.
Que comprendas que tu cuerpo es un fiel y hermoso amigo de tu
alma.
Que tengas paz y júbilo, y reconozcas que tus sentidos son umbrales sagrados.
Que comprendas que la santidad es atenta, que mira, siente,
escucha y toca.
Que tus sentidos te recojan y te lleven a tu casa. Que tus sentidos siempre te permitan celebrar el universo y el misterio y las posibilidades de tu presencia aquí.

TU SOLEDAD ES LUMINOSA

JOHN O´DONOHUE

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