El
paisaje es el primogénito de la creación. Existía cientos de millones de años
antes de que aparecieran las flores, los animales o el ser humano. Estaba aquí
por su cuenta. Es la presencia más antigua en el mundo, aunque necesita una
presencia humana que lo reconozca. Cabe imaginar que los océanos enmudecieron y
los vientos se sosegaron cuando apareció el primer rostro humano sobre la Tierra ; es lo más asombroso
de la creación. En el rostro humano el universo anónimo adquiere intimidad. El
sueño de los vientos y los océanos, el silencio de las estrellas y las montañas
alcanzaron una presencia materna en la cara. Aquí se expresa el calor secreto,
oculto de la creación.
La cara es el icono de la creación. En la mente humana,
el universo entra en resonancia consigo mismo. La cara es el espejo de la
mente. En el ser humano, la creación encuentra la respuesta a su muda súplica
de intimidad. En el espejo de la mente la difusa e interminable naturaleza
puede contemplarse.
La cara humana es un milagro artístico. En esa
superficie pequeña se puede expresar una variedad e intensidad increíble de
presencia. No existen dos rostros idénticos. En cada uno hay una variación
particular de presencia. Cuando amas a otro, durante una separación prolongada
es hermoso recibir una carta, una llamada telefónica o intuir la presencia de
la persona amada. Pero es más profunda la emoción del regreso, porque ver el
rostro amado es entonces una fiesta. En ese rostro ves la intensidad y la
profundidad de la presencia amorosa que te contempla y viene a tu encuentro.
Es hermoso volver a verte.
En África ciertos saludos significan «te veo». En
Conamara, la expresión empleada para decirle a alguien que es admirado o
popular es: Tá agaidh an phobail ort, es decir, «el rostro del pueblo se vuelve
hacia ti».
Cuando vives en el silencio y la soledad del
campo, las ciudades te sobresaltan. Hay muchas caras en ellas: rostros extraños
que pasan rápida e intensamente. Cuando los miras, ves la imagen de la
intimidad particular de su vida. En cierto sentido, la cara es el icono del
cuerpo, el lugar donde se manifiesta el mundo interior de la persona.
El rostro
humano es la autobiografía sutil pero visual de cada persona. Por más que
ocultes la historia recóndita de tu vida, jamás podrás esconder tu cara. Ésta
revela el alma; es el lugar donde la divinidad de la vida interior encuentra su
eco e imagen. Cuando contemplas un rostro, miras en lo profundo de una vida.
La santidad de la mirada
En Sudamérica, un periodista amigo mío conoció a
un viejo jefe indígena a quien quería entrevistar. El jefe accedió con la
condición de que previamente pasaran algún tiempo juntos. El periodista dio
por sentado que tendrían una conversación normal. Pero el jefe se apartó con él
y lo miró a los ojos, largamente y en silencio. Al principio, mi amigo sintió
terror: le parecía que su vida estaba totalmente expuesta a la mirada y el
silencio de un extraño. Después, el periodista empezó a profundizar su propia
mirada. Así se contemplaron durante más de dos horas. Al cabo de ese tiempo,
era como si se hubieran conocido toda la vida. La entrevista era innecesaria.
En cierto sentido, mirar la cara de otro es penetrar a lo más profundo de su
vida.
Con mucha ligereza damos por sentado que
compartimos un solo mundo con los demás.
Es verdad que en el nivel subjetivo
habitamos el mismo espacio físico que los demás seres humanos; después de
todo, el cielo es la única constante visual de nuestra percepción. Pero este
mundo exterior no permite el acceso al mundo interior del individuo. En un
nivel más profundo, cada uno es custodio de un mundo privado, individual. A
veces nuestras creencias, opiniones y pensamientos son un medio para
consolarnos con la idea de que no sobrellevamos el peso de un mundo interior
singular.
Nos complace fingir que pertenecemos al mismo mundo, pero estamos más
solos de lo que pensamos. Esta soledad no se debe exclusivamente a las diferencias
entre nosotros; deriva del hecho de que cada uno está alojado en un cuerpo
distinto. La idea de la vida humana alojada en un cuerpo es fascinante. Por
ejemplo, quien te visita en tu casa, se hace presente corporalmente. Trae a tu
casa su mundo interior, sus vivencias y memoria a través del vehículo de su
cuerpo. Mientras dura la visita, su vida no esta en otra parte; está totalmente
allí contigo, frente a ti, buscándote. Al finalizar la visita, su cuerpo se
endereza y se aleja llevando consigo ese mundo oculto. La conciencia de ello
ilumina el acto de hacer el amor. No son sólo dos cuerpos, sino dos mundos que
se unen; se rodean e inter-penetran. Somos capaces de generar belleza, gozo y
amor debido a este mundo infinito e ignoto en nuestro interior.
La infinitud de tu interioridad
La persona humana es un umbral donde se
encuentran muchas infinitudes: la del espacio que se extiende hasta los
confines del cosmos; la del tiempo que se remonta a miles de millones de años;
la del microcosmos, acaso una mota en tu pulgar que contiene un cosmos
interior, tan pequeño que es invisible para el ojo. La infinitud en lo
microscópico es tan deslumbrante como la del cosmos. Sin embargo, la que acosa
a todos y que nadie puede suprimir, es la de la propia interioridad. Detrás de
cada rostro humano se oculta un mundo. En algunos se hace visible la
vulnerabilidad de haber conocido esa profundidad oculta. Cuando miras ciertas
caras, ves aflorar la turbulencia del infinito. Ese momento puede producirse
en la mirada de un extraño o durante una conversación con un conocido.
Bruscamente, sin intención ni conciencia de ello, la mirada se vuelve vehículo
de una presencia interior primordial. Dura un segundo, pero en ese brevísimo
ínterin, aflora algo más que la persona. Otra infinitud, aún no nata, empieza
a asomar. Te sientes contemplado desde la insondable eternidad. Esa infinitud
que te mira viene de un tiempo antiguo. No podemos aislamos de lo eterno.
Inesperadamente nos mira y nos perturba desde las súbitas oquedades de nuestra
vida rígida. Una amiga aficionada a los encajes suele decirme que la belleza
de estos adornos reside en los agujeros. Nuestra experiencia tiene la estructura
de un encaje.
El rostro humano es el portador y el punto de
exposición del misterio de la vida individual. Desde allí, el mundo privado,
interior de la persona se proyecta al mundo anónimo. Es el lugar de encuentro
de dos territorios ignotos: la infinitud del mundo exterior y el mundo interior
inexplorado al que sólo tiene acceso el individuo. Éste es el mundo nocturno
que yace detrás de la luminosidad de la faz. La sonrisa de un rostro es una
sorpresa o una luz. Cuando aflora una sonrisa, es como si súbitamente se
iluminara la noche interior del mundo oculto. Heidegger dijo en bellas frases
que somos custodios de umbrales antiguos y profundos. En el rostro humano se ve
el potencial y el milagro de posibilidades eternas.
La cara es el pináculo del cuerpo. Éste es
antiguo como la arcilla del universo de la cual está hecho; los pies en el
suelo son una conexión constante con la Tierra. A través de tus pies, tu arcilla privada
está en contacto con la arcilla primigenia de la cual surgiste. Por consiguiente,
tu rostro en la cima de tu cuerpo significa el ascenso de tu arcilla vital hada
la intimidad y la posesión del yo. Es como si la arcilla de tu cuerpo se
volviera íntima/personal a través de las expresiones siempre renovadas de tu
cara. Bajo la bóveda del cráneo, la cara es el lugar donde la arcilla de la
vida adquiere verdadera presencia humana.
La cara y la segunda inocencia
Tu cara es el icono de tu vida. En el rostro
humano, una vida contempla el mundo y a la vez se contempla. Es aterrador
contemplar una cara donde se han asentado el resentimiento y el rencor. Cuando
una persona ha llevado una vida desolada, buena parte de su negatividad jamás
desaparece. El rostro, lejos de ser una presencia cálida, se vuelve una
máscara dura. Una de las palabras más antiguas para designar a la persona es la
griega prosopon, que originalmente era la máscara de los actores en el coro.
Cuando la transfiguración no alcanza al resentimiento, la ira o el rencor, el
rostro se vuelve máscara. Sin embargo, también se conoce lo contrario, la
hermosa presencia de un rostro viejo que a pesar de los surcos que dejan el
tiempo y las vivencias, conserva una bella inocencia. Aunque la vida haya
dejado su huella cansina y dolorosa, esa persona no ha permitido que tocara su
alma. Ese rostro proyecta al mundo una bella luminosidad, una irradiación que
crea una sensación de santidad e integridad.
Tu cara siempre revela quién eres y lo que la
vida te ha hecho. Pero es difícil para ti contemplar la forma de tu propia
vida, demasiado cercana a ti. Otros pueden desentrañar buena parte de tu
misterio al ver tu cara. Los retratistas dicen que es muy difícil pintar el
rostro humano. Se dice que los ojos son la ventana del alma. También es difícil
aprehender la boca en el retrato individual. De alguna manera misteriosa, la
línea de la boca parece revelar el contorno de una vida; labios apretados
suelen reflejar mezquindad de espíritu. Hay una extraña simetría en la forma
como el alma escribe la historia de su vida en los rasgos de una cara.
El cuerpo es el ángel del alma
El cuerpo humano es hermoso. Estar corporizado
es un gran privilegio. Te relacionas con un lugar a través de tu cuerpo. No es
casual que el concepto de lugar siempre ha fascinado a los humanos. El lugar
nos ofrece una patria; sin él, careceríamos literalmente de dónde. El paisaje
es la última expresión del dónde, y en éste la casa que llamamos nuestra es
nuestro lugar íntimo. La casa es decorada y personalizada; adopta el alma de
sus habitantes y se vuelve espejo de su espíritu. Sin embargo, en el sentido
más profundo, el cuerpo es el lugar más íntimo. Tu cuerpo es tu casa de
arcilla; es la única patria que posees en este universo. En tu cuerpo y a
través de él, tu alma se vuelve visible y real para ti. Tu cuerpo es la casa de
tu alma en la Tierra.
A veces parece existir una misteriosa
correspondencia entre el alma y la presencia física del cuerpo. Esto no es verdad
en todos los casos, pero con frecuencia permite vislumbrar la naturaleza del
mundo interior de la persona. Existe una relación secreta entre nuestro ser
físico y el ritmo de nuestra alma. El cuerpo es el lugar donde se revela el
alma. Un amigo de Conamara me dijo una vez que el cuerpo es el ángel del alma.
El cuerpo es el ángel que expresa el alma y vela por ella; siempre debemos
cuidarlo con amor. Con frecuencia se convierte en el chivo emisario de los
desengaños y venenos de la mente. El cuerpo está rodeado por una inocencia
primordial, una luminosidad y bondad increíbles. Es el ángel de la vida.
El cuerpo puede alojar un inmenso espectro e
intensidad de presencia. El teatro lo ilustra de manera notable. El actor
tiene suficiente espacio interior para asumir un personaje, dejar que lo
habite totalmente, de manera que la voz, la mente y la acción de éste se
expresan de manera sutil e inmediata a través del cuerpo de aquél. El cuerpo
encuentra su expresión más exuberante en el maravilloso teatro de la danza,
esa escultura en movimiento. El cuerpo da forma al vacío de manera conmovedora,
majestuosa. Un ejemplo emocionante de ello es la danza sean nos de la tradición
irlandesa, en la cual el bailarín expresa con su cuerpo la agitación salvaje
de la música.
Se cometen muchos pecados contra el cuerpo,
incluso en una religión basada en la Encarnación. En la religión se presenta al cuerpo
como la fuente del mal, la ambigüedad, la lujuria y la seducción. Es un
concepto falso e irreverente. El cuerpo es sagrado. Estas concepciones
negativas se originan en gran medida en las interpretaciones falsas de la filosofía
griega. La belleza del pensamiento griego reside precisamente en que destacaba
lo divino. Éste los acechaba y ellos trataban de reflejarlo, hallar en el
lenguaje y el concepto una expresión de su presencia. Eran muy conscientes del
peso del cuerpo y cómo parecía arrastrar a lo divino hacia la Tierra. Malinterpretaron
esta atracción terrena, viendo en ella un conflicto con el mundo de lo divino.
No concebían la
Encarnación ni tenían la menor idea de la Re surrección.
Cuando la tradición cristiana incorporó la
filosofía griega, introdujo este dualismo en su mundo intelectual. Se concebía
al alma como algo bello, luminoso, bueno. El deseo de estar con Dios era propio
de su naturaleza. Si no fuera por el peso indeseable del cuerpo, el alma
habitaría constantemente lo eterno. Así, el cuerpo se volvió sospechoso en la
tradición cristiana. Jamás floreció en ella una teología del amor erótico. Uno
de los pocos textos donde aparece lo erótico es el bello Cantar de los
Cantares, que celebra lo sensual y sensorial con maravillosa pasión y ternura.
Este texto es una excepción, y sorprende su admisión en el canon de las
Escrituras. En la tradición cristiana posterior, y sobre todo en la Patrística , el cuerpo
es objeto de suspicacia y hay una obsesión negativa por la sexualidad. El sexo
y la sexualidad aparecen como peligros en el camino de la salvación eterna. La
tradición cristiana suele denigrar y maltratar la presencia sagrada del cuerpo.
Sin embargo, ha servido de maravillosa fuente de inspiración para los artistas.
Un bello ejemplo es El éxtasis de santa Teresa de Bernini, donde el cuerpo de
la santa es presa de un rapto en el cual lo sensorial es inseparable de lo
místico.
El cuerpo como espejo del alma
El cuerpo es un sacramento. Nada lo expresa
mejor que la antigua definición tradicional de sacramento, la señal visible de
la gracia invisible. Esta definición reconoce sutilmente cómo el mundo
invisible se expresa en el visible. El deseo de expresión yace en lo más
profundo del mundo invisible. Toda nuestra vida interior y la intimidad del
alma anhelan encontrar un espejo exterior. Anhelan una forma que les permita
ser vistas, percibidas, palpadas. El cuerpo es el espejo donde se expresa el
mundo secreto del alma. Es un umbral sagrado, merece que se lo respete, cuide y
comprenda en su dimensión espiritual. Este sentido del cuerpo encuentra una
bella expresión en una frase asombrosa de la tradición católica: El cuerpo es
el templo del Espíritu Santo. El Espíritu Santo mantiene alerta y
personificada la intimidad y la distancia de la Trinidad. Decir
que el cuerpo es el templo del Espíritu Santo es reconocer que está imbuido de
una divinidad salvaje y vital. Este concepto teológico revela que lo sensorial
es sagrado en el sentido más profundo.
El cuerpo también es muy veraz. Sabes que por tu
propia vida rara vez miente. Tu mente puede engañarte y alzar toda clase de
barreras entre tú y tu naturaleza; pero tu cuerpo no miente. Si lo escuchas, te
dirá cómo se encuentra tu vida y si la vives desde el alma o desde los
laberintos de tu negativismo. La inteligencia del cuerpo es maravillosa. Todos
nuestros movimientos, todo lo que hacemos, exige a cada uno de nuestros
sentidos la más fina y detallada cooperación. El cuerpo humano es la totalidad
más compleja, sutil y armoniosa.
El cuerpo es tu única casa en el universo. Es la
casa de tu comunión con el mundo, un templo muy sagrado. AI contemplar en
silencio el misterio de tu cuerpo, te acercas a la sabiduría y la santidad.
Desgraciadamente, sólo cuando estamos enfermos comprendemos lo tierna, frágil y
valiosa que es la casa de comunión que llamamos cuerpo. Cuando uno trabaja con
personas enfermas o que aguardan una intervención quirúrgica, conviene
alentarlas a que hablen con la parte de su cuerpo que está mal. Que le hablen
como a un socio, le agradezcan los servicios prestados y los padecimientos
sufridos y le pidan perdón por las presiones que haya soportado. Cada parte del
cuerpo atesora los recuerdos de sus propias experiencias.
Tu cuerpo es esencialmente una multitud de miembros
que trabajan armoniosamente para que tu comunión con el mundo sea posible.
Debemos evitar este dualismo falso que separa el alma del cuerpo. El alma no se
limita a estar en el cuerpo, oculta en alguno de sus recovecos. Antes bien,
sucede lo contrario. Tu cuerpo está en el alma, que te abarca totalmente. Por
eso te rodea una bella y secreta luz del alma. Este reconocimiento sugiere un
nuevo arte de la oración: cierra los ojos y relaja tu cuerpo. Imagina que te
rodea una luz, la de tu alma. Luego, con tu aliento, introduce esa luz en tu
cuerpo y llévala a todos los rincones.
Es una bella forma de rezar porque introduces la
luz del alma, el refugio esquivo que te rodea, en la tierra física y la arcilla
de tu presencia. Una de las meditaciones más antiguas consiste en imaginar que
exhalas la oscuridad, el residuo de carbón. Conviene estimular a los enfermos a
que recen físicamente de esta manera. Cuando introduces la luz purificadora del
alma en tu cuerpo, curas las partes descuidadas que están enfermas. Tu cuerpo
tiene un conocimiento íntimo de ti; conoce íntegros tu espíritu y la vida de
tu alma. Tu cuerpo conoce antes que tu mente el privilegio de estar aquí.
También es consciente de la presencia de la muerte. En tu presencia física
corporal hay una sabiduría luminosa y profunda.
Con frecuencia las enfermedades
que nos asaltan son producto del descuido de nosotros mismos, de que no
escuchamos la voz del cuerpo. Sus voces interiores quieren hablarnos,
comunicarnos las verdades que hay bajo la superficie rígida de nuestra vida
exterior.
Para los celtas, lo visible y lo invisible son
uno. El cuerpo ha sido una presencia desdeñada y negativa en el mundo de la
espiritualidad porque se asocia al espíritu con el aire más que con la tierra.
El aire es la región de lo invisible, del aliento y el pensamiento. Cuando se
limita el espíritu a esta región, se denigra lo físico. Éste es un gran error,
porque nada en el mundo es tan sensual como Dios. El desenfreno de Dios es su
sensualidad. La naturaleza es la expresión de la imaginación divina. Es el
reflejo más íntimo del sentido de la belleza de Dios. La naturaleza es el
espejo de la imaginación divina, la madre de toda sensualidad; por eso es
contrario a la ortodoxia concebir el espíritu exclusivamente en términos de lo
invisible. Paradójicamente, el poder de la divinidad y el espíritu deriva de
esta tensión entre lo visible y lo invisible. Todo lo que existe en el mundo
del alma aspira vivamente a adquirir forma visible; allí reside el poder de la
imaginación.
La imaginación es el puente entre lo visible y
lo invisible, la facultad que los correpresenta y coarticula. En el mundo
celta existía una maravillosa intuición de cómo lo visible y lo invisible
entraban y salían uno del otro. En el oeste de Irlanda abundan las historias de
fantasmas, espíritus o hadas asociados con determinados lugares; para
los lugareños, estas leyendas eran tan familiares como el paisaje. Por ejemplo,
existe una tradición de que jamás se debe talar un arbusto aislado en un campo
porque puede ser un lugar de reunión de los espíritus. Existen muchos lugares
considerados fortalezas de las hadas. Los lugareños jamás construían allí ni
hollaban aquella tierra sagrada.
Los hijos de Lir
Uno de los aspectos asombrosos del mundo celta
es la idea del cambio de forma, que sólo es posible cuando lo físico es vital y
pasional. La esencia o alma de una cosa no se limita a su forma particular o
presente. El alma posee una fluidez y energía que no admite ser encerrada en una
forma rígida. Por consiguiente, en la tradición celta, hay un constante fluir
entre el alma y la materia, como entre el tiempo y la eternidad. El cuerpo
humano también participa en este ritmo. Uno de los ejemplos más conmovedores
de esto es la bella leyenda celta de los hijos de Lir.
El mundo mitológico de los Tuaithe Dé Dannan, la
tribu que vivía debajo de la superficie de Irlanda, era muy importante para la
mentalidad irlandesa; este mito ha dado a todo el paisaje una dimensión y una
presencia sobrecogedoras. Lir era un cabecilla en el mundo de los Tuaithe Dé
Dannan y estaba en conflicto con el rey de la región. Para resolverlo, se llegó
a un acuerdo matrimonial: el rey tenía tres hijas y ofreció a Lir que se casara
con una. Tuvieron dos hijos y después otros dos, pero desgraciadamente la esposa
de Lir murió. Lir acudió al rey, que le entregó a su segunda hija. Ella
cuidaba bien a la familia, pero al ver que Lir dedicaba casi toda su atención a
los niños empezó a sentir celos. Para colmo, su padre el rey también demostraba
un singular afecto por los niños.
Los celos crecieron en su corazón hasta que
un día se llevó a los niños en su carro y con su vara mágica de los druidas los
transformó en cisnes. Durante novecientos años tuvieron que errar por los mares
de Irlanda. Bajo sus formas de cisne, conservaban su mente e identidad
plenamente humanas. Cuando el cristianismo llegó a Irlanda, recuperaron su
forma humana como ancianos decrépitos. Qué conmovedora es la descripción de su
tránsito por la soledad como formas animales imbuidas de presencia humana. Esta
historia profundamente celta muestra cómo el mundo de la naturaleza tiende un
puente al mundo animal. También demuestra la profunda confluencia de intimidad
entre el mundo humano y el animal. Como cisnes, el canto de los hijos de Lir
tenía el poder de curar y consolar a las personas. El patetismo de la historia
se ve profundizado por la vulnerabilidad del mundo animal al humano.
Los animales son más antiguos que nosotros.
Aparecieron sobre la superficie de la Tierra muchos milenios antes que los humanos. Son
nuestros hermanos más antiguos. Su presencia carece de fisuras: tienen una
lírica unidad con la
Tierra. Viven en el viento, en las aguas, en los montes y la
arcilla. El conocimiento de la
Tierra está en ellos. El silencio afín al zen y la
inmediatez del paisaje se reflejan en su silencio y la soledad. Los animales
nada saben de Freud, Jesús, Buda, Wall Street, el Pentágono o el Vaticano.
Viven fuera de la política de las intenciones humanas. De alguna manera habitan
la eternidad. La mentalidad celta reconocía el arraigo y la sabiduría del mundo
animal. La dignidad, belleza y sabiduría del mundo animal no se veían
reducidas por falsas jerarquías o la soberbia humana.
En algún lugar de la
mente celta existía la percepción fundamental de que los humanos son los
herederos de este mundo más profundo. Así lo expresa de manera festiva este
poema del siglo IX.
El erudito y su gato
Yo y
Pangur blanco practicamos cada uno su arte particular: su mente está empeñada
en la caza, la mía en mi oficio.
Yo amo
—es mejor que la fama— la quietud con mis libros, la búsqueda diligente de la
sabiduría. Blanco Pangur no me envidia: ama su oficio infantil.
Cuando
los dos —esto nunca nos hastía— estamos solos en la casa, tenemos algo a lo
que podemos aplicar nuestra destreza, un juego interminable.
A veces sucede que un ratón queda atrapado
en su red como resultado de belicosas batallas. En cuanto mí, mi red atrapa una
norma difícil de conocimiento arduo.
Aunque
estamos así en cualquier momento, ninguno estorba al otro: cada uno ama su
oficio y se complace individualmente en su ejercicio.
Para los celtas, el mundo siempre es, de manera
latente y activa, espiritual. La profundidad de este flujo recíproco también se
expresa en el poder del lenguaje en el mundo celta. El lenguaje podía causar
sucesos y adivinarlos. Con cánticos y sortilegios se podía revertir el curso de
un destino negativo para dar lugar a algo nuevo y bueno. En el mundo sensorial
de este pueblo, no había barreras entre el alma y el cuerpo. Cada uno era
natural para el otro. Cuerpo y alma eran hermanos. Aún no existía esa escisión
negativa de la moral dualista cristiana que más adelante haría tanto daño a
estas bellas presencias encerradas en un abrazo común. El mundo de la
conciencia celta poseía esta espiritualidad sensual unificada y lírica.
Al recuperar el sentido de lo sagrado del cuerpo
podemos alcanzar nuevos niveles de curación, creatividad y comunión. La
poesía de Paul Celan posee una sensualidad diestra y sutil; con el lenguaje de
los sentidos nos permite acceder a su mundo espiritual profundo y complejo:
No busques tu boca en mis labios, ni al extraño
delante de la puerta, ni la lágrima en el ojo.
El mundo de los sentidos sugiere otro más profundo,
pictórico de luz y posibilidad.
Una espiritualidad de la transfiguración
La espiritualidad es el arte de la
transfiguración. No debemos forzamos a cambiar adecuándonos violentamente a
una forma predeterminada. No es necesario funcionar de acuerdo con la idea de
un programa o plan de vida predeterminados. Más bien debemos practicar un arte
nuevo, el de prestar atención al ritmo interior de nuestros días y nuestra
vida. Así adquiriremos una nueva conciencia de nuestra presencia divina y
humana. Todos los padres conocen un ejemplo dramático de esta clase de
transfiguración. Vigilan cuidadosamente a sus hijos, pero éstos un buen día los
sorprenden: los reconocen, pero su conocimiento de ellos resulta
insuficiente. Hay que volver a escucharlos.
La idea de la atención es mucho más creativa que
la de la voluntad. Con excesiva frecuencia, la gente trata de cambiar su vida,
esgrimiendo la voluntad como una suerte de martillo para darle la forma
adecuada. El intelecto identifica el objetivo del plan y la voluntad obliga a
la vida a tomar la forma correspondiente. Es una forma exterior y violenta de
afrontar lo sagrado de la propia presencia. Te expulsa con falsedades de ti
mismo y puedes pasar años perdido en la selva de "tus programas mecánicos.
espirituales. Puedes morir de una sed que tú mismo has causado. "
Si trabajas con otro ritmo, volverás fácil y
naturalmente a tu propio yo. Tu alma conoce la geografía de tu destino. Sólo
ella tiene el mapa de tu futuro; por eso puedes confiar en este aspecto
indirecto, oblicuo de tu yo. Si lo haces, te llevará donde quieres ir; más
aún, te enseñará un ritmo benigno para tu viaje. Este arte del ser no conoce
principios generales. Pero la signatura de este viaje singular está grabada
profundamente en tu alma. Si te ocupas de tu yo y tratas de acceder a tu propia
presencia, hallarás el ritmo exacto de tu vida. Los sentidos son caminos
generosos para llegar a tu casa.
Si prestas atención a tus sentidos, podrás
alcanzar una renovación, más aún, una transfiguración total de tu vida. Tus
sentidos son los guías para llegar a lo más profundo del mundo interior de tu
corazón. Los mayores filósofos coinciden en que el conocimiento llega en gran
medida por medio de los sentidos. Éstos son nuestros puentes al mundo. La piel
humana es porosa; el mundo fluye a través de ti. Tus sentidos son poros enormes
que permiten que entre el mundo. Si estás en sintonía con la sabiduría de tus
sentidos, jamás serás un exiliado en tu propia vida, un forastero perdido en
un lugar espiritual exterior construido por tu voluntad y tu intelecto.
Los sentidos como umbrales del alma
Durante mucho tiempo hemos creído que lo divino
está fuera de nosotros. Llevados por esta convicción, hemos tensado nuestros
anhelos hasta un grado desastroso. Es una gran soledad, ya que es el anhelo
humano lo que nos vuelve santos. El anhelo es lo más bello que hay en nosotros;
es espiritual, posee profundidad y sabiduría. Si lo enfocas en una divinidad
remota, lo sometes injustamente a una tensión. Así, sucede que el anhelo busca
lo divino, pero el exceso de tensión lo obliga a replegarse sobre sí mismo en
forma de cinismo, vacío o negativismo. Así se puede destruir una vida hermosa.
Pero no es necesario someterlo a tensión alguna. Si creemos que el cuerpo está
en el alma y que ésta es un lugar sagrado, la presencia de lo divino está aquí,
cerca de nosotros.
Por estar el cuerpo dentro del alma, los
sentidos son los umbrales hacia ella. Cuando tus sentidos se abren por primera
vez al mundo, la primera presencia que encuentran es la de tu alma. Ser
sensual o sensorial es estar en presencia de la propia alma. Wordsworth, quien
conocía la dignidad de los sentidos, escribió que «el placer es el tributo que
debemos a nuestra dignidad como seres humanos». Es una visión profundamente
espiritual. Tus sentidos te vinculan íntimamente con lo divino que hay en ti y
a tu alrededor. Al sintonizar con los sentidos, puedes devolver flexibilidad a
una creencia que se ha vuelto rígida y suavidad a una visión encallecida. Puedes
abrigar y curar esos sentimientos atrofiados, barreras que nos destierran de
nosotros mismos y nos separan de otros. Entonces ya no estamos desterrados de
esa maravillosa cosecha de divinidad que se recoge secretamente en nuestro
interior. Aunque veremos cada sentido por separado, es importante comprender
que siempre actúan juntos. Se superponen. Lo vemos en las variadas reacciones
ante el color. Esto significa que la percepción del color no es meramente
visual.
El ojo es como el alba
Veamos en primer término el sentido de la vista.
En el ojo humano, la intensidad de la presencia humana se concentra de manera
singular y se vuelve accesible. El universo encuentra su reflejo y comunión
más profundos en él. Puedo imaginar a las montañas soñando con el advenimiento
del ojo humano. Cuando se abre, es como si se produjera el alba en la noche. Al
abrirse, encuentra un mundo nuevo. También es la madre de la distancia.
Al
abrirse, nos muestra que los otros y el mundo están fuera, distantes de
nosotros. El acicate de tensión que ha animado a la filosofía occidental es el
deseo de reunir el sujeto con el objeto. Acaso es el ojo como madre de la
distancia quien los separa.
Pero en un sentido maravilloso, el ojo, como
madre de la distancia, nos lleva a preguntarnos por el misterio y la alteridad
de todo lo que está fuera de nosotros. En este sentido, el ojo es a la vez la
madre de la intimidad, ya que acerca lo demás a nosotros. Cuando realmente
contemplas algo, lo incorporas a ti. Se podría escribir una bella obra
espiritual sobre la santidad de la contemplación. Lo opuesto de ésta es la
mirada escrutadora. Cuando te escrutan, el ojo del Otro es un tirano. Te
conviertes en objeto de la mirada del Otro de una forma humillante, invasora y
amenazante.
Cuando miras algo profundamente, se vuelve parte
de ti. Éste es uno de los aspectos siniestros de la televisión. La gente mira
constantemente imágenes vacías y falsas; imágenes pobres que invaden el mundo
interior del corazón. El mundo moderno de la imagen y los medios electrónicos
recuerdan la maravillosa alegoría de la cueva de Platón. Los prisioneros,
engrillados y alineados, contemplan la pared de la cueva. El fuego que arde a
sus espaldas proyecta imágenes en la pared. Los prisioneros creen que esas
imágenes son la realidad, pero sólo son sombras reflejadas. La televisión y el
mundo informático son enormes páramos llenos de sombras. Cuando contemplas algo
que puede devolverte la mirada o que posee reserva y profundidad, tus ojos se
curan y se agudiza tu sentido de la vista.
Existen personas físicamente ciegas, que han
vivido siempre en un monopaisaje de tinieblas. Nunca han visto una ola, una
piedra, una estrella, una flor, el cielo ni la cara de otro ser humano. Sin
embargo, hay personas con visión perfecta que son totalmente ciegas. El pintor
irlandés Tony O'Malley es un artista maravilloso de lo invisible; en una bella
introducción a su obra, el artista inglés Patrick Heron dijo: «A diferencia de
la mayoría de las personas. Tony O'Malley anda por el mundo con los ojos
abiertos».
Muchos hemos convertido nuestro mundo en algo
tan familiar que ya no lo miramos. Esta noche podrías hacerte la siguiente
pregunta: ¿Qué he visto realmente hoy? Te sorprendería lo que no has visto.
Tal vez tus ojos han sido reflejos condicionados que han funcionado todo el
día de manera automática, sin prestar verdadera atención ni reconocer nada; tu
mirada jamás se ha detenido ni prestado atención. El campo visual siempre es
complejo, los ojos no pueden abarcarlo todo. Si tratas de captar el campo
visual total, éste se vuelve indistinto y borroso; si te concentras en un
aspecto, lo ves claramente, pero pierdes de vista el contexto. El ojo humano
siempre selecciona lo que quiere ver, a la vez que evita lo que no quiere ver.
La pregunta crucial es qué criterio empleamos para decidir qué queremos ver y
cómo eludimos lo que no queremos ver. Esa estrechez de miras es causa de muchas
vidas limitadas y negativas.
Es desconcertante comprobar que lo que ves y
cómo lo ves determina cómo y quién serás. Un punto de partida interesante para
el trabajo interior es explorar la propia manera particular de ver las cosas.
Pregúntate: ¿de qué manera contemplo el mundo? La respuesta te permitirá
descubrir tus criterios para ver. Hay muchos estilos de visión.
Estilos de visión
Para el ojo temeroso, todo es amenazante. Cuando
miras al mundo con temor, sólo puedes ver y concentrarte en las cosas que
pueden dañar o amenazarte. El ojo temeroso siempre está acosado por las
amenazas.
Para el ojo codicioso, todo se puede poseer. La
codicia es una de las fuerzas potentes del mundo occidental moderno. Lo triste
es que el codicioso jamás disfrutará de lo que tiene, porque sólo puede pensar
en lo que aún no posee, tierras, libros, empresas, ideas, dinero o arte. La fuerza
motriz y las aspiraciones de la codicia siempre son las mismas. La felicidad
es posesión, pero lo triste es que ésta vive en un estado permanente de
desasosiego; su sed interior es insaciable. La codicia es patética porque
siempre la acosa y la agota la posibilidad futura; jamás presta atención al presente.
Con todo, el aspecto más siniestro de la codicia es su capacidad para adormecer
y anular el deseo. Destruye la inocencia natural del deseo, aniquila sus
horizontes y los reemplaza por una posesividad frenética y atronada. Esta
codicia envenena la Tierra
y empobrece a sus habitantes. Tener se ha convertido en el enemigo siniestro de
ser.
Para el ojo que juzga todo está encerrado en
marcos inamovibles. Cuando mira hacia el exterior, ve las cosas según
criterios lineales y cuadrados. Siempre excluye y separa, y por eso jamás mira
con espíritu de comprensión o celebración. Ver es juzgar. Lamentablemente, el
ojo que juzga es igualmente severo consigo mismo. Sólo ve las imágenes de su
interioridad atormentada proyectadas hacia el exterior desde su yo. El ojo que
juzga recoge la superficie reflejada y llama verdad a eso. No posee el don de
perdonar ni la imaginación suficiente para llegar al fondo de las cosas, donde
la verdad es paradójica. El corolario de la ideología del juicio superficial
es una cultura que se basa en las imágenes inmediatas.
Al ojo rencoroso, todo le es escatimado. Los que
han permitido que se forme la úlcera del rencor en su visión jamás pueden
disfrutar de lo que son o poseen. Siempre miran al otro con rencor, acaso
porque lo ven más bello, inteligente o rico que a sí mismos.
El ojo rencoroso,
vive de su pobreza y descuida su propia cosecha interior.
Al ojo indiferente nada le interesa ni
despierta. La indiferencia es uno de los rasgos de nuestro tiempo. Se dice que
es uno de los requisitos del poder; para controlar a los demás, hay que saber
ser indiferente a las necesidades y flaquezas de los controlados. Así, la
indiferencia exige una gran capacidad para no ver. Para desconocer las cosas se
requiere una energía mental increíble. Sin que lo sepas, la indiferencia puede
llevarte más allá de las fronteras de la comprensión, la curación y el amor.
Cuando te vuelves indiferente, cedes todo tu poder. Tu imaginación cae en el limbo
del cinismo y la desesperación.
Para el
ojo inferior, los demás son mejores, más bellos, brillantes y dotados que uno.
El ojo inferior siempre aparta la vista de sus propios tesoros. Jamás celebra
su presencia ni su potencial. El ojo inferior es ciego a su belleza secreta.
El
ojo humano no fue hecho para mirar hacia arriba y potenciar la superioridad
del Otro, sino para mirar hacia abajo, para reducir al Otro a inferioridad.
Mirar a alguien a los ojos es un bello testimonio de verdad, coraje y expectativa.
Cada uno ocupa un terreno común, pero propio.
Para el ojo que ama, todo es real. Este arte del
amor no es sentimental ni ingenuo. Este amor es el mayor criterio de verdad,
celebración y realidad. Según Kathleen Raine, poetisa escocesa, lo que no ves a
la luz del amor no lo ves en absoluto. El amor es la luz en la cual vemos la
luz, aquella en la cual vemos cada cosa en su verdadero origen, naturaleza y
destino. Si pudiéramos contemplar el mundo con amor, éste se presentaría ante
nosotros pictórico de incitaciones, posibilidades, profundidad.
El ojo que ama puede seducir el dolor y la
violencia hacia la transfiguración y la renovación. Brilla porque es autónomo
y libre. Todo lo contempla con ternura. No se deja atrapar por las aspiraciones
del poder, la seducción, la oposición ni la complicidad. Es una visión
creativa y subversiva. Se alza por encima de la aritmética patética de la
culpa y el juicio y aprehende la experiencia a nivel de su origen, estructura
y destino. El ojo que ama ve más allá de la imagen y provoca los cambios más
profundos. La visión desempeña una función central en tu presencia y
creatividad. Reconocer cómo ves las cosas puede llevarte al autoconocimiento y
permitirte vislumbrar los tesoros maravillosos que oculta la vida.
Sabor y habla
El sentido del sabor es sutil y complejo. La
lengua es el órgano tanto del sabor como del habla. Aquél es una de las
víctimas de nuestro mundo moderno. Vivimos bajo presiones y tensiones que nos
dejan poco tiempo para saborear los alimentos. Una vieja amiga mía suele decir
que la comida es amor. Quien come en su casa, debe hacerlo con tiempo y
paciencia, con atención a lo que se le sirve.
Hemos perdido el sentido del decoro que
corresponde al acto de comer, así como del rito, presencia e intimidad que
acompaña la comida; no nos sentamos a comer a la manera antigua. Una de las
cualidades más célebres del pueblo celta era la hospitalidad. Al forastero se
lo recibía con una comida. Este acto de cortesía precedía invariablemente a
cualquier asunto. Cuando celebras una comida, percibes sabores que
habitualmente se te pasan por alto, Muchos alimentos modernos carecen de sabor;
mientras crece, lo fuerzan con fertilizantes artificiales y lo riegan con
productos químicos. Por consiguiente, su sabor no es el de la naturaleza. El
sentido del sabor está seriamente atrofiado. La metáfora de la comida
instantánea es un indicio certero acerca de la falta de sensibilidad y gusto
en la cultura moderna. Esto se refleja claramente en nuestro uso del lenguaje.
La lengua, órgano del sabor (del gusto), es también el del habla. Muchas de las
palabras que empleamos pertenecen espiritualmente a la categoría de la comida
rápida. Son demasiado insustanciales para reflejar una experiencia, demasiado
débiles para expresar de verdad el misterio interior de las cosas. En nuestro
mundo veloz y exteriorizado, el lenguaje se ha vuelto un fantasma, se ha
reducido a sobreentendidos y etiquetas. Las palabras que aspiran a reflejar el
alma llevan en sí la tierra de la materia y la sombra de y lo divino.
La sensación de silencio y oscuridad que hay
detrás de las palabras de las culturas antiguas, particularmente en el
folclore, brilla por su ausencia en el uso moderno del lenguaje.
Éste está
repleto de siglas; nos impacientan las palabras que traen consigo historias y
asociaciones. La gente de campo, y en particular la de Irlanda occidental,
tiene un gran sentido del lenguaje, una forma de expresarse poética y
despierta. El peligro de la intuición y la chispa del entendimiento encuentran
expresión en frases diestras.
El inglés oral de Irlanda es tan interesante,
entre otras razones, debido al pintoresco fantasma subyacente del gaélico, que
le infunde gran colorido, sutileza y fuerza. El intento de destruir el gaélico
fue uno de los actos de violencia más destructivos de nuestra colonización por
Inglaterra.
El gaélico, lengua poética y poderosa, es el depositario de la memoria
de Irlanda.
Cuando se despoja a un pueblo de su lengua, su alma queda
desconcertada.
La poesía es el lugar donde el lenguaje se
articula bellamente con el silencio.
La poesía es el lenguaje del silencio.
Una página en prosa está atestada de palabras.
En una página de poesía, las formas esbeltas de las palabras anidan en el vacío
blanco de la página. Ésta es un lugar de silencio donde se marca el contorno de
la palabra y se potencia la expresión de manera profunda.
Es interesante
observar el propio lenguaje y las palabras que uno piensa utilizar para ver si
descubre una quietud o silencio. Si quieres renovar tu lenguaje y darle vigor,
acude a la poesía. Allí tu lenguaje encontrará una iluminación purificadora y
renovación sensual.
Fragancia y aliento
El sentido del olfato o la fragancia es sutil e
inmediato. Los especialistas dicen que el olfato es el más fiel de los sentidos
por lo que se refiere a la memoria. Todos conservamos los olores de la
infancia. Es increíble que un aroma de la calle o de una habitación pueda
evocar recuerdos de experiencias largamente olvidadas. Desde luego, los
animales poseen un sentido del olfato maravillosamente útil. Al pasear un perro
uno se da cuenta de que su percepción del paisaje es enteramente distinta, ya
que sigue caminos determinados por los olores y vive aventuras al rastrear
senderos invisibles por todas partes. Cada día respiramos veintitrés mil
cuarenta veces; poseemos cinco millones de células olfatorias. Un perro
ovejero tiene doscientos veinte millones de esas células. El sentido del olfato
es tan poderoso en el mundo animal porque ayuda a la supervivencia al alertar
sobre el peligro; es vital para el sentido de la vida.
Tradicionalmente se decía que el aliento era el
camino por el que el alma entraba en el cuerpo. La respiración siempre se hace
a pares, salvo en los casos del primer y último suspiros. Una de las
designaciones más antiguas de Dios es la palabra hebrea Ruach, que también
significa aire o viento. La palabra sugiere que Dios era como el aliento o el
viento debido a la fuerza y poder increíbles de la divinidad. En la tradición
cristiana, el misterio de la
Trinidad sugiere que el Espíritu Santo surge debido a la
separación del Padre y el Hijo; el término técnico es spiratio. Esta concepción
antigua vincula la creatividad irrefrenable del Espíritu con el aliento del
alma en la persona humana. El aliento también es una metáfora apropiada porque
la divinidad, como aquél, es invisible. El mundo del pensamiento reside en el
aire. Todos nuestros pensamientos suceden en ese elemento. Debemos nuestros
mayores pensamientos a la generosidad del aire. Es la raíz de la idea de
inspiración, ya que uno inspira o incorpora con el aliento los pensamientos
contenidos en el elemento aire. La inspiración no se puede programar. Uno
puede prepararse, estar dispuesto a recibir la inspiración, que es espontánea
e imprevisible, contraria a las pautas de repetición y expectativa. La
inspiración siempre es una visita inesperada.
Para trabajar en el mundo intelectual, de la
investigación o del arte literario uno trata de agudizar sus sentidos a fin de
estar preparado para aprehender las grandes imágenes o los pensamientos cuando
se presentan. El sentido del olfato incluye la sensualidad de la fragancia,
pero la dinámica del aliento también incorpora el mundo profundo de la oración
y la meditación donde a través del ritmo del aliento uno alcanza su nivel
primordial del alma. A través del aliento meditado uno empieza a experimentar
un lugar interior que toca el terreno divino. El aliento y el ritmo de la
respiración pueden devolverte a tu antigua comunión, a la casa que según
Eckhart jamás abandonaste, donde vives desde siempre; la casa de la comunión
espiritual.
Escuchar de verdad es adorar
El sentido del oído nos permite oír la creación.
Uno de los grandes umbrales de la realidad es el que hay entre el sonido y el
silencio. Todos los buenos sonidos tienen silencio en su proximidad, delante y
detrás de ellos. El primer sonido que oye el ser humano es el del corazón de
la madre en las oscuras aguas de la matriz. Por eso desde antaño estamos en
armonía con el tambor como instrumento musical. Su sonido nos serena porque
evoca el tiempo en que latíamos al unísono con el corazón de la madre. Era una
época de comunión total. No existía separación alguna; nuestra unidad con otro
era completa. P. J. Curtis, el gran estudioso irlandés del rythm and blues
suele decir que al buscar el sentido de las cosas, en realidad buscamos el
acorde perdido.
Cuando la humanidad lo descubra, se eliminará la discordia del
mundo y la sinfonía del universo entrará en armonía consigo misma.
El don de escuchar es hermoso. Se dice que ser
sordo es peor que la ceguera porque uno queda aislado en un mundo interior de
silencio aterrador. Aunque uno ve las personas y el mundo que lo rodea, estar
mera del alcance del sonido y la voz humana es estar muy solo. Hay una
diferencia muy importante entre oír y escuchar. A veces oímos las cosas pero
no las escuchamos. Cuando escuchamos realmente, percibimos lo que no se dice o
no se puede decir. A veces los umbrales más importantes del misterio son lugares
de silencio. Llevar una vida verdaderamente espiritual significa respetar la
fuerza y la presencia del silencio. Martin Heidegger dice que escuchar es
adorar. Cuando escuchas con el alma, entras en el ritmo y la armonía de la
música del universo. La amistad y el amor te enseñan a sintonizar con el
silencio, llegar a los umbrales del misterio donde tu vida y la de tu amado se
penetran mutuamente.
Los poetas son personas que buscan permanentemente
el umbral donde se tocan el silencio y el lenguaje. Uno de los objetivos
cruciales del poeta es hallar su propia voz. Cuando empiezas a escribir, crees
que estás componiendo bellos poemas; luego lees a otros poetas y adviertes que
ya han escritos poemas similares. Comprendes que los imitabas
inconscientemente. Necesitas tiempo para separar las voces superficiales de tu
propio don con el fin de entrar en la clave profunda y la tonalidad de tu
alteridad. Cuando hablas con esa voz interior profunda, lo haces desde el tabernáculo
singular de tu presencia. Hay una voz interior en ti que nadie, ni tú mismo, ha
escuchado. Si te das la oportunidad del silencio, empezarás a desarrollar tu
oído para escuchar en lo profundo de ti mismo la música de tu propio espíritu.
Después de todo, la música es el sonido más
perfecto para encontrar el silencio. Cuando oyes música, adviertes la belleza
con que corona y trama el silencio, cómo revela el misterio oculto del
silencio. Mucho antes de que aparecieran los humanos, había aquí una música
antigua. Pero uno de los dones más hermoso que los humanos aportaron a la Tierra es la música. En la
gran música, el antiguo anhelo de la
Tierra encuentra su expresión. El gran director Sergiu
Celibidace dice que no creamos música, sino solamente las condiciones para que
ella pueda aparecer. La música atiende al silencio y la soledad de la
naturaleza; es una de las experiencias sensoriales más poderosas, inmediatas e
íntimas. Es acaso el arte que mas nos acerca a lo eterno, porque cambia
inmediata e irreversiblemente nuestra vivencia del tiempo. Al escuchar música
hermosa, entramos en la dimensión eterna del tiempo. El tiempo lineal
transitorio, quebrado, se desvanece y entramos en el círculo de comunión con
lo eterno. Sean 0'Faolain dice que «en presencia de la gran música no podemos
sino vivir noblemente».
El lenguaje del tacto
Nuestro sentido del tacto nos conecta con el
mundo de manera íntima. Como madre de la distancia, el ojo nos muestra que
estamos fuera de las cosas. Hay una magnífica escultura de Rodin titulada El
beso. Dos cuerpos se buscan en tensión, desean el beso. Su magia anula toda
distancia; dos seres distanciados acaban de alcanzarse. El tacto y su mundo nos
transportan del anonimato de la distancia a la intimidad de la comunión. Los
humanos tocan con sus manos; éstas exploran, esbozan y palpan el mundo exterior.
Las manos son bellas. Kant dice que la mano es la expresión visible de la mente
o el alma. Con tus manos palpas el mundo. En el tacto humano, la mano busca la
mano, el rostro o el cuerpo del otro. El tacto vuelve sobre sí mismo. Nos
acerca al mundo del otro.
El ojo traduce sus objetos en términos intelectuales.
Los aprehende de acuerdo con su propia lógica. Pero el tacto confirma la
alteridad del cuerpo que palpa. No puede aprehender sus objetos, sólo acercarlos.
Decimos que una historia profundamente conmovedora nos «roza», nos «toca». A
través del sentido del tacto experimentamos el dolor. El contacto con el dolor
no tiene nada de vacilante ni borroso. Llega directamente hasta el corazón de
nuestra identidad, donde despierta nuestra fragilidad y desesperación.
Ahora se admite que el niño necesita que lo
toquen. El tacto transmite comunión, ternura, calor, que alientan en el niño la
confianza en sí mismo, la autoestima y la seguridad. Su gran poder se debe a
que vivimos dentro del maravilloso mundo de la piel. Ésta vive, respira, está
siempre activa y presente. Los seres humanos comunicamos tanta ternura y
fragilidad porque no vivimos dentro de cascarones, sino dentro de la piel,
siempre sensible a la fuerza, el tacto y la presencia del mundo.
El tacto es uno de los sentidos más inmediatos y
directos. Posee un lenguaje propio.
Es también sutil y discriminador, y posee
una memoria muy fina. Un pianista visitó a una amiga y le preguntó si quería
que tocara algo. «Tengo en las manos una
hermosa pieza de Schubert», dijo.
El tacto abarca íntegramente el mundo de la
sexualidad; es probablemente el aspecto más tierno de la presencia humana. En
el contacto sexual, se admite al otro en el mundo de uno. El mundo de la sexualidad
es el mundo sagrado de la presencia. Eros es una de las víctimas de la codicia
y el mercantilismo contemporáneos. George Steiner ha escrito sobre ello.
Demuestra que las palabras de la intimidad, las palabras nocturnas de Eros y
el afecto, las palabras secretas del amor, han perdido todo su contenido bajo
el neón de la codicia y el consumismo.
Es necesario y apremiante recuperar las
palabras tiernas y sagradas del tacto para consumar plenamente nuestra
naturaleza humana. Cuando contemples el mundo interior del alma, pregúntate
hasta dónde has desarrollado el sentido del tacto. ¿Cómo tocas las cosas? ¿Eres
consciente del poder del tacto como fuerza sensual, a la vez curativa y tierna?
La recuperación del tacto puede dar nueva hondura a tu vida; puede curar y
fortalecerte, acercarte a ti mismo.
El tacto es un sentido muy inmediato. Puede
sacarte del mundo falso y sediento del exilio y la imagen. Al redescubrir el
sentido del tacto vuelves a la casa de tu propio espíritu, donde puedes
experimentar nuevamente calor, ternura y comunión. En los momentos de mayor
intensidad humana, callan las palabras. Entonces es cuando habla el lenguaje
del tacto. Cuando estás perdido en el valle tenebroso del dolor, las palabras
se vuelven débiles y mudas. Sólo hay refugio y consuelo en un abrazo estrecho y
cálido. Y cuando te sientes feliz, el tacto se vuelve un lenguaje de éxtasis.
El tacto te ofrece el indicio más profundo para
llegar al misterio del encuentro, el despertar y la comunión. Es el secreto
contenido afectivo de toda conexión y asociación. En última instancia, la
energía, el calor y la incitación del tacto provienen de lo divino. El Espíritu
Santo es la faceta irrefrenable y apasionada de Dios, el espíritu táctil cuyo
roce te rodea, te acerca a tu yo y a los demás. El Espíritu Santo vuelve
atractivas estas distancias, las adorna con aromas de afinidad y comunión. Las
distancias tocadas por la gracia vuelven amigos a los extraños. Tu amado y tus
amigos alguna vez fueron desconocidos. De alguna manera, en un determinado
momento, vinieron de la distancia hacia tu vida. Su llegada pareció accidental
y fortuita. Ahora no puedes imaginar tu vida sin ellos. Asimismo, tu identidad
y tu visión se componen de una cierta constelación de ideas y sentimientos que
han salido de lo más profundo de tu distancia interior. Si las perdieras,
perderías tu yo. Vives y caminas sobre suelo divino. Dijo san Agustín acerca
de Dios:
«Eres más íntimamente mío de lo que soy yo
mismo». La inmediatez sutil de Dios, el Espíritu Santo, toca tu alma y teje con
ternura la trama de tus caminos y tus días.
Sensualidad celta
El mundo de la espiritualidad celta está en
plena comunión con el ritmo y la sabiduría de los sentidos. En la poesía celta
sobre la naturaleza, todos los sentidos están despiertos: oyes el sonido de los
vientos, gustas la fruta y sobre todo se despierta en ti un maravilloso sentido
del contacto de la
Naturaleza con la presencia humana. La espiritualidad celta
también posee una gran conciencia del sentido de la vista, sobre todo en
relación con el mundo de los espíritus. El ojo celta tiene una gran percepción
del mundo de transición entre lo invisible y lo visible. Los estudiosos lo
llaman «mundo imaginal», donde residen los ángeles.
El ojo celta ama ese mundo.
En la espiritualidad celta encontramos un puente nuevo entre lo visible y lo
invisible, que se expresa en bellas poesías y bendiciones. Estos mundos ya no
están separados. Fluyen natural, bella y líricamente, confundiéndose entre sí.
Una bendición para los sentidos
Que sea bendecido tu cuerpo.
Que comprendas que tu cuerpo es un fiel y
hermoso amigo de tu
alma.
Que tengas paz y júbilo, y reconozcas que tus
sentidos son umbrales sagrados.
Que comprendas que la santidad es atenta, que
mira, siente,
escucha y toca.
Que tus sentidos te recojan y te lleven a tu
casa. Que tus sentidos siempre te permitan celebrar el universo y el misterio y
las posibilidades de tu presencia aquí.
JOHN O´DONOHUE
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