Mientras los Pandavas, de acuerdo con su derrota en los dados, vivían exiliados en el bosque,
Yudhishthira pensaba mucho en su debilidad comparada con la fuerza y los recursos de
Duryodhana. Claramente previó que en un futuro las diferencias entre sus primos y ellos deberían
dirimirse mediante las suertes de la guerra. Y recordaba que Duryodhana estaba en real posesión
del trono y tesoros, y que todos sus compañeros de la juventud, cuyas proezas en el campo todos
conocían, eran realmente sus amigos y, estaba seguro, eran devotos a él. Drona y sus alumnos,
sobre todo Karna, lucharían y morirían si había necesidad, no para los Pandavas, sino para
Duryodhana, hijo de Dhritarashtra, el rey reinante.
Justo en el momento en que el mayor de los Pandavas estaba sumergido en estos
pensamientos, un santo hombre vino a visitar el refugio de los hermanos, y en el instante en que
vio a Yudhishthira comenzó a aclarar su duda. «Tú estás preocupado, oh rey», dijo, «acerca de las
fuerzas contrarias de tus amigos y tus enemigos. Por eso he venido hasta ti. No hay nadie en el
mundo que pueda vencer a tu hermano Arjuna, si él primero se retira a la montaña y obtiene la visión del Gran Dios. En sus manos están todos tus enemigos destinados a ser muertos. Deja que
Arjuna vaya a las montañas, y allí deja que ayune y rece solo.» Arjuna, entonces, así elegido, hizo
votos de austeridad, prometiendo no ser distraído por nada que encontrara, y partió para el
Himalaya.
Al pie de las montañas, cuando las alcanzó, encontró a un hombre sabio, sentado bajo
un árbol, y éste le dijo que cualquier obsequio espiritual que eligiera le sería otorgado; sólo tenía
que mencionar lo que quería. Pero el caballero respondió con desdén que él había dejado a sus
hermanos en el bosque hacia el sur, y había llegado hasta allí a obtener armas divinas. ¿Iba él a
aceptar bienaventuranza y dejarlos a ellos sin ayuda? Y el santo hombre, que no era otro que el
dios Indra disfrazado, lo bendijo y aprobó su decisión. Y Arjuna, pasando por alto esta tentación,
siguió adelante hacia las más altas montañas donde, en algún sitio, él podía esperar tener su visión.
Pasando a través del espeso bosque, pronto llegó al verdadero seno de las montañas y se
estableció allí, entre árboles y arroyos, escuchando canciones de pájaros, y rodeado de hermosas
flores, para practicar su voto de plegaria, vigilia y ayuno. Vestido con escasas ropas hechas de
hierba y pieles de cie rvo, vivió a base de hojas marchitas y frutos caídos, y mes tras mes redujo su
necesidad de ellos, hasta que en el cuarto mes fue capaz de vivir sólo del aire, sin tomar ningún
otro alimento. Y su cabeza parecía brillar por sus constantes baños y purificaciones, y él podía
mantenerse día tras día con los brazos en alto sin soporte, hasta que la tierra comenzó a echar
humo y los seres del cielo a temblar por el calor de la penitencia de Arjuna.
El verraco
Un día, durante sus rezos matinales, ofreciendo flores a una pequeña imagen de arcilla del
Gran Dios, un verraco corrió hacia él, buscando matarlo. Y Arjuna, en quien los instintos del
soldado y el deportista estaban siempre en su más alto nivel, cogió su arco y sus flechas y se
levantó de sus rezos para matar a la criatura. En ese momento los bosques se volvieron extraña y
solemnemente quietos. El sonido de las cascadas y los arroyos y pájaros paró repentinamente.
Pero Arjuna, con su mente aún en su oración a medio terminar, no notó esto. Tensando su arco,
soltó una flecha y acertó al verraco. En el mismísimo instante la bestia fue alcanzada por otro
dardo, igualmente poderoso, y con un rugido cayó y murió. Pero en Arjuna se encendió la ira del
deportista, y aparentemente en su desconocido rival había ocurrido lo.mismo; ambos se
enfurecieron al ver su propio disparo interferido en el último momento.
Allí se encontraba con una
rabia terrible, tan enojado como él, un cazador, aparentemente algún rey de las tribus de las
montañas, acompañado de su reina y un séquito de alegres seguidores. Su cuerpo estaba
encendido de energía, mientras decía: «j,Cómo te has atrevido a disparar? ¡La presa era mía!»
«Luchemos por ella!» dijo Arjuna, y los dos comenzaron a dirigir sus flechas uno sobre el otro.
Para asombro de los mortales, el cuerpo del cazador se tragaba los dardos sin hacerle daño
aparentemente, y Arjuna sólo pudo disparar hasta que su carjac estuvo vacío. «¡Luchemos,
entonces!», gritó, y se lanzó sobre su oponente. Pero en ese momento sintió el tacto de una mano
en su corazón, y en lugar de continuar su combate se volvió para terminar su culto.
Cogiendo la
guirnalda de flores, la lanzó cerca de la imagen, pero al siguiente instante ésta estaba sobre el
cuello del rey de la montaña.
«¡Gran Dios! ¡Gran Dios!», gritó Arjuna, cayendo a los pies de su no buscado invitado.
«¡Perdona mis golpes! »
Pero el Gran Dios, bien satisfecho, tendió su mano y bendijo al devoto y le concedió su deseo
de armas divinas, tales como las que podían ser arrojadas por la mente, los ojos, las palabras y por
el arco. Esas armas nunca deberían ser usadas antes de que todas las otras se hubiesen agotado.
Nunca deberían ser usadas contra enemigos débiles. Si lo eran, ellas podrían de verdad destruir el
uníverso. Entonces el Gran Dios entregó a Arjuna a Gandiva, el arco divino y, adorándolo, se
volvió y dejó esa montaña con sus valles y cuevas y nevadas alturas, y se alzó hacia el cielo con
todo su cortejo.
Tal era el Kirat-Arjuna, la visión de Arjuna de Mahadeva, el Gran Dios, como un kirata o
cazador.
SISTER NIVEDITA & ANANDA K. COOMARASWAMY
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