En la búsqueda de la reeducación de la Humanidad desequilibrada, es importante establecer un método fundado ante todo sobre la Tolerancia. Esa idea de completa libertad del individuo hacia el respeto del prójimo no parece ser considerada bastante por los pedagogos y, sin embargo, es un hecho muy conocido que la verdadera “igualdad” de los hombres reside precisamente en la posibilidad que tiene cada ser de encontrar su verdadero Sí. Una vez cumplida esa realización, el ser humano se acerca a sus contemporáneos y poco a poco la verdadera Fraternidad se organiza.
Platón relata una leyenda muy bonita a este propósito en el “Mito de Protágoras”.
Tiene lugar en el tiempo en que los dioses ya existían, pero cuando las razas mortales no existían aún. Llegó el momento marcado por el destino para originarlos, los Dioses las formaron en el interior de la tierra con una mezcla de tierra y de fuego y con todas las sustancias que pueden combinarse con el fuego y la tierra. En el momento de presentarlas a la luz, los Dioses mandaron a Prometeo y a Epimeteo a distribuir apropiadamente entre ellas todas las cualidades que debían poseer. Epimetéo pidió a Prometeo encargarse de hacer él mismo la distribución. “Cuando haya acabado, le dijo, inspeccionará mi obra”. Se le concedió el permiso, y se dispuso al trabajo.
En esta distribución, a unos dio la fuerza sin la velocidad; a los más débiles atribuyó el privilegio de la rapidez; a otros concedió armas; para los desarmados inventó cualquier otra cualidad que pudiera asegurar su salvación. A los que creó pequeños, les atribuyó la huida alada o la habitación subterránea. A los que creó grandes de estatura, los salvó con eso mismo. En resumen, entre todas esas cualidades se mantendría un equilibrio. Con esas invenciones diversas, se preocupaba de impedir la desaparición de cualquier raza.
Después de haberlos prevenido bastante contra las destrucciones recíprocas, se encargó de defenderlos contra las intemperies que provienen de Zeus, revistiéndolas con cabellos espesos y con pieles abundantes como abrigos para protegerlos contra el frío, vestidos para preservarlos del calor y, por otra parte, les proveyó de mantas y cubiertas naturales apropiadas a cada uno cuando fueran a dormir.
Calzó a los unos con cascos, a los otros con cuernos macizos de los cuales había quitado la sangre. Des-pués, se ocupó en proveer a cada uno de una comida distinta: a los unos las hierbas de la tierra, a otros los frutos de los árboles, a los otros aun sus raíces, a algunos les ofreció la carne de otros como comi da; a unos dio una prole poco numerosa, a sus víctimas les repar-tió la fecundidad y la salvación de su especie.
Ahora bien, Epimeteo, cuya prudencia era imperfecta, había usado ya y sin recato, todas las facultades en favor de los anima-les, y aún le quedaba la especie humana por proveer, para lo cual, por falta de equipo, no sabía qué hacer. Estando en esta perplejidad sobrevino Prometeo para inspeccionar el trabajo, quien encontró todas las demás razas armoniosamente equipadas, pero al hombre, desnudo, sin calzado, descubierto y sin armas.
Había llegado el día marcado por el destino, cuando el hombre debía de salir de la tierra para aparecer a la luz. Prometeo, frente a esa dificultad, no sabia cuál medio de salvación encontrar para el hombre y se decidió a robar la habilidad artística de Hefaestos y de Atenea, y el fuego al mismo tiempo; pues, sin el fuego nadie podía adquirir esa habilidad, ni dedicarla a ningún servicio. Acabado esto, los ofreció al hombre.
Es así que el hombre poseyó las artes útiles a la vida; pero la política le faltó.
En efecto, esa era obra de Zeus. Ahora bien, Prometeo no tenía ya tiempo para penetrar en la Acrópolis que es la morada de Zeus; por otra parte, en la puerta de Zeus, había temibles centinelas.
Sin embargo, consiguió penetrar sin que le viesen en el taller donde Hefaestos y Atenea, juntos, practicaban las artes que amaban. Robó a la vez las artes del fuego que pertenecen a Hefaestos y las otras que pertenecen a Atenea y pudo ofrecerlas al hombre. Es así que el hombre tiene en su posesión todos los recursos necesarios a la vida, y se dice que por ello Prometeo fue después acu-sado de robo. Puesto que el hombre participaba en el lote divino, fue el primero entre los animales en honrar a los Dioses y empezó, a construir altares e imágenes divinas; después tuvo el arte de emitir sonidos y palabras articuladas; inventó las habitaciones, los vestidos, los calzados, los abrigos, los alimentos que nacen de la tierra.
Pero los humanos provistos así, al principio vivieron dispersos y ninguna ciudad existía. Por esto, ellos eran destruidos por los animales, siempre más fuertes que ellos, y su industria, que era suficiente para alimentarles, era impotente para la guerra contra los animales, pues no poseían el arte político, del cual forma parte la guerra. Se esforzaban, pues, en unirse y fundar ciudades para defenderse, pero, una vez juntos, se perjudicaban recíprocamente por falta de posesión del arte político, de tal manera que empezaban de nuevo a dispersarse y perecer.
Zeus entonces, inquieto de nuestra especie amenazada de desaparecer, envió a Hermes para llevar el pudor y la justicia a los hombres, a fin de que hubiera armonía en las ciudades y para que nacieran los lazos que crean la amistad.
Hermes preguntó, pues, a Zeus el modo de imponer el pudor y la justicia a los hombres:
¿Debo repartirlas como las otras Artes? Ellas han sido repartidas de la siguiente manera: un medio único basta para muchos profanos y lo mismo es con los otros artesanos. ¿Debo yo establecer así la justicia y el pudor en la raza humana o repartirlos entre todos?
“Entre todos, dijo Zeus, y que cada uno tenga su parte, porque las ciudades no podrían sobrevivir si sólo algunos fuesen provistos de ellas, como se verifica con las otras artes. Por otra parte, establecerás esta Ley en mi nombre: que cualquier otro hombre que no sea capaz de participar del pudor y de la justicia, debe ser ejecutado como una plaga de la ciudad”.
Ese lazo de amistad que Hermes creó, fue rehusado a menudo por los hombres, o bien se adornaron con él para esconder su in-terés, aquella tendencia que habla toda clase de lenguas y que desempeña toda clase de caracteres, aún el papel del desinteresa-do, como lo decía La Rochefoucauld, para esconder sus intereses. Ese pensador, en “Sus Sentencias” (edición de 1673) escribe: “Lo que los hombres llamaron amistad sólo es una sociedad, un mira-miento recíproco de intereses y un cambio de buenos oficios; sólo es un comercio en el cual el amor propio siempre se propone algo para ganar.”
Eso parece bastante severo, porque al fin, sin duda se debe hacer una distinción entre el amor propio y el amor de nosotros. Muchos filósofos conectan generalmente el amor propio con toda clase de cariño, como lo dice Vauvenargues: “Si él objeto de nuestro amor nos es más querido sin el ser, que el ser sin el objeto de nuestro amor, parece que es nuestro amor el que constituye la pasión dominante, y no nuestro individuo propio, puesto que todo se escapa con la vida: el bien que nos habíamos apropiado por nuestro amor, así como nuestro ser verdadero”.
Pero, citamos al Señor Pradines para establecer la distinción que existe entre el egoísmo y el altruismo. “Todas las tendencias, sin excepción, llevan al ser viviente fuera de sí mismo; por con-secuencia todas son “altruistas” (admitiendo que ese término significa más bien el amor a los demás, el amor al prójimo); a menos que, —dedicándose desde el principio a refinamientos de análisis inagotables— se quieran perseguir (hasta en los impulsos que nos proyectan fuera de nosotros y nos consagran cuerpo y alma al objeto) las trazas de yo no sé cuál egoísmo metafísico que uno se obliga a encontrar de nuevo, aun en los sacrificios de sí mismo que inspiran tan a menudo la rabia del combate o la del amor, tanto a los animales como al hombre”.
Sin duda, admitimos que ese paroxismo de cariño fuera de sí mismo, pueda ser considerado como un egoísmo extendido, y es una hipótesis que, sin el socorro de ninguna metafísica, puede fundarse, como lo veremos después, sobre serias razones biológicas; pero es entonces la noción misma del egoísmo la que pierde así su sentido, porque pierde sus límites. Si bien se hace la objeción: lo que el sujeto quiere y lo otro por lo cual se sacrifica para conquistar, es él mismo; empero “Amar a los otros como se ama a sí mismo” es precisamente la fórmula del altruismo. Se comprende que no acabaríamos con las sutilidades si se quisiese mantener,contra la experiencia popular, la noción de un egoísmo que, sin destruirse, sea capaz de apegarse fuera de sí.
En realidad la noción de un egoísmo, a la vez fundamental y universal, nos proviene menos de la experiencia psicológica que de nociones morales mal comprendidas o mal aplicadas.
La moral sola —y no la psicología, como tampoco, por lo demás, la biología— nos suministra una noción clara, precisa y sin ambigüedad, del egoísmo. Pero nos la suministra más bien para apoderarse de ella, arruinando así la idea a que la psicología corriente nos inclinaría. El egoísmo es un vicio para ella, el cual, lejos de expresar el esfuerzo de la tendencia, manifestaría más bien una cierta “desnaturalización”
Aquella citación anterior se debe comparar a las “Reflexiones” de La Rochefoucauld en su “Aviso al Lector” (edición 1666) en el cual escribe: “Me contentaré de avisarles dos cosas: la primera es que, por la palabra “interés” no se entiende siempre un interés del bien sino, la mayor parte del tiempo, un interés de honor o de gloria. La segunda es la principal y es como el fundamento de todas esas reflexiones: y es que el que las formule considera a los hombres sólo en ese estado deplorable de la naturaleza corrompida por el pecado, y así, la manera con la cual habla acerca de ese número infinito de defectos que se encuentran en su virtudes aparentes, no se refiere a lo que Dios preserva de ellos por una gracia particular”.
El Señor Pradines dijo también en su ‘Tratado de Psicología General” (Tomo 1 de la edición 1943, pág. 162): “en el orden social y egoísta (y el egoísmo es aquí el vicio de la injusticia), el que considera como fin directo los b e n e fi c i o s que logra de una colaboración de simpatía con sus s e m e j a n t e s, les mira como simples i n s t r u m e n t o s de esos beneficios, y acabando de considerarlos a 1 t r u i s t a m e n t e para con sus semejantes, los considera pues solo como m e d i o de cualesquiera de esos fines, hechos completamente egoístas.
El hombre es entonces reducido al estado de c o s a, del cual pueden derivar todas las formas de la sujeción brutal, del despojo y de la explotación”.
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