jueves, 2 de mayo de 2019

LA PRÁCTICA DE LA QUIETUD MENTAL




La soberanía de la naturaleza ha sido otorgada a las fuerzas silenciosas. 
La luna no produce el menor ruido y sin embargo arrastra millones de toneladas de agua en las mareas, de aquí para allá, a su antojo. No oímos al sol cuando se levanta o a los planetas cuando se ocultan. Así, también, el amanecer del supremo momento en la vida de un hombre llega silenciosamente, sin que nadie lo anuncie al mundo. Sólo en esa quietud nace el conocimiento del Yo Superior. El deslizamiento del bote de la mente por el lago del espíritu es la cosa más suave que conozco; es más silencioso que la caída del rocío nocturno. Sólo en el profundo silencio podemos oír la voz del alma. Las argumentaciones la ocultan y las demasiadas palabras retardan su aparición. 
En el silencio se puede atrapar un pez y disfrutarlo; pero si se tira el anzuelo y se conversa, la conversación quiebra el hechizo y ahuyenta al pez. Si pudiéramos ocuparnos menos de las actividades de la laringe y un poco más de las actividades profundas de la mente, llegaríamos a tener algo digno que decir. El discurso es un auxiliar, no una obligación. 

Ser es el primer deber del hombre. La vida nos enseña silenciosamente, mientras que los hombres imparten sus instrucciones en alta voz. El arca del tesoro del yo verdadero está dentro de nosotros, pero sólo puede abrirse cuando la mente está quieta. Las palabras pueden decirnos lo que es la Realidad, pero no la explican ni pueden hacerlo. La verdad es un estado del ser y no un conjunto de palabras. El argumento más inteligente no puede substituir a la realización personal. 
Debemos experimentar si queremos experiencia. La palabra “Dios” carece de sentido para mí hasta que no logre ponerme en contacto con lo absoluto dentro de mí mismo; sólo entonces podré incluirla en mi vocabulario. Un poco de práctica lleva muy lejos. Una veintena de conferencias no convencerá a los sentidos escépticos, y cien libros no revelarán a la visión interna lo que pueden descubrir aquellos que fielmente y con decisión apliquen el método indicado en estas páginas. 

Las llamadas pruebas científicas y filosóficas de la Realidad Espiritual no prueban nada. 
El filósofo alemán Kant demostró hace tiempo que la razón no puede apresar esta Realidad. 
Por lo tanto, todas nuestras “pruebas” son una mera acumulación de palabras. Es igualmente fácil negar esta Realidad basándose en otro grupo de evidencias, u oponiendo por la fuerza un grupo de argumentos para “probarlas”. Una especie de estremecimiento sacudió al mundo científico cuando Einstein anunció su descubrimiento de la curvatura de un rayo de luz que pasaba cerca del sol. Esta observación sirvió para establecer su teoría de la Relatividad, pero en aquel momento todos pensábamos que habría de conducirnos mucho más lejos. Pensamos que, investigando un poco más en la misma dirección y analizando un poco más los resultados, la existencia de Dios iba a formar parte de las ideas demostrables científicamente. 

Pero, ¡ay!, aquella ansiosa anticipación, que llenó tantas mentes y conmovió a tantos corazones piadosos, ha retrocedido algo con los años. La ciencia aún no puede emitir un veredicto seguro sobre el particular. Los grandes problemas de la existencia individual, las preocupaciones supremas que asedian la vida de toda persona seria, no pueden resolverse en la región limitada que está al alcance de nuestro cerebro. Pero si las respuestas que dan la paz nos esperan en el interior sin límites de nuestro ser, en la substancia divina de nuestra naturaleza oculta. Porque el cerebro sólo responde con palabras estériles, mientras que la respuesta del espíritu habrá de ser la experiencia maravillosa de la iluminación interior. El que quiera practicar regular y seriamente el método de concentración mística que se expone en este libro, recibirá, a través de su experiencia propia y directa, la confirmación creciente de la divinidad verdadera del hombre. 

Las biblias y los otros documentos comenzarán a perder su autoridad, en tanto que él empezará a encontrar la suya. Dios es su propio y mejor intérprete. Hallad a Dios en vuestro corazón y comprenderéis entonces, por intuición directa lo que todos los grandes maestros, los verdaderos místicos, todos los auténticos filósofos y los hombre inspirados han tratado de explicarnos por el tortuoso medio de usar las palabras. Nunca podrán demostrar a mi intelecto que Dios, lo Absoluto, el Espíritu —o como quieran llamarle— existe realmente; pero pueden demostrármelo cambiando mi conciencia hasta que pueda participar en la conciencia del Dios que hay en mí. 

Sólo existe un medio para efectuar este cambio y al mismo tiempo descubrir lo que somos realmente. Este medio es pasar de lo exterior hacia lo interior; del estar ocupado con una multitud de actividades externas, empezar a ocuparse de una sola actividad interna de la mente. San Agustín monologaba de este modo: “Yo, Señor, he ido de una parte a otra, como oveja extraviada, buscando en el exterior, auxiliado por razonamiento; ansiosos, cuando estabas dentro de mí... Recorrí las calle; y las .plazas de la Ciudad del Mundo, buscándote siempre… y no te encontré, porque vanamente buscaba fuera lo que estaba en el fondo de mí”. Debemos dejar caer la sonda de la mente en las profundidades del yo. Cuanto más profundamente descienda aquella, tanto más rico será el tesoro que podremos extraer del calmo mar sargazazo. La conciencia debe estar en el centro más íntimo de nosotros mismos. 

Cada hombre posee una puerta secreta que se abre sobre la luz eterna. Si no quiere hacer fuerza para abrirla, se condena a la oscuridad. Si quiere una prueba de su propia divinidad, escuche a Su Yo Superior. Tome entonces un poco del tiempo destinado a las distracciones tumultuosas del mundo y enciérrese un breve momento en la soledad. Escúchese entonces, con paciencia y atención, lo que habrá de decir la propia mente, según lo explicaré dentro de poco. Repítase esta práctica todos los días, y en uno de ellos, inesperadamente, se tendrá la prueba que tan ansiosamente se ha venido buscando. Y con ella vendrá una libertad gloriosa, tan pronto como la carga de los escepticismos humanos y de las teologías hechas por el hombre quede relegada. 

Debe aprenderse a ponerse en contacto con el Yo Superior... y nunca más se sentirá uno atraído por esas reuniones fútiles en que los hombres levantan el polvo de sus argumentos teológicos o hacen ruido con sus debates intelectuales. Si se toma este camino se encontrará por sí mismo la respuesta a la pregunta inquietante, independientemente de lo que puedan decir los libros acerca de ello, no importa cuan sagrado o secular pueda ser. Algunas personas llaman a esto meditación, nombre tan apropiado como cualquier otro, excepto porque yo me propongo describir una especie de meditación que difiere, en su principio básico, de la mayor parte de los métodos que se me han enseñado y que podría llamarse, con más exactitud, quietud mental. El único modo de entender el significado de la meditación es el de practicarlo. “Cuatro mil volúmenes de metafísica no enseñarán lo que es el alma”, decía Voltaire. Como todas las cosas que tienen valor, los resultados de la meditación sólo se logran mediante trabajo y dificultades, pero quienes la practican con el espíritu requerido pueden tener la seguridad de que llegarán a la meta. Se empieza con intentos indecisos y se termina con una experiencia divina. Se juega con la meditación y se trata de contemplar, pero el amanecer de un día asomará cuando nuestras mentes incursionen en la eterna beatitud del Yo Superior. 

La meditación es un arte que casi se ha perdido en Occidente. Muy pocos la practicaban y entre esos pocos todavía se preguntan por qué lo hacen La costumbre de dedicar todos los días un momento que se destina al recogimiento y al reposo mental, brilla hoy por su ausencia en la vida de los pueblos occidentales. Esa especie de hipnotismo que ejerce sobre nosotros la vida exterior se apodera de nuestro espíritu como se pega la sanguijuela a la carne humana. Nuestro yo consciente y resistente inventa toda clase de buenas excusas para no adoptar la práctica de la meditación, o para no continuar con ella cuando ya se ha empezado. La personalidad en nosotros la juzga aburrida, vana, y pensamos que exige una tensión nerviosa excesiva. Esta lucha inicial para vencer la repugnancia que tiene la mente a descansar, es muy dura, tal vez, pero es inevitable. 

Porque es una costumbre de importancia fundamental, cuyo beneficio, cuando se la practica,nunca será demasiado exagerado; pero si se la descuida, nos esperan aflicciones y tormentos. Más allá de las comunes trivialidades de la vida diaria, existe una vida hermosa y luminosa. Sin embargo, por mucho que resistimos este divino clamor que nos atosiga durante el día, somos incapaces de resistir durante el sueño el regreso al ser interior. Entonces somos capturados por el alma; entonces gozamos en el reposo de nuestra propia naturaleza, bien que inconscientemente. Éste es un sorprendente pensamiento que contiene algo de una elevada verdad filosófica. ¿Pero cómo puede una multitud esclava de los contratiempos y agitaciones de la vida material darse cuenta de esta verdad maravillosa? Los que son sabios adoptarán el reposo mental como un ejercicio diario. 

La quietud calma al espíritu y lo penetra de la paz profunda y perdurable que reside en el interior de nosotros. El general Gordon se aislaba durante una hora todas las mañanas para sus devociones espirituales. ¿Cuánta inspiración para sus actividades profesionales, cuánta fuerza y coraje no extrajo él de práctica tan sabia? William T. Stead, famoso director de diarios y campeón de los perseguidos, una vez permaneció tres meses en una cárcel porque se atrevió a publicar una verdad. Algunos años después, Stead declaró que esos fueron los meses más provechosos de su vida. “Por primera vez en mi vida tuve tiempo para sentarme a pensar, para sentarme y encontrarme a mí mismo” declaró. Thomas A. Edison, cuyo nombre estará por siempre registrado en la lista de los grandes inventores del mundo, mediante una práctica constante logró desarrollar la capacidad de descansar en medio de sus tareas, poniéndose en un estado de recogimiento que le traía la solución de un buen número de arduos problemas. 

Un día declaró: “Las horas que he pasado a solas con el señor Edison me han aportado las recompensas más grandes de mi carrera; a ellas debo todo lo que he logrado realizar”. 
Nosotros no pensamos en la vida interior. Tratamos de persuadirnos de que no tenemos una media hora para malgastarla sentándonos junto al quieto pozo de la Verdad. Un instante de quietud mental nos parece un momento perdido. De aquí que las masas no sean más sabias para utilizar mejor la multitud de sus días. El mundo moderno no cree que una cosa tan insulsa como la meditación tenga aplicación práctica en la vida diaria; por ello se la condena a ser una mera abstracción. Y el mundo moderno no está del todo equivocado, ni tiene del todo razón al proceder así. Para no mencionar nada más que un ejemplo, la historia nos demuestra de cómo la religión ha producido un número de visionarios meditativos que invitaban a otros a entrar con ellos en los dominios de sus locas ilusiones y a vagar en el reino de sus pueriles fantasías. 

Esas personas extraviadas son responsables de la opinión corriente que se imagina a los videntes espirituales como seres perdidos en la contemplación del cielo, explorando con sus ojos mentales vagos mundos desprovistos de todo interés y utilidad para los mortales sanos de juicio. Serían, en suma falsos místicos que viven en fantásticos mundos creados por ellos y que necesitarían se les diera un buen sacudón contra la realidad. Pero la historia también nos habla de videntes de elevado rango. Son hombres de una pureza moral absoluta y de una excepcional caridad. La característica común de estos hombres es la de haber pasado por una experiencia espiritual que ha sido una iluminación indeleble para sus mentes y que les ha proporcionado una estática felicidad. Estos eran verdaderos místicos. Las declaraciones que después formularon con toda humildad, revelaban que habían penetrado hasta las recónditas profundidades del corazón humano; que habían llegado a los lugares impenetrables donde mora el alma, y que habían descubierto al fin la divina naturaleza del hombre, la cual permanece inmutable e intacta aunque se albergue en un cuerpo frágil. 

No es mi propósito citar nombres, pero los libros de Evelyn Underhill y Deán Inge nos dan una buena idea de los visionarios que pertenecen a la familia cristiana. La mente del mundo es demasiado apta para verse hipnotizada por el ambiente material que la rodea. Para muchas personas la vida espiritual se ha convertido en un mito. Es extraño y triste comprobar que, mientras nuestros hombres de ciencia más importantes y los más agudos intelectos están volviendo a una interpretación espiritual del universo y la vida, las masas se han hundido cada vez más en el grosero materialismo que las primeras y torpes tentativas de la ciencia parecían justificar. Por lo tanto, debemos estar agradecidos en cierto modo a esos videntes que se aventuraron por senderos no explorados para traernos informaciones de la vida más divina que es posible hallar para el hombre. 
La verdadera visión es una tremenda experiencia, no una serie de teorías. Ningún hombre que haya vivido una experiencia espiritual, aunque sea temporalmente, la olvidará jamás. Y sus días serán de insoportable agonía hasta que encuentre los modos y los medios le repetirla. 

* * * 

No expondré ningún sistema complicado en estas páginas. Me propongo únicamente enseñar una técnica simple para llegar a conocer lo más elevado que hay en nosotros. Ningún método de meditación es fácil en sí mismo, porque la práctica significa un control real, y pocas cosas son más difíciles en este mundo. Sin embargo, un método de meditación puede ser simple. No necesita estar complicado con tortuosas explicaciones, ni presentarse en un lenguaje confuso. Varios sistemas de meditación han sido enseñados; diferentes senderos del Yoga han sido hallados tanto en los tiempos antiguos como modernos. Pero la técnica que proponemos aquí para llegar al conocimiento de sí mismo no entra fácilmente en ninguna de estas clasificaciones ya existentes. El Arte de Interrogativa Introspección es único en su simplicidad, originalidad y poder, aunque, naturalmente, tiene puntos de contacto con otros sistemas. No pretendo que sea el camino mejor, pero sí afirmo que ofrece un medio más rápido y más seguro para llegar al conocimiento espiritual que la mayoría de los caminos que conozco. Las varias ramas del Yoga, el profundo y complicado método hindú, son excelentes respecto a la época y al pueblo para los que fue ideado; pero para los pueblos occidentales y antes las necesidades modernas, resultan evidentemente impracticables, excepto para unos cuantos. 

Esta investigación del yo verdadero es la forma más sencilla de meditación que conozco y, por lo tanto, la más apropiada para el hombre ocupado de la época actual. Se aprende más rápidamente y es más fácil de practicar que los complicados sistemas yogas de oriente. Puede ser ventajosamente practicada por cualquiera que se preocupe por afirmar la verdad acerca de su propia naturaleza. Cuando uno se despierta por la mañana y se asea, el primer deber —y generalmente el más descuidado— es el de conectarnos con nuestro verdadero yo. Sin embargo, la mayoría de la gente considera su deber pensar en sus problemas actuales, los trabajos que debe realizar o las personas a las cuales será necesario entrevistar. Las actividades y los trabajos ocupan el primer lugar en sus pensamientos, en vez de esforzarse por obtener esa sabiduría que inspiraría todas sus actividades y solucionaría todos sus problemas. 

Cuando Jesús dijo: “Buscad primeramente el reino de los cielos y todo lo demás os será dado por añadidura”, se refería no solamente a una regla general sino también a una particular. 
El empleo de las palabras “cada día” en el Padre Nuestro es una significativa indicación de que Él aconsejó a sus discípulos a orar o meditar por la mañana. Existen profundas y psicológicas razones para este consejo. Podemos dar la nota dominante a todas las actividades del día por la actitud que adoptemos durante la primera hora después del despertar. Las actividades y deseos del día no han comenzado todavía a turbar la mente. Si buscamos el reino como primera tarea por la mañana y sacrificamos un poco de tiempo para obtenerlo, nuestro trabajo no se verá perjudicado y nuestros problemas no serán descuidados. Porque crearemos una corriente de sabiduría espiritual y de fuerza que fluirá por debajo de todas las actividades y pensamientos del día. 

Cualquier cosa que hagamos la haremos correctamente; cualquier decisión a la que lleguemos será la decisión correcta, porque será el resultado do un pensamiento tranquilo y profundo. Aquellos que creen que es una tontería cuidar nuestra actitud espiritual antes que nuestras preocupaciones mundanas, ponen en primer lugar las cosas que deben estar en segundo plano, y en segundo término las primeras. Para ellos, como dice la escritura hindú: “No hay paz ni en este mundo ni en el otro”. Sea que demos cinco minutos o cinco horas a esta práctica inspiradora de la vida diaria, los resultados siempre serán notables a la larga. ¿No vale la pena perder un cuarto de hora o una media hora todos los días para conseguir el equilibrio mental y la conciencia del dominio interior? Esta cuestión de practicar la meditación de diez minutos a media hora una o dos veces al día, es cuestión de costumbre, porque la persona se habitúa gradualmente a que esto forme parte de su vida normal. 

La segunda quincena será un poco más fácil; la tercera todavía más, hasta que, con el tiempo, llegaremos a dominar este arte. Incluso el más ocupado de los hombres de negocios puede incluirlo en su programa de actos diarios, de modo tal que se convierta en él en una costumbre como el cenar a su hora. Créese el hábito, manténgaselo vivo, y sin duda de que su valor empezará a manifestarse en un consciente progreso. El desarrollo espiritual no será una cosa azarosa si es algo que está frecuentemente entre nosotros; será un esfuerzo continuo y serio. La práctica diaria, ordenada y regular en la meditación nos conducirá naturalmente a progresos en el arte. En otras palabras, si se practica el método, cada vez hará falta menos esfuerzo para producir el mismo resultado. 

El progreso depende de la práctica. La meditación producirá mejores resultados si se practica regularmente todos los días y no en impulsos y nuevos comienzos, porque es algo que gradualmente va “impregnando” mediante esfuerzos diariamente repetidos. La práctica diaria de la quietud mental debe hacerse tan regularmente como las comidas. La costumbre gobierna nuestras vidas. 
El hombre que ha aprendido el secreto de crearse costumbres, podrá gobernar lo que controla la vida. Y el mejor hábito que puede crearse un hombre es la costumbre de la meditación. No sólo hago observar, sino que insisto con energía en el sorprendente valor y la necesidad urgente de crear este hábito. Con el tiempo descubriremos que el período diario de quietud mental será un goce que se anticipa y no un deber de disciplina, como pudiera parecer al principio, y no se permitirá que nada interfiera con ello. 

* * * 

El siguiente punto a observar es que ciertas condiciones fisiológicas y psicológicas son aconsejables si se quiere llegar al éxito sin dificultad. Una cómoda postura personal ayuda a que la mente esté tranquila. Cuando el cuerpo está incómodo, la mente tiende a inquietarse. La quietud física es el primer paso a la quietud mental. En una cómoda y conveniente postura del cuerpo descansa la mente y nos permite empezar la tarea de replegarnos en nosotros mismos. Todos los días debemos ocupar el mismo lugar, o la misma habitación, sentarnos en una determinada silla o en el lecho. 
Hay que sentarse erguido y no apoyar la espalda. El cuerpo aprende así a responder automáticamente, hasta el punto que no hace ninguna resistencia a la influencia invasora del alma. La meditación se realiza más fácilmente y dará mejores resultados si la realizamos en las mejores condiciones. Elijamos una hora en que no se nos moleste, cuando todo lo que nos rodea esté tranquilo, cuando el estómago y los órganos digestivos estén en reposo, cuando el cuerpo se sienta cómodo; el tiempo no sea tormentoso. 

Si es posible, conviene llenar la mejor habitación de flores y perfumarla con incienso. Hay que colgar de las paredes cuadros nobles y llenos de color, Que esas cuatro paredes se conviertan en un santuario que nos ayude a vivir entre cosas divinas por un tiempo. Si es posible, debemos reservar esta habitación para nuestro exclusivo uso, como un rincón donde podemos meditar, orar y estudiar las cosas del espíritu. En poco tiempo la habitación comenzará a mostrar la huella invisible de la vida divina, de modo que, apenas penetremos en ella, los cuidados y las preocupaciones de la existencia nos dejarán. De todas maneras, hay que elegir un lugar donde podamos permanecer en reclusión ininterrumpida, sin ruido, donde los animales y los insectos no puedan molestarnos y donde nos sintamos en paz y armonía. Si no es posible obtener todas estas condiciones, debemos obtenerlas por aproximación. 

La primera regla, entonces, consiste en elegir un pequeño fragmento de la vida diaria en el cual podamos dedicarnos sin inquietudes y sin molestias a la práctica de los ejercicios necesarios. Podemos empezar con diez minutos, pero se lo prolongará a media hora apenas nos demos cuenta de que podemos hacerlo sin esfuerzo. Media hora diaria es mucho tiempo para el hombre de occidente, y no es aconsejable extender el tiempo si no es bajo la vigilancia de un maestro competente. He sugerido la mañana, pero es posible que existan circunstancias que impidan la meditación a esa hora. En tal caso, la hora inmediatamente mejor es la puesta del sol, porque entonces la mente puede recobrar más rápidamente la calma interior que en medio de las actividades del día. En el crepúsculo hay una misteriosa cualidad vinculada con las grandes corrientes espirituales que la naturaleza libera en ritmos regulares. 

El fragmento de tiempo que elijamos para este elevado propósito debe emplearse de manera que no tenga ninguna vinculación con las otras actividades del día. En lugar de ocuparnos de temas que llaman y fijan nuestra atención en las cosas exteriores, debemos tratar de olvidarnos de ellas y de las personas, dejarlas de lado como si nunca hubieran existido, y dirigir nuestros pensamientos y sentimientos hacia el ideal de la calma interior. Tal vez hasta ahora hayamos dedicado toda nuestra atención al mundo externo. El hombre que quiera encontrarse a sí mismo debe invertir este proceso y periódicamente dirigir su atención a explorar el mundo interno. Aquel que intente conocer su Yo Superior debe aprender a refugiarse en el interior de su mente como una tortuga se refugia dentro de su caparazón. La atención que hasta ahora se ha aplicado a una sucesión de hechos exteriores, debe concentrarse en un punto interior único. El sendero de la concentración es fácil de describir, pero difícil de practicar. Todo lo que debemos hacer es apartar nuestra mente de todos los pensamientos, excepto la línea de reflexión que establecemos como tema de nuestra concentración... ¡pero hay que intentarlo! El control del pensamiento es muy difícil de lograr. 

Su dificultad asombrará a más de uno. El cerebro se alzará en motín. Como el mar, la mente humana está en incesante actividad. Pero se puede lograrlo. En el centro de nuestro ser mora ese maravilloso Yo Superior, pero para llegar a él debemos abrir un sendero entre les escombros de pensamientos que nos impiden el paso y que nos obligan a prestar una innecesaria atención al mundo material como a la única realidad. Nos gusta volcarnos hacia el interior y que la mente descanse en sí misma —no en el sentido físico del mundo—, tanto como nos gusta escuchar por la mañana el trino de los pajarillos. Nosotros los modernos hemos aprendido a dominar a la naturaleza, pero no hemos aprendido a dominarnos a nosotros mismos. Los pensamientos nos persiguen y nos acosan como jaurías, nos quitan el sueño por la noche y se aterran libremente a nosotros durante el día. Si pudiéramos aprender a dominarlos y a suprimirlos, entonces podríamos llegar a un maravilloso reposo, a una paz similar a la cual San Pablo la describió como más allá del entendimiento. 

Porque los cinco sentidos se aforran al mundo material como si tuvieran cola de pegar; anhelan el contacto con el mundo en forma de objetos, gentes, libros, diversiones, viajes y actividades de todas clases. Sólo podremos matar al enemigo en los momentos en que los sentidos guardan silencio. Cuando intentamos practicar el descanso mental, los sentimos protestar inmediatamente, se alzan contra la imposición. Nos dicen: “Queremos estar en el mundo físico que conocemos; tenemos miedo de este mundo interior de misterio y meditación. Es natural que nos aferremos al mundo físico”. Y de este modo hacen lo posible por mantenernos aferrados a la espera material; y esta es la verdadera razón por la cual creemos que la meditación no nos agrada, o que nos apartamos de ella cuando llega el momento de realizarla. Son los sentidos quienes se oponen... no nosotros. Es por ello que debemos combatirlos y tratar de gobernarlos. 

El esfuerzo mental viene primero, luego la quietud mental. El dominio de la mente es el dominio del yo. El alma que pueda controlar la marea siempre creciente de pensamientos puede vestir el uniforme de capitán y dar órdenes a toda la naturaleza. El poder de mantenerse tenazmente en una línea de pensamiento, de aferrarse a ella con garras de escorpión y no soltarla, eso es lo que se llama el poder de concentración, el poder que hace Hombres. Los amos del pensamiento son los amos de los otros hombres. Sólo los débiles de mente no se encuentran a sí mismos ¿Somos incapaces de concentrarnos? En ese caso, un poco de práctica diaria —y la férrea voluntad para hacerlo— nos dará la fuerza que nos falta. El que procura diariamente hacer esto, aunque sólo sea por media hora, dominará con el tiempo sus pensamientos errantes. 

Una advertencia: Cuando la debilidad moral y el desequilibrio emocional se unen a las prácticas místicas, el resultado no es la elevación del alma a la espiritualidad, sino la regresión de la mente hacia el estado de mediumnidad. La práctica de la meditación que no va acompañada del cultivo de las defensas éticas e intelectuales puede conducir a un engaño de sí mismo, a un aumento del egoísmo, a las alucinaciones y aun a la locura. Por lo tanto el aspirante no debe buscar un sendero rápido y fácil para llegar a las experiencias ocultas, sino un atento ennoblecimiento de carácter, un resuelto ataque a los defectos y un correcto equilibrio de intuición, emoción, pensamiento y acción.

Paul Brunton

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