Los Siete Sabios eran veintidós y concretamente: Tales, Pitaco, Bías,
Solón, Cleóbulo, Quilón, Periandro, Misón, Aristodemo, Epiménides, Leofanto,
Pitágoras, Anacarsis, Epicarmo, Acusilao, Orfeo, Pisístrato, Ferécides,
Hermioneo, Laso, Pánfilo y Anaxágoras.
La cosa no nos tiene que asombrar tanto: los Sabios referidos por los
textos sagrados son así de numerosos por culpa de los historiadores de la
filosofía, que no consiguieron ponerse de acuerdo con los nombres, o mejor
dicho, se pusieron de acuerdo sólo con los cuatro primeros, o sea con Tales,
Pitaco, Bías y Solón (que por esta razón deberían ser considerados los
titulares de la selección nacional de los filósofos), mientras que, para las
otras tres «camisetas», escogían de un «banquillo» de dieciocho reservas. Por
otra parte, había siempre quien, al confeccionar estas listas, aprovechaba la
ocasión y metía a un amigo, o directamente al personaje político más en boga en
ese momento, como si yo ahora, teniendo que hacer una lista de los Siete
Sabios, metiera en ella por adulación al honorable Craxi.
Bromas aparte, creo que he conocido verdaderamente a un Sabio. Se
llamaba Alfonso, o mejor don Alfonso, y era el gerente de una sala de billar en
Fuorigrotta. Ante todo era un hombre que poseía el físico adecuado: edad
avanzada, barba, pelo blanco y «silenciosidad». No hablaba nunca y, cuando lo
hacía, era de muy pocas palabras: frío, conciso e inapelable. Cada vez que los
jugadores le llamaban para establecer de quién era el punto, él se acercaba al
billar, miraba las bolas jugadas como si ya las hubiese visto en esa misma
posición otras veces, y decía «blanco» o «rojo», así de sencillo, sin añadir nada
más. Me dirás: ¿Pero tú cómo puedes decir que era un Sabio si nunca le oíste
hablar? Lo sé, o mejor dicho, lo huelo. Don Alfonso tenía en los ojos una vida
vivida, una vida en la que, según creo, debió de ocurrirle de todo. Estoy
seguro de que en caso de necesidad, si hubiese acudido a él habría encontrado
consuelo. Quizá, como con las bolas de billar, se habría quedado en silencio
durante unos segundos, y después, con una sola palabra, me habría iluminado.
También los Sabios eran gente de pocas palabras: lacónicos, como se
suele decir. «Sabiendo, calla» (Solón), «Odia el hablar rápido» (Bías), «Ser
ávido de escuchar y no de hablar» (Cleóbulo), «Que tu lengua no corra por
delante de tu pensamiento» (Quilón), nos dan una idea de cómo en aquella época
la sabiduría y la parsimonia en el hablar iban a la par. Por esta capacidad de
síntesis, los Sabios pueden ser considerados como los inventores de los
refranes. Algunas de sus máximas están todavía en circulación: el «toma esposa
entre tus semejantes» de Cleóbulo corresponde al refrán italiano «la mujer y el
buey, de tu tierra», y el «trata con las personas convenientes» es el
equivalente del refrán napolitano «Fattelle cu chi é cchiú meglio 'e te e
fanne 'e spese».*
Gracias a las máximas, o sea a los refranes, la fama de los Siete Sabios
corrió de ciudad en ciudad hasta tal punto que, a pesar de la ausencia de los mass-media,
no había nadie en el mundo griego que no conociera la vida y milagros de
Tales y compañía. Sus palabras sirvieron a los padres para la educación de los
hijos, y los oradores las utilizaban ampliamente en política y en los
tribunales; sus canciones se escuchaban en todos los banquetes y, al contrario
de las de Sanremo, contenían muchos principios morales. En particular, recuerdo
una de Quilón cuyo estribillo decía así: «Es sobre la piedra donde se prueba el
oro, pero es sobre el oro donde se prueba al hombre.»[1]
De los veintidós el más
simpático, para mí, es Pitaco de Metilene. Diógenes Laercio narra que, además
de ser un sabio, fue también un hábil estratega y que sus conciudadanos, cuando
se jubiló, para agradecerle todo lo que había hecho por la patria le regalaron
un amplio territorio, bautizado Pitacia para la ocasión. A pesar de esto,
Pitaco no quiso convertirse en latifundista y aceptó únicamente el trozo de
tierra que consideró suficiente para cubrir sus propias necesidades. Se justificó diciendo que «el poco era más grande que el
todo».
Entre las máximas más sugerentes de Pitaco de Metilene cito las
siguientes:[2]
«Lo que vas a hacer no lo digas», «Es difícil ser buenos», «Digna de confianza
es la tierra, infiel el mar» y, sobre todo, «Soporta el ser incordiado por tu
vecino». Esta última frase puede ser considerada el undécimo mandamiento del
pueblo napolitano, más que nada porque exalta su principal virtud: la
tolerancia. Sólo gracias a la tolerancia, efectivamente, es posible aceptar el
principio contrario, o sea el «Molesta un poco a tu vecino» que, en el caso en
cuestión, no es tanto una máxima como un serio inconveniente para quien está
obligado a vivir por aquí.
Sobre los Siete Sabios se cuenta una anécdota que es demasiado
instructiva y divertida como para intentar controlar su autenticidad: parece
ser que un día los siete líderes de la sabiduría, queriendo hacer un «picnic»,
se citaron en Delfos, cerca del oráculo de Apolo, y que, una vez llegados allí,
fueron recibidos con todos los honores por el más anciano de los sacerdotes.
Éste, viendo reunidos en torno a él a la flor y nata de la sabiduría griega,
aprovechó en seguida la ocasión para pedir a cada uno de ellos que grabase una
máxima en las paredes del templo. El primero en aceptar la invitación fue
Quilón de Esparta[3]
que, pidiendo una escalera, escribió justo en el frontón de la entrada el
famoso dicho «Conócete a ti mismo».[4] Uno a uno, todos los demás
le imitaron.[5]
Cleóbulo y Periandro, el primero a la derecha, el segundo a la izquierda del
portal, grabaron sus célebres lemas: «Óptima es la medida» y «La cosa más bella
del mundo es la tranquilidad». Solón, en señal de modestia, escogió una
esquinita semioscura del próstilo y escribió «Aprende a obedecer y aprenderás a
mandar».
Tales dejó su testimonio en las paredes exteriores del templo, de
manera que todos los peregrinos provenientes de la Vía Sacra, apenas hubiesen
doblado la esquina del altar de los Kiotos pudiesen ver enfrente el escrito
«¡Acuérdate de los amigos!». Pitaco, excéntrico como siempre, se arrodilló a
los pies del trípode de la Pitia y grabó sobre el suelo un incomprensible
«Devuelve el depósito». El último que quedó fue Bías de Priene quien, para
asombro de todos los presentes, empezó a decir que, de verdad, aquel día no se
sentía capaz, que... en fin... que no sabía qué escribir. Todos los demás se le
acercaron y cada uno trató de sugerirle una frase para el caso; pero a pesar de
la incitación de los colegas, Bías parecía inamovible. Cuanto más decían ellos:
«¡Venga, Bías, hijo de Téutamas, tú que eres el más sabio de todos nosotros,
deja a los futuros visitantes de este templo un vestigio de tu luz!», más se
defendía él diciendo: «Amigos míos, escuchadme: es mejor para todos si no
escribo nada.» Tras un tira y afloja, en un momento dado las insistencias
fueron tantas que el pobre sabio ya no pudo eximirse de escribir algo; fue
entonces cuando, con mano temblorosa, cogió un cincel y escribió: «La mayoría
de los hombres es mala.»[6]
Leída deprisa parece una
frasecita de nada, y sin embargo, señores míos, constituye el veredicto más
dramático expresado por la filosofía griega. «La mayoría de los hombres es
mala» es una bomba capaz de destruir cualquier ideología. Es como entrar en un
supermercado y coger de una enorme pirámide de frascos de mermelada uno de los
frascos de la base: se cae todo. Cae el principio de la democracia, el sufragio
universal, el marxismo, el cristianismo y cualquier otra teoría basada en el
amor al prójimo. Pierde la partida Jean-Jacques Rousseau, mantenedor de la
teoría del hombre «bueno por naturaleza» y gana Thomas Hobbes con su eslogan «homo
homini lupus». Yo sé que nuestro corazón se niega a aceptar el
pesimismo de Bías, aunque algo, muy por dentro, nos dice que quizá el viejo
loco tenía razón. Cualquiera que haya acudido a un estadio durante un partido
de fútbol sabe cuál es el verdadero rostro de la masa. No es casual que, en la
antigua Roma, el gladiador vencido esperara la gracia del emperador y nunca la
del público, para el cual el «pulgar abajo» era un veredicto invariable: el
«cives romanus» iba al Coliseo, en compañía de su familia, con el único fin de
ver matar el mayor número de gente posible y esto, salvadas las distancias, es
verdad también hoy. Sobre el hecho de que el hombre es el animal más cruel de
la creación, no creo que haya dudas.
La única esperanza nos la ofrece Bergson cuando dice que la humanidad, lenta
pero inexorablemente, se hace cada vez más buena. Aceptemos de buen grado el
auspicio y confiemos todos en el 3000.
Otra interpretación de la máxima de Bías podría ser ésta: la mayoría
de los hombres es mala sólo en cuanto mayoría. En otras palabras, los
individuos tomados de uno en uno serían todos buenas personas, sólo que se
transforman en bestias salvajes en cuanto se convierten en masa. Ahora bien, no
sé vosotros, mis queridos lectores, pero yo siempre he tenido la tendencia a
incluirme en las minorías, y por lo tanto me pregunto:
¿he evitado las masas
para no dejarme corromper por la maldad colectiva o, viceversa, para ejercitar
mejor mi cuota de maldad también en relación con el pueblo? ¿Ha sido puro
esnobismo el mío? ¿Miedo a acabar en el rebaño? ¿Racismo antidemocrático de
quien cree pertenecer a un grupo de «pocos pero buenos»? Tengo miedo de las
eventuales respuestas.
En el siglo v antes de Cristo un anónimo ateniense, probablemente un
desterrado, escribió un libelo[7] titulado «La democracia
como violencia». Se trata de un largo coloquio entre dos ciudadanos que
comentan, sin pelos en la lengua, el nuevo régimen democrático instaurado en
Atenas. Dice uno de ellos: «...en los mejores hay el mínimo de desenfreno y de
injusticia, y el máximo
de inclinación al bien; mientras que en el pueblo hay el máximo de ignorancia,
de desorden y de maldad, en cuanto que la pobreza les empuja a la ignominia,
así como la falta de educación y la tosquedad que en algunos casos nacen de la
indigencia...»[8]
Este fragmento, probablemente, constituye la crítica más antigua del
modelo democrático y es sintomático advertir cómo su autor, aun siendo
descaradamente un reaccionario, no se mete tanto con el pueblo que, dice,
«intenta favorecerse a sí mismo», como con aquellos que «aun careciendo de
orígenes populares eligen obrar en una ciudad gobernada por el pueblo, antes
que por los mejores, porque son sabedores de poder disfrazar mejor su propia
bellaquería en un ambiente democrático que en uno oligárquico».[9]
Volviendo a los Siete Sabios, lo que he entendido es que hay que
sospechar un poquito de la sabiduría: ésta de hecho se halla a menudo y de
buena gana en antítesis con el idealismo. La sabiduría no es otra cosa que el
sentido común, es decir, el conocimiento exacto de las cosas de la vida,
mientras que el idealismo representa el irresistible deseo de creer en un
futuro mejor. La sabiduría habla de los hombres como verdaderamente son; el
idealismo, en cambio, prefiere imaginarles como querría que fuesen. A vosotros
os corresponde la elección entre uno de estos dos modos de entender la vida.
L. de
Crescenzo
* Este refrán quiere decir que es
mejor que vayas con los que son mejores que tú, porque así saldrás ganando. (N.
del t.)
[1] Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos.
[2] Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos.
[3] Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos.
[4] Para algunos, la máxima «conócete a ti mismo» es de Tales.
[5] Para todas las máximas y los testimonios relacionados con los Siete Sabios, cfr. Los Presocráticos.
[6] Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos.
[7] El opúsculo fue hallado entre las obras de Jenofonte, amigo de los Treinta Tiranos y, por lo tanto, adversario de la democracia ateniense.
[8] Anónimo Ateniense, La democracia como violencia.
[9] Anónimo Ateniense, op. cit.
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