Mileto es una pequeña ciudad turca situada en la costa de Anatolia, un
poco más al sur de la isla de Samos. En la época que nos ocupa, siglos VII y VI
a.C, era la ciudad más importante de Jonia y quizá del mundo entero. Ahora
bien, no sé si os habréis dado cuenta, pero el epicentro de la historia, de la
literatura y del poder militar se desplaza lentamente sobre el globo terráqueo
siguiendo más o menos el camino del sol: nace en las costas occidentales de
Asia, descansa una buena temporada en Grecia, y entonces, de un salto, se
traslada a Roma, y aquí, entre imperio romano y papado, hace lo que le da la
gana hasta la llegada de la Reforma, tras lo cual emigra a Francia, a
Inglaterra y, segundo salto, a América, donde actualmente reside. Mañana
llegará a Japón y quizá, otros mil años más tarde, podremos verlo nuevamente
por aquí.
Mileto fue fundada antes del
año mil por colonizadores. Unos dicen que provenían de Creta, otros que de la
Grecia continental y otros de la vecina Troya poco después de ser incendiada.
Según Herodoto,[1]
el más novelístico de los historiadores griegos, los invasores «no llevaron
esposas, sino que apresaron a las mujeres de Caria después de matar a sus
parientes»; vamos, que perpetraron el rapto de las sabinas de costumbre, al que
quién sabe cuáles y cuántos pueblos deben hoy su existencia. Parece ser que el
jefe de los violadores fue nada menos que el hijo del rey Poseidón, Neleo. La
cosa no nos tiene que asombrar, dado que los antiguos tenían siempre la costumbre
de achacar a los dioses las asquerosidades imputables a sus antepasados. Es una
lástima que hoy Estados Unidos y Rusia no puedan hacer otro tanto por lo
sucedido en Chile y en Afganistán.
El dato que es importante comprender, para la historia que voy a
contar a continuación, es que Mileto era una ciudad moderna, comercialmente muy
avanzada, en la que el único Dios que realmente contaba para algo era el Dios
Dinero. Ni más ni menos de lo que ocurre hoy en Nueva York.
La costa de Jonia , una franja fronteriza situada, como una loncha de jamón en un sandwich,
entre el mundo griego y el imperio persa, estaba llena de ciudades y pueblos
que aprovechaban su posición para comerciar con ambos. La primera entre todas
ellas era Mileto. De sus puertos partían y a ellos llegaban barcos cargados de
toda clase de bienes: trigo, aceite, metales, papiros, vino y perfumes. Ahora bien,
como ocurre siempre que los negocios marchan viento en popa, el ánimo de los
milesios se había alejado bastante de la llamada mística de la religión para poder dedicarse, con mayor empeño, a actividades más
prácticas y racionales. Y así nacieron los primeros estudios sobre la
naturaleza, sobre la astronomía y sobre el arte de la navegación. Debemos
imaginarnos la ciudad como una gran encrucijada aislada, en la que se agolpaban
los marineros, los comerciantes y los hombres de negocios.
Vayamos a dar un paseo por la vieja Mileto. Subamos juntos a la colina
de Kebalak Tepé y trepemos lo poco que hace falta para poder tener una visión
de conjunto.
La ciudad se extiende a nuestros pies a lo largo de una
breve península. Las calles, largas y estrechas, se entrecruzan todas
perpendicularmente: salvando las distancias, parece que estamos en Manhattan.
Allí al fondo, a la izquierda, se entrevé el puerto del Teatro y un poco más
adelante el de los Leones. Una larga columna de esclavos frigios transportan
fardos de papiro por la calle del mercado occidental. Aquí se discute, se
negocia en voz alta y se ríe. Está claro que se trata de gente rica y
despreocupada.
Desgraciadamente, las cosas no le fueron siempre así a Mileto:
precisamente esa posición de bisagra, que tanto la había favorecido en los
intercambios comerciales, le resultó fatal. Un mal día, a pesar de haberse
aliado con los lidios, fue asaltada por la soldadesca de Darío y arrasada
completamente. «De los milesios, la mayor parte murió a manos de los persas de
largas cabelleras, y sus mujeres e hijos fueron retenidos como esclavos...», es
otra vez Herodoto el que nos informa, «...y los atenienses se quedaron tan
trastornados con la noticia de la toma de Mileto que, cuando fue representada
la tragedia escrita por Frínico sobre el tema, todo el teatro estalló en
lágrimas y a Frínico le impusieron una multa de mil dracmas por haber recordado
una desventura semejante».[1]
[1] Herodoto,
Historias.
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