Sentado cómodamente en una silla, o postrado en una alfombra a la moda oriental, respirando quieta y rítmicamente, ciérrese los ojos y déjese que el pensamiento vague sobre la cuestión de lo que se es realmente. Se está a punto de emprender la gran aventura de la propia investigación.
La clave del éxito está en pensar lentamente. Se debe disminuir al máximo la rueda del pensamiento; consiguientemente, no podrá él ir de una cosa a otra, como lo hacía antes. Piénsese pausadamente. Luego formúlese las palabras mentalmente, con gran cuidado y precisión. Elíjase y selecciónese cada palabra con precisión. Haciéndose así se clarificará el pensamiento, porque no se podrá hallar una frase clara y definitiva hasta que no se lo haya hecho así.
En primer lugar, obsérvese el trabajo del intelecto. Obsérvese cómo los pensamientos se suceden unos a otros en una Interminable secuencia. Entonces trate de comprender que es otro el que piensa de ese modo. Pregúntese a continuación:
—¿Quién es este pensador?
—¿Quién es este “yo” que duerme y despierta; que piensa y siente; que habla y obra? ¿Qué es eso en nosotros a lo cual llamamos “yo”?
Aquellos que creen que la materia es lo único que existí dirán que es el cuerpo, y que el sentimiento del “yo soy” surge en el cerebro al nacer y desaparece en la muerte y la desintegración del cuerpo.
Pues, bien para entender la verdadera naturaleza de este misterioso “yo” y descubrir su verdadera relación con las funciones del cuerpo y del cerebro, debemos realizar un análisis penetrante de la personalidad, del yo aparente.
Esta clase de propio conocimiento no implica un simple examen y clasificación de nuestras virtudes, vicios y cualidades. Es una especie de investigación en la esencia misma de nuestro espíritu.
Evocar al hombre verdadero dentro de nosotros significa evocar nuestra inteligencia espiritual. Cuando podamos entender lo que hay detrás de los ojos que nos miran cada mañana desde el espejo, entenderemos el misterio mismo de la vida.
Si contemplamos con fijeza el misterio que hay en nosotros, el misterio divino del hombre, eventualmente éste se someterá y nos revelará el secreto. Cuando el hombre empieza a preguntarse quién es, ha dado el primer paso por un sendero que terminará únicamente cuando haya encontrado la respuesta. Porque hay una revelación permanente en su corazón, aunque él no la entiende.
Si el hombre enfrenta la parte oculta de su espíritu y trata de rasgar el velo que la cubre, su persistente esfuerzo le otorgará su recompensa.
Si el hombre enfrenta la parte oculta de su espíritu y trata de rasgar el velo que la cubre, su persistente esfuerzo le otorgará su recompensa.
El mundo está en una continuada condición de flujo, y el hombre parece ser una masa de pensamientos y emociones cambiantes. Pero si se toma el trabajo de realizar un análisis profundo de sí mismo y de reflexionar tranquilamente, descubrirá que una parte de él recibe el torrente de las impresiones del mundo externo, y otra registra los sentimientos y los pensamientos nacidos de estas impresiones. Esta parte más profunda es el ser verdadero del hombre, el testigo invisible, el espectador silencioso, el Yo Superior.
Hay una cosa acerca de la cual el hombre jamás duda.
Existe una creencia a la cual cada hombre siempre se aterra durante todas las vicisitudes de la vida. Es la fe en su propia existencia. Nunca se detiene un instante a pensar: “¿Existo?”
Lo acepta como una verdad inconmovible.
Yo existo. Esa conciencia es verdadera.
Se mantendrá a lo largo de toda la vida. De ello podemos estar completamente seguros; pero no podemos ya estar tan seguros de sus limitaciones a un armazón de carne. Concentrémonos, enteramente, sobre tal certidumbre: la realidad de la propia existencia. Procuremos ahora localizarla concentrando nuestra atención solamente en la noción del yo.
De este modo, por tanto, se forma un buen punto do partida para nuestra investigación, ya que esta idea tiene una aceptación universal.
El cuerpo cambia; se hace débil o fuerte, se mantiene sano o enfermo. La mente cambia; sus modos de pensar se alteran con el tiempo; sus ideas están en un constante flujo. Pero la conciencia del “yo” persiste inmutable desde la cuna a la tumba.
Hoy soy feliz... mañana seré un desdichado... Estos cambios de modo no son sino accidentes o incidentes en la continuidad del yo. Los modos de la mente y del corazón cambian y pasan, pero a través de todos ellos el yo permanece inalterable entre los que cambian, espectador del Show de este mundo. Tenemos conciencia de todas esas cosas a través del “yo”, del ser; sin él no habría nada, en absoluto. El sentimiento del “yo soy” no puede desaparecer.
Por lo tanto, conocerse a sí mismo es encontrar ese punto de la conciencia desde el cual puede tener lugar la observación de esos modos cambiantes.
Es una triste evidencia de que el hombre ha perdido su centralidad, su espiritual centro de gravedad, el que este punto haya pasado por lo general totalmente inadvertido.
El “yo” se convierte pe este modo en la desventurada víctima de muchos diferentes deseos y pensamientos contradictorios, hasta que su integridad espiritual le es reintegrada.
“Un hombre cree generalmente conocer lo que él significa y entiende por su yo. Puede dudar de otras cosas, pero en esto se siente seguro. Imagina que con el término yo, expresa a la vez que él es y lo que es. Y, naturalmente, el hecho de su propia existencia está en cierto modo fuera de duda.
Pero precisar en que sentido su existencia es tan evidente, es otra cosa”. Así escribe F. H. Bradley, pensador y filósofo inglés.
De este modo, el primer paso consiste en un análisis de la constitución del hombre. Empezamos descendiendo dentro de nosotros mismos. Porque en nuestras raíces más profundas mora lo divino.
De dónde proviene esta conciencia, del “yo”? Persiste por debajo de los cambios de modo de la mente; resiste a todas las mareas de los sentimientos; sobrevive a todos los accidentes y vence al tiempo. ¿Surge acaso de nuestros cuerpos?
No, eso no puede ser, por más que la psicología anormal y el espiritismo conspiren juntos para hacernos creer que eso es aparte de la carne.
Los experimentos de hombres como Sir Oliver Lodge y Sir William Crookes y el profesor William McDougall y muchos otros competentes investigadores en la investigación psíquica, no pueden dejarse de tomar en consideración. Debemos analizarlos y llegar a la lógica conclusión —por sorprendente que resulte— de que también se empeñan en la investigación de la verdad.
No tenemos derecho a despreciar un solo dato que pueda agregar algo nuevo a nuestras teorías. Quienquiera examinar los informes de la famosa Sociedad Inglesa de Investigaciones Psíquicas —y ellos son más numerosos de lo que se puede calcular— podrá encontrar un número suficiente de casos que corroboran la verdad de esta afirmación.
La conexión entre la mente y el cuerpo es tan íntima que el pensamiento popular, educado o no, ha aceptado rápidamente la suposición de que el cerebro es la mente, y de que el cuerpo es el yo, aunque se trate únicamente de una suposición. Es posible que, si la conciencia y el yo pueden existir separadamente, las ideas populares estén equivocadas y que esta apariencia sea engañosa.
Es este último pensamiento el que debemos considerar y hacerlo sin la menor idea preconcebida en pro o en contra del cuerpo.
Es este último pensamiento el que debemos considerar y hacerlo sin la menor idea preconcebida en pro o en contra del cuerpo.
* * *
Un salvaje, que está abajo en la escala de la evolución, no tiene otra idea del “yo” que el cuerpo y sus deseos. Pero un hombre más evolucionado, mentalmente más desarrollado, empieza a referirse a su cuerpo como “suyo”, porque ha empezado a presentir que el intelecto forma también parte del “yo”, como el cuerpo, y que es una parte igualmente importante.
Ciertos psicólogos y filósofos han estudiado con persistencia el problema siguiente: “¿Es posible para un ser humano separar su mente del cuerpo físico?” Este interrogante presupone, naturalmente, que el cerebro no es necesariamente el creador de pensamientos, aunque sea el medio que sirve para expresarlos.
No obstante, nuestro pensamiento está unido al cerebro que manejan los anatomistas; pero, de la misma manera que los matrimonios humanos terminan a veces con el divorcio, también es posible que la carne y el pensamiento se disocien temporalmente Se ha llegado a tal conclusión por medio del hipnotismo en Occidente y del yoga en Oriente. Y en las investigaciones de la psicología de los anormales y del espiritismo hay pruebas suficientes de que la mente puede tener una existencia propia, aparte de la carne.
Sería muy sensible para mí atribuir el poder de pensamiento a este cuerpo mío, como sería imputarlo a la tinta de esta pluma-fuente.
Del mismo modo que las palabras que escribo son dictadas a mi mano por alguien que piensa el cuerpo está inspirado por alguien que obra. Sin embargo gente reconocidamente inteligente, que pensaría dos o tres veces antes de atribuir la creación mental y el sentido lógico a la pluma, no vacilarían en reconocer estas cualidades al cuerpo que, siendo materia, ¡es simplemente tinta en otra forma! La verdad es que muy pocas personas se toman el trabajo de examinar de cerca el problema del “Yo”; y por 1o tanto, poca gente llega a conocer su secreto.
No podemos constituir un cuerpo solamente, porque cuando un hombre es atacado de parálisis y pierde el uso de la vista el tacto, el oído, el gusto y el olfato, continúa siendo un ser consciente.
Privado de ambas manos, de las piernas, de los ojos, y de otras partes de sus órganos... todavía seguirá siendo él mismo y su sentimiento del “yo” será más fuerte que nunca. ¿Por qué no sería posible que el cuerpo carnal sea sólo una masa de materia que yo muevo, yo ejercito, yo utilizo?... y de este modo indicaríamos que hay alguien que lo mueve, lo ejercita, lo utiliza.
En tanto la mente juega con la palabra “yo”, acepta por consideración una extraña idea. La primera reacción ante este pensamiento será rechazarlo como fantástico; pero un segundo después uno se ve obligado a considerarlo seriamente, si se pretende llegar a la esencia de la verdad. He aquí la idea:
Si el cuerpo fuera el yo verdadero, entonces no podría dormir ni le llegaría la muerte nunca.
Si el cuerpo es el verdadero yo, la conciencia de nuestra propia existencia debería persistir a través de las veinticuatro horas del día.
El yo está en el centro de la conciencia y cuando llega el sueño el yo se retira del cuerpo, suprimiendo en él la conciencia del ser, del mismo modo que se suprime una imagen fotográfica tapando el objetivo. Esta inconsciencia del cuerpo durante el sueño es una indicación de que el yo es meramente un visitante en la casa de carne.
Sostener que cuando soñamos retenemos la conciencia del yo no es una refutación a esta declaración. El sueño es el puente entre el estado de vigilia y el estado de completa inconsciencia. Representa el umbral que debemos cruzar para penetrar en el dormir profundo. Esta última etapa es la que debemos considerar para llegar a una más clara noción del yo. En el estado del dormir profundo y sin impresiones oníricas llegamos a la absoluta inconsciencia del cuerpo... sin embargo, de alguna manera, el “yo” sigue existiendo. ¿Qué es lo que está haciendo este “yo” y dónde está?; Cuando caigo en un sueño profundo, me olvido del mundo, enteramente. Ni siquiera los sufrimientos más atroces del cuerpo pueden tenerme permanentemente despierto; hasta olvido el mismo pensamiento del “yo”. Pero la existencia del yo, aunque esté temporalmente olvidada, persiste de hecho, porque al despertar recordaré mi identidad.
El doctor americano, Crile, ha producido algunos casos ilustrando este principio, tomados de las condiciones anormales provocadas por la guerra. Cuenta como, en cierta oportunidad, una iglesia abandonada fue utilizada como hospital para unos soldados que habían recibido terribles heridas. El médico, que entró de noche en la iglesia, la encontró sumida en un silencio profundo. Hacía cinco días que los hombres no dormían y su cansancio era tan extremo que ni siquiera las siniestras mutilaciones que habían sufrido podían mantenerlos despiertos. Todos los hombres dormían en paz, olvidados de sus cuerpos. El incidente, si es que significa algo, demuestra que no hay conciencia del yo en el cuerpo mismo, que la percepción mental del yo puede separarse del cuerpo.
Un vestigio de que no podemos ser cuerpo solamente lo encontramos de este modo en el estado de sueño profundo sin percepciones oníricas, cuando la mente se sumerge en la inconsciencia, cuando el cerebro ha dejado de pensar y el universo creado ha desaparecido de nuestra vista, y las acciones del cuerpo físico y los órganos de los sentidos están aparentemente en un punto muerto y, sin embargo, volvemos a despertar nuevamente con la noción de “yo” pese a la aparente “proximidad de la muerte” del cuerpo (1).
Si la conciencia del yo en el cuerpo se debe al hecho del que el yo es un mero visitante, podemos explicar entonces la desaparición de yo consciente cuando estamos en un sueño profundo. La sensación de yo se ha retirado no sabemos a dónde y ha dejado atrás una forma material inerte.
Hasta ahora hemos tratado de saber qué debemos pensar del “yo”.
Hemos practicado una abertura sicológica a través de nuestra personalidad para tratar de entender su verdadero funcionamiento. Nos hemos preguntado si el “yo” es el cuerpo, y definitivamente no hemos podido encontrarlo allí. Lo único que podemos decir con certeza es que el cuerpo es utilizado por el “yo”, pero no podemos afirmar con igual certeza que el “yo” sea inherente al cuerpo.
1.- Casos auténticos de fakires y de yoghis son comunes en Oriente. Son capaces de dormir y caer en estado cataléptico, hasta el punto que los entierran y permanecen así durante días y aun semanas enteras, con todos los órganos vitales en estado de suspensión funcional. Sin embargo, surgen de esos estados semejantes al de la muerte con un sentimiento de continuidad del sentido de personalidad.
En mi libro anterior, Una Investigación en la India Secreta, describí un caso que observé personalmente, donde un yogui impuso a su corazón una completa cesación de sus funciones e incluso dejó de respirar… a voluntad.
(Nota del Autor)
El sentido de ser nosotros mismos ha permanecido.
¿Qué es ese sentimiento? ¿Podemos asirlo?
No, estamos obligados a penetrar más profundamente, más allá del cuerpo; estamos obligados a explorar el mundo más sutil de los pensamientos y los sentimientos.
De este modo, usando el escalpelo del pensamiento agudo, sondeando en nuestro ser más íntimo, llegaremos a la conclusión atrayente de que el cuerpo es sólo una parte del yo, y que la fuente real y esencial del ego no ha sido hallada todavía.
He ofrecido hasta ahora al estudiante nada más que un esquema del tipo de meditación que debe practicar y no le he enseñado todos los pasos del largo sendero que deberá seguir en el estudio de su yo. Sin embargo será él quien deba desarrollar los pensamientos que he sugerido, más detalladamente. Acaso tendrá que realizar algunas meditaciones para llegar al punto donde pueda aceptar como correctas aquellas conclusiones; es posible también que ello le demande algunos meses de práctica. Pero hasta que no lo haga y complete su tarea, no podrá pasar a la segunda etapa de este método. Si su mente vaga, si a un pensamiento ajeno siguen otros en cadena, distrayéndolo o turbándolo por completo, deberá retornar, sin desfallecimientos, a la iniciación práctica, una y otra vez, hasta que haya vencido su noble propósito.
La conducente determinación de la Voluntad iluminada, decidida a abrirse camino a través de la sólida montaña de pensamientos y tendencias que hemos levantado alrededor de nosotros en el pasado, recibirá algún día su justa recompensa. Al salir, finalmente, de ese túnel, tendrá conciencia de la paz que sobre pasa la comprensión intelectual.
La atención deberá ser concentrada, una y otra vez, sobre el tema central; debemos captar el interés y mantenerlo allí. Debe continuarse la investigación interior, moviéndose de un pensamiento a otro en eslabonada secuencia.
La concentración es simplemente el poder de controlar la atención y de dirigirla a un objetivo.
La luz de la mente es vaga y difusa en el hombre común; lo que debemos hacer es concentrarnos hasta convertir aquélla en un faro poderoso. Después, cualquiera que sea el objeto sobre el que lancemos este rayo de luz, podremos verlo claramente y adquirir un conocimiento total de él.
Y este objeto tanto puede ser puramente material como una idea abstracta.
Esto es concentración… tomar una idea y no tener tiempo ni pensamiento para otra cosa.
Un trozo de papel de sea puede yacer en el piso por algún tiempo, sin que ocurra nada excitante. Tómese entonces un lente de aumento, concéntrese los rayos solares sobre el papel y se verá que pronto ocurre algo interesante.
Se puede descubrir también que la mente es como un inquieto simio; para someterlo encadéneselo a un poste fijo. A la mente se puede encadenar también a un pensamiento fijo. Si lo hacemos así, el mono terminará por reconocernos como sus amos y estará dispuesto a recibir nuestras órdenes.
Fíjese la mente, con firmeza, sobre el tema de estas reflexiones, estimúlese su energía para el esfuerzo necesario de voluntad y de concentración, y no permitir que el desaliento sea el resultado del aparente fracaso o de la lentitud del progreso.
Es necesario continuar con el ejercicio. Pensamientos que parecen traídos de los cabellos vendrán en medio de la práctica; los recuerdos de acontecimientos recientes ocuparán la mente; es posible que intervengan imágenes que tienen asociaciones personales; deseos, preocupaciones, el trabajo y muchas otras cosas se presentarán sin ser invitados y procurarán fijar el campo de atención. Pero tan pronto como se comprenda que la intrusión está fuera de lugar, rechazarla y retornar al punto donde se estaba.
Es muy frecuente que las primeras etapas de la meditación resulten ser las más difíciles, porque la mente sufre entonces una invasión de antiguos recuerdos, pensamientos vagos y trastornos emocionales, en un grado que sorprenderá a aquellos que nunca han intentado la práctica de la meditación. El llamado persistente o inconsciente del mundo exterior se vuelve, aparente cuando intentamos concentrarnos en la meditación.
No nos volvemos hacia adentro por inclinación natural. Nos aferramos a la materia y nos atamos a los sentidos tan naturalmente como los peces prefieren el agua
Aunque el hombre es uno con el Supremo Poder que podemos llamar Dios, lo cierto es que ha perdido la conciencia de esta unidad. Y a menos que realice el esfuerzo con meditaciones regulares, frecuente observación de sí mismo o verdaderas plegarias para desprenderse cada vez más de la existencia externa, es improbable que vuelva a recobrar la divina conciencia.
Este voluntario intento para concentrarnos sobre un tema abstracto durante quince o treinta minutos, es una de las pruebas más difíciles que se pueda emprender; la de convertir al hombre, constantemente extravertido, en un introvertido temporal, es una de las tareas más valiosas. Ello le permitirá contemplar las alturas etéreas del pensamiento puro. Esta disciplina intelectual podrá parecer un trabajo intolerable a los que la intenten, pero la recompensa bien vale el precio que se pague por ella.
El hombre común es un juguete del medio y de las influencias externas. Está dirigido por tendencias heredadas y por sugestiones de otras mentes. Poder concentrar nuestros pensamientos en medio del apresuramiento y de la tensión de la vida moderna, es algo precioso, y la práctica nos permitirá lograr ese control.
Debemos agujerear, con el taladro de la mente, hasta más abajo de las atracciones físicas del mundo, tratando de encontrar la realidad eterna que allí se oculta. Entonces el secreto de la vida, que ha desafiado los brillantes intelectos de los hombres más ilustres será descubierto y se convertirá en nuestra más gozosa posesión.
La segunda etapa de la investigación acerca de la verdadera naturaleza del yo deberá estar dedicada a someter la naturaleza emocional a un análisis crítico. El examen de los hechos llevó a destacar la idea de que el cuerpo físico representa la totalidad de la conciencia del “yo”; pero ahora podemos volver hacia la parte principal de nosotros mismos.
¿Somos deseo, duda, odio, cólera, inclinación o desagrado pasión, lujuria, esperanza, temor, o experimentamos cualquiera de los otros sentimientos que llevan al hombre en cambiantes secuencias de tiempo en tiempo?
El argumento que se aplica al cuerpo dormido se puede aplicar también a las emociones dormidas. Cuando las últimas yacen inertes en un sueño profundo e insensible, la noción del “yo” resurge todavía con más energías después del despertar de la muerte aparente de las emociones. Y cuando nos hallamos en el estado de vigilia, algunas veces experimentamos momentos de completa inemotividad, el sentimiento de ser personal aún prevalece. Volviendo a nuestro argumento anterior, si la conciencia del yo que acompaña las emociones y los deseos es, pese a todo, no inherente, la desaparición del ser consciente, en el dormir profundo, se explicaría fácilmente. El sentimiento de la personalidad se ha retirado, no sabemos a dónde, dejando tras de él un conjunto de sentimientos nacidos de las repulsiones y atracciones de los sentidos-órganos del cuerpo dormido, o también del intelecto.
Esto explicaría también por qué el sentimiento de la personalidad permanece intacto a través de la sucesión de nuestras experiencias cambiantes. Sentimientos, deseos, pasiones nos arrastran de aquí para allá, pero el “yo” sigue existiendo.
Es perfectamente posible que el hombre se aparte de la vida exterior, evitando en esta forma todas las emociones que esta vida comporta —como lo han hecho en sus éxtasis conscientes los místicos del medioevo o los modernos yoguis de la India— y conservar a pesar de todo una clara noción de la personalidad. Si el “yo” es susceptible de separarse en esta forma de todas las emociones, y continuar existiendo, quiere decir que el “yo” y nuestras emociones son dos cosas diferentes y, por lo tanto, no podemos ya considerar los odios, los deseos, las simpatías, las antipatías y otros estados emotivos como nuestro verdadero yo.
En consecuencia, podemos afirmar que nuestros sentimientos son muy inestables, que podemos, por ejemplo, amar a una persona una semana y dejar de amarla a la semana siguiente, que los sentimientos que hemos albergado durante diez años pueden, llegado el momento, no corresponder a nuestra condición actual, indica claramente que tales sentimientos son de esencia transitoria, mientras que el sentimiento del “yo” permanece inmutable a través de los años.
De este modo llegamos a la interesante conclusión de que ni el cuerpo ni las emociones representan nuestro verdadero “yo”.
Puede emprenderse el estudio de la tercera parte una vez que se haya llegado a la anterior conclusión. Para entonces se habrá ganado la capacidad de penetración en la adquisición del poder de concentración. Se habrá comenzado, a la hora del ejercicio diario, a perder conciencia de la vida exterior, a escuchar y a percibir el interior de uno mismo, y a concentrar finalmente los pensamientos dentro de uno mismo en tales momentos.
La tercera etapa será dedicada a la consideración de esta pregunta:
¿Soy yo el intelecto pensante?
Es verdad que el intelecto recibe generalmente su conocimiento a través de los cinco sentidos, o los extrae del recuerdo de experiencias adquiridas por la vida sensorial. Por lo tanto las verdades que podemos encontrar en el cerebro del hombre común se basan en la experiencia externa.
Esbocé lo que puede parecer una sorprendente proposición.
Suponiendo que la inteligencia no depende exclusivamente de la existencia carnal, sugiero que ella está compuesta nada más que de la interminable secuencia de pensamientos; la interminable sucesión de ideas, conceptos y recuerdos que componen nuestra vida diurna y que, en consecuencia, esta inteligencia no participa de nuestro yo ni siquiera en el intelecto. Si este conglomerado de pensamientos pudiera ser eliminado, comprobaríamos que no existe tal cosa como un razonamiento separado de la facultad intelectual. El intelecto no es sino un nombre que damos a una serie de ideas individuales.
Esta proposición final es más difícil de sostener porque se trata más bien de una cuestión que será necesario resolver por la experiencia personal.
En cuanto a mí, no vacilo en afirmar que si el intelecto no es más que el desfile constante de nuestros pensamientos, que pasan y repasan por nuestro cerebro, el hombre puede, en ciertas condiciones, dejar de pensar y sin embargo permanecer claramente consciente de sí mismo. Esto se ha producido más de una vez; la historia del misticismo oriental y del europeo atestigua este hecho.
Toda argumentación que se haya aplicado a la denegación de la emoción como el verdadero yo puede aplicarse también a la negación del intelecto. Piénsese acerca de esto y... se llegará a la conclusión de que debe ser así.
El intelecto es lo que piensa dentro de nosotros. No es nuestro yo y ello queda demostrado por el hecho de que, mientras reflexionamos, sentimos vagamente que algo en nosotros está observando quietamente nuestros pensamientos.
La cuestión de que algunos alienados pierdan el intelecto, y que se les restaura algunas veces mediante un tratamiento, es otra indicación de que se trata de una propiedad que puede ser quitada o restituida a un poseedor.
Tal fue la celebrada actitud de Descartes. Él sostenía que el simple hecho de pensar implicaba la existencia de un Pensador, de alguien que realizaba esta actividad reflexiva. Je pense, done je suis (Yo pienso, luego existo), fue su famosa proposición filosófica. Fue una afirmación muy atrevida que suscitó poderosas controversias. Y su lógico resultado fue que Descartes se vio obligado a inferir de que este Pensador, este “yo”, era intrínsecamente inmaterial y por tanto independiente como para tener existencia fuera del cuerpo físico, al que, sin embargo, estaba íntimamente ligado. De este modo, aunque Descartes no haya tomado en cuenta al yo en la forma que me propongo hacerlo, partió desde un buen punto.
Además, los modos de pensamientos están en un constante proceso de cambio.
Podemos tener un día una opinión y sostener, al día siguiente, lo contrario.
¿Cómo podríamos adoptar tal o cual conjunto de ideas y afirmar: “Esto representa mi yo”, cuando al año siguiente sostendremos lo contrario? Y sin embargo la conciencia del ser, del yo, ha permanecido incólume, mientras nuestros puntos de vista cambiaban en forma notable.
Por otra parte, cuando uno contempla quietamente alguna cosa material, se tiene la sensación de que algo en nosotros está contemplando nuestros pensamientos, algo que acepta algunos de esos pensamientos y que rechaza otros. ¿Quién es el que piensa? El hecho mismo de que seleccionamos los pensamientos indica que hay una entidad independiente, que se sirve de nuestro mecanismo cerebral. ¿Ese “algo en nosotros” es el yo? Hasta ahora hemos estado tan absortos y tan ocupados con nuestros pensamientos egoístas, con nuestros sentimientos personales y nuestras actividades físicas, que jamás habíamos enfrentado nuestra conciencia de ese “algo” interior.
No intentamos, siquiera en el menor instante, separarnos de nuestros pensamientos, sentimientos y acciones. Es por ello que nunca hemos sido capaces de estudiar la naturaleza de lo que vive dentro de esta casa de carne.
Si pudiéramos, como es posible en la práctica de estas enseñanzas, encontrar las huellas de ese “algo en nosotros”, descubriríamos que allí está nuestro verdadero yo. Está ahí, siempre, pero el fluir presuroso de nuestras ideas y la continua atención que prestamos a los objetos exteriores apagan con su ruido la suave presencia. El pensamiento es un poder que puede atarnos o dejarnos libres. El hombre común, inconscientemente, lo usa para el primer propósito; en cambio el que practica el método de la propia investigación conscientemente lo usa para lograr la liberación.
Las ruedas indetenibles de nuestro cerebro giran constantemente, en revoluciones de pensamientos tontos o importantes; y ya se trate de pensamientos grandes o triviales, no es posible detener su curso. Acaso el intelecto no sea nada más que una máquina de pensar, que deba rendir cuentas a la lógica de una manera puramente mecánica.
Los pensamientos surgen incesantemente y turban el reposo primordial de la mente. Hace tanto tiempo que se desenvuelve este proceso en la historia del hombre, que hemos llegado a considerarlo corno un estado normal. Llevar nuestra mente a una esfera de tranquilo reposo, mucho mejor si es sin pensamientos, lo consideramos como una condición anormal. Hemos tomado una tradición por una verdad y haríamos bien en examinar hasta qué punto se justifican los valores que hemos establecido.
Hasta ahora hemos descubierto que los límites que hasta aquí hemos expuesto sobre la noción del “yo”, son ficticios, que los “pensamientos” que en su totalidad constituyen el intelecto, no necesitan ser la barrera psíquica que nos circunda. Mediante este análisis introspectivo al que hemos sometido a nuestro propio ser, hemos tratado de descubrir si es el ser esencial que buscamos, la base de la idea del yo.
Hemos penetrado en nuestro interior y hemos aprendido que el mundo externo que nos revela nuestros sentidos no tiene por qué ser la única condición de nuestra consciente existencia.
Uno de los resultados de esta meditación es que eventualmente capacitará al individuo a observar y controlar cómo funcionan, en relación a nuestro yo, las facultades intelectuales, afectivas y físicas; en una palabra, nos pondremos fuera de nuestra personalidad. No hay ningún peligro de que este ejercicio nos vuelva demasiado introspectivo; al contrario, en vez de subrayar la personalidad, nos apartará de los sentimientos puramente personales para someternos a otros completamente impersonales.
Pero nosotros tenemos que seguir escrutando el alma. Bien es verdad que esta palabra, “alma” no me preocupa demasiado, puesto que significa diferentes cosas para diversas personas. Ha sido usada con sentido altruista por algunos elevados espíritus de nuestra época; pero también ha sido degradada por espíritus estrechos y mezquinos, y por fanáticos religiosos.
Preferiría prescindir de ella en este libro, pero no puedo hacerlo. Es una palabra que lleva la triste y penosa carga de una teología turbia, que un racionalista como soy yo prefiere no tener relación. Pero la palabra “yo” abarca todo lo que quiero decir con una exactitud y una amplitud que no tiene aquélla otra, más débil. Los antiguos hindúes entendían tan bien esto que la palabra “yo” es exactamente igual a la que usan para designar el “alma”. El yo es una colección de experiencia personales que incluye todas las experiencias físicas, mentales y afectivas que se enfilan como perlas sobre el hilo de la vida personal, pero que se confunden con el ser vasto, impersonal y divino que constituye la gloria verdadera e ilimitada del hombre.
Uno encuentra grandes dificultades al tratar de hacer comprensibles perfectamente para la inteligencia ordinaria cuestiones tan sutiles sin permitirse el uso del lenguaje abstracto y abstruso de la metafísica.
Pero he realizado el esfuerzo porque sé que los que mediten pacientemente acerca de estos pensamientos, con un espíritu justo y exento de prejuicios, se verán recompensados por un íntimo presentimiento de la verdad de los mismos y por la comprensión intuitiva de sentido profundo.
De ellos dependerá luego el seguir o no este hilo conductor, por medio de la práctica de tres fases que ofrecemos en las páginas de este libro.
Paul Brunton
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