martes, 14 de mayo de 2019

EL DESPERTAR DEL YO SUPERIOR



Quienquiera haya pacientemente practicado los ejercicios de meditación prescritos en este libro (VER ENLACES AQUÍ DEBAJO) Cada uno de los enlaces se abrirá en ventanas complementarias.

1- UNA TÉCNICA DE AUTOANALISIS

2- UN EJERCICIO DE RESPIRACIÓN PARA CONTROLAR EL PENSAMIENTO

3- EL DESPERTAR DE LA INTUICIÓN


 y por tanto haya logrado entrar en contacto con su yo divino, no tendrá necesidad de repetir dichos ejercicios en forma idéntica a la seguida hasta ahora.


El análisis minucioso del yo, que ha costado tantos y penosos esfuerzos, sin cesar repetidos, se vuelve innecesario y es eventualmente reemplazado por una sumersión más o menos rápida del espíritu, que se produce casi inmediatamente después que el estudiante ha practicado el silencio y ha tranquilizado sus pensamientos. Es decir, una vez que se llega a la firme convicción interna de que el cuerpo, la emoción y el intelecto no son él mismo, el estudiante ya no necesita repetir la técnica del análisis de sí mismo en sus meditaciones. Necesita practicar únicamente el ejercicio respiratorio indicado anteriormente y colocar su mente en un estado de semi interrogación y de semi plegaria, según se describe en el precedente capítulo. Después de la pausa necesaria, el humilde período de espera, vendrá la respuesta del Yo Superior y el estudiante entrará temporalmente en un estado de iluminación interna completa o parcial. Por un breve tiempo permanecerá inmóvil en el centro de su ser, abandonando las preocupaciones y los conflictos de la vida personal y retornando a la conciencia integral. El calmoso río de la quietud mental lo ha llevado por fin fuera del intelecto.

No llevaré al viajero del sendero secreto más allá de este umbral. Lo que ocurra a partir de este momento es una cuestión individual y, si él ha tenido la paciencia y el coraje de llegar tan lejos, obtendrá la guía apropiada que necesite para continuar. Muy pocos atraviesan el umbral de este reino místico, pues casi todos se detienen aquí, satisfechos con el seráfico, con el calor espiritual y la paz indescriptible. Mas ahora es necesario formular una prevención. Si al describir el sendero secreto he dado la impresión de que el conocimiento de sí mismo es algo que se obtiene practicando ciertos ejercicios, obedeciendo ciertas reglas y estudiando ciertas ideas, del mismo modo que se podría dominar cualquier objeto mundano, como por ejemplo la cultura física, no habré impartido al estudiante una idea exacta acerca de los que se requiere.

Los estados de ánimo que debe evocar son tan extrañamente sutiles y especialmente delicados, que se requiere de algo más que la conformidad con un sistema proscrito. Y ese final pero importante ingrediente no está en condiciones de proporcionarlo el aspirante. El despertar a la conciencia espiritual es algo que no puede producirse mecánicamente, por medio de un sistema determinado. “¡El arte surge!”, exclama Ruskin, y lo mismo ocurre con la espiritualidad. El aspirante realiza ciertas prácticas de meditación o de descanso, de observación o de recuerdos del yo; lleva adelante su ejercicio de Interrogación Reflexiva y, un día, la conciencia verdadera viene hacia él, tranquila, suave y seguramente. Este día no puede fijarse de antemano.

Puede presentarse al principio de los esfuerzos, y puede también llegar después de años de una lucha infructuosa... Porque ello depende de una manifestación de gracia del Yo Superior, de una fuerza más profunda que la voluntad personal, que ya empieza ahora a intervenir en este juego celestial. Una vez que la Gracia empieza a obrar en el hombre, no hay escape. Tranquila, gradual y perceptiblemente lo conduce al interior de sí mismo. La palabra Gracia no es una que me agrade mucho emplear. Tiene asociaciones teológicas tan desagradables e imprecisas que, si encontrara un término mejor, la dejaría de lado. Pero no puedo hacerlo. Por lo tanto, procuraré darle un sentido que se base en una experiencia espiritual demostrable y no en una ciega creencia.

La Gracia es un requisito indispensable para la obtención de la iluminación interior, la que se requiere, por ejemplo, para tener facultades de intuición premonitoria. Pero tal obtención no depende de nosotros: solo nuestro Yo Superior o un Adepto verdadero pueden otorgarla. La Gracia puede llegar con sorprendente e inesperada celeridad a un hombre que ha vivido lo que el mundo suele llamar una vida pecadora y puede cambiar rápidamente su corazón, su mente y su conciencia. Y la Gracia puede negarse a un hombre que durante veinte años haya estudiado tomo tras tomo de libros sobre religión o filosofía. Su manera de manifestarse es oscura, frecuentemente repentina, misteriosa y secreta para los otros hombres. Y sin embargo, no es uno fuerza arbitraria; posee sus leyes propias y su manera de actuar, pero sólo un verdadero Adepto puede percibirlas. Para obtener la Gracia, debemos pedirla. Esto no quiere decir que uno se deba arrodillar y rezar por ella. Tal vez eso baste a algunos; para otros el pedido debe ser mental, pero su impetración deberá estar reforzada por toda una vida de conducta moral ejemplar.

Nuestros actos de renunciamiento a los perecederos goces y bienes terrenales, nuestros sacrificios, el bien que hagamos a todos y por doquier, sin mirar en ¡a recompensa, todo eso y mucho más, será necesario demostrar para tener derecho a pedir las facultades superiores que poseen los Iniciados y los Adeptos. Es posible que nos veamos forzados a caer de rodillas, en momentos inesperados del día o la noche, para rogar que la Luz nos sea concedida. Si esto ocurre, no hay que resistir ni lamentarlo. Abandonémonos, y, si al invocar la Gracia del Yo Superior, sentimos la necesidad de llorar, dejemos que las lágrimas caigan copiosamente. No las retengamos. Hay un gran mérito espiritual en el llanto que pide la visitación de un poder superior Cada llanto disolverá algo que se levanta entre nosotros y la unión divina. Nunca hay que avergonzarse de esas lágrimas, pues se derraman por una buena causa. He oído hablar de algunos que obtuvieron la Gracia sin trabajo ni sacrificio. Estos pocos, que aparentemente la reciben como un don del cielo, no constituyen una excepción a la forma de solicitarla. Sólo que... su aspiración fue expresada y escuchada en otras existencias anteriores, en otros “nacimientos corpóreos”.

El Destino tiene algo que ver con la cuestión, y proporciona sus detalladas explicaciones de una conducta aparentemente errática sólo a aquellos cuyas almas han ganado su secreto. Cuando la Gracia surge de nuestro propio Yo Superior, ejerce una especie de ascendiente sobre nuestro corazón y empieza a conducir nuestros pensamientos. Nuestra vida, tal cual es, no nos satisface; empezamos a aspirar a algo mejor; buscamos una verdad más grande que la creencia que hemos tenido hasta ahora. Imaginamos, naturalmente, que el cambio se debe al desarrollo de la mente o a algún cambio de circunstancias. Pero no es así. Oculto detrás del misterio de la vida se mueve el Yo Superior invisible, el ser augusto que extrañamente ha interrumpido nuestro sueño mortal. La búsqueda de la verdad era la búsqueda del Yo Superior. Acaso hayamos encontrado una filosofía más apropiada de la vida y nos hayamos acercado así un poco más a la realización verdadera. Pero los pensamientos y los estados de ánimo que vivamos durante este período de incertidumbre —que puede durar semanas o años— no son más que manifestaciones de la Gracia o, para decirlo paradójicamente, los resultados de un movimiento interior realizado por lo Inconmovible.

Es muy difícil aceptar esta verdad, de que el llamado aspiracional venga a nosotros; no poseemos medios para expresarlo en forma de sonidos o de palabras. Lo único que podemos hacer es postrarnos a los pies del Yo Superior y rogarle que nos conceda su gracia. Cuando el fuego de la aspiración divina despierta en nuestros corazones, es porque se nos ha concedido un mínimo de Gracia. Nosotros, que somos servidores de esa augusta majestad, debemos esperar su benevolente aquiescencia. La Gracia es un don, un señalado favor que recibimos del dios interior. Sin embargo, no puede descendernos en cualquier momento arbitrario. Por lo general llega cuando las necesarias condiciones corporales, ambientales y experimentales están maduras.

Es el espíritu el que se toma tiempo, no nosotros. Porque... No podemos encender cuando se revuelve El fuego que en el corazón prende. El Espíritu sopla y lo enciende. En el misterio del alma se envuelve. La maduración del alma para esta profunda experiencia de unión con el Yo Superior tiene lugar gradualmente, como sucede con la fruta. Pero una vez que se ha completado el desarrollo, entonces la unión subyuga al alma con repentina imposición y el hombre realmente nace de nuevo. * * * Hay algunas experiencias fundamentales que el hombre jamás olvida. El día que se enamora de una mujer es una de ellas. El día que desembarca en un país extraño, es otra. Y la primera vez que la crisálida rompe el capullo de su ser y surge como una unidad espiritual consciente, es la tercera... y la más grande de todas.

El Yo Superior no demanda al hombre otra cosa que abra sus ojos internos y perciba su existencia. Sin embargo, el día de tal visión es el más glorioso de su vida, porque en él llega al borde de la eternidad. Porque ha nacido realmente para esto, y no para componer zapatos o llevar libros de contabilidad. Si pierde esta experiencia divina, ni entonces lo dejará escapar la naturaleza. Ella no tiene prisa, sin embargo. En algún momento, en algún lugar de su espacioso reino, se apoderará de él y lo forzará a realizar sus secretos propósitos. Los que se lanzan a esta exploración mental no son soñadores: simplemente se adelantan a hacer lo que todos los hombres tendrán que hacer por fuerza el día de mañana. Memorable es la grandeza de ese augusto momento cuando por primera vez siente el hombre la divinidad que lo rodea y que, paradójicamente, también está en el centro de su ser. En el éxtasis de la quietud, como lo llama Rupert Brooke; que parece saber lo que es realmente. Y como lo expresó James Rhoades en unos hermosos versos titulados Fuera del Silencio:

Soy el Alba que se libera de la oscuridad; 
 Cesa en tu pesar y ven a mí: soy la Profundidad. 
¡Quieto!... ¡Quieto!... Sabe que soy Dios; 
Únete a Mí y escucha mi voz. 
Borra el escrito del palimpsesto Dentro de ti, 
que el tiempo ha impuesto, 
Y escribe de nuevo en la limpia superficie: 
“Soy todo Quietud, Sabiduría y Justicia”. 
Estoy solo; tú eres el único arte en Mí;
Yo soy la corriente la Vida que corre en ti.
 Soy la substancia que cubre todo el universo 
Yo soy el Ser puro por quien las cosas son verso. 
Soy Espíritu que mora en tus profundidades; 
Ten conciencia de mi presencia... sin ansiedades. 
Interprétalo... en ti está tu propio cielo.


Una vez que empujamos levemente la puerta de la mente y dejamos penetrar la luz, el sentido de la vida se nos revela silenciosamente. La puerta podrá abrirse un minuto o una hora, pero en este tiempo descubriremos el secreto, y ni el dolor ni las preocupaciones podrán arrancarnos ese precioso conocimiento. Las palabras faltan cuando trato de explicar esto, pero quien haya sentido que su ser interno se disuelve en el misterioso infinito durante la meditación, como resultado de una aspiración consciente o por la Gracia de algún Adepto, entenderá el pensamiento que trato de expresar débilmente. Ante la quieta presencia de ese gran poder, el alma camina en puntas de pie.

La iluminación de la mente y el corazón es el momento más maravilloso en la vida de un hombre o de una mujer. Encontrarse a sí mismo... encontrar al Yo Superior, y se empezará a descubrir el sentido de la vida y el misterio del universo. Detrás de cada uno de nosotros está el Yo Superior, tranquilo como el cielo sin nubes, sabio de la sabiduría que la naturaleza ha recogido en muchos millones de años de existencia, fuerte como para darnos lo mejor que la vida puede ofrecer. Permitidme que recuerde las palabras de alguien que tenía plena conciencia de esto, un humilde carpintero que se convirtió en Maestro y vagó por las riberas de Galilea con unos cuantos discípulos, hace más de mil novecientos años. Él les dijo: “Pedid y se os dará; buscad y lo encontraréis; llamad y se os abrirá”. Estas palabras son tan verdaderas hoy como lo eran entonces. El hombre-dios que las pronuncio aparentemente se ha ido de nuestro medio, pero las divinas verdades a las cuales dio voz serán siempre un tesoro para la humanidad. Aquellos de nosotros que hemos podido echar una rápida mirada al interior de nuestro propio ser, hemos quedado estupefactos. Retrocedemos, azorados, ante las insondables posibilidades del Yo Superior. El hombre, como entidad espiritual, posee una infinita capacidad de sabiduría, y recursos asombrosos de felicidad.

El hombre tiene en sí mismo la infinitud divina y, sin embargo, se contenta con los pequeños placeres de su breve paso por la tierra, como si no fuera más que un insecto. Cuando un hombre alcanza la cima de la verdad, es capaz de gozar de su propio tesoro interior, recibir desde adentro esa felicidad que, hasta ese momento, había buscado en las cosas exteriores. La Verdad, la Belleza, el Poder, la Sabiduría y la Paz, son los atributos del Yo Superior, de ese yo divino que espera ser descubierto. 
Y él nos revelará todo lo que hay en nosotros de idealista, de comprensivo y de noble. 
Sin embargo, tenemos que aprender el verdadero significado del verbo “Ser”. 

En las profundidades de nuestro milagroso ser, descubrimos que somos parte de una vida inmensa, cuya esencia es una paz eterna, cuyo propósito es ser extremadamente benevolente y cuya existencia jamás puede perecer. Sí, ésta es, en verdad, la “patria-hogar” de todos los hombres. Esta condición intemporal en la cual nos hemos descubierto, ha sido admirablemente descrita por los sabios hindúes como el “Eterno Ahora”. “Aquél que conoce su propia naturaleza conoce el cielo”, declara Mencio, el discípulo chino de Confucio. 
El espíritu propio del hombre permanece inalterable, mientras que su yo personal sufre todas las vicisitudes de la suerte, los avalares de la desgracia. 

Es el elemento indestructible, el testigo silencioso y eterno que un día tendrá que reconocer, rindiéndole homenaje. Es una luz que ningún poder es capaz de extinguir. Es el espíritu inmortal del hombre, benigno y tolerante, hermoso e incambiable. Estamos tan cerca del dios interior como lo estaremos siempre. Por el momento nos convenceremos por la experimentación y la experiencia. 
El Alma vela en secreto este gran tesoro; vayamos a descansar en el centro de nuestro ser y descubramos los brillantes y los rubíes que allí hay ocultos. El Yo Superior es el verdadero ser, el divino habitante de este cuerpo, el Testigo Silencioso que habita en el corazón del hombre. El hombre vive todos los instantes de su existencia en presencia de este yo divino, pero el velo de la ignorancia lo envuelve, volviéndolo ciego e insensible. 

Esta doctrina es, en verdad, una de las más difíciles de justificar. ¿Cómo puede explicarse al hombre mortal y lleno de preocupaciones que su yo espiritual puede existir a su lado, en la serenidad, bastándose a sí mismo, intangible y libre de toda traba? Temo que esta afirmación parezca absurda al hombre que tiembla ante la desgracia y se regocija con la perspectiva de bienes materiales. ¿Cómo podría yo decirle que se ha hipnotizado con la desesperación o con la exaltación y que, a pesar de todo, y paradójicamente, sigue siendo libre de la una y de la otra? El “hombre de mundo” ridiculizará esta afirmación, mientras que el teólogo la rechazará. No existe sino una respuesta a este sorprendente enigma, una sola autoridad suprema a la cual se puede acudir: es la autoridad de la experiencia personal, es la comprensión más completa y directa de que todas estas cosas son ciertas. El conocimiento del yo es la base primordial y absoluta de toda ciencia de la verdad. 
Nuestro pensamiento primero y predominante es nuestro “yo” en su sentido más amplio. 

Trazar este pensamiento hasta su fuente y cuando se haya encontrado AQUELLO en lo cual surge, se habrá encontrado el Yo Superior, La Verdad, la Sabiduría... ¡Dios! Algunos objetarán que el altar interior está envuelto en la oscuridad y que por lo tanto el camino para llegar a él es infranqueable. Pero no debemos dejarnos acobardar por estos pensamientos temerosos. 

El santuario no es inaccesible y si en nuestros días son muy pocos los que parecen haberlo descubierto, es porque muy pocos se han tomado el trabajo de buscarlo a conciencia. 
La verdad está escrita en el organismo del hombre al igual que en los libros más inspirados. En la vasta sociedad que forma el universo, el hombre está mejor colocado de lo que supone; y, en los momentos secretos de reposo mental, recibe sutiles sugerencias que le hacen presentir la grandeza originaria de su alma. 

Esta sabiduría es la sabiduría más antigua del mundo. Por muy lejos que se busque o indague, antes de que la primera pluma se estampara sobre el papel, épocas anteriores a Buda y Zoroastro, esta sola y simple verdad de que el hombre puede unirse conscientemente con lo divino mientras que su cuerpo se ejercita, fue enseñada en la práctica de aquellos que aspiran. La universidad de la experiencia que he descrito es un auténtico testimonio de su realidad. Las literaturas de todos los países, las filosofías y las religiones de todos los tiempos, confirman esta verdad. 
El griego Platón habla de ello, de la misma manera que el americano Emerson; la encontramos en la filosofía del romano Porfirio y en la del alemán Fichte; resplandece en los dichos de Jesús, el sirio, e ilumina las palabras de Buda, el hindú. Para el verdadero Vidente, todos los credos son iguales; aquellos que profesan la fe de Buda no son menos bienvenidos que los propagandistas de la fe de Cristo. “El solaz de un solo pensamiento de cierta elevación convierte a todos los hombres en fieles de una misma religión. 

Siempre existe alguna aleación de material debajo del espíritu que crea la distinción de las sectas. 
Por encima del vasto océano del tiempo, el pensamiento encuentra el pensamiento en un entendimiento infalible. Sé, por ejemplo, que Sadi tenía, en tiempos antiguos, una manera de pensar idéntica a la mía; por lo tanto, no existe diferencia esencial entre Sadi y yo. Él no es persa y no es antiguo, él no es un extraño a mis ojos. Por la identidad de su pensamiento con el mío, él vive aún hoy.” 

Así decía, con toda verdad, David Thoreau. Diferentes pueblos en diferentes países han dado nombres distintos a las mismas experiencias secretas. Los cristianos la han llamado “la unión con Dios”, y los santos hindúes la denominan “la unión con el yo espiritual”. Los filósofos la describen como “una sumersión en el infinito”; otros como “el descubrimiento de la verdad”. Pero la etiqueta no importa; los sabios no discuten más sobre esto, porque las palabras no hacen más que indicar, pero no pueden describir la plenitud de una experiencia semejante. Los místicos hebreos e hindúes, los filósofos platónicos y pitagóricos, los moralistas chinos y los moralistas cristianos... todos hablan el mismo lenguaje y tienen el mismo acento; todo depende de que sepamos escucharlos. Poco importa la diversidad de creencias y el número de teologías: Dios fue, es y será el Único... porque está en nosotros. 

La Verdad es la luz blanca del Espíritu que, proyectada sobre el prisma de la Humanidad, se fragmenta en rayos de colores tan diversos como los individuos que la reciben. Así, la experiencia del descubrimiento es igual en todo el universo; lo que difiere es la interpretación que se le da. Alguno objetará que el mundo ha podido leer una desconcertante profusión de relatos de místicos que afirman “haberse sumergido en el yo” y que dan los relatos más diversos sobre lo que habían experimentado, presenciado, sentido y comprendido. La mezcladura de los dogmas religiosos y la mala interpretación de las experiencias personales han producido esta superabundancia de doctrinas que se denominan, en conjunto, “místicas”. 

La imposibilidad práctica de adoptar una actitud estrictamente científica frente a todas estas cuestiones es responsable del oscurecimiento del objeto verdadero de la meditación. Se ha descrito “senderos” diversos que podían conducir a este objetivo, y cantidad inmensa de espíritus limitados han confundido el Sendero con la Meta. Meditación, yoguismo, misticismo, etcétera, no tienen más que una sola meta fundamental, digan lo que digan los que se creen absolutamente “representantes de la Divinidad en la tierra”, los fanáticos o los espíritus desprevenidos. 

Este fin es provocar, de alguna manera, un corto circuito en la corriente intelectual, para que sea perceptible al hombre esa Realidad que el pensamiento oscurece. En otros términos, las prácticas religiosas avanzadas, los diferentes métodos de meditación, la adoración estática de los santos, etcétera, son los medios de ayudar al hombre a remontar el río del pensamiento, hasta el punto en que, finalmente, el fluir se detiene por completo. Las mentalidades sectarias, por supuesto, objetarán vehementemente esta afirmación, pero su negativa es simplemente una negativa de los hechos verdaderos. Las almas maduras y penetrantes pueden solamente percibir esta verdad. 

Ellas solas, tras haber aclarado la comprensión de estos temas, podrán escapar a las brumas espirituales entre las que deambula la, mayoría de los sabios y de los devotos. Sólo estas almas saben que el camino religioso especial que cada cual sigue tiene menos relación con su avance espiritual que los medios mecánicos de control de espíritu que practique inconscientemente. Ellas solas comprenden que la carencia de todo dogma, más allá de sus creencias religiosas personales, no impide al hombre avanzar juntamente con su hermano más piadoso.

 Los que los yoguis hindúes avanzados experimentan como Nirvana, substancialmente es la misma condición que los avanzados místicos cristianos experimentaron como Dios. Si los unos o los otros, al consignar y describir estos estados sublimes, los marcan con la doctrina teológica especial de su raza y de su país, hay que atribuir esto a su verdadera causa, o sea, los prejuicios personales y las tendencias mentales del visionario y no la iluminación misma. La iluminación, en sus diversos grados, es la misma para todos los hombres con ideas semejantes. Cada místico redescubre idéntico tesoro escondido; pero su descripción difiere lamentablemente de la que hagan otros místicos, porque sus reacciones intelectuales y emotivas son también diferentes.

Hay grados de iluminación en sí misma, pero, en el grado más elevado, todos los videntes atraviesan por la misma experiencia y están en perfecto acuerdo sobre su significación. Pero los que aquí llegan son los raros elegidos, los dotados inmortales entre los hombres. Temporales reflejos y experiencias de una naturaleza mística han tenido lugar en todos los siglos y en todas las comarcas: es mucho más raro encontrar una interpretación inteligente. Se presentan, a manera de explicación, las nociones más puerilmente infantiles de cada creencia, y lo que deriva de lo Universal e Infinito queda encadenado a algún símbolo local. Nuestro tiempo demanda una sensible y espiritual explicación de estas cosas, y no una explicación semi religiosa, semi materialista, carente de toda base científica. 
Numerosos videntes han consignado experiencias de orden psíquico y espiritual perfectamente auténticas; y, sin embargo difieren grandemente en sus conclusiones. ¿Por qué? Porque las creencias que poseen, las experiencias pasadas que han influido sobre su personalidad, todos estos factores se hacen sentir sobre las interpretaciones respectivas. Así, aunque la experiencia interior sea absolutamente incontestable y válida, la interpretación puede resultar falsa.

Cometemos el error de querer encerrar dentro de barreras humanas este descubrimiento divino.
En todas las épocas, los buscadores sinceros, pero de escasa experiencia y de espíritu limitado, se han esforzado en circunscribir el vasto océano del conocimiento de lo Verdadero dentro de los límites estrechos de una doctrina o una confesión. Esto no es posible y cuando su propia experiencia se profundiza, terminan por comprenderlo; pero la desaprobación de las iglesias ortodoxas o la dificultad de explicación de tan sutil verdad a las multitudes, a menudo obliga al silencio.
Los credos vienen y se van; los cultos surgen y desaparecen sin pena ni gloria; las sectas suben al escenario del mundo por algún tiempo, para hacer mutis poco airosamente. Sin embargo, la antigua sabiduría, desprovista de todos los ornamentos de expresión, sigue siempre idéntica e inalterable. 
Es independiente de las razas.

Por ejemplo, tenemos a Thoreau, nacido entre los americanos, y a Sankara, un hindú. También es independiente de las épocas. Contemporáneo fue Rabindranath Tagore y hace más de seiscientos años tuvimos al Maestro Eckhardt. Es independiente de los climas: los tibetanos envueltos en pieles llegan a la misma verdad que Plotino, que vivía en el ardiente Egipto. La misma experiencia íntima anima los hermosos poemas persas de Jelaluddin Rumi y los conmovedores versos de Francis Thompson. Las inspiraciones de la Roma antigua, y las que se expresaron en la China primitiva, siguen una línea paralela. Entre todos estos elementos diversos la similitud es sorprendente; los pensamientos son idénticos, pero la ropa que los viste está necesariamente sujeta a los gustos personales y a las costumbres raciales. Las simples y hermosas frases de Cristo llevan la carga del esencial mensaje de la Verdad. Estúdieselos bien y se verá que corresponden enteramente a les discursos y a los escritos de otras personas que llegaron también a la unión con el Yo divino, antes de su época o después de ella. Todos los maestros de la profunda realización espiritual se expresan en el mismo lenguaje; sólo los profesionales de la teología y la tropa de secuaces fanáticos piensan de otra manera. 
¿Debemos imaginarnos que Dios se manifestó solamente a los hombres en la época de Cristo, cuando él conmovía con su actitud pacíficamente rebelde a una oscura provincia del Imperio Romano, o cuando Buda recorría la India con su cacharro de mendigo?

Si Dios no puede manifestarse ahora, querría decir que Su poder se ha restringido sorprendentemente y que el Señor ha vuelto a hundirse en el vacío de lo Finito. ¿No es más hermoso suponer que está pronto a revelarse a todos aquellos que se preocupan por llenar las condiciones precedentes a toda revelación? Si el Eterno ha hablado al hombre en otras épocas, también puede hacerlo ahora.
¿Quién podría explicar el hechizo que hombres como Cristo y Buda ejercían sobre sus oyentes mediante el uso de unas cuantas palabras? El genio oratorio no podría explicarlo y tampoco podría hacerlo el genio intelectual. Es necesario algo más para explicar que la mirada de estos hombres haya conmovido corazones de piedra, que ningún discurso, por elocuente que fuera, había tocado antes; es necesario suponer que ellos estaban en posesión misteriosa de un poder divino, temible.

Durante siglos, sabios y eruditos han empleado toda su perspicacia para investigar la historia de Jesús. Minuciosamente han escrutado toda información posible, todas las fuentes, cada documento que pudiera haber vuelto un poco más nítida la imagen del misterioso galileo. Y, después de casi dos mil años de la muerte del “judío inspirado”, él sigue siendo una figura enigmática y lejana.
Su biografía es, en parte, imaginaria; su personalidad ha sido pintada con mil colores contradictorios. Sectas enemigas se han servido de sus enseñanzas para apoyar sus doctrinas inconciliables.
Y aunque el mundo no escriba jamás sin veneración el nombre de este ser extraordinario, aunque este nombre domine desde lejos todo otro nombre que exista bajo el cielo de Occidente, él seguirá siendo siempre un misterio. La inteligencia sola del hombre jamás podrá resolver este misterio.

Según el dogma católico, el Cristo bajó del cielo hasta las tribus humanas, les transmitió su sagrado mensaje y... volvió a remontarse. Esta teoría ha perdido adeptos a la luz de la ciencia moderna. ¿Quizá Cristo descendió de un planeta superior, donde tenía su verdadera morada? En el terreno de las suposiciones, podríamos decir que se trataba de un planeta infinitamente más desarrollado que el nuestro en cuanto a conciencia espiritual, y que vino, por medios que ignoramos —un aficionado a la astronáutica diría que en un plato volador—, para bendecir y para servir a los humanos con su presencia.

Como recompensa, los humanos lo crucificaron... Pero los que lo buscan sinceramente, lo hallarán... ¡en el fondo de su ser! Porque la divinidad no fue enterrada con Cristo en la tumba. ¿Acaso no han hablado voces sagradas desde entonces? ¿Acaso no hallamos, estudiando la historia de estos dos últimos dos mil años, los nombres de algunos seres cuya presencia y cuyas obras milagrosas no testimoniaban que habían estado en las más altas cumbres espirituales, sin dejar por eso de ser hombres? ¿Y acaso la vida profunda no nos extiende, ahora como siempre, su sublime invitación? 
Su invitación a sumergirnos en ella y buscar allí a Dios, es decir, a nuestro verdadero Yo Superior.


¿Por qué hemos de ocultar esas simples verdades con una complicada jerga? ¿Por qué hemos de vestir a esta hermosa figura de la verdad con una rústica túnica? Hombres como Buda y Cristo se dignaron exponer su pensamiento en frases claras y precisas, y emplearon palabras muy conocidas. Los pensamientos más profundos pueden exponerse sencillamente: no es necesario recubrirlos con la prosa de los misterios cimerios. Pero hay quienes se deleitan empleando un vocabulario y una fraseología que elevan una barrera entre la Verdad y el entendimiento. Los suplicios, la crucifixión, la hoguera, esperaban antes a los pioneros espirituales que se atrevían a expresar pensamientos heterodoxos; de ahí que una jerga construida con una terminología oscura y hermética naciera entre estos solitarios de la fe. Pero, en el siglo veinte, nada justifica el empleo de la extraña jerga medioeval, que todavía se emplea en ciertos ámbitos. 

Estas sublimes verdades pueden ser reveladas sin que debamos temer, a causa de ello, el suplicio de la horca o de la rueda. ¿Por qué atemorizar, entonces, a los sencillos buscadores de la verdad exponiéndoles la acumulación de complicados misterios? En los tiempos antiguos, esta senda interior y sus resultados fueron descritos en libros publicados bajo frases poéticas, simbólicas y alegóricas. Este lenguaje era familiar a los intuitivos, aptos para interpretar allí cosas que los hombres de menos luces espirituales jamás podrían percibir. En la presente época ha llegado el momento de hablar más abiertamente y con mayor sencillez de estas cuestiones. Vivimos en una época intelectual y científica, donde toda una serie de nociones debe presentarse de manera que llame la atención a la inteligencia lógica de los hombres. 

Toda otra forma de presentación hará que estas enseñanzas sean tratadas como poesía, como una decoración para pasar gratamente el rato. La prevalencia de la ciencia y la popularización del conocimiento han desarrollado el intelecto del hombre. Es por ello que una moderna expresión de la verdad debe dirigirse hoy en día, tanto al espíritu como al corazón. En nuestros días, ningún mensaje espiritual puede ignorar o despistar las necesidades del cerebro, aunque tampoco se puede permitir que ellas se conviertan en tiranas. Aquellos de entre nosotros que hayan tenido la experiencia personal de las sorprendentes potencialidades de la meditación, deben estar listos a enfrentar a los que dudan en su propio terreno, a liberarlos a ellos, prisioneros de sus primitivas concepciones de que el hombre no es nada más que su cuerpo material y que el mundo fue formado de nada más que del lodo primitivo. No es suficiente decirles que de nuestro nacimiento. 

Debemos demostrarles que pueden producir por sí mismos una luz mayor. 
Si persisten en cerrar los ojos a las posibilidades que la vida ofrece al hombre, aquí y ahora, no tendrán excusa para la espiritual obscuridad en que viven. Sin embargo, en el sentido histórico, hay muy poco que sea radicalmente nuevo. Sólo la síntesis y la justa proporción de estas ideas parecerán nuevas. Pero toda cosa que todavía no ha sido ensayada es nueva, y estas cosas no han sido tratadas por el mundo hasta ahora. La experimentada inteligencia moderna demanda y debe recibir una mejor presentación de la verdad que las meras aspiraciones de sentimentalismo religioso-moral. 
Debemos recordar también que los maestros que llegaron en el pasado debieron tratar con pueblos muy diferentes de los nuestros, en un tiempo en que los problemas económicos de una civilización industrializada no eran todavía suficientemente graves para influir sobre los otros. 

Vivieron en poblaciones orientales que son, naturalmente, más sensibles que las nuestras, junto a espíritus menos escépticos y menos agitados, con corazones que se volvían más naturalmente hacia la devoción. Por ello, es preciso que quede bien claramente establecido que los Videntes de hoy, y en especial los de Occidente, debieran olvidar las presentaciones del pasado para recordar las necesidades del presente. Deben buscar una expresión de la verdad que sea adecuada a los tiempos actuales. Esta renovación ya ha cobrado forma, de manera incompleta, en movimientos y cultos diversos Al enseñar el examen espiritual de uno mismo hay que mostrar el valor del Yo Superior y su posesión preciosa a todos aquellos cautivos de la agitación perpetua de la vida presente, y hay que señalar la aplicación práctica que puede hacerse de su principio fundamental: que el verdadero yo del hombre es divino.

Paul Brunton 

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